A bocajarro

José Manuel del Río

Fragmento

Capítulo 1

1

Carla es bonita.

El pelo negro le cae sobre los hombros y las puntas se descuelgan a la altura del busto. Aquel flequillo vela sus ojos verdes, abiertos en una expectativa que también marcan los labios con puchero de niña traviesa. Tiene la medida de todas las esperanzas: catorce años y ninguna asignatura para septiembre. Aniversario hace semanas, cuando sufría la tarta familiar pensando en salir con su pandilla hasta la medianoche. Y solo por el cumpleaños.

En aquella fecha, el beso del padre en la frente la incomodó por primera vez.

Después, de fiesta, el lengüetazo de un amigo aún la removía al día siguiente.

Ahora el chaparrón veraniego corre sus pómulos altos, meandros que rompen desde la mandíbula, algo prominente, en curva simétrica con la proporción que guardan tres cuartos de la cara. A pesar de las burlas del hermano mayor, colgado de aquí y de allá, la nariz respingona semeja cincelada a medida. Se apoya sobre la parte derecha de la cadera, cuello vuelto a ese mismo lado, espalda encorvada y piernas estiradas. El vestido beis raya sus muslos bronceados. Piscina del barrio, Legazpi, sur de Madrid, siempre al sur, dos euros para entrar y tardes de sol con un bocadillo de mala ternera. Nunca usa la crema protectora que la madre coloca dentro de su bolsa, cuando mira, sin querer mirar, si ahí habrá algo inconveniente. Una piedra de hachís, unos preservativos o un folleto de la Iglesia evangélica. Solo catorce años, recuerda.

En la escena nocturna, sus dedos rompen la naturalidad de la pose. Diez falanges figuran un laberinto sin salida. Y, al contrario que de una recta infinita, debería haber salida para un laberinto. Las yemas se retuercen, se estiran, señalan a la persona que ya no está allí, a la que no se tomó el tiempo y la razón necesarios para terminar con otra, a la que de un movimiento hizo que la ciudad se desvaneciese a su alrededor. O quizá a la persona que no la detuvo. Al héroe en retirada que nunca cruzó la plaza.

Disparar a alguien significa quitarle lo vivido y por vivir.

Pero disparar a una niña significa que se puede disparar a cualquiera.

¿Cómo le llegarían todas las primeras veces que experimentaría durante los próximos años? ¿Lograría ser médico, según apuntaban sus profesores y notas en ciencias? ¿Le esperaba vida familiar, pareja e hijos, en Madrid o buscaría la soledad en un lugar remoto? La bala en su frente hace que formularse cualquier pregunta sea inútil, porque para siempre habrá una única respuesta: la asesinaron.

A Carla la asesinaron.

El final que siempre marca otro inicio.

Y todavía así, muerta, Carla es bonita.

Ha dejado de llover.

Charcos y mosquitos por todas partes.

—¿Llamaste a la policía?

—Ni sé su número.

—¿Tú, Ronald?

—Sin saldo en el celular.

—Nunca tienes saldo.

—Yo solo me comunico por llamadas perdidas... Mierda, ¿no ves que aquí nadie va a avisar a la policía? —Ronald escupe al suelo—. Desde que llegamos a España, lo único que hacemos es correr delante de ella.

Son los chicos del piso patera que descubrieron el cadáver.

—Nos van a joder como...

El último que habla pierde una idea en la cabeza, renuncia a atraparla.

La glorieta de San Víctor es una plazoleta interior. Otros tiempos de urbanismo franquista; sin bancos, sin césped, sin fuentes, nada para una vida social escondida que no interesa a los mandos policiales. En los años setenta habían dado el agua varias veces antes de que cualquier agente doblara la esquina. Su raquitismo se apuntala por bloques amarillos, centinelas de un pasado al que sobrevivieron mejor que bastantes inquilinos. En la actualidad esta zona de Legazpi, aún conocida en ciertos ambientes como el Triángulo de la Prostitución, acoge a los exiliados del centro. Cohabitan en ese sur de Madrid con los inmigrantes que regentan ultramarinos y bares de nombres castizos, portadores de otra temporalidad y otras mañas. Más de un siglo después, la situación colonial casi se ha trasladado a las ciudades.

—Nos van a joder como...

Definitivamente no arranca su frase.

Pero los chicos a los que van a joder viven peor que nadie allí: semisótano en la misma plazoleta, doce jóvenes en tres habitaciones de literas, rejillas que emulan ventanas y hornillo portátil como cocina. Cada uno paga doscientos euros de alquiler al mes, porque no hay papeles timbrados de los que declaran legal a una persona y así dejan de encogerla como piel de zapa. Mientras, sudan el verano en las escaleras que descienden a su puerta. Estiran cajetilla, cogollo o litrona para charlar sobre hechos que tampoco ocurrirán. Cambian la utopía, nada más; su ilusión es la misma bestia que sacrifica los sueños de todos.

Aunque solo durante el día.

Hace un rato, noche cerrada, peleaban con la almohada salvo el que robó una bicicleta en invierno. El Rider, lo llaman desde entonces. Inmóvil junto a tres compañeros de piso peruanos, enfoca el cuerpo de Carla después de repartir hamburguesas de madrugada. Comisiones ridículas, gente con problemas abriendo la puerta semidesnuda y olor a animal muerto, vuelta y vuelta, en la bolsa grasienta. El Rider, sí. Saca una lata de su mochila con letras verdes y empuja la anilla con el pulgar. Se oye el sonido del gas que escapa del refresco.

A la izquierda aparece Coco, el portero de una discoteca latina que vuelve de trabajar. De momento se limita a mirar el cadáver con prevención. Supone que ese único acto traerá muchas consecuencias. Gotas de sudor perlan su frente, zigzaguean por las sienes y al fin un pañuelo bordado las recoge con el veredicto.

—Esto se va a poner en candela, muchachos.

Dominicano, negro, cadenas que simulan oro para el bling bling y hasta grillz en dentadura. Sabe que a algunos negocios de la zona no les conviene una investigación policial como la que vendrá. Demasiadas preguntas para personas que no tienen nada bueno que contestar. Ahí los agentes recibirán otra vez las explicaciones con los brazos en jarra, cejas circunspectas y ese deseo de que casi todos sus interlocutores estén en la cárcel.

Golpazo en una ventana.

Acaba de cerrarla la anciana del tercero. Gasta la última existencia espiando un lugar y un tiempo que ya no son los suyos. Piensa que se va a ir demasiado tarde o demasiado pronto, a no ser que su consciente inutilidad esté presente en todas las épocas, que los que no tienen vida propia siempre se hayan metido en la de los demás. Y ella sí llama a los policías, sí sabe el número que le memorizó su nieto para marcación rápida en el teléfono. Odia a aquellos extranjeros arracimados bajo su bloque y la peste de los cigarros que lían con tabaco verdoso.

—Definitivo, avisaron a los tombos —dice Ronald.

—¿Quedan chelas en el frigo? —pregunta uno de los del piso patera—. Puto calor.

El Rider menea la cabeza a sus

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