

La idea de este libro comenzó la mañana del 22 de diciembre de 2017 en Washington D.C., en un diminuto apartamento de Dupont Circle, a donde fui a pasar las fiestas de fin de año con mi familia. Como todos los días, esa inusual cálida mañana de invierno miré mi cuenta de Instagram y entre los muchos mensajes publicados, que en su mayoría deseaban una feliz Navidad, hubo uno que llamó mi atención. El mensaje estaba escrito en inglés y al traducirlo dice lo siguiente:
“Hace cuatro años decidí hacer un cambio en mi vida. Mi proyecto de vida cambió. La idea de pasar mi existencia entera en una oficina haciendo algo que no me llenaba, aun cuando tenía un trabajo exitoso y un porvenir asegurado, no me hacía feliz. Empecé a cuestionarme muchas cosas acerca de la palabra éxito. Yo solo estaba siguiendo el camino que la sociedad me decía que debía seguir, no el camino que mi corazón me murmuraba. En esa fecha todo cambió. Ese día renuncié a mi trabajo como consultor gerencial (mi jefe me dijo que nadie me contrataría después de un año sin hacer nada) y compré un tiquete para viajar alrededor del mundo por un año. No tenía idea de lo que iba a pasar en el futuro, pero decidí enfocarme en el presente y dejar de preocuparme por el futuro. Estaba siguiendo el sueño de viajar por todo el mundo. Mi viaje de 365 días terminó siendo de 754 días. Me enamoré del estilo de vida nómada. Estaba conociendo gente linda, locales y viajeros alrededor del mundo. Lo más importante de todo, tuve la oportunidad de conocerme a mí mismo. Gente que vive el presente, consciente de cada bocanada de aire que toma, con una perspectiva de vida similar a la que yo estaba creando. Pueden imaginarse las largas conversaciones acerca de la filosofía de la vida. Cuando mi viaje estaba llegando a su fin, una aerolínea me escribió para ofrecerme que escribiera para su revista, algo que aprendí en mi universidad favorita: la universidad de la vida. ¡Alguien iba a pagarme por mis fotos de viaje y mis historias! Algo que me hizo reír de verdad. Mis reuniones importantes no eran en saco y corbata sino en océanos, con tiburones martillo y gorilas de espalda plateada. Paso a paso se volvió mi actividad de tiempo completo y cuatro años más tarde estoy escribiendo esto. Este año ya casi se termina, lleno de experiencias locas por todo el mundo, el primer año de mi vida en que visité cinco continentes en ochenta y un viajes. Lo invito a que deje sus miedos a un lado y siga su corazón, ¡siga lo que realmente lo hace sonreír! ¡Solo se vive una vez! Si no hace ningún cambio, nada cambiará, nada. Gracias muchas a cada uno de ustedes, que cambiaron mi vida”.
No es fácil describir el impacto que tuvo el mensaje en mí. Aún no sé si era por el instante de mi vida (después de veinticuatro años en el mismo trabajo me preguntaba, preciso en ese momento, si no era tiempo de parar y explorar nuevas avenidas) o si más bien era que como madre de un hijo de 25 años, integrante de esa particular generación llamada “millennials” que se rehúsa a seguir el estilo de vida de las generaciones mayores, me sentí amenazada. Lo que decía el mensaje era contrario a lo que yo le decía a él: “Trabaja duro para tener estabilidad”, “Hipoteca tu juventud que en la vejez podrás disfrutar”, “Ahorra para un MBA que te garantice un buen cargo con el cual te mantengas a ti y a tu futura familia”.
A una distancia casi diametralmente opuesta a Washington, D.C., un joven de 28 años se mecía en una hamaca colgada en el jardín de la residencia de su hermana en Perth, Australia, mientras tomaba una cerveza helada para calmar la sed que le provocaba el intenso verano. Era Christian Byfield, ingeniero industrial de la Universidad de los Andes, quien pasaba allí la Navidad con sus padres, y en medio de la tranquilidad del sitio escribía el recuento de lo que había sido su vida en estos últimos cuatro años. Al hacer clic en enviar, como un mensaje en una botella en ese vasto océano que es internet, miles de sus seguidores lo leyeron conmovidos.
Como esta red social se especializa en las publicaciones de fotos o instantes, la imagen que acompañaba el texto era una composición de dos: arriba un joven sonriente con saco y corbata en una oficina, y abajo un muchacho de barba, pelo largo cogido con una cola hacia atrás y vestido con una camiseta sin mangas, con unas palmeras como fondo. Parecían dos personas distintas y de hecho lo son: era Christian hace cuatro años y Christian 1460 días después.
La historia no contada que se alcanzaba a percibir entre cada frase y entre esas dos imágenes me llevó a buscarlo. A mi regreso le escribí por chat para proponerle contar su historia, hacerle un zoom a esa imagen para llenar con más historias y detalles esa pequeña foto que él nos regaló a todos en esas 356 palabras en la víspera de Navidad. Nos reunimos por primera vez el 24 de enero en el piso diez de la revista Semana, donde trabajo como editora. Ese primer encuentro fue como ampliar y ampliar esa foto hasta obtener una imagen en alta resolución de esa experiencia. Ese día Christian me reveló que no fui la única que tuvo esa reacción frente al mensaje navideño. Miles de sus seguidores le agradecieron su inspiración, le pidieron consejo sobre qué hacer con sus vidas y lo felicitaron por ser valiente y saltar sin red. En esa charla también me enteré de que la publicación hasta hoy ha tenido más de diez mil likes, algo que nunca había sucedido en su cuenta de Instagram, @byfieldtravel.
Hice un informe especial para la versión digital de Semana con su historia inspiradora. En ese momento me di cuenta de que Christian había hecho todo un diario de su travesía con un lujo de detalles impresionante. En cierta forma había escrito un libro en un diminuto iPod. Esa información era una crónica de viaje de mucho valor, no solo por sus descripciones y sus consejos de viajero sino por su historia. Muchos creen que el viaje de Christian es el de un niño rico y mimado. Yo seguía creyendo que su historia era más que eso y que merecía ser contada en más detalle en un libro, porque su vivencia está ligada a muchos cambios sociales; a la llegada de una generación que no encaja con la anterior, como suele suceder; al espíritu aventurero y azaroso con que nacen algunos y que rápidamente es reprimido por una sociedad conservadora y patriarcal; y al surgimiento de nuevas opciones gracias al auge de la tecnología colaborativa. También a la idea de que, como lo dice el pedagogo español Gregorio Luri, los hijos son nuestros, pero solo en parte, y los sueños que tejemos para ellos en la cuna probablemente nunca se hagan realidad. Los hijos son nuestros solo en parte porque también son hijos de su tiempo, de sus opciones y de sus decisiones, dice este maestro. Aún más importante, esos comentarios me hicieron pensar que las tormentas que nos llegan a cada uno no tienen comparación con las de los demás. ¿Es más valiente quien sale del clóset o quien supera la timidez? ¿Es más digna de contar la experiencia de un paciente en coma durante dos meses o la aventura de un explorador del Everest? No lo sé, pero sospecho que para cada cual, en su momento, el chaparrón que le cayó encima cegó con nubes negras su horizonte. Todos tenemos muñones en el corazón, y por ello una historia que contar que nos hizo mejores seres humanos. La de Christian es una de ellas.
Este libro se trata de lo que sucedió en esos cuatro años. Y él lo escribe con la intención de que sean muchos viajes en uno. Es el viaje suyo para encontrar su vida soñada, pero más importante aún es que esta historia es el despegar de un vuelo que muchos de los lectores emprenderán a sitios desconocidos, no necesariamente ubicados en el plano geográfico, sino al fondo de su corazón. Esto, claro está, si se dejan inspirar con su maravillosa aventura.
Bienvenido a bordo.
Silvia Camargo
Editora revista Semana
El deseo de un Año Nuevo
Hoy es 31 de diciembre de 2005. Estoy en Ceilán, la finca de Gus, mi abuelo materno, a una hora de Bucaramanga por la vía a Santa Marta, Colombia. Ese nombre es una de las grandes coincidencias de mi vida porque tengo sangre de Sri Lanka, la isla frente a la punta sur de India que en el pasado estuvo dominada por los portugueses y holandeses.
Pero fue bajo el dominio británico que la bautizaron Ceilán, hasta su independencia en 1972, cuando pasó a llamarse Sri Lanka. Esta Ceilán no tiene mar sino montañas verdes, nacimientos de agua que baja por los cafetales y gansos a los que yo perseguía cuando mis hermanas y yo éramos niños. Es una hacienda cafetera de más de cien años, con muros de casi ochenta centímetros de grosor, que perteneció a mi bisabuelo y que, a la muerte de él, mi abuelo compró a sus once hermanos. Estoy acostado en mi cama, en un cuarto que comparto desde la infancia con mis primos Gregorio y Sabrina, que son de mi misma edad. Yo vivo en Bogotá, pero desde niño vengo a este lugar en las vacaciones de diciembre con mis papás, mis hermanas, mis tíos y mis primos. En pocas horas viene el año nuevo.
Camino hacia uno de los dos baños de la vieja casa de ocho cuartos, en uno de los cuales mi abuelo pasó su infancia, hace ochenta años. Con cada paso que doy escucho el familiar chirreo de la vieja madera, que me acuerda a otras épocas, lo mismo que el olor que se respira en esa finca. Todo tiene un significado para mí. En este sitio me enamoré de la naturaleza y empecé a disfrutar caminar descalzo en el pasto mojado por el rocío de la mañana, a sentir los diferentes tipos de hierbas en las plantas de los pies, a escuchar el coro de animales, a hacer pipí al aire libre y no en un inodoro, a esperar acostado sobre el pasto una estrella fugaz o a saber lo que duele una picadura de un escorpión… en fin, a vivir la conexión con la Tierra. Esa fuerza vital la perdemos los citadinos como yo y tal vez por eso siempre venir aquí es como regresar a casa, a la casa de donde todos los humanos venimos.
De niño me daba miedo ir de noche a ese baño porque el camino era largo y oscuro. Y por eso mis papás nos ponían a mis hermanas y a mí una mica para hacer pipí. Cuando llego me paro frente al espejo, que solo deja ver mi cara. Es de esos diseños que se abren para poder guardar la crema de dientes y otras cosas de higiene personal. No lo abro. Me quedo ahí, parado, solo, mirando por un rato la imagen que refleja. Veo a un joven con la cara llena de granos, con el pelo negro oscuro muy corto, peinado hacia un lado. Soy yo, Christian Byfield Parra, y tengo 17 años. A esa edad nada que me sale barba y mi voz es chillona. “¿Cuándo va a cambiar de voz?” pregunta la gente más preocupada que yo sobre el asunto.
A mi mamá siempre le preguntaban cuándo le daría el varón a mi papá. Finalmente llegó este varón: nací el 4 de junio de 1988 a las 7:44 a.m. Fue una gran noticia para mi papá, quien, luego de tener dos niñas, Liza y Denisse, tuvo el hijo que sería su compañero de aventuras. Yo nací cuando la más pequeña, Denisse, tenía 9 años, entonces me convertí desde muy temprano en su gran compañía. Mis hermanas siempre dijeron que fui sorpresa, y sí fui una gran sorpresa, según mis papás.
Aunque nací en Bogotá y ahí estudié y trabajé hasta mi primer cuarto de vida, yo siento que crecí en el campo santandereano. Algunas veces íbamos de vacaciones a la finca de mi papá en Oiba, que se llama Tolotá, y otras veces, a Ceilán, donde mis abuelos. En Tolotá hay ganado y café, pero lo que me fascina de ese sitio es una cascada. Mi plan apenas llego es ir a buscarla. Primero la oigo, después la veo y finalmente la siento. El sonido del agua al caer es una sinfonía perfecta para mis oídos, y me gusta también cuando las diminutas gotas suspendidas en el aire salpican mi cara a medida que me acerco a la caída del agua. Aunque es helada, me meto a nadar, sin pensarlo, tal y como llegué a este mundo. Soy pésimo para bañarme con agua fría en una ducha, pero esto es muy diferente. El sitio está cubierto de árboles viejos y piedras muy grandes, árboles donde cientos de pájaros anidan y donde aprendí a trepar. En Semana Santa sacamos los pescados, la cuajada y la leche para venderlos en el pueblo. Muchos de los planes que hacemos son simples para cualquiera, pero yo los amo: sentarse debajo de un árbol grande a ver los carros pasar al frente de la carretera, correr a máxima velocidad montaña abajo, hacer concursos de quién ordeña más rápido o buscar luciérnagas por las noches. Sitios mágicos donde no había televisión, debe ser por eso que hoy en día en mi casa no hay una.
En Ceilán y Tolotá aprendí muchas cosas antes de que me las enseñaran en el colegio. Aprendí el proceso del café, a cogerlo, a beneficiarlo, a secarlo. Cuando mi abuelo no secaba café, podíamos usar el planchón de concreto inmenso para aprender a patinar. Mi abuela nos pedía a mis primos y a mí, todas las mañanas, que fuéramos a coger las naranjas del desayuno. También los huevos. Los recogíamos recién puestos, calienticos, y sabíamos dónde estaban porque cuando la gallina pone, cacarea como loca. Mi abuela, además, nos mandaba a coger pitahaya y, aunque es una fruta deliciosa, aprendimos a la fuerza que uno no se puede comer más de una porque sus semillas tienen un poderoso efecto laxante. Hacíamos cada tarde una caminata a la toma donde nace el agua, a unos cuatro kilómetros de la casa. De ahí venía el agua que tomábamos. Era cristalina y a esa fuente llegaban los picaflores a bañarse. Aprendí que uno podía tomar agua directo de la toma porque, si fue escogida por estos hermosos colibríes para tomar sus baños matutinos, tenía que ser pura y llena de energía.
Mi papá, Edgar, es colombiano, pero mi abuelo paterno era un marinero jamaiquino que iba de un lado a otro, y cuando llegó al puerto de Barranquilla se enamoró y se aferró a tierra firme. Se fue a Tibú a trabajar con la Colombian Petroleum Company y allá se casó con una linda mujer de Cúcuta. Ella es la mamá de mi papá, mi abuela, a quien nunca conocí ya que murió cuando él tenía apenas un año. Mi abuelo luego vino a Bogotá con sus dos hijos, se volvió a casar y de ese matrimonio tuvo otros dos hijos. Hace poco apareció un tío, hijo de mi abuelo, que nació en Panamá antes de que mi abuelo se casara en Colombia, y que vive en Suecia. Cosas de la vida. De ese lado de la familia sé poco. Mi bisabuelo, Mantique Byfield, al parecer era de Sri Lanka. Mi abuelo era viajero y mi papá, aunque vive entre montañas, es fiel a su signo acuario: siempre ha preferido el agua, por eso será también que llevo en la sangre ese gusto por viajar.
Él me llevaba a sus paseos de pesca. Íbamos al Sisga, a la laguna de Tota, a los Llanos, al Vichada… Eran jornadas en las que acampábamos en carpa al aire libre y que terminaban, al menos en los lugares de tierra caliente, cuando se derretía el hielo, porque el calor de estar bajo 40 grados hacía imposible la vida sin él. Una vez, cuando tenía 9 años, en uno de esos viajes en el Neusa pescamos una trucha inmensa, de unas siete libras. Recuerdo que le pedí que la devolviéramos al agua. Él, muy orgulloso de su pesca, se negó vehementemente. De rodillas le dije: “Devuélvela, pa, no sabes lo que esa trucha ha tenido que pasar para sobrevivir hasta este momento”. En fin, esa noche todos comimos trucha. Estaba deliciosa, pero yo empezaba a sentir una necesidad de proteger a los animales. Tanto que a veces le pedía a mi papá cosas absurdas. Recuerdo por ejemplo una vez, cuando iban a matar los hipopótamos que Pablo Escobar había traído de África para su Hacienda Nápoles, que yo, de 13 años, le pedí con toda la seriedad del asunto a mi papá que nos lleváramos uno a la finca de Oiba para salvarlo. Le dije que ellos comían solo pasto y que lo podíamos tener bajo control con una cerca electrificada. Él, que me alcahueteaba todo, fue hasta Bucaramanga a hablar con el director de la Corporación Autónoma de Santander. “Edgar, está loco. ¡Esos animales son los más peligrosos de África!”, le dijo. Y ahí murió mi gran idea de tener un hipopótamo en la finca.
Mi papá es quien más me ha enseñado en la vida, porque él es veterinario y zootecnista, es un campesino de corazón y le fascinan tanto las plantas como los animales. De él aprendí ese amor por la naturaleza. En los viajes de Bogotá hacia Oiba, él me ponía a adivinar cuáles eran los árboles que veíamos por la carretera. Yo ya sabía que primero venían los de clima frío: sauces, pinos, alcaparros. Luego, a medida que descendíamos al ritmo de Juan Luis Guerra, aparecían los samanes, los clavelinos, los ficus, las acacias. Él era quien me quitaba las garrapatas cuando se me pegaban. Con él aprendí a coger luciérnagas y supe que a las lagartijas se les caían pedazos de la cola cuando las perseguía. Aprendí a ensillar, a ordeñar. Les metía los dedos en la boca a los terneritos y me fascinaba que los chuparan como si fuera la teta. Aprendí lo que duele que las hormigas arrieras lo piquen a uno por estar descalzo cazando luciérnagas. También aprendí el dolor ajeno cuando me ponía a sostener con un lazo el ternero mientras lo marcaban con un hierro caliente. El único día que me traumaticé en ese sitio fue cuando mi papá me llevó a un matadero. Irónicamente, sigo comiendo carne. Por las noches veíamos el cielo y aprendí de él a ubicar la estrella polar y las tres marías, y a distinguir que las que se mueven son, en realidad, satélites puestos por el hombre en la subórbita terrestre.
De niño aprendí no solo a leer sino a conocer sobre matas, formas de cultivar y cocinar rico mientras cantaba con mi Tata. Ella fue la nana de mi papá, de mis hermanas y la mía. Siempre ha vivido en nuestra casa y más que una nana es una segunda mamá para mí. Era la persona que me recogía en el paradero cuando llegaba del colegio y cuando yo sentía miedo en las noches me metía en su cama.
Desde niño me ha gustado identificar los diferentes pájaros carpinteros, los periquitos y los murciélagos. Aprendí a hacerlo solo con escuchar su canto, como me enseñó mi papá. Los animales no me daban miedo, mi papá me decía que desde que no les hiciera nada, ellos no me harían nada a mí. También aprendí de él a tratar a todas las personas por igual. Pasaba mucho tiempo con los hijos del mayordomo y de los trabajadores e iba a la escuela con ellos. Eran mis amigos. El 31 de diciembre, cuando nos sentábamos en el gran corredor que rodea la casa y que da vista hacia Bucaramanga, primero veíamos el resplandor de los juegos pirotécnicos y luego oíamos el bum de la pólvora. En una de esas noches tuve una de mis grandes lecciones de física: que el sonido viaja más lento que la luz.

Siempre he sido extrovertido, le cuento mis cosas a todo el mundo: mis amores, mis negocios y mis amigos. También me gusta viajar. Es algo que llevo en las venas. Mi mamá me cuenta que fui un niño feliz, casi nunca me ha visto de mal genio y que lo que más le gusta es que trato a todos por igual y soy generoso. “Tiene estrella el culicagado” es la frase, en santandereano perfecto, que una vez le escuché mientras hablaba de sus hijos con sus amigas.
También he sido todo un negociante. Hice mi primer millón a los diez años a punta de vender obleas. También vendí sapos a $2.000 para la facultad de medicina de la Universidad Javeriana, gomitas ácidas, brownies y flores y monté un criadero de cinco conejos que no prosperó.
A mí me gusta gozarme la vida, no tengo pudor para decir las cosas ni nada que me limite para hablar con las personas, así sean extraños. María Cristina, mi profesora de Biología del colegio, siempre cuenta una anécdota de cuando estaba en su clase, a los 11 años, y estudiábamos el sistema digestivo. Cuando llegó a la explicación del ano, yo levanté la mano y le dije: “¡Miss! (porque mi colegio era bilingüe.) Miss, yo me lo he visto”. “¿Cómo así, Christian?”, preguntó ella en medio de la curiosidad y algo apenada. “Sí, claro”, le respondí yo, y sin esperar a que me preguntara más, me fui al frente de la clase, me volteé y me agaché. Y les mostré a todos cómo en mi casa me veía el orificio con la ayuda de un espejo. Para ella esa historia es un claro ejemplo de mi candidez y desprevención, de que no voy creando esas capas con que la gente oculta quién es realmente para amoldarse a la sociedad.
Pero creo que yo sí tengo capas. O al menos tengo un secreto que he guardado desde que tengo conciencia. Nadie lo sabe. Siempre me he sentido muy hombre, no soy amanerado, pero desde los 7 años he tenido una atracción culposa hacia otros de mi mismo sexo. Digo que es atracción culposa porque nunca ha pasado de ser eso, un pensamiento, y es culposa porque con solo pensar en eso me llegan a la mente las palabras de mis papás de que eso es malo, perverso, errado. Me siento mal. No, Christian, me digo, no piense en eso. Detrás de mi tranquilidad y mi sonrisa, eso me atormenta, no sé si por la característica de lo que oculto o porque no lo puedo compartir con nadie. O porque lo trato de negar y de espantar sin éxito.
He crecido en un ambiente que no tolera la homosexualidad y mi familia hace parte de esa cultura. Nunca pude ser boy scout ya que en mi casa se decía que los scouts lo volvían maricón a uno. Años atrás fui a cine con mis papás a ver la película Brokeback Mountain. Ellos y yo vimos una película diferente: la mía es una cinta conmovedora que cuenta el drama de dos cowboys gays en los años sesenta que intentan salir del clóset. Me di cuenta de que eso que yo vivía le pasaba a más gente y yo no era el único. Ellos vieron una historia repugnante. Al salir mi papá dijo: “Esa gente no debería existir”. Cuando lo escuché pensé que yo nunca podría asumir esa realidad de mi vida ni liberarme de esta atadura. En realidad, cada vez que oigo un comentario así, especialmente de ellos, siento un dolor inmenso, que me drena la energía, y me pregunto: ¿por qué yo no puedo ser como todos? ¿Por qué soy tan de malas? ¿Por qué carajos me tienen que gustar los hombres?
En el colegio, cuando leí la biografía Aléxandros y hablaban de sus novios, yo me preguntaba por qué hace más de dos mil años en la época de Alejandro Magno la homosexualidad era aceptada y hoy no. ¿Por qué yo no pude vivir en la época de Alejandro Magno? Siempre llego a la misma conclusión y es que nunca saldré del clóset y, como le escuchaba decir a mis papás, tendré que cumplir con la misión de salvar el apellido Byfield, ya que yo soy el único hombre de tres hijos. Lo paradójico es que, como uno se nutre de los odios y prejuicios de la gente que lo rodea, yo también soy homofóbico, por eso a mis papás no los culpo. Ellos son homofóbicos porque sus papás también lo eran. A mi papá, mi abuelo le decía: “Prefiero un hijo ladrón, atracador, narco, todo, menos marica”. Lo mismo que su abuelo le decía a él, él me lo ha dicho a mí.
Esta noche será como otras de fin de año. Siempre hay una reunión, con un muñeco de trapo, el Año Viejo, que quemamos para dejar atrás las cosas malas del año anterior, y una comida típica santandereana. Antes de la medianoche tocan la canción “Faltan cinco pa’ las doce”, el típico Año Nuevo santandereano con pasa bocas de hormigas culonas, que me fascinan. Nosotros tenemos todos los agüeros de año nuevo; mi papá nos da plata, cinco mil pesos, para que empecemos el año con prosperidad. También preparamos las maletas y con ellas salimos alrededor de la casa para garantizar muchos viajes el año que viene. Ese propósito de año nuevo siempre se ha cumplido. También comemos doce uvas, una por cada campanada y por cada una un deseo. Desde hace cuatro años una de mis doce uvas está reservada para pedir que me dejen de gustar los hombres. Que me vaya bien en la universidad, conocer otros sitios nuevos, y otras hüevonadas también entran en la lista siempre. Todos esos deseos se cumplen, todos, menos el que más inconformismo me trae.
Es curioso. De chiquito mi papá me daba revistas Playboy y con mis amigos las coleccionábamos. Cuando me dejaba el bus del colegio mi vecino me decía que, si llegaba corriendo mas rápido que el bus, me regalaría una. Con el tiempo terminó dándome toda su colección porque yo corría muy rápido. Y las escondía en una casita de madera que construimos con mi papá en el patio del edificio y que tenía un candado con una llave que solo yo tenía.
En este momento, frente al espejo, mientras me arreglo para la reunión, pienso que tal vez soy afortunado porque también me gustan las mujeres. Me gusta coquetear con ellas. Soy enamoradizo, les escribo cartas y les dejo regalitos en la casa, disfruto sus besos apasionados. Tuve una novia que me duró año y medio. Eso me hace pensar que lograré dominar la atracción por los hombres por un tiempo. Voy a tener una vida normal, con esposa e hijos, para que mis papás y mi familia estén tranquilos y felices.
Aquí estoy yo con mi cerveza. La música suena, los adultos ya tienen sus tragos en las manos, todos están contentos. Esta es una de mis fiestas preferidas, es el día del año en que todos estamos juntos, esperando que en la radio hagan la cuenta atrás: diez, nueve, ocho, siete… Fiel a mis supersticiones, a la cuenta de las doce campanadas como una a una mis doce uvas y brindo una vez más por que mi deseo se cumpla, con la esperanza de que esta vez sí será. Como un niño que espera que por arte de magia la noche se vuelva día, que el pasado regrese, que las cosas sean como lo dicta su capricho.
Tal vez deba pedir otra cosa: aceptarme como soy, deshacerme de mis prejuicios heredados, saber quién soy. Cuánto habrá que esperar. Cuántas nocheviejas. Me veo cuatro años a futuro deseando lo mismo, a pesar de mis intentos fallidos. Acabo mi cerveza. Brindo. Es hora de festejar. Es un Año Nuevo. Hay que pensar en otra cosa.
Capítulo uno
Catorce kilos
Siempre quise viajar. Mis papás me incentivaban ese espíritu aventurero y la curiosidad por conocer tierras y cosas nuevas. También tenía una tía abuela que había conocido el mundo acompañando gente a viajes por China, India y otros sitios remotos. Ella iba con cierta frecuencia a mi casa a tejer y yo me sentaba a que me contara sus historias de viajes.
Me daba consejos, como el de llevarme en los bolsillos la comida del buffet para tener cómo sobrevivir sin gastar un peso el resto del día. Mis profesores de geografía del colegio también me contaban de sus viajes exóticos, yo me quedaba al final de la clase preguntándoles por sus travesías por Alaska, Namibia y demás sitios que ellos visitaban. Miss Jill, mi última profesora de Geografía del colegio, al devolverse a Inglaterra me regaló un libro de viajes que al comienzo tenía una nota de amor que decía: “Estoy segura de que vas a conocer muchos destinos. Con amor, Miss Jill”.
Cuando me gradué del colegio pensé que la mejor manera de lograr mi sueño de recorrer este lindo mundo era matricularme en una carrera que diera mucha plata. Escogí Ingeniería Industrial porque tenía el ejemplo cercano de un primo que había estudiado lo mismo y era el modelo del éxito en mi familia. Con esa decisión, además, mataba dos pájaros de un tiro al tener a mis papás contentos. Ya con Liza, mi hermana mayor, habían tenido un problema porque ellos querían que estudiara una carrera seria, pero ella insistía en Arte. Se transaron por Arquitectura. Como muchos otros de su generación, ellos no se tramaban con carreras como Biología o Literatura porque creían que esas profesiones no daban para comer. Yo decidí irme por lo seguro, decisiones que uno toma con el miedo hablándole al oído constantemente. Mi objetivo era conseguir un buen sueldo en el sector financiero o, como dicen en Colombia, asegurarme la fórmula de carro, casa y beca y una vida estable económicamente. Con plata podría viajar sin problema los quince días hábiles al año que en Colombia dan por ley a los empleados para su descanso. Pensaba que me mataría trabajando veinte años para luego jubilarme y viajar. Eso implicaba no tener vida en dos décadas. Cosas locas que uno piensa y dice sin medir sus implicaciones.
Apenas me gradué de la Universidad, en el 2010, me fui a un viaje de más de dos meses. Seguía con la idea obsesiva de trabajar duro hasta pensionarme, cuando tuviera sesenta y tantos. Para entonces tendría suficiente plata para cumplir mi sueño de conocer el mundo. Este viaje sería de despedida a mi vida de estudiante y de bienvenida a mi vida profesional. Viajaría por el sureste asiático y Japón. Cada día de ese viaje lo aproveché al máximo porque sabía que al llegar empezaba mi vida de ejecutivo de saco y corbata en una banca de inversión donde me contrataron para hacer modelos financieros.
El mejor recuerdo que he traído de los lugares a donde voy son correos electrónicos de personas maravillosas que el azar me puso en mi camino. En mis recorridos solo por el mundo durante mi época universitaria me traje a dos personas en mi corazón. La primera fue Suchada, una mujer de Tailandia a quien conocí en el norte de India, donde ella estaba de vacaciones. Una mujer pequeña, de unos 50 años, sonriente y generosa. La primera vez que la vi se estaba bajando de un tren con una maleta grande y me pidió ayuda para bajarla. Ella me agradeció con una sonrisa y, después de charlar un buen rato, nos volvimos muy amigos. Se veía muy tranquila y relajada y por eso me llamó mucho la atención cuando vi que viajaba en buses y trenes en India, pero se quedaba en hoteles elegantísimos. Compartimos ese tiempo juntos en el día yendo a excursiones increíbles. En la noche, cada uno iba para su hotel: yo para el mío de tres dólares, que incluía cucarachas, y ella para el suyo de cinco estrellas, con almohadas de plumas indias. Ella es mi mamá tailandesa, un apodo que se ganó más tarde cuando la visité en Tailandia en ese mismo viaje y me alojó en su casa de huéspedes tratándome como si fuera su hijo. Me daba de desayuno lo que yo comería en Bogotá: cereal, huevos y leche, como lo hubiera hecho mi mamá.
Al otro amigo de la vida que conocí fue a Jorge. Lo vi a él y a su esposa Silvia por primera vez en Angkor Wat, en Camboya. Yo estaba en la cima de un templo y los escuché hablar en español. Me acerqué. Ellos ya me habían visto y les parecía raro ver a una persona de mi edad sola en ese lugar. Cuando empezamos a conversar hubo muy buena química a pesar de la diferencia de edad. Me preguntaron por qué viajaba solo. “Si no lo hiciera no estaría hablando ahora con ustedes”, les dije. Se rieron con mi comentario. Pero es cierto. Cuando uno va solo está más abierto y atento y se enfrenta a situaciones de manera diferente que si fuera acompañado. Cuando uno viaja solo, además, no implica estar solo, porque así es como se conoce la mayor cantidad de gente posible, si uno se lo propone. Con ellos hice mi visita a Angkor y unos días más tarde nos reencontramos para otra excursión en tuk tuk hacia unas cataratas lejanas. Yo les contaba mis historias en India y ellos quedaban boquiabiertos. Una noche fuimos a comer a un sitio fantástico platos camboyanos típicos deliciosos por los que pagamos menos de tres dólares. A esa comida invité yo.
Al regresar de lo que yo llamaba con tristeza “mi último viaje largo”, mi nuevo y “exitoso” trabajo esperaba por mí. Pero pronto me di cuenta de que no hacía clic ahí. Mi primer viaje de negocios en esa oficina fue a Ibagué. Lo primero que hice fue chequear el hotel en el que nos quedaríamos y me puse feliz cuando vi que era el mejor de la ciudad y que tenía una piscina gigante. Lo primero que empaqué fue mi vestido de baño para relajarme en el agua después del trabajo ya que amo las piscinas, nadar y sentir el agua pasar por mis párpados. Lo chistoso es que nunca lo usé. Nunca hubo tiempo. Mis colegas eran banqueros de inversión de Nueva York que tenían una obsesión por el trabajo y ponían reuniones desde las siete de la mañana hasta las doce de la noche. Una vez tuve lo que llamaban ellos una reunión importante ¡a la una de la mañana! En banca de inversión yo trabajaba de siete a siete. No nos podíamos parar de las sillas del escritorio antes de las seis y media. Nunca podía ver la luz del día después de la oficina. Era una nueva forma de esclavitud moderna, algunos la llaman vivir con esposas de oro. Cuando lograba ver el sol sentía una felicidad absurda. Un día le pedí a mi jefe permiso para salir más temprano porque me iba de viaje a Marruecos y me contestó: “Christian, ¿y cuándo me vas a compensar esas seis horas del medio día?”. La pregunta me dio mucha rabia porque trabajaba todos los días más de lo reglamentario, pero seguía pensando que así era la vida y me tenía que adaptar.
Como en Colombia dicen que no hay muchas oportunidades, la gente tiene miedo de no dar todo de sí porque le consiguen reemplazo a la vuelta de la esquina. Yo veía todo eso, pero no lograba aceptar que en realidad estaba en el lugar equivocado. Pensaba que si tanta gente había podido acoplarse, yo también tenía que poder. Pero llegó otro mensaje de la vida, de esos que me han ayudado a despertar. Fue el día del cumpleaños número sesenta de mi papá. Yo le había dicho a mi jefe que a las seis y media de la tarde me tenía que ir porque mi papá cumplía años, pero me dijo: “Usted antes de irse tiene que dejar listo el trabajo que está haciendo”. Me puse en la tarea y cuando eran las nueve y media no aguanté más. “Juan Pablo, esto es lo que llevo, ¿será que puedo terminarlo mañana? Es el cumpleaños de mi papá”, le dije. En mi casa ya todos estaban reunidos. Mi jefe me dio dos palmadas en la espalda y me respondió: “Mi querido Christian, en banca de inversión usted no es el dueño de su tiempo. Yo tampoco pude ir al funeral de mi abuela por estar trabajando acá. Lo importante es el trabajo. Pero piense en el bono millonario que recibirá al final de año”. Esa noche llegué a la casa a la una de la mañana. Me perdí una celebración importante. Aunque al siguiente lunes fui a trabajar como si nada, mi corazón había entrado en conflicto. Me cuestioné mis prioridades y si estaba dispuesto a sacrificar mi vida personal por bonos millonarios que intentan llenar, como los relojes finos, los mismos vacíos del alma.
Claramente vivía rodeado de gente con una vibra muy curiosa, gente obsesionada con ganar y ganar plata, nada más. O de pronto es posible que estar en el trabajo equivocado me hiciera pensar que todo era un sacrificio. Cada vez que entraba a la oficina, Ruth, la secretaria, anotaba la hora de llegada de cada uno. Mi jefe era de horario nocturno y ella le mandaba un mail con el reporte de las horas a las que habíamos llegado. A él le gustaba viajar mucho y en una oportunidad, cuando estaba en Kenia, llamó a las seis y media de la tarde, hora colombiana, que para él eran las dos y media de la mañana, para asegurarse de que todos estuviéramos ahí, así no hubiera nada que hacer. Esto no solo pasa en banca, sino en muchas otras empresas. Nosotros sentíamos que no podíamos quejarnos, que estábamos construyendo hoja de vida y que eso implicaba sacrificios para conocer más de ese sector. En banca de inversión la gente está dispuesta a regalarse y venderse por eso. Muchos de mis colegas siguen ahí y están llenos de plata, pero saben que deben estar en la oficina a las dos de la mañana porque surgen conferencias con sus jefes desde cualquier lugar del mundo. Eso no era para mí. Qué tanto lo entendía, no lo sé. Pero hoy el simple olor del ambientador del ascensor que sube hasta esa oficina en el décimo piso en un alto edificio del sector financiero de Bogotá me da repulsión.
Alejandro, mi profesor de Biología del colegio, lo tenía muy claro. En un almuerzo que tuvimos y al que llegué muy encorbatado me dijo: “¿Qué hace con ese disfraz?, usted no tiene perfil de ejecutivo ni banquero de inversión”. Él y María Cristina, mi otra profesora de Biología y otra segunda mamá para mí, siempre pensaron que yo debí haber estudiado Biología porque me fascinaba la naturaleza, los seres vivos, el aire libre, y cuando me veían encerrado en una oficina sin ver la luz del día sentían que era como tener a un tigre de bengala salvaje en una jaula. En el almuerzo le conté a Alejo que odiaba mi trabajo porque me robaba lo más valioso, que era mi tiempo para estar con la familia y mis amigos. Me recomendó hacer algo que me gustara. Él era como yo; buscábamos una vida más equilibrada. Me acuerdo mucho de una frase suya de ese día: “Yo como profesor no voy a tener las casas y los Mercedes que tienen mis amigos banqueros, pero ellos nunca van a tener el tiempo familiar, las vacaciones y la calidad de vida que tengo yo”.
Cuando yo veo que algo no funciona en mi vida, hago los cambios necesarios para mejorar porque no saco nada quejándome. Soy optimista y práctico y no le veo mucho sentido a dejar que un problema me quite mi energía vital. Después de un año en ese puesto decidí renunciar. A pesar de los millones que me prometían, me parecía que estaba desperdiciando mi vida. Tenía que buscar otro trabajo. Un día vi un aviso en el periódico de Qatar Airways y apliqué al cargo de azafato. Pensé que había muchas rutas para llegar a donde yo quería y esta podía ser otra. No tendría tanta plata, pero como auxiliar de vuelo podría ir a miles de destinos en el mundo. Mi mamá se escandalizó y mi papá, ni hablar. A mi hermana le pareció terrible porque no entendía cómo un ingeniero industrial como yo se iba a “rebajar” a atender personas a 30.000 pies de altura. Se burlaba y cuando la llamaba me contestaba: “Una bolsa para vomitar, por favor”, en tono burlón. Yo en realidad tenía el perfil perfecto para el cargo. Cumplía a ojo cerrado con los tres requisitos: la estatura para poder meter maletas en los compartimientos del avión, hablar español e inglés y haber terminado el colegio. Me tomé todas las fotos y me fui a la entrevista con toda la emoción de recibir luego una llamada que nunca llegó. Después me enteré de que no me escogieron porque estaba sobrecalificado para ese puesto y temían que me aburriera y perdieran la inversión de mi entrenamiento.
En 2011 conseguí trabajo en una firma de consultoría gerencial. Entré al mismo tiempo con Daniel, un tipo con quien hoy soy muy cercano, porque compartimos una historia común. Él también había estudiado Administración de Empresas por presión social, aunque su gran pasión era la música. El mundo con talentos increíbles enfrascados en el deber ser, pensé. Ambos hablábamos de la importancia de encajar en el concepto de éxito de nuestra sociedad. Pero años después los dos encontraríamos el camino con nuestra propia idea de triunfo. Yo me estaría ganando la vida por viajar y él estaría recibiendo dos Grammys por su música.
En ese nuevo trabajo casi todos mis jefes eran buena onda, aunque uno de ellos era bien homofóbico y con otro, una mujer, tenía muchos problemas, energías y vibras totalmente opuestas. Yo jugaba voleibol y tuve que dejar de ir muchas veces a los partidos porque a ella le gustaba trabajar por la noche. En proyecto con ella salíamos en promedio a las diez. ¡A las diez de la noche! Y ella me decía que ese juego ponía en riesgo nuestros proyectos. ¡El mundo, su gente y sus creencias! Cuando nació su hijo pensé que iba a bajar el ritmo, pero no, nunca lo hizo, siempre estaba trabajando ahí, y yo no podía creer que mi vida fuera a ser como la de esta señora. Todo parecía indicar que, en este mundo de la consultoría, como en el de banca de inversión, nadie era dueño de su tiempo.
En octubre de 2012 tuve una reunión de trabajo en Neiva y decidí quedarme el fin de semana para poder conocer la zona. En la vida uno tiene que aprovechar cada día y cada oportunidad que se le da. Me fui a San Agustín, un parque arqueológico al aire libre en el sur de Colombia clasificado por la Unesco como patrimonio de la humanidad por tener la muestra más grande de esculturas megalíticas de la época precolombina. Me quedé en el Hotel Francois House en San Agustín, un hostal que los mochileros consideramos de lujo, ubicado en la cima de una montaña, con una vista espectacular a un pueblo lleno de vida. Es un lugar muy terrenal, hecho de madera y piedra, principalmente, con mucha luz natural, habitaciones bien ventiladas, paisajes increíbles y flores de colores por todas partes. Fue construido para alinearse con estos sitios indígenas, con mucha agua alrededor y vegetación, como pasa en los puntos energéticos de la Tierra.
He aprendido que los hostales son el sitio perfecto para conocer gente. En ese viaje conocí a Mark, un gringo que me ayudó a tomar la decisión de hacer mi vuelta al mundo. Para entonces él había estado viajando con su mochila por Colombia durante casi dos meses con el objetivo de hacer una travesía desde el extremo norte de América del Sur, comenzando en La Guajira, Colombia, hasta el extremo sur, Ushuaia, Argentina. Él no tenía un plan concreto aparte de que viajaría durante al menos un año con la firme intención de “buscar muchas aventuras al aire libre en la medida de lo humanamente posible”.
Nuestro primer encuentro fue en la noche. Yo llegué a registrarme al hostal todo sudado por la caminata por la empinada montaña, con el morral del computador colgado al hombro y una maleta de ruedas. Tenía mi saco y corbata puestos porque había salido de la oficina directo para allá, y estaba recién afeitado. Mi pinta claramente era muy diferente a la de los demás mochileros que había en el lugar: Marcel, de Inglaterra, y dos francesas. Todos ellos estaban relajados con ropa cómoda y yo vestido con saco y corbata. Después de registrarme, fui a sentarme con el grupo. Acompañados de una buena cerveza, empezó la charla inicial típica de la mayoría de viajeros: “Cuál es tu nombre”, “De dónde eres”, “Cuánto tiempo estás de viaje”, “Hacia dónde vas ahora”. Desde que llegué, sentí que había una conexión con él. Las charlas con los mochileros son mucho más filosóficas que con otras personas, incluso que con quien tengo mucha confianza. Siento con ellos una conexión más grande porque el hecho de estar viajando solos, en el mismo sitio, hace que las probabilidades de tener cosas en común sean muy altas. En este caso yo veía que la trayectoria profesional de Mark y la mía eran muy parecidas. Él vivía en San Francisco, Estados Unidos, y se había graduado de la universidad en Negocios Internacionales. Luego se fue a trabajar como gerente en Merrill Lynch, en Boston, una banca de inversión bien conocida, y después se devolvió a San Francisco para trabajar con una de las principales empresas de tecnología financiera. Pero él había decidido hacer este viaje no solo porque, al igual que yo, desde niño tenía un deseo de recorrer el mundo, sino porque estaba cansado de trabajar largas horas para un jefe que lo trataba mal en un entorno ultracompetitivo. Además, unos años atrás a su mamá le diagnosticaron una enfermedad terminal.
Mark se puso a echarle números a sus finanzas y vio que podía tener una jubilación anticipada y mínima y vivir con no más de 2.000 dólares al mes. Era mucho menos de lo que ganaba en ese momento en San Francisco, pero lo justo para empatar al fin de mes. Un par de semanas después de eso, Mark dejó su trabajo, alquiló su apartamento y vendió su carro. Empacó todo lo necesario en un morral y compró un tiquete de ida a Bogotá. De aparatos tecnológicos solo se trajo una cámara. El resto, el computador y el teléfono, los dejó para poder tener lo que él llamaba “una experiencia pura”.
Hay un proverbio zen que dice que el maestro llega cuando el alumno está listo. En ese fin de semana Mark fue mi maestro. En una caminata que hicimos al día siguiente, rodeada de ríos y cascadas, me contó que siempre había soñado viajar por el mundo. Pero sucedió algo inesperado y es que mientras más tiempo pasaba en la América corporativa, siguiendo el camino trazado para los triunfadores y exitosos, más creía que todo eso era una mentira. Yo no lo podía creer, él ya había vivido algo similar a lo que me estaba pasando a mí en ese momento. Le hablé de mi plan de trabajar duro y retirarme a los 60 años para viajar por el mundo. Le conté que venía de una semana de trabajo intenso en Neiva y me había tomado el fin de semana para desconectarme. También le admití que me sentía atrapado en las cuatro paredes de una oficina y con una corbata con la cual no me identificaba. Él me respondió que también había sentido eso. Me dijo que en un momento dado pensó que estaba intercambiando los mejores años de su vida, su juventud, a cambio de un futuro incierto. Lo decía por el diagnóstico de cáncer de su mamá. “No sabemos qué pasará más tarde cuando seamos mayores y tengamos una salud cuestionable”, me dijo. “Usted no sabe en qué momento su vida se acaba”.
Al devolverme de San Agustín en la vía a Pitalito me monté en una chiva en la que conocí a dos prostitutas, Yadira y Sandra. Me puse a hablar con ellas y me contaron lo que les pedían sus clientes, que cobraban veinte mil por encuentro, que si les solicitaban rebaja dejaban el rato a dieciocho mil y que en las fiestas de San Agustín tenían hasta diez clientes por día, por lo que luego tenían que refrescar sus partes nobles frente a un ventilador. Una de las dos me dijo, “Uno en esta vida solo le queda lo que baila, lo que folla y lo que come”. Yo no paraba de reírme con sus historias. Conversar con ellas fue echarle abono a la semilla que ya Mark había plantado en mí. A uno solo le queda lo bailado.

En 2013 decidí hacer ese viaje por el mundo y mi gran meta fue ahorrar para poderme ir. Además del trabajo de consultoría, monté una agencia de viajes y otra de seguros con la que aseguré doce avionetas y ochenta carros. Siempre he sido emprendedor porque he querido tener mi plata y pagarme mis vainas. Mi primer tiquete aéreo me lo pagué con mis ahorros para ir a un campo de verano después de haber vendido obleas al frente de mi casa, cuando tenía diez años. Mi papá me las traía de Chiquinquirá y yo ponía una mesa al frente del edificio. Ese era mi puesto de venta. Llegaba del colegio y tenía dos opciones: ver Verano del ‘98, una novela argentina, en televisión, o bajar a vender cincuenta obleas en un par de horas. A veces llegaban camionetas con seis personas adentro y cada uno pedía una. Al llegar a la casa entraba diciendo “Mamá, mira lo que me hice en un día”. Siempre pensaba en tener negocios, y a lo largo de mi vida he tenido varios.
En el trabajo les vendía tiquetes aéreos y tours a mis jefes. Ellos me decían “Christian, te veo desconcentrado, desenfocado”. Valentina, mi mejor amiga laboral, decía que yo siempre estaba feliz, pero cuando hablaba de viajes me transportaba a otro mundo, se me iluminaban los ojos, algo avivaba la expresión de mi cara. Yo no me daba cuenta.
El 5 de julio de ese año decidí ponerle una fecha a mi sueño. Fui y compré el tiquete de vuelta al mundo después de mucha meditación con la almohada y mucho miedo. Tenía ahorrados dieciocho mil dólares, que tenían como destino una maestría en negocios (MBA) en alguna universidad del mundo, pero como lo digo siempre, decidí invertirlos en el máster de la universidad de la vida. Le conté a mi mamá lo que había hecho y ella me dijo que no fuera loco, que no fuera terco, que no