Redentores

Enrique Krauze

Fragmento

Prólogo

a la edición de bolsillo

¿Categorías de la vida religiosa para explicar la historia política e intelec­tual de América Latina? A más de un crítico le pareció extraña o hasta in­admisible esa utilización. Y no es casual: el marxismo ortodoxo y el vulgar (mucho más extendido entre nosotros) permeó desde los años sesenta a la academia latinoamericana hasta volverla miope a teorías y métodos de explicación histórica más variados y plurales, más reales.

Uno de esos métodos es el creado por Max Weber. Cuando en El Cole­gio de México, en los remotísimos años setenta, leí por primera vez Economía y sociedad y La ética protestante y el espíritu del capitalismo quedé cautivado por la luz que arrojaba la sociología de la religión sobre la historia. El análisis del carisma, figura o tipo fundamental en la historia y la fenomenología de las religiones, lo era tanto o más transferido a la política, como es evidente por el devastador impacto de ese tipo de liderazgos en las tragedias del siglo XX. Weber, por otra parte, nunca negó la determinante económica en el destino de las sociedades, pero su con­cepto de vocación, aplicado desde el calvinismo al llamado salvífico del trabajo, resultaba tan convincente como la importancia estructural de la economía. Por eso Marx y Weber son ahora como Aristóteles y Platón: clásicos indisputados.

Estos dos temas weberianos inspiraron mi libro Redentores. Ideas y poder en América Latina. La figura del líder carismático aparece encarna­da en personajes del mundo intelectual, literario, social y político que pueden parecer muy disímbolos entre sí pero que tienen en común la pretensión (sincera, muchas veces) de ser ellos mismos portadores de un carisma salvador o de ser los apóstoles de quienes lo poseen. Pero ¿cuál era su evangelio?

Nuestra América, como la llamó Martí, tiene una matriz cultural católica que, si bien fue más pronunciada en algunos países que en otros, sobrevivió siglos a su implantación y desarrollo colonial. Sobre la ética de esa matriz católica surgió el espíritu del mesianismo iberoamericano cuya historia moderna admite dividirse en un antes y un después que puede sonar sacrílego, pero es penosamente real: antes de la Revolución cubana y después de la Revolución cubana.

Los primeros redentores intelectuales y políticos de nuestro continen­te (Martí, Rodó, Vasconcelos) tuvieron ideales diversos, todos asumidos con religiosa devoción: respectivamente, la edificación de un republica­nismo bolivariano, una aristocracia del espíritu, un mestizaje que hicie­ra de América el futuro del mundo, la “raza cósmica”. El hecho (ese sí “cósmico”) de la Revolución rusa marcó –transfigurado por su peculiar religiosidad– el original indigenismo marxista de José Carlos Mariátegui. Y esa misma Revolución hechizó por décadas al más notable escritor mexicano, Octavio Paz, haciéndole creer que era la aurora de la humani­dad, aurora que terminó, en sus propias palabras, en una “pira sangrienta”.

Como no podía ser menos, también el otro totalitarismo del siglo XX, el fascismo, ejerció su fascinación religiosa: sin él no se explica la atracción carismática de Juan Domingo Perón sobre las masas (mito encarnado has­ta el día de hoy) ni el culto por Evita, una santa laica que trascenderá los siglos. ¿No era ya, este elenco, prueba suficiente de la orientación caris­mática y la gravitación religiosa en nuestra vida intelectual y política?

Si esto era claro antes de la Revolución cubana, lo fue mucho más a partir de aquel 1 de enero de 1959 en que una figura cristológica, Fidel Castro, bajó de la sierra, no para morir crucificado sino para reencarnar al redentor de nuestra América. La vida, el pensamiento, la creación, la literatura, las hazañas, los delirios de los personajes restantes de esta obra responden, de una u otra forma, a ese hecho central de la historia latinoamericana.

Ante todo, el Che Guevara, canonizado por la iglesia universal de izquierda, ícono posmoderno, más cristológico que Castro, aunque en la realidad haya sido, en sus propias palabras, una “máquina de matar”.

Las vidas de nuestros dos grandes novelistas, Gabriel García Már­quez y Mario Vargas Llosa, fueron en un principio paralelas, cuando se entregaron a la promesa redentora de aquella malograda revolución. Y paralela siguió siendo su gloria literaria, pero desde los años setenta, moral y políticamente, sus vidas se volvieron perpendiculares: uno puso su pluma al servicio del poder, en particular del caudillo Fidel Castro; otro ejerció la más severa crítica del poder, comenzando por el poder de Fidel Castro. Dos obras cumbre que analizo en Redentores evidencian, a mi juicio, ese contraste radical: el erotismo del poder en El otoño del patriarca, la disección quirúrgica del poder en La fiesta del Chivo.

Dos redentores olvidados aparecen en este libro: el obispo Samuel Ruiz y el subcomandante Marcos: espíritu y espada del Movimiento Zapatista. El olvido no es razón para suprimirlos del elenco, porque su trayectoria es típica de una convergencia de largo aliento: la teología de la liberación y el “advenimiento” de la Revolución cubana.

Finalmente, Hugo Chávez, el redentor posmoderno por antonoma­sia, el que encarnó al “socialismo del siglo XXI”, el que buscó heredar el legado de Castro, el que hizo todo lo posible para que Venezuela navegara en el mismo “mar de la felicidad” que Cuba. Lo logró, para desgracia de su pueblo.

Un redentor incendiario faltó en el elenco, Andrés Manuel López Obrador. No lo incluí entonces porque el ensayo crítico que le dediqué en 2006, “El mesías tropical”, apareció en otras ediciones, en particu­lar en El pueblo soy yo. De entonces acá, otro redentor ha aparecido en Centroamérica, Nayib Bukele, temible por el culto a la muerte con que quiere erradicar el culto a la muerte.

Una ausencia mayor es evidente: el redentor cuya sombra sigue im­pidiendo que su desdichada isla –bañada de luz– conozca la luz elemen­tal de la verdad, la justicia, la libertad. Y no solo la luz, el pan mismo de cada día. Murió de viejo, murió en su cama, como Stalin; y como Stalin sigue dictando con su negra mitología la historia de América Latina.

Redentores. ¿Por qué no titulé el libro Falsos redentores? La historia judía que aprendí de niño abunda en esos personajes que anunciaron la llegada de la era mesiánica y precipitaron el apocalipsis. También en la historia cristiana abundan esos personajes religiosos que trastocan hasta el paroxismo la vida del pueblo creyente. Pero me pareció que el adjetivo sobraba. “Ponle Redentores”, me dijo Mario Vargas Llosa la mañana en que le narré el contenido. Y así quedó. Redentores, la historia biográ­fica del carisma y la religión aplicados torcidamente a la historia y la política.

Prefacio

Prefacio

Redentores es una historia de las ideas políticas en América Latina desde el fin del siglo XIX hasta nuestros días. Me inspiré en los libros de Isaiah Berlin sobre los pensadores rusos, y en Hacia la estación de Finlandia, obra en la que Edmund Wilson mezcló el análisis ideológico y la biografía. Mis protagonistas son las ideas, pero mi aproximación a ellas no es abstracta: las veo encarnadas en la vida de seres humanos concretos que –como los apasionados rusos de Berlin– las vivieron con intensidad religiosa y seriedad teológica. Mi elenco de personajes no es, por supuesto, exhaustivo, pero aspira a ser representativo de los temas políticos centrales en América Latina. No incluí a grandes políticos en su torre de control o a grandes hombres de letras en su torre de marfil. Entre los 11 hombres y una mujer que elegí hay obvias diferencias, pero esa variedad es en sí misma significativa de la diversidad de orígenes y experiencias en que han arraigado las principales ideas. Todas esas figuras vivieron apasionadamente el poder, la historia y la revolución, pero también el amor, la amistad y la familia. Vidas reales, no ideas andantes.

La alusión religiosa del título no es sólo metafórica, también es real. En América Latina el trasfondo religioso de la cultura católica ha permeado siempre la realidad política con sus categorías mentales y sus paradigmas morales. Hay una laica catolicidad en los profetas del primer apartado. Los cuatro Josés (el cubano Martí, el uruguayo Rodó, el mexicano Vasconcelos y el peruano Mariátegui) perfilan la vocación revolucionaria del continente con un celo apostólico y un espíritu de sacrificio propio de una cultura fundada en el siglo XVI por frailes misioneros. Esa vocación es una antorcha que pasa de mano en mano: va de la perplejidad del republicano Martí (que había querido disuadir a Estados Unidos de su propósito imperial en los países de «Nuestra América») al nacionalismo hispanoamericano de Rodó (cuya obra Ariel, producto del trauma del año 1898, marca un quiebre múltiple en la historia intelectual y política de estos países), al caudillismo cultural de Vasconcelos (cruzada que irradió a América Latina desde México), a la original vanguardia marxista e indigenista de Mariátegui. Junto a la raigambre religiosa, todos los profetas creen en la comunión del autor y el lector a través de la palabra impresa. No son profesores: son escritores y editores de revistas y libros.

«Mi generación –señaló Paz– fue la primera que, en México, vivió como propia la historia del mundo, especialmente la del movimiento comunista internacional.» De joven quiso ser «redentor, héroe, suicida» y, como Mariátegui, creyó que el orden liberal y democrático, perdido irremisiblemente en la Gran Guerra, podía restablecerse sobre bases superiores, fraternales e igualitarias, en la Revolución socialista. Pero su abrazo al marxismo en 1930 (año de la muerte de Mariátegui) era el capítulo intermedio en la biografía colectiva de tres personas con el apellido Paz: el abuelo liberal Ireneo Paz, el padre «zapatista» Octavio Paz Solórzano y el propio Octavio Paz, poeta revolucionario. En los treinta, el repudio al fascismo y la admirable solidaridad con la República española en la Guerra de España ahondaron las simpatías de izquierda en un amplio sector de la intelligentsia latinoamericana, pero tuvo el efecto de descartar como «burguesa», «formal» y anacrónica la alternativa democrática y liberal, que quedó pendiente. En las últimas décadas de su vida (en las que tuve el privilegio de trabajar junto a él), Paz redescubriría esa tradición y lucharía como un cruzado para defenderla. Su vida personal y familiar es representativa de dos siglos mexicanos y, en cierta medida, latinoamericanos: va del liberalismo democrático decimonónico a la Revolución mexicana, de la Revolución mexicana a la Revolución soviética, de la soviética a la cubana, de la cubana a la mexicana, de la mexicana al liberalismo democrático original. Y aunque Paz mantuvo siempre posiciones anticlericales, el catolicismo es también una clave secreta para comprender su trayectoria.

La sombra de Plutarco y sus Vidas paralelas preside el siguiente apartado. En las vidas de todos los personajes resuenan ideas de los cuatro primeros profetas y temas de Octavio Paz. La primera pareja icónica corresponde a la vida, milagros (y horrores) de dos santos laicos que sobreviven a esta fecha en la memoria pública: la exaltada ex actriz Evita Perón y el furibundo guerrillero Ernesto Che Guevara. El segundo dueto lo integran nuestros dos mayores novelistas: el colombiano Gabriel García Márquez y el peruano Mario Vargas Llosa. En la vida y la obra de ambos late un tema antiguo en América Latina: el poder, sobre todo el poder encarnado en la persona del caudillo. Frente a este tema general, la actitud de ambos escritores no ha podido ser más distinta: en uno hay fascinación, en otro repulsa. La raíz, en ambos casos, podría hallarse en sus vidas tempranas, pero las consecuencias políticas y morales de esas actitudes no son banales: ante el público lector, legitiman o critican ese poder. El dueto final recrea las bodas de la Teología de la Liberación con el marxismo indigenista, representados en las vidas convergentes de dos «redentores» mexicanos: el obispo de Chiapas Samuel Ruiz y «Marcos», el guerrillero enmascarado.

Finalmente, aparece una extraña figura contemporánea en la que todo el redentorismo pasado encarna en una caricatura, un mélange posmoderno. Es un personaje extraído de la interpretación latinoamericana de Thomas Carlyle, el autor escocés precursor del fascismo, muy leído y aplicado por los hombres del poder (y sus intelectuales de cabecera) en la América Latina de principios del siglo XX. Es el presidente Hugo Chávez, que busca reducir la historia de su país a su biografía personal. Chávez no es un hombre de ideas, pero tampoco es un hombre sin ideas. No es, aunque lo parece, un caudillo vulgar; es un líder mediático, un predicador, un redentor por Twitter, un caudillo posmoderno.

¿Redención o democracia? Éste ha sido, hasta hace poco, el dilema central de América Latina. La mayor parte de nuestras naciones ha optado por la democracia, y por el retorno a los valores liberales y republicanos que les dieron origen. Pero para que la democracia se fortalezca y perdure, y para que a través de ella (con sus leyes, instrumentos e instituciones) nuestros pueblos puedan enfrentar los males del nuevo siglo, los gobiernos deben desplegar una efectiva vocación social. De no hacerlo, la región volverá a buscar la redención, con todo el sufrimiento que conlleva.

... la Revolución ha sido la gran

Diosa, la Amada eterna y la gran

Puta de poetas y novelistas.

Octavio Paz,

«La letra y el cetro»,

septiembre de 1972.

Primera parte Cuatro profetas

PRIMERA PARTE

Cuatro profetas

Jose Marti Martirio e independencia

José Martí

MARTIRIO E INDEPENDENCIA

La historia moderna de las ideas revolucionarias en América Latina comienza con la vida, obra y martirio de un New Yorker adoptivo llamado José Martí. Nacido en 1853 en Cuba (junto con Puerto Rico y Filipinas, último bastión del Imperio español), de padres españoles (él, sargento valenciano; ella, de las Islas Canarias), Martí padeció una infancia de penurias y vivió en el exilio desde su juventud. «He sabido sufrir», escribió a los 16 años a su inspirador maestro Rafael María de Mendive, desde la prisión de La Criolla, donde los trabajos en las canteras le causarían una permanente lesión inguinal. Su defensa de la Independencia cubana, causa indirecta de su encarcelamiento, había empezado meses atrás con la escritura de Abdala (1869), drama en un acto, adolescente en su estilo pero premonitorio en su contenido. En Abdala, un guerrero nubio se enfrenta al imperio egipcio para redimir a su pueblo:

¡Soy nubio! El pueblo entero

Por defender su libertad me aguarda:

Un pueblo extraño nuestras tierras huella:

Con vil esclavitud nos amenaza;

Audaz nos muestra sus potentes picas,

Y nos manda el honor y Dios nos manda

Por la patria morir, ¡antes que verla

Del bárbaro opresor cobarde esclava!

Abdala discute con Espirta, su madre, acerca del amor más profundo:

Espirta: –¿Y es más grande ese amor que el que despierta en tu pecho tu madre?

Abdala: –¿Acaso crees que hay algo más sublime que la patria?

Las palabras de Abdala resonarían a lo largo de la vida de Martí y formarían parte esencial de su mito sacrificial, pero ese mito ocultaría también la cara vital y luminosa de su vida: una prosa siempre atrevida, original y alerta, una energía y curiosidad sin límites, y un corazón rebosante de generosidad, alegría creativa y amor, sobre todo de amor.

Deportado a Madrid, se matricula en estudios de derecho, publica El presidio político en Cuba (confirmando que la libertad de expresión es distinta en el centro que en las colonias), compone un poema sobre el asesinato en Cuba de varios estudiantes de medicina acusados falsamente de subversión («A mis hermanos muertos el 27 de noviembre») y en 1873, al proclamarse en España la primera República, escribe «La República Española ante la revolución cubana» (referido a la fallida revolución de 1868), donde por primera vez aplica su idea de la república y su concepto de libertad a la crítica de la dominación imperial:

Y si Cuba proclama su independencia por el mismo derecho que se proclama la República, ¿cómo ha de negar la República a Cuba su derecho de ser libre, que es el mismo que ella usó para serlo? ¿Cómo ha de negarse a sí misma la República? ¿Cómo ha de disponer de la suerte de un pueblo imponiéndole una vida en la que no entra su completa y libre y evidentísima voluntad?

Anticipación notable: esta idea de Martí es similar a las que en 1898, ante la guerra anexionista en Cuba y la ocupación de Filipinas, argumentarán los críticos estadounidenses del imperialismo: Carl Schurz, William James, Mark Twain: una república no puede ahogar a otra república sin contradecirse en su misma esencia. El republicanismo es la idea constante en la revolución martiana. Desde 1873 nunca dejará de ser un republicano clásico (la democracia es uno de los recursos de la República), un civilista (por contraposición al militarismo) y un enemigo jurado de la tiranía y el caudillismo personalista.

Su concepto de «revolución» es denominación heredada de la independencia norteamericana y de las posteriores guerras de independencia en la América española. Años más tarde, Martí se ocuparía ampliamente de los mártires de Chicago y lamentaría discretamente la muerte de Marx. Pero en ningún caso utiliza o avala acepciones posteriores (sociales, anarquistas, socialistas o marxistas) de la revolución. De hecho, evita usar la palabra y advierte en contra de la violencia. En el homenaje póstumo a Marx, en 1883 en Nueva York, escribe:

Ved esta gran sala. Karl Marx ha muerto. Como se puso del lado de los débiles, merece honor. Pero no hace bien el que señala el daño, y arde en ansias generosas de ponerle remedio, sino el que enseña remedio blando al daño. Espanta la tarea de echar a los hombres sobre los hombres. Indigna el forzoso abestiamiento de unos hombres en provecho de otros. Mas se ha de hallar salida a la indignación, de modo que la bestia cese, sin que se desborde, y espante.

Antes de establecerse definitivamente en Nueva York (1882), Martí fue un cubano errante por las tierras de la «América grande». Pequeño de estatura, delgado, apasionado e hiperactivo, quiso arraigar en México (donde vivió de 1873 a 1876) y posteriormente en Guatemala. En ambos países colaboró en revistas, impartió conferencias, defendió los principios liberales, cosechó admiración y fama, dejó amigos perdurables, mujeres esquivas o enamoradas (alguna al extremo del suicidio). Y de ambos salió por disentir con el caudillo o dictador en turno o por el rechazo de las glorias municipales, incómodas ante la presencia de un hombre talentosísimo pero sin patria, que se proclamaba ciudadano de una patria mayor, la patria americana. Pensó ir a Honduras y a Perú. «Es muy duro, vagar así, de tierra en tierra, con tanta angustia en el alma», pero en esa misma alma «hervía» una certeza: «Llevo mi infeliz pueblo en mi cabeza y me parece que de un soplo mío dependerá un día su libertad».

Ya casado en México con la aristocrática cubana Carmen Zayas-Bazán, tras el fin de la primera (y frustrada) guerra de Independencia, Martí intentó establecerse (con la mayor reticencia) en Cuba. Allí nace su hijo José Francisco, en noviembre de 1878. Pero el llamado moral lo arrastra de inmediato a actividades conspiratorias que se tradujeron en una nueva y brevísima deportación a España.

En 1880 llega a Nueva York, donde comienza a recaudar fondos para la segunda guerra, la llamada «Guerra Chiquita», también frustrada. El general Calixto García, con 26 expedicionarios, parte a Cuba. Martí permanece en Nueva York como presidente interino del Comité Revolucionario Cubano.

La familia que lo aloja en 51 East 29th Street se compone de Manuel Mantilla, un exilado cubano muy enfermo, que morirá pocos años después, su mujer, la venezolana María Miyares, y dos hijos: Carmen y Manuel. Al llegar la esposa y el hijo, Martí renta una casa en Brooklyn. Pero Carmen nunca se aviene ni comprende la pasión política de Martí (a quien el suegro llamaba «loco») y en octubre de ese año emprende la vuelta a Cuba. Un mes más tarde, María Miyares de Mantilla da a luz a María. No es hija de Manuel, sino de José Martí, quien la apadrina. Martí intenta por última vez arraigarse en tierras de la América española. Viaja a Venezuela, la patria de María, donde emprende una publicación efímera (la Revista Venezolana) y proclama: «De América hijo soy... Deme Venezuela en qué servirla; ella tiene en mí un hijo.» Pero el endiosado presidente Antonio Guzmán Blanco –quejoso de un discurso suyo en el que no lo menciona– ordena su expulsión. Martí regresa definitivamente a Nueva York. Su madre le pide y su esposa le exige que vuelva a Cuba. A Carmen escribe, con sutileza y claridad:

Me dices que vaya; ¡Si por morir al llegar, daría alegre la vida! No tengo pues que violentarme para ir; sino para no ir: Si lo entiendes está bien. Si no ¿qué he de hacer yo? Que no lo estimas, ya lo sé. Pero no he de cometer la injusticia de pedirte que estimes una grandeza meramente espiritual, secreta e improductiva.

Se trata de una desavenencia conyugal insoluble: Carmen no entiende la misión de su marido ni la apoyará jamás.

Los contornos del drama están planteados: exiliado de su país para servir a la revolución libertaria, extraño para su mujer y huérfano del hijo que adora, consolado por el secreto amor de una mujer casada y los paseos con su «ahijada», Martí vivirá sólo 13 años más. Carmen y el pequeño Pepe se irán a Cuba por largos periodos y por momentos volverán para acompañarlo, hasta que en agosto de 1891 sobreviene la ruptura final. A lo largo de esa década, Martí mitigará su desgarramiento personal con la pasión de trabajar como activísimo estratega, ideólogo, orador, profeta y, a final de cuentas, caudillo moral de la independencia de Cuba. Escribirá breves pero preciosos libros de poesía; se empeñará en ser traductor de novelas y editor de libros y revistas; y se dejará llevar por la ambición voraz de conocer y dar a conocer los prodigios del extraño país y la ciudad de vértigo que lo acogían.

Nueva York era ahora su precario hogar fuera de Cuba. Enfrentado a un ambiente extraño y rudo, y «luchando por domar el hermoso y rebelde inglés», Martí inaugura en español el género de la carta-crónica en varios periódicos del continente. A Bartolomé Mitre, director de La Nación, el gran diario argentino, le detalla su proyecto. No pretendía hacer una columna de denuncia ni de elogio, sino un mirador vivaz e inteligente a una realidad cuyo conocimiento importaba a la América hispana.

Todo lo asombró. Sus riquísimas crónicas son una fuente primaria para el estudio de un decenio en la vida americana, no sólo del paso del monroísmo más o menos pacífico al imperialismo activo, sino de la vida cotidiana: el juicio al asesino del presidente Garfield, la inauguración del presidente Cleveland (y el ajuar de su novia), la inauguración del Puente de Brooklyn, el ajetreo de un domingo en Coney Island, las modas de la Quinta Avenida, las diversiones (bailes, trineos, regatas, boxeo, baseball), los rufianes y crímenes de Nueva York, la muerte de Jesse James, la bouillabaisse de madame Taurel en Hanover Square, las exposiciones de arte, los estrenos teatrales, el visible ascenso social de los negros, el cisma de los católicos, los detalles del boom de las tierras en Oklahoma, el ferrocarril elevado, los desastres naturales, las guerras de los sioux. Con el tiempo, Martí pensó recopilar en un libro a todos los personajes de los que había escrito: Longfellow, Whitman, Emerson, Grant, entre otros. Y en uno de aquellos largos despachos epistolares publicado en La Nación en 1886, Martí escribe de primera mano sobre la inauguración de la Estatua de la Libertad. Su texto expresa con la mayor elocuencia los sentimientos de generaciones de inmigrantes cuando sus barcos entraban a la bahía y divisaban la tierra de promisión:

Vedlos: ¡todos revelan una alegría de resucitados! ¿No es este pueblo, a pesar de su rudeza, la casa hospitalaria de los oprimidos? De adentro vienen, fuera de a voluntad, las voces que impelen y aconsejan. Reflejos de bandera hay en los rostros: un dulce amor conmueve las entrañas: un superior sentido de soberanía saca la paz, y aun la belleza, a las facciones: y todos estos infelices, irlandeses, polacos, italianos, bohemios, alemanes, redimidos de la opresión o la miseria celebran el monumento de la Libertad porque en él les parece que se levantan y recobran a sí propios.

Con notable sensibilidad moral y sentido de equilibrio, vio los aciertos y las fallas de aquella sociedad. Cierto que «no le parecía buena raíz de pueblo, este amor exclusivo, vehemente y desasosegado de la fortuna material que malogra aquí, o pule sólo de un lado, las gentes, y les da a la par aires de colosos y de niños». Cierto que «un cúmulo de pensadores avariciosos» ansiaban expandirse a costa de las tierras de «nuestra América». Cierto que le parecería «cosa dolorosísima ver morir una tórtola a manos de un ogro». Pero no había que confundir un «cenáculo de ultra-aguilistas» con el pensar de «un pueblo heterogéneo, trabajador, conservador, entretenido en sí y por sus mismas fuerzas varias, equilibrado». Y frente a las inercias culturales de España en América, Martí creía urgente describir, entender y explicar la vida estadounidense, «sacar a la luz con todas sus magnificencias, y poner en relieve con todas sus fuerzas, esta espléndida lidia de los hombres».

Por una década, las crónicas de Martí aparecieron con regularidad semanal en La Nación y más tarde hasta en 20 diarios hispanoamericanos. Aunque era un orador electrizante, la oratoria casi no se deslizó en sus artículos. Una nota de 1881 explica por qué «La palabra descarnada, vigorosa, familiar, desenvuelta, pintoresca, la palabra sincera, cándida, llana, la palabra yankee, ésa es la de Henry Ward Beecher.» Esta revelación en el uso de la palabra es capital. En Nueva York, en efecto, Martí deja de apelar a la tradición hispana «dolorista y victimista» –metáforas como «escribir con sangre la historia», etc.– para recurrir a la descripción y las formas de una lógica demostrativa. En la prensa y la literatura norteamericanas descubre una libertad sin miedos y sin la necesidad de la arenga: tomar la palabra, escribir y publicar dejan de ser formas de la rebeldía y se transforman en profesión, en «conversación vivaz, sencilla, útil, humana», en discusión pública. Martí ha dejado de pensar en términos abstractos o magisteriales y se dirige al lector. Es decir: vierte el vino viejo de la mejor tradición literaria del castellano (los poetas y dramaturgos del Siglo de Oro y el barroco que conocía al dedillo por su estancia en España) en el odre nuevo del periodismo norteamericano. En este sentido, es el primer escritor moderno de América Latina.

En ése y en otros. Entregado a la causa de la liberación cubana, Martí no tuvo la intención de renovar el idioma, pero eso fue justamente lo que hizo por partida triple: las crónicas, los poemarios y las cartas. «Su obra es periodismo –escribió el crítico dominicano Pedro Henríquez Ureña– pero periodismo elevado a un nivel artístico como jamás se ha visto en español [...] Ninguna línea insignificante salió de su pluma.» Enseguida, la renovación está en los poemas de Ismaelillo (1882), inspirados en el hueco que dejó la partida de su hijo Pepito («¡Hijo soy de mi hijo!/¡Él me rehace!»). Según Henríquez Ureña, el libro «se anticipa en más de dieciséis años a las primeras corrientes del modernismo en España».

Los 15 poemas de Ismaelillo están inspirados en la pérdida y privación que Martí resintió tras la partida de su hijo Pepito a Cuba. El lenguaje es llano, elegante, libre de retórica romántica y decimonónica; tejido con imágenes súbitas, a veces sorprendentes, que ya avizoran el modernismo, pero sin olvidar a sus poetas del Siglo de Oro. Por sus versos pasa no sólo su hijo ausente y añorado, sino también su búsqueda de libertad política y expresiva:

¡De águilas diminutas

Puéblase el aire:

Son las ideas, que ascienden,

Rotas sus cárceles!

Y por todos lados (quizás incluso eligiendo un adjetivo como «diminutas») el niño recordado permea todo el breve pero influyente poemario:

¿Son éstas que lo envuelven

Carnes, o nácares?

La risa, como en taza

De ónice árabe,

En su incólume seno

Bulle triunfante:

¡Hete aquí, hueso pálido,

Vivo y durable!

¡Hijo soy de mi hijo!

¡Él me rehace!

Y la renovación está también en las cartas a sus amigos y correligionarios políticos que se publicarían años después de su muerte. Unamuno, que lo veía como un nuevo Mazzini, y lo llamaba «sentidor tanto o más que pensador», vio en su genio epistolar la huella de dos antecesores españoles: Séneca y santa Teresa de Jesús: «Las cartas de Martí, donde a menudo se encuentran versos, abundan en frases poéticas, de una concentración grandísima.»

«Su labor –escribió Darío, refiriéndose a sus crónicas– aumentaba de instante en instante, como si activase más la savia de su energía aquel inmenso hervor metropolitano.» «Todo me ata a Nueva York por lo menos durante algunos años de mi vida: todo me ata a esta copa de veneno», confesaba Martí a su más frecuente corresponsal, el mexicano Manuel Mercado. «El horror de espíritu», la «muerte a retazos», el «fuego de fiebre ávido y seco» que sentía al tomar esa «copa de veneno» (en sus magros trabajos como empleado de casas comerciales y su repulsa a la vida galante y solitaria de la urbe, lejos de su familia) pareció mitigarse por unos meses cuando Martí discurrió la idea de volverse editor.

Era un acto de afirmación natural en un hombre que ponderaba la cultura de trabajo a su derredor: «Una buena idea siempre halla aquí terreno propicio, benigno, agradecido. Hay que ser inteligente; eso es todo. Dése algo útil y se tendrá todo lo que se quiera. Las puertas están cerradas para los torpes y perezosos; la vida está asegurada para los fieles a la ley del trabajo.» Martí, que se veía a sí mismo como un traductor de la cultura norteamericana para Latinoamérica y un puente de comprensión entre las dos Américas, se había sorprendido (igual que Sarmiento en su viaje a Estados Unidos en 1847) al ver que todo mundo leía, y pensó en alentar esa costumbre en los países hispanoamericanos. Aprovechando su breve experiencia como editor de una revista científica (La América, donde publicó sobre las ventajas de ciertos abonos y la excelencia de unos quesos), en 1886 planeó establecer con ayuda de algunos amigos mexicanos una «noble y extensa empresa americana» que publicase libros «baratos y útiles [...] humanos y palpitantes [...] que funden carácter y preparen a la tarea práctica».

Aquel intento de crear una oferta editorial para América Latina, comenzando por México, ocurrió en medio de su intensa actividad como cronista (acompañada de una intermitente representación consular en Uruguay) y coincidió también con un paréntesis en la premura (nunca en el compromiso) de su actividad política. A mediados de los años ochenta, tras el fracaso de las dos guerras sucesivas para la liberación de Cuba, Martí aconsejaba a sus seguidores esperar a que las condiciones internas maduraran para acoger con simpatía y eficacia a los revolucionarios, asegurar una guerra con el mínimo de dolor y un máximo de benevolencia, y preparar así el nacimiento de una república de libertad y concordia. Sobre todas las cosas, le preocupaba el caudillismo personalista de los líderes de las dos guerras recientes (Antonio Maceo y Máximo Gómez), a quienes había conocido en 1882 en Nueva York. En 1884 había escrito al segundo:

Pero hay algo que está por encima de toda simpatía personal que Usted pueda inspirarme, y hasta de toda razón de oportunidad aparente; y es mi determinación de no contribuir en un ápice, por amor ciego a una idea en que me está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal, que sería más vergonzoso y funesto que el despotismo político que ahora soporta, y más grave y difícil de desarraigar, porque vendría excusado por algunas virtudes, embellecido por la idea encarnada en él, y legitimado por el triunfo... La patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto sólo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia... Muy grande puede llegar a ser Ud. –y puede no llegar a serlo–. Respetar a un pueblo que nos ama y espera de nosotros, es la mayor grandeza. Servirse de sus dolores y entusiasmos en provecho propio, sería la mayor ignominia.

Acto seguido escribió a Mercado: «¿Ni a qué echar abajo la tiranía ajena, para poner en su lugar, con todos los prestigios del triunfo, la propia? No vi, en suma, más que a dos hombres decididos a hacer, de esta guerra difícil a que tantos contribuyen, una empresa propia.»

El «gran quehacer» editorial que lo ocupa e ilusiona fracasa por falta de apoyo de sus amigos mexicanos, que simplemente no ven mercado para sus proyectos. En 1887 escribe a Mercado una carta sobre sus esperanzas fallidas de «redención» (material, personal, histórica) a través de la cultura:

Mi propósito era, aprovechando el cariño con que se ve ya mi nombre, lo que sé del negocio en su práctica, y cierta capacidad para él con que me encuentro, a más de serme oficio gratísimo, publicar libros, modestos y pocos primero, con sistema y propósito en seguida, adecuándolos a las necesidades y carácter de las tierras que amo, favoreciendo con la venta de libros amenos la de los de educación, hasta que pueda desenvolver sin imprudencia los planes que casi desde mi niñez he venido meditando en uno y otro país, y en materia como ésa son naturalmente vastos. Así, sirviendo a los demás, me salvo.

A medida que ve desdibujarse sus proyectos editoriales, Martí comienza a cerrar el paréntesis. Tampoco logra colocar en México, a pesar «de ser buen libro, y de tema mexicano», su traducción de la novela Ramona de Helen Hunt Jackson. El 10 de octubre (día en que los cubanos conmemoraban el inicio de la primera guerra en 1868) Martí –que en años anteriores se había rehusado– vuelve a pronunciar discursos que circulan entre la cubanía de Nueva York a Florida. Su oficina en 120 Front Street no sólo congrega a los cubanos, sino a los latinoamericanos: «Ha venido a ser como una bolsa de pueblos». En 1887 muere su padre, a quien Martí siente no haber comprendido. Al más viejo de sus amigos cubanos le escribe: «Aquí muero, Fermín, sin poder dar empleo, más que indirecto e infeliz, a esta actividad ardiente.» Se refería a su pasión libertaria: «La verdad es [...] que yo no vivo más que para mi tierra».

Martí se había deslumbrado muy temprano con la obra de Emerson y de Walt Whitman. Igual que Emerson, Martí era demasiado místico para pretender la construcción de un sistema filosófico; e igual que Whitman, era demasiado poeta para crear una visión articulada del mundo que lo rodeaba. No obstante, de ambos escribe y asimila una idea presente en él mismo, aunque no del todo enunciada: la libertad es un recurso que sólo existe en primera persona. La libertad no puede ser dada por alguien más: es algo que la persona misma debe tomar. Esta noción de libertad, como un orden que se conquista y se construye, aparece en el artículo que escribió en junio de 1883 a propósito de la develación de la estatua de Bolívar en Central Park (con ocasión del centenario de su natalicio): «Bolívar no defendió con tanto fuego el derecho de hombres a gobernarse por sí mismos, como el derecho de América a ser libre.» A él, en Cuba, le preocupaba, tanto o más que la liberación, la construcción de condiciones para que su país se gobernara a sí mismo. Y lo dice con toda claridad en su carta a Gonzalo de Quesada de octubre de 1889, a propósito de los móviles de José Ignacio Rodríguez, que promovía la idea de una independencia pacífica y negociada, con la mediación de Estados Unidos:

Ama a su patria con tanto fervor como el que más, y la sirve según su entender, que en todo es singularmente claro, pero en estas cosas de Cuba y el Norte va guiado de la fe, para mí imposible, en que la nación que por geografía, estrategia, hacienda y política necesita de nosotros, nos saque con sus manos de las del gobierno español, y luego nos dé, para conservarla, una libertad que no supimos adquirir, y que podemos usar en daño de quien nos la ha dado. Esta fe es generosa; pero como racional, no la puedo compartir.

Ligada a esa convicción moral, se preguntaba: «Y una vez en Cuba los Estados Unidos, ¿quién los saca de ella?»

Para Martí hay cuatro problemas a resolver en su trayecto: el caudillismo cuyo objetivo es el poder, no la libertad (que había discutido en detalle en su carta a Máximo Gómez); las formas de independizarse de España; el anexionismo, tanto el norteamericano como el de los propios cubanos, y finalmente la actitud de Estados Unidos con respecto a la isla. Martí se ve obligado a discutir, analizar y mediar entre varias fuerzas que chocan entre sí. Los cubanos –sabía muy bien– enfrentaban un imperio español burocrático, avejentado y despótico, en cuyo orden no eran ciudadanos sino súbditos, pero Martí insiste que la guerra es de independencia, no contra los españoles: «Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y los españoles la terminaremos. No nos maltraten, y no se les maltratará. Respeten, y se les respetará. Al acero responda el acero, y la amistad a la amistad.»

En la prensa norteamericana se comenzaban a discutir las conveniencias e inconveniencias de la anexión de Cuba. En la isla, muchos cubanos acomodados apoyan la idea: se transformarían en empresarios y sus tierras multiplicarían su valor (según imaginaban, por el caso de Texas: de yermos inútiles mexicanos a tierras de alto valor norteamericanas). Los rumores crecen (justo a la vez que surge el poderío de la prensa amarillista y de William Randolph Hearst, el empresario capaz de crear una guerra). Martí advierte de inmediato la importancia de la discusión pública. En una carta a The Evening Post, titulada «Vindicación de Cuba» (21 de marzo de 1889), defiende a los trabajadores cubanos que viven en Estados Unidos y aman su libertad:

Admiran esta nación, la más grande de cuantas erigió jamás la libertad; pero desconfían de los elementos funestos que, como gusanos en la sangre, han comenzado en esta República portentosa su obra de destrucción. Han hecho de los héroes de este país sus propios héroes, y anhelan el éxito definitivo de la Unión Norte-Americana, como la gloria mayor de la humanidad; pero no pueden creer honradamente que el individualismo excesivo, la adoración de la riqueza, y el júbilo prolongado de una victoria terrible, estén preparando a los Estados Unidos para ser la nación típica de la libertad, donde no ha de haber opinión basada en el apetito inmoderado de poder, ni adquisición o triunfos contrarios a la bondad y a la justicia.

Frente a la nueva ideología expansionista («Somos los romanos de este continente»; Oliver Wendell Holmes), Martí, ponderado siempre, va dejando de lado su admiración original. Se halla primero extrañado, y luego herido, traicionado, atropellado por un monstruo. Y no sabe cómo conciliar lo irreconciliable: Estados Unidos lo había tomado como un par, un hombre libre dentro de la vida pública (todo ello siendo extranjero), pero la maquinaria del poder atropelló su sueño de patria (no a él, como persona) sin tomarlo en cuenta. Le concede una existencia en las cosas norteamericanas, pero lo ignora absolutamente en las cosas cubanas. «Lo que casi me ha sacado la tierra de los pies es el peligro en que veo a mi tierra de ir cayendo poco a poco en manos que la han de ahogar.» Y no sólo Cuba debía sentir esa pena, también «los pueblos del mismo origen y composición del mío».

En julio de 1889 apareció, dirigida por Martí, la notable revista mensual La Edad de Oro, dedicada a los niños de Hispanoamérica. Era su intento postrero de salvación por la vía de la cultura impresa. Contendría cuentos, leyendas, historias, apólogos y otras amenidades infantiles. Pero esa última ventana editorial también se cierra al cuarto número, cuando el magnate que la financia intenta imponerle temas religiosos. En 1890 y 1891, dos conferencias sucesivas con participación de los países americanos (la Internacional Americana y la Monetaria) sólo avivan su aprensión y perfilan con mayor claridad su examen de la realidad.

Martí se desespera de ver «cómo en los Estados Unidos [...] en vez de robustecerse la democracia y salvarse del odio y miseria de las monarquías, se corrompe y se aminora la democracia, y renacen, amenazantes, el odio y la miseria». Considera «de justicia, y de legítima ciencia social, reconocer que [...] el carácter norteamericano ha descendido desde la independencia, y es hoy menos humano y viril, mientras que el hispanoamericano, a todas luces, es superior hoy, a pesar de las confusiones y fatigas, a lo que era cuando empezó a surgir de la masa revuelta de clérigos logreros, imperitos ideólogos e ignorantes o silvestres indios». Y para probar su nueva valoración de las dos Américas, a principios de 1891 escribe «Nuestra América», piedra angular del hispanoamericanismo en el siglo XX.

En primer lugar, proclamaba el orgullo de pertenecer a «nuestras repúblicas dolorosas de América», que, con sus «masas mudas de indios», habían creado en un tiempo histórico corto «naciones adelantadas y compactas». En una oblicua referencia autocrítica habla del «soberbio que tiene la pluma fácil o la palabra de colores y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa [pidiéndole] formas que se le acomoden y grandeza útil». Esas formas y esa grandeza que no se debían de emular ya eran las norteamericanas. «Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india.» Martí predica un gobierno que nazca de la condiciones naturales de cada país. Y, refutando a Sarmiento (el gran liberal del siglo XIX en cuyo libro Facundo había visto años atrás «las causas inevitables de nuestras guerras de América»), Martí apunta que «no hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza». Había que conocer, «conocer es resolver». No se podía aspirar a dirigir un pueblo desconocido usando «antiparras yanquis o francesas»[...] «ni el libro europeo ni el libro yanqui daban la clave del enigma hispanoamericano». Significativamente, Martí utiliza con un nuevo significado la palabra yanqui, y ahora es él quien critica las «ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico».

Siempre creyó que la república era el «gobierno lógico», pero ahora sostiene, crípticamente: «Si la república no abre los brazos a todos, y se adelanta a todos, muere la república.» Por «todos» se refería sobre todo a los indios irredentos y las mayorías pobres. ¿Había dejado de creer en la república? ¿Qué quiere entonces? No está claro, al menos en ese texto, pero las bases del Partido Revolucionario Cubano –redactadas por él, meses más tarde– no dejan lugar a duda:

El Partido Revolucionario Cubano lucha por la «independencia absoluta de Cuba», e incidir en la de Puerto Rico (artículo 1), y convoca la solidaridad de buena fe para evitar el caos y librar «una guerra generosa y breve, encaminada a asegurar en la paz y el trabajo la felicidad de los habitantes de la Isla» (artículo 2); la guerra debe seguir un «espíritu y métodos republicanos» en busca de «una nación capaz de asegurar la dicha durable de sus hijos y de cumplir, en la vida histórica del continente, los deberes difíciles que su situación geográfica le señala» (artículo 3); el partido no se propone perpetuar «el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia, sino fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud» (artículo 4).

En documentos posteriores Martí sigue hablando como un republicano clásico que busca expresamente la creación de una república independiente, libertades civiles y vida ciudadana, libre prensa, libre educación y libre comercio.

Su preocupación mayor no es el vecino del norte, sino el «desdén» del vecino del norte y su ignorancia de los pueblos de «Nuestra América». En la nueva circunstancia, Martí ha invertido los términos: ahora es Estados Unidos quien requiere conocer a sus vecinos porque sólo la ignorancia de su fuerza y carácter los haría «poner en ellos la codicia». De intentarlo, «por el respeto, luego de conocerla, sacaría las manos». Era mejor prevenir ese desenlace. Era mejor prevenir odios inútiles, era mejor decir a tiempo la verdad. Martí no abriga odio a Estados Unidos ni tiene contra éste un prejuicio ideológico. Porque lo conoce de cerca, tiene una idea concreta de él y escribe para advertirle. Su prédica es sencilla, intelectual, moral y política: conocer, respetar, no dominar.

Martí no ha cumplido 40 años, pero ya entonces sus cartas abundan en premoniciones mortales («yo ya me voy muriendo, toda la vida es deber») y hablan con mayor frecuencia de la «guerra que se viene encima». También sus poemas, como la carta-poema dirigida a su amigo y compañero de insurgencias Serafín Sánchez:

Me entran como temporales

De silencio –precursor

De aquel silencio mayor

Donde todos son iguales...

Y luego de hacer el pan

Con el dolor cotidiano,

Muerta la pluma en la mano,

Me envuelvo en el huracán...

Y de mí le he de decir

Que en seguirlo, sereno,

Sin miedo al rayo ni al trueno

Elaboro el porvenir.

En agosto de 1891, Carmen y Pepito (que habían llegado hacía tres meses) lo abandonan definitivamente. A espaldas de Martí, ella ha logrado que el cónsul autorice la salida sin la necesaria licencia de su marido. Sus reclamos son inútiles. Tras caer enfermo, la vida de Martí –ya casi sin ataduras– toma un irrevocable derrotero revolucionario.

Al proclamarse formalmente la creación del partido (abril de 1892), Martí había renunciado a todas sus labores (los consulados de Uruguay, Argentina y Paraguay, la presidencia de la Sociedad Literaria) y había comenzado a viajar para consolidar apoyos económicos y políticos, primero por los enclaves cubanos de Florida, luego en el Caribe, Centroamérica y México (Porfirio Díaz le da 20000 pesos para la causa). A principios de 1895, un primer plan de alzamiento fracasa, pero en marzo firma, desde República Dominicana y junto con el general Gómez, el famoso «Manifiesto de Montecristi», más que una declaración de guerra, una formulación de un esquema de Constitución republicana. Al educador y escritor dominicano Federico Henríquez y Carvajal, escribe una carta que se considera su testamento político:

Será nunca triunfo, sino agonía y deber. Ya arde la sangre. Ahora hay que dar respeto y sentido humano al sacrificio, hay que hacer viable e inexpurgable la guerra; si ella me manda, conforme a mi deseo único, quedarme, me quedo en ella; si me manda, clavándome el alma, irme lejos de los que mueren como yo sabría morir, también tendré ese valor. Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí ya es hora.

La inminencia de la acción, la proximidad de la patria amada, iluminan a Martí. «Se hace escritor fuera de su tierra –escribe Guillermo Cabrera Infante– pero produce su obra maestra absoluta al regresar y recobrar su isla.» Se refiere al Diario: «según va a la muerte, la expedición guerrillera es su camino de perfección literaria». El encuentro de Martí con la añorada tierra cubana es una epifanía y el Diario es la expresión que la consagra. La naturaleza, el paisaje, las gentes, las costumbres que ve y nombra y recrea hasta la minucia son memorables.

Pero en sus cartas Martí se despide. A su hijo, apenas unas líneas: «Esta noche salgo para Cuba: salgo sin ti, cuando debieras estar a mi lado. Al salir, pienso en ti. Si desaparezco en el camino, recibirás con esta carta la leontina que usó en vida tu padre. Adiós. Sé justo.» A su esposa, ninguna. A su madre, una línea casi idéntica al final de su drama Abdala: «Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de usted como una vida que ama al sacrificio?» A su «muy buena Carmita», la hija mayor de María Miyares, le reitera que la quiere como hija y le pide que vea por su madre y su hermano. «A mi María» (su hija, de 14 años entonces) se da el tiempo para darle consejos de lectura científica, pensamientos sutiles sobre la esencia del amor, ideas prácticas para sus futuras vocaciones y le pide tener fe en la palabra: «Aprende de mí. Tengo la vida a un lado de la mesa y la muerte al otro, y mi pueblo a las espaldas: y ve cuantas páginas escribo.» Al final le pide sentirse «limpia y ligera, como la luz», y que sonría: «Y si no me vuelves a ver [...] pon un libro, el libro que te pido, sobre la sepultura. O sobre tu pecho, porque ahí estaré enterrado yo si muero donde no lo sepan los hombres. Trabaja. Un beso. Y espérame.» Un día antes de morir escribe a su queridísimo hermano, Manuel Mercado, una carta célebre:

Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber –puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo– de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencio ha tenido que ser, y como indirectamente, porque hay cosas que para logradas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin. Las mismas obligaciones menores y públicas de los pueblos, –como ese de Vd., y mío, –más vitalmente interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexión de los imperialistas de allá y los españoles, el camino, que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos de nuestra América al Norte revuelto y brutal q. los desprecia, –les habrían impedido la adhesión ostensible y ayuda patente a este sacrificio, que se hace en bien inmediato y de ellos. Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas; –y mi honda es la de David.

José Martí no tenía que morir en las circunstancias en que murió. Pero él elegiría su hora. El general Gómez le había asignado a un soldado para cuidar su integridad. Se llamaba nada menos que Ángel de la Guardia. Una minúscula columna española pasaba por el paraje de Dos Ríos y Martí, sin dudarlo, se precipitó sobre ellos para recibir un tiro en el cuello y caer del caballo. Un mulato cubano, explorador de los españoles –refiere Cabrera–, «se acercó lo suficiente [...] y al reconocer a Martí exclamó:“Usted por aquí, Don Martí?” De seguida, levantó su rifle Remington y remató a Martí, cuyo cadáver cayó en manos enemigas y fue registrado, expoliado y finalmente escamoteado por los españoles». Había esperado y anunciado la muerte a lo largo de su vida. Es evidente que la ansiaba como el fin de su martirio y el principio de su redención.

Hacia 1900, en las calles de La Habana comenzó a escucharse una dolida clave:

Martí, no debió de morir

Ay de morir

Si Martí no hubiera muerto,

Otro gallo cantaría,

La patria se salvaría

Y Cuba sería feliz

Martí no debió de morir

Ay de morir.

En un sentido mítico, Martí no murió. Nunca murió. Antes de 1959, todos los cubanos lo recordaron como el redentor que dio su vida por la independencia, cumplida según algunos, parcial o frustrada según muchos más. Luego de 1959, los revolucionarios lo reclamaron como suyo porque se veían a sí mismos como la nueva «honda de David» y creían haber completado su obra. Por su parte, los cubanos del exilio –juzgando a su patria encadenada por quien «había echado abajo la tiranía ajena, para poner en su lugar, con todos los prestigios del triunfo, la propia»– se vieron también en el espejo de aquel exiliado permanente que trabajó por la independencia de Cuba. Redentores e irredentos, ¿de quien será Martí al final de la historia? De unos, de otros, y de la literatura española.

Jose Enrique Rodo La homilia hispanoamericana

José Enrique Rodó

LA HOMILÍA HISPANOAMERICANA

El primer ideólogo del nacionalismo hispanoamericano fue un taciturno hombre de letras uruguayo llamado José Enrique Rodó. Nacido en 1871, hijo de un comerciante catalán lo suficientemente acomodado para tener casa en el casco antiguo de Montevideo, Rodó se cultivó inicialmente en la buena biblioteca de clásicos latinos, españoles e hispanoamericanos formada por su padre, y en algún sentido nunca salió de ella. La eventual merma de la fortuna familiar y ciertos infortunios financieros de los que fue víctima en su madurez ahondaron el retraimiento en el que, según varios testimonios, vivió siempre: soltero empedernido, apartado y espectral, cercano siempre a su madre y a sus hermanos. Y aunque con el tiempo se mezcló en los afanes de la política, su estado ideal era lo que llamó «la divina religión del pensamiento».

Siendo estudiante del Liceo Elbio Fernández, Rodó publicó sus primeras contribuciones que delinearon temas perdurables en su obra como el culto a los héroes, encarnado entonces en Bolívar y, curiosamente, también en Benjamin Franklin. Tras la muerte del padre en 1885, siguieron años de zozobra en los que Rodó interrumpe sus estudios, trabaja como amanuense en el estudio de un escribano, trabaja en un banco de cobranzas, obtiene la máxima distinción en literatura, pero no se recibe de bachiller. En 1895 funda la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, dedicada «a sacudir el marasmo en que yacen por el momento las fuerzas vivas» de la intelectualidad uruguaya. En la revista, Rodó hace crítica literaria, exhuma e interpreta a los clásicos españoles e iberoamericanos, y muestra las primeras inclinaciones estéticas en su pensamiento.

Las guerras civiles de su país palidecían frente a sus propias crisis emocionales: «Cuando la resonancia de la batalla sobrecogía de dolor o electrizaba de entusiasmo los corazones –escribió a un amigo en marzo de 1897–, el mío, embargado por inquietudes muy ajenas a la lucha de los partidos, apenas participaba del interés y la emoción de los demás.» Ese año desaparece la revista. «Cada uno de nosotros –escribe Rodó– es un pedazo de un gran cadáver. En cuanto a mí [...] los desengaños, las rudas experiencias, los sabores amargos de la vida, han tenido la virtud siempre de fortalecer mi culto por el refugio sagrado del arte y del estudio, adonde las cosas bajas y miserables no alcanzan.» Rodó parecía invadido por la melancolía. Su amigo Arturo Giménez Pastor lo recordaba lejano: «era, en cuanto a figura y actitud, el hombre a quien le sobra todo en el desairado juego de movimientos: brazos, piernas, ropa [...] Daba la mano entregándola como cosa ajena; la voluntad y el pensamiento no tomaban parte en este acto. La mirada diluíase imprecisa y corta tras la frialdad de los lentes». Según cuenta Emir Rodríguez Monegal, tuvo encuentros con algunas mujeres, pero vivió siempre en «una ausencia del amor como elemento erótico». En 1898, el triunfo del Partido Colorado le garantiza un empleo en la oficina de avalúos de guerra. Rodó acepta con resignación ese «recurso desesperado que llamamos en nuestro país un empleo público». Ese año es designado catedrático interino de literatura (dio un curso sobre historia intelectual que abarcó de Platón a Spencer) y ocupó también de manera interina la dirección de la Biblioteca Nacional. Rodó, según un retrato de la época, «era un joven alto, delgaducho, un sí es no es desgarbado que andaba ya con el cuerpo tieso, los brazos caídos, las manos; abiertas aquellas manos fláccidas y muertas que al ser estrechadas se escurrían frías como algo inanimado[...] y si había algo de reservado en su ser, ello estaba en la frente, una frente amplia, que aún más lo parecía, porque peinaba sus cabellos hacia atrás; una frente tersa, fría, detrás de la cual ya se anidaba un pensamiento propio, altivo, una voluntad de conquistador reflexivo y sereno».

De pronto, el año 1900 trajo consigo dos acontecimientos que lo marcaron: la herencia suficiente que le llegó de un tío materno y la derrota de España frente a Estados Unidos. La guerra lo indignó y entristeció. Hijo de un inmigrante catalán, Rodó amaba a España, pero como latinoamericano deseaba la liberación de Cuba. No obstante, hubiera querido que esa liberación fuese digna para España (sin humillaciones por parte de Estados Unidos) y que su desenlace no implicara la presencia de un nuevo amo en la isla. Ocurrió lo que temía, y esa crisis le inspiró la escritura de un opúsculo –en realidad, una homilía moral dedicada a los jóvenes– que se titularía Ariel y que cambiaría la historia ideológica de Hispanoamérica, al grado de seguir siendo lectura obligada en las escuelas secundarias de la América hispana en los años en que Fidel Castro (a su vez hijo de un soldado gallego derrotado en aquella guerra) entraba triunfante a La Habana para cerrar, en varios sentidos, el ciclo abierto en 1898.

Para el gobierno de Estados Unidos y para sectores amplios de su opinión pública, la escaramuza de fin de siglo pareció confirmar un Destino no sólo Manifiesto (el designio de expansión formulado en 1839) sino manifestado, primero a costa de México, en la guerra de 1846-1848, y vuelto a manifestar medio siglo después en la guerra con España. Del vetusto Imperio español no quedaban sino harapos y, con una facilidad en verdad humillante, Estados Unidos reordenó el mapa mundial: Filipinas, las islas de Guam, Cuba y Puerto Rico pasaron de la potencia naviera del siglo XVI a la potencia naviera del siglo XX. También pasaron de la condición de colonia a la de tutela. El nuevo papel no convenció a todos los estadounidenses. Ese mismo 1898, Mark Twain funda la Liga Antiimperialista de los Estados Unidos y combate con ironía la amenaza de ver a su país convertido en un imperio: «Y por bandera para la provincia de Filipinas, la solución es sencilla. Podemos tener una especial: nuestros estados la tienen: podríamos poner nuestra bandera usual, con las franjas blancas pintadas de negro y reemplazar las estrellas con la calavera y las tibias cruzadas.»

En cuanto a los hispanoamericanos, su reacción fue parecida a la de un sobreviviente de un terremoto. Estados Unidos, desdeñoso y desconocedor –como había apuntado Martí– de la realidad vivida y sentida en los países de habla hispana, no advirtió el efecto histórico que su acción tendría en ellos. Ariel fue producto natural de ese impacto. Llegó en el momento oportuno: expresó un desencuentro entre las dos Américas que venía gestándose a lo largo del siglo XIX y profetizó otro que duraría casi todo el siglo XX.

* * *

El ciclo de admiración y desencanto venía de muy atrás. Deseosas de construir un orden constitucional republicano y secular distinto y opuesto a la monarquía absoluta y católica de la que se acababan de independizar (y cuya herencia vindicaron, con diversos matices, los grupos políticos, eclesiásticos, militares e intelectuales llamados «conservadores»), al menos tres generaciones liberales en Hispanoamérica voltearon hacia Estados Unidos con una admiración que en ciertos casos llegó al extremo de la asimilación completa. La Constitución mexicana de 1824, la primera en determinar que la nación mexicana sería una república federal, incluía una declaración previa donde los legisladores, encabezados por el brillante periodista, político e historiador liberal Lorenzo de Zavala, hallaban motivos de orgullo en su emulación de los norteamericanos. El Congreso, afirmaba, «felizmente tuvo un modelo que imitar en la República floreciente de nuestros vecinos del Norte». (Federalista coherente, Zavala terminó sus días como redactor de la Constitución de Texas y su primer vicepresidente.)

Mucho más receloso y precavido con respecto al país del norte que, a diferencia de Inglaterra, había permanecido neutral durante la lucha de independencia en Hispanoamérica, Simón Bolívar pensó que a las nuevas repúblicas convenía un acercamiento con la potencia naval de la época, Inglaterra. Para su orden interno, a diferencia del diseño americano, aconsejaba también un diseño europeo, un mejor equilibrio entre el orden y la libertad, con un ejecutivo fuerte y un gobierno centralizado. Pero no por eso dejó de admirar el «lisonjero» ejemplo de Estados Unidos:

¿Quién puede resistir el atractivo victorioso del goce pleno y absoluto de la soberanía, de la independencia, de la libertad? ¿Quién puede resistir al amor que inspira un gobierno inteligente que liga a un mismo tiempo los derechos particulares a los derechos generales; que forma de la voluntad común la ley suprema de la voluntad individual? ¿Quién puede resistir al imperio de un gobierno bienhechor que con una mano hábil, activa y poderosa, dirige siempre y en todas partes, todos sus resortes hacia la perfección social, que es el fin único de las instituciones humanas?

Al promediar el siglo, la admiración por parte de los grupos liberales, llamados comúnmente «progresistas», era casi continental. En el extremo sur, Domingo Faustino Sarmiento, el brillante escritor que llegaría a ser presidente de la Argentina (y gustaba de llamarse a sí mismo «Franklincito»), no escatimaba elogios a la nación norteamericana, que recorrió por seis semanas en 1847, después de haber viajado por Europa. Constantemente compara y contrasta Francia y Estados Unidos:

Estoi convencido de que los norte-americanos son el único pueblo culto que existe en la tierra, el último resultado obtenido de la civilización moderna [...] El único pueblo del mundo que lee en masa, que usa de la escritura para todas sus necesidades, donde 2,000 periódicos satisfacen la curiosidad pública, son los Estados-Unidos, i donde la educación como el bienestar están por todas partes difundidos, i al alcance de los que quieran obtenerlo. ¿Están uno i otro en igual caso en punto alguno de la tierra? La Francia tiene 270,000 electores, esto es entre treinta i seis millones de individuos de la nación mas antiguamente civilizada del mundo, los únicos que por la lei no están declarados bestias; puesto que no les reconoce razón para gobernarse.

En México, ni siquiera la pérdida de la mitad del territorio mermó la fe de los liberales en Estados Unidos. Ya en 1864, durante momentos difíciles, Walt Whitman se sorprendía: «¿No es de verdad extraño? México es el único país al que realmente hemos agredido, y ahora es el único que reza por nosotros y por nuestra victoria, con oración genuina.» La razón era doble. En primer lugar, política: en ese instante, los conservadores, que sustentaban el imperio de Maximiliano de Habsburgo y contaban con el apoyo de Francia y Austria-Hungría, deseaban el triunfo de los confederados. Pero también ideológica: Estados Unidos era la patria universal de las libertades y la democracia.

En 1867, tras la ejecución de Maximiliano y el triunfo definitivo de la República liberal presidida por Benito Juárez contra la intervención francesa, los presidentes Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz no dejaron de temer la reincidencia de una guerra. Durante su gobierno (1872-1876), el primero afirmó con certeza: «Entre la fuerza y la debilidad, el desierto»; en algún momento de su largo régimen (1876-1911), Díaz dijo (quizá): «Pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos.» Ambos libraron batallas diplomáticas para evitar lidiar con las exigencias (comerciales, militares, políticas) del vecino y prevenir así una pérdida adicional de territorio. Pero la actitud general seguía siendo de admiración y a veces de deslumbramiento. En Estados Unidos se habían refugiado los liberales a mediados del siglo para conspirar contra el dictador Santa Anna o para fortalecerse, tiempo después, ante la invasión francesa. En Nueva York se había desterrado Lerdo de Tejada tras el golpe de Estado de Porfirio Díaz en 1876. Y a Nueva York había ido en 1881 el propio Díaz, en circunstancias más gratas (su luna de miel). Díaz se avino a la «penetración pacífica» predicada por James Blaine, dejó que «entre la fuerza y la debilidad» mediara el ferrocarril construido por estadounidenses y –cuidando siempre el equilibrio con la participación europea– fincó una parte del notable progreso material de México en el fin de siglo en la inversión de mineros, agricultores y petroleros venidos de allá. Pero el ascenso del imperialismo cambió el cuadro.

Hacia 1897, un amigo de Martí en sus años mexicanos, el historiador, tribuno, periodista, jurista, educador Justo Sierra Méndez, viaja a Estados Unidos. De joven había escuchado al propio presidente Benito Juárez sostener –de acuerdo con el canon liberal puro– que México se beneficiaría mucho de la inmigración protestante, porque así el pueblo aprendería hábitos de frugalidad, educación y trabajo. Pero Sierra había ido abandonando el ideario puramente liberal no sólo para adoptar la concepción positivista y evolucionista de moda (primero la doctrina de Auguste Comte y más tarde la de Herbert Spencer), sino para desconfiar de la política exterior estadounidense con un nacionalismo cultural todavía embrionario pero que lo acercaba a la postura conservadora. (Los conservadores siempre habían rechazado, por motivos culturales, políticos y religiosos, al vecino anglófono, liberal y protestante.) De hecho, Sierra se consideraba ya a sí mismo un «liberal conservador». En tierra yankee, su diario de viaje, refleja el balance más bien negativo que el pensamiento liberal y positivista finisecular comenzaba a hacer de aquel país de Jano, democrático e imperial. Frente al Capitolio escribe:

Pertenezco a un pueblo débil, que puede perdonar pero que no debe olvidar la espantosa injusticia cometida contra él hace medio siglo; y quiero como mi patria tener ante los Estados Unidos, obra pasmosa de la naturaleza y de la suerte, la resignación orgullosa y muda que nos ha permitido hacernos dignamente dueños de nuestros destinos. Yo no niego mi admiración, pero procuro explicármela, mi cabeza se inclina pero no permanece inclinada; luego se yergue más, para ver mejor.

Por un lado, el recelo, el resentimiento ante aquella máquina ciega de la ambición y la fuerza; por otra parte, la admiración ante «la labor sin par del Capitolio [...] embebido de derecho constitucional hasta en su última celdilla [...] «¿Cómo no inclinarnos ante ella, nosotros, pobres átomos sin nombres, si la historia se inclina?»

Igual que en la conciencia de Justo Sierra (que en 1894 había intentado persuadir a José Martí de quedarse en México y dedicarse a la enseñanza), todo cambió en la América hispana con la derrota de España en 1898 (esa «pequeña guerra espléndida», como la llamó el secretario John Hay, uno de los primeros teóricos del imperialismo estadounidense). Los liberales mexicanos e hispanoamericanos como Sierra dejaron de «inclinarse». Fue el momento de quiebre en la historia del pensamiento hispanoamericano. Había que construir una alternativa. No había que ser como ellos, y menos ser ellos. No bastaba estar lejos de ellos, y parecía inútil buscar acercarse a ellos. Había que ser radicalmente distintos a ellos. Como había previsto Martí, muchos iberoamericanos se negaron a admitir una libertad impuesta por las armas y una independencia convertida en protectorado.

La situación de Cuba aclaró para muchos el sentido de varios episodios del siglo XIX: era el capítulo más reciente de una historia ya larga que incluía la anexión de Texas, la guerra con México, las acciones filibusteras en Centroamérica y hasta ciertos designios explícitos (por ejemplo de Henry Cabot Lodge) de hacer ondear la bandera de las barras y las estrellas desde el río Bravo hasta la Tierra del Fuego. Tras esa toma colectiva de conciencia, es natural que la admiración liberal por la democracia estadounidense –aunque nunca desapareciese del todo– pasara a segundo plano: lo que privaba ahora era el temor al siguiente zarpazo del big stick en el Caribe y Centroamérica. En ese contexto ocurrió un cambio profundo en la historia de las ideas políticas hispanoamericanas: los círculos liberales comenzaron a convergir respecto de Estados Unidos con sus antiguos rivales, los conservadores, y a concebir claramente un nacionalismo hispanoamericano de nuevo cuño, formulado en términos explícitamente antiestadounidenses. Su biblia fue Ariel, obra de un escritor que nunca pisó Estados Unidos, oriundo de un país pequeño y convulso pero educado y próspero, que podía sentirse, como su vecina Argentina, la Europa de América, único baluarte posible ante la arrogante potencia.

* * *

El golpe de 1898 para todo el orbe de la lengua española fue brutal: parecía desdecir, en su fundamento, el sentido mismo de la civilización. En 1898 el mundo se movía con una aceleración febril y España no había estado a la altura de los tiempos. En este sentido, son significativas las palabras de abatimiento que el filósofo y diplomático español Ángel Ganivet escribe a Miguel de Unamuno, quizás el autor más significativo del grupo intelectual español –la Generación del 98– que despertaba a una nueva realidad:

La invención del vapor fue un golpe mortal para nuestro poder. Hasta hace poco no sabíamos construir un buque de guerra, y hasta hace poquísimo nuestros maquinistas eran extranjeros [...] Demos por vencida también la falta de estaciones propias para nuestros buques, y aún faltará algo importantísimo: dinero para costear las escuadras, el cual ha de ganarse explotando esas colonias que se trata de defender [...] Más lógico es dejarse derrotar «heroicamente».

Tan violenta fue la sacudida, que activó el sistema de supervivencia espiritual de la cultura española. Perdido ya el sueño imperial, España tuvo un consuelo no menor: tras casi un siglo de distanciamiento, la América hispana se reconcilió con la humillada «Madre Patria». Los dos componentes del orbe de la lengua española se reunían contra un mismo adversario y una misma lengua. Aparece entonces en España aquella extraordinaria «Generación del 98» (Ortega y Gasset, Ganivet, Unamuno, Valle-Inclán, Machado, Baroja, Maeztu) como un despertar tras dos siglos de somnolencia intelectual. La derrota provocó un examen de conciencia que condujo a los escritores, entre otras cosas, a retomar «el genio de la raza», a «redescubrir» su propio país, a recorrer sus caminos y a reflexionar sobre el pasado y el destino de España. En términos prácticos, el planteamiento del problema parecía claro: no tenemos acceso a la tecnología y estamos fuera de esa competencia, pero tenemos el espíritu. Para España, el «despertar del alma» reencarnó en la obra de Cervantes: el Quijote, derrotado por la tecnología de los molinos, era inmortal en la cima del alma humana. Pero lo sorprendente del caso es que en la América hispana el dilema se planteó de modo más frontal y a propósito de los personajes de The Tempest, la última obra conocida de Shakespeare.

En efecto, el profundo malentendido entre las dos partes del continente se expresa, justamente en esos años, alrededor de una línea de La tempestad. Los nuevos imperialistas estadounidenses sintieron que los pueblos del orbe hispano que acababan de ocupar eran atrasados y bárbaros y, por lo mismo, requerían guía y tutela. Creyeron que se trataba, como el título del poema de Kipling, de arrostrar «The White Man’s Burden»:

Afrontad la carga del hombre blanco:

Enviad lo mejor de vuestra estirpe,

Ceñid vuestros hijos al exilio, a que suplan

Las carencias de vuestros cautivos:

Que aguarden, bajo el pesado yugo,

Entre gentes agitadas y salvajes,

A vuestros nuevos pueblos, cautivos y huraños,

A medias diablos y a medias niños.

Este último verso recuerda el modo en que Próspero –el mago, el sabio y señor de la isla– describe y trata a Calibán, un monstruo deforme (al menos de acuerdo con la descripción que Shakespeare pone en boca de varios personajes), una criatura nativa de la isla donde Próspero y Miranda, su hija, han sido exiliados; desde ahí

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