El Príncipe

Nicolas Maquiavelo

Fragmento

Introducción, por Manuel Arias Maldonado

INTRODUCCIÓN

La eterna actualidad de Maquiavelo

Transcurridos más de cinco siglos desde su publicación, puede afirmarse con certeza que allí donde haya necesidad de la política se leerá con provecho El príncipe de Maquiavelo. Y, como quiera que hay necesidad de la política cuando los seres humanos viven juntos, es fácil concluir que este librito singular jamás perderá actualidad. Es posible que su brillo pueda quedar oscurecido por la sombra apremiante de las novedades editoriales; sin embargo, esas novedades terminan pasando y El príncipe permanece. Su fuerza descriptiva se deja incluso sentir en el habla, ya que seguimos designando como «maquiavélico» a quien da muestras de una conducta taimada e intrigante. Ahora bien, eso no significa que sepamos a ciencia cierta lo que Maquiavelo quería decir con su obra, ni que tengamos claro lo que puede enseñar a una época tan distinta a la suya. Pero tal vez ahí resida, justamente, el secreto de su éxito: las lecciones que imparte son tan ricas como ambiguas y por eso no dejamos de esforzarnos por desentrañarlas. Viene a la memoria una de las definiciones que Italo Calvino dio de los clásicos: un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

Sucede que Maquiavelo no señala tampoco el modo en que habríamos de interpretar el significado de lo que escribe. Aunque es patente que El príncipe rompe con la concepción moralista de la política que había predominado hasta entonces, inaugurando un realismo descarnado que hace imposible albergar ilusiones acerca de la probidad de los dirigentes o la búsqueda del bien común, es difícil saber si el propio Maquiavelo era partidario de semejante manera de hacer las cosas o si solamente se esforzaba por describir lo que tenía delante. Pero, si solo quería comunicar a sus contemporáneos el fruto de sus observaciones, ¿buscaba con eso dar herramientas a los príncipes para alcanzar el éxito político o más bien advertía a los súbditos acerca de las estrategias de los poderosos? Sus innumerables comentaristas no han logrado ponerse de acuerdo: ignoramos si Maquiavelo era un asesor de tiranos o un defensor de la libertad, si abogaba por reforzar la virtud republicana o quería dar paso al nihilismo moral, si se sentía un patriota italiano o se desempeñaba como técnico del poder. Dicho de otra manera: ¿era maquiavélico Maquiavelo?

Parece un trabalenguas, pero en ello estriba uno de los misterios de este libro breve y peligroso. Recordemos que su autor, como puede comprobarse en las notas elaboradas por el traductor Mauro Armiño para esta edición, jamás encajó en el modelo del pensador solitario que se encierra en su torre de marfil. Por el contrario, el florentino se adentró en el mundanal ruido de su época y recorrió los pasillos del poder como diplomático y funcionario de su república: en la Florencia que despunta como poder independiente entre 1494 y 1512, Maquiavelo fue secretario administrativo, emisario ante los poderes extranjeros y estratega militar durante casi una década. Había nacido en esa misma ciudad en 1469, donde se convirtió en pupilo del reputado latinista Paolo da Ronciglione antes de recibir, o al menos así se supone en ausencia de registros documentales, formación humanista en la universidad local. Nombrado en 1498 vicecanciller de la república bajo el dominio de la familia Medici, Maquiavelo fue el protegido del administrador vitalicio o gonfaloniere Piero Soderini. Sin embargo, caería en desgracia en 1513 tras verse implicado en una conspiración palaciega contra la familia reinante, ser hecho prisionero y acabar condenado al exilio interior. Así que conoció de cerca los amargos frutos de la vida política, y se antoja inconcebible que esa experiencia personal no haya alimentado su pesimista concepción del ser humano. Hay que imaginarse al historiador, también poeta y dramaturgo, en la oscuridad de la mazmorra. Solo así puede entenderse la aparente lucidez del filósofo político al que hoy seguimos estudiando.

Pero, dado que los siglos no pasan en balde, hay aspectos de El príncipe que se han hecho menos transparentes. Entre ellos se cuenta la originalidad formal del libro, que realiza una operación de subversión genérica semejante a las estrategias de representación propias del modernismo o del posmodernismo. Al fin y al cabo, Maquiavelo presenta una obra que se inscribe de manera explícita en un género de literatura política conocido en su época, los Specula principis que hunden sus raíces en el mundo grecolatino y alcanzan gran difusión durante la Edad Media y el Renacimiento. Estos «espejos de príncipes» tienen por objeto aconsejar a los gobernantes a fin de que ejerzan el poder de manera provechosa para sus súbditos y de acuerdo con un bien común definido a menudo por su concordancia con una moral religiosa. Los tratadistas venían a explicar a los príncipes lo que debían hacer para ser buenos en el ejercicio de su cargo, lo que daba como resultado —ya lo señaló Christopher Rowe en relación con el pensamiento político grecorromano— una sorprendente distancia entre la teoría y la práctica: como si la teoría no quisiera saber lo que hace la práctica. Ahí es donde entra en juego un Maquiavelo dispuesto a terminar con cualquier inocencia, ya sea genuina o hipócrita. Y el vehículo que emplea para revelar la turbia verdad de la política real es precisamente el género que había venido utilizándose para ocultarla: su espejo no recomendará al príncipe que sea bueno, sino que sea eficaz a la hora de conquistar y preservar el poder... incluso si para ello se ve obligado a ser malo. Su maldad será buena para él y eso es lo único que cuenta: la inversión de los valores tradicionales que Maquiavelo lleva a la práctica empieza con la inversión del sentido otorgado tradicionalmente al artefacto literario del que se sirve. Es como si se usara un villancico para blasfemar, con el mérito de que nuestro filósofo fue el primero en atreverse a llamar las cosas por su nombre.

Eso es lo que el propio Maquiavelo se encarga de subrayar cuando reviste a su libro de una legitimación adicional del camino que dice haber seguido para llegar a las conclusiones que se atreve a presentar. El realismo del diagnóstico tiene así como presupuesto el realismo del método; si se acepta la validez del segundo, difícilmente podrá rechazarse la verosimilitud del primero. Maquiavelo inaugura así desde un principio una estrategia retórica consistente en presentar las tesis propias como el producto de un ingrato ejercicio de realismo que coloca a quien lo hace en posición de ventaja ante el resto: atreverse a mirar las cosas de frente, sugiere el florentino, evita que nos dejemos embelesar por las dulces mentiras del utopismo. Se encontraba este último al alza por aquel entonces, como prueba la aparición en 1516 —antes de la publicación de El príncipe en 1532, aunque de este último existan versiones manuscritas anteriores— de la célebre Utopía de Tomás Moro. No es así casualidad que Maquiavelo arrem

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