Adolescente perdido

Anne Tyler

Fragmento

Las cartas de Gerardo

Tenía el pelo muy rubio, casi blanco, y más corto que otros niños, de modo que siempre se le formaba un remolino en la coronilla que captaba la luz. Pero eso era de pequeño. Conforme fue creciendo, se le oscureció el pelo y se lo dejó más largo: incluso por debajo del cuello de la camisa. Le caía en hebras lacias de color caramelo sobre la cara, una cara que todavía era encantadora, de facciones finas, los ojos de un peculiar tono azul aguamarina. Pero, por supuesto, ya no tenía las mejillas regordetas, y una reciente y marcada nuez le subía y bajaba por la garganta al hablar.

En octubre llamaron del colegio privado en el que estudiaba para pedir una reunión con sus padres. Daisy fue sola; su marido estaba trabajando. Sin soltar el bolso, se sentó en el sillón del director y se enteró de que Donny era problemático, perezoso y alborotador, se pasaba el día holgazaneando con sus amigos y nunca contestaba cuando le preguntaban en clase.

De joven, antes de que nacieran sus hijos, Daisy había sido maestra de primaria. Ahora le daba vergüenza estar sentada delante de aquel director en el papel de madre, la madre de un delincuente, una madre que, a ojos del señor Lanham, sin duda parecería poco implicada o ciega ante el comportamiento de su hijo.

—No es que no nos preocupemos por él ―contestó―. Los dos nos preocupamos por él. Y hemos hecho lo que hemos podido, todo lo que se nos ha ocurrido. No le dejamos ver la tele entre semana. No le dejamos hablar por teléfono hasta que ha acabado los deberes. Pero nos dice que no tiene deberes o que los ha hecho todos en la hora libre. ¿Cómo vamos a saber qué creer?

Desde principios de octubre hasta que acabó noviembre, a sugerencia del señor Lanham, Daisy supervisó las tareas de Donny todos los días. Se sentaba junto a él mientras hacía ejercicios, trataba de alentarlo, aunque se desmoralizaba por dentro al ver la escasa calidad de todo lo que hacía su hijo: los errores torpes en matemáticas, los saltos ilógicos en las redacciones de lengua, las preguntas de historia que dejaba en blanco si requerían un mínimo de documentación.

Daisy empezaba a preparar la cena tarde y no le dedicaba tanta atención como era necesaria a la hermana menor de Donny. «¿A que no sabes lo que me ha pasa…?», empezaba a decirle Amanda, y Daisy tenía que cortarla: «Ahora no, cariño».

Cuando su marido Matt llegaba a casa, ella estaba irritable. Se ponía a enumerar las dificultades del día: los enunciados confusos de lengua, el mapa emborronado para historia, el galimatías de ecuaciones irresolubles de álgebra. Matt la miraba sorprendido y confuso, y poco a poco Daisy iba aflojando. En realidad, era imposible transmitir lo agotador que resultaba todo aquello.

En diciembre volvieron a llamarlos del colegio. Esta vez querían que también Matt asistiera a la reunión. Matt y Daisy tuvieron que sentarse en el sillón del señor Lanham como dos niños malos y escuchar la noticia: Donny solo había mejorado un poco —había pasado de un suspenso a un aprobado en historia, y de un aprobado a un notable bajo en álgebra—. Y lo que era peor: había empezado a tener probl

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