Valfierno

Martín Caparrós
Martín Caparrós

Fragmento

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1

Soy Valfierno.

Digamos que soy Valfierno. O, mejor dicho, fui Valfierno. Y fue como Valfierno que hice algo extraordinario: la historia de una vida.

¿Por qué el nombre Valfierno?

Convinimos que sus preguntas se iban a limitar a los hechos, ¿no es verdad?

Sí, es cierto. ¿Y eso no es un hecho? Vamos, mi estimado.

El martes 23 de agosto de 1911 los diarios de la tarde de París se vendieron a mares: voceadores gritaban en todas las esquinas que habían robado el cuadro más famoso del mundo.

—¡La Gioconda! ¡Entérese de todo! ¡Ha desaparecido la Gioconda!

—¡La Gioconda, señores! ¡Se escapó la Gioconda!

Hacía un calor de perros. Semanas que hacía un calor de perros y todos los que no lucraban con él se sentían miserables: el tema pegajoso en cada encuentro, cada café, cada salón con sus molduras, cada iglesia o prostíbulo de lujo. Ese calor conseguía que París dejara de ser París por el bochorno. Eso —que París ya no fuera París— los hacía sentirse particularmente miserables: estafados, y hablaban. Los señores y señoras hablaban del calor y, una vez que habían hablado de él, pa­saban a otros temas que no les importaban y de pronto se secaban las caras y volvían al asunto y uno decía que el mundo ya no era lo que era y otro se jactaba del ventilador que compraría si todo seguía así.

—Es el progreso, mi querido, el progreso. Si no fuera por los socialistas y este calor tremendo…

Hacía semanas que el sofoco secaba las conversaciones.

Hasta que de pronto, esa tarde, el mundo se animó:

—¡Se la robaron! ¡Se rieron de Francia en sus narices, extra, extra!

Soy Valfierno: fui un niño muy feliz. Mi madre me llamaba Bollino y yo creía que mi nombre era ése: Bollino, soy Bollino. Se rio mucho, mi madre, una vez en la calle cuando una señora dijo ay qué linda criatura cómo se llamará y yo le dije que Bollino. No, señora, se llama Juan María, dijo mi madre, que no sabía que yo tenía que llamarme Eduardo. Pero yo, Bollino, Juan María, Enrique no, Bonaglia todavía, Eduardo incluso, fui un niño muy feliz.

El chico tiene el pelo moreno, cara ancha y rasgos muy precisos, el cuerpo un poco corto para sus ocho años. El chico tiene un gesto decidido y da una orden: los otros dos lo siguen. Los otros dos son rubios: el mayor debe tener seis años, la nena quizá cinco. Alrededor, el parque es deslumbrante: un mar de césped perfecto esplendoroso, un estanque con lotos, ligustros en forma de casitas, magnolias, araucarias, robles, islas de hortensias lilas, estatuas blancas de animales y diosas y guerreros; hay un pavo real. Al fondo, las ventanas de la mansión afrancesada brillan bajo el sol, y el chico de pelo moreno les dice que ahora van a la estatua del ciervo, pero el rubio protesta:

—Yo no quiero que me mandes, no quiero que me mandes. Vos no sos nadie para mandarme a mí. Vos no sos nadie.

Grita Diego, al borde de llorar, y se le tira encima. Bollino le lleva media cabeza y es más fuerte; Diego intenta pegarle y Bollino lo esquiva sin devolver los golpes. Marianita se ríe, Diego insiste y, al tirar un golpe, se resbala. Cae, se agarra un ojo, grita desde el suelo que Bollino le pegó en la cara. Su vestido de marinerito está manchado.

—Bollino me pegó, Bollino me pegó, le voy a contar a mi mamá.

Grita, la cara embarrada por los mocos mientras llega, apurada, la mujer gorda vestida de mucama. Tiene la piel muy blanca, el pelo rubio sucio, los pies como empanadas y de cerca es más joven: lo levanta, lo limpia. Diego no quiere que ella lo toque y se revuelve: grita Anunci Anunci no me toques; Mariana y Bollino los miran de la mano. El aire huele a nísperos y azahares.

—¿Qué pasó?

Pregunta, con acento italiano, la mucama.

—Que Bollino me pegó, es malo, le voy a contar a mi mamá.

—No, yo no le pegué nada. Él solo se cayó, se resbaló y se cayó. Yo no le pegué nada.

Dice Bollino y la mucama le cruza la cara de una bofetada: fuerte, sonora, bien cruzada.

—Para que aprendas que no hay que meterse con los niños.

Le dice la mucama y Bollino la mira sin un gesto, todo el esfuerzo puesto en no llorar.

—Pero mamá, si yo no le hice nada.

Y entonces el calor no le importaba a nadie. El robo de ese cuadro parecía una desgracia nacional: nada excita tanto a los ciudadanos de un país como ser testigos de una desgracia nacional. Nada los arrebata tanto como creerse en el corazón de un buen desastre —participantes imaginarios de un desastre: el alivio de saber que han vivido un momento que muchos, durante años, fingirán recordar. Suponer que los dedos de la historia, tan desdeñosa, tan esquiva, se han dignado rozarlos.

Mi madre me criaba con denuedo. La recuerdo —debe ser lo primero que recuerdo— dándome de comer. Me ponía en la punta del tenedor unos trozos muy chiquitos de carne y, con cada trozo, me decía Bollino, tienes que masticarlo muchas veces con la boca cerrada: si no, te va a hacer mal a la panza y a la reputación, decía, y se reía. Y yo también me reía mucho: reputación debía ser una palabra muy graciosa.

Ella casi siempre me cuidaba. Y los señores eran buenos conmigo. Cuando éramos más chicos nos pasábamos todo el día juntos, con Diego y Marianita: eran días muy largos, muy felices, nadando, en los caballos, los juegos en el parque y en la sala de juegos y mi mamá nos cuidaba a los tres. A mí me regalaban cosas, juguetes, ropa, y el señor a veces me decía que me quería como a un sobrino y que era muy inteligente y que cuando fuera grande me iba a ir bien en la vida. Hasta que cumplí diez años fuimos inseparables, los niños y yo; después, cuando Diego empezó a estudiar con la institutriz que le trajeron, el señor le dio plata a mi madre para que me mandara al colegio de los curas. El día antes de empezar las clases me llamó a su escritorio y me dijo que la educación es lo más importante y que sin educación cualquiera es pobre y que si llegaba a tener cualquier problema le dijera al padre superior que él se iba a hacer cargo y que me deseaba lo mejor y que cualquier cosa que necesitara no dejara de pedírsela a él, y me regaló un portafolios de buen cuero. Al otro día, cuando don Ángel nos llevó con mi mamá en el sulky hasta el colegio, descubrí que detrás de los muros del parque había un camino que bajaba hasta una ciudad en la costa de un río: era muy fea. Yo había escuchado hablar de eso pero, hasta entonces, no me había importado.

Pero usted no había nacido allí, Valfierno.

¿Me lo pregunta o me lo está contando?

Bueno, usted me dijo que su madre era extranjera. Usted me dijo que usted era extranjero.

¿Extranjero, me dice usted, de dónde?

La mujer espera en casa. Su casa es un cuarto cochambroso en un caserón que un día fue un palacio. Pasaron siglos. Ahora la mujer se retuerce las manos. La mujer espera y sabe que tendrá que esperar todavía algunas horas. En esas horas, se preguntará mil veces por qué no supo encontrar las palabras para disuadir a su hombre. Ni palabras de amor ni de amenaza ni el recuerdo de su responsabilidad de padre le sirvieron y se preguntará más veces po

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