Pack Maple Hills (Contiene: Romper el hielo | Saltan chispas | En las nubes)

Hannah Grace

Fragmento

titol1

Playlist

CRUEL SUMMER | TAYLOR SWIFT 02:58
KISS ME MORE (FEAT. SZA) | DOJA CAT 03:29
TALKING BODY | TOVE LO 03:58
SHUT UP | ARIANA GRANDE 02:38
IDGAF | DUA LIPA 03:38
ENERGY | TYLA JANE 03:20
MOTIVATION | NORMANI 0:14
ONE KISS (WITH DUA LIPA) | CALVIN HARRIS 03:35
DANCE FOR YOU | BEYONCÉ 06:17
NEEDY | ARIANA GRANDE 02:52
WHO’S | JACQUEES 03:06
LOSE YOU TO LOVE ME | SELENA GOMEZ 03:26
KISS ME | SIXPENCE NONE THE RICHER 03:29
BOYFRIEND (WITH SOCIAL HOUSE) | ARIANA GRANDE    03:06
RUMORS (FEAT. ZAYN) | SABRINA CLAUDIO 03:46
MORE THAN ENOUGH | ALINA BARAZ 02:31
YOU SHOULD SEE ME IN A CROWN | BILLIE EILISH 03:01
I’M FAKIN | SABRINA CARPENTER 02:55
MAKE ME FEEL | JANELLE MONÁE 03:14
CAN I | KEHLANI 02:48

El patinaje era el recipiente donde derramar mi corazón y mi alma.

PEGGY FLEMING

1

Anastasia

—¡A primera, Anastasia!

Como vuelva a oír las palabras «a primera» y «Anastasia» juntas en una misma frase una sola vez más, puede que colapse definitivamente.

En realidad, llevo al borde del colapso desde que me levanté esta mañana con una resaca salida del mismísimo fondo del infierno, así que lo último que necesito ahora es darle más pena a la entrenadora Aubrey Brady.

Me concentro en contener el cabreo, como siempre hago cuando se empeña en llevarme al límite en los entrenamientos. Esa dedicación es la que le ha hecho ganarse el prestigio que tiene como entrenadora; que yo le tire los patines a la cara es algo que solo puede ocurrir en mi imaginación.

—¡Hoy estás flojita, Stas! —grita mientras pasamos a su lado a toda velocidad—. ¡Y las flojitas no se llevan las medallas!

¿Qué he dicho de no tirarle los patines a la cara?

—Vamos, Anastasia. Dale un poquito de caña, por una vez en tu vida —se burla Aaron, y me saca la lengua cuando lo fulmino con la mirada.

Aaron Carlisle es el mejor patinador de la Universidad de California, Maple Hills. Cuando conseguí la plaza en la UCMH y mi compañero de patinaje no, descubrí que Aaron estaba igual que yo, así que nos emparejamos. Este es el tercer año que patinamos juntos y el tercer año que nos comemos una mierda en los campeonatos.

Tengo la teoría de que Aubrey es una espía soviética. No tengo ninguna prueba, y no he desarrollado mucho esta hipótesis. De hecho, no la he desarrollado nada. Pero a veces, cuando me grita para que enderece la espalda o para que levante la barbilla, juraría que se le escapa un ligero acento ruso.

Algo bastante raro, teniendo en cuenta que es de Philipsburg, Montana.

La camarada Brady era una estrella del patinaje en sus buenos tiempos. Incluso ahora hace unos movimientos tan delicados y precisos, y se mueve con tanta elegancia que cuesta creer que sea capaz de pegar semejantes gritos.

Siempre lleva el pelo canoso recogido en un moño apretado que le destaca los pómulos, y siempre va enfundada en un abrigo negro de piel sintética de marca, donde, según Aaron, guarda todos sus secretos.

Corre el rumor de que hace años se preparó para ir a los Juegos Olímpicos con su compañero, Wyatt. Pero resulta que Wyatt y Aubrey dieron algunas piruetas más de lo debido y al final acabó con un bebé en los brazos, en lugar de una medalla de oro.

Por eso lleva de mala hostia desde que empezó a dar clase hace veinticinco años.

La melodía de Clair de Lune se va apagando mientras Aaron y yo terminamos la rutina frente a frente, jadeando uno contra el otro mientras intentamos recuperar el aliento. Cuando al fin oímos una palmada, nos separamos y nos deslizamos hacia lo que sin duda será mi próximo dolor de cabeza.

No he llegado todavía cuando me clava sus ojos verdes con mirada inquisitiva.

—¿Cuándo vas a cerrar bien el lutz? Si no vas a hacerlo bien, hay que sacarlo del programa largo.

Además de la propia Brady, hacer bien un cuádruple lutz y no aterrizar de culo es la cruz de mi existencia. Llevo practicando desde tiempos inmemoriales, pero no consigo clavarlo. A Aaron le sale sin esfuerzo, y por eso convencí a la coreógrafa de que lo metiera en la rutina.

El orgullo es una estupidez. Sobre todo en el patinaje artístico, porque cuando cometes un error puedes acabar con la cara estampada en el hielo. Pero, aun así, lo prefiero antes que ver la cara de falsa decepción que pone Aaron cada vez que sugerimos quitarlo.

—Está a punto de salirme, entrenadora —digo, fingiendo todo el entusiasmo que puedo—. Ya lo tengo; todavía no está perfecto, pero seguiré practicando.

Es una mentira piadosa, no hace daño a nadie. Es verdad que ya casi lo tengo. Si olvidamos el pequeño detalle de que solo me sale fuera del hielo, sobre todo cuando me ayudo de accesorios técnicos para lograrlo.

—Ya casi lo tiene —miente Aaron, mientras me pasa un brazo por los hombros—. Solo necesita unos días más, A. B.

Menos mal que Aaron me apoya para hacer piña frente a la camarada Aubrey de la KGB. Aunque luego, en privado, me dice que para que me salga solo me queda doparme y construir una máquina del tiempo para recuperar mi cuerpo sin desarrollar.

Ella masculla algo inaudible y nos despacha con un aspaviento.

—Os veo mañana, y si podéis venir sin resaca, sería genial. Me atrevería a decir que poneros como cerdos en el Kenny’s justo antes de entrenar no va a ayudar a que ninguno de los dos entréis en el equipo olímpico. ¿Entendido?

«Mierda».

—Sí, entrenadora —decimos al unísono.

Cuando por fin salgo del vestuario de chicas, Aaron me está esperando en la entrada, mirando el teléfono.

—Te dije que se iba a dar cuenta —gruño, mientras le estampo la mochila en el estómago—. ¡Y eso que yo ni siquiera he comido nada, joder!

Hace un gesto de dolor al recibir el impacto y se la cuelga del hombro.

—Esta mujer tiene olfato de detective.

Como casi todo en la vida, el patinaje es mucho más fácil cuando eres un tío, porque nadie te agarra y te lanza por los aires dos veces al día.

En primero gané un montón de peso. Bueno, en realidad fueron solo dos o tres kilos, pero Aaron me dijo que pesaba demasiado para que pudiera cogerme, así que no he aumentado ni un solo gramo desde entonces.

Intento ceñirme a mi dieta escrupulosamente, a excepción de alguna fiesta muy de vez en cuando, para no perder la cordura. Anoche mi mejor amiga cumplió veintiún años y la celebración fue la oportunidad perfecta para relajarme un poco, incluso aunque eso significara tener que aguantar a Brady con resaca al día siguiente.

Nos subimos al Mercedes todoterreno de Aaron, el último regalo de su padre —adúltero pero rico—, y nos vamos a casa. Al terminar el primer curso, Aaron y yo decidimos que molaría compartir piso junto con mi mejor amiga, Lola. Tenemos horarios similares y nuestras vidas giran en torno al patinaje, así que tenía su lógica.

Aaron dobla por Maple Avenue y me mira de reojo mientras rebusco en el bolso mi posesión más preciada.

—¿Qué plan tienes apuntado en la agenda para esta noche?

Lo miro con exasperación, ignorando su tono de burla.

—Sexo.

—Puaj —dice, y arruga la nariz con un gesto de repelús—. Ya me parece fuerte que apuntes la hora de dormir y la hora de comer, pero ¿también tienes que apuntar la hora de follar?

Es verdad lo de organizar el sueño y las comidas; tengo cada minuto de mi vida meticulosamente anotado en la agenda, algo que a mis amigos les parece entre gracioso y ridículo. No diría que soy una psicópata controladora, pero sí que necesito tenerlo todo controlado.

Hay una diferencia clara.

Me encojo de hombros y me muerdo la lengua para no replicar que al menos yo follo, no como él.

—Ryan es un chico muy ocupado y yo, una chica muy ocupada. Quiero quedar con él todo lo que pueda antes de que arranque la temporada de baloncesto.

Casi dos metros de pura perfección atlética, eso es Ryan Rothwell. Como base y capitán del equipo de la UCMH, se toma tan en serio su disciplina como yo la mía, lo cual facilita una perfecta relación sin ataduras. El beneficio extra es que Ry es un encanto de chico, así que nos hemos hecho muy amigos gracias a nuestro acuerdo de beneficio mutuo.

—No me creo que todavía estés liada con él. Es como el doble de grande que tú, no sé cómo no te destroza. Bueno, da igual. No quiero saberlo.

—Ya lo sé —me río, mientras le pellizco las mejillas hasta que me aparta—. Esa es la gracia.

Casi todo el mundo da por hecho que Aaron y yo somos algo más que compañeros, pero más bien somos como hermanos. No es que no sea guapo, es solo que nunca hemos sentido ningún interés romántico el uno por el otro.

Aaron es mucho más alto que yo, con cuerpo de bailarín esbelto, esculpido y atlético. Tiene el pelo negro y corto y juraría que lleva rímel, porque sus ojos azules están enmarcados en unas pestañas oscurísimas de infarto que contrastan con la palidez de su piel.

—Oficialmente tengo demasiada información de tu vida sexual, Anastasia.

Aaron todavía no tiene claro si Ryan le cae bien o no. A veces es simpático con él, y entonces Ryan consigue ver al Aaron que yo veo, el divertido. El resto del tiempo, da la impresión de que Ryan le ha hecho algo personal a Aaron. A veces Aaron es tan borde y tan cortante que me da vergüenza ajena. Es impredecible, pero Ryan lo ignora y me dice que no le dé importancia.

—Te prometo no volver a mencionarla en lo que queda de viaje si tú me prometes llevarme luego a casa de Ryan.

Me mira durante un minuto.

—Venga, vale.

Lola levanta la vista de la ensalada que acaba de apuñalar con el tenedor y resopla.

—Yo solo me pregunto, ¿a quién se la está chupando Olivia Abbott para que le den el papel protagonista por tercer año consecutivo?

Soy incapaz de contener un escalofrío al oír esa frase, aunque sé que no la dice en serio. Esta mañana ya se ha levantado con mal pie después de la cantidad ingente de alcohol que anoche nos metimos entre pecho y espalda por su cumpleaños, así que hoy quizá no era el mejor día para enterarse de que no ha conseguido el papel que ella quería.

He ido a ver sus obras de los dos últimos años; Lola sabe tan bien como yo que Olivia es una actriz buenísima.

—¿No será que tiene talento y punto? ¿Por qué tiene que chupársela a alguien?

—Anastasia, ¿me puedes dejar ser malvada durante cinco minutos y hacer como que no sé que es mejor que yo?

Aaron se deja caer en la silla que hay a mi lado y se estira para coger un palito de zanahoria de mi plato.

—¿Con quién hay que ser malvado?

—Con Olivia Abbott —respondemos Lola y yo al unísono, aunque ella con un tono de asco bastante más evidente.

—Está buena. Diría que es la que está más buena de todo el campus —dice él con indiferencia, sin prestar atención a la expresión de asombro de Lola—. ¿Tiene novio?

—¿Y yo qué coño sé? No habla con nadie. Aparece por allí, se queda con el papel que yo quiero y sigue con su vida como si nada.

Lola estudia Artes escénicas, y debe de haber una ley no escrita que dicta que en tal caso tienes que tener una personalidad como un castillo, porque todo el mundo que estudia eso es igual que ella. Es gente que está de manera permanente tratando de ser el centro de atención, algo agotador incluso para los que lo vemos desde fuera, pero Olivia es bastante reservada y, por alguna razón, eso parece fastidiar mucho a los demás.

—Lo siento, Lols. Otra vez será —le digo. Las dos sabemos que no significa nada, pero igualmente ella me lanza un beso—. Si te sirve de consuelo, yo sigo sin poder cerrar bien el lutz. Creo que Aubrey lo va a solucionar desterrándome a Siberia.

—Ay, no. Oficialmente eres una fracasada, ¿cómo podrás volver a pisar una pista de hielo? —Sonríe, y le brillan los ojos mientras arrugo el gesto—. Te va a salir, cariño. Te lo estás currando muchísimo. —Desvía la vista hacia Aaron, que teclea en su móvil, sin interés alguno por nuestra conversación—. ¡Eh, Princesita! ¿Me echas una mano o qué?

—¿Qué? Perdón. Eh… Tú también estás buena, Lo.

Me sorprende que a Lola no le salga humo por las orejas mientras le riñe a gritos por pasar de ella.

Me retiro sigilosamente a mi cuarto, intentando no llamar la atención y acabar en mitad del fuego cruzado. Compartir piso con Aaron y Lola es como vivir con dos hermanos que siempre han querido ser hijos únicos.

De hecho, Aaron es hijo único, como yo. El hijo milagro de una madre y un padre mayores de una ciudad del Medio Oeste del país, desesperados por resucitar su matrimonio. Compartir piso después de haber sido el niño mimado de sus padres durante dieciocho años fue una transición bastante drástica, tanto para él como para nosotras, que somos las que tenemos que aguantar sus cambios de humor.

Ahora ya no está en Chicago, el matrimonio de sus padres no va bien y siempre nos enteramos de cuándo tienen una crisis de especial gravedad, porque de pronto le hacen un regalo absurdamente caro e innecesario.

Como un Mercedes todoterreno.

En contraste con nosotros dos, Lola viene de una familia numerosa. Ser la más pequeña y la única chica le garantizó un puesto privilegiado en su casa, así que no tiene problema en poner a Aaron en su sitio.

Sigo escondida en mi habitación cuando me vibra el teléfono, y en la pantalla aparece el nombre de Ryan.

RYAN

Estos quieren montar una fiesta esta noche.

Quedamos mejor en tu casa?

Dijeron que iban a un evento o no sé qué mierdas, pero ahora dicen que se quedan

Pero quiero estar a solas contigo

Claro, lo único es que están aquí mis compañeros de piso

No podemos hacer ruido

Jajaja

Aplícate el cuento entonces

Estás libre ahora?

Sí, vente

Pues ahora voy! Llevo algo de picar

—¿Ya estáis tranquilos? —pregunto con cautela mientras voy de mi cuarto al salón. Los dos están absortos viendo una reposición de Mentes criminales en la tele, pero me parece oír un leve «Sí» como respuesta, que me indica que puedo acercarme sin peligro.

Me estiro para coger un puñado de palomitas del bol que tienen delante, mientras me recuerdo mentalmente que luego debo apuntarlo en la agenda.

—Resulta que el equipo de baloncesto va a hacer una fiesta, y os iba a preguntar…

—¿Si queremos ir contigo? —interrumpe Aaron, con un atisbo de esperanza.

—No.

Lola se vuelve hacia mí, los rizos rojos le caen sobre los hombros y se le llena la mirada de picardía.

—¿Si nos importa que Ryan venga aquí?

—Sí. ¿Cómo…?

—Afloja la pasta, Carlisle —dice entre risas, extendiendo la mano. Él le pone unos billetes de veinte en la palma y masculla algo entre dientes mientras ella los cuenta—. Nos hemos enterado de lo de la fiesta, y supuse que no querrías que te empotraran mientras oyes a varios novatos borrachos montándoselo al otro lado de la puerta. Nosotros iremos andando.

Nuestra casa es uno de los mejores regalos del padre de Aaron. Se los hace para que lo perdone. No recuerdo si vino cuando se lio con su secretaria o cuando empezó a acostarse con aquella diseñadora de interiores. Maple Tower es un bloque de pisos muy bonito a las afueras del campus, y nuestro apartamento tiene unas vistas increíbles y un montón de luz.

El edificio no es exclusivo de estudiantes, así que es un sitio tranquilo para vivir, pero está lo bastante cerca de todo como para que sea fácil volver a casa a pie después de las fiestas.

Aaron y yo no tenemos permitido ir a fiestas, pero mientras no se entere Aubrey, todo bien.

Ya he visto a Lola probarse diez modelitos diferentes cuando Ryan me escribe para decirme que está de camino, y me da una excusa para librarme de ella y de sus diez vestidos negros casi idénticos.

Al principio era un poco raro sentir mariposas en el estómago cuando llamaban a la puerta y sabía que era Ryan, pero ahora me gusta.

Su cuerpo abarca casi todo el umbral cuando le abro. Tiene el pelo rubio despeinado y todavía un poco húmedo, y huele muy fuerte a naranja y algo más que no acierto a distinguir, pero que me resulta extrañamente reconfortante. Inclina la cabeza hacia mí y me planta un beso en la mejilla.

—Hola, preciosa.

Me extiende una bolsa de patatas; siempre insiste en traer una, porque dice que no como lo suficiente y que nunca tengo nada cuando él viene a casa. Ryan come más que cualquier otra persona que conozca, y su definición de buena comida contiene toneladas de azúcar.

Por algún motivo, Aaron y Lola se nos han quedado mirando desde el salón como si nunca hubieran visto a un ser humano. Ryan se ríe al verlos; por suerte ya está acostumbrado a sus tonterías y les dice «hola» en voz baja mientras nos dirigimos a mi habitación.

—¡Oye, Rothwell! —grita Lola antes de que cerremos la puerta.

Él me suelta la mano y se da la vuelta.

—¿Qué?

Ella se apoya en el respaldo del sofá, y por su mirada traviesa sospecho que no me va a gustar lo que está a punto de decir.

—Teniendo en cuenta que mi cuarto está pegado al de Stassie y que voy a tener que escuchar tus gemidos y el ruido de tus pelotas toda la noche… —Abro los ojos de par en par detrás de él—. ¿Me das el código de tu habitación, para que al menos no tenga que pegarme por el baño de tu casa en la fiesta?

Los apartamentos del campus tienen cerraduras electrónicas en todas las puertas de los dormitorios, por seguridad. El cuarto de Ryan tiene baño propio, por lo que no es mala idea lo que pide Lola, ya que la cola del baño suele hacerse cada vez más infinita a medida que la gente bebe.

Lo que tendría que mejorar es su forma de expresarse.

—Claro, ahora te lo mando en un mensaje. Y no me cotillees la habitación, Mitchell. Me voy a dar cuenta de si lo haces.

Ella le hace un gesto con la mano.

—Palabrita de scout. Que disfrutéis del polvo.

—Hostia, Lols —gruño en alto para que me oiga, mientras arrastro a Ryan a mi cuarto, lejos de ella—. Lo siento mucho.

—Me cae bien. Es graciosa. —Se ríe y me rodea la cara con las manos, elevando ligeramente mi cabeza para besarme.

Al principio es suave, pero enseguida se vuelve más urgente mientras enrosca su lengua en la mía. Desliza las manos por mi cuerpo con delicadeza hasta llegar a mis muslos, y entonces me levanta con un movimiento rápido. Le rodeo la cintura con las piernas; después de haber hecho esto tantas veces, conozco bien su cuerpo.

Oigo unos golpes fuera, que supongo que son mis compañeros de piso marchándose, pero a cada beso que Ryan me da en el cuello me desconcentro un poco más. Debería comprobar que se han ido, pero pierdo por completo el interés cuando me deposita en la cama y se tumba encima de mí.

—¿Qué tal el día?

Siempre lo hace. Me besa increíblemente bien, se coloca entre mis piernas y ejerce la suficiente presión como para que me retuerza, me revuelve todos los pensamientos y justo en ese momento me pregunta una gilipollez, como qué tal el día.

Estoy a punto de contestarle, cuando desliza los dedos por debajo de la camiseta y me roza la mandíbula con la nariz. Me vibra cada centímetro de la piel, y eso que todavía no ha hecho nada.

—Pues… A ver… He estado… Mmm… Patinando…

Su cuerpo se endurece cuando se ríe.

—¿Así que has estado «mmm patinando»? Qué interesante. Cuéntame más, Allen.

Lo odio. Lo odio a muerte.

Murmuro algo ininteligible acerca del patinaje sobre hielo y las rusas mientras él se encarga de quitarnos la ropa hasta que nos quedamos solo con la interior. El cuerpo de Ryan haría llorar a un dios griego: piel bronceada de veranear en Miami, y un torso con más abdominales de los que soy capaz de contar.

Qué digo un dios griego; me hace llorar a mí.

Me agarra de las bragas por ambos lados de las caderas y espera a que asienta con la cabeza antes de bajármelas por las piernas, tirarlas al suelo y abrirme las rodillas.

—Stas.

—¿Sí?

Arruga la frente.

—¿De verdad Lola oye el ruido de mis pelotas?

2

Nathan

Hay una mano junto a mi polla y no es mía.

Está dormida, roncando a pleno pulmón con la mano apoyada en mi cintura, metida dentro de la goma de mis calzoncillos. La retiro con cuidado y la examino: uñas de gel, anillos de Cartier y un Rolex en la esbelta muñeca.

«¿Y esta quién coño es?».

Incluso después de la noche de locura y vete tú a saber qué más, sigue oliendo a perfume caro, y está tumbada detrás de mí con la melena rubio platino esparcida sobre mi hombro.

No debería haber ido a la fiesta anoche, pero Benji Harding y el resto de los chicos del equipo de baloncesto son unos cabrones muy persuasivos. Por mucho que me guste hacer de anfitrión de las fiestas, no hay nada mejor que ir a casa de otro y luego volver a la tuya y que no haya ningún caos.

A menos que estés hablando de este tipo de caos. El caos de encontrar a una mujer en tu cama y no poder recordar quién narices es.

La parte sensata de mi cerebro me dice que me dé la vuelta para mirarla, pero la parte que conoce bien todas las movidas en las que me he metido se empeña en recordarme que el Nate borracho es un gilipollas.

A esa parte de mi cerebro le preocupa seriamente que sea la hermana de alguien o, lo que es peor, la madre de alguien.

—¿Te puedes estar quieto? ¡Qué obsesión tenéis los putos deportistas con madrugar!

Esa voz. Esa era la voz que no quería identificar.

«Me cago en todo».

Me doy la vuelta despacio para poder confirmar mi mayor miedo: que anoche me acosté con Kitty Vincent.

Efectivamente.

Parece tranquila mientras intenta volverse a dormir; tiene las facciones suaves y delicadas, los labios sonrosados y fruncidos. Está tan calmada que nadie diría que es una absoluta zo…

—¿Por qué me miras fijamente, Nate? —Abre los ojos de pronto y me desintegra con una sola mirada, como la bestia que es.

Kitty Vincent es el peor ejemplo de niña rica con la tarjeta de crédito de papá siempre disponible, una subespecie de mujer de la UCMH en la que me he hecho experto. Experiencia que he obtenido a base de acostarme con casi todas.

Salvo con esta.

No debería haberme acostado con esta.

No tiene nada de malo físicamente. La verdad es que es un pibón. Pero como ser humano es absolutamente terrible.

—¿Estás bien? —pregunto con cautela—. ¿Necesitas algo?

—Necesito que dejes de mirarme como si nunca hubieras visto una tía en bolas en tu cama —suelta mientras se incorpora para apoyarse en el cabecero—. Los dos sabemos que ya has visto a unas cuantas, y me estás dando mal rollo.

—Es que estoy flipando, Kit. Eh… No me acuerdo de lo que pasó…

Recuerdo estar en la fiesta e intentar que Summer CastilloWest me diera su número, y que por desgracia me rechazara por cuarto año consecutivo. También recuerdo que perdí al beer pong contra Danny Adeleke, cosa que preferiría no recordar, pero sigo sin saber muy bien cómo ocurrió esto.

—Joder. Un momento, ¿tú no estabas saliendo con Danny?

Ella me mira con cara de hartazgo, se estira para coger el bolso que hay al lado de la cama y suelta una maldición cuando se da cuenta de que se le ha quedado el móvil sin batería. Se aparta el pelo de la cara y por fin me mira. Jamás había visto a una mujer tan cabreada en toda mi existencia.

—Hemos roto.

—Vale, vale. Qué putada, lo siento. ¿Qué ha pasado?

Intento ser cordial, un buen anfitrión, podría decirse, pero ella levanta una de sus cejas perfectamente delineadas y frunce el ceño.

—¿Y a ti qué más te da?

Me froto la mandíbula con la palma de la mano, inquieto, mientras intento pensar en un motivo que ofrecerle. Tiene razón, me da igual. Lo que pasa es que odio a la gente que le pone los cuernos a su pareja y me ha entrado el pánico, pero si rompieron no tengo nada de lo que preocuparme.

—Solo intentaba ser majo.

Me dedica la sonrisa más falsa que he visto en mi vida, saca las piernas de la cama y se pavonea con el culo al aire hasta mi cuarto de baño. Me cuesta concentrarme en lo buena que está porque enseguida me dirige una última mirada de pocos amigos por encima del hombro.

—Si quieres ser majo, pídeme un Uber.

«Gracias a Dios».

—Claro.

—Y que sea Premium, Nate. Ya tengo bastante con que me vean salir de aquí. No me hagas sufrir más y estírate.

Cuando cierra el baño de un portazo y oigo la ducha, solo me sale ahogar un grito en la almohada.

Estoy en la puerta de entrada mirando cómo Kitty se sube al Uber, Premium, obviamente, para evitar el potencial escándalo.

Me paso la mano por el pelo intentando entender cómo he acabado así después de jurar que este año iba a ser distinto.

Me acuerdo perfectamente de decirle a Robbie, mi mejor amigo, mientras volvíamos a California desde Colorado, que mi último año de carrera iba a ser distinto. Debí de repetirlo unas veinte veces durante aquellos dos días de viaje a base de café.

Duré tres semanas.

A mi espalda unos murmullos me sacan rápidamente del pozo de autocompasión al que estoy a punto de arrojarme. Robbie y mis otros dos compañeros de piso, JJ y Henry, están sentados en nuestro salón sorbiendo de sus tazas de café como los tertulianos de un programa de cotilleos.

—Bueno, bueno, bueno —dice Robbie con sorna—. ¿Qué ha pasado aquí, putilla?

Robbie lleva metiéndose conmigo desde que teníamos cinco años. Su padre, al que sigo llamando «señor H.» dieciséis años después, era el entrenador de nuestro equipo de hockey sobre hielo en Eagle County cuando éramos pequeños. Ahí es donde nos hicimos amigos, y lleva tocándome las narices desde entonces.

Lo ignoro y voy directo a la cocina, me sirvo una taza de café y le hago un corte de mangas en lugar de darle la satisfacción de una respuesta.

Me bebo el café en dos segundos y todavía siento sus miradas fijas en mí. Esto es lo peor de vivir con tus compañeros de equipo: no hay secretos.

JJ, Robbie y yo estamos en el último año de universidad y llevamos compartiendo piso desde primero, pero Henry todavía está en segundo. Es buenísimo al hockey, pero no le gusta nada la presión social que conlleva formar parte de un equipo deportivo. Odiaba vivir en residencias y le costaba hacer amigos de fuera del equipo, así que le ofrecimos mudarse aquí.

Siempre hemos tenido un dormitorio libre porque convertimos el garaje en una habitación accesible para la silla de ruedas de Robbie, y Henry nos agradeció mucho la oferta.

A pesar de que solo han pasado tres semanas, se nota claramente que ya está más cómodo, y por eso no tiene problema en ayudar a JJ y Robbie a meterse conmigo.

—¿Por qué te has acostado con Kitty Vincent? —pregunta Henry, cuyos ojos asoman por encima del borde de su taza de café—. No es muy simpática.

Pues sí, y además no tiene ningún filtro.

—Voy a fingir que no ha ocurrido, tío. Ella tampoco estaba muy entusiasmada, y no me acuerdo absolutamente de nada, así que no cuenta. —Me encojo de hombros, voy al salón y me tiro en una butaca—. ¿Cómo coño me habéis dejado hacerlo?

¿Soy lo bastante mayorcito como para no escaquearme de mis propios errores? Sí. ¿Eso me va a impedir intentarlo? No.

—Colega, yo intenté pararte cuando te estabas yendo con ella —miente JJ descaradamente, levantando las manos a la defensiva—. Pero dijiste que olía muy bien y que tenía muy buen culo. ¿Quién soy yo para interponerme entre tu amor verdadero y tú?

Replico con un sonoro gruñido y siento un martilleo en la cabeza por el esfuerzo. Si Jaiden dice que intentó que no me fuera, es que probablemente fue él quien pidió el Uber y me metió dentro con Kitty.

JJ es hijo único y se crio en Nebraska en mitad de la nada, así que durante su infancia lo único que podía hacer era meterse con la gente.

Sus padres siempre vienen a verlo en junio para ir al Orgullo de Los Ángeles con nosotros y con JJ, encantados de ser aliados de su hijo y así lucir sus chapas con la bandera pansexual. Las veces que se han alojado en casa con nosotros he podido conocerlos bien, y por eso sé que JJ es exactamente igual que su padre, hasta el punto de que no entiendo cómo su madre ha podido aguantar tanto tiempo a los dos en casa.

La señora Johal es una mujer increíble con la paciencia de una santa. Siempre se asegura de llenarnos el frigorífico de varios tipos de curry con diferentes guarniciones antes de irse, y tiene un gusto excelente en películas de terror; creo que por eso me cae tan bien.

Puede que ella sea la única razón por la que todavía no he asesinado a Jaiden.

Robbie maniobra a mi lado y me ofrece lo que parece un abrazo compasivo.

—Tu concentración en los estudios y el hockey ha durado mucho más de lo que esperaba. Ahora espabila. Nos tienes que llevar a clase.

Cuando me aceptaron en Maple Hills no tenía ni idea de qué quería estudiar. En menos de un año me gradúo y todavía no tengo claro si estudiar Medicina deportiva ha sido buena idea.

Al terminar el instituto me ficharon los Vipers de Vancouver y me costó priorizar mi educación, y más teniendo en cuenta que la NHL había sido mi sueño desde pequeño. Lo único que quería era jugar, pero sé que en el hockey todo se puede ir a la mierda en un momento; una lesión grave o un accidente inevitable puede acabar con tu carrera.

Incluso aunque tenga asegurado un puesto en el equipo de mis sueños en cuanto me gradúe, me gustaría que algo de lo que he aprendido en los últimos tres años se quedara en mi cerebro para que mi plan B merezca la pena.

Mi padre no fue muy fan de que me fuera a una universidad en otro estado, y le gustó menos todavía que me fichara un equipo de hockey, y mucho menos uno de Canadá. Quería que «aprendiera el negocio familiar» y gestionara los resorts de esquí hasta que fuera un viejo canoso como él. La simple idea de acabar convertido en mi padre siempre ha sido suficiente estímulo para mover el culo e ir a por todas con mis propios objetivos.

Me costaría menos analizar las estructuras celulares si no estuviera siempre tan cansado de los entrenamientos, por no hablar de cuando me toca sacar de algún apuro a mis compañeros de equipo. Cuando Greg Lewinski se graduó y me pasó el testigo como capitán del equipo, no me dijo que también tendría que hacer de canguro de los jugadores para ponerles las pilas.

Robbie me echa una mano, ya que es el ayudante del entrenador Faulkner. Después de un accidente de esquí el primer año de instituto, Robbie no recuperó la movilidad de las piernas y desde entonces va en silla de ruedas. Su habilidad para gritarme se traspasó de la pista de hielo al banquillo de la pista de hielo.

Nada le gusta más que agitar la carpeta en mi dirección y gritarme que espabile. A los chicos del equipo les encanta que me lleve la peor parte de las reprimendas de Robbie, porque así ellos se llevan menos.

Hoy sería un ejemplo perfecto. Los viernes, JJ y yo tenemos clase en la facultad de Ciencias, por lo que cuando vamos a entrenar después, siempre pasamos de camino por un Dunkin y nos comemos un dónut preentrenamiento. Es un secreto, pero JJ sabe que aunque nos pillen, toda la culpa me la echarán a mí, así que no le importa arriesgarse. La última clase de los viernes es la que más odio, por lo que tampoco me importa correr el riesgo.

Ojeo las redes sociales, distraído, mientras espero a que JJ salga del laboratorio, cuando oigo cómo se acerca su voz animada.

—¿Listo para un entrenamiento infernal de resaca?

—Nada que no pueda arreglarse con unas virutas arcoíris. De todas formas, sudar siempre viene bien para expulsar el alcohol. Así estoy fresco para esta noche.

Frunce el ceño.

—¿De qué hablas? ¿No has visto el chat grupal?

Lo último que he visto es que Robbie ha propuesto dar una fiesta por la noche. Aún quedan dos semanas para nuestro primer partido y es tradición abrir la temporada con alguna que otra fiesta.

En cuanto saco el móvil veo los mensajes que tenía sin leer.

CONEJITAS

Bobby Hughes

Me quiero morir

Kris Hudson

Ánimo, colega

Robbie Hamlet

Esta noche tomamos algo en nuestra casa?

Bobby Hughes

Como dijo Michael Scott: estoy listo para volver

a sufrir

Joe Carter

Me puedo llevar la ruleta de tequila

Henry Turner

Email de Faulkner, dice que vayamos al salón

de premios, no a la pista

Jaiden Johal

QUÉ COJONES?

Henry Turner

Lo ha mandado hace una hora

El salón de premios es un salón de actos que hay dentro del polideportivo. La mayoría no pasamos mucho tiempo allí, a menos que tengamos algún problema; es donde trabajan los entrenadores cuando no están con los equipos o en partidos. Ahí se celebran las ceremonias de fin de curso. Si nos convocan allí probablemente significa que alguien la ha cagado estrepitosamente, y espero no haber sido yo.

—No sé qué está pasando —dice JJ mientras nos subimos a mi coche—. ¿Sabéis quién es Josh Mooney, uno de mi clase que juega al béisbol? Me ha dicho que también le han cancelado su entrenamiento. Tienen que ir también al salón de premios, pero media hora después que nosotros. Qué mal rollo, tío.

Solo llevamos tres semanas de curso, ¿en qué movida nos hemos metido?

En una movida bien gorda.

Cuando entramos por la puerta, el entrenador ni siquiera nos mira. La mitad del equipo ya está sentado delante de él, todos con la misma mirada de terror. La conozco bien. JJ se sienta al lado de Henry y me mira como diciendo: «Entérate, capitán».

Neil Faulkner no es un hombre que nadie quiera tener como enemigo. Fue tres veces campeón de la Copa Stanley antes de que un conductor borracho lo sacara de la carretera y le destrozara los brazos y las piernas, acabando así con su carrera en la NHL. He visto infinidad de veces los vídeos de sus partidos antiguos, y era —no, todavía sigue siendo— un cabrón intimidante.

Así que el hecho de verlo sentado en una silla enfrente del equipo, con cara de estar a punto de estallar pero sin decir nada, me ha puesto en alerta roja. Pero mi equipo me necesita, así que trato de aproximarme a la bestia con cautela.

—Entrenador, nos gustaría…

—A la silla, Hawkins.

—Per…

—No te lo voy a repetir.

Vuelvo al grupo con el rabo entre las piernas. Mis compañeros tienen un aspecto aún peor que hace un minuto. Me devano los sesos intentando pensar qué habremos hecho, porque es imposible que esté así de furioso por la fiesta de anoche.

Aparte de Henry, la mayoría de los menores de veintiuno no fueron. No tienen edad para beber, así que no los invitamos a nuestras fiestas. Eso no quiere decir que no se emborrachen igualmente en alguna fraternidad, pero al menos no soy yo el que les da las cervezas, teniendo en cuenta que, como líder del equipo, son mi responsabilidad.

Cuando Joe y Bobby llegan y se sientan, el entrenador por fin hace algo. Bueno, solo resopla, pero algo es algo.

—En los quince años que llevo entrenando, nunca había sentido tanta vergüenza como esta mañana.

«Joder».

—Antes de que siga, ¿alguien tiene algo que decir?

Nos mira uno por uno como si estuviera esperando a que alguien se levante y confiese algo, pero sinceramente, no tengo ni idea de qué hay que confesar. Desde que entré en el equipo me han dado mil veces la charla de «Nunca había sentido tanta vergüenza» —es la especialidad de Faulkner—, pero jamás lo había visto tan furioso.

Se cruza de brazos, se reclina en la silla y niega con la cabeza.

—Esta mañana, cuando he llegado a la pista me la he encontrado destrozada. ¿Quién ha sido?

Los equipos universitarios tienen muchas tradiciones. Algunas buenas, otras malas, pero tradiciones al fin y al cabo. Maple Hills no es muy diferente, y cada deporte tiene sus propias peculiaridades y supersticiones que se transmiten de curso en curso.

Las nuestras son las bromas. Bromas pesadas e infantiles. Bromas entre nosotros, a otros equipos, incluso a equipos de otras disciplinas. Me he tragado suficientes charlas de Faulkner a lo largo de los años como para saber que no iba a permitirlo mientras yo fuera capitán del equipo. Solían ser un puñado de ególatras que competían para superarse unos a otros, hasta el punto de que la universidad siempre se veía obligada a intervenir.

Así que, si habían destrozado nuestra pista, significaba que alguien no me había hecho ni caso.

Me doy la vuelta con sigilo para observar mejor a mis compañeros, y tardo alrededor de dos décimas de segundo en fijarme en Russ, un alumno de segundo que lleva todo el año vacilándonos, y que tiene cara de haber visto a un fantasma.

Faulkner levanta la voz hasta que retumba por toda la sala.

—¡El director está furioso! ¡El decano está furioso! ¡Y yo estoy furioso, hostia! ¡Pensaba que ya se habían acabado las bromas de los cojones! ¡Se supone que ya sois hombres, no niños!

Quiero decir algo, pero tengo la boca seca. Carraspeo un poco, y aunque no ayuda, sí que capta su atención. Bebo un trago de agua y por fin soy capaz de hablar.

—Y ya se han acabado, entrenador. No hemos hecho nada.

—Ah, ¿entonces es que a alguien se le ha ocurrido destrozar el generador y el sistema de refrigeración porque sí? Ahora mismo mi pista de hielo se está transformando en una piscina, ¿y esperáis que me crea que vosotros no habéis tenido nada que ver, payasos?

Esto va muy mal.

—El director se reunirá con cada uno de vosotros en cinco minutos. Abróchense los cinturones, señores. Espero que ninguno quiera dedicarse al hockey profesionalmente.

¿Ya he dicho que me cago en todo?

3

Anastasia

Mi agenda es un caos total y absoluto, y estoy de mala leche.

Esto es justo lo contrario a la sensación de viernes que a la gente le gusta tanto. Hoy tenía que ser un día libre de problemas; me he despertado con un tío guapísimo, y el resto del día estaba planeado a la perfección: gimnasio, clases, entrenamiento con Aaron, cena y después bailar hasta que me dolieran los pies en la fiesta con mejor pinta.

Incluso tenía la opción de volver a ver a Ryan para aliviarnos la tensión mutuamente si tenía un rato libre.

Pero según el email pasivo-agresivo que acabo de recibir, a David Skinner, el director deportivo de Maple Hills, le trae al pairo mi agenda o mi horario de entrenamientos, por no hablar de mi vida sexual.

¿O si no por qué ha cancelado los entrenamientos y ha convocado a todos los alumnos en el peor rincón del campus?

En este edificio es donde todos los entrenadores se esconden para conspirar sobre cómo jodernos la vida. Cuando esta mañana he subido una foto que decía «Disfruta del momento presente», no tenía ni idea de que acabaría en una cola infinita de alumnos intentando acceder al salón de premios.

Estoy sumida en pensamientos furiosos y casi asesinos cuando dos brazos musculados envuelven mi cintura desde atrás y noto cómo unos labios me presionan la coronilla. Reconozco a Ryan al instante, me acomodo en su abrazo y levanto la cabeza para mirarlo. Se inclina para darme un beso en la frente y, por supuesto, me siento mejor.

—Hola, preciosa.

—Me estoy estresando —gruño, mirando al frente para ver si avanza la cola—. Y tú te estás colando descaradamente. Te la vas a cargar.

Me agarra de los hombros y me da la vuelta para colocarme frente a él. Me pone un largo dedo debajo de la barbilla para que alce la cabeza y lo mire a los ojos. Cuando pienso que no puede ser más mono, me retira el pelo de la cara y me sonríe.

—Tú controlas la agenda, Stas. No la agenda a ti.

—Aun así, te estás colando.

Se ríe y se encoge de hombros.

—Me estabas guardando el sitio. Eso es lo que le he dicho a todo el mundo. Venga, ¿qué frase motivacional has subido hoy? ¿O me tengo que meter para recordártela?

Ryan y yo empezamos a salir el año pasado cuando nos conocimos en una fiesta y nos tocó de pareja en el beer pong. Obviamente ganamos, porque somos los más cabezotas y competitivos de Maple Hills o cualquier sitio a cien kilómetros a la redonda. Al día siguiente apareció en mi bandeja de MDs, con la broma de que no esperaba encontrar que una aficionada a los juegos de beber tan agresiva tuviera las redes sociales llenas de mensajes motivacionales de buen rollo.

Desde entonces, cuando estoy cansada o de mal humor, me recuerda que debería ser un rayito de sol.

«Idiota».

—¿Y bien? —pregunta mientras nos vamos acercando a la puerta de entrada.

—Era algo sobre disfrutar el momento presente.

Sonríe ampliamente al darse cuenta de que me ha pillado.

—Bueno, me vale. Es una putada que hayan suspendido los entrenamientos, pero si disfrutas del momento presente, ahora estás conmigo y yo soy genial.

Me cruzo de brazos y me esfuerzo por contener la sonrisa que está a punto de escapar de mis labios, en un intento de fingir que no tiene ninguna influencia en mi estado de ánimo.

—Ajá.

—Madre mía, qué público más duro. En cuanto salgamos de aquí, te llevo a comer algo, y después podemos ir a un partido de hockey para ayudarte a liberar todo ese estrés que tienes.

—¿Y qué más? —Dejo que me dé la vuelta ahora que casi estamos llegando a la puerta del salón, y me apoya las manos en los hombros.

—¿Te llevo a casa y dejo que descargues en mi cuerpo cualquier resto de estrés que te quede?

—¿Con un bate?

Me hunde los dedos en los músculos tensos, amasando rítmicamente todos los nudos mientras muevo la cabeza de un lado a otro.

—Serás pervertida. ¿Te vas a disfrazar de Harley Quinn?

Se le escapa un gruñido de dolor cuando le hundo el codo en las costillas, un gesto ridículo y dramático, porque me ha dolido más a mí que a él.

Después de lo que parece una eternidad, por fin llegamos a la entrada del salón de premios. En lugar de las mesas redondas habituales, hay varias hileras de sillas mirando al escenario.

«¿Qué coño pasa?».

Ignorando mi preocupación inmediata, Ryan insiste en que disfrute del momento, lo cual se traduce en que me veo obligada a sentarme junto al equipo de baloncesto. Así que ahora estoy entre Ryan y Mason Wright, su compañero, que hace que mi cuerpo de un metro sesenta y dos parezca el de un bebé crecidito.

—¿Una patata?

Intento no mirar la bolsa de Lays que me acaba de poner debajo de la nariz, pero huelen a barbacoa, y Ryan sabe que es mi sabor favorito.

—No, gracias.

Se inclina para rebuscar algo en la bolsa que tiene a sus pies, que cruje en mitad del silencio, sin importarle lo más mínimo que la gente nos mire. Se deja caer en la silla con un resoplido y me tiende otro paquete.

—¿Una galleta?

—No, gracias. No tengo hambre. —Intento no llamar la atención, pero me cuesta ignorar su mirada de decepción—. No me mires así. El campeonato regional está a la vuelta de la esquina; no puedo coger peso.

Ryan se agacha para poner su cabeza a mi altura y se inclina para mayor privacidad. Su aliento me roza la piel cuando posa los labios junto a mi oreja y me eriza la piel de todo el cuerpo.

—Como alguien que te levanta bastante a menudo, creo que estoy cualificado para decir esto: si ese imbécil no es capaz de soportar que tu peso fluctúe un par de kilos arriba o abajo, algo perfectamente lógico, por cierto, es que no debería ser tu pareja artística.

—No vamos a tener esta conversación otra vez, Ryan.

—Sta… —empieza a decir, pero se corta cuando el director Skinner sube al escenario, con los ojos entrecerrados por los focos. Ryan se endereza, me pone la mano en el muslo y la aprieta con suavidad—. A lo mejor sí que necesitamos un bate luego.

El chirrido del micrófono retumba por todas las paredes de la sala y todos pegamos un pequeño bote en los asientos. Skinner ha tomado posición detrás del atril, pero todavía no ha sonreído ni una sola vez.

Ha envejecido mucho durante el tiempo que llevo en la UCMH. Antes parecía simpático y entusiasta, pero ahora, con el desdén grabado en las profundas líneas de su frente, parece de todo menos eso.

—Buenas tardes a todos. Gracias por venir pese a haber avisado con tan poca antelación. Seguramente os estaréis preguntando qué hacéis aquí.

No sé por qué finge que en el email no estaba escrita la palabra «obligatorio» en negrita y mayúsculas.

Skinner se quita la chaqueta, la cuelga en la silla que tiene detrás y suspira mientras se da la vuelta para situarse de nuevo frente a nosotros. Se pasa la mano por el pelo fino y encanecido, que juraría que era grueso y negro cuando yo iba a primero.

—Todos sabemos que los universitarios pueden traer problemas. Es de suponer que cuando empiezan sus vidas adultas lejos de casa se produzca un cierto nivel de caos. —Vuelve a suspirar, visiblemente exhausto—. Cuando además añadimos deportes de competición a la mezcla, el equilibrio se altera al intentar desarrollar las habilidades físicas al mismo tiempo que la experiencia universitaria.

Eso es un poco condescendiente. Parece que le haya pedido a su secretaria que le escribiera el discursito, y tiene pinta de haberlo ensayado varias veces frente al espejo. Si Lola estuviera aquí, le sacaría unas cuantas pegas a esta interpretación.

—Algunos de vosotros os habéis pasado de la raya disfrutando de la experiencia universitaria.

«Ahí viene».

—En los cinco años que llevo como director deportivo, he tenido que lidiar con innumerables situaciones evitables: fiestas descontroladas, gastos médicos derivados de un comportamiento irresponsable de alumnos en el campus, más bromas de las que soy capaz de recordar, embarazos no planificados, un…

El chirrido de la silla de Michael Fletcher suena mientras se levanta de un salto.

—Señor Fletcher, por favor, siéntese.

Fletcher lo ignora y se levanta para coger la mochila del suelo. Se dirige a la salida, abre las puertas de un empujón y abandona la sala.

Yo no sé mucho de fútbol americano, pero todo el mundo dice que Fletch es el mejor defensa que ha tenido nunca esta universidad, y tiene prácticamente garantizada una plaza en la NFL cuando se gradúe. Y lo más importante, es un padre increíble de una niña, Diya, que tuvo con su novia, Prishi, el año pasado.

Prishi estaba en el equipo de patinaje conmigo antes de quedarse embarazada sin querer al empezar primero. Cuando le pregunté si iba a volver, me dijo que su vejiga había dejado de ser lo que era después de expulsar a un bebé de dos kilos y medio, y no le apetecía hacerse pis en el hielo delante del público.

Comparten piso con algunos amigos, y todo el mundo hace de canguro del bebé por turnos para que Fletch y Prishi puedan ir a clase. Skinner se ha pasado tres pueblos al ponerlos como ejemplo de delincuencia del alumnado.

Llevamos veinte minutos y ahí sigue, dale que te pego con la charla. Apoyo la cabeza en el hombro de Ryan y cierro los ojos, aceptando la galleta que me pone en la palma de la mano.

—… resumiendo.

«Por fin».

—De ahora en adelante, se aplicará una política de tolerancia cero a todo aquel que se pase de listo en este campus.

Siento como si me faltara una pieza importante del puzle, porque a pesar del larguísimo discurso, que aún no ha terminado, no tengo ni idea de qué es lo que ha provocado esta interrupción de mi horario.

—Y a los alumnos de último curso que pretendan acceder a algún equipo profesional al acabar la carrera: más os vale tomar nota del mensaje.

A mi lado oigo cómo a Ryan se le escapa una carcajada mientras se mete otra galleta en la boca. Cuando estoy a punto de preguntarle qué le hace tanta gracia, me cuela una entre los labios y sonríe como un tonto porque no tengo más remedio que comérmela.

Por fin, Skinner se queda sin energía. Se apoya en el atril con los hombros hundidos.

—Me da igual el potencial que tengáis. Como no espabiléis, os mandaremos al banquillo. Y ahora quiero que se queden solamente los equipos de patinaje y hockey, los demás podéis marcharos.

Ryan coge la mochila del suelo y se levanta desperezándose y bostezando de manera exagerada.

—¿Te espero fuera y nos vamos a comer?

Asiento y me pongo de puntillas para limpiarle con el pulgar las migas de galleta que se le han quedado en la comisura de la boca.

—Espero que no tarde mucho.

Todo el mundo abandona la sala, excepto nosotros cincuenta y tantos. Irónicamente, los demás tardan unas cinco veces menos en salir que en entrar.

Brady y Faulkner, el entrenador del equipo de hockey, suben al escenario con el director Skinner.

—Acercaos aquí. Estoy cansado del micrófono.

Mientras nos dirigimos a las primeras filas, distingo la mirada disgustada de Aaron entre la multitud y me siento a su lado.

—¿Estás bien? —le pregunto en voz baja mientras tomamos asiento.

—Sí.

No hace falta ser un genio para saber que no está del mejor humor, pero parece como si estuviera enfadado conmigo, no con Skinner.

—¿Seguro?

Aprieta los labios y sigue sin mirarme a los ojos.

—Sí.

Skinner se retira del atril y se mete las manos en los bolsillos del pantalón del traje, escrutándonos con los ojos cansados y hundidos.

—Seré breve. Después de lo que solo puede calificarse como un espectáculo lamentable, la pista dos quedará cerrada a partir de este momento.

«Ay, Dios».

—Está en marcha una investigación para averiguar cómo se produjeron los cuantiosos daños, pero me han dicho que las reparaciones llevarán bastante tiempo, debido a la escasez de materiales específicos.

La noticia no me impacta, me mata. El equipo de hockey es conocido por meterse en líos con los equipos rivales e incluso entre ellos mismos. En esta universidad se lleva mucho lo de que los niñatos ricos se metan en el equipo de hockey, y me apuesto lo que sea a que el culpable ha sido alguno de ellos.

—Lo que significa —continúa Skinner— que tendréis que compartir la pista de hielo hasta que terminen las reparaciones, así que espero que todos pongáis de vuestra parte en esta situación.

A sabiendas de que lo vamos a bombardear con preguntas, Skinner demuestra que no le importamos lo más mínimo y se retira de inmediato. Todavía no se ha bajado del escenario cuando corro hacia la entrenadora Brady.

—Pero ¡tenemos el campeonato regional en cinco semanas!

—Soy muy consciente del calendario de competiciones, Anastasia —dice Brady, apartando a los alumnos de primero que se agolpan a mi alrededor mientras estoy a punto de que me dé un ataque—. No nos queda otra, así que no merece la pena disgustarse por eso.

«¿Lo dice en serio?».

—¿Cómo vamos a clasificarnos si no podemos ni entrenar?

A pocos metros, el equipo del entrenador Faulkner también lo ha rodeado, me imagino que acosándolo con las mismas preguntas. No es que me importe, son ellos los que han provocado todo esto, y ahora somos nosotros los que vamos a sufrir las consecuencias.

Intento no ser catastrofista, no sacar las cosas de quicio. Me concentro en respirar profundamente y en no echarme a llorar de forma incontrolable delante de un montón de desconocidos, mientras escucho las voces de mis compañeros de equipo, con las mismas preocupaciones que yo. Hay un chico hablando con Faulkner, y creo que ha notado que lo estaba mirando, porque hemos cruzado miradas durante un momento. Me observa con una expresión muy rara, como de lástima.

Sinceramente, se puede meter la falsa compasión por el culo.

—Ya hablaremos de esto en los entrenamientos, Stassie —dice Brady, con una sonrisa rara que parece casi amable—. Para una vez que tienes la tarde del viernes libre, disfrútala. Nos vemos el lunes.

Después de otra queja, por fin le hago caso a Brady, la dejo en paz y me dirijo a la salida. Voy detrás de Aaron arrastrando los pies, mientras me autocompadezco, y entonces escucho un «hola» y siento que una mano me toca el brazo.

Es el señor Compasión, y sí, todavía mantiene el gesto de lástima.

—Oye, lo siento. Sé que es una putada para todos. Voy a hacer cuanto pueda para que esto resulte lo más fácil posible.

Me suelta el brazo y retrocede un paso, dándome la oportunidad de mirarlo de cerca por primera vez. Me saca una cabeza por lo menos, tiene los hombros anchos y lleva una camiseta con botones en el cuello. Debajo de la barba incipiente se le marca la mandíbula. Intento averiguar si lo conozco de algo, cuando vuelve a hablar.

—Supongo que estarás bastante estresada, pero esta noche tenemos una fiesta, por si quieres venir…

—¿Y tú eres? —pregunto, intentando no perder la calma. No puedo contener una punzada de satisfacción cuando levanta las cejas una fracción de segundo.

Intenta recuperar la compostura igual de rápido, con un destello de diversión en los ojos, de un castaño oscuro.

—Nate Hawkins. Soy el capitán del equipo de hockey.

Me tiende la mano para estrechármela, pero yo me quedo mirándola, luego levanto la vista hasta su cara y me cruzo de brazos.

—¿No has oído lo que ha dicho Skinner? Se acabaron las fiestas.

Se encoge de hombros y se frota la nuca con torpeza.

—De cualquier forma, la gente va a ir, aunque intente impedirlo. Mira, vente y si quieres tráete a tus amigos o lo que quieras. Es mejor que nos llevemos todos bien, y te juro que el tequila que tenemos es bueno. ¿Tienes nombre?

Me niego a dejarme engatusar por una simple cara bonita. Ni siquiera una con hoyuelos y pómulos marcados. Esta situación sigue siendo una mierda.

—¿Conoces a mucha gente sin nombre?

Para mi sorpresa, se echa a reír. Con una risa sonora que hace que se me sonrojen las mejillas.

—Vale, ahí me has pillado.

Sus ojos se posan detrás de mí y siento cómo un brazo me rodea los hombros. Levanto la mirada, esperando encontrar a Ryan, pero en su lugar está Aaron. Me libero de su brazo, porque estos gestos son los que hacen que la gente se piense que estamos saliendo, y la verdad es que preferiría comerme mis propios patines antes que eso.

—¿Vienes? — dice.

Asiento y miro por última vez a mi nuevo amigo de pista. No se molesta en presentarse a Aaron, sino que en lugar de eso me susurra: «Acuérdate de la fiesta».

Dios, a Lola le va a encantar todo este drama.

4

Nathan

Todo el equipo de hockey entra por la puerta y se encamina directamente al mueble bar.

Espero hasta que Russ pasa por delante de mí para agarrarle del brazo, deteniéndolo en seco.

—A mi habitación. Tres, nueve, nueve, tres.

Pone cara de vergüenza y se le escapa una risita nerviosa.

—No eres mi tipo, capi.

Le aprieto más fuerte cuando intenta escabullirse con el resto de los jugadores, que se están repartiendo las cervezas en el salón.

—Ha sido un día largo de cojones. No me obligues a hacer esto delante de todo el equipo.

Se le hunden los hombros en señal de derrota, y empieza a subir las escaleras como un colegial castigado, con la cabeza gacha. En realidad, ahora mismo es literalmente un colegial castigado.

Compartir la pista de hielo antes del comienzo de la temporada es una puta pesadilla logística, por no hablar de cuando nos toque jugar partidos en casa. «Mierda». Siento las primeras señales de una migraña y ni siquiera hemos organizado los horarios todavía.

La patinadora morena parecía furiosa. Me sorprende que no se le haya saltado una vena de la frente cuando su entrenadora le ha dicho que no se preocupara. He intentado poner la oreja, lo que no ha sido muy difícil porque la mujer no hacía más que pegar gritos. A mí me dan ganas de hacer lo mismo cuando pienso en «no preocuparme», así que al menos tenemos algo en común. Su novio parecía totalmente impasible; quizá pueda ayudarla a tranquilizarse, o quizá no, teniendo en cuenta cómo le ha apartado el brazo.

Es bastante graciosa. Enseguida se ha puesto a vacilarme, con la cabeza alta, pero creo que le he caído bien. Unos minutos antes parecía claramente al borde del llanto. Espero que acepte la oferta y venga a tomar algo para poder entablar algún tipo de amistad. Creo que facilitará la situación.

Decido dejar a Russ solo durante veinte minutos para ver si le corroe la culpa, y que así no me cueste sonsacarle lo que ha pasado. Estará arriba escuchando las risas y las bromas de los demás, sin darse cuenta de que precisamente se están riendo por la mierda de temporada que tenemos por delante.

Me dan bastante lástima. Tanta que ni siquiera voy a echar a los novatos mientras ahogan sus penas en alcohol. Me siento en la obligación de dar un discurso motivacional o algo así, para animarlos, pero primero necesito saber exactamente cómo ha pasado todo esto.

Russ está sentado en la silla de mi escritorio, dando vueltas, cuando al fin subo a la habitación. Espero que haga algún comentario sarcástico, que se queje por haber tenido que esperarme tanto —algo que yo habría hecho cuando era un creído de mierda—, pero no dice nada. Se queda en silencio, sentado, a la espera de que yo mueva ficha primero.

—¿Por qué lo has hecho? —Él se frota las manos y apoya los codos en las rodillas. Está incómodo. Tiene la cara pálida y parece más enfermo que otra cosa—. Tío, no puedo ayudarte si no me dices cómo.

—Yo no he hecho nada.

Me paso la mano por la cara, intentando no perder la paciencia.

—Sé que has hecho algo, y no puedo arreglarlo si no me lo cuentas.

Cuando empecé a jugar al hockey en Maple Hills, nuestro capitán era un gilipollas y todo el mundo lo odiaba. Nunca me había imaginado que acabaría siendo capitán, pero siempre supe que si ocurría, no sería como él. Russ procede de un entorno familiar de mierda, y sé que no se ha partido el lomo durante varios años para luego llegar aquí y que lo traten igual.

Quizá no tendría esta paciencia con los demás miembros del equipo, pero ser un buen líder significa saber cómo comportarse con cada uno de tus chicos.

Me siento en la cama frente a él y veo cómo le pasan por la cara una decena de emociones distintas al mismo tiempo.

—No era una broma, lo juro.

—Vale, continúa.

—Hay una chica en la UCLA. La conocí en una fiesta hace un par de semanas. Empezamos a tontear y me la encontraba en todas las fiestas. Creía que no tenía novio, pero… —Se mira las manos y se frota las durezas de las palmas.

—¿Pero?

—Pero tiene. Él se enteró y me mandó un mensaje diciendo que me iba a arrepentir del momento en que le puse el ojo encima. Y luego pasó esto, así que debe de ser eso, ¿no?

—¿Sigues hablando con ella?

Sacude la cabeza.

—La bloqueé de todo en cuanto me enteré de que tenía novio.

—No se lo cuentes a nadie, ¿vale? O te echarán del equipo —afirmo, muy serio—. Lo digo de verdad, chaval. Cuando te pregunten qué hacías aquí arriba, diles que tienes una movida familiar o algo así, y que querías hablarlo conmigo.

—Vale, capi.

Señalo la puerta con un gesto.

—Ve a tomarte una cerveza.

Espero hasta que sale de la habitación y baja las escaleras para gritar con todas mis fuerzas contra mi almohada, por segunda vez en el día.

Unas horas después de mi intento de ser un capitán responsable, la casa está llena de gente, botellas vacías y vasos rojos. Una parte de mí teme que David Skinner aparezca por la puerta, o lo que es peor, Faulkner.

Dudo que al entrenador le hiciera mucha gracia que hayamos decidido terminar el peor día del mundo justo como nos acababan de prohibir. Normalmente las fiestas de los viernes están llenas de deportistas cansados, doloridos por culpa de los partidos o de los entrenamientos de los viernes, que buscan relajarse o ver cómo los demás toman decisiones cuestionables. Pero esta noche hay algo distinto en el aire. Es como si el sermón nos hubiera vuelto locos.

Veo a Briar, la compañera de piso de Summer, sirviéndose una copa en la encimera de la cocina, lo cual me hace sentir algo mejor al instante. Son inseparables, así que, si B ha venido, Summer también debe de estar por aquí. No puede rechazarme dos veces en la misma semana, ¿no?

Summer bromea diciendo que la única razón por la que voy detrás de ella es porque ella no está interesada en mí, y es la única mujer que me ha rechazado. Oírla decir que no está interesada me hace desearla aún más, así que, si lo piensas, tiene su lógica, y tal vez tenga razón. Por mucho que quiera que me dé una oportunidad, somos buenos amigos, lo que hace que su rechazo escueza un poco menos.

Me abro paso entre la multitud y pongo mi mejor cara de «Quiero casarme con tu mejor amiga». Briar está tan absorta en la mezcla de bebidas que ni siquiera se percata de que estoy ahí cuando me inclino en la encimera a su lado.

—Por la pinta que tiene esa copa, me huelo que la vas a acabar potando en mi césped dentro de un rato, Beckett.

Levanta la cabeza y agita la larga melena rubia al verme.

—Pues menos mal que no voy a beber sola, ¿no? —murmura con su extraño acento, mezcla de británico y estadounidense.

Tiene los ojos verdes vidriosos y pone una sonrisa que más bien parece una mueca entre perezosa y ebria mientras me guiña un ojo y levanta la copa en mi dirección, para enseguida coger otra más.

—He oído que has tenido un día de mierda. Yo también, podemos emborracharnos juntos.

Espero a que se haya preparado otro brebaje asqueroso antes de chocar mi vaso contra el suyo.

—Por los imbéciles de segundo.

Resopla.

—Por las exnovias imbéciles.

Le doy un sorbo a la copa; quema de la hostia.

—¡Dios santo! —Me atraganto mientras el líquido me abrasa la garganta—. ¿Quién coño te ha enseñado a mezclar bebidas?

—Mi tío James. Lo llama el cóctel mágico. ¿Estás buscando a Summer? —Hace una mueca cuando asiento con la cabeza—. Está jugando al beer pong con Cami en la sala de estar.

—Recordaré este bello momento en el discurso de mi boda con Summer. —Me bebo de un trago el resto del veneno, intentando en vano que no me den arcadas.

—¡No creo! —me grita—. ¡Sabe que anoche te follaste a Kitty!

«Mierda».

Summer está inclinada sobre la mesa, colocando un vaso de chupito, cuando me abro paso entre la gente hasta llegar a su lado. Está jugando con su mejor amiga, Cami, contra Ryan y CJ del equipo de baloncesto.

—¿Vais ganando?

—Vete, Nathan —dice entre risas, sin molestarse siquiera en mirarme—. Me vas a distraer.

—Qué maleducada. ¿Y si te doy buena suer…? —Me corto a mitad de frase porque acaba de tirar la bola al otro lado de la habitación sin querer.

Por fin me mira, con unos ojos tan amenazadores que me parecen hasta atractivos. Carraspeo.

—Te animaré desde aquí.

Pone cara de exasperación y murmura algo entre dientes convencida de que no la oigo:

—Tienes suerte de ser guapo.

Echo un vistazo a la habitación para ver quién ha venido, e inmediatamente veo a la señorita Sin Nombre. Parece bastante más relajada que hace un rato, los mechones de pelo rizado y castaño le caen por la cara cuando vuelve la cabeza y se ríe de algo que acaba de decir su amiga. Tiene las mejillas sonrosadas y los ojos de un azul océano brillante; parece contenta.

Me gusta.

Me ve antes de que llegue hasta ella, y quizá son imaginaciones mías, pero juraría que me está dando un repaso.

—¡Has venido! —digo alegremente, aunque ella no reacciona. Entonces me vuelvo a su amiga, que me mira intrigada—. Soy Nate.

—Lola. —Nos señala con el dedo alternativamente, entornando los ojos—. ¿Os conocéis?

—Nos hemos conocido esta tarde —confirmo, al ver que ignora mis intentos por atraer su atención. Entonces da un sorbo a lo que parece un vaso vacío, por lo que veo desde mi altura aventajada—. Aunque me temo que no me has dicho cómo te llamas.

Deja de fingir que bebe y por fin me mira a la cara. Ahora parece que quiera golpearme con un palo de hockey, lo cual es una gran mejora respecto a hace un rato.

—Anastasia. O Stassie. Da igual.

—¿Os traigo algo de beber? —pregunto.

—Lo puedo traer yo, gracias.

Lola resopla, le hace un gesto a su amiga y me sonríe.

—No le hagas caso, no sabe tratar bien a los demás. Es lo que tienen los hijos únicos.

—Madre mía. Vale, pues te ayudo —dice Anastasia, dirigiéndose a la cocina y arrastrando a su amiga con ella con la mano que le queda libre. Salgo corriendo detrás y le quito el vaso vacío de la mano—. Una copa no va a hacer que se me pase el cabreo por lo de la pista de hielo, ¿sabes?

Me lo creo. Nada en esta chica me indica que vaya a ser fácil, y eso hace que toda esta movida de la pista se vuelva más interesante.

—Ni siquiera has visto lo encantador que puedo llegar a ser —digo en tono burlón, sonriendo de oreja a oreja cuando noto que se le escapa una pequeña sonrisa—. Te sorprenderías.

Me coge los vasos de las manos y los pone en la encimera para preparar las dos copas.

—Soy inmune al encanto de los jugadores de hockey.

Robbie se acerca en la silla y me atropella mientras murmura «¿Qué coño pasa?» a espaldas de las chicas, con los ojos abiertos de par en par. Se aclara la garganta y las dos lo miran.

—¿Y al encanto de los ayudantes de entrenadores de hockey?

—Ah, también es muy inmune a eso, pero yo no. Qué tal, soy Lola.

—Robbie.

Lola le da un codazo a Stassie, que murmura un saludo.

—Esta es Stassie. Finge que es una gruñona, pero en realidad es muy maja.

—Gracias por venir a mi fiesta —dice, sin quitarle los ojos de encima a Lola. No sé si morirme de vergüenza o de admiración cuando ella empieza a mover las pestañas y se le escapa una risita.

«Increíble».

A Anastasia se le nota la misma mezcla de confusión y risa en la cara mientras mira a nuestros amigos.

—Lols, voy a ponerme en la cola para el baño. ¿Vienes? —Lola la mira, luego vuelve la vista a Robbie y niega con la cabeza—. Vale, pues ahora nos vemos.

Le tiendo la mano para guiarla hacia las escaleras.

—Venga, te dejo usar mi baño. —Me mira la mano y entorna los ojos con suspicacia—. Tengo la puerta cerrada con contraseña y dentro hay baño privado. O puedes ponerte a la cola si no —digo, señalando a los borrachos agolpados en la escalera.

Suspira en señal de derrota y me agarra de la mano, entrelazando sus dedos con los míos.

—Esto no significa que te perdone.

—Obviamente.

Nos adentramos en la multitud; acerca mucho su cuerpo al mío y me agarra de la cintura con la mano libre hasta que llegamos a la escalera. Me rodea para subir primero, y de inmediato me doy cuenta de que dejarla avanzar por delante de mí ha sido un error, porque en cuando sube algunos peldaños, su culo entra en mi campo de visión, bamboleándose a cada impulso.

La hago pasar a mi cuarto y le señalo el cuarto de baño, con una sensación de déjà vu después de la movida de esta mañana. Al menos lleva ropa. Espera, ¿por qué lo digo como si fuera algo bueno?

Después de un par de minutos sale del baño y se detiene en seco cuando me ve esperándola en la cama. Levanto las manos a la defensiva.

—No quería que te perdieras.

—Tranquilo. —Se cruza de brazos e inclina la cabeza hacia un lado de forma casi juguetona—. Qué decepción, iba a cotillear.

Me gusta que me muestre una cara diferente de sí misma después de la que he conocido esta tarde. No es que haya nada de malo en que exprese sus emociones, pero prefiero verla más relajada.

Por primera vez, me fijo en su ropa. Pantalones ajustados de cuero que parecen pintados sobre su piel, y un corsé de encaje negro que le marca cada curva del cuerpo de una forma que no sé ni cómo describir. Lo que quiero decir es que está buenísima, y que quizá conocerla un poco más no estaría nada mal.

—No dejes que mi presencia te impida cotillear —bromeo—. Te espero aquí.

El sonido de sus tacones resuena por la habitación mientras se acerca despacio a mi escritorio, sin quitarme los ojos de encima. Recorre con los dedos la pila de libros de biología que hay esparcidos por la mesa.

—¿Qué estudias?

—Medicina deportiva, ¿y tú?

—Empresariales. —Coge una foto del escritorio y la examina con detenimiento antes de mirarme—. ¿Eres de la Costa Oeste?

—No, de las montañas.

—¿Wyoming? —pregunta, dejando la fotografía en su sitio y cogiendo otra.

—Casi. —Me levanto y me acerco, quitándole la foto de las manos y sustituyéndola por una con Robbie en nuestro primer partido de hockey, con cinco años—. Colorado, Eagle County. ¿Y tú?

—De Seattle. Eso es Vail, ¿no? Una estrella del hockey criado como un niño rico de Eagle County… Un poco predecible, ¿no? —Me siento en el escritorio para estar a su altura y me cruzo de brazos para emular su gesto—. ¿No te parece muy típico?

No puedo contener una sonrisa burlona mientras sus ojos azules se clavan en los míos.

—¿Crees que soy una estrella?

Se da la vuelta rápidamente, atraviesa la habitación mientras se ríe y se sienta en mi cama. Quiero seguirla como un cachorrito, pero me obligo a quedarme quieto, mirando cómo se coloca las manos detrás de la espalda y se reclina, dejando que la sedosa melena castaña le caiga sobre los hombros.

—Nunca te he visto jugar —dice, más animada de lo que me gustaría—. No me gusta nada el hockey.

—Me ofendes, Anastasia. Voy a tener que conseguirte entradas para el próximo partido que juguemos en casa.

—No necesito entradas para un partido en mi propio recinto. Además, eso será si no la cagáis antes y os eliminan.

Percibo un tono demasiado alegre en sus palabras. Es como si Campanilla me estuviera haciendo bullying.

—¿A quién habéis cabreado tanto como para merecer que os destrocen la pista?

Esta no va a ser la última vez que me hagan esta pregunta, así que tendré que acostumbrarme, aunque odie mentir. Es una mentira piadosa, pero no me gusta mucho empezar una amistad con una negativa.

—No hemos hecho nada, así que no lo sé. —Entorna los ojos porque es obvio que no me cree, con lo que me pongo nervioso—. Te lo juro, Anastasia.

Suaviza el gesto y de inmediato me siento como el culo. «¿Para qué coño lo he jurado?».

—¿Volvemos abajo?

—Vale. Probablemente Robbie ya le está quitando los pantalones a tu amiga con su encanto.

Se le escapa una risita y me da vergüenza lo feliz que me hace oírla reírse por fin.

—Te aseguro que Lola está encantada de que un tío bueno le quite los pantalones.

Esta vez reacciono rápido y bajo las escaleras por delante de ella, cogiéndola de la mano sobre mi hombro para ayudarla a mantener el equilibrio. Solo cuando he llegado al último peldaño de abajo es cuando me doy cuenta de que su novio —de cuya existencia me había olvidado— está ahí, mirándome como si estuvieran a punto de abrirse las puertas del infierno.

5

Anastasia

Nate se para en seco delante de mí, y por poco me caigo por las escaleras.

—¿Qué haces? —pregunto con confusión cuando noto que por poco me arranca la mano. Da un paso a un lado, y en cuanto su cuerpo gigante se aparta, veo lo que acaba de ver él.

—Creo que tu novio quiere matarme.

—Eso es un poco raro —musito, descendiendo hasta situarme en el mismo escalón que él—. No tengo novio.

Pero tiene razón: Aaron parece a punto de asesinar a alguien. Y no cambia la expresión mientras se nos acerca a mí y a Nate cuando bajamos el último peldaño.

—Hola —digo—. Pensaba que te ibas a quedar en casa esta noche.

Aaron sigue mirando a Nate, incluso cuando le pongo la mano en el hombro y la aprieto suavemente. Por fin Aaron me mira, con las cejas levantadas.

—¿Qué hacías arriba con él?

Siento la presencia de Nate a mi lado, el fantasma de su tacto rondando la parte baja de mi espalda. Decido mantener la calma en lugar de montarle un pollo a Aaron por ser tan maleducado delante de desconocidos, como realmente me gustaría.

—Aaron, este es Nate. Nate, este es Aaron, mi pareja de patinaje.

La testosterona que rezuman casi puede palparse mientras se dan la mano. Se les ponen blancas como si intentaran romperse los huesos el uno al otro. «Patético». Cuando por fin se sueltan y recuperan el flujo sanguíneo, me vuelvo hacia Aaron y fuerzo una sonrisa, aunque no se la merece.

—¿Estás bien? ¿Dónde estabas?

—Yo te he preguntado primero.

—Estaba meando, ¿te parece motivo suficiente? —replico, perdiendo la compostura por fin.

Ha sido un día largo de narices y ya he tenido que aguantar las gilipolleces de Aaron antes, cuando ha decidido que Ryan era el enemigo público número uno después de la reunión.

Ryan quería llevarme a comer algo, una actividad perfectamente normal entre amigos. Aaron ha hecho un gesto de desagrado mientras me recordaba que tenía que caber en el traje del campeonato regional. Como si se me fuera a olvidar, en especial teniendo en cuenta que vivo con él. Ryan se ha cabreado y le ha dicho a Aaron que si no puede levantarme es que tiene que esforzarse más en el gimnasio.

Por supuesto, a Aaron no le ha hecho ninguna gracia, así que ha contraatacado, y al final estaba tan cansada del drama que le he pedido a Ryan que me llevara a casa. Por desgracia, mi ensalada de pollo no me ha sabido muy bien, porque no paraba de pensar en la hamburguesa que probablemente me habría comido con Ryan.

Así que ahora estoy cabreada y hambrienta, y un poco borracha, y otra vez tengo que ver cómo Aaron se comporta como un imbécil y me pone en evidencia.

Frunce el ceño; no se cree que estuviera en el baño.

—Pensaba que estabas coleccionando capitanes de equipos como Pokémon. ¿Dónde está Rothwell? Normalmente es el que está siempre detrás de ti.

Sus palabras se me clavan en el pecho, justo como era su intención, y no puedo evitar que se me forme un nudo en la garganta. Las manos de Nate se posan en mi espalda mientras da un paso hacia él.

—Si vas a ponerte así de gilipollas mejor vete, colega. La gente está intentando pasárselo bien.

—Esta es una conversación privada, colega —responde Aaron, cortante.

—Estás en mi casa y estás siendo muy desagradable con mi invitada. O te relajas de una puta vez o te vas.

Nate es muy alto, mucho más que Aaron. Le saca una cabeza, además de superarlo en músculos y envergadura. Por no mencionar que es un puto jugador de hockey. Aaron tiene complexión de bailarín de ballet, también muy fuerte, pero delgado. Además, nunca se ha metido en una pelea en su vida acomodada y llena de privilegios, por eso me sorprende tanto que se atreva con alguien que sí.

—Lo siento, Stas —dice, arrastrando ligeramente las palabras—. Supongo que me cabrea mucho ahora que sé cómo ha pasado lo de la pista.

—Nadie sabe lo que ha pasado —se apresura a decir Nate.

«Demasiado rápido».

Aaron se ríe sin ganas.

—Yo sí. Un novato no ha sido capaz de guardarse la polla en su sitio. Le ha hecho un bombo a la hermana pequeña de un tío. Y luego la ha dejado tirada. —Se vuelve hacia mí, con una expresión de falso asombro—. ¿Qué te parece, Stas? ¿Dejar tirada a una chica a la que dejas preñada? Y ahora nos toca a nosotros sufrir las consecuencias.

—Eso no es lo que ha pasado —dice Nate con frialdad.

Dios, me siento estúpida. No debería haberlo creído: por supuesto que lo sabe. Se me tensa todo el cuerpo al tacto de Nate, y él retira la mano deprisa para darme espacio.

—Bueno, me lo he pasado muy bien —digo sin ningún atisbo de emoción, para alegría de Aaron—. Me voy a casa.

—Vale, nos vamos juntos. Voy a buscar a Lo.

En cuestión de minutos parece una persona diferente. A veces me siento como si fuera amiga de Jekyll y Hyde, sobre todo cuando saca a relucir su lado desagradable. Es decepcionante, porque la mayor parte del tiempo es un chico genial, pero se le da muy bien esconder su lado amable.

Nate se pellizca la nariz con los dedos y deja escapar un suspiro de frustración mientras vemos cómo Aaron desaparece entre la multitud.

—No quería mentirte.

Pongo algo de distancia entre nosotros y me vuelvo para mirarlo. Parece que lleve todo el peso del mundo a sus espaldas en ese momento. Pero yo también tengo mis objetivos. Me encanta mi deporte y mi tiempo en la pista de hielo es tan valioso como el suyo.

Se pasa la mano por la cara y me dirige una sonrisa forzada.

—No quiero que esto afecte a nuestra amistad. Bueno, o a la amistad que podríamos tener.

—¿Crees que una buena amistad puede empezar con mentiras?

—A ver, no —balbucea—. No quería mentirte. Pero ni siquiera lo sabe mi equipo, y, te lo juro, no es eso lo que ha pasado. Tu amigo también está mintiendo.

Ojalá no hubiera venido a esta fiesta.

—Genial, así que todo el mundo me miente. Fantástico —digo con sarcasmo—. Olvídalo, da igual. El equipo de hockey puede cuidar de sí mismo, y al resto, pues no sé, que nos den por culo.

Dudo que el doctor Andrews, mi sufrido terapeuta, se sorprendiera conmigo en este momento. «La comunicación es la clave» es la frase que más me ha repetido en las sesiones durante una década. Técnicamente me estoy comunicando, no muy bien, pero aun así cuenta. No sé cómo hacerle entender a Nate lo estresante que me resulta toda esta situación sin ponerme dramática. Tal vez no me estoy esforzando lo suficiente para no reaccionar como Aaron esperaba, pero creo que es cosa del alcohol y de la falta de comida decente.

Nate me coge del brazo cuando me doy la vuelta para marcharme. Veo cómo suaviza la expresión.

—Te lo prometo, solo se lio con ella. Tiene novio y él no lo sabía. No hay ningún embarazo de por medio.

Parece que está diciendo la verdad, aunque también me lo parecía hace un rato. Al darme la vuelta para ponerme frente a él, doy un paso atrás para mantener las distancias, pero él sigue con la mano agarrada a mi brazo.

—No te ofendas, pero tus promesas no valen una mierda. No tienes ni idea de la presión que tengo encima, los sacrificios que he tenido que hacer. No entiendes lo que significa que todo penda de un hilo porque un crío no sabe cómo guardarse la polla.

Frunce el ceño, confuso.

—¿Que todo penda de un hilo? Estás sacando las cosas de quicio. Si no exageramos y trabajamos junt…

Siento como si me estuviera hirviendo toda la sangre. Está claro que no tiene ni idea de las consecuencias de los errores de su equipo. Él tiene un equipo entero que lo ayudará a ganar, pero nosotros solo somos dos: Aaron y yo. Si no entrenamos lo suficiente, no ganaremos. Si no ganamos, no iremos a los Juegos Olímpicos. Si no vamos a los Juegos Olímpicos, ¿qué puto sentido tiene todo esto?

Por algo Maple Hills tiene dos pistas de hielo. Por algo salen de aquí los mejores atletas del país. Y es porque la universidad se asegura de que tengamos espacio suficiente para dedicarle todo el tiempo que necesitemos a ser los mejores.

—¿Crees que estoy exagerando? ¿Sabes qué, Nate? —le digo en tono cortante, liberándome de su mano—. Olvídalo. Apártate de mi camino y yo me apartaré del tuyo.

—¡Stassie! —grita detrás de mí mientras me adentro en la multitud.

Pero lo ignoro por primera vez en lo que será mucho tiempo ignorándolo.

Al final de lo que probablemente haya sido el peor día del mundo, mi nivel de irritación sigue subiendo porque buscar a Lola en esta casa es como buscar a Wally.

Tampoco encuentro a Aaron por ninguna parte, aunque no tengo claro si esto es bueno o malo después del numerito que me acaba de montar.

Enseguida localizo a Ryan; no es difícil, ya que sigue en la sala de estar con sus compañeros de baloncesto. Sin embargo, no esperaba encontrármelo en el sofá, susurrándole algo al oído a Olivia Abbott.

Curiosamente, lo primero que pienso es si Lola sabrá que su archienemiga está aquí, pero después de liberarme de ese pensamiento, me quedo en estado de shock.

No creo que nunca antes haya visto a Olivia en una fiesta. En persona es todavía más guapa de lo que parece en el escenario: melena larga y dorada, peinada como una estrella de Hollywood, con un delineado de ojos que yo tardaría tres días en pintarme, y unos labios rojos perfectos. Parece que se haya arreglado para ir a una alfombra roja en vez de a una fiesta universitaria.

—¡Hola! Perdón por interrumpir —digo mientras me acerco. Ryan deja de susurrar y me mira—. ¿Habéis visto a Lola?

Ryan parece preocupado de inmediato, aunque no debería estarlo. Bueno, a menos que esta noche me dé por asesinar a Aaron y tenga que ayudarme a esconder el cuerpo.

—¿Todo bien? —pregunta él con cautela.

—Aaron y sus cosas de Aaron. Nos vamos a casa.

—La he visto yéndose con Robbie a su habitación hace un buen rato —dice Olivia en voz baja—. Puedo asegurarme de que luego llega bien a casa, si queréis iros ya. Yo no estoy bebiendo y tengo el coche fuera.

—¿Necesitas que te ayude con Aaron? —pregunta Ryan.

—Olivia, si me haces ese favor te querré para siempre —le digo, dejando escapar un suspiro de alivio al saber que se encargará de Lola—. Aaron estará bien ahora que ya ha sacado toda su mala leche. Siento no haber tenido oportunidad de hablar contigo esta noche. Estás guapísima. A la próxima nos conoceremos mejor. Me está esperando el Uber, así que me tengo que ir.

Me dirige una sonrisa tímida.

—Eso sería genial. Hasta otra.

—Escríbeme cuando llegues a casa, ¿vale? —me grita Ryan mientras me alejo—. En serio, Stas. Que no se te olvide.

Sé que puede ser raro pensar en que el chico con el que te acuestas esporádicamente y la falsa archienemiga de tu mejor amiga estén juntos, pero una relación Abbott + Rothwell sería tan perfecta que haría llorar a cualquier adolescente.

Ryan y yo funcionamos muy bien porque yo no quiero tener una relación, y a él le da igual. Si encuentra a alguien con quien salir, no me voy a interponer. Se merece que lo quieran de esa forma y se merece ser feliz, porque es un tío genial.

Sería el mayor apoyo de Olivia y quizá la sacaría un poco de su caparazón. Todavía no la conozco bien, pero incluso aunque le den los papeles que quiere Lola, mi amiga no puede negar que parece una buena chica.

Me muero por saber adónde lleva esto.

Empecé a trabajar en la pista de Simone en primero, cuando Rosie, la amiga de una amiga, me dijo que su madre estaba buscando contratar a nuevas profesoras.

El precio de los libros de texto se estaba disparando, y no quería pedirles dinero a mis padres, ya que me estaban costeando todo el equipo de patinaje. Simone, la dueña, me pagó un curso de formación para poder dar clase los sábados a un grupo de niños menores de diez años.

—¿Todo bien? —pregunta Simone al entrar en la sala de descanso donde estoy sentada, pensando en qué comer.

—Sí, genial. Creo que voy a comer algo antes de la siguiente clase.

—Hay un hombre muy guapo en recepción preguntando por ti —me dice guiñando un ojo—. Parece que trae comida.

Me asomo al mostrador de recepción y veo que Simone tiene razón: hay un hombre muy guapo.

Ryan parece totalmente fuera de lugar, rodeado de varios niños de seis años pegando gritos. Nada más verme se le suaviza la mirada y sonríe levemente. Levanta las bolsas de papel que lleva en cada mano.

—¿Me concedes esta comida?

—Tengo clase a la una, ¿puedes comerte todo eso en media hora?

—Puedo hacer de todo en media hora, Anastasia; como si no lo supieras.

Nos sentamos en una mesa en un rincón tranquilo junto a un puesto de comida y se dispone a abrir las bolsas.

—Antes de que me grites, te he traído una ensalada Cobb… Pero también unas patatas fritas con beicon y queso y unos nuggets, porque he visto tu post de esta mañana sobre la importancia del equilibrio.

Pongo cara de exasperación, porque no sé quién de los dos es más predecible.

—El equilibrio es importante, ¡deja de reírte de mí! Pero bueno, gracias. No tenías por qué traerme la comida, o mejor dicho, dos comidas, pero te lo agradezco. ¿Dónde acabaste anoche?

Ryan le da un mordisco a su hamburguesa, se mete en la boca un puñado de patatas fritas y emite un gemido de felicidad.

—En el Honeypot de West Hollywood. Me pasé un poco.

—¿Con Olivia?

Juraría que se ha sonrojado un poco.

—No, Liv se fue a su casa, por desgracia. Deja de mirarme así.

—¡Así que ahora es «Liv»! Qué ilusión. Tengo derecho a ilusionarme, así que no intentes impedírmelo. Llevas un montón de tiempo sin salir con nadie, y parece buena chica, por lo poco que la conozco.

—No estoy saliendo con ella, exagerada. Solo nos hemos dado los números.

—El primer paso de cualquier matrimonio.

Resopla, se encoge de hombros y se limpia las manos en una servilleta.

—Ya veremos. ¿Por qué no te casas tú conmigo, Allen?

—¿Te saltas el noviazgo y vas directo al matrimonio?

—¿Para qué vamos a salir si ya somos mejores amigos? Tener novia da miedo. ¿Sexo alucinante con alguien que no se raya con mis horarios? Dime dónde hay que firmar y me caso ya. ¿Aceptas un aro de cebolla en vez de un diamante?

—Yo no me rayo con tus horarios porque estoy demasiado hasta arriba como para darme cuenta de que tú también estás hasta arriba —digo, incorporándome para darle un codazo en el brazo—. Olivia es maja, Ry. Invítala a salir y a ver qué tal va. En el peor de los casos, puedes contarles a tus hijos que una vez tuviste una cita con una estrella de Hollywood o de Broadway, lo que acabe siendo.

—¿Crees que es buena idea que tú me des consejos? ¿La más compromisofóbica del lugar? —Ahí no le falta razón—. Le pediré salir, pero si luego es un desastre la culpa será tuya, Anastasia.

—Me parece justo.

—¿Quieres contarme qué pasó con Aaron? —Percibo en su tono de voz que está esforzando por parecer tranquilo y desinteresado. En realidad, por la docena de mensajes que me ha enviado en varios momentos de la noche, sé que está muy interesado.

—Me preguntó si estaba coleccionando capitanes de equipos como Pokémon —digo mientras abro los nuggets y me meto uno en la boca—. Me vio bajando las escaleras con Nate Hawkins y dio por hecho que me lo había follado.

—¿Qué coño le pasa a ese tío? —murmura Ryan, hundiendo con ímpetu una patata en el kétchup—. No sé por qué pasas tanto tiempo con él. Incluso aunque te hubieras liado con Hawkins, no es asunto de nadie más. Estás soltera y puedes hacer lo que te dé la gana.

—Ya, ya. Pero luego Aaron me dijo que sabía qué había pasado con la pista de hielo, y Nate me había jurado un rato antes que no lo sabía, así que hubo una especie de pelea.

—Aaron es imbécil, Stassie. No mola que Hawkins mintiera, pero es normal que mire por su equipo primero. No es como si yo te miento, todavía no tenéis confianza. ¿No lo entiendes?

—Claro que sí, pero cuando intenté explicarle lo mucho que me afecta la situación, me dijo que estaba siendo una exagerada. Y da igual si lo soy o no lo soy. ¿Cómo vamos a estar al mismo nivel si él ni siquiera intenta entender mi punto de vista?

—Ser capitán es duro, créeme. Tienes que pensar en el bien de veintitantas personas además de en ti mismo. Todos quieren que les guardes las espaldas, sin importar las movidas en las que se hayan metido. A veces es una putada. Pero Hawkins es un buen tío, no se lo tengas en cuenta.

Mantengo la mirada clavada en los nuggets porque no puedo mirar a Ryan a la cara mientras me suelta todas esas verdades.

Se ríe, inclinándose sobre la mesa para llamar mi atención.

—Se lo vas a echar en cara, ¿no?

—Por supuesto. No tengo ninguna duda. Para siempre. Incluso más allá de siempre si puedo. Han lanzado una bola curva y pienso mantenerme lo más lejos posible.

Se parte de risa.

—Sabes que las curvas son de béisbol, no de hockey, ¿no?

6

Nathan

Las últimas tres semanas han sido las más estresantes de mi vida.

Aaron Carlisle —vaya, hasta tiene nombre de cretino— se desahogó con todo el que quiso escucharlo. Incluyendo su entrenadora, que se lo dijo a nuestro entrenador, que a su vez nos amenazó con empezar a arrancarnos miembros si no le explicábamos lo que había ocurrido.

Últimamente en el equipo hemos pasado más tiempo recibiendo broncas que jugando al hockey. Los que destrozaron la pista de hielo eran del equipo de hockey de la UCLA, nuestro mayor rival. Aaron no mentía: la chica estaba embarazada, pero no tiene nada que ver con Russ.

El pobre chaval no sabía nada; solo creía que había estado tonteando con la novia de alguno de ellos. Cuando el hermano de ella se enteró, ella tenía tanto miedo que le echó la culpa a Russ. Supongo que era más fácil culpar a un desconocido, y dudo que se imaginara que iba a venir hasta aquí a jodernos las instalaciones.

Russ ha envejecido diez años desde que todo esto empezó. Cuando le contamos la verdad, puso una cara de alivio increíble. Faulkner y yo tuvimos una reunión con el entrenador y el capitán del equipo de la UCLA y por fin nos contaron la historia completa. Conozco al capitán, Cory O’Neill, desde hace años, y estaba tan cabreado como yo.

Me sentía como si estuviera dando los resultados de una prueba de paternidad en un programa de la tele. Se podría decir que estábamos en el punto de mira de Faulkner. Dijo que el siguiente que hiciera una tontería similar se quedaría toda la temporada en el banquillo. Y que le daban igual nuestros planes futuros, que perdería todos los partidos hasta que aprendiéramos a comportarnos.

Yo pienso portarme lo mejor posible el resto del curso, porque no estoy seguro de que el Vancouver siga queriéndome en el caso de que me expulsen o me descalifiquen, y ni de coña pienso volver a Colorado una vez acabe la carrera.

¿Es un cliché crecer con un montón de privilegios y al mismo tiempo tener problemas con tu padre? Sí. Pero en mi defensa diré que mi padre es un gilipollas integral. Estoy bastante seguro de que no lo abrazaron lo suficiente de pequeño y ahora mi hermana y yo tenemos que pagar las consecuencias.

Por suerte, logré mudarme a mil seiscientos kilómetros, pero la pobre Sasha sigue atrapada con él, ya que aún tiene dieciséis años. Ni siquiera creo que la deje marcharse cuando cumpla dieciocho. Está condenada a ser un prodigio del esquí sobreentrenado e infravalorado.

Papá está dispuesto a pagar una pasta a todos los entrenadores del hemisferio norte con tal de que Sash se convierta en la próxima Lindsey Vonn. Lo ideal sería sin lesiones; pero no estoy seguro de que lo preocupe mucho su seguridad, solo quiere que gane.

Gracias a Dios, odia el hockey. Dice que «es un deporte violento y peligroso para gente caótica y sin disciplina». Fue mamá la que me apuntó al equipo del señor H. hace un montón de años. En ese momento estaba embarazada de Sasha y necesitaba algo que agotara la energía de su hijo de cinco años.

No me aficioné al esquí, como le habría gustado a mi padre, y puedo decir con orgullo que llevo decepcionándolo sin parar desde entonces. Ni siquiera se sorprendería si le contara lo que ha pasado últimamente, pero para eso tendría que contestarle a las llamadas, cosa que no suelo hacer.

Además, seguro que se las apañaría para echarme la culpa.

La intensidad de la mirada de Robbie me arde en la piel y me distrae de mis pensamientos.

Me encanta tocarle las narices, y me hace darme cuenta de por qué a JJ le gusta tanto ser un gilipollas. Robbie empieza a tirar cosas al suelo, deja caer el móvil contra el mando de la tele para hacer más ruido, y después de unos diez minutos sin respuesta, se pone a toser con fuerza.

Mantengo la vista fija en la tele y me aguanto las ganas de sonreír. En Suits, Mike Ross está a punto de clavar otro caso cuando Henry me da un codazo en las costillas.

—Robbie está intentando llamar tu atención. ¿Lo estás ignorando aposta?

—Buena pregunta, Henry, gracias —grita Robbie con dramatismo—. ¿Me estás ignorando a propósito, Nathan?

Cuando por fin lo miro, fija la vista en mí como una madre cabreada.

—Perdona, tío. ¿Querías algo?

Robbie masculla alguna cosa y, a continuación, suelta un resoplido.

—¿Me has organizado una fiesta de cumpleaños?

—¿Te refieres a una fiesta sorpresa? ¿Esa de la que no querías que te contara nada, según tú mismo me dijiste específicamente, para que fuera una sorpresa de verdad?

Hace seis semanas, Robbie me dijo que quería una fiesta sorpresa por su cumpleaños, porque organizar fiestas es muy estresante y lleva mucho tiempo. No quería tener que ocuparse de problemas de ese tipo en su propio cumpleaños, así que me pidió que lo hiciera yo. Le dije que si le molestaba tanto, que dejara de organizar nuestras fiestas también. Me dijo que era imbécil y que madurara.

—Si la sorpresa es que no hay sorpresa, entonces no quiero saber nada.

Henry se levanta de un salto, nos mira a Robbie y a mí alternativamente y corre hacia las escaleras. Robbie lo sigue con los ojos entornados antes de volver a mirarme. Me encojo de hombros, actuando como si no supiera que Henry lleva semanas preocupado por arruinar la sorpresa. El chaval no sabe mentir y está convencido de que va a cagarla en el último momento.

—Relájate, Robert —digo, a sabiendas de que decir su nombre completo le altera aún más—. No es bueno ponerse nervioso a ciertas edades.

Creo haber finiquitado el tema, pero se rasca la mandíbula y emite un ruidito. No es habitual que al señor Confianza no le salgan las palabras, así que ahora sí que ha captado mi atención como quería.

—¿Has…? ¿Has invitado a Lola?

«Vaya, vaya».

—¿A quién?

Esquivo por los pelos el cojín que me lanza.

—No seas gilipollas, Nathaniel. Ya sabes quién es.

Hace tres semanas, cuando yo la cagué monumentalmente con Stassie, Robbie estuvo conociendo a su mejor amiga. No quiso contarme lo que había pasado, dijo que era un caballero, pero era fácil sacar conclusiones cuando ella salió de casa el sábado por la tarde con una de sus camisetas.

Llevo sin verla desde entonces, así que pensé que había sido cosa de una noche, pero a juzgar por su mirada nerviosa, quizá no.

—¿Quieres que venga? ¿En el caso hipotético de que haya una fiesta?

—Sí, lo hemos hablado. Hipotéticamente.

Robbie no tiene problemas con las mujeres, pero no puedo fingir que no salta de una en otra cuando se aburre. El hecho de que hable con ella y no solo se enrollen es una buena señal.

—Tomo nota. ¿Listo para el entrenamiento? —le pregunto, cambiando de tema antes de que se me escape algo de la fiesta.

—Sí, deja que coja la sudadera.

«Mierda». Ahora tengo que conseguir que Lola venga.

JJ corre por nuestra calle mientras subo la silla de Robbie al maletero del coche. Le doy al botón para bajar las puertas de alas de gaviota, me subo al asiento del conductor y meto la marcha atrás, cerrando automáticamente todas las puertas.

Empieza a dar golpes a la ventanilla, jadeando y balbuciendo algo inaudible. Bajo el cristal un poco para poder oírlo mejor.

—¡No te vayas sin mí, capullo!

—¡Venga! —grito, mirando cómo corre hacia la puerta principal a la desesperada para coger sus cosas. Me daría pena si no fuera porque sé que anoche se lio con una de las animadoras de fútbol.

Toda esta situación de compartir la pista de hielo supone que cada día tenemos que entrenar a una hora distinta. Como técnicamente es su pista, la entrenadora Brady exigió que nos adaptáramos nosotros al horario de los patinadores. Muchos de ellos tienen competiciones a la vuelta de la esquina y dijo que cualquier otro acuerdo que no fuera ese no le valía.

Aubrey Brady es una mujer aterradora de narices, y tiene a Faulkner cogido por los huevos. En cuanto se enteró del motivo del destrozo de nuestra pista, lo utilizó para que Skinner se inclinara ante todas sus exigencias, y ahora estamos a su merced.

No la culpo, solo cuida de sus deportistas, pero ya me estaba hartando de cruzarme en el hielo con Stassie todos los días. De ver lo bien que le queda la ropa de patinaje. De verla bromear con el imbécil de su compañero.

Me estaba hartando bastante.

La mayor parte del tiempo me mira como si quisiera prenderme fuego, o bien no me dirige ni una mirada. Desde luego, sabe cómo guardar rencor, con todo el mundo excepto con Henry, por lo que parece.

La semana pasada, Henry se encontró a Anastasia estudiando sola en la biblioteca. La invitó a un café, le explicó la situación de Russ, se disculpó de todas las maneras posibles y ahora es el único que le ha caído en gracia.

—¿Por qué siempre te gustan las chicas que pasan de ti? —me preguntó Henry una tarde cuando ella pasó por delante y le dirigió una sonrisa—. Summer, Kitty, Anastasia… ¿Por qué?

—Joder, Henry —soltó JJ, atragantándose con el agua—. Dale también una patada mientras se desangra, ¿no?

—Yo qué sé, tío —confesé, rodeándolo con el brazo mientras se ruborizaba y los demás se reían—. Encuéntrame tú una chica que me corresponda y lo intentaré.

JJ se rio.

—Ni que este supiera hacer milagros, Hawkins.

Robbie afirma que él también podría caerle bien si quisiera, y Jaiden dice que, de cualquier forma, prefiere ser el chico malo misterioso. En cuanto a mí, podría postrarme a sus pies para disculparme, pero creo que lo tomaría como excusa para darme una patada en la cabeza.

Aparco el coche, les digo que los veo dentro de la pista y salgo corriendo hacia la puerta. Nada más entrar veo que ella se está guardando los patines en la mochila; levanta la vista al oír el ruido, pero al darse cuenta de que soy yo pone cara de asco.

«Es un encanto».

Me siento en el banco y carraspeo.

—¿Anastasia?

Me clava la mirada y en sus labios carnosos se dibuja otro gesto de desagrado.

—¿Qué quieres?

—Necesito un favor.

—No.

—Pero si ni siquiera sabes lo que es.

—Ni falta que hace. La respuesta es no.

—¿Y si te digo que es muy importante para la felicidad de nuestros mejores amigos?

Pone los brazos en jarra y suspira; ya me estoy acostumbrando a ese sonido.

—Cuidado, que muerdo. Pero dime.

—El sábado Robbie cumple veintiún años y le estoy organizando una fiesta sorpresa. Le gustaría que Lola fuera, ¿podrías decírselo? Y tú también estás invitada, obviamente.

—Vale.

Creo que ha funcionado.

—Genial, gracias. La temática es Las Vegas, así que hay que ir de etiqueta. Habrá barra libre, mesas de póquer, cosas divertidas. Espero que vengáis; le haría muy feliz a Robbie.

—Vale. —Se aleja hacia la puerta, mientras entran los chicos al mismo tiempo. Le toca el brazo a Henry y murmura un «hola» al pasar, haciendo que se ruborice.

Cuando ya no puede oírnos, JJ me agarra de la cabeza y se ríe mientras me resisto.

—Estás perdiendo facultades, Hawkins. ¡El chaval te adelanta por la derecha!

—No pretendo salir con ella —se apresura a decir Henry, rascándose la mandíbula con nerviosismo—. Solo quiero ser majo, no sé, para ver si se calman las cosas. De todas maneras, tiene novio.

—Es su compañero de patinaje, no su novio. No tiene novio, me lo dijo ella misma.

Henry niega con la cabeza.

—No me refiero a ese, sino a Ryan Rothwell. La semana pasada los vi abrazados.

—Abrazar a alguien no quiere decir absolutamente nada, Hen. Kris y Mattie estarían saliendo con la mitad del campus si eso fuera así —dice Robbie.

—Se estaban liando y él le estaba agarrando el culo —añade Henry.

«Genial».

Aaron sigue haciendo el imbécil en el hielo cuando estamos listos para empezar el entrenamiento. Es un cretino con pintas y la verdad es que no lo soporto. No tiene nada que ver con Stassie, sino que me transmite una energía horrible, y eso es suficiente para que lo odie. Obviamente, no ayuda que nos haya jodido a todos por bocazas.

Ya sé que acabo de decir que no tiene nada que ver con Stassie, pero una cosa que no me gusta de él es la manera que tiene de hablar a Anastasia cuando están patinando. En la fiesta le di el beneficio de la duda porque estaba borracho, pero debido a sus horarios de clases, la mayor parte de las veces su entrenamiento es justo antes o después del nuestro.

Cuando llegamos pronto o cuando estamos terminando lo oigo decirle que se ponga las pilas en el entrenamiento, o que un día de estos seguro que le sale, con el tono más condescendiente del mundo.

Es una mierda, pero no es asunto mío. No es la clase de chica que necesite que la defiendan, y como se me ocurra intentarlo probablemente me meta de por vida en su lista negra.

Cuando nos oye llegar, por fin sale de la pista. Me dirige una sonrisa de superioridad nada más verme. Ya ha llevado mi paciencia al límite, y eso que ni siquiera ha abierto la boca. Estoy seguro de que si le diera un puñetazo, me sentiría mejor. Pero me acuerdo de lo que nos dijo Faulkner y respiro profundamente. ¿Ves? Puedo comportarme como un adulto.

—No te la vas a follar. Estás perdiendo el tiempo.

—¿Perdona?

«No le pegues. No le pegues. No le pegues».

—Ya me has oído. —Se sienta en el banco y empieza a desatarse los cordones de los patines, sin molestarse en mirarme a la cara.

Los chicos están arrastrando las porterías al hielo y Robbie está hablando con Faulkner, de lo contrario necesitaría que me confirmaran si he oído bien al cretino este.

—A lo mejor te piensas que se está haciendo la dura, pero no. Es la persona más fría que conozco, y te arrastrará igual que hace con Rothwell, así que ahórrate el esfuerzo.

«Lo mato».

—Eres un cretino, ¿lo sabías? —le digo sin rodeos.

Tira un patín a la mochila, se inclina sobre el otro y me mira con una sonrisa.

—La verdad duele, amigo.

—No soy tu puto amigo. —Aprieto el puño, intentando mantener la compostura por todos los medios—. Y como vuelvas a hablar así de ella, vas a tener que recoger tus dientes de la pista uno a uno.

Me dedica una sonrisa dulce que me pone enfermo. Me crujen los dedos de tanto apretar el puño, pero él no se inmuta y al pasar a mi lado se choca con mi hombro. Mientras llega a la salida, se da la vuelta una última vez.

—Me lo voy a pasar en grande viendo cómo te convierte en un bobo tontito y luego te deja, como hace con todos. Que patinéis muy bien.

7

Anastasia

«Espíritu de grupo».

Tres palabras. Quince letras. Dos horas de infierno.

—Vamos a hacer algunas actividades para romper el hielo —nos anuncia Brady.

Parece tan entusiasmada como yo; sé que no quiere hacer esto porque lleva todo el camino quejándose. El entrenador Faulkner está a su lado, y por su cara creo que también preferiría estar en cualquier otro sitio.

David Skinner —que ya me está tocando lo que viene siendo el coño— quiere ver una mejora en la dinámica entre nuestros dos grupos. Brady me contó que Skinner apareció por allí mientras Ruhi, una de las patinadoras más jóvenes, que patina en solitario, discutía con uno de los jugadores de hockey por interrumpir su entrenamiento. Skinner fue testigo de la desbordante creatividad de Ruhi para los insultos.

Así que ahora quieren fomentar el «espíritu de grupo».

Qué gran uso del tiempo que podría aprovechar para hacer cualquier otra cosa. Estoy por tirar mi agenda a la basura, ya que a nadie parecen importarle una mierda mis horarios.

Faulkner se aclara la garganta y mira a Brady. Parece fuera de lugar en cualquier sitio que no sea una pista de hielo, y si no me diera tanta rabia estar otra vez metida en el salón de premios, me haría gracia.

—Seguramente todos habéis oído hablar de las citas rápidas —dice Brady—. Mis patinadores os vais a sentar cada uno en una mesa. Y los miembros del equipo de hockey os moveréis de mesa en mesa cada cinco minutos.

—Os recuerdo que no son citas de verdad —interviene Faulkner, por fin—. El objetivo solo es conoceros mejor. Hablad de vuestras aspiraciones, de vuestras aficiones, del nombre de vuestro perro; me la suda, pero hacedlo con respeto. Hughes, Hudson, Carter y Johal, por si no os ha quedado claro, lo digo por vosotros.

Los cuatro ponen cara de sorpresa y todos sus compañeros se ríen.

—¿Estáis de coña? —gruñe Aaron—. No somos niños.

Por mucho que me joda estar de acuerdo con Aaron, lo estoy. En las últimas tres semanas ha estado muy tranquilo, y ha sido un sueño entrenar con él. Incluso nos invitó a cenar a Lola y a mí en Aiko, un japonés muy bueno que yo sola no me puedo permitir.

Me da la impresión de que le ha dado la vuelta a la tortilla, y me alegro. No he visto mucho a Ryan porque está quedando bastante con Olivia, pero cuando viene, Aaron se porta bien con él.

Intento ver el lado positivo para que Aaron no se ponga de mala leche.

—Será divertido. Algunos son majos.

Siento debilidad por Henry Turner, un chico de segundo del equipo de hockey. La semana pasada estaba estresada con un trabajo sobre identidad social corporativa cuando se acercó a mí con cara de preocupación. Se presentó y me dijo que estaba en el equipo y que se había enterado de lo que había pasado. Dijo que no me podía decir mucho, pero que quería explicarse.

Y entonces procedió a contarme todo sobre todo el mundo.

Henry empezó aclarándome que Nathan puso fin a la tradición de gastar bromas en cuanto ascendió a capitán. Me prometió que nadie, ni siquiera Nathan, podría haber previsto este desastre.

Russ, el embarazador —o al final no, por lo que parece—, viene de un entorno familiar difícil, del cual ha logrado escapar gracias a que se ha esforzado mucho para conseguir una beca.

Nathan sabía que si los demás se enteraban, Russ podría perder la beca, y teniendo en cuenta que sus padres no pueden pagarle la matrícula, no le quedaría más remedio que volver a la vida de la que tanto empeño ha puesto por salir. Nathan ni siquiera le había pasado esa información a su propio equipo para proteger a Russ a toda costa, a pesar de sus indiscreciones.

Henry quería que supiera que Russ no es un niñato que se dedica a chupar del bote, sino que es un chico tranquilo que intenta no meterse en líos, y Henry se ve identificado con él porque es igual.

Henry no hizo ningún amigo en primero; y a pesar de ser de Maple Hills, le costó mucho adaptarse a la universidad. Odiaba las residencias, pero sin amigos con los que compartir piso, iba a tener que quedarse en la residencia o volverse con sus padres. Entonces Nathan le ofreció una habitación en su casa, aunque es rarísimo que los de segundo compartan piso con los alumnos mayores. Se basó en eso para explicarme que su capitán era buen tío y que, aunque estuviera enfadada, debería darle una oportunidad.

Después de contarme los cotilleos de todos los jugadores del equipo que no conozco, terminó diciéndome que era la mejor patinadora que había visto en su vida. Rápidamente añadió que no se refería a mi aspecto, sino a mi técnica, y que cuando no aterrizo de culo o hago gestos de jirafa bebé, mi actuación resulta excepcional.

Y por si no me hubiera enamorado de él lo suficiente, me invitó a un café y me ayudó a estudiar.

Brady da una palmada para que nos pongamos en movimiento. Me siento en el lado de la sala opuesto a Aaron. Por muy simpático que estuviera siendo esos días, no quiero que escuche mis conversaciones.

Soy capaz de mantener charlas de cinco minutos, ¿no? Eso son solo dos minutos y medio por persona. Puedo hablar de mí misma en ese tiempo. Todo irá bien. «Creo».

Mi primera «cita» se sienta delante de mí, y al ver su enorme sonrisa me relajo inmediatamente. Lleva el pelo rubio decolorado y los brazos cubiertos de intrincados tatuajes negros, que veo porque nada más sentarse se ha arremangado y me ha guiñado un ojo. Tiene la mandíbula cubierta de una barba incipiente y lleva un pequeño aro plateado en la nariz. Parece el tipo de hombre con el que podrías meterte en un montón de problemas, pero en el buen sentido.

Me tiende la mano para estrechársela, un gesto excesivamente formal.

—Soy Jaiden Johal, pero me puedes llamar JJ.

Esto es un poco raro, pero me lanzo igualmente.

—Anastasia Allen. También puedes llamarme Stassie.

—No, si ya sé de sobra quién eres. Es mi misión conocer a cualquier mujer que sepa poner en su sitio a Nate Hawkins. Soy fan.

Me pongo roja, genial.

—Gracias, supongo… Háblame de ti. Tenemos que llenar cinco minutos.

La sala está repleta de gente hablando, lo cual es buena señal. JJ estira las piernas y se recoloca en su asiento para estar más cómodo.

—Tengo veintiún años. Soy Escorpio en sol, luna y ascendente. Soy de Nebraska, y si has estado alguna vez en Nebraska ya sabrás que no hay absolutamente nada que hacer. —Se frota la cara con la mano y hace una pausa para pensar en qué va a decir—. Juego como defensa, voy a ir a los San Jose Marlins cuando me gradúe, odio los pepinillos. Faulkner ha dicho que no se puede hablar de nada sexual, así que no sé qué más decir.

Miro el reloj del teléfono, llevamos noventa segundos.

—Yo tengo veintiún años. Soy de Seattle, hija única, trabajo en la pista de Simone. Llevo haciendo patinaje artístico desde que era pequeña, siempre en pareja, y llevo patinando con Aaron desde primero. —Me remuevo en la silla, incómoda, deseando que JJ siguiera hablando de sí mismo—. Nuestro objetivo es entrar en el equipo nacional, queremos ir a los próximos Juegos Olímpicos. —«¿Por qué me cuesta tanto?»—. Estudio Empresariales. ¿Quieres saber mis tres signos?

Asiente, entusiasmado.

—Obviamente.

—Sol y ascendente en Virgo y luna en Cáncer. —Él resopla y sacude la cabeza inmediatamente—. ¿Qué?

—Luna en Cáncer: alerta roja.

—¿Me lo está diciendo un triple Escorpio?

Jaiden levanta las manos a la defensiva, abriendo de par en par sus ojos color avellana.

—Tengo que decir que somos seres absolutamente incomprendidos.

Vuelvo a mirar el reloj, queda un minuto.

—Sesenta segundos. ¿Algo más?

Se frota las manos de una forma que me hace inquietarme por lo que está a punto de preguntar.

—¿Preferirías… tener cabeza de pez con tu cuerpo o preferirías mantener tu cabeza, pero con cuerpo de pez?

Pasan al menos treinta segundos en los que me quedo mirándolo, incapaz de formular una respuesta. Se toca el reloj de la muñeca.

—Tic tac, Stassie. Ya casi se acaba el tiempo.

—No sé.

—Diez, nueve, ocho, siete…

—Cabeza de pez con mi cuerpo. Creo. Dios, me da asco solo pensarlo.

—Buena elección —dice, satisfecho con mi respuesta. Brady toca el silbato para indicar que nos cambiemos de sitio. De nuevo me guiña el ojo y de nuevo me sonrojo—. Espero volver a verte pronto.

El tiempo vuela mientras todos los chicos pasan por mi mesa y se van. Tres de primero me han pedido mi número, un chico llamado Bobby ha estado los cinco minutos hablando de una chica en lugar de hablar de sí mismo, y cuando otro llamado Mattie se ha dado cuenta de que compartimos una asignatura, se ha pasado cinco minutos preguntándome dudas sobre un trabajo de clase y escribiendo mis respuestas en el móvil.

Robbie se acerca a mi mesa cuando suena el silbato, y me hace ilusión ver a alguien al que ya conozco más o menos.

—Anastasia.

—Robbie. Qué alegría verte.

Lola y Robbie tienen algo, aunque no estoy segura de qué. Ni siquiera ella lo sabe. En cuanto se enteró de que íbamos a fomentar «espíritu de grupo» juntos, me dio instrucciones precisas para que lo averiguara.

—¿Cómo estás?

—Bien. Espero que pases los siguientes cuatro minutos y —mira el reloj— veintiocho segundos hablando de tu compañera de piso.

A Lola le va a dar algo cuando vuelva a casa. Son los cuatro minutos más fáciles de mi vida; Lola es un libro abierto, lo que hay es lo que ves. Hablar de alguien así es muy fácil, porque le gusta todo y es la amiga más cariñosa y generosa del mundo.

Me avergüenza decir que Joe y Kris son muy graciosos y por su culpa por poco me ahogo de la risa; una pena, porque no tenía ninguna intención de perdonar a ningún otro jugador de hockey.

Solo a Henry, claro.

Los diez minutos de risas me han sentado muy bien, y cuando Russ se sienta en mi mesa estoy de buen humor.

Llegados a este punto no tiene sentido seguir describiendo a los jugadores de hockey, porque la palabra que me viene todo el rato a la cabeza es «grandes». Russ no es distinto en este sentido, pero lo que lo diferencia de sus amigos es su cara de niño. No tiene barba incipiente y sus ojos son enormes y mansos, como los de un cachorrito.

Nunca me había fijado, pero es que nunca lo había visto tan de cerca. Parece nerviosísimo, y pienso en lo que Henry me dijo sobre que es un chico muy tranquilo.

—Soy Stassie. Tú eres Russ, ¿no?

Asiente y se le ponen las orejas rojas.

—Sí. Encantado. ¿Quieres hablar de ti o de otra cosa? Yo no tengo nada interesante que contar.

«Ay, Russ, ¿por qué tienes que ser un animalillo asustado cuando necesito cabrearme contigo?».

Le suelto la misma perorata que a todos los demás; él me hace preguntas para que siga hablando y cuando suena el silbato y se cambia de mesa, sigo sin saber nada de él.

—Encantado de conocerte —dice educadamente antes de irse.

Estamos a punto de terminar la actividad, y me molesta bastante que haya surtido el efecto deseado, en cierto modo. Cuesta mucho reprocharles a los chicos que tengamos que compartir pista después de conocer todas sus aspiraciones y motivaciones.

Cuesta mucho pero no es imposible.

Por eliminación, doy por hecho que solo me quedan dos personas. Ya se me está agotando la batería social, pero intento hacer un último esfuerzo porque sé que vale la pena cuando Henry se sienta delante de mí.

—Esto no es necesario, ¿no? —masculla, poniendo los codos sobre la mesa y la cabeza apoyada en las manos—. ¿De qué me sirve saber cómo se llamaba la mascota de la gente o cuándo es su cumpleaños? La única persona a la que puede importarle esa información es a un hacker, y a mí ni siquiera me gusta la informática.

Estoy flipando.

En las pocas veces que nos hemos visto, Henry estaba tan tranquilo que parecía a punto de dormirse. Pero por lo que parece, Skinner ha encontrado la forma de sacarlo de quicio: obligarlo a socializar.

—Por favor, no me hables de tus mascotas, Anastasia —ruega, mientras se pasa la mano por los rizos castaños y suspira—. Ya no tengo energía para fingir que me importa.

—¿Quieres que nos quedemos en silencio? Solo te queda una persona después de mí. Puedes descansar un momento antes del último empujón.

—Buena idea, gracias.

Henry cierra los ojos y no me queda otra que quedarme mirando cómo se echa una microsiesta. Me siento como una psicópata, pero ¿qué hago si no? Podría ser modelo si el hockey no se le da bien. Tiene la cara simétrica, la piel suave, brillante y oscura, y los pómulos más definidos que he visto nunca. Es guapísimo.

—Puedo sentir que me estás mirando fijamente. ¿Puedes parar?

Me alegro de que tenga los ojos cerrados y que no pueda ver lo roja que me acabo de poner. Suena el silbato de Brady y Henry desaparece sin apenas mirarme.

Solo me falta una persona, y es justamente quien me temía. Tarda una eternidad —o lo que parece una eternidad— en sentarse. Lleva una camiseta de los Titans de Maple Hills y pantalón de chándal gris, y odio ser la típica mujer que se queda embobada con un tío en chándal. «Mierda». No, nada de embobarse.

—Hola —dice en tono alegre—. Soy Nathan Hawkins.

—¿Qué pretendes?

Me ignora y levanta una ceja.

—¿Y tú eres…?

—Nathan, ¿qué haces? —pregunto mientras me cruzo de brazos y me recuesto sobre el respaldo. Él me imita, cruzándose de brazos también. Si alguien nos viera desde fuera se pensaría que somos los que menos se soportan de la sala, y probablemente sea así.

—Vamos a volver a empezar. A todo el mundo le gusta empezar de cero, ¿no? Pues venga. No puedes estar enfadada el resto de tu vida.

—Pensaba estar enfadada mucho más que el resto de mi vida, creo que me subestimas. —Se ríe y yo no sé qué hacer, porque también me cuesta contener la sonrisa.

«Maldita sea».

—Tu compromiso con la causa es admirable, Allen —dice en broma—. Ya sé que eres patinadora artística, que estudias Empresariales y que eres de Seattle. Y he descubierto que das mucho miedo, pero que al mismo tiempo puedes ser un encanto. —Levanto las cejas de pronto, confusa, así que aclara—: Con Henry, no conmigo.

—Henry ha sido muy amable conmigo.

Se le ensombrece un poco la expresión, como si se le resbalara la fachada de simpatía.

—Yo quiero ser amable contigo. Mira, siento mucho haberte mentido. No me quedó otra, y Russ era mi prioridad. De verdad, quiero ser tu amigo, Anastasia.

—Ya lo sé, lo pillo. No me conoces, no puedes confiar en mí, bla-bla-bla, no pasa nada. Lo entiendo, pero yo intenté ser sincera con mis sentimientos para que comprendieras mi punto de vista, e inmediatamente me dijiste que era una exagerada.

Esto es un poco naíf, pero he hecho suficiente terapia en mi vida como para saber que es importante expresar los sentimientos. Bueno, eso cuando no me sale mi lado cruel. La gente no para de decirme que Nathan es un buen tío, así que le voy a dar la oportunidad de serlo.

—Ya veo por qué eso te hace huir de mí. —Se pasa la mano por el pelo, como si tirara de una especie de enfado consigo mismo—. Lo siento, no debí hacerlo. ¿Podemos empezar de cero?

Brady toca el silbato por última vez, pero él no se mueve. Está esperando a que le conteste, con los ojos castaños prácticamente clavados en lo más profundo de mi alma.

—Te pongo en periodo de prueba —suspiro.

Recupero el calor en las mejillas cuando me dedica la sonrisa más radiante del mundo.

—Lo voy a bordar.

—Más te vale.

«Mierda, mierda, mierda».

8

Nathan

Robbie tenía razón: organizar una fiesta es difícil.

Sin embargo, lo más difícil de hoy ha sido aguantarlo a él. Había llegado a un acuerdo con Joe y Mattie para que lo distrajeran durante todo el día mientras los demás preparábamos y organizábamos todo.

Era un plan perfecto.

Hasta que Robbie decidió que tenía que quedarse en casa para esperar a que le entregaran un paquete que había pedido. Que yo me quedara no era suficiente, tenía que quedarse él mismo.

Después de Joe, Robbie es el tipo más listo que conozco, así que estoy seguro al cien por cien de que lo hacía por joder. Por fin conseguimos que se fuera con los otros, y treinta segundos más tarde llegó el repartidor con las mesas de la fiesta. La entrega que se supone que Robbie estaba esperando nunca llegó.

«Capullo».

Cada vez que pienso que ya lo sé todo de mis amigos, hacemos algo nuevo, como convertir la casa en un casino, y me doy cuenta de lo idiotas que son.

La casa ha quedado genial. No he escatimado en gastos y no me arrepiento lo más mínimo. Por mucho que me saque de quicio, Robbie se lo merece.

La decisión más inteligente que tomé fue contratar un bar totalmente abastecido y con empleados. Lo han instalado en la terraza, junto a la cristalera de la cocina, y queda genial. Bobby y Kris se lo han pasado en grande poniéndoles nombre a los cócteles, y creo que cuando Robbie oiga a la gente pedir un «Se vienen cositas» o un «A por el bote», se va a partir el culo.

Eso sí, nos hemos puesto de acuerdo para no aclarar el origen del «A por el bote». Es más divertido que la gente lo adivine, pero la respuesta real es que cuando Robbie estuvo en el hospital después de su accidente, se pasó varias semanas viendo La ruleta de la suerte.

Ahora, cuando está de resaca, se tumba en el sofá del salón a ver su programa favorito. Está prohibido que nadie diga una palabra mientras lo ve, y nadie se ha atrevido nunca a romper esa norma.

Henry no se dio cuenta de lo que pasaba hasta que se mudó con nosotros, y no estoy seguro de que todavía lo sepa, pero sabe que ese rato tiene que callarse, como todos.

—Estamos tremendos —dice JJ, mirándonos a cada uno con nuestro esmoquin. Los chicos deberían haber vuelto antes de que empiece la fiesta, así que tendrán tiempo para darse una ducha y ponerse los trajes. Queremos estar listos para que esto sea Las Vegas cuando Robbie entre.

—¿Crees que Lola y Anastasia vendrán? —pregunta Henry, retocándose la pajarita.

—Espero que sí, tío. Robbie espera que Lola venga, y no quiero decepcionarlo en su propio cumpleaños.

—Nada que ver con que quieras liarte con Stas para hacer las paces, ¿no? —se ríe Bobby.

Levanto la ceja.

—¿Desde cuándo la llamas «Stas»?

—Somos amigos. El ejercicio ese de romper el hielo funcionó; me cae bien.

«Ah, pues genial».

Por suerte los chicos vuelven y poco después la fiesta está a pleno rendimiento, así que no me da tiempo a analizar por qué todos mis amigos ahora son tan amiguitos de Anastasia.

Hacer la fiesta exclusiva para invitados fue una de mis mejores ideas. En primer lugar, en este campus no se puede mencionar la frase «barra libre» a menos que quieras arruinarte.

Y en segundo lugar, se me ocurrió colocar en la puerta a Tim, uno de los novatos, para que controlara la lista de invitados. Así no tengo por qué preocuparme de que una manada de bestias lo destroce todo.

El talento de Tim como portero depende en gran medida de que permanezca junto a la puerta principal, así que el hecho de que ahora esté paseándose por la sala de estar con su carpeta no me da muchas esperanzas en cuanto a la seguridad.

—¿Qué pasa?

—Nada, capi. O casi nada. Que ya han llegado las chicas que me dijiste. Lola Mitchell y Anastasia Allen.

«Gracias a Dios».

—Vale, ¿y cuál es el problema?

—Pues que les he dicho que vinieran a buscarte, como me dijiste, y…

—Arranca, Tim.

—Bueno, que Lola me ha dicho que si quieres darle órdenes, que la metas en el puto equipo.

—Recibido. ¿Dónde están?

—En la barra, capi.

Mando a Tim de vuelta a su puesto y vigilo las puertas del patio trasero mientras continúo con mi partida de póquer.

La casa está llena de gente agrupada en torno a varios juegos de mesa, bebiendo y riéndose. Me he esforzado para que no hubiera nada demasiado hortera, y eso que JJ intentó convencerme de que contratara a un actor vestido de Elvis para que oficiara bodas. Pero acabar casado con JJ sin querer me parecía demasiado arriesgado, así que me negué en redondo.

No los he visto volver dentro y ya ha pasado más de una hora. Cuando por fin llego a la barra, Henry, Robbie y Jaiden ya han encontrado a las chicas antes que yo.

—Estás muy guapa. No pareces una jirafa bebé —oigo a Henry decirle a Stassie mientras me acerco a los cinco. JJ hace amago de atragantarse, pero a ella no parece importarle que la compare con un animal gigante y torpe.

—¿Estás más tranquilo ahora que ya no puedes arruinarle la sorpresa? —pregunta, mirándome de reojo cuando me coloco a su lado. Enseguida vuelve la vista hacia Henry. Me da la impresión de que todos, excepto Robbie, saben lo mal que lo ha pasado Henry y le quieren dar apoyo.

—Mucho más tranquilo, gracias.

Ahora que estoy tan cerca, me doy cuenta de lo impresionante que está. Por la espalda le caen unos rizos perfectos, lleva un vestido de seda azul marino escotado por el pecho y la espalda, con una raja que le llega hasta el muslo. Pero sobre todo: sonríe de oreja a oreja. Prácticamente irradia felicidad mientras charla con mis amigos.

No puedo evitar mirarla con una sonrisa bobalicona, y debe de haberse dado cuenta, porque cada dos por tres su mirada se cruza con la mía, pero tengo demasiado miedo como para decir nada y estropear este momento.

Mirarla me hace desear ser el tío más divertido de la habitación, para poder ser yo quien la haga reír. Pero por ahora voy a tener que conformarme con que no me frunza el ceño.

Todo esto era para que Lola viniera a la fiesta de Robbie, y lo he conseguido. Se ha sentado a su lado y no paran de susurrarse al oído, metidos en su propio mundo. Me alegro mucho por él, aunque me da un poco de envidia.

Anastasia se frota las manos en los brazos y enseguida me doy cuenta de que aquí fuera hace un poco de frío como para ir así vestida.

—Toma —le digo, quitándome la chaqueta del esmoquin—. Ponte esto.

Abre la boca y reconozco su mirada: está a punto de reñirme. Pero para mi sorpresa la cierra y acepta mi oferta. Se la echa sobre los hombros y se la cierra por delante.

—Gracias, Nathan.

—Vamos a por otra copa, Hen —dice JJ, dándole una palmada en la espalda.

—Pero yo ya tengo una y tú también.

JJ suspira y arrastra a Henry a la barra más cercana, murmurando algo sobre ser discretos.

Nunca me he puesto tan nervioso por hablar con una mujer. Sé que tengo que esforzarme con Anastasia si quiero ser amigo suyo. No podría soportar más semanas o meses con esta tensión tan extraña entre nosotros. Y más ahora que todos mis compañeros están haciendo progresos con ella.

Además ha dicho que estoy a prueba, así que tengo que intentar algo.

—Estás muy guapa. —«Arranque flojo, Hawkins»—. ¿Te lo estás pasando bien?

—Sí. Qué pena que hayas organizado tú la fiesta. Reconocerte el mérito es lo único que me fastidia.

Sus palabras suenan más duras de lo que son realmente. Son desafiantes, pero no logran ocultar lo mucho que le brillan los ojos, ni cómo se muerde los labios mientras espera a que responda.

«Menos mal».

—Creía que estábamos en una tregua. Me tienes en periodo de prueba, así que se supone que tienes que portarte bien conmigo —digo al ver cómo contiene la risa.

—¡Me estoy portando bien!

—¿Esto te parece portarte bien? Pues te sale como el culo, Allen.

—He dicho que tú estabas en periodo de prueba, no yo.

—Ya te enseñaré a portarte bien —le digo en tono travieso.

—Estoy convencida de que hay mil cosas que puedes enseñarme, Nathan, pero portarme bien no es una de ellas. Soy un encanto.

—Mmm. Creo que eso es pasarse un poco. —Sonríe, y la sonrisa le ilumina la cara, y por fin siento que estoy llegando a algún lado—. ¿Qué quieres que te enseñe?

Señala la casa con la cabeza.

—¿Qué tal si empezamos por el póquer?

Antes de que pueda responder, Henry vuelve con una copa en cada mano.

—Me apunto al póquer.

—Genial. —Fuerzo una sonrisa, intentando que no se me note el fastidio por la interrupción—. Vamos a preparar una mesa.

Nos sentamos en una mesa de la sala de estar y reparten las cartas. El cumpleañero tarda solo veinte minutos —tiempo récord— en abandonarnos para irse a solas con Lola un rato.

Se lo agradezco, porque eso significa que se pierde cómo Anastasia me estafa doscientos pavos. «Que le enseñe a jugar al póquer, mis cojones». Añadiré la interpretación a su lista de talentos, porque la he creído de verdad cuando ha dicho que no había jugado nunca. Dijo que el trébol era una hojita, ¡por favor!; y fue muy convincente. Hasta que reveló sus cartas y me humilló públicamente.

—¿Adónde vas? —le pregunto a Stassie cuando se levanta de la mesa.

—Al baño. Ahora vuelvo.

Me levanto también y le doy mis fichas a Bobby.

—Va a haber un montón de cola. Puedes ir al mío, venga.

Acepta mi mano sin dudar, y siento que ya he vivido este momento. Espero que acabemos la noche siendo amigos, en lugar de como terminamos la última vez.

Parece que sigo sin aprender la lección, y mientras subimos la escalera vuelvo a tener el culo de Anastasia a dos centímetros de mi cara. Los tacones de aguja con los que no sé cómo logra caminar son altísimos, así que me ha agarrado las manos y las ha llevado a sus caderas para que la ayude a subir los peldaños sin tropezarse.

Debajo de los dedos siento el tacto sedoso de su vestido, el calor de su cuerpo. A cada paso que da, su melena se balancea delante de mí y me invade el intenso olor de su champú de miel y fresas.

Hay cosas peores.

Al llegar por fin a mi habitación, introduzco el código y la guío a través de la puerta. En cierto modo, me gusta estar a solas con ella para poder hablar. Mis amigos estaban como cachorritos de golden retriever, compitiendo por acaparar su atención.

Debe de ser agotador para ella. Solo verlo ya es un coñazo, además lo odio porque para ella soy el último mono de aquí.

Al salir del baño, se detiene en seco y cuando me ve sentado en la cama, pone los brazos en jarra.

—No iba a cotillear.

—Creía que querías un momento de paz y tranquilidad lejos de tus fans.

Relaja los hombros y el cuerpo.

—Me caen todos bien, pero a veces los ambientes sociales me agotan.

—Ya. Es demasiado. Aunque al final te acostumbras, y si no, siempre te puedo ayudar a escapar.

—¿Y si intento escapar de ti?

—No necesitas mi ayuda. Ya estás en el nivel experto.

Se ríe, y me muero por su risa. Nunca había disfrutado tanto haciendo reír a alguien como lo hago con ella. Quizá porque me obliga a esforzarme por cada carcajada y cada sonrisa, y mi lado competitivo se vuelve loco cuando lo consigo. Se sienta en mi escritorio y me habla de los espectáculos que hacía cuando era pequeña, y lo mucho que la agotaba estar rodeada de cientos de niños sobreexcitados.

Me siento y la escucho, asintiendo y riéndome, totalmente obnubilado por su seguridad y su compromiso, por su manera de ver y explicar las cosas.

Cuando termina, incluso ella parece confusa por la deriva de la situación. Se concentra en las cosas que tengo encima del escritorio y se pone a hojear un libro sobre vete tú a saber qué.

—No me importa que cotillees, ¿sabes? La última vez no viste todo.

—No necesito cotillear. Ya sé todo lo que necesito saber sobre ti.

No puedo contener un suspiro cuando se levanta de la silla y se dirige a la puerta del dormitorio. Acerca la mano al pomo y, como por instinto, yo me levanto y la agarro del brazo con firmeza.

Se gira para mirarme, con la espalda contra la puerta.

—¿Alguna vez me vas a perdonar? —pregunto con ansia.

—Te lo dije, estás en periodo de prueba.

Me paso una mano por el pelo y se me escapa un gruñido de frustración.

—Eso no es un sí. ¿Es que tengo que suplicártelo de rodillas, Anastasia? ¿Es eso lo que quieres?

Niega con la cabeza y se ríe.

—Solo me interesa que un hombre se arrodille ante mí, Nate, si es para poner la cara entre mis piernas. Así que no, no quiero que me supliques.

«Joder».

Me levanto de la cama e inmediatamente noto un cambio en ella. Su respiración se hace más profunda, aprieta los muslos y se humedece los labios con la lengua. No puedo contener una sonrisa porque me acabo de dar cuenta de que tal vez la atracción no era tan unilateral como creía.

—No me odias tanto como finges, ¿verdad? Si quieres que me ponga de rodillas, Anastasia, puedo ponerme de rodillas.

Presiono la puerta con las manos a ambos lados de su cabeza; me inclino para ponerme a la altura de sus ojos azules, que se han vuelto oscuros. Por su modo de tragar, sospecho que si le presionara el cuello con la boca, sentiría el martilleo frenético de su pulso contra mis labios.

—No finjo.

—Sí que finges. —Ver cómo lucha contra sí misma me pone muchísimo; puede decir lo que quiera, que yo me iré feliz de esta habitación. Me inclino un poco para acercar la boca a su oreja y le hago cosquillas en el cuello con mi aliento—. Pídemelo amablemente. Déjame mostrarte lo mucho que me gusta que te portes bien conmigo.

—¿Por qué iba a hacer eso, si no me caes bien? —Aunque sus palabras sean duras, una voz tensa y débil la delata.

—No tengo que caerte bien para que grites mi nombre, Anastasia.

Le rozo la mandíbula con la nariz, disfrutando de su respiración entrecortada.

—No conseguirías excitarme ni aunque te diera un mapa de mi punto G, Hawkins.

—No necesito un mapa.

—Sí.

Tengo la boca a escasos milímetros de la suya y no pienso hacer el primer movimiento. No lo necesito; si me desea, está a punto de demostrármelo.

La idea de necesitar un mapa para excitarla me hace gracia. Que piense que no voy a dedicar cada instante que pueda a aprenderme su cuerpo mejor que el mío propio también me hace gracia.

Lo que me gusta de ella es que es muy competitiva, pero yo también; siempre lo he sido. Por eso siempre se me ha dado bien ganar, y ahora mismo estamos compitiendo por ver quién es capaz de aguantar más.

Convierto mi voz en un susurro y le doy una última oportunidad:

—¿Por qué no ponemos a prueba esa teoría?

9

Anastasia

Hay una posibilidad real de que mi cuerpo estalle en llamas en cualquier momento.

La voz de Nate es apenas un susurro cuando sugiere poner a prueba su teoría, pero cada sílaba que pronuncia se impregna en mi piel y me provoca un escalofrío que me baja por el cuello y el pecho. Mi cuerpo lleva traicionándome desde que ha colocado las manos a ambos lados de mi cabeza y se ha inclinado sobre mí.

Apenas me ha tocado y aun así estoy a punto de convertirme en un charco a sus pies.

No sé si es la proximidad, la adrenalina o el tequila, pero todos los pensamientos racionales se esfuman, y hundo mi boca en la suya.

Al momento, él entierra la mano en el pelo de mi nuca y me agarra con fuerza. Su mano libre se desliza por todo mi cuerpo y me toca el culo, provocándome un gemido en mitad del beso.

Nate está en todas partes a la vez; lo único que puedo hacer es sujetarme a él y aceptarlo, y cuando desliza la boca por mi cuello, lamiéndolo y arañándolo con los dientes, mi respiración es prácticamente un jadeo.

No me imaginaba que esto fuera a ocurrir cuando lo seguí hasta aquí, lo juro. Pero le queda muy bien el esmoquin y verlo nervioso toda la noche comprobando que la fiesta iba bien me ha parecido bastante adorable. Y está buenísimo, ¿lo he dicho ya? Pelo oscuro, ojos oscuros y músculos sobre músculos, sobre músculos.

Se arrodilla delante de mí, se afloja la pajarita y se desabrocha el botón de arriba de la camisa. Con el pelo revuelto por mis manos y las mejillas sonrosadas, me mira. Desliza las manos desde mi tobillo hasta mi rodilla, suben, bajan y se acercan peligrosamente al territorio derretido.

—¿Estás segura?

—¿Quieres papel y boli para que te dibuje el mapa?

«Estoy haciendo chistes. ¿Qué hago haciendo chistes? ¿Por qué me hace tanta gracia que esté tan tranquilo en una situación así? ¿Y por qué es tan sexy?».

—Yo no bromeo con el consentimiento, Anastasia —dice con suavidad, acercándose para besar la parte interna de mi rodilla.

—Estoy segura. —No sé por qué estoy segura. Estoy segura de que no debería estar segura. No debería gustarme esa mirada que tiene mientras me coloca la pierna sobre su hombro. Estoy segurísima de que no debería gustarme que recorra con la lengua toda la cara interna de mi muslo.

Aparta a un lado la tela del vestido. Cuando me lo puse hace unas horas no me imaginaba que la noche acabaría así. Oigo un gruñido de satisfacción cuando acerca la boca al vértice de mis muslos y se da cuenta de que no llevo bragas.

El deseo me está matando. Sé que lo hace a propósito, acercarse tan despacio sin hacer nada todavía.

Estoy a punto de abrir la boca para decirle que se dé prisa, cuando desliza la lengua por mis pliegues, rodeando lentamente mi clítoris. Un gemido fuerte y desesperado resuena por toda la habitación. Ni siquiera me doy cuenta de que el ruido ha salido de mí hasta que siento cómo se mueven sus hombros cuando el idiota se echa a reír.

Sus dedos me hacen cosquillas mientras suben por mis muslos hasta que ya no pueden ir más lejos. Hunde sus manos enormes en mi culo y me lo aprieta al mismo tiempo que succiona mi clítoris con la boca de un modo que me hace flotar.

He perdido la compostura. No paro de gemir, temblar y retorcerme. «Joder». Ni siquiera necesito mirarlo a la cara para darme cuenta de sus aires de arrogancia, aunque tampoco es que le vea la cara: la tiene enterrada entre mis muslos.

Le hundo las manos en el pelo en busca de algo a lo que agarrarme, y deja escapar un gemido gutural de satisfacción mientras se multiplican las mariposas de mi estómago.

Quiero decir algo inteligente, burlarme de él de alguna forma. No darle el gusto de saber que me ha hecho perder la compostura en cuestión de minutos.

Una de sus manos se retira de mis glúteos y cuando bajo la mirada, veo un par de ojos castaños que me la devuelven. Mantiene la mirada fija, vigilándome de cerca mientras hace resbalar dos dedos dentro de mí, que localizan mi punto G en cero coma.

«Game over».

Aumenta el ritmo mientras mete y saca los dedos, perfectamente coordinados con su lengua, y si no me estuviera sosteniendo entera con la boca, ya me habría desplomado.

El placer cada vez es más y más intenso, y le tiro del pelo con fuerza mientras grito, y le clavo el tacón en los músculos de la espalda en un intento desesperado de cabalgar sobre sus dedos.

—Nathan… —susurro. Estoy tan tensa que no puedo respirar—. Nathan… Voy a co…

Ni siquiera me sale la palabra cuando empiezo a sentir espasmos por todo el cuerpo y grito, y todo palpita y se estremece mientras me aprieto contra él, retorciéndome y convulsionándome de placer, con el calor subiendo y bajando por todo mi cuerpo.

Retira los dedos y la boca y se aparta para poder mirarme bien, con la expresión más arrogante que he visto en mi vida mientras se mete los dedos en la boca sin romper el contacto visual.

«Joder».

Hace varios días de la fiesta y cada día que pasa aprendo algo nuevo de mí misma.

Eso es lo que provoca una catástrofe.

Lo primero que aprendí fue que se me da bien correr en tacones; lo descubrí cuando salí corriendo de la habitación de Nate. También descubrí que no se me da tan bien pasar desapercibida, ni siquiera cuando intento evitar a alguien deliberadamente. Y también que sería una delincuente terrible; porque siempre me acaban pillando. Soy demasiado nerviosa y paranoica, y por eso mi instinto me lleva a entrar en pánico en cuanto me despiertan unos fuertes golpes en la puerta de mi dormitorio.

Ryan me rodea la cintura con el brazo, entierra la cabeza en mi cuello y siento vibrar contra mi piel un profundo gruñido de fastidio.

—Dile que pare.

Solo hay una persona en esta casa con el morro suficiente para aporrear la puerta de los demás a primera hora de la mañana.

—¿Qué quieres, Lola?

—¿Estáis follando o puedo entrar?

Ryan y yo ni siquiera nos liamos anoche, solo vimos una peli y nos quedamos dormidos. Acordamos que la parte física de nuestra relación se tenía que acabar, ahora que está intentando que Olivia salga con él de manera exclusiva. No me afecta porque siempre he sabido que algún día se terminaría. Me alegro de haber sacado un mejor amigo de una relación bastante increíble.

Ryan desenreda su cuerpo del mío y se tumba boca arriba con un suspiro.

—Si estuviéramos follando, ya nos habrías jodido el polvo.

—Vale, ¡voy a entrar! ¡Guárdate la polla, Rothwell!

Con dos cajas apoyadas en la cadera, Lola irrumpe por la puerta y se tira en la cama. Cuando ve el pecho descubierto de Ryan se tapa los ojos con dramatismo.

Ryan me mira con incredulidad y tira del edredón para cubrirse. Aunque no estuviéramos liados, si pudiera pegaría en la pared una foto de cuerpo entero de Ryan. Lola es una ridícula.

—¿Qué tal se ha despertado esta mañana mi no-pareja favorita? —pregunta alegremente mientras me lanza una de las cajas—. ¡Tenemos regalitos!

Ryan bosteza y se despereza, asegurándose de que no se le resbale el edredón.

—Estaría mejor si me hubieras despertado con el desayuno en vez de con un dolor de cabeza.

Que Lola le haga el desayuno es lo que más le gusta de quedarse aquí. ¿No es adorable?

Lola protesta.

—Eres una drama queen, Rothwell.

—¿De quién son los regalos? —pregunto, mirando mi apellido escrito en la caja con letras grandes.

—De Nate. —Toca el teléfono y empieza a sonar el típico sonido de comienzo de una videollamada—. Tenemos que abrirlos en la videollamada.

«¿Cómo que videollamada?».

—Lola, esper…

—Buenos días —dice Robbie—. Qué guapa estás.

—¡No estáis solos! —gruño antes de que aquello parezca una línea erótica.

—Yo tampoco —contesta. Lola se gira y coloca el teléfono para que quepamos los tres en la pantalla.

Robbie hace lo mismo y nos muestra a Nate y JJ a ambos lados, comiendo lo que parecen boles de cereales. JJ levanta la cabeza, mira a la pantalla y se atraganta. Nathan también mira con una expresión indescifrable. Robbie lo ignora y habla por encima del ruido.

—Abrid los regalos ya.

—Toma, Rothwell —dice Lola, girándose para darle a Ryan el teléfono—. Haz algo útil y grábanos.

Por fin, después de lo que parece una eternidad desde que Lola entró en mi cuarto, rasgo el papel de la caja. Me siento rara abriendo un regalo de Nathan mientras estoy en la cama con Ryan. No tengo motivos, pero así es.

Un momento. Tal vez sea porque llevo evitando a Nate desde que me hizo la mejor comida que he probado en mi vida hace cinco días y es la primera vez que lo veo desde entonces. Puede que sea por eso.

Meto las manos en la caja y saco lo que hay dentro: una camiseta de hockey de los Titans.

Lola chilla de entusiasmo y levanta la suya. En la espalda pone MITCHELL, y cuando le doy la vuelta a la mía, veo que lleva escrito ALLEN en letras grandes y blancas.

—¡Gracias, Nate!

—Me dijeron que hacía falta esto para que me escucharais. Bienvenidas al equipo.

El pobre novato que estaba en la puerta de la fiesta de Robbie debió de darle a Nathan el mensaje de Lola.

—Ponéoslas —dice Ryan tras la cámara—. No me creo que esté en la cama con dos estrellas del hockey, ¡qué suerte!

—Podrían haber sido tres si me hubieras avisado —resopla JJ.

—Cállate, imbécil, que es mi chica.

Lola me guiña un ojo antes de ponerse la camiseta. Las dos hemos leído suficientes novelas románticas y hemos visto suficientes películas ñoñas como para que nos encanten los tíos que saben cuándo marcar territorio.

—Me encanta.

—Tenemos que ir a entrenar. Luego hablamos, ¿vale?

—Claro, adiós.

—Adiós, chicos —decimos Ryan y yo.

Justo antes de que Ryan cuelgue, se oye a Henry decir:

—¿Esa es Anastasia? Creía que te estaba ignorando, Nathan.

Intento no reaccionar a las palabras de Henry más que con un largo grito interno, pero ni eso hace que me olvide de esa mirada penetrante. Lola y Ryan se me quedan mirando, y aunque al principio me hace gracia, después de dos minutos es un poco siniestro.

—Hay algo que no me estás contando —dice Lola con voz seria.

Se supone que lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas. Y aunque solo fuera una fiesta de Maple Hills con temática de Las Vegas, debería aplicarse la misma norma. Debería poder ser un poco irresponsable y un poco putón sin tener que contárselo después a mis amigas. Pero por desgracia, la norma no se aplica a Lola.

—Cuéntanoslo o lo vuelvo a llamar para preguntárselo a él.

Me hundo en la cama y me cubro la cabeza con el edredón para no tener que mirar a nadie a la cara.

—MecomióelcoñoenelcumpleañosdeRobbieyyosalícorriendo.

—¿Qué? —dicen al unísono.

Resoplo y me agarro al edredón mientras Ryan intenta quitármelo. Es más fuerte que yo, así que al final me rindo.

—Me comió el coño en el cumpleaños de Robbie, bla-bla-bla. —Ignoro sus gritos ahogados, el genuino de Lola y el fingido de Ryan, que le sigue el juego del dramatismo—. Fue un accidente, un momento de debilidad, y llevo evitándolo desde entonces.

—¿Cómo que bla-bla-bla? ¡Ha pasado casi una semana! —chilla, agitando los brazos con dramatismo. Se vuelve hacia Ryan—: ¿Tú sabías algo de esto?

—No, yo quedé con Liv el sábado, así que no fui a la fiesta —dice, sin darse cuenta del gesto de Lola cuando menciona a Olivia—. Pero me interesa eso de que el sexo oral puede ocurrir por accidente, Stas. Comparte esa teoría con el grupo.

—Imbécil —gruño, estampándole una almohada en el pecho—. Fui a su baño. Intentó que admitiera que quería ser su amiga, y me preguntó si quería que me suplicara de rodillas.

—Un clásico —dice Lola con exasperación.

—Dijo que yo estaba fingiendo que lo odiaba.

—Vale, esto ya suena más como el inicio de algo calenturiento —dice con sarcasmo, poniendo un gesto de fastidio—. Ve al grano con la parte interesante.

—Bueno, cuando me preguntó si hacía falta que se arrodillara, fui sincera. Le dije que solo me interesaba que un hombre se arrodillara ante mí si era para poner la cara entre mis piernas.

Lola se queda sin aire de las carcajadas, y Ryan está casi igual. Me sorprende que Aaron no haya aparecido, porque ya sería la hostia.

—Sois idiotas —murmuro mientras vuelvo a sacudirles a los dos con la almohada—. En fin, que se lo tomó como una invitación. Me lo pidió amablemente, me dijo «Yo no bromeo con el consentimiento, Anastasia», supersexy y superserio, y sí, casi me quedo afónica de tanto gritar.

—¿Cómo que se lo tomó como una invitación? —repite Ryan, con la mandíbula desencajada—. Stas, te faltó decirle que querías montarte en su cara.

—¡Qué dices! —Ni de coña. Solamente dije que no me gustaba que un hombre me suplicara de rodillas. No estoy segura de cómo la conversación acabó derivando en lo otro.

En todo caso, Ryan es quien tiene la culpa de esa situación. Si hubiera estado ahí cuando Lola desapareció con Robbie, yo habría tenido a alguien evitando que hiciera cualquier tontería con cualquier jugador de hockey buenorro.

—Anastasia. —Me aprisiona la cara con las dos manos y me gira la cabeza para que lo mire solo a él, no a Lola, que aún se está secando las lágrimas—. Si una mujer me dice que solo le interesa que un hombre se arrodille ante ella si es para pon

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