1
Es raro, muy raro y difícil de entender, cuando a uno le dicen que está enfermo y uno se siente tan bien. La enfermedad está ahí, y sigilosa y mezquina te perfora por dentro como un preso que cava y cava todas las noches, sin hacer ningún ruido, hasta que consigue salir por la otra boca del túnel.
¿Cómo iba yo a anunciar lo que me habían anunciado a mí si con la muerte adentro seguía viéndome y sintiéndome bello? ¿Quién me iba a creer que por dentro ya me estaba empezando a descomponer? Nada delataba la enfermedad, ni siquiera la pequeña mancha en el cuello, la manchita que Perla confundió con el morado de un beso y que le produjo un ataque de celos al imaginarse otra boca en mi piel. Ella me señaló el cuello y me preguntó iracunda ¿quién te hizo esa cochinada?, y yo, que no sabía de qué me hablaba, tuve que mirarme en el espejo y buscar la mancha. Todavía era muy pequeña, mucho más pequeña que la marca de un beso. Perla insistió: ¿quién fue? La miré a través del espejo y le dije ni idea. Me dio risa y ella me pegó en la espalda. Debe de ser un barro o un pelo enterrado, dije, pero ya Perla se había ido del baño.
No fue un beso ni un mordisco de alguien que no aguantó la tentación de mi cuello. La manchita no se fue sino que aumentó. Entonces le dije a Perla debe de ser un pelo que creció para adentro y se infectó; ella alzó las cejas, frunció los labios con fastidio y dijo pues qué pelito, y me sugirió que fuera a algún sitio para que me lo sacaran. Y fui, y no era pelo, ni acné, ni el beso que imaginó Perla, ni nada que se pudiera arreglar con una crema o sacar con una pinza. Ahí siguió la manchita, el sarcoma, como dijo el médico. Parece un sarcoma de…, y me lo nombró pero lo olvidé; a mí me sonó a nombre de ajedrecista ruso, y traté de recordarlo mientras daba vueltas sin sentido por la Place des Vosges, después de que me dijeran la verdad. Me dijeron esto no es un pelo, me ordenaron varios exámenes y me pidieron que volviera en cuatro días, pero no pensé en regresar, compré Oxy 10 color piel y me tapé la mancha. No volví a hablar del asunto hasta cuando me llamaron para que fuera por los resultados.
(—¿De dónde diablos sacaste esta historia? —me pregunta.
—Me acuerdo de una parte, otra me la contaron y el resto me la invento.
—¿Y no te importa contar mentiras?
—Lo que importa es que quede una historia de nosotros. Voy a estar dentro de ella —le digo—, a mi antojo. Cuando se lea, más tarde, se creerá que quien la escribió estuvo ahí y fue testigo.
—Pero son mentiras —insiste.
—Le tengo más confianza a la imaginación que a la realidad. Además, todo el que cuenta inventa.
—Lo que yo digo: todo es mentira —dice ella.
—Eso es verdad —le digo yo).
Había una razón para estar caminando ahí bajo los arcos de los edificios que forman la Place des Vosges, y para haber llegado quién sabe cómo a mi lugar favorito de París. Salí del hospital ensordecido y sin habla, flotando en la perplejidad, embrutecido por la certeza del final, que no es la misma certeza que se tiene siempre, cuando uno, sin entender muy bien, acepta que toda vida tiene un término. Uno se relaja y olvida la certeza hasta que llegue el desenlace, confiando en que tardará en llegar. De ahí el golpe cuando se anuncia que el desenlace ya llegó y uno tiene que tragarse la certeza entera y sin masticar.
Recién llegado a París caminé varias veces por la Place des Vosges, como extranjero, con la seguridad de que algún día iba a dejar de serlo. Cuando hacía sol me echaba en la hierba frente a Luis XIII en su caballo, me quitaba la camisa para atraer a los que pasaban e invocaba a Carlos VII, a Luis XII y a Enrique II; a su viuda, Catalina de Médicis; a Enrique IV y a cuanto hijo de puta vivió en esa plaza, para que me inspiraran, contagiaran y mostraran el camino certero y tramposo para triunfar en París.
En una de las vueltas que di por la plaza, ya con la peste encima, me paró René, que trabajaba en el café Hugo, no en la casa museo del escritor sino en la esquina, en el café donde acababa de llegar a tomar su turno. Me saludó pero no le contesté. A la vuelta siguiente me tomó del brazo, me miró y algo debió ver porque me obligó a entrar, me sentó y me trajo un coñac, creo. No tuve que contarle lo que tenía para que él viera la muerte camuflada en mi belleza. Se lo confirmé al oído cuando me abrazó temblando; no sé qué le dije a René, pero a pesar de estar en servicio se sentó junto a mí y me agarró las manos. Todo el que pasó a nuestro lado nos miró, no porque les llamara la atención nuestra belleza o por ver a dos hombres tomados de la mano, pues en París uno puede amarse como le dé la gana, sino que nos miraban porque la muerte es escandalosa y antes de ser muerte ya se hace ver. Y en nuestro silencio y en el rigor de nuestras manos entrelazadas ya la muerte estaba haciendo su show.
—¿Qué vamos a hacer? —musitó René.
Yo sólo pensaba en Perla, que a esa hora andaba desentendida de mi mal, concentrada en sus collages, recortando fotos de su gente, silueteando al que quisiera separar de una fotografía para meterlo en otra. Recortaba a Pablo Santiago y a Libia y los pegaba en una foto donde estábamos ella y yo, así quedábamos los cuatro en un retrato que nunca se tomó. Recortaba a sus hermanas de una foto sacada en Medellín y las pegaba junto al Arco del Triunfo para que pareciera que alguna vez estuvieron en París. En las fotografías de su matrimonio con Adolphe, pegó a los que no pudieron asistir a la boda; en las que le mandaron del bautizo de un sobrino, pegó a los que no fuimos; en varias, incluso, pegó sobre la foto de ella la única que tenía de Sandrita. Recortando y pegando, Perla juntaba a los vivos con los muertos, armaba la posteridad a su antojo, mezclaba lugares, creaba una nueva realidad.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó otra vez René.
Era muy pronto para esa pregunta y no le respondí. O sí, pero no era la respuesta que él esperaba.
—Voy a seguir caminando, René.
—Yo tengo que trabajar —me dijo.
—Lo sé —le dije—. Además, quiero caminar solo.
René me soltó las manos, yo un suspiro, alguien en el bar soltó una carcajada, Perla suelta las tijeras y se masajea la nuca, Pablo Santiago botó la arena sucia del cernedero, Sandra se pudre en un nicho, Libia tira a la caneca una caja vacía de Famogal. Suena el citófono y Anabel contesta en español: un momento, por favor, sin importarle si quien está abajo entiende o no. Llama a Perla, casi siempre a los gritos, para anunciarle que la buscan. A Perla le molestan los gritos de Anabel.
—Entonces quién te entiende —dice Anabel—. Si contesto me decís que por qué contesto si no sé contestar, y cuando no contesto me gritás que conteste porque no te aguantás el timbre.
—No te aguanto a vos, no me aguanto el timbre, no me aguanto a nadie —le dice Perla, manoteando, en dirección al citófono. Toma el aparato y escupe—: ¿quién es?
—Clémenti —contesta desde la calle el sobrino de milord.
En todo lío serio siempre hay un cojo, y en este lío el cojo es deforme. Cuando niño, a Clémenti lo atacó un guepardo y le arrancó un pedazo de cara y otro de pierna, en Kericho, Kenia, donde su familia tenía una finca en la que cultivaban té. La niñera se estaba dando un baño y les había pedido a los niños que no salieran, pero desobedecieron. Salieron y no muy lejos se encontraron con un guepardo. Eran dos niños: Clémenti y su hermano menor, Jacques, que nunca apareció, ni siquiera una pequeña parte de él. Del guepardo ni siquiera el rugido. A Clémenti le quedó una marca en la cara, no tanto como para considerarlo un monstruo, como lo veía Perla, pero sí lo suficiente como para tener un mal recuerdo del animal.
—¿Qué quiere? —le pregunta Perla, secamente.
La cojera de Clémenti no amerita un tacón más alto en el pie malo. Se balancea un poco al caminar, pero cuando está quieto se ve derecho porque se empina para evitar cualquier inclinación. Quien lo ve de paso puede pensar que es un hombre normal, sólo al detallarlo se puede suponer que lleva en el cuerpo una de esas historias que no cicatrizan.
—Necesito hablar con usted, señora —le dice Clémenti.
—Sí —le dice Perla—, pero para hablar con otro se necesitan dos, y yo no quiero hablar con usted, señor.
Nunca se gustaron. Desde el momento en que los presenté se les vio el disgusto del uno por el otro. Antes de conocerse ya los dos se consideraban rivales: Perla como nueva esposa del conde Adolphe y Clémenti como su único sobrino. Y ya que milord no tuvo hijos, Clémenti era el único heredero hasta que llegó Perla.
—No me obligue, madame —le dice Clémenti, desde abajo.
—Y usted no me amenace —le advierte Perla, arriba.
Yo era el que lo enfrentaba, sobre todo después de que murió milord. Pero cuando supo de mi desaparición, Clémenti fue mordaz, además de celebrarlo le dijo a Perla que estaba listo para comenzar a dialogar con la señora, y dijo «señora» en español. Luego remató diciendo que con las señoras es más fácil.
—Voy a traer a la autoridad —le dice Clémenti, por el citófono—, porque si no me oye a mí los va a tener que oír a ellos.
—Traiga a quien le dé la gana, Clémenti —le responde Perla—: a su madre, al presidente, al papa. Tráigame si quiere al animal ese que en mal momento lo dejó vivo.
—Meurtrière —le grita Clémenti.
—Malparido —le dice Perla en español, y cuelga.
Tambalea hasta una butaca, con las manos en la cabeza, y entre quejidos le pide a Anabel que le sirva un trago. Doble, precisa Perla.
—¿Quién era? —pregunta Anabel.
—El monstruo.
Anabel le sirve a Perla y se sirve otro para ella. Antes de echarse el trago a la boca, dice: a mí también me pone nerviosa.
—Quedamos tan indefensas, Anabel —dice Perla, con la mirada puesta en una de las fotos mías que hay en la nevera, una que me habían tomado en esa misma cocina, vestido de chef.
—Ese hombre no sabe cómo son dos viejas colombianas cuando las joden —dice Anabel, envalentonada.
—Se quiere quedar con todo lo que nos corresponde.
—¿Nos? —exclama Anabel, fingiendo sorpresa.
—A Vidal y a mí —aclara Perla. Y antes de que Anabel le chiste con el cuento de que hace más de seis meses no sabe nada de mí, Perla le dice—: ¡ya! No me digás nada que ya sé lo que me vas a decir.
Anabel le sonríe con sus dientes de fumadora y le pregunta: entonces qué, ¿nos van a dejar sin cinco? Perla le dice primero muertas, luego cambia el tono, lo oscurece para preguntarle a Anabel ¿vos de qué te reís? ¿Acaso no te beneficiás de todo esto lo mismo que yo? ¡Juá!, chilla Anabel y dice si ni siquiera he podido que me suscribás a la televisión por satélite, a ver si puedo ver algo en español.
—Lo hago por tu bien, desagradecida —le dice Perla—, a ver si aprendés francés.
Anabel se ríe hasta perder el aire. Mientras se sacude y se ahoga con la risa, Perla se toma otro trago sin dejar de mirarla. Apenas se recupera, Anabel le dice:
—Vos estás loca, Perla.
Perla, como una niña que no se deja vencer, le contesta:
—La loca sos vos.
Beben como locas, hasta que se les acaba la botella. Perla se para a buscar más trago, trastabilla contra las paredes, va descalza y con el pelo revuelto de tanto agarrarse la cabeza para renegar. De paso, me toma en un portarretrato y me abraza. Últimamente llora sin lágrimas, sólo con lamentos, muecas y gritos: Vidal, Vidal, Vidal de mi vida. Anabel la observa desde la cocina, lucha contra la borrachera para poder enfocar. Perla va cayendo al piso en un derrumbe lento que no le causa dolor. Queda tendida sobre el tapete con mi foto sobre el pecho, y lo último que Anabel le escucha, antes de que Perla se quede profunda, es un enredo:
—Mañana por televisión te compro el satélite de la televisión, negra inmunda.
Sueña con su papá y conmigo. Mi historia comienza con él y termina con vos, me dijo infinidad de veces, casi con rabia, con el mismo furor que heredó de Pablo Santiago, que de no haber sido obstinado no habría conquistado a Libia, un reto tan grande como el de sacar oro de ríos exangües. Él fue primero al río que a la escuela, aprendió primero a sacudir una batea que a coger un lápiz, aunque después se las ingenió para aprender a leer y escribir. Pablo Santiago buscaba oro porque no tenía otra opción y porque quien fue hombre en su familia siempre fue mazamorrero, aunque a las mujeres también les tocó después subirse la falda hasta los muslos y meterse al río con los cernederos. Hasta cuando el agua dejó de arrastrar oro y comenzó a arrastrar muertos, cientos y cientos de muertos a los que alejaban con un palo en cada puerto para que siguieran flotando hasta otro pueblo, y así sucesivamente, hasta que el río se tragara al ahogado. Pero mientras nuestros ríos tuvieron más peces que muertos, Pablo Santiago siguió bajando, así cada vez pensara que una mañana no iría más, que con el oro recogido sería suficiente para buscarse un trabajo a la sombra y con los pies secos. Eso lo pensó cuando fue muchacho y vio por primera vez a Libia mirándolo con más lástima que interés; no con grosería, porque ella tampoco era rica; no tan pobre como Pablo Santiago, pero sí más blanca, con blancura de niña fina.
Pablo Santiago se doblaba batea en mano con Libia y con el oro metidos en la cabeza, decía si puedo con uno puedo con el otro. Y a veces sí quedaba algo brillando en el cernedero y también, a veces, Libia se detenía a mirarlo con cierto interés. Para corresponder esa mirada, Pablo Santiago se compró una muda de ropa y un par de zapatos que se le convirtieron en un tormento. Siempre andaba descalzo y los callos de los pies funcionaban como suelas. Incluso una vez salió muy elegante, con el vestido nuevo pero a pie limpio, y así esperó, afuera de la iglesia, a que Libia saliera de misa. Apenas ella lo vio se cubrió la boca con la mantilla para no ofenderlo con la risa. Sin embargo, otros se rieron por el contraste de los pies y el traje. A Pablo Santiago le tocó, entonces, aprender a caminar con zapatos sin que pareciera estar siempre perdiendo el equilibrio, o caminando como un borracho. Aprendió pronto, de la misma manera que aprendió a garabatear las palabras que en notas clandestinas le hizo llegar a Libia. Notas breves, escritas con mucho esfuerzo, en las que le decía lo mucho que ella le gustaba y le contaba de sus sinceras intenciones. Incluso una vez, medio tragueado, sacó el mal poeta que todos llevamos dentro y le escribió señora de mis desvelos, además de los pies también llevo el corazón sangrando; son tus desaires y no los zapatos los que por tu culpa me ponen a caminar cojeando. A Libia le pareció excelente el apunte a pesar de la letra de niño. Le contó a su familia las intenciones de Pablo Santiago y todos pusieron el grito en el cielo, pero ella, a sus diecisiete años, les puntualizó que el muchacho podía ser pobre, podía ser feo, insignificante, prieto y desaliñado, pero que si se atrevía a pretenderla era ambicioso, lo que quería decir que podía llegar muy lejos, y pidió permiso para que Pablo Santiago la visitara. Le dijeron que solamente por la ventana, y que aunque no fuera a entrar tenía que hacer la visita con zapatos, que nadie dijera que la pretendía un patirrajado. Pablo Santiago pasó de las notas escritas con ortografía violenta y de los versos flojos al susurro de los postigos, a las miradas embarrotadas, a mantenerse a raya detrás de una baranda. Era poco y era mucho. En realidad era un comienzo y eso era lo que importaba, lo demás ya estaba hecho y sólo tenía que esperar a que el tiempo se lo ofreciera, tal y como lo había soñado.
La obstinación que iba a salvar a Pablo Santiago, la que heredó Perla, fue la misma que me sacó a mí de Medellín y que, desde muy niño, hizo que la ciudad me incomodara así muchos dijeran que yo era el que incomodaba a Medellín. A Perla y a mí se nos volvió una tortura vivir en una ciudad enrejada por chismes, lenguas venenosas, prejuicios, donde todo está irremediablemente sujeto al qué dirán. Perla y yo nacimos distintos de ellos y por no parecernos a nadie nos señalaron. Le dije por no parecernos a nadie al descubierto, porque en la intimidad todos son como nosotros. Perla dijo todos se sacan mocos. Y se tiran pedos, dije yo. Y miran su mierda cuando cagan. Y se masturban pensando en quien uno menos piensa.
Primero me fui yo y después salió Perla, aunque me costó trabajo convencerla para que se viniera a París. Al poco tiempo de haber salido yo, ella parecía estar dispuesta a seguirme en cualquier momento, y siempre que la llamaba me decía ya me quiero ir de esta casa, aquí estas viejas creen que yo todavía soy una niña. Les podía más la costumbre que la realidad. Perla se quejaba: se les olvidó que ya me casé, que ya tuve dos hijos y sé más de la vida que todas estas viejas juntas. Pero cuando tuve todo listo para que ella viniera, se perdió, se fue para otro lado como si estuviera arrepentida de venir a vivir conmigo a París. La busqué pero Libia me dijo que Perla se había largado, no me dijo para dónde o no le dio la gana de decírmelo, hasta que de tanto llamar y tanto insistir me contó que andaba en Puerto Berrío, no veraneando como la imaginaba sino vagabundeando. Me dijo con el veneno que le inyectaba a cada cosa que decía: se fue de sinvergüenza porque salió igual al papá y porque es como vos. Yo para joderla le dije:
—Al menos no heredó su acidez, señora —y colgué.
A Perla la desperté porque allá todavía era de noche. La llamé y le dije Perla, todo está listo para tu viaje. Ella no me oyó, o no quiso oírme, y como si la estuviera llamando de la casa vecina me pidió que la llamara más tarde. Y cuando la llamé seis horas después, no me dio tiempo de hablarle de París y del viaje, sino que comenzó a contarme que había montado un negocio. Me dijo un berraco negocio. Un estadero, bar y bailadero, que para colmo de las casualidades había bautizado Gran Salón Versalles. ¿Qué tal?, me preguntó, en algún lado leí la palabra «Versalles» y me sonó elegante, ¿a vos cómo te suena?
—Aquí hay un palacio que se llama así —le dije.
Me preguntó decepcionada ¿dónde?, y casi desesperada ¿Gran Salón Versalles? Le dije que no se preocupara que nadie le iba a quitar su nombre, y le conté que el palacio de Versalles lo había construido un rey, Luis XIV, y que albergaba cómodamente a más de tres mil personas. Perla dijo pobre a la que le toque trapearlo.
—Lo vas a conocer cuando vengás —le dije.
—Ahora no puedo, Vidal, mirá que estoy metida en esto, ¿cómo me voy a ir?
Y siguió hablándome bellezas del lugar y a mí me costaba trabajo creerle; no podía concebir su estadero, bar y bailadero distinto de una ratonera en un Puerto Berrío polvoriento y caluroso. Quedamos en volver a hablar del tema cuando la llamara, unos días después.
París, se dijo Perla cuando colgó el teléfono y pensó en mi propuesta de que cogiera un avión y se viniera conmigo. Quiso sentarse porque sintió que se iba a ir de para atrás, pero cuando buscó una silla se dio cuenta de que llevaba un rato sentada. Se puso la mano en el pecho como había visto que lo hacían en las telenovelas en situaciones de conmoción, y buscó con la mirada el ventilador para ver si estaba apagado. No sabía qué la sofocaba, si la turbación o el mediodía en Puerto Berrío.
París, dijo, nombrando el misterio para tratar de recuperar la calma. Lo único que sabía era que quedaba en Francia. Sabía que había vino francés y papas a la francesa. Sabía, porque le encantaban los hombres, que Alain Delon además de bello era francés, al igual que Jean Paul Belmondo, que no le parecía tan bello pero que precisamente por eso le encantaba. Los había visto en las películas que llevaban a los cines de Medellín, pero por apreciarlos, por disfrutarlos y suspirar por cada uno, no se fijó en cómo era París en las películas.
Se puso de pie y se paró justo frente al ventilador, se abrió más el escote y dejó que el viento le refrescara el pecho sudoroso. Le preguntó, sin mirar, a alguien que sintió merodeando por ahí, ¿será que uno sí se acostumbra a estos calores? El que andaba por ahí era el administrador del Gran Salón Versalles, que estaba cerrando las ventanas por donde entraba el sol. Perla se volteó a mirarlo, sin dejar de ponerle el pecho al viento.
—¿Qué sabés de París, Fernando? —le preguntó.
Creo que Fernando andaba por los veintitantos, era de Puerto Berrío y lo único que hacía bien en la vida era pelear. Yo no lo conocí, y según Perla era muy hermoso. No tanto como vos, me tranquilizó, pero nunca me gustó que lo hubiera contratado, precisamente, por bello y por peleador.
—Una vez me comí una francesa que pasó por aquí —le dijo Fernando—, y a ella le gustó tanto que no se quería ir. A mí no me pareció gran cosa, le faltaba algo, no sé… algo.
—¿Qué algo? —le preguntó Perla, que se dio vuelta para ponerle la espalda al ventilador.
—Algo —dijo Fernando, acercándosele con caminado de macho de cantina.
—A lo mejor le faltaba una pierna y vos no te diste cuenta, con lo despistado que sos —le dijo Perla, preparada para atajar al semental. Fernando se detuvo y le sonrió. Perla le preguntó—: ¿y qué pasó con la francesa?
—Ahora que me acuerdo —dijo Fernando—, me parece que no era francesa sino alemana.
—¿Qué pasó con la alemana, entonces?
Fernando miró el escote de Perla, todavía empapado en sudor. Levantó los hombros sin levantar los ojos de la ranura del pecho, y le dijo:
—Se fue.
Perla le pidió que le acercara la silla, y mientras se la traía, ella le dijo:
—Cuando tengás algo más importante para contarme de Francia, me avisás.
—Lo que te tengo que contar es que quebraron dos botellas vacías de ginebra extranjera —le dijo Fernando.
—¿Quién las quebró?
—El marica ese limpiando el bar —dijo Fernando, y le puso la silla al lado, y ahí se quedó él también, muy pegado a Perla. Le comentó—: ese es el problema con los maricas, que como son nerviosos se les cae todo.
—Bueno, ya. No te quedés ahí. Andá a donde los recicladores a ver si tienen otras iguales.
—¿No me necesitás? —le preguntó Fernando.
—Aquí no —le dijo ella, y se pasó la mano por la frente. Él se retiró humillado.
Perla puso la silla más cerca del ventilador, pero no se sentó sino que se subió en ella. Se remangó la falda para refrescarse entre las piernas, y más arriba, donde nace el calor, porque ella, a sus cincuenta años, todavía tenía bríos para treparse en sillas, para dejarse trepar a alguien encima y para guerrear con los apuros de su nuevo negocio.
Pero una nueva inquietud se les atravesó a las demás. Ya no era la reputación del local, ni las deudas, ni las botellas vacías de ginebra extranjera en las que echaba ginebra nacional. Parada en la silla, con la falda levantada y con el chorro del ventilador enfriándole el coño sólo pensaba en París, y en todo lo que su viaje implicaba. De sólo imaginarlo sintió un espasmo en el cuerpo, como si le caminara por dentro un ratón.
2
La muerte que me espera, «la mort m’attend comme une princesse à l’enterrement de ma jeunesse». Después de varios tragos, casi a punto de cerrar el café Hugo, le recité a René la canción que tanto me gustaba, y le pregunté ¿cómo anuncia uno que se va a morir? Lo que me dijo René me entró por un oído y me salió por el otro: todavía estás vivo y es posible que puedas vivir muchos años más. A lo mejor yo me muero primero que tú. Sólo me oía a mí mismo preguntándome cómo le contaría a Perla, para empezar, y al pensarlo me imaginé todas las vueltas que todavía tendría que dar antes de conseguir el valor. Vueltas y vueltas para entender la simpleza de que la muerte propia duele porque uno piensa en los demás y en el tiempo que no nos va a tocar con ellos. Puro sentimentalismo, me dijo René, aunque solamente verte me pone sentimental. Se quedó mirándome y dijo en un mundo de feos los bellos no deberían morir. Ya no soy bello, le dije, lo fui hasta hoy. Él negó con la cabeza y dijo nada podrá acabar con tu hermosura, ni la muerte. Me dio rabia su sensiblería pero no era el momento para rabiar. Levanté la copa y brindé con el último sorbo de coñac, con la voz rajada le dije: entonces, por el más bello del cementerio.
Aún sin haber nacido, desde mucho antes, nuestras historias comenzaron a trazarse, a converger o a distanciarse para alterar lo que pudimos haber sido, si no fuera porque a los que estuvieron antes que nosotros también les cambió la vida, antes de nacer o después.
Tal vez Perla y yo no habríamos coincidido en lo que hicimos y planeamos si por allá, a mediados de los años cuarenta, Pablo Santiago no se hubiera partido en dos sacándole el oro a cuanto río había alrededor. Doblado en cada orilla por los llanos de Cuivá, por San Andrés de Cuerquia, Frontino, incluso llegó hasta El Bagre, siguiéndole el cauce al río Nechí. No dejó de preguntarse nunca y en ningún lado por qué eran tan pobres los pueblos donde había oro, por qué Yarumal era tan menesteroso si tenía la mina de filón más grande de Colombia, la Berlín, donde muchas veces fue a pedir trabajo hasta que finalmente lo aceptaron. Ya estaba cansado de estar al sol y al agua, con ganas de sombra y de estar con Libia, de casarse con ella aunque por entonces sólo se miraban de lejos. Ella, que también empezaba a sentir el cosquilleo de las hormonas, se sentía traicionada en sus pensamientos porque cuando lo miraba se imaginaba que Pablo Santiago no iba a poder salir del agua, no sería capaz de asumir lo que ella le iba a exigir más tarde: una boda grande, una casa grande y una familia para llenarla.
Libia no se alegró con el nuevo trabajo de Pablo Santiago. Pasar del río a la mina no le parecía gran cosa, así él le hubiera dicho que al menos tenía asegurado un ingreso mensual. Libia, agarrada a los barrotes de la ventana, le dijo que a los únicos que enriquece el oro es a los dueños de las minas, y Pablo Santiago entendió que no los separaba únicamente la ventana, le dijo yo no sabía que lo que querías era casarte con un hombre rico. Libia agarró con fuerza los postigos y a punto de tirarlos le dijo entre dientes no seás pendejo, Pablo Santiago, lo único que quiero es que me saqués de aquí y me des una casa para vivir. Y cerró la ventana para terminar la visita.
Pablo Santiago le cogió confianza al oficio. Del agua a la roca hay más que dureza, hay toda una labor minuciosa y él fue aprendiendo a pellizcarles el oro a las paredes en la oscuridad del subsuelo de la mina Berlín. Si antes odiaba el sol en la espalda y el río ingrato que casi siempre no aflojaba más que cascajo, abajo, en los socavones, comenzó a extrañar el aire limpio, el espacio abierto y la libertad de moverse a su antojo a lo largo de las riberas. Cambió el sonido del agua fluyendo por el martilleo contra las vetas, que además le recordaba el ventanazo de Libia en la cara.
Se fue a otro túnel a probar suerte y allí vio a un compañero muy concentrado en lo que alumbraba su linterna: un trozo de roca tan pequeño como un maní. El minero masticaba chicle y cuando detallaba algo en la piedra dejaba de masticar, la movía en los dedos y masticaba, la observaba y dejaba de masticar hasta que se sacó el chicle de la boca y lo pegó a la roca negra, alumbró el amasijo con la luz de su casco y sonrió. Pablo Santiago vio un brillo en el chicle. El minero se lo pegó en el pelo, atrás, y al mover la cabeza alumbró a Pablo Santiago y se petrificó. Se asustó tanto que arrancó de nuevo el chicle y con pelos y todo se lo extendió a Pablo Santiago, diciéndole si no contás nada te lo regalo. Alumbrado por la necesidad y por el amor a Libia, Pablo Santiago le respondió: no, con el secreto tengo.
(—¿Fue ese chicle o los que siguieron el detonante de nuestra historia? Ahora lo veo así: la vida, como si fuera agua, sigue un cauce, pero cuando el caudal encuentra bifurcaciones se mete en ellas y forma un lago o un riachuelo o, incluso, si el ramal es mayor que el cauce puede cambiarlo todo, robarse el caudal y cambiarle el destino.
—Repetime todo que no entendí nada —me dice).
Pablo Santiago nunca lo vio así, nunca utilizó la palabra hurto para referirse al oro que pegaba al chicle y escondía en el pelo. Con esto me ajusto, decía. Creía que era la vida haciendo justicia, cambiándole su destino para su beneficio y el de Libia, y a los que vendríamos después: a Perla y a mí, que me atravesaría más tarde en sus caminos como una pequeña hendidura en la tierra que se vuelve río y después lago, que reposa quieto pero intranquilo, como ahora que me preocupa Perla. La veo desesperada abriendo las puertas del armario donde guarda el trago. Casi puedo oírla gritando, casi puedo verla corriendo a la cocina, abriendo alacenas y vociferando. La veo yendo a su cuarto y tirando los cajones al piso. Ruedan dos botellas vacías.
—¡Anabel! —grita Perla a todo pulmón. La llama—: ¡Anabel!, ¡Anabel! —sigue buscando en el baño, en el ropero o donde sospeche que alguna vez guardó una botella de aguardiente. Anabel aparece en la puerta.
—Oui? —dice, en una mueca.
—Vieja borracha —le dice Perla—, te me tomaste todo el trago.
—Nos lo tomamos —le aclara Anabel—. Yo no soy como vos que bebés sola.
Perla empalidece como si el hallazgo fuera macabro. Descompuesta, revienta una de las botellas vacías contra el piso, sin importarle que una esquirla la pueda herir. Anabel se lleva las manos a la cara y exclama mon Dieu! Perla la mira aterrada, olvida el estruendo y le pregunta ¿qué dijiste?
—Mon Dieu —dice Anabel, sonriente.
—¿En qué andás, negra malparida?
—Estoy aprendiendo francés.
Cuando Perla era una niña fea, a su casa llegó una criatura más fea y negra llamada Anabel. Su papá había aparecido con ella de la mano y se la presentó a todos, dijo que de ahora en adelante la niña viviría con ellos. Después Libia lo llamó aparte y le preguntó ¿es hija tuya? Pablo Santiago le respondió que no, que iba a vivir en la casa pero que no sería una hija más. Libia regresó entonces a donde las niñas y las encontró como las había dejado: todas frente a Anabel, mirándola con odio y ella sosteniéndoles la mirada. Libia dijo ya oyeron, y eso bastó para que entendieran que no había nada que hacer para sacar a la recién aparecida. Libia le preguntó a Pablo Santiago dónde iba a dormir Anabel, si con las niñas o en el cuarto de servicio. Con las niñas, dijo el papá. Anabel no se mosqueó con la pregunta de Libia ni con la respuesta de Pablo Santiago. Las niñas no querían compartir el cuarto con ella, que por fea, que por olorosa y por oscura. Antes de acostarse, Perla le dijo a su mamá Anabel es casi negra, y Libia le respondió no, no es negra. Perla insistió es casi negra, y su mamá le dijo casi, pero no lo es. Esa noche y todas las que siguieron, Anabel durmió en un catre, en un rincón alejado de las camas, como un animalito asustado.
Ahora es Perla la que se lleva las manos a la cara para sostener la risa. ¿Vos aprendiendo francés?, pregunta. Se tira en la cama, boca arriba, agarrándose la barriga. Y Anabel, con los brazos en jarra, le dice:
—Si vos lo aprendiste a hablar en cosa de dos años, ¿por qué no lo voy a aprender yo?
Perla se echa de medio lado, se limpia las lágrimas y dice vos que sos un animal, Anabel, tenés que aprender como las loras. Luego le pregunta ¿y quién te está enseñando?
—Ya te lo dije —responde Anabel.
—No me has dicho nada.
—Te lo dije y no paraste bolas, pendeja.
—No me digás «pendeja» —le exige Perla—. Respetame.
—Oui —dice Anabel.
Se lo había dicho pero Perla no le puso atención. Anabel se lo contó cuando Perla, trepada en un taburete, trataba de clavar una puntilla para colgar otra foto mía: yo, de diez años, jugando con el agua de una manguera en el patio de la casa de la abuela. Anabel le dijo: dos pisos más abajo trabaja una ecuatoriana que se llama Dayessi, y Perla lo único que contestó fue muy bien. Pero se refería a mi foto enmarcada que acababa de colgar.
—Su nombre quiere decir «sí» en tres idiomas —continuó Anabel, pero Perla seguía en lo suyo.
—Ayudame a bajar de aquí —le pidió Perla.
—En ruso, en inglés y en español —le explicó Anabel, mientras le daba la mano para que Perla se bajara. Luego, molesta, le dijo—: no me estás poniendo atención, ¿cierto?
—No —le dijo Perla. Dio dos pasos hacia atrás y miró la foto con dolor—. Tan bello mi Vidal —dijo después.
Con este retrato quedaba llena con mis fotos la pared que estaba junto al altar que me hizo Perla. El altar crece cada día con un detalle, un santo nuevo, una vela más, con cualquier cosa que me recuerde. Ella reza ante él para que yo aparezca pronto y desde él yo imagino cómo vive Perla sin mí.
De todas maneras a Anabel le tocó repetirle el cuento, muy a su pesar, aunque siempre contaba con emoción el asunto del nombre en tres idiomas.
—Con tanto «sí» debe ser muy puta —comentó Perla, y preguntó—: ¿cuántos años tiene?
—Ella dice que tiene treinta y cinco, pero yo creo que tiene más.
Ahora que lo ha recordado, Perla se levanta a mirar el reguero de vidrios que hay en el piso del baño, y le dice a Anabel: así que esa es la que te está enseñando. Con el pie comienza a arrumar los trozos en una esquina, y le pregunta:
—¿Con quién me dijiste que trabajaba?
—En el cuarto piso —dice Anabel.
—Con los Villeret —susurra Perla.
—Eso —dice la otra.
Perla sigue juntando vidrios y dice a esos se les olvidó cómo saludar después de que murió Adolphe. Le pide a Anabel que traiga una escoba, y antes de salir, Anabel le dice:
—Dayessi habla muy bien francés.
—Cómo será —exclama Perla, mientras se agacha, con dificultad, a recoger un pedazo grande de vidrio que quedó de la quebrazón.
Desde que tuvo su bar en Puerto Berrío se acostumbró a vivir entre vidrios rotos. Desde que la conozco ha vivido entre botellas porque siempre le ha gustado el trago o es posible, según me dijeron, que sólo empezara a beber después de la muerte de Sandrita. Lo que sí es cierto es que de Puerto Berrío viene su relación con el estruendo de vidrios, de vasos y botellas. Cuando llegó a Puerto Berrío sólo encontró los escombros de lo que alguna vez fue un pueblo lleno de riqueza y de gracia. Su ubicación junto al río Magdalena fue vital para el desarrollo de Medellín, que enclavada en una trabazón de montañas estaba mil veces más aislada que cualquier isla, y cuando pudo comunicarse con el mundo a través de un ferrocarril hasta el Magdalena, Puerto Berrío se convirtió en el eslabón que faltaba para rescatar a Medellín del olvido. Eso fue mucho antes de que llegara Perla, que llegó con un retraso de cuarenta o cincuenta años a un pueblo al que su cuarto de hora sólo le duró diez.
—Llegaste medio siglo tarde, Perla —le dije.
—Así es todo lo mío —dijo molesta—. Mirá que ni siquiera coincidí en el tiempo con vos.
—Así es todo lo nuestro —le dije, pero yo me refería a Colombia, donde no hay tiempo para el esplendor—. Apenas nos levantamos ya comenzamos a caer.
Ella llegó con la idea de un puerto exuberante al que arrimaban lanchones de tres pisos llenos de ganado, donde se negociaba oro en cada esquina. Por allí entraba el comercio de Europa y Estados Unidos: telas, vajillas, herramientas, máquinas para la industria que nacía, guantes y paraguas de seda, perfumes, lentes para leer, espejos, muñecas, cianuro para la minería y para los deprimidos. A Puerto Berrío llegaba todo el que pensara en fortuna: los circos, los boxeadores, los políticos a inscribir sus candidaturas presidenciales. Paraban los vapores de lujo que navegaban por el río hasta el mar Caribe, y que por primera vez ofrecían comedores lujosos, salones de tertulia, camarotes con ventiladores, servicios de comedor con me