Armarios y barricadas

Adrià Aguacil Portillo

Fragmento

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1

Salir de casa siempre me lleva más tiempo del que me gustaría y, al final, llego tarde a todas partes. Fabre —si sois un poco intensos podéis llamarlo «mi mejor amigo»—, en cambio, es un puto reloj. Claro que el muy cabrón no sigue el mismo ritual que yo antes de ir a los sitios. No se entretiene colocándose bien el pelo frente al espejo (con los dedos, eh, que yo no cojo un peine desde hace años). No comprueba si le han aparecido nuevos granos. Es tan afortunado que nunca le salen. Tampoco se plantea si debe afeitarse el bigote, ni se fija en si se le marca lo suficiente la mandíbula para que alguien lo note y piense: «Joder, qué sexy». En realidad, se llama Marc Fàbrega, pero todos lo conocemos como Fabre.

A mí solo me crecen unos pelitos asquerosos en la barbilla y algo de vello bajo la nariz. Él tiene barba de tío mayor: gruesa y seria. Por eso, cuando lo vemos, todos pensamos: «Joder, qué sexy». Además, el hijoputa está esculpido a base de jugar al fútbol, entrenar en el gimnasio y esas cosas. A mí el fútbol nunca me ha gustado y las dos veces que he pisado el gimnasio me he aburrido tanto como cuando mi madre me obligó a ir a ver una ópera infumable. El gimnasio, mira, sirve para tener tableta, bíceps, pectorales y todo eso. Pero ¿hay alguien en el mundo a quien realmente le guste la ópera? Porque me pareció que todos los del público eran esnobs haciendo postureo —mi madre incluida— y que tenían que esforzarse muchísimo para no sobarse.

La noche del Gran Golpe seguí el típico ritual: me miré en el espejo del baño, tensando las cejas y apretando la mandíbula. Me pasé los dedos por el pelo alborotado para que los rizos me cayeran sobre la frente y se me vieran bien los lados rapados. Tengo dieciséis años —los cumplí en enero—, pero todo el mundo me echa dieciocho. Por eso me suelen vender tabaco y alcohol sin pedirme el DNI. Sin embargo, como estoy tan delgado, a veces la mayoría de edad y la pose de sobrado no cuelan. En estos casos no me venden nada y tenemos que pedirle al hermano mayor de algún amigo que visite el súper.

A las doce y media bajé de puntillas a la planta inferior. Mis padres estaban en el comedor. Como creían que yo ya dormía, habían cerrado la puerta. Miré con el rabillo del ojo por uno de los cristales y los vi apalancados en el sofá, ante un documental aburridísimo. La luz del televisor se les reflejaba en la cara cansada.

Salí de casa a lo ninja silencioso. Joan, mi hermano, todavía no había vuelto. Ni idea de por dónde andaba. Ya tiene veinte años y nunca sé lo que hace. Quizá había ido a algún sitio con la novia. De todas formas, si me lo encontraba subiendo la calle, no me preguntaría adónde me dirigía ni les diría a papá y a mamá que me había visto. El muy imbécil me ignoraría, como si fuera hijo único. Lo que hace siempre.

Estábamos a mediados de marzo. Se acercaba la primavera, pero por la noche la rasca de invierno todavía me helaba los huevos. Me puse la capucha de la sudadera, chascando la lengua y cagándome en la puta por no llevar abrigo. No es que me lo hubiese olvidado. Me había dado pereza cogerlo y punto. Al doblar la esquina, me crucé con un tío de hombros anchos que me sacaba media cabeza. Los dos nos aguantamos la mirada y él fue el primero en apartarla. ¿Sabéis por qué? Muy sencillo: no llevaba capucha. No imponía.

Las calles silenciosas y deprimidas se me hacían pesadísimas. Perdí dos maravillosos minutos conectando los auriculares al móvil, poniéndomelos y buscando una canción en Spotify que me apeteciera escuchar. Tras repasar mi lista principal, que mi yo idiota y cursi de dos años atrás había titulado «eDgY-BoY», opté por una pieza exquisita de reguetón clásico. Sí, era consciente de que escupía machismo por todos lados. Laura —si sois un poco intensos podéis llamarla «mi mejor amiga»— me echa la bronca cuando pongo alguna así. A ella le va el reguetón feminista. Hasta hace poco yo no sabía ni que existía. Había añadido canciones de ese estilo a la lista. Molaban bastante. Pero entonces no me apetecía escucharlas porque las cantantes vocalizan, las entiendo y lo que dicen me hace pensar demasiado. Los retrasados del reguetón tradicional, en cambio, hablan como bebés colocados y es imposible pillar nada. Entonces no quería pensar ni rayarme ni deprimirme. Pensar por la noche me provoca dolor de cabeza e insomnio, y no se me pasa hasta que no le doy un par caladas a un porro.

Vivo en la ciudad de Sabadell, justo donde se termina el barrio de Gracia, en una de las casas que dan a la Gran Vía. No os imaginéis la zona de Gracia y la Gran Vía sabadellenses tan pijas como las de Barcelona. Son todo lo contrario: obreras y cero pretenciosas.

No tardé demasiado en llegar a la plaza del Trabajo. Allí me esperaba Fabre. Era la única presencia humana: ya hacía rato que las viejas que paseaban al perro y los flipados que jugaban a baloncesto se habían encerrado en la cueva. Estaba sentado en uno de los bancos, con las rodillas separadas y un brazo sobre el respaldo. Tenía un piti de liar en la boca y el ceño fruncido. Me guardé los auriculares, me bajé la capucha y fui hacia él.

Llevaba la clásica cazadora —que siempre despide olor a tabaco— y el pelo empapado y revuelto, como si se lo hubiera secado con una toalla un segundo antes de salir. Y se había afeitado de una puta vez. El muy flipado es socio del Gimnasio 24/7 de la avenida Barberá. Habría ido a entrenar por la noche y se habría duchado allí mismo. A veces parece que haya salido de aquella peli musical de los ochenta: Grease. Las cazadoras vintage me gustan, lo reconozco. Pero, joder, igual que Holden Caulfield no aguanta el cine en general, yo odio a muerte los musicales. Nada me saca más de quicio que los momentos en que, en mitad de una peli, los actores se ponen a cantar y bailar. Le quitan la credibilidad a la historia. La hacen saltar por los aires. Tengo que reprimir las ganas de levantarme y gritar: «¡Cerrad la puta boca, imbéciles!». En el teatro también se representan musicales y todo eso, lo sé, pero yo no piso mucho el teatro. Hace un año y pico de la última vez que me senté en platea. Fuimos a ver Els pastorets, porque actuaba mi prima, una esnob insoportable, para variar. Me dormí a los diez minutos.

—Hola, capullo —me dijo Fabre, dándome la mano de la manera menos sentimental posible. Desde los trece años que me saluda con un «Hola, capullo». Todavía me suena raro—. Bro, ¿has visto la hora que es? ¿O me dirás que eres de letras y que no distingues un número de otro? Habíamos quedado a y veinte y ya es casi la una...

—Dame las gracias —le respondí—. Podría haber llegado a las dos.

—Qué hijoputa.

—¿Me das un calo? —le pedí. No sé cómo aguanta el gimnasio y el fútbol fumando tanto.

—Solo uno, ¿eh? Que eres un puto rata y siempre me birlas el tabaco.

Me pasó el piti perfilando una sonrisa. Ya casi se había consumido y me tragué el humo que picaba más. Tuve que disimular para que no se me notaran las ganas de toser y correr a la fuente. No hay nada tan humillante como eso, y más d

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