LA HISTORIA DE CÓMO ACABÉ MONTANDO el Consultorio de Cartas del Tarot de la Ratonera puede contarse en cuatro castigos en el instituto, tres avisos enviados a casa, dos boletines de malas notas y un martes por la tarde en el que terminé encerrada en un armario.
Te daré la versión corta.
La señorita Harris me castigó porque le lancé un zapato al señor Bernard. Fue mi forma de vengarme cuando me llamó estúpida por no saberme los verbos de italiano. Mi respuesta fue decirle que, de todas maneras, aprender italiano era absurdo, y que todos tendríamos que estar estudiando español porque en el mundo hay mucha más gente que habla español. Entonces el señor Bernard me dijo que si de verdad creía que iba a aprender español más rápido de lo que estoy aprendiendo italiano ahora, era una ilusa. Se volvió de nuevo hacia la pizarra.
Y entonces le tiré el zapato.
No le di. Me gustaría dejarlo claro. Solo golpeó la pizarra, a su lado. Aunque eso no parece importarle a nadie, salvo a mí. Quizá, si tuviera una mejor amiga —o, en realidad, cualquier tipo de amiga cercana—, tendría a alguien que diera la cara por mí. Que les dijera que fue una broma y que yo nunca haría daño a un profesor a propósito. Alguien que pudiera explicar lo que me pasa: que a veces la frustración y la rabia me invaden y salen disparadas hacia el exterior de maneras que no soy capaz de predecir ni controlar.
Pero esa amiga no existe, y tampoco tengo claro si, en caso de existir, me la merecería.
El castigo empieza el martes por la mañana, y la señorita Harris me recibe en su despacho y luego me acompaña al sótano.
En los cuatro años que llevo en el St Bernadette’s, las tuberías de aguas residuales se han congelado y estallado dos veces, y eso por no hablar de la inundación anual. Como consecuencia, las dos aulas minúsculas que hay aquí abajo están cubiertas de moho verde como la hierba, y un olor a humedad, a hongos, lo impregna todo. Los profesores evitan programar clases aquí siempre que pueden, así que es lógico que se utilicen mucho para los castigos, los exámenes y el almacenamiento de cachivaches inútiles de los que nadie se toma la molestia de deshacerse.
El santo grial de todo esto es la Ratonera, un armario empotrado largo y profundo que a todo el mundo le recuerda a la sala de torturas de la Trunchbull en Matilda.
La señorita Harris señala el armario con un gesto teatral del brazo.
—¡Tachán!
—¿Quiere que limpie la Ratonera? —resoplo—. Eso es inhumano.
—¿Más inhumano que tirarle un zapato a alguien, Maeve? Asegúrate de separar los residuos reciclables del resto.
—No le di —protesto—. No puede dejarme aquí sola limpiando esto. Señorita, puede que ahí dentro haya una rata muerta.
Me pasa un rollo de bolsas de basura negras.
—Pues en ese caso iría al contenedor de «resto».
Y ahí me deja. Sola. En un sótano espeluznante.
Es imposible saber por dónde empezar. Comienzo toqueteando las cosas, refunfuñando para mí que así es el St Bernadette’s. No es como los institutos normales. Durante mucho tiempo fue una enorme casa señorial victoriana, hasta que en algún momento de la década de 1960 la heredó la hermana Assumpta. Bueno, la llamamos «hermana», pero en realidad no era monja: era novicia, como Julie Andrews en Sonrisas y lágrimas, y abandonó el convento y fundó un colegio de «chicas de buena familia». Seguro que le pareció una buena idea cuando el número de chicas «de buena familia» de toda la ciudad ascendía a alrededor de una decena. Pero ahora somos unas cuatrocientas, todas metidas a presión en esta casa ruinosa, en aulas que van de los barracones prefabricados llenos de corrientes de aire a los viejos dormitorios reformados en el desván. Es obsceno lo caro que resulta enviar a tu hija a estudiar aquí. Debo tener cuidado de cuánto me quejo delante de mis padres. A fin de cuentas, los otros cuatro no tuvieron que venir aquí. Fueron lo bastante inteligentes para lograr terminar sus estudios en centros gratuitos y sin ayuda.
El St Bernadette’s cuesta alrededor de dos mil euros por trimestre, y no sé adónde irá a parar ese dinero, pero a higiene y seguridad está claro que no. Al principio ni siquiera consigo entrar en la Ratonera por culpa de todos los pupitres y sillas rotos que tiene apilados dentro, bloqueando el acceso. Una nueva bocanada de polvo y podredumbre me asalta la nariz cada vez que libero un mueble. Intento sacarlos uno a uno y formar una pila ordenada en la esquina del aula, pero cuando las patas de las sillas comienzan a desengancharse entre mis manos, a golpearme las piernas y a hacerme carreras en las medias, la pila se vuelve menos organizada. Me quito el jersey del uniforme y empiezo a lanzar la basura hacia la otra punta del aula como una campeona olímpica de jabalina. Al cabo de un rato, se convierte en catártico.
Una vez sacados todos los muebles, me sorprende ver la cantidad de espacio que hay en la Ratonera. Siempre había pensado que no era más que un armario grande, pero está claro que antes era una especie de despensa. Aquí dentro podrían entrar tres o cuatro chicas sin problema. Es bueno disponer de esta información. Nunca hay demasiados escondites. Necesitaría una bombilla o algo parecido, eso sí. La puerta pesa tanto que tengo que ponerle una silla delante para que se mantenga abierta, y aun así me muevo casi a oscuras.
Los muebles, sin embargo, no son más que el principio. Hay montañas de periódicos, revistas y libros de texto antiguos. Encuentro exámenes de 1991, anuarios Bunty de la década de 1980 y un par de ejemplares de una especie de revista llamada Jackie. Dedico un rato a hojearlas, a leer las páginas de los consultorios y los extraños culebrones ilustrados que se desarrollan a lo largo de diez viñetas. Están tan pasados de moda que resultan ridículos. Las historias tienen títulos como «¡Millie es todo un partido!» y «¡Una cita con Destiny!».
Leo «¡Una cita con Destiny!». Resulta que Destiny es el nombre de un caballo.
Cuando llego al fondo, las cosas empiezan a ponerse interesantes de verdad. Hay un par de cajas de cartón apiladas contra la pared, cubiertas por una gruesa capa de polvo blanquecino. Bajo la primera al suelo, la abro y me encuentro tres walkmans de la marca Sony, un paquete de cigarrillos Superkings, una botella medio vacía de licor de melocotón pegajoso y una baraja de cartas.
Contrabando. Aquí es donde deben de haber ido a parar todas las mercancías confiscadas.
También hay un único pasador de pelo con un angelito de plata que parece muy puro y santo al lado de los pitillos y el alcohol. Me lo pruebo un instante y entonces me agobio por si tiene piojos, así que lo tiro a una bolsa de basura. Solo un walkman tiene un casete dentro, así que me pongo los auriculares y le doy al «play». Sorprendentemente, funciona. El casete empieza a dar vueltas. «¡Me cago en la leche!».
Unos acordes de bajo, alegres y lentos, me retumban en la cabeza. Dum-dum-di-dum-de-dum. La voz de una mujer me susurra, infantil y dulce. Empieza a cantar sobre un hombre al que conoce, que tiene los dientes blancos como la nieve, un verso que me parece una tontería. ¿De qué otro color esperaba que fueran?
Sigo escuchando y me engancho la pinza del walkman a la falda. La mayoría de las canciones no las reconozco, pero todas tienen un dejo grunge y artístico. Son canciones en las que se oye la sombra de ojos mal aplicada. No recuerdo la última vez que escuché algo sin saber justo lo que era. Ni siquiera tengo claro si quiero descubrir qué es. Me mola bastante no saberlo. Escucho el casete una y otra vez. Hay unas once canciones en total, todas cantadas por hombres con voces muy agudas o mujeres con voces muy graves. Abro la tapa para ver si es un recopilatorio casero. El único adorno es una etiqueta blanca y alargada en la que pone: PRIMAVERA 1990.
Intento bajar otra caja pesada, pero el cartón húmedo se rompe por debajo y se me cae todo encima. Me llevo un buen trompazo en la cara. Algo debe de estrellarse contra la puerta, porque la silla que había puesto para dejarla abierta se vuelca de repente y la Ratonera se cierra.
Me veo sumergida en una oscuridad apestosa. Tanteo desesperadamente a mi alrededor en busca del picaporte y me doy cuenta de que no hay. Pues puede que al final no sea una despensa. Quizá no sea más que un armario.
La música sigue sonando en mis oídos. Ahora no me parece divertida y animada. Da miedo. Morrissey canta en inglés sobre «Cemetry gates», las puertas de un cementerio. El casete se queda atascado mientras aporreo la puerta, una especie de hipido al final de la palabra «gates».
—¿HOLA? —grito—. ¡EH, HOLA! Estoy ENCERRADA AQUÍ DENTRO. ¡Estoy ENCERRADA EN LA RATONERA!
«… cemetry gAtEs, … cemetry gAtEs, … cemetry gAtEs, … cemetry gAtEs…».
El armario, que hace tan solo unos minutos me parecía tan espacioso, ahora me parece una caja de cerillas a punto de que le prendan fuego. Nunca me había considerado claustrofóbica, pero cuanto más se me caen encima las paredes, más pienso en el aire que hay aquí dentro, que ya me resulta tan espeso y viciado que podría asfixiarme viva.
«No voy a llorar, no voy a llorar, no voy a llorar».
Yo no lloro. Yo nunca lloro. De hecho, lo que me ocurre es peor. Se me sube toda la sangre a la cabeza y, aunque estoy a oscuras del todo, percibo manchas moradas en mi campo de visión y pienso que estoy a punto de desmayarme. Busco a mi alrededor algo a lo que agarrarme y rozo con la mano algo frío, pesado y rectangular. Algo que parece papel.
Al walkman se le están empezando a acabar las pilas. «… cemetry gAtEs, … cemetry gAtEs, … cemetry gAaaaaaaateeeees…».
Y luego nada. Silencio. Silencio excepto por mis gritos de socorro y mis puñetazos contra la puerta.
La puerta se abre de golpe y es la señorita Harris. Estoy a punto de caerme encima de ella.
—Maeve —dice con cara de preocupación.
A pesar del pánico, verla tan preocupada me produce una satisfacción malsana. «Chúpate esa, zorra».
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
—Se me ha cerrado la puerta —digo balbuceando—. Se ha cerrado sola, y me he quedado encerrada, y…
—Siéntate —me ordena. Rebusca en su bolso y saca una botella de agua, desenrosca el tapón y me la pasa—. Bebe a sorbitos. No vomites. Estás jadeando, Maeve.
—Estoy bien —digo al fin—. Solo es que me ha entrado pánico. ¿Es ya la hora de comer?
Ahora sí que parece inquietarse.
—Maeve, son las cuatro de la tarde.
—¿Qué?
—¿Quieres decir que no has comido? ¿Has estado aquí todo este tiempo?
—¡Sí! ¡Usted me dijo que me quedara aquí!
Niega con la cabeza, como si yo fuera ese caldero mágico del cuento que no deja de verter su contenido hasta que pronuncias la palabra mágica para que pare.
—¿Sabes? —dice mientras entra en el armario (y durante un instante me planteo encerrarla dentro)—, es asombroso lo que eres capaz de hacer cuando te aplicas. No tenía ni idea de que hubiera tanto espacio aquí dentro. Eres una maga. Bien hecho.
—Gracias —contesto con voz débil—. Supongo que de mayor seré limpiadora.
—Creo que deberías lavarte bien en el baño y marcharte a casa —dice, y entonces me doy cuenta de la pinta que debo de tener. Estoy cubierta de polvo de pies a cabeza, tengo las medias destrozadas y la camisa del uniforme llena de trocitos de telaraña enganchados—. ¿Estás segura de que estás bien?
—Sí —respondo, algo borde esta vez.
—Nos vemos mañana. Ya pensaremos entonces qué hacemos con todos estos muebles. —Se dirige hacia la puerta mientras vuelve a colgarse el bolso al hombro. Se da la vuelta para echarme un último vistazo y entonces ladea ligeramente la cabeza—. Vaya —dice al fin—, no sabía que te gustaran las cartas del tarot.
No tengo ni idea de a qué se refiere. Después bajo la mirada. Allí, aferrada entre mis manos, hay una baraja de cartas.
DE VUELTA A CASA, EN EL AUTOBÚS, EXAMINO las cartas. No soy capaz de averiguar qué patrón se supone que siguen. Algunas llevan un título, como el Sol, el Ermitaño o el Loco, pero otras tienen números y palos. Sin embargo, no son los palos de corazones, tréboles, picas y diamantes. Aquí son bastos, que son unos palos largos, gruesos y marrones; copas, que parecen cálices para beber vino; espadas, que no son más que espadas; y oros, que son pentáculos, estrellitas dentro de un círculo.
La mayor parte de las cartas son dibujos de personas en tonos rojos, dorados y morados intensos, y todos los personajes están profundamente concentrados en la tarea que desempeñan. Hay un hombre tallando una placa, pero la está tallando como si le fuera la vida en ello. Nadie se ha aplicado jamás como se está aplicando este tío. Es el ocho de oros, me dice la carta. Me pregunto qué significará. «¿Vas a tallar hoy una placa?».
Ya he visto las cartas del tarot otras veces, claro. A veces salen en las películas. Una pitonisa echa las cartas y dice algo vago, y tú, el espectador, estás convencido de que es una timadora. Pero entonces dice algo concreto que hace que te tenses y prestes atención: «¿Y qué opina de esto tu marido? Steve, ¿verdad?», o algo así.
Las ojeo deprisa y me fijo en que todas están marcadas siguiendo un sistema muy similar al de las cartas normales y corrientes. Cada palo está dividido en as, dos, tres, cuatro, cinco y así hasta diez. También hay familias reales: sotas, caballos, reinas, reyes. A mi antigua mejor amiga, Lily, le encantarían. Uno de nuestros primeros juegos inventados se llamaba «Caballeras», y básicamente consistía en que las dos fingiéramos montar a caballo por su jardín trasero mientras vencíamos a dragones y salvamos a príncipes. A lo mejor Lily sigue jugando a Caballeras en su cabeza, pero ya no nos hablamos.
Mientras pienso en Lily, otra carta me llama la atención. Esta parece distinta a las demás y hace que se me encoja el estómago cuando la toco. Se me nublan los ojos durante un instante, como si acabara de despertarme. ¿Es la cara de una mujer? La saco para mirarla, pero desde el fondo del autobús me llega un ruido que me obliga a darme la vuelta. Es un grupillo de chicos del St Anthony’s. ¿Por qué tienen que gritar tantísimo los chicos en el autobús? Se están pasando algo de unos a otros, y luego se ríen a carcajadas, aunque no es un sonido agradable y alegre. Es sórdido. Capto un atisbo de algo y veo que ellos también tienen unas cartas.
Vaya, qué raro. ¿Justo el día en que yo me encuentro unas cartas del tarot es también el día en que a los chicos del St Anthony’s les da por lo mismo?
De repente, Rory O’Callaghan se levanta de su asiento y enfila el pasillo, aunque sé que para llegar a su parada —la misma que la mía— queda una eternidad.
—Eh, Maeve —dice tras detenerse cerca de mí—. ¿Puedo…?
—Claro —contesto.
Este día es cada vez más raro. Aquí estaba yo, pensando en Lily, y de repente aparece su hermano mayor. Rory y yo nos conocemos desde que éramos pequeños, pero nunca hemos sido amigos. Lejano, impresionante y rara vez visible, fue igual que un cometa a lo largo de mi infancia.
Se sienta y veo que tiene la cara totalmente roja y los ojos brillantes. No le pregunto qué ha pasado. Rory siempre ha sido algo así como un blanco fácil. Sus rasgos grandes y suaves y sus hábitos solitarios lo convierten en un marginado en un instituto como el St Anthony’s, donde si no juegas al fútbol o al hurling, es como si estuvieras muerto. Seguro que el hecho de que los O’Callaghan sean protestantes en una ciudad en su mayoría católica tampoco ayuda. No son practicantes; nadie lo es, no de verdad. Pero el ser protestantes les confiere un aire algo británico. Una especie de energía educada, retraída, de la que los chicos se aprovechan para burlarse.
—¡Rory! —grita uno de los chicos—. ¡Eh, Rory! ¡Roriana! ¡Roriana Grande, vuelve!
Rory abre y cierra varias veces sus enormes ojos de color avellana, que es cierto que se parecen un poco a los de Ariana Grande, y se vuelve hacia mí.
—Bueno, ¿cómo estás?
—Estoy bien —contesto mientras barajeo las cartas.
Me gusta el tacto del cartón frío. Es agradable si eres de esas personas que no saben qué hacer con las manos.
Rory palidece cuando ve las cartas.
—Uf, mierda. Tú también las tienes.
Me quedo perpleja y pongo las cartas boca arriba para mostrarle las ilustraciones recargadas.
—¿Unas cartas del tarot?
En ese momento, uno de los chicos se acerca corriendo por el pasillo.
—Eh, Roriana Grande, ¿le has enseñado esto a tu novia?
El chico, que no sé cómo se llama, me planta unas cuantas cartas delante de la cara y, de pronto, pillo la broma. No son del tarot. Es una de esas barajas un poco asquerosas, pornográficas. Chicas desnudas con tetas enormes y unos tangas tan apretados que te provocarían candidiasis. Y hay una fotocopia de la fotografía escolar de Rory pegada en todas las caras. Rory finge mirar por la ventanilla, consciente de que, si intenta coger las cartas o reacciona de cualquier otra forma, conseguirán justo lo que están buscando.
Este es, sin lugar a duda, el momento más incómodo jamás vivido en el autobús de Kilbeg.
—Espera un segundo —digo en tono aplicado, como si estuviera examinando a alguien de su trabajo de final de curso. Miro al chico—. A ver, ¿has fotocopiado, recortado y pegado la foto de Rory en las cincuenta y dos cartas de una baraja?
Se echa a reír y les hace un gesto a sus amigos con cara de «¿a que soy graciosísimo?».
—Vaya, debes de estar absolutamente obsesionado con él —digo en voz alta, y el chico me lanza una mirada asesina y vuelve al fondo del autobús.
Rory y yo nos quedamos callados. Por el rabillo del ojo veo que lleva las uñas de color rosa. No es un fucsia llamativo, intenso, sino un rosa suave, del color de una zapatilla de ballet. Tan parecido a su propio color de piel que al principio casi no lo notas.
Cuando nos bajamos en nuestra parada, él echa a andar en dirección contraria con un «Adiós» apenas susurrado.
Mi casa está a más de veinte minutos andando de la parada del autobús, pero es un paseo agradable, y en días como hoy, incluso lo espero con ganas. Tengo que caminar a lo largo del río; la enorme extensión de agua azul grisácea del Beg me queda a la izquierda, y las murallas de piedra de la ciudad antigua, a la derecha. Hace un siglo, Kilbeg era el centro de la ciudad, porque aquí era donde estaban los muelles. Era un puerto comercial, uno de los más importantes de toda Irlanda, y todavía hay muchas viejas plazas de mercado y puestos de ganado que son reliquias de aquella época. Hay incluso un bebedero, que ahora lleva décadas seco, en el que la gente ataba a sus caballos. Cuando aún estaba en primaria, hice un trabajo sobre los motines que tuvieron lugar aquí durante la Gran Hambruna, cuando los terratenientes exportaron los cereales a pesar de que los irlandeses se estaban muriendo de hambre. Gané un premio. El primero de mi vida, y lo más seguro es que sea el último.
Nuestra casa parece grande desde fuera, pero no lo es tanto cuando piensas en que, en un momento dado, los siete vivimos aquí. Sí, siete. Mamá, papá, mi hermana mayor Abbie, los dos chicos —Cillian y Patrick—, Joanne y luego yo. La gente siempre me pregunta cómo es tener tantos hermanos, sin darse cuenta de que Abbie me saca quince años, Cillian trece, Patrick diez y Jo siete. Se parece más a tener un montón de padres.
—Hola —saluda Jo desde la cocina.
Está preparando algún tipo de bizcocho. Últimamente le ha dado por ahí. Rompió con su novia hace un par de meses y está viviendo con nosotros hasta que termine el máster. No tengo ninguna gana de que vuelvan a estar juntas, aunque mi madre cree que podría estar escrito en las cartas. Cuando estamos solo mis padres y yo, esto es aburridísimo.
—Eh, has llegado pronto a casa —respondo tras dejar caer la mochila en el vestíbulo y entrar en la cocina—. ¿Qué estás haciendo?
—Uf, había no sé qué locura de protesta cristiana justo delante de la ventana de la biblioteca, así que me he venido a casa. —Se lame un poco de masa del dedo—. Blondies de pistacho y almendras.
—Madre mía. ¿Por qué protestaban? ¿Y por qué siempre tienes que hacer bizcochos que saben a sal?
—No están salados —dice mientras aplasta los frutos secos con el culo de una botella de vino. Siempre se desespera porque en esta casa no hay utensilios de cocina como es debido, pero con cinco hijos y trabajando, mi madre no se tomaba ciertas molestias—. Están sabrosos. Y estaban protestando por la exposición de Kate O’Brien, diciendo que los contribuyentes no deberían pagar por el arte sobre gente queer. Como si quedara arte bueno. —Forma un cuenco con las manos y traslada los frutos secos a una taza—. ¿Qué tal el castigo del instituto?
—Pues… Bien.
—¿Te has disculpado con el señor Bernard como te dije que hicieras?
—No.
—¡Maeve!
—¡No le di!
—No se trata de eso. Al menos tendrías que disculparte por comportarte mal a todas horas e interrumpir su clase a propósito.
Lo odio. Mal comportamiento. ¿Por qué la gente se da tanta prisa en identificar que seas divertida con que seas una sociópata? Cuando una chica es callada, solo dicen: «Es una chica callada, es su personalidad». Si es una autoexigente de tres pares de narices, solo dicen que es ambiciosa. No lo cuestionan. Jo era tan obsesiva con sus estudios que el estrés le provocó psoriasis durante los exámenes de acceso a la universidad, y nadie dijo nada aparte de que era una chica con las metas claras.
—Y, además —dice mientras rocía el contenido de la taza sobre la masa de los blondies—, no entiendo por qué los idiomas te resultan tan difíciles. Eres muy locuaz. Solo tienes que memorizar los verbos apropiados en los tiempos importantes. Todo lo demás es fácil.
¿Solo? ¿Solo tienes que memorizarlos?
¿No se da cuenta de lo imposible que es?
Y, sin embargo, hay otras que lo hacen. Todas las demás chicas con las que hablo sacaron al menos dieciocho o diecinueve de veinte en el último examen de vocabulario, mientras que a mí me costó superar el diez.
Justo antes de empezar a estudiar en el St Bernadette’s, mi madre me llevó a un médico especial para ver si era disléxica. Creo que todo el mundo tenía la esperanza de que lo fuera.
«Es que sé que tiene algún poder oculto —le dijo mi madre al médico, intentando convencerse a sí misma tanto como a él—. De todos mis hijos, fue la que más pronto empezó a hablar. A los once meses ya hablaba. Con oraciones completas».
Querían una explicación para mi bajo rendimiento académico. Sobre todo, los chicos, que son los dos muy de ciencias. Llamaban todos los días con nuevas teorías sobre por qué me estaba quedando tan rezagada. «¿Nos hemos planteado que pudiera ser una cuestión de oído? —sugirió Cillian un fin de semana que vino a casa—. A lo mejor es que no oye lo que dice el profesor».
Paradójico, teniendo en cuenta que la única razón por la que sé que dijo eso es porque lo estaba oyendo desde la habitación de al lado.
No soy disléxica, ni ciega, ni sorda. Por desgracia para todo el mundo, solo soy corta.
Me lamo el dedo y empiezo a presionarlo sobre la encimera para recoger las migas de pistacho y llevármelas a la boca.
—Maeve. Qué asco. Para. No quiero tus babas en estos blondies.
—¿Por qué? ¿Para quién son?
—Para nadie. ¿Qué pasa, que tiene que ser una ocasión especial para que no quiera blondies babeados?
—Son para Sarra, ¿no? —digo para hacerla rabiar—. Has quedado con Sarra.
—Cierra el pico —dice, y a continuación recoge las migas con una mano y las mezcla con la masa utilizando una cuchara de madera.
—¡Es verdad, habéis quedado! —digo en tono triunfal—. Bueno, no esperes que los valore. Lo más seguro es que diga que le encantan y que luego les ponga los cuernos con unos brownies.
Joanne deja de mover la cuchara. Se le está poniendo la cara roja. Ay, Dios, ahora sí que la he liado. A veces se me olvida que, aunque todos sabemos lo de la infidelidad desde hace tanto tiempo que parece una noticia pasada de moda, Joanne sigue reviviéndola cada día. Puede que yo haya superado que le pusieran los cuernos a mi hermana, pero está claro que ella no lo ha hecho.
—Eh —digo. Si consigo hacerla reír, las dos podremos tomárnoslo a broma y lanzar el recuerdo de Sarra por encima del hombro como si fuera sal para que nos dé suerte—. Los brownies son horribles. Yo diría que son la elaboración de repostería más sobrevalorada del mundo. Además de un poco zorrona.
Joanne no dice nada y se limita a pasar la mezcla a la fuente para hornear.
—Si te gustan los brownies, seguro que es porque eres imbécil —vuelvo a intentarlo mientras la observo meter la fuente en el horno.
—Madre mía, Maeve, déjalo de una vez.
De repente está gritando, y tan enfadada que pierde la concentración y se quema el antebrazo con el lateral del horno. Chilla e, instintivamente, se lleva la mano a la quemadura y deja caer toda la fuente llena de masa al suelo. Cojo el rollo de papel de cocina y empiezo a limpiar los pegotes amarillentos y pegajosos.
—¡Para! —me grita a la vez que me empuja—. Lárgate de aquí. ¡Vete, vete, vete! Vete a tu habitación.
—Estoy intentando ayudarte, capulla. —Ya han empezado a escocerme los ojos. «Dios, no llores. No llores». No hay nada peor que ser la pequeña de la familia y llorar—. Y tú no tienes derecho a mandarme a mi habitación. No eres mamá, así que vete a la mierda.
Ahora la que está llorando es Joanne. A veces pienso que pasó tanto tiempo siendo la pequeña de la familia que es aún más sensible que yo. Al fin y al cabo, a ella le arrebataron su estatus de «la pequeña», mientras que yo intento dejarlo atrás con todas mis fuerzas.
La puerta de la cocina se abre y aparece mamá, con la correa del perro en la mano y con cara de estar ya hasta las narices de nosotras. El perro entra a la carga, se lanza a por la masa y se mete toda la que puede en la boca antes de que mi madre empiece a gritar acerca de su síndrome de intestino irritable.
—¡COGED A TUTU! —vocifera—. Maeve, ¡saca a Tutu de aquí! Tutu, ¡PARA! Tutu, ¡MALO! Joanne, ¿eso lleva mantequilla? No pienso limpiar diarreas pestilentes por la lactosa. ¿Tienes idea de cómo va a oler eso?
Dejamos a Tutu fuera en tanto que recogemos el desastre y Joanne explica entre lágrimas lo mala pécora que soy.
—¡Lo tuyo es increíble! —le espeto—. Tienes más de veinte años y sigues siendo una chivata.
Luego hago un montón de comentarios horribles sobre Sarra y ella de los que me arrepiento al instante, pero por los que tampoco pediré nunca disculpas. Tutu y yo nos vamos a mi habitación, como dos forajidos.
Tengo cincuenta notificaciones de WhatsApp en el móvil, pero todas son de grupos. Niamh Walsh y Michelle Breen me han mencionado con la arroba delante unas cuantas veces para preguntarme qué me había obligado a hacer la señorita Harris durante mi primer día de castigo.
He limpiado la Ratonera, contesto.
Un montón de emojis.
Qué zorra, dice alguien.
He encontrado un montón de mierda, tecleo, y envío una foto del walkman con el casete grunge.
Todas dejan constancia de su sorpresa, pero enseguida pasan a otro tema. Somos al menos catorce en este grupo de WhatsApp, así que es complicado que todo el mundo siga el hilo. Me sorprendo deseando, y no por primera vez, que ojalá tuviera una mejor amiga con la que hablar.
Tuve una, hace tiempo. Lily. Pero eso se acabó. Hace ya casi un año y medio.
Entonces recuerdo las cartas. Los rojos y morados intensos, las expresiones serias y los símbolos extraños. Las saco del bolso y empiezo a estudiarlas con detenimiento mientras las extiendo ante mí en orden numérico.
1. EL LOCO: Un tío con un perro y una flauta. Podría decirse que está bueno, con ese pelito largo al estilo Príncipe Valiente.
2. EL MAGO: Un tío en una mesa, haciendo una poción.
3. LA SUMA SACERDOTISA: Una mujer con una luna en la cabeza. Me recuerda a la señorita Harris, hermosa y severa.
Las examino una a una, con la esperanza de obtener algún tipo de visión paranormal si establezco un contacto visual lo bastante estrecho con la gente de las cartas. No ocurre nada. Al final, aburrida de mi propia ignorancia, abro el portátil y busco: cómo aprender tarot por tu cuenta.
Y después, la tarde desaparece.
«HOLA CHICOS, BIENVENIDOS A MI CANAL. Soy Raya Silver, de Silverskin Magic, y hoy vamos a aprender a hacer una tirada estándar de tres cartas del tarot».
La mujer del vídeo de YouTube está sentada en un sillón de mimbre con las piernas cruzadas, increíblemente guapa en la tienda de esoterismo de Nueva Orleans que también es su hogar familiar. Raya tiene dos hijos, un perro, un gato y un tercer ojo.
Han pasado dos horas y estoy obsesionada con ella.
He aprendido mucho. He aprendido que las cartas «de la corte» —Como la «Muerte», el «Mago» y la «Suma Sacerdotisa»— son como los personajes principales del tarot, y se llaman Arcanos Mayores. El resto tienen palo, como en las barajas normales, y son los Arcanos Menores. Las copas representan las emociones. Las espadas representan la mente. Los bastos representan la pasión. Los oros representan el dinero.
«Espadas, copas, bastos, oros —dice el libro electrónico de Raya—. Cabeza, corazón, genitales, pies».
«Quiero que vayáis calentando con un buen baraje sustancioso», pide mientras sus cartas se deslizan por el aire y entre sus dedos como pañuelos de seda. Imito sus movimientos y las cartas se me resbalan de las manos y caen sobre la colcha de la cama. Aún estoy intentando cogerle el truco a mi técnica de baraje.
«O si la lectura es para otra persona, que baraje ella. Las cartas son seres vivos, respiran. Tienen que absorber la energía de a quienquiera que vayáis a echárselas. Luego, pedidle al cliente que corte la baraja en tres con la mano izquierda y volved a unirla. Abrid las cartas en abanico para que tenga muchas opciones».
Hago lo que dice.
«Ahora escoged tres. Representan el pasado, el presente y el futuro».
Elijo con cuidado y les doy la vuelta a las tres. La Luna, el Carro y la Torre. La Luna es solo la luna, una ilustración grande, luminosa y nacarada. El Carro es un hombre en un carro tirado por dos caballos, y los animales tienen pinta de estar cabreados como una mona. La Torre es la única que me angustia. Tiene un aspecto horroroso. Es una torre medieval partida por la mitad, con llamas rojas lamiendo la piedra. Hay dos personas cayendo de ella, precipitándose hacia su muerte. Me da un escalofrío. Pero confío en Raya. Ella dice que en realidad no hay cartas malas, que todo tiene un lado bueno, y yo la creo.
Pauso el vídeo y consulto mi Kindle para leer las descripciones de las cartas de Raya Silver. Todas las interpretaciones de Raya son benignas, tienen la longitud aproximada de un mensaje de texto y están escritas con un vocabulario normal, no en una jerga mágica confusa y extraña. Por eso me cae tan bien. Es como si fuera una amiga.
LA LUNA: «La Luna gobierna nuestros períodos, así que aquí hay mucho por lo que alterarse. Esta carta representa una profunda energía subconsciente, puede que incluso cosas que estés reprimiendo. Recuerda, ¡todo lo malo debe terminar saliendo a la superficie!».
EL CARRO: «¡Fuaaaaaa! ¡Frena! Tu carro está a punto de salirse de la pista… ¿O es que vas tan rápido que a todos los demás les parece un caos? Pregúntate si tienes tu situación controlada o no».
LA TORRE: «Sí, sé que esto tiene mala pinta. Muy mala pinta. Pero a veces las estructuras viejas tienen que desmoronarse para que puedas construir algo nuevo».
Vuelvo a activar el vídeo y Raya me explica cómo organizar estas tres cartas. «Utiliza la intuición —dice con voz susurrante—. Deja que las cartas hablen entre ellas».
Las miro y me preguntó qué estoy sintiendo. Está claro que últimamente mis cambios de humor y la variabilidad de la luna no son tan distintos. Una intensa energía solitaria ha dominado este curso del instituto. Los dos últimos cursos, si soy sincera. Es como si todo el mundo estuviera mucho más encerrado que nunca en sus pandillas, y yo me estoy quedando atrás, sin mejor amiga, sin un grupo estable, sin logros académicos. Y luego está el Carro, el tío que intenta mantener la calma mientras sus dos caballos se vuelven locos. Sí, se parece a mí.
«Decid vuestra verdad —dice Raya. Su voz es pausada, pero la mirada de sus ojos de color chocolate es fija y directa—. Pronunciadla en voz alta».
—No soy muy feliz en estos momentos —digo en voz alta, y para mi más absoluta sorpresa, siento que una lágrima diminuta y caliente me llena la comisura del ojo. Parpadeo a toda prisa para hacerla desaparecer—. Y estoy intentando aparentar que estoy bien, pero no es así.
«Acercaos a vuestro miedo —dice Raya Silver como si me oyera—. Decid a qué tenéis miedo».
—Si no soluciono mis problemas, las cosas van a ponerse muy muy muy feas —digo, y antes de que me dé tiempo a sentirme mal por ello, mi padre me llama para la cena.
Cuando bajo, mi padre es el único sentado a la mesa. Jo ha salido —seguro que se ha marchado a casa de Sarra— y mi madre está corrigiendo exámenes en la antigua habitación de Abbie, así que cenará allí.
—Me han dicho que le has hecho pasar un mal rato a Joanne —dice mi padre en tono crítico mientras empuja un plato de lasaña hacia mí.
—Si esa es su versión de la historia…
—Deberías tratar bien a tu hermana. Está pasándolo mal.
—La trato bien —digo—. A veces soy maja.
—Eres más que maja, Maeve. Eres buena persona. Tienes muchísimas cosas buenas dentro. Solo tienes que mostrarlas.
—¿Y qué diferencia hay?
—La gente maja —contesta acariciando a Tutu, que le ha puesto las patas en el regazo para que le dé comida— sonríe y dice: «Oh, no, qué horror», cuando oye una historia triste. Las buenas personas reaccionan y hacen algo al respecto.
Mi padre también es el más pequeño de su familia, así que tiende a mostrarse más comprensivo que los demás. Pero también fue el único genio en una familia de idiotas, y yo soy la única idiota en una familia de genios. No es exactamente lo mismo.
Hablamos un rato y me pregunta si voy algo mejor en el instituto, y miento y le contesto que sí.
—¿Cómo le va a Lily? —pregunta mientras le da vueltas a su comida en el plato—. ¿Seguís llevándoos bien?
—Ya no somos amigas, papá —respondo enseguida, y luego me saco las cartas del tarot del bolsillo.
—¿Qué es eso?
—Cartas del tarot. ¿Quieres que te las eche?
—No sé. ¿Vas a decirme cosas que son desagradables sobre mi futuro?
—El tarot no predice el futuro —contesto imitando la voz calmada, como de gurú, de Raya Silver—. Las cartas solo te ayudan a analizar tu presente.
—Madre mía, ¿estás en una secta? Había oído en la radio que todos los jóvenes se están metiendo en sectas, pero a ti no pensaba que fueran a echarte el guante.
—No. Solo es que me interesan las cartas. Forman parte de la historia, ¿sabes? Las usaban en Italia en el siglo XV.
—¿O sea que ahora te ha dado por la historia? ¡Y por el italiano! Creo que me gusta esta secta.
—Toma. —Le paso las cartas—. Barajea a estas niñas malas. Vierte en ellas toda tu esencia.
—¿Mi quééé?
Mi padre parece horrorizado.
—¡Tu energía! ¡Vuelca toda tu energía en ellas! Las cartas son de papel, papá. El papel se saca de los árboles. Tienen conciencia.
—Ajá —dice totalmente desconcertado—. ¿Y desde cuándo tienes estas cartas?
—Desde hoy. —Lo hago barajar y dividir las cartas en tres montones. Luego las coloco en forma de abanico, igual que Raya—. Escoge tres.
Las elige. Diez de bastos, dos de copas, el Loco. Las estudio.
—Parece que estás trabajando muchísimo —digo señalando al hombre que carga con un montón de bastos a la espalda—. Y que tal vez estés descuidando a mamá entretanto. Las cartas sugieren que os vayáis de vacaciones o a correr una aventura juntos para que podáis, ya sabes, volver a enamoraros.
A mi padre se le oscurece la expresión.
—Vete por ahí. No han dicho eso.
—¡Claro que sí!
—¿Esto te lo ha pedido tu madre?
—¡No! —exclamo satisfecha—. ¿Por qué? ¿He acertado?
—¡Pooor Diooos! —Comienza a pasarse la mano por el pelo fino y rubio—. Bueno, pues entonces supongo que nos iremos a Lisboa.
—¿Lisboa?
—Tu madre no ha parado de insistirme en que vayamos a Lisboa. Los vuelos están baratos. Y yo he estado trabajando a destajo.
—¡Id! —digo, entusiasmada por haber acertado—. ¡Marchaos a Lisboa!
—¿Y quién va a asegurarse de que llegues al instituto todas las mañanas?
—¡Tengo dieciséis años! Puedo levantarme sola para ir al instituto. Y además está Joanne.
Mi padre lleva los platos al fregadero y los aclara.
—La leche —dice todavía aturdido—. Pues más me vale echar un vistazo en Ryanair, entonces.
Vuelvo a barajar las cartas, encantada con mi éxito.
—Me resulta muy interesante —dice antes de marcharse de la sala—, que seas capaz de aprenderte todas estas cartas en una tarde y, en cambio, todavía no domines del todo las tablas de multiplicar.
—Pero ¡qué dices! ¡Me sé las tablas de multiplicar! Tengo dieciséis años, papá, no ocho.
—¿Dieciséis por ocho?
—Un millón tres.
—Error, son ciento veintiocho.
—Anda, mira. —Saco una carta—. Es la Muerte. Yo que tú me daría prisa en comprar esos billetes de avión.
Se marcha y me quedo sola con mi baraja de cartas de la Ratonera. Pensándolo bien, y a pesar de su estúpido chiste matemático, sí que es un poco raro que haya conseguido aprenderme tan bien las cartas en una sola tarde. Pero no tiene nada que ver con aprenderse el resto de las cosas. No se me evapora del cerebro en el momento en que paso a otra cosa, como me pasa con los rollos del instituto. Se me queda pegado, como las letras de las canciones. Como la poesía. Como sentimientos que