M. - Los últimos días de Europa

Antonio Scurati

Fragmento

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Este libro cuenta cómo nace una guerra. Una guerra devastadora en pleno corazón de Europa, desencadenada con deliberada sed de conquista contra los pueblos vecinos y afines, librada con brutalidad aniquiladora. A muchos lectores quizá les parezca inverosímil que la cúpula del régimen fascista, Mussolini en primer lugar, decidiera, después de largos titubeos y rechazando cualquier oferta de los Estados liberales, arrojar al pueblo italiano a la carnicería de un nuevo conflicto mundial, a pesar de ser plenamente consciente de la absoluta falta de preparación militar del país, de su crónica carencia de recursos materiales, de la aversión de muchos italianos a luchar junto a los alemanes y, sobre todo, de la siniestra, delirante y sangrienta voluntad de poder que encarnaba Adolf Hitler. Y, sin embargo, esta novela se adhiere en cada uno de sus detalles a hechos históricos ampliamente documentados (con la salvedad de unos pocos anacronismos, leves y conscientes, y de muchos probables errores). No hay nada novelizado en este libro y, tal vez, ni siquiera novelesco, salvo la forma del relato. No es la novela la que sigue aquí a la historia, sino la historia la que se convierte en novela. Tampoco puede decirse que la historia haya intentado perseguir la crónica en estas páginas: en todo caso, es verdad justo lo contrario. Confío en que la incredulidad consternada que comprensiblemente suscitará su lectura no se deba al hecho de que en los acontecimientos que aquí se narran, los feroces, dementes perros de la guerra, fuimos nosotros, los italianos.

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A las dos M de mi vida, Marta y Maria

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1938

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Ranuccio Bianchi Bandinelli

Roma, 3 de mayo de 1938

Estación Roma Ostiense

¿Los mato y salvo millones de vidas o no los mato y salvo la mía?

En eso consiste el menú del siglo. Morir, ser asesinados, degollados, desollados, sacrificados para el banquete de los dioses pestilenciales, es una mera obviedad. Matar, sin embargo, es una cosa muy distinta. Matar o no matar, en eso estriba el dilema.

La espera ha sido larga, agotadora, semanas de ensoñación e impotencia. Él no es más que un profesor —un arqueólogo, un estudioso de arte antiguo, bajorrelieves romanos y sarcófagos etruscos— a quien la torpeza de los burócratas ministeriales ha catapultado desde su cátedra en la Universidad de Pisa al escenario de la historia. ¿Y para hacer qué, además? De guía turístico para los verdugos en visita de Estado.

Ha pasado semanas atormentándose a sí mismo. ¿Forrarse de explosivos (pero de dónde va a sacar los explosivos)? ¿Encomendarse a la penetración segura de las armas afiladas (pero de dónde va a sacar el coraje para rajar una garganta)? ¿Señalar a un cómplice el punto exacto en el que el coche presidencial frenaría y bajaría las ventanillas para admirar un edificio o un paisaje siguiendo sus indicaciones? El caso es que cómplices no tiene.

Llegó incluso a hacer pruebas nuestro profesor. Salía de la casa a horas improbables para averiguar si estaba siendo vigilado. Nada. Se mostraba en público con notorios antifascistas, incluso en piazza Venezia y en los restaurantes cercanos, para asegurarse de un eventual control policial. Nada en absoluto. Cualquier cosa hubiera sido posible. Posible e inverosímil.

Ahora, sin embargo, la vigilia ha terminado. Tres convoyes especiales procedentes de Alemania han entrado en perfecto horario en la estación de Roma Ostiense, construida especialmente para recibir con la máxima pompa a los bárbaros llegados del norte frente a Porta San Paolo. Es una estación grandiosa, grandilocuente, monumental, una estación de cartón piedra. Pasarán años antes de que esté lista para recibir tráfico de pasajeros, pero eso importa poco, lo que importa es que la escenografía esté montada, que las farolas, los árboles, las traviesas, se plieguen bajo la masa de banderas, oriflamas, haces de lictores y esvásticas.

He ahí al adalid, al «guía» (en absoluto turístico). Su pie es el primero en probar el estribo. Lo están esperando un rey, los dignatarios de su corte, un dictador, los jerarcas de su partido, príncipes y ministros, generales del ejército, de la marina, de la fuerza aérea, esposas y concubinas, el cortejo de vivos y muertos; recibido con alegría por las Reichsfrauen, las esposas de los peces gordos del Tercer Imperio germánico, asomadas a las ventanillas; escoltado por un enjambre de SS armados con puñales, el canciller recorre el andén del tren hacia la ciudad eterna.

A primera vista, por mucho que nos esforcemos, no conseguimos encontrarlo repulsivo. Mesurado, ordenado, casi modesto. Casi servil, incluso. Una personalidad de aspecto subordinado: algo así como un revisor del tranvía. Las manos enguantadas de gris, cruzadas sobre el vientre con el pulgar a la altura del cinturón, la espalda ligeramente encorvada, inclinada hacia delante, el ojo vago y acuoso, suspendido en una especie de atonía. En definitiva, Adolf Hitler no tiene la imagen canónica del tirano al que hay que asesinar.

En cuanto al otro, sin embargo, el profesor no tendría dudas. A Ranuccio Bianchi Bandinelli, Benito Mussolini le parece un ser odioso, grotesco y horrendo. Le da la impresión de que camina como una marioneta, con curvas y movimientos oblicuos de la cabeza que pretenden mitigar su enorme mole pero que no pasan de torpes y siniestros. Su rostro túrgido, sus ojos brillantes, la piel untuosa, la sonrisa forzada, están, según el profesor, al servicio constante de una incesante comedia pueril. El estudioso de las bellas artes, gran burgués de sangre aristocrática, esteta refinado con veleidades de redentor, no siente repulsión por el Führer del nazismo, pero no dudaría en matar al Duce del fascismo, y solo porque tiene el desagradable aspecto de ciertos engreídos intermediarios campestres que se saben los más hábiles en el mercado ganadero.

No dudaría si fuera el hombre de sus ensoñaciones, pero, siendo el que es, el profesor Bianchi Bandinelli vacila. Vacila porque para él el antifascismo es una manifestación espontánea de cierta vaguedad moral, una expresión de su gusto estético, una cuestión de aristocracia, de nobleza, de estilo, pero nada más. Vacila porque él no pasa de ser un antifascista genérico. Sin una directriz política precisa, sin un programa, sin un destino. Hasta ahora, su disidencia se ha limitado a desertar de los actos de inauguración del curso académico, a burlarse de sus colegas que en dicha ocasión pronuncian discursos encomiásticos, al sarcasmo y al desprecio. No es con una parafernalia así como se construye la Historia. La Historia la construyen los demás, los comediantes pueriles, los titiriteros desgarbados, las manos enguantadas de gris con los pulgares cruzados a la altura del cinturón.

Y, además, ¿en qué demonios consiste eso de la Historia? ¿Es que acaso la Historia se deja llevar de la mano como un niño? ¿Puede bastar con el estrépito de una explosión, el silbido de una puñalada, para desviar su curso? El profesor no duda de que Adolf Hitler y Benito Mussolini, sus dos alumnos ocasionales, no tardarán en llevar al mundo a otra guerra mundial, pero se pregunta: ¿su desaparición repentina y violenta lo evitaría? Si la guerra es históricamente necesaria, ¿vale la pena sacrificarse solo para aplazarla unos meses? E incluso aunque se sacrificara a sí mismo, ¿le estarían agradecidos los pueblos a los que liberaría de la masacre, le guardarían gratitud o solo encontrarían palabras de compasión para sus víctimas?

Demasiadas preguntas. Hitler y Mussolini, empujados por sus séquitos, ya se han desplazado hacia la salida de la estación. El profesor, absorbido por el centro gravitatorio de su magnetismo, olvida de golpe todas sus tenebrosas maquinaciones. Habiendo elegido hace mucho tiempo ocupar su lugar entre los espectadores y no entre los actores, lo único que queda en él es la curiosidad de poder ver de cerca. Esa curiosidad, y el horror de la criatura ante la idea de su propia destrucción.

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Visito el apartamento del Führer en la Casa Real. Han aprovechado la ocasión para reformarse la casa a nuestra costa. La Princesa y el Príncipe tenían unos baños indecentes. Ahora los tendrán, como suele decirse, principescos.

Galeazzo Ciano, Diario, 2 de mayo de 1938

Vistos Mario y Sila. Primera y sorprendente impresión de Mario: grotesco y rematadamente feo. Camina como una marioneta, con curvas y movimientos oblicuos de la cabeza, que pretenden mitigar su enorme mole pero que no pasan de torpes y siniestros. Cierra los ojos, sonríe, representando continuamente una comedia pueril. Se detuvo frente a la reproducción ampliada de la moneda de los idus de marzo, largo rato, para que lo vieran. Luego pronunció el nombre de Bruto con una sonrisa de conmiseración, recibida por las carcajadas de los demás. Se aprieta demasiado el cinturón, lo que lo hace más desgarbado. Tiene el desagradable aspecto de ciertos intermediarios rústicos rebosantes de arrogancia porque saben que son los más hábiles en el mercado de ganado y tienen abultadas carteras.

Sila es, a primera vista, menos repulsivo. Mesurado, arreglado, casi modesto. Casi servil, incluso. Una personalidad de aspecto subordinado: algo así como un revisor del tranvía. Rostro flácido. Mario, en cambio, lo tiene turgente, con la piel grasienta.

Del cuaderno de Ranuccio Bianchi Bandinelli, 6 de mayo de 1938 (Mario representa a Mussolini, Sila a Hitler)

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Benito Mussolini

Roma, noche del 3 al 4 de mayo de 1938

La multitud es monoteísta. Nadie lo sabe mejor que él. Cuando un hombre reduce a un pueblo a una masa de sometidos, a estos no les quedará otra que adorar su cuerpo y nada más que el suyo. Adorarlo o sacrificarlo.

Lo aprendió a sus expensas unos meses antes, el 28 de septiembre de 1937, cuando su visita de Estado a la Alemania nazi culminó con la apoteosis berlinesa en el estadio olímpico. Una jornada laboral interrumpida, un día festivo declarado a mitad de semana, miles de banderas italianas y alemanas, fascistas y nazis, sesenta mil monjes guerreros de las SS desplegados en tres filas, centenares de perros adiestrados en la represión sueltos entre la multitud, vigías armados patrullando el Spree y, sobre todo, una masa de más de medio millón de personas, de devotos, de prosélitos, que desbordaban el anillo del Olympiastadion como sangre hemorrágica alrededor del cráter de una herida.

Más de medio millón de bocas en adoración coreando al unísono la misma consigna al paso de los dictadores, los dos de pie uno al lado del otro en el mismo vehículo descapotable, ambos encabezando el cortejo, ambos impasibles ante la lluvia discreta y persistente que había empezado a caer desde primera hora de la tarde.

Todo había sido proyectado para honrar al huésped italiano, el primero, el maestro de los fascismos, incluso los dos trenes, uno para cada dictador, que entraron en la estación de Berlín en el mismo instante. Todo destinado a elevar al Duce de los italianos al mismo rango que el Führer de los alemanes. Mientras ofrecía a su amigo italiano el inmenso estruendo del Campo de Mayo —una especie de bramido telúrico, como eructado de la boca de un volcán—, Hitler se había mostrado categórico: «Proclamo mi alegría al presentaros a uno de esos hombres solitarios que no se limitan a ser los protagonistas de la historia, sino que construyen ellos mismos la historia».

Y sin embargo, mientras él, el amigo italiano, pronunciaba su discurso en alemán, escrupulosamente aprendido de memoria, bajo la lluvia que arreciaba, mientras se desataba la tormenta y él rechazaba toda protección, mientras su voz se apagaba en un murmullo inaudible en medio de los truenos y las últimas hojas del texto se descolorían, ilegibles, entre sus manos, mientras aquellos fatídicos instantes quedaban esculpidos en el tiempo con las facciones de una divinidad totémica, arcana y terrible, no cabía duda alguna de que la adoración de aquella multitud estaba dedicada exclusivamente a Adolf Hitler, Führer de los alemanes, y que llegaba a lamer al Duce solo de rebote, por reverberación del cuerpo numinoso del otro.

Lo mismo ocurre ahora, un año después, mientras una multitud de romanos se hacina en via dei Trionfi para saludar, en la berlina de gala arrastrada por un tiro de orgullosos caballos, al hombre que la propaganda presenta desde hace semanas como el compañero de viaje del Duce, encontrándolo en cambio —amarga decepción— en compañía del pequeño rey, impuesto por el protocolo de Estado. Aunque él, Benito Mussolini, no esté allí, aunque se haya visto obligado a ceder su asiento en el carruaje real a ese ridículo monarca tan alto como un chiquillo de colegio, a ese último e infeliz representante del viejo mundo, mientras el cortejo, habiendo dejado atrás los cinco bloques ciclópeos del obelisco de Axum —símbolo del imperio revivido, botín de la reciente guerra en Etiopía—, las ruinas del Palatino y las Termas de Cara-calla, desfila junto al Coliseo incendiado por un castillo de fuegos artificiales, los aplausos de la multitud que se levantan de los vestigios de la romanidad triunfante son, en cualquier caso, todos para él, Mussolini Benito, el ausente, hijo de un herrero y Duce de los italianos.

Entre los espectadores de la historia, Hitler despierta curiosidad pero también desconfianza y, desde luego, no amor. Los italianos del norte odian a los alemanes, sus enemigos históricos, contra quienes lucharon a costa de seiscientos mil muertos en la Gran Guerra, y los romanos, mientras anochece suavemente entre las antorchas encendidas para iluminar las ruinas, se entregan al genio de la comedia para enmarcar al álgido huésped. «¿Y esos bigotillos negros?» se preguntan recelosos. Les basta ese rasgo físico para formarse un juicio político, el indicio fisionómico es suficiente para reavivar el miedo a lo germánico en un pueblo latino.

Él, Mussolini Benito, archiitaliano, estas cosas se las sabe todas. Y mientras, mortificado por el ultraje recibido del pequeño rey, se sienta en la cama pálido y jadeante después de haber poseído a su Clara con rabia —le ha mordido incluso un hombro—, sabe también que todo esto le será reprochado. Sabe que Víctor Manuel III calumnia a Hitler describiéndolo como un caso psiquiátrico, un depravado sexual y adicto a la cocaína; sabe que Italo Balbo, el único que se atreve a criticarlo abiertamente, y además en público, es la voz de todos aquellos, y son muchos, que aborrecen la idea de tener que «besarles la bota a esos nazis endemoniados»; sabe que el vate Gabriele D’Annunzio, fallecido el pasado mes de marzo en su cama a causa de una hemorragia cerebral como un jubilado cualquiera tras una vida inimitable persiguiendo una hermosa muerte, en sus últimos días invitaba a desconfiar de los alemanes y en particular de su «payaso feroz», un «Atila de brocha gorda» —todavía resuenan en sus oídos las palabras de su último encuentro, en la estación de Verona, de regreso de su viaje a Alemania—; sabe que, en la Roma iluminada de fiesta, la única plaza a oscuras es la de San Pedro, porque el papa protesta a su manera, apagando la luz divina y cerrando los postigos de las ventanas del Palacio Apostólico, contra aquel idólatra pagano que ha enarbolado en la Ciudad Santa una cruz distinta a la de Cristo, una esvástica. El Duce del fascismo sabe, sobre todo, que entre su visita a Alemania y la de Hitler a Italia está el 11 de marzo de 1938, día en que el autodenominado amigo alemán, sin informarle siquiera de haber ordenado el inicio de las operaciones, engulló Austria de un solo bocado, trasladando la frontera del Reich milenario al paso del Brennero.

Un gravísimo revés, la primera auténtica derrota de la política exterior fascista tras los triunfos en Etiopía y las victorias en España. Ese día él, el Jefe de los italianos, que se había proclamado en el pasado protector de Austria, tuvo que tragar quina, mientras el canciller austriaco Von Schuschnigg era arrestado, golpeado y luego retenido por los invasores nazis en el Palacio de Belvedere y, entre tanto, en toda Viena, los judíos eran obligados a limpiar las calles con jabón y sosa cáustica, de rodillas y con las manos desnudas sobre el asfalto helado.

Ese día él mismo, Benito Mussolini da Predappio, prorrumpía en gritos de rabia contra «ese pueblo de asesinos y pederastas que habría marcado el fin de la civilización» si hubiera invadido Europa como se había anexionado Austria. Y contra su Führer, ese horrible degenerado sexual, ese loco peligroso.

Él mismo había amenazado, si los alemanes se atrevían a desplazar el puesto fronterizo con Italia un solo metro, con «aliar al mundo entero contra ellos derribando a Alemania por otros dos siglos». Pero luego, después de prodigarse en fuegos fatuos y llamas en privado, había tenido que aguantarse en público, temeroso, astuto y perdedor.

Y ahora, gracias a su oído perfecto para los estados de ánimo del pueblo, le parece oír a los romanos: ¿acaso no fue él quien, en mil novecientos treinta y cuatro, después del asesinato del canciller Dollfuss a manos de unos golpistas pronazis, había movilizado cuatro divisiones en la frontera para proteger Austria? ¿No era él mismo quien se había autodenominado «centinela del Brennero»? ¿No nos había prometido que lucharía por la soberanía de Austria? ¿Y ahora qué hace, se queda calladito? ¿Se pone de perfil?

Le parece escuchar las bromas de los romanos sobre el bigotillo del Führer, las historias calumniosas del pequeño rey, los susurros de los diplomáticos mientras Joachim von Ribbentrop —el desquiciado ministro de Asuntos Exteriores de Hitler— parlotea sobre la necesidad de hacer la guerra a diestra y siniestra; le parece oír los bostezos despectivos de los cortesanos y el castañeteo de los dientes de sus cebados fascistas, el silencio maldiciente del vicario de Cristo en la tierra.

Los oye, a todos, pero decide no escucharlos. A ver, ¿qué sabrán ellos de las necesidades tácticas de la política, de sus sórdidas y sin embargo sublimes artimañas, de las artes escénicas y del estremecimiento sagrado de la historia? Que se harten de decir que a las grandiosas maniobras militares exhibidas por Hitler en Mecklenburgo él ha respondido con desfiles escenográficos en via del Impero, que se harten de decir también que la locura nazi nos arrastrará al abismo, que digan también —si así lo creen— que el incendio del Coliseo es el fuego fatuo de una bengala.

Él se las sabe todas, mejor que nadie. Seguirá, como siempre, jugando a dos bandas, bandeándose entre Hitler y los ingleses, explotando la alianza con uno para obtener concesiones de los demás, poniendo una vela a Dios y otra al diablo, disfrutando del oro y del moro. Podrán ser banqueros, adalides y soldados esa gente, pero él, él es el genio de la política. En comparación con él, ¿no os parecen infantiles estos fanáticos de la guerra?

Y es que, en realidad —le explica ahora Benito a Claretta, ya más animado, mientras la toma entre sus brazos después de haberle hecho el amor furiosamente, después de haberle mordido un hombro—, ese Hitler tan temido, tan terrible, se comporta en el fondo como un chicarrón cuando está con él. Siempre se muestra un poco rígido, respetuoso, pero luego, cuando no abandona esa versión oficial, es también muy simpático. Él sabe cómo arrancarle una carcajada. Siempre lo consigue.

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¡Está loco! ¡Es un maníaco sexual!

Benito Mussolini hablando con el subsecretario de Estado de Asuntos Exteriores Fulvio Suvich tras su primer encuentro con Adolf Hitler en Venecia, 15 de junio de 1934

Conozco a Hitler. Es un idiota y un sinvergüenza, un sinvergüenza fanático […]. Cuando ya no quede ningún rastro de Hitler, los judíos siempre serán un gran pueblo […]. Ustedes y nosotros somos una potencia histórica. En cuanto a Hitler, es solo una farsa destinada a durar unos cuantos años. No le teman y díganles a sus judíos que no deben tener miedo […]. Todos le sobreviviremos.

Benito Mussolini hablando con Nahum Goldmann, miembro de la junta directiva de la Organización Sionista Mundial, de visita en el Palacio Venecia, noviembre de 1934

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Esta mañana el Duce ha vivido un momento de dolorosa humanidad. Me ha dicho que siente el vacío de D’Annunzio. A estas alturas, significaba muy poco: pero seguía allí, el viejo, y de vez en cuando nos llegaba un mensaje de su parte. Reconoció que había representado mucho en su vida. Sin duda alguna, había contribuido a dar al fascismo muchas de sus formas.

Galeazzo Ciano, Diario, 6 de marzo de 1938

«Sabes, esos alemanes son muy simpáticos, y Hitler es como un chicarrón cuando está conmigo […]. Querida, pequeña joya mía, ven a mis brazos». Hacemos el amor dos veces. Duerme en el intervalo, abrazándome contra él y acariciándome.

Del diario de Clara Petacci, mayo de 1938

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Roma, 4 de mayo de 1938, 20.30 horas

Palacio Real del Quirinal

Un almuerzo en la corte sigue un protocolo muy estricto. La etiqueta real exige, en una rigurosa alternancia entre hombre y mujer, que el invitado de honor y su esposa se sienten junto al rey y la reina. El problema, en este caso, es que el canciller alemán no tiene consorte: no existe una señora Hitler.

Se rumorea que la señorita Braun, oculta en el tupido séquito de secretarias, es una afectuosa amiga del Führer. También se rumorea, sin embargo, que la dulce Eva acuesta al adalid todas las noches con ternura maternal, nada más (ni nada menos, si se mira desde otro punto de vista). En todo caso, el maestro de ceremonias ha suplido la falta de una señora Hitler colocando al guía de los pueblos germánicos entre Su Majestad la reina emperatriz, a su izquierda, y Su Alteza Real la princesa Mafalda de Hesse, a su derecha; junto al rey, en cambio, han puesto a la señora Ribbentrop. Por otro lado, a pesar de estar regular y cristianamente casado, tampoco el Duce ha considerado oportuno acudir acompañado en tan solemne ocasión por su zafia esposa. Su excelencia el honorable caballero Benito Mussolini se halla, por lo tanto, sentado junto a la princesa Mafalda, por un lado, y, por el otro, junto a la señora Thaon di Revel, consorte del almirante héroe de la Gran Guerra.

El número de invitados al almuerzo de la corte del 4 de mayo de mil novecientos treinta y ocho asciende a doscientos. Han sido colocados en ambos sentidos, interno y externo, en los laterales largos de una mesa rectangular a la que le falta un lado corto. Con la excepción de dos exaltados antialemanes como Italo Balbo y Dino Grandi, que el Duce prefiere que no estén presentes, a la cena con los nazis asiste toda la Italia que cuenta. En la cabecera de la mesa se sienta, por supuesto, su majestad el rey y emperador con sus invitados de honor.

Las miradas de los doscientos cortesanos, notables y jerarcas fascistas, todos acompañados por sus consortes, se ven magnetizadas, además de por Herr Hitler, por los siniestros hombres de su séquito.

Casi en la esquina de la cabecera de la mesa, entre su excelencia la marquesa Imperiali di Francavilla y su excelencia Luisa Federzoni, esposa del presidente del Senado, se sienta Rudolf Hess, tercera autoridad del Partido Nazi, leal a Hitler desde la época del fallido putsch de Múnich, el hombre a quien en mil novecientos veinticuatro, deambulando como un animal enjaulado en la celda de una prisión, el futuro Führer de los alemanes dictó las delirantes y prolijas páginas de su manifiesto político-espiritual, el Mein Kampf. No muy lejos se sienta Wilhelm Keitel, el nuevo jefe del mando supremo de la Wehrmacht, muy devoto al Führer; por eso en los círculos militares hay quienes lo apodan despectivamente «general Jawohl», el «general síseñor», o le trabucan el apellido en «Lakaitel», «lacayo». Tres lugares más allá, se halla situado su excelencia el doctor Joseph Goebbels. Hijo de un empleado de una fábrica, cojo por una deformidad congénita conocida como «pie equino», fue rechazado para el servicio militar obligatorio y, por lo tanto, se doctoró en Literatura con una tesis sobre el romanticismo alemán; en su condición de ministro de Educación del Pueblo y de Propaganda del Reich, Goebbels ha promovido las tristemente famosas hogueras de libros, ha prohibido el llamado «arte degenerado», obligando al exilio a cientos de artistas, intelectuales y científicos judíos y, sobre todo, ha tomado el control absoluto y capilar de la información, de la vida cultural alemana, así como de la vida espiritual de los alemanes. Ahora habla de la arianización de Europa con una perpleja condesa Maria Bruschi Falgari, colocada por el jefe del ceremonial a su derecha.

Frente a Goebbels se sienta el señor Himmler. Comandante general de las SS (y de la policía del Reich), Heinrich Himmler, que solo habla alemán, no conversa con nadie. El Reichsführer del brazo armado nazi calla, come, mira el vacío que tiene delante y aterroriza, con la mirada acuosa de sus ojos cerúleos y con su silencio amorfo, tanto a la condesa Maria Teresa Orti Manara di Busolo, sentada a su derecha, como a la princesa Borghese del Vivaro, sentada a su izquierda. Junto a la princesa, entreteniendo con amabilidad a la bella marquesa Guglielmi di Vulci, se halla el señor Hans Frank, asesor legal personal de Hitler, antiguo ministro de Justicia de Baviera, padre de cuatro hijos, hombre de muchas amantes, feroz antisemita, partidario de exterminar a toda la población judía del Reich.

Detrás de ellos, unas sillas más allá, en el lado derecho de la mesa real, en el puesto número 10, justo enfrente de la duquesa de Roccapiemonte, que parece apreciar bastante a ese apuesto joven engominado, se sienta el señor Bouhler. Con Philipp Bouhler, jefe de la cancillería privada del Führer, y otros médicos y oficiales del Reich, Adolf Hitler ha discutido recientemente en secreto los términos de un plan eugenésico, con el que la doctrina aria nazi plantea la hipótesis de conceder «una muerte misericordiosa» a los miles de ciudadanos alemanes, niños sobre todo, que padecen discapacidades físicas o psíquicas. El doctor Karl Brandt, médico acompañante de Hitler, hoy también invitado de su majestad Víctor Manuel III en la mesa real, ya está estudiando una mezcla venenosa para asesinar a una amplia escala a discapacitados, enfermos mentales, gitanos y judíos mediante inyección letal. Unos veinte asientos más al fondo, en el puesto número 30 del lado interior izquierdo, demasiado lejos para dirigir la palabra al soberano de Italia pero no lo suficiente para escapar de su mirada, un hombre macizo y ruidoso devora los platos uno tras otro. Es el señor Josef Dietrich, conocido como «Sepp», comandante de la Leibstandarte, jefe del departamento especial encargado de la seguridad personal de Hitler, protagonista absoluto de la llamada «Noche de los Cuchillos Largos», en la que, el 30 de junio de mil novecientos treinta y cuatro, las SS exterminaron a la cúpula de las Secciones de Asalto (SA), principales aliados y, por tanto, rivales de las milicias paramilitares formadas por los nazis. Es casi seguro que Sepp Dietrich encabezó el allanamiento de la casa del general Kurt von Schleicher, antiguo canciller de la República de Weimar, asesinándolo a él, a su esposa y también a los dos molestos perros salchicha que ladraban.

En definitiva, a pesar de algunas dificultades, la etiqueta se respeta escrupulosamente. La observancia de las buenas maneras no impide, sin embargo, que la atmósfera sea gélida durante la cena real, y no porque Su Majestad desapruebe los programas eugenésicos, los asesinatos de rivales políticos o el exterminio de los judíos, sino porque él y su corte notan en el séquito de Hitler la rudeza de la escoria plebeya, advenediza y maleducada. A su vez, los nacionalsocialistas corresponden a esta condescendencia con el desprecio, considerando que el Quirinal se asemeja a una «melancólica tienda de antigüedades» y viendo en la ociosa, arrogante y putrescente camarilla principesca sentada junto a ellos la representación del «viejo mundo podrido». Un mundo que —callan, pero no ocultan— su revolución ha venido a purificar con fuego.

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Recepción en el Capitolio. Vistas al Foro Romano. Escalofrío sagrado de la Historia. Me siento absolutamente arrebatado. Más de dos mil años nos hablan aquí.

La monarquía es una carga. [Nosotros los alemanes] podemos regocijarnos de haberla abolido.

La aristocracia es internacionalista. Se alimenta de los bienes del pueblo. Y los pueblos deben recuperarlos.

Discurso del rey. Absolutamente esotérico, estúpido, insignificante. Después habla el Führer. ¡Qué diferencia! Después charloteo. Me bato en retirada. No son cosas para un nazi de fe republicana.

Mussolini también desprecia todo esto. Pero debe poner al mal tiempo buena cara.

Joseph Goebbels, Diario, 4-7 de mayo de 1938

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Golfo de Nápoles, acorazado Conte di Cavour

5 de mayo de 1938, 10.30 horas

¿Tiene sentido hablar de política en Nápoles?

¿Es acaso posible forjar una sólida y férrea alianza internacional, un pacto de acero, en la ciudad del sol, en la capital del Mediterráneo donde todo, desde el canto de Caruso al de las sirenas, desde la dulzura del clima al resplandor de la luz del mediodía, desde el agua del golfo al fuego del volcán, desde el azul vacío del cielo a la densidad agusanada de siglos de plebe, donde todo, desde la belleza absoluta a la miseria absoluta, induce a la molicie del sueño, a la resignación de una existencia ociosa?

Entablar una alianza política con la Italia fascista es exactamente lo que Adolf Hitler y su ministro de Asuntos Exteriores Joachim von Ribbentrop se proponen hacer en la mañana del 5 de mayo de mil novecientos treinta y ocho, mientras asisten desde la cubierta del acorazado Conte di Cavour, en la ensenada de la bahía de Nápoles, a la revista naval organizada por Mussolini para ostentar su poderío militar.

El pacto de amistad firmado en octubre de mil novecientos treinta y seis entre Italia y Alemania a Hitler ya no le basta. Un pacto que no ha estado desde luego exento de consecuencias: desde entonces alemanes e italianos han luchado codo con codo contra la República en España, Alemania ha sido la única gran potencia europea que ha reconocido las conquistas imperiales fascistas en Etiopía, Mussolini ha empezado a deslizarse por un plano inclinado que lo aleja cada vez más de las naciones democráticas. Y, con todo, el Führer, ahora que se ha anexionado Austria y prepara una agresión contra Checoslovaquia como segundo movimiento de su política hegemónica, no puede conformarse ya con un simple pacto de amistad. Ahora le hace falta un pacto político y militar que rompa el aislamiento de Alemania, que le asegure un aliado en caso de guerra, que le garantice protección en el frente sur en caso de que el conflicto se volviera total. Al fin y al cabo, el «eje Roma-Berlín», la fórmula verbal acuñada casi por sorpresa por Mussolini en el discurso de Milán de noviembre de mil novecientos treinta y seis, arrastra a las naciones, a los pueblos, a las vidas presentes y futuras a un abrumador vértigo retórico, pero no pasa de ser, pese a todo, una mera palabra.

Nápoles siempre ha sido propicia a déspotas, tiranos y caciquillos de diversa índole. No hizo una excepción con Mussolini en la época de su conquista del poder, y tampoco ahora parece querer defraudar al dueño absoluto de Italia. Le ofrece, por lo tanto, uno de esos memorables «días estupendos» suyos que, más que una serie de condiciones atmosféricas, son una cínica filosofía de vida. La temperatura templada, el aire efervescente y terso, el sol que reluce suavizado por la brisa del golfo, el entusiasmo de los tamborileros que desfilan con flamantes uniformes nuevos por callejuelas antiguas y miserables, todo resulta contagioso. Mientras las proas de los barcos surcan las claras profundidades verdes y cerúleas de la bahía, el mito azul celeste de Capri se recorta en la lejanía, la exuberante colina de Posillipo desciende suavemente hacia el mar, la silueta telúrica del volcán se yergue para cerrar un horizonte que de otro modo sería infinito

Los alemanes a bordo del Conte di Cavour se ven arrebatados por el hechizo del turismo mediterráneo que los confunde con el sueño de otra vida. Himmler confía sus impresiones goetheanas a Galeazzo Ciano; Hess se obstina, en su italiano elemental, en explicar el cielo de Nápoles a Starace; a Goebbels le llega, a bordo del buque de guerra, un telegrama que le anuncia el nacimiento de su cuarta hija. De modo que todos, jerarcas, ministros y simples marineros, se arremolinan a su alrededor para felicitarle y desear a la niña un futuro tan brillante como este hermoso día en el golfo. La promesa de felicidad, pronunciada por los hombres en armas, detiene el tiempo en la reverberación del sol sobre el agua luminiscente. Por un instante todo resulta perfecto. La regia marina ejecuta con maestría las maniobras previstas, las escuadras navales se mueven al unísono, el acero de los acorazados canta junto a los hombres alborozados.

Solo Adolf Hitler se mantiene al margen, con el ceño fruncido, apoyado en un barandaje. Su mirada, admirada y envidiosa, intercepta una tras otra las unidades de la flota italiana. Un susurro en los labios va nombrando, con la pasión infantil del coleccionista de calcomanías, cruceros, destructores y hasta las pequeñas y legendarias lanchas torpederas.

Benito Mussolini lo intuye y se regocija: el adalid de los alemanes está pasmado porque no esperaba en absoluto que los italianos estuvieran en posesión de una flota semejante. Organizada, poderosa, eficiente. Henchido de orgullo, cegado por la vanagloria, el Duce del fascismo se acerca al fundador del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. Justo en ese momento el desfile naval culmina en su espectacular cumbre: noventa submarinos de último modelo emergen por un instante del azul en formación cerrada; luego, al unísono, se sumergen de nuevo en las aguas y repiten la maniobra una y otra vez, alejándose hacia Isquia como una manada de delfines de acero y alquitrán.

Es entonces cuando Hitler, embelesado, inflamado, con el labio tembloroso por un rictus, propone a su amigo italiano el pacto militar. El olor a sangre, de pronto, se impone sobre el de los huertos de naranjos, traído por el viento desde la península de Sorrento. El acorazado de fiesta se transforma en un barco de luto, una balsa de náufragos y ahorcados a la deriva en la bahía de Nápoles.

He aquí, de repente, que Capri se muestra más cercana. Mussolini puede fingirse atraído por su encanto para dejar que la propuesta de Hitler caiga en los abismos del golfo. Ante decisiones fatídicas, la hermosa Nápoles ofrece siempre la oportunidad de divagar, de fingir no haber entendido. Uno puede intentar sustraerse al destino señalando un punto al azar en los picos rocosos de Capri, indicando a Hitler el célebre «salto de Tiberio». Luego, si es necesario, siempre se puede cambiar de tema, mencionar el programa de Verdi previsto para el concierto vespertino en el Teatro San Carlo.

Poco importa si, en el umbral del teatro, el Führer se va a poner hecho una furia cuando se encuentre frente a un destacamento de tropas a las que pasar revista, vestido con un ridículo frac junto a un enano coronado en uniforme de gala. El jefe de protocolo del Ministerio de Asuntos Exteriores será despedido y, para celebrar la gloria del imperio fascista, se elevarán las notas de Aida, la triste y orgullosa princesa etíope.

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Dos magníficos actos de Aida. ¡Qué voces, qué música! Y qué espléndido teatro. El rey asiste sentado en su palco con total indiferencia. Claro, porque en Verdi encuentra expresión una majestuosidad que no se transmite por vía hereditaria […].

La monarquía aún se muestra en su aspecto más repugnante. Toda esta escoria de viles cortesanos. ¡Al paredón! ¡Y esa manera de tratarnos como parvenu! Todo esto me da náuseas. Me provoca una rabia infinita. Es una pequeña camarilla principesca convencida de que Europa le pertenece.

Joseph Goebbels, Diario, 6 de mayo de 1938

Ribbentrop nos ha ofrecido un pacto de asistencia militar, público o secreto, a nuestra elección. Como es lógico, he expresado mi opinión contraria al Duce, así como he hecho que se retrase la conclusión de un pacto de consulta y sostén político.

El Duce tiene la intención de asumirlo. Y lo haremos, porque tiene mil y un motivos para desconfiar de las democracias occidentales.

Galeazzo Ciano, Diario, 5 de mayo de 1938

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Ante nuestros ojos se desarrollaba un programa en el que el espíritu de grandeza y el buen gusto se fundían en una secreta armonía, conocida solo por los descendientes de los emperadores romanos y los antiguos maestros italianos […].

En Nápoles […] desfile de la flota […]. Vi cien submarinos desaparecer todos juntos bajo las olas y volver a aflorar a los pocos minutos, con la precisión de un mecanismo de relojería, y lanzar un cañonazo.

De las memorias de Paul Schmidt, intérprete oficial del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich

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Ranuccio Bianchi Bandinelli

Roma, 6-7 de mayo de 1938

En la tarde del 6 de mayo, una vez finalizado también el desfile militar en via dei Trionfi programado para la mañana, el profesor Ranuccio Bianchi Bandinelli, catedrático de Historia del Arte en la Universidad de Pisa y antifascista genérico por definición propia, adopta el papel del anfitrión para acompañar a Adolf Hitler y a Benito Mussolini en una visita a la Exposición augustal de la romanidad.

Designado para esta tarea no deseada por él mediante precepto ministerial, el profesor Bianchi Bandinelli sirve en esta ocasión tan solo como refuerzo. Puede, por lo tanto, satisfacer la ardiente curiosidad que despiertan en él los dos dictadores manteniéndose unos pasos atrás y observando su entorno con ojos de experto en arte antiguo. El primero en caer bajo su borrosa lente de intelectual académico es el doctor Karl Brandt, oficial de las SS, un joven fanático de la nueva Alemania y el médico que acompaña a Hitler. Bianchi Bandinelli tiene así la oportunidad de examinar las expresiones de éxtasis de Hitler ante la gloria artística de Roma mientras la voz de Brandt le susurra al oído el sangriento evangelio nazi que predica la supresión de los niños débiles, la de los enfermos mentales e incluso la autosupresión de los supervivientes de la Gran Guerra, invitados a contribuir nuevamente a la «grandeza de la nueva Alemania», aquejada por la escasez de víveres, retirándose espontáneamente de escena.

A pesar del escalofriante ruido de fondo, el profesor observa atentamente las diferencias entre los dos dictadores y las anota en su cuaderno. La pasión por el arte de Hitler, en su condición de artista frustrado, se le antoja por momentos grotesca pero en cierto modo sincera. Hitler está genuinamente interesado en los vestigios culturales; de hecho, nunca pierde ocasión de adaptar las explicaciones que le brinda el experto —ya se trate de un sarcófago paleocristiano o de la Juno Ludovisi— a su programa ideológico. Cada vez que Bianchi Bandinelli lo ilustra sobre una pieza preciada, Hitler apostrofa a su séquito («Sehen Sie, meine Herren»; «Vean ustedes, señores míos») y deforma deliberadamente las nociones apenas recibidas doblegándolas a sus propósitos propagandísticos. Ellos le corresponden, sin falta, con la idolatría.

A Mussolini, en cambio, se lo ve aburrido. La cultura y el arte lo aburren hasta el punto de convertir a veces el tedio en recelo. Si Hitler trata a su análogo italiano con deferencia, casi servil pero nunca confidencial, Mussolini casi siempre se dirige a él con cordial desenvoltura, excepto cuando el alemán se excede en el despliegue de nociones culturales. El Duce se pone rígido, la sospecha se abre paso en él, la sombra de la inferioridad lo roza. Solo entonces encuentra alguna utilidad en el profesor: le guiña un ojo con picardía a Bianchi Bandinelli, exigiéndole alguna sugerencia que le permita plantear alguna objeción a la prosopopeya del canciller del Reich. Esta pequeña escenita —de la que el erudito deduce, erróneamente tal vez, que los dos dictadores no se caen bien— prosigue en todas las etapas del itinerario artístico y cultural, desde el Museo de las Termas de Diocleciano hasta la Galería Borghese.

Aquí la abierta curiosidad del intelectual se desborda casi en simpatía. El profesor y el Führer están bajando la escalera de caracol de Villa Borghese, cuando Bianchi Bandinelli escucha la voz metálica de Hitler pronunciar estas palabras en alemán: «Si aún fuera un ciudadano corriente, me pasaría semanas aquí. A veces lamento haberme entregado a la política. ¡Y el sol que luce aquí, además! En mi casa, en Obersalzberg, aún está nevando».

Este cliché es suficiente para que el profesor se deje llevar a una fantasía de redención. Su imaginación se concilia de buena gana con la del tirano, quien expresa la esperanza, «cuando todo esté ya en orden en Alemania», de poder volver a Roma, alquilar una villa en las afueras y visitar los museos de incógnito. Bianchi Bandinelli cede, entonces, a la consoladora fantasmagoría de imaginar que el ideólogo de los exterminios puede levantarse una mañana y decir: «Basta, me he engañado a mí mismo, ya no soy el Führer».

El sueño del profesor muere unos minutos después, a la hora del té. Una vez terminada la visita, un refrigerio espera a los huéspedes en el gran vestíbulo de entrada de la planta baja de la villa.

Un gesto ministerial impele al profesor, ya listo para marcharse, a ocupar su sitio en la mesa de los dictadores para mantener viva la conversación. También en este caso Bianchi Bandinelli memoriza las frases pronunciadas por los ilustres comensales, para plasmarlas íntegras después en su propio cuaderno de notas, y también en este caso deriva su curiosidad casi hacia la benevolencia por ese ingenuo entusiasta del arte obligado por el destino a calzar los zapatos del dictador germánico.

Bianchi Bandinelli compr

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