Mi último suspiro

Luis Buñuel

Fragmento

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PRÓLOGO

David Trueba

 

 

 

 

El exilio de Luis Buñuel es una de las grandes tragedias de la cultura española. Nació con el siglo y eso le emparejó a las contradicciones de su tierra. Después de sus primeras películas surrealistas, Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930), y del documento rodado en Las Hurdes (1933), y tras su forja en el negocio del cine con las películas comerciales de Filmófono, si se hubiera quedado en España habría existido una herencia palpable, firme. Pero no pudo ser y las mejores películas de Luis Buñuel fueron mexicanas, país en el que demostró una capacidad de adaptación que contradice a quienes lo definen como alguien pétreo o insensible. Puede que tuviera la determinación de los genios, pero eso no le privó de la inteligencia del superviviente, y sus proyectos mexicanos evolucionan desde los géneros convencionales y materiales de derribo hasta las más altas cotas de autoría personal.

Quizá Viridiana (1961), una de las dos mejores películas de la historia del cine español, sea ese eslabón perdido en la tragedia del exilio de Buñuel. En el proceso de transformarse en un director de cine francés recala en su país, ajeno a la potencia censora del régimen, y perpetra esta película perfecta, irrebatible, escrita junto a esa gran persona que fue Julio Alejandro. Las vicisitudes del éxito internacional de la película le enfrentan a la jerarquía nacional católica, pero para entonces ya ha renunciado al victimato artístico y prosigue en Francia una carrera en la que cobra un papel importante Jean-Claude Carrière. España sigue siendo un lugar de refugio, con largas escapadas a Toledo y al monasterio de El Paular para escribir, para inspirarse, e incluso para rodar Tristana (1970), basada en su adorado Galdós.

La conversación con Carrière parece ininterrumpida y culmina en esta fuga de memoria que es Mi último suspiro (1982), dictada en las sobremesas largas y que recoge la huella sensible de Buñuel, pero también su socarrona resistencia a la amargura y al lugar común. Un libro que puede leerse de mil formas, porque contiene los ingredientes para ser agitados por el usuario a placer. Pero la más evidente es la de última obra, pues está dictada y corregida en los años en que ya dirigir una película se le hace imposible físicamente. Lecciones y consejos hay muy pocos, porque Buñuel fue reacio a los planes prácticos y a convertir el cine en una fórmula de éxito. No iba por ahí la herencia que dejó en España y quizá en México, al menos en algún director entonces primerizo que sería después maestro como Arturo Ripstein.

Existe también un libro de conversaciones con Buñuel que De la Colina y Turrent publicaron en su día como Prohibido asomarse al interior, reeditado más tarde como Buñuel por Buñuel. Asimismo está el hermoso proyecto de Max Aub sobre su amigo admirado, que es más una lectura personal pero transferible. Con todo, Mi último suspiro es otra cosa porque no pierde el dulce y nutritivo placer de la conversación, del libro hablado. Para los más críticos, a Buñuel le pasó lo mismo que a otros grandes autores que cedieron a la tentación de dejarse analizar en libros y terminó por hacer películas que de alguna manera respondían al modelo de marca. Si es cierto, poco se puede alegar al hecho de que Buñuel quisiera explotar el sello Buñuel en sus películas francesas. Es hasta entendible que sus colaboradores más jóvenes y admirativos prolongaran esa deriva, invitándole a ser quien creía que era, frente a quizá la capacidad de Julio Alejandro o Luis Alcoriza para retarle desde la misma altura, enfrentándole a sí mismo más que adulándolo durante los procesos de escritura de las que fueron sus mejores películas.

En Mi último suspiro aparece ese conversador que nunca dejó de practicar el noble arte aprendido en los cafés madrileños allá por los años veinte, cuando era un estudiante que lo ponía todo en cuestión. Hay, por supuesto, páginas memorables sobre sus contradicciones, la irresistible atracción por el mundo perdido de sus padres, las tradiciones locales, la potencia religiosa, la antropología, que siempre le divirtió más que la modernidad y las autoindulgencias del mundo artístico. También hay un retrato del poeta perdido y del bromista declarado, aficionado al disfraz y a dejar en ridículo a todo bicho sagrado.

Pero ya desde el título es inevitable reconocer al Buñuel en despedida, el hombre que ha pensado tanto en la muerte que le ha perdido un poco el respeto, como enseñaba Montaigne, convirtiendo el trámite en un mero asunto fisiológico. Su último gran desdén a la trascendencia religiosa española. Buñuel se imagina enterrado pero saliendo del agujero cada diez años para leer la prensa y enterarse de cómo está el mundo antes de volver a la tumba. El mismo Buñuel que soñó un día la gran broma de que a su muerte los herederos abrieran el testamento para descubrir que había legado todos sus bienes a John Paul Getty, entonces el hombre más rico del planeta.

De esa actitud está este libro cargado en cada línea y de ahí el goce de leerlo. Por si quedaban dudas, en su pueblo natal, en Calanda, donde los tambores siguen sonando atronadores en una de las más bellas exuberancias de nuestra Semana Santa, guardan algunas cartas finales del Buñuel anciano. Recuerdo una especialmente elocuente a la hora de definir al señor que este libro trata de retratar. Le escribe don Luis, a pocos meses de la muerte, a un sobrino suyo y le dice: «A cada cerdo le llega su San Martín, y el mío parece próximo». Ese era el talento mayor de Buñuel para ser salvaje y desafectado. Es un rasgo común en sus películas, carentes a menudo de banda sonora, y ajenas al sentimentalismo siempre que este no sirva para justificar una perversión o alguna tara.

Al leerlo hoy nos invade la pérdida de un tiempo, pero sobre todo de una personalidad que se concedía el exceso, el capricho, el galardón de hablar libre y contar sin represiones. Lo mismo da que repare en personalidades conocidas que en obras mayúsculas del arte, para Buñuel es natural querer poner una bomba o quemar un museo, nada menos, lo mismo que declarar su admiración por alguien sin refrenar esa cosa tan española del escepticismo. Se trata de un libro que puede ofender a los pudibundos de hoy por cierta crudeza en sus generalizaciones, en la expresión libre de filias y fobias, de visiones del mundo, pero que encierra la sinceridad brutal de quien mira desde el último recodo del camino hacia el tiempo pasado. Que es capaz de enfrentarse incluso a la Guerra Civil española con la sabiduría desprejuiciada de quien no necesita a nadie que le cuente lo que ha vivido y lo transforme en un tópico manido. Buñuel fue un hombre libre, condicionado por sus cabezonerías y su personalidad, pero que no dejó nunca de probar, de abandonarse a la fe surrealista en lo incontrolable, en lo inexplicable.

En el libro él explica una anécdota similar

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