Brooklyn-Barakaldo

Antonio Lleras

Fragmento

Citas

No es la muerte la que se lleva a los que amamos. Al contrario, los guarda y los fija en su juventud adorable. No es la muerte la que disuelve el amor, es la vida la que disuelve el amor.

HÉCTOR ABAD FACIOLINCE,

El olvido que seremos

Todos nos enfrentamos en la vida a decisiones angustiosas, elecciones morales. Algunas son a gran escala. La mayoría de dichas elecciones son sobre asuntos banales, pero nos definimos a nosotros mismos según las decisiones que hemos tomado. En realidad somos la suma total de nuestras decisiones.

Las cosas suceden tan imprevisiblemente, tan injustamente… La felicidad humana no parece haber sido incluida en el proyecto de la creación; somos solo nosotros con nuestra capacidad para amar los que damos sentido al universo indiferente y, sin embargo, la mayoría de los seres humanos parecen tener la habilidad de seguir intentándolo e incluso de encontrar la felicidad en las cosas sencillas, como su familia o su trabajo, y en la esperanza de que las futuras generaciones puedan comprenderlo mejor.

WOODY ALLEN, Delitos y faltas

Esta es una obra de ficción. Aunque algunos de los eventos, lugares y personajes están basados en hechos reales, los personajes principales y algunos emplazamientos aquí descritos son fruto de la imaginación del autor y están diseñados para crear una narrativa. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o fallecidas, es pura coincidencia, no buscando el autor ofender, en ningún momento, a ninguna persona. Los momentos reales han sido recreados con la intención de ambientar la trama. Se han tomado ciertas licencias creativas para construir esta historia ficticia enmarcándola en nuestro pasado reciente.

1

Mi adiós a Barcelona está marcado en el billete de autobús a las nueve y doce. La misma hora. Ni a las nueve y cinco, ni a las nueve y tres. Exactamente a las nueve y doce. Cuando todo reventó. Aunque vosotros aún no sabíais nada de eso.

Falta un minuto para las nueve y doce y el conductor de bigote de morsa ha arrancado el motor. No me concede una prórroga para despedirme de esta ciudad acomplejada, pero que me acogió en mis peores momentos; de esta ciudad hospitalaria, que ya no me quiere dentro de ella ni un minuto más. Barcelona quizá sepa que hoy, Mateo Barros, arquitecto del montón, escritor frustrado, regresa a Madrid veinte años después.

El olor a gasóleo se empieza a colar sin pausa entre los asientos y el runrún del motor me recuerda al del autobús escolar que paraba frente al Mater, el colegio que hay cerca de la casa de mi padre. Me ha tocado ventana y me gustaría correr la cortinilla, pero el calvo que se sienta a mi lado parece querer mirar. No necesito últimos reencuentros con sus carrers, vias y avingudas. No quiero saber más de esa arquitectura que me trajo hasta aquí.

Tampoco me apetece que pueda pillarme emocionado cuando en una esquina os aparezcáis alguno de los dos, con ocho años menos, saliendo del Coliseum agarrados a mi mano después de haber visto Harry Potter. O tirándoos por un tobogán, mientras espero abajo con los brazos abiertos dispuesto a cogeros en el aire para que no os entre arena en las sandalias. Os veo frente a los chimpancés del zoo, dando manotazos al cristal para ver si conseguís llamar su atención. En el Tibidabo, subidos conmigo a la noria. Tomando un helado de chocolate por el puerto. Buscando cómics en Galaxia. Con la última camiseta de Messi, ya en vuestras manos, saliendo exultantes de El Corte Inglés de Plaça de Catalunya.

Sé que ya no me necesitáis tanto.

Cada día me necesitáis menos.

Yo cada día os necesito más.

Nuestra dependencia mutua ha sido la de unos vasos comunicantes: ahora soy yo el que os necesita de manera casi tóxica, como hacías tú, Pau, cuando, de canijo, rompías a llorar si desaparecía de tu vista tres minutos al bajar la basura.

Demasiado pronto se detiene el autobús. Hace nada que hemos salido de la estación de Sants. Atasco. Al otro lado del cristal, bajo la lluvia, el polideportivo de Santa Eulalia.

Por mirar.

Ahí jugaste tu primer partido de balonmano, Marc. Uno de esos domingos a las nueve que tanto me jodían. Viendo tu cara después, con esa sonrisa casi más ancha que tu espalda, sentía de inmediato que el madrugón había merecido la pena.

Quizá habría sido más elegante salir de Barcelona en un AVE y llegar a Madrid empleando cinco horas menos sentado en un vagón monacal de esos en los que está prohibido hablar por el móvil. Pero lo que me sobra ahora es tiempo y silencio, y lo que me falta es dinero. Vosotros lo sabéis mejor que nadie, que habéis sufrido los fines de semana que os tocaba conmigo en ese quinto sin ascensor de la Barceloneta, que ya no puedo ni pagar, teniendo que esquivar ingleses borrachos que se quedaban dormidos en las escaleras.

Por los altavoces, entrecortada, la voz del conductor del autobús. Parece querer usurpar ese momento de gloria reservado, hasta ahora, a los pilotos de avión. Se llama Tino y nos va a acompañar en este viaje, dice. Tino informa de que lloverá hasta Zaragoza. Creo que no, que lo hará hasta Madrid. Y durante días. Durante semanas. Meses.

Tino se llamaba mi profesor de la autoescuela del barrio de la Concepción. Mi barrio, el del abuelo, adonde ahora voy. Me gusta mucho pronunciar «barrio de la Concepción», igual que «avenida de la Ilustración». Queda muy rítmico. Más elegante que los nombres de las calles de por aquí. La verdad es que nunca me he sentido catalán en estos veinte años. Ni por asomo. Por muy catalanes que hayáis nacido u os declaréis vosotros. La lengua y la ciudad sí me gustan. Si no, me hubiera negado a que os llamarais Marc y Pau. Pero me hace más gracia un «barrio de la Concepción» que un «l’Eixample». Suena más provinciano, más alegre, menos distante. El catalán, salvo en las canciones, suena distante.

No creo que el abuelo Juan me vaya a recibir con los brazos abiertos. Comienzo a notar calor en las orejas solo con imaginarme contándole que ya no tengo ni para pagar el alquiler. Diciéndole que vuelvo a la casilla de salida con varias entrevistas de trabajo en estudios de arquitectura de Madrid. No atreviéndome a decirle que lo que de verdad necesito ahora mismo es ponerme a escribir la novela que lleva tiempo mordiéndome. Quiero pensar que aquella bomba, hace veinte años, no consiguió reventar todos nuestros vasos comunicantes.

Llueve.

Detrás de los cristales llueve y llueve.

Como escribía Machado.

Como cantaba Serrat.

2

Virgen del Castañar, Virgen del Portillo, Virgen de la Fuencisla. Una virgen tras otra deslumbraba a Malen aquella tarde en el barrio de la Concepción. Casi al mismo ritmo con el que se le aparecían las viejas tras los visillos de los bajos que daban a la calle.

Virgen del Fresnedo, Virgen de la Providencia. ¿Dónde coño estaba Virgen de la Monjía? Telenovela. Ganchillo. Olor a café. Mujer con rulos leyendo junto a una mesa camilla. Sonido a beso con babas en la mejilla del nieto que vuelve del Obispo Perelló. La voz de Gemma Nierga escapándose por las rejas de la ventana negra de un edificio que recordaba a un presidio. Nadie diría que se acabase de iniciar un nuevo siglo con el euro empezando a figurar en los tíquets de todos los comercios del barrio.

Al manosear las llaves que guardaba en el bolsillo de los vaqueros, se creía una sorgina de las que le hablaba su amama Teresa, esas que dominaban los poderes mágicos trescientos años atrás. Las sobaba, como si al hacerlo pudiera invocar un akelarre en alguna cueva remota que la ayudase en la búsqueda de su portal. Quizá también abusaba de tocar el metal para tratar de olvidar el frío de la Parabellum que atravesaba la funda y le subía por el costado izquierdo.

«No tienes por qué usarla, tranquila». Podía sentir su rigidez. «Pero sí tienes que llevarla. No te va a pasar nada», le había dicho Eneko en el puerto de Santurtzi al despedirse días atrás. El cañón le estaba empezando a hacer mella. «Es solo para protegerte». Aunque hubiese comprobado varias veces que el seguro estaba accionado, siempre le volvía el mismo temor: si se tropezase y se le hubiera olvidado bloquearla, ¿podría dispararse sola? ¿Una bala accidental llegaría a atravesarle el corazón?

Malen miraba hacia ambos lados, en alerta ante cualquier señal, igual que si jugase al escondite. «Estate atenta, solamente eso», y Eneko la besó allí, frente a los botes que golpeaban el pantalán. Al recordar el roce de su barba de pocos días sobre su piel suave, algo similar a una ligera descarga eléctrica le recorrió la comisura de los labios hasta llegar al segundo aro que le mordía la oreja. «No estás fichada». Todavía podía escuchar su respiración fuerte, con ese aliento a cerveza con el que la aspiraba y dejaba vacía.

«Malen, eres legal», se recordaba a sí misma a cada paso. En cualquier momento podría leer CALLE VIRGEN DE LA MONJÍA en una de las placas azules de los cruces y empezar a sentir más suyo ese barrio de la Concepción. A fin de cuentas, aquellos edificios amarillos de cinco alturas eran muy parecidos al bloque de sus padres. La diferencia solo estaba en los nombres de las calles. Y en la luz.

La luz sí era muy diferente. El blanco de los coches aparcados refulgía. Echaba en falta unas gafas de sol que le ahorrasen tener que entrecerrar los ojos verdes. Al final iban a tener razón con el dichoso cielo de Madrid.

Aunque prefería el gris de Barakaldo.

Un silbido a su espalda.

No sabía si quedarse quieta o correr, igual que un jabalí espera a que el instinto lo oriente en su huida en el sotobosque, cuando comienza a oír los ladridos de los perros de caza.

Mantuvo el ritmo, como si no lo hubiera escuchado. «¡Que no me entere yo de que ese culito pasa hambre!». Un albañil al que se le caían los pantalones azules, con la llana en una mano, babeaba desde lo alto de un andamio.

Lo miró con asco, pero acabó sonriendo al ver que, junto a él, una placa deslumbraba: CALLE VIRGEN DE LA MONJÍA.

3

Vuestro abuelo Juan no responde al timbre. Habrá salido. Las llaves que sostengo seguramente no sirvan, porque mi padre las perdió más de una vez. Siempre me dicen que el llavero que las acompaña es feo y vulgar, pero me lo regaló él: un escudo del Real Madrid sobre un fondo blanco con ocho copas de Europa que lo rodean. Me recuerdan a los ángeles de Ribera alrededor de la Inmaculada Concepción. Aunque es hortera, me saca una sonrisa al sostenerlo entre las manos. Se lo debió de regalar algún cliente al poco de que ganáramos la octava Copa de Europa en el 2000. La de París. Parece mentira que hayan pasado tantos años. Abajo se puede leer un Nadie tiene más que lo dice todo: obsesionados continuamente con demostrar que somos los mejores. Siempre me quedará que a vosotros no conseguí traeros a mi lado; os tiró más el Barça.

El Cristo, que se alza desafiante sobre la mirilla con esa mano levantada, parece advertirme de que la cerradura es otra, pero la puerta se abre y cede bajo esas llaves. Igual prefirió no cambiar el bombín por si llegaba este día en el que el hijo pródigo regresase a casa.

Según atravieso el marco de la puerta, un olor a lejía salta sobre mis hombros como lo haría el pastor alemán que nunca me dejaron tener. Su asistenta (creo recordar que se llamaba Olenka) habrá limpiado ese mismo día. Seguro que el abuelo le pidió que se reservara la mañana en cuanto supo la fecha de mi billete para conseguir ofrecerme esta imagen impecable de orden y limpieza. ¡Cómo le importan las apariencias! Cuarenta euros muy bien invertidos. Todo impoluto.

Me quito los zapatos, con cuidado de no manchar el parqué brillante, y los dejo junto a la maleta en el recibidor, al lado del paragüero con forma de bota dorada en la que siempre tratabais de meter el pie cuando veníamos de visita. Es absurdo, pero la casa me parece mucho más grande. Ahora que nos hacen diseñar viviendas más pequeñas para encajar alguna venta más por planta, entrar en un piso antiguo es un descanso mental.

En el salón, las mismas fotos de siempre atrapadas en marcos de plata: la boda de mis padres en la iglesia de la calle Al­ca­lá; vuestro abuelo enseñándome a montar en bici en el parque del Oeste; Marc, vas disfrazado de primera comunión; Pau, tú con sombrero de vaquero y en cada mano una pistola; en una de marco ovalado aparezco yo, con un peto a rayas, agarrado a la cuna.

Ya no hay fotos de mamá. Mi padre las debió de guardar en algún cajón tras nuestro divorcio, quizá disculpándose mientras lo hacía con un «Perdona, Laia, pero ya no procede tenerte aquí». Lo que sí hay es una foto nueva sobre la estantería de madera: es de mi madre. Es en la terraza de casa y se la debió de hacer el abuelo; esa sonrisa solo se la regalaba a él. Es una foto de medio cuerpo y lleva un vestido ligero estampado con flores rojas y hojas verdes, a juego con los geranios que cuelgan al fondo. Yo estaría en primero de BUP.

La puerta del ascensor se abre. Un perro ladra en el descansillo. Será de algún vecino. Pero unas llaves bailan en la cerradura. Es mi padre. El abuelo.

—¿Mateo? —le escucho, inseguro, junto a un par de ladridos agudos y unas patas que resbalan desesperadas sobre el parqué.

—¡Sí, ya he llegado! —grito desde el salón con una voz que me arranca desde la tripa, pero que se quiebra un poco al pasar por la garganta.

Por un momento, se me pasa por la cabeza que me he equivocado de piso cuando veo aparecer un cachorro de labrador blanco en el salón. Tira con ganas de una correa roja que de­sa­pa­re­ce tras la puerta. Me arrodillo para acariciarlo, como si ya nos conociéramos. Me chupetea el brazo cuando le paso la mano por la cabeza. Es precioso.

—Se llama Zuri —me dice el abuelo sonriendo.

—¿Y esto? ¡Estoy flipando!

No doy crédito a ese sueño cumplido tan a destiempo de tener un perro entre los brazos en esta casa. Mi regreso ha comenzado con una sorpresa inmejorable.

—¡Pues ya ves! Nunca es tarde para hacerme con un perro, ¿no? Leí que nos venía bien a los mayores que vivimos solos, ¡y estoy encantado!

—¿Por qué no me habías dicho nada?

—No te creas que no lo pensé, pero como ya me habías dicho que venías…

Se acerca a mí y me da un fuerte abrazo, que necesito. Tiene los ojos algo más saltones y quizá un poco menos de pelo, ahora gris, que ya no lleva repeinado hacia atrás. No lo veo mal.

—El viaje un poco largo, la verdad. Perdona que haya entrado sin que estuvieras.

—¡Pero si para eso tienes las llaves! Son tuyas —contesta. Le sonrío—. Estás igual, Mateo. Tienes cara de cansado.

—Habéis hecho obras en el portal, ¿no? —Es lo primero que se me ocurre.

—¿Por?

—Por la rampa. No la conocía.

—Ah, ¿no? Pues la hicieron hace uno o dos años. Para Dori, la del segundo. ¿Te acuerdas de ella?

—¿Esa era la que bajaba al supermercado con los rulos puestos?

—La misma —sonríe—. Estaba fatal la pobre, le costaba horrores moverse. No podía ni subir las escaleras. Se aprobó en junta la obra, pero casi no llegó ni a estrenarla.

—¿Por qué Zuri? —le pregunto.

—¡Ah! —Y me vuelve a dedicar esa sonrisa canalla—. Significa «blanco» en euskera.

—¿En euskera?

—Me sonaba mejor que white o bianco —me dice tosiendo un poco.

—¿Y desde cuándo te ha dado por el euskera?

No puedo parar de acariciar a Zuri mientras permito que me mordisquee la mano. Creo que me agradece que le deje desfogarse con esos pequeños bocados en los dedos que no hacen daño aún.

—¿Te da mucha guerra?

—¡Un poco! —dice sonriéndole—. Lo peor, lo de los cables del router. El mamón me ha dejado sin conexión más de un día. ¡El tío los arranca! ¿Tienes hambre? ¿Te preparo algo? —pregunta tratando de disimular una tos que le asalta sin aviso.

—¿Y esa tos, papá?

—No es nada. Me dijo la de cabecera que hiciera unos vahos. ¡Que si te preparo algo!

—Vale, lo que haya.

—No, lo que haya no. ¿Qué quieres comer?

En el salón, nos tomamos unas patatas con carne, un poco saladas, que mi padre habría visto hacer cientos de veces cuando entraba a la cocina desde la barra de La Valencita. Saboreo cada trozo mientras me habla de la importancia de elegir bien el corte de la ternera. «Babilla, morcillo, falda y aguja», me repite como un mantra mientras yo dejo limpio el plato de Duralex con el poco pan que queda sobre el mantel de rayas blancas y azules, que me recuerda a los chiringuitos de Fuengirola.

Cuando calla, trato de mantener viva la conversación, pero me cuesta. Tengo en mente contarle la idea de la novela que estoy esbozando, que no he podido pagar un solo alquiler más en Barcelona o que me han echado del último estudio de arquitectura sin indemnización porque quebraron. Pero creo que no va a hacer por entenderlo o que me cambiará de tema en cuanto lo oiga, así que voy a lo fácil, a las posibilidades que tiene el Madrid de ganar la liga.

Tampoco da para mucho.

Como si se tratara de un cinturón de seguridad, estiro aquella conversación con cuidado todo lo que puedo, pero, cada vez que la alargo un poco, salta algo que me retiene. Ni siquiera le digo que ya he contactado con algunos estudios de arquitectura de por aquí y que procuraré darle la lata muy poco tiempo.

Miro la televisión apagada igual que si se tratara de un bote salvavidas, pero decirle que la encienda sería hacer aún más evidente ese silencio que a ratos parecemos querer guardar para no despertar al pequeño Zuri, que ya duerme sin preocupaciones sobre una pequeña colchoneta gris a los pies del sofá rojo. ¿Cuánto tardará en cambiarla por el sofá?

—¿Sabes que estoy aprendiendo a tocar el saxofón, como hiciste tú? —me dice.

—¿Cómo?

Y me lo imagino como Louis Armstrong con los mofletes hinchados. ¡Mi padre tocando un instrumento! Se hace con el perro que nunca pude tener y también se ha apuntado a clases de saxo.

—Sí, el saxo. Me da clases un profesor cubano. Muy majete. Se llama Rolando.

—¿Y dónde vas? ¿También a la academia Allegro, como yo? —pregunto molesto.

—¿A la que ibas de la avenida Donostiarra? No, ya no existe. Por aquí cerca. Por el parque del Calero.

Me da toda la información, como si tuviera que excusarse. Aunque imagino que mi cara no le ha ayudado.

—¿Y cómo te ha dado por eso?

—Siempre quise tocar un instrumento.

Con la excusa del cansancio del viaje, voy preparando la escapada a mi habitación, aunque antes no puedo negarle un café con leche que me prepara con agilidad intacta. En el rato en el que yo únicamente habría sido capaz de llevar la taza a la mesa, él ha podido prepararme incluso espuma en la leche y espolvorear un poco de cacao por encima. La mano le tiembla un poco al servírmelo, pero parece darse cuenta de que se la estoy mirando y la retira rápido, de la misma manera que un trilero del Retiro.

En mi habitación todo sigue como siempre: el escritorio de pino que el abuelo encargó a un ebanista de la calle Azcona que llevaba tres dientes de oro; la colección de todos mis libros de El Barco de Vapor, que sí me daban ganas de leer, junto a los de Alfaguara, prestados y ya usados, que me negaba a abrir (con el tiempo corregí mi error); y el póster de Manhattan, de Woody Allen, la película favorita de mi madre, que un día encontraron en la papelería de El Corte Inglés y que decidieron colgar en mi habitación en lugar de hacerlo en la suya. Igual al niño soso que no sabía qué hacer con su vida le entraban ganas de estudiar una ingeniería a base de ver ese puente en blanco y negro (que creía el de Brooklyn, pero que resultó ser el de Queensboro, como bien descubrí allí mismo, años después, junto a Laia). Igual, a base de que lo primero que vieran mis ojos cada mañana fuera esa fotografía del puente de Brooklyn, a mi cabeza le daba por querer diseñar estribos y tableros. Lo mejor es que nunca les dije que lo que más me llamaba la atención de ese póster no era el puente en sí, sino la pareja que salía sentada en un banco frente a él. ¿Qué se dirían? ¿Cuál sería su historia? ¿Por qué estaban ahí?

Me siento, me descalzo y hago aquello en lo que tanto pensaba cuando iba encogido en el autobús: estirar las piernas sin una fila de asientos delante y apoyar los pies sobre el escritorio de pino para mirar por la ventana. Nada más. ¿Cuántas horas habré echado en esta mesa así, pareciendo el sheriff de una pequeña ciudad de Dakota o de Connecticut?

Como buen sheriff, me fijo en que el marco de aluminio de la ventana ya no es el gris áspero que recordaba. Ahora es de un blanco satinado, diría que idéntico al de la última promoción que vendimos en Sant Adrià del Besòs. Hasta ese marco llegó la ola de cambios en la que nos vimos envueltos aquel día.

Desde la ventana busco otro gris: el de la farola. La recuerdo con flores atadas que se iban secando a la misma velocidad que la memoria del barrio. Ahí sigue, aunque las ramas del árbol no me dejan verla bien.

Frente a la farola, el local donde estaba La Valencita. Aún sobreviven los toldos rojos, tan descoloridos que ahora parecen rosas.

4

La despertó el chirrido de una silla que estaban arrastrando en el piso de arriba. Se había quedado dormida en el sofá morado de aquel pequeño salón después de una primera noche sin pegar ojo. Cada crujido en la escalera o cada coche que pasaba por la calle de madrugada la habían alterado. Pero, por una vez, el estómago lleno la había ayudado a superar su negativa a la siesta: normalmente odiaba esa cabeza abotargada con la que le tocaba encarar el resto de la tarde al despertarse.

En esos momentos de sopor, le parecía imposible levantarse para recoger las migas de pan o llevar los platos al fregadero, pero tenía que hacerlo: no soportaba ver el tomate de los espaguetis bien pegado a la sartén, que la desafiaba desde uno de los fuegos. Cuanto más tarde comenzase, más tiempo tendría que luchar contra las manchas de grasa.

Por la ventana de la cocina resonó la bajante del patio interior mustio y húmedo lleno de camisas blancas y faldas grises que colgaban de las cuerdas y que daban a aquel edificio aspecto de convento o presidio. Alguna de aquellas monjas o reclusas o reclusas convertidas a monjas había descargado la cisterna. Igual era Sagrario, como decía el buzón que se

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