La estación

Jacopo De Michelis

Fragmento

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1

Centenares de ojos examinaban las vías más allá de las inmensas marquesinas de hierro y vidrio ennegrecido por la contaminación, donde en ese momento, en el aire tembloroso, solo se distinguían las viejas cabinas de control abandonadas.

Entre los hombres debidamente alineados acababa de difundirse la noticia pasando de boca en boca. El que un noticiario radiofónico había rebautizado ya como el «tren del terror» se hallaba a las puertas de Milán. En pocos minutos, con casi cuatro horas de retraso sobre el horario previsto, iba a entrar en la estación.

Hacía por lo menos media hora que lo estaban esperando. Un cordón de agentes de las Brigadas Móviles vestidos con trajes antidisturbios rodeaba los andenes en torno a la vía 4, la primera de las vías de larga distancia, que estaba situada en un lateral y, por lo tanto, se consideraba más fácil de controlar. Todo el recinto ferroviario había sido cerrado al público. Hasta nueva orden, estaba prohibido que los trenes entraran o salieran de la estación. Era domingo, mucha gente regresaba a casa después del fin de semana, y las molestias para los viajeros, que ya protestaban enfurecidos al otro lado de las vallas, habían empezado a hacerse notar; aun así, el prefecto en persona había decidido que eso era lo más prudente, a instancias del comité de crisis reunido en las oficinas de la Policía Ferroviaria. El comité en cuestión estaba formado por funcionarios de las Brigadas Móviles y de la Digos, la División de Investigaciones Generales y Operaciones Especiales, un representante de los Ferrocarriles Estatales y otro de los bomberos, así como el oficial al mando de la Unidad Polfer, el comisario Dalmasso, en contacto directo con la Jefatura Provincial de la Policía, la Prefectura y el Departamento de la Policía Ferroviaria responsable de Lombardía.

El inspector Riccardo Mezzanotte estaba sudando y la gorra le rascaba el cuero cabelludo. La guerrera era demasiado pesada y tenía la impresión de que entorpecía sus movimientos. No estaba acostumbrado al uniforme, en Homicidios no se lo ponía prácticamente nunca.

Tenía poca experiencia en los servicios de orden público, pero percibía la tensión en los antidisturbios que había a su alrededor. Hasta hacía unos instantes, charlaban, bromeaban, alguno que otro fumaba un cigarrillo. Desde que se había propagado la noticia de la llegada inminente del tren, permanecían inmóviles y mudos, con las mandíbulas contraídas y los ojos reducidos a una rendija, las manos enguantadas apretando nerviosamente las porras y los mangos de los escudos de plexiglás, como si buscaran un agarre mejor, más sólido.

Hacía pocos días que Mezzanotte había sido trasladado a la Policía Ferroviaria, sector operativo de Milán Central, y de repente había terminado en medio de semejante fregado. Ni siquiera había tenido tiempo de aclimatarse, cosa que, por lo demás, no le estaba resultando fácil. Y no era que eso lo sorprendiera, teniendo en cuenta la situación. Las cosas iban solo ligeramente mejor que en la Jefatura Provincial de la Policía, cuando todavía estaba en la Tercera Sección, la de Homicidios. En realidad, tampoco allí, en la Policía Ferroviaria, habían sido muchos los que le habían manifestado una hostilidad declarada; la mayor parte de sus compañeros se limitaba a mantenerse a distancia, con una mezcla de temor y desconfianza, como si fuera el portador sano de a saber qué enfermedad sumamente infecciosa. En cualquier caso, le resultaba muy duro acostumbrarse a ciertas cosas. Corrillos que se deshacían en cuanto él se acercaba, conversaciones que se interrumpían cuando entraba en una habitación, frases susurradas al oído mientras lo miraban a hurtadillas. En definitiva, había sido trasladado. Sería más exacto decir «desterrado». Porque de eso se trataba, ni más ni menos: de un destierro. Había tenido que aceptarlo, dando incluso las gracias por haber evitado consecuencias peores.

—Cardo, ¿y ahora qué pasa, eh? ¿Qué tenemos que hacer nosotros exactamente?

A su lado estaba Filippo Colella, con su cara gorda chorreando sudor de pura ansiedad. Se quitó la gorra, se pasó una mano por sus ricitos rubios y volvió a ponérsela. Colella tenía unos años menos que él y muchos kilos de más. Habían coincidido en el curso para agentes hacía cuatro años y se habían vuelto a encontrar ahí, en la Ferroviaria. Era uno de los pocos que no se mantenía a distancia de él. Es más, cabría decir que era el único amigo que tenía en el despacho.

—No te preocupes, Filippo. El trabajo gordo les tocará a los compañeros de las Brigadas, nosotros solo estamos aquí para prestar apoyo. Tú quédate cerca de mí, ya verás como todo sale bien.

Mezzanotte intentó que sus palabras resultaran tranquilizadoras, pero él tampoco sabía qué iba a pasar. Y, respecto a que todo saliera bien, no habría puesto la mano en el fuego. Ni la punta de un dedo.

Por lo demás, las noticias que habían empezado a llegar del tren desde por la mañana parecían boletines de guerra. El Intercity 586 debía salir de la estación Roma Termini a las 9.40 de ese domingo 6 de abril de 2003. Todo estaba tranquilo y las autoridades no esperaban que hubiera problemas. Otro convoy cargado de hinchas con destino a Milán para asistir aquella noche al encuentro Inter-Roma había salido ya sin incidentes. Se esperaba que en el Intercity viajaran cerca de doscientos seguidores de la Roma, pero en el andén se había presentado por lo menos el doble, muchos de ellos sin billete. Al parecer, numerosos ultras se habían quedado en tierra debido al embrollo causado por una empresa de alquiler de autocares. La multitud ruidosa e impaciente parecía firmemente decidida a tomar el tren por asalto, tanto si tenía derecho a montarse en él como si no, de modo que un cordón policial había tenido que poner orden para permitir que el personal de los Ferrocarriles del Estado pudiera controlar los billetes. Sin embargo, la lentitud de las operaciones había caldeado en exceso los ánimos. Las fuerzas del orden primero habían sido blanco de cánticos e insultos y luego del lanzamiento de botellas de plástico, latas, monedas y objetos diversos. Se habían producido disturbios y los hinchas habían aprovechado para subirse al tren, ocupando incluso los asientos de los viajeros con billete. Algunos de ellos, ya sentados, habían sido insultados y amenazados para que se levantaran. Cuando la policía logró volver a formar el cordón, la tensión estaba por las nubes. Mientras los de la Roma que se habían quedado en tierra presionaban con cólera, habían dado comienzo las negociaciones con los que habían conseguido subir a los vagones sin billete. Para desbloquear la situación había llegado una disposición urgente de la Prefectura que, por razones de orden público, autorizaba la salida del Intercity con los hinchas a bordo. Se habían añadido unos cuantos vagones y los viajeros normales habían sido invitados a ceder su sitio a los ultras. Aunque indignados y furiosos, la mayor parte de ellos había aceptado soluciones de viaje alternativas, pero, a pesar de todo, algunos se habían quedado en el tren. Por fin, el convoy lleno hasta los topes de hinchas eufóricos había salido de la estación Termini con más de una hora de retraso. Debido

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