Amor y conveniencia

Raquel Arbeteta

Fragmento

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Londres, 1837

Una vez más, Hope apoyó la frente en la ventana y exhaló una bocanada de vaho hacia el cristal solo para dibujar un corazón. Enseguida lo borró con la mano. Si la veía su madre, que andaba merodeando por el salón, seguro que la reprendía.

—La prima Annabelle celebrará su puesta de largo la próxima temporada —susurró en voz alta sin volverse—. ¿Cuándo será la mía?

—¿A qué viene tanta prisa? —le respondió la vizcondesa, en un tono seco y severo acorde con su expresión, aunque Hope no la viese—. ¿Acaso crees que estás preparada?

—¿Cómo voy a estarlo si nunca vamos a ningún sitio?

Hubo un momento de silencio.

—Aún eres muy pequeña.

Iba a cumplir quince años. No lo era. No más que sus primas y el resto de las conocidas de la familia con las que compartía edad. Aunque no todas hubieran sido presentadas en sociedad, a menudo visitaban otras casas, tomaban el té en reservados, compraban vestidos a la última moda, paseaban acompañadas por las plazas y los parques de Londres e incluso viajaban a la costa sur de Inglaterra en la temporada de verano. Hope Maude no hacía ninguna de esas cosas y, por más que su madre tratase de ocultarlo, sabía bien la razón: Patrick Maude, lord Loughry.

Hacía tiempo que Hope había decidido dejar de llamarlo «padre».

Porque una señorita de su posición, la honorable hija mayor de un vizconde ni más ni menos, no debería refugiarse en casa para reducir gastos y que nadie contemplara su ropa desgastada, con evidentes huellas del paso del tiempo. Por si fuera poco, todavía vestía como una niña: con vestidos cortos y poco entallados, sin corsé, y trenzas con lazos blancos que le caían sobre los hombros.

Nunca llevaba joyas. Hacía tiempo que las habían empeñado casi todas. Solo conservaban las que podía lucir su madre cuando esta se veía obligada a asistir a acontecimientos sociales ineludibles. Como el collar de perlas que llevaba en ese momento, único toque de lujo en todo aquel cuadro siniestro que era el salón principal.

Hope no escuchaba los rumores del resto de la aristocracia de Londres, era imposible que lo hiciera, pero a veces le pa­recía que atravesaban los muros de piedra de la fría mansión palladiana y conseguían llegar hasta sus oídos.

«El vizconde los arrastrará en su caída».

«Están completamente arruinados».

«Apenas les queda dignidad para ostentar el título».

Los sentía resonar desde la calle, más allá del jardín delantero, como cuchicheos llenos de veneno y compasión a partes iguales por esa niña vestida de muñeca que veía la vida pasar desde las ventanas.

Sin embargo, lord Loughry parecía incapaz de oírlos. No era sordo, aunque Hope hubiera llegado a creer que sí, porque no escuchaba a su propia mujer, ni a su primogénita, ni a su hijo pequeño, el heredero del título (y probablemente de nada más), ni a los escasos amigos que le quedaban, ni siquiera a sus acreedores. Y estos últimos cada vez eran más y reclamaban más alto y más fuerte.

«Es imposible que no los oiga», pensaba Hope. «Pronto nos ahogarán y él seguirá apostando como si nada, ajeno a nuestras miserias».

—Hope. —La chica dio un respingo al oír a su madre—. Apártate de la ventana. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?

La chica suspiró y se alejó del cristal.

—Y siéntate bien.

—¿Para qué? —Sonrió—. Si no me ve nadie.

—Podría verte el servicio.

—¿Quieres decir Gladys y su marido?

—Siéntate bien. Ya.

Resopló y obedeció. No pudo evitar empezar a taconear con el pie derecho en la alfombra.

—Hope, basta.

—¡Pero si no hago nada!

—El pie.

Con otro bufido, decidió levantarse. Sin pretenderlo, se vio dando pequeñas vueltas sobre sí misma mientras paseaba por el salón. Antes estaba repleto de cuadros, incluido uno suyo, pero los habían empeñado. Imaginaba que su retrato estaría adornando alguna casa ajena en la que se preguntarían quién era aquella chica de ojos tristes. «O bien les ha servido para avivar la chimenea».

Se entretuvo rozando el lomo de un libro aquí, una cortina por allá o una figurita de porcelana, antes de hacer alguna que otra floritura de baile cuando su madre no miraba. Beatrice Maude, lady Loughry, había decidido sentarse en uno de los desgastados sillones a coser. No labores decorativas, como el resto de las damas de su posición, sino remiendos de prendas que, por el tamaño, debían de pertenecer a Henry, el hermano pequeño de Hope. La dama parecía frustrada y levantaba de vez en cuando la vista para amonestar a su hija con la mirada.

Hasta que Hope comenzó a tararear una canción y la quinta nota fue la gota que colmó el vaso.

—Hope Clementine Beatrice Maude, de verdad, estate quieta. Ya no eres una niña.

—Mamá, déjamelo claro, ¿lo soy o no lo soy? —Dio una palmada en el aire—. Porque parece que ya no soy una niña para lo que os interesa, que ya no puedo bailar y dibujar lo que quiera, pero tampoco soy una adulta para salir a conocer a otras personas, a hacer amigas y a… —titubeó, y notó que se le sonrojaban las mejillas— a enamorarme.

—¿Enamorarte? —La vizcondesa se rio con sorna, sin apartar del hilo y la aguja aquellos ojos verdes que heredara su hija—. Si eres tan ingenua, me temo que sí: sigues siendo una niña boba.

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué crees que buscan los hombres, querida Hope? —La aguja se hundió en la tela y desapareció—. Porque poco importa la respuesta que des, no posees ninguna de esas cosas.

Hope se quedó muy quieta. Se alisó la tela del vestido viejo color crema y se miró las manos. Tenía las uñas de la mano derecha mordidas y rastros de carboncillo en la izquierda, la que usaba para dibujar a escondidas toda clase de criaturas de cuento.

Sabía que no era especialmente hermosa, porque leía las revistas que le dejaba su prima y solía observar con atención a Annabelle, la beldad más prometedora de la familia. En comparación, ella apenas brillaba. No tenía el pelo rubio y domable, sino castaño y ligeramente encrespado. Su cuerpo aún no parecía el de una mujer y tenía la nariz algo ancha, cubierta de pecas irlandesas. Sus ojos verdes eran la parte de su cuerpo que más le gustaba, pero tenía que compartirlos con su madre, para que incluso ese rasgo estuviera manchado de cierto resquemor.

Lady Loughry tenía razón: no era bonita. Sin embargo, había creído que su entusiasmo y su vitalidad harían suspirar a algún buen hombre que la sacara de aquella casa, le comprara bonitos vestidos con los que bailar y le regalara una estancia llena de luz para dibujar tranquila, rodeada de niños a los que malcriaría. Tal vez no con lujos, pero sí con amor. Lo único que podía permitirse su familia y que, aun así, se resistía a regalarle.

—¿Es que no tengo ningún valor? —se aventuró, esta vez sin la rebeldía de antes, sino con cierta sumisión.

Su madre pareció meditarlo durante un momento, el tiempo justo para alimentar las esperanzas de Hope y derribarlas después.

—El poder del título y las influencias de tu padre, quizá —masculló al

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