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(Carta de Ana Shirley, licenciada, directora del Instituto Summerside, a Gilbert Blythe, estudiante de medicina de la Universidad de Redmond, Kingsport)
Álamos Ventosos
Callejón del Susto
S’side, Isla del Príncipe Eduardo
Lunes, 12 de septiembre
Queridísimo:
¡Menuda dirección postal! ¿Habías oído alguna vez algo tan exquisito? Álamos Ventosos es el nombre de mi nuevo hogar, y me encanta. También me encanta el callejón del Susto, que no existe legalmente. Debería llamarse calle Trent, pero nunca recibe ese nombre excepto en las raras ocasiones en que aparece en el Weekly Courier… Y entonces la gente intercambia miradas y dice «¿Dónde narices está eso?». Así que con callejón del Susto se ha quedado, aunque ni siquiera sé decirte por qué. Ya se lo he preguntado a Rebecca Dew, pero lo único que sabe decirme es que siempre ha sido el callejón del Susto y que hace años corría no sé qué historia acerca de que estaba encantado. También asegura que nunca ha visto en él nada más feo que ella misma.
Sin embargo, no debo adelantar acontecimientos. Todavía no conoces a Rebecca Dew, pero la conocerás, ya lo creo que sí. Preveo que Rebecca Dew ocupará un papel destacado en mi correspondencia futura.
Ha llegado el crepúsculo, mi amor. (Por cierto, ¿no es «crepúsculo» una palabra maravillosa? Me gusta más que «anochecer». Tiene un sonido tan misterioso y sombrío y… y… crepuscular). Durante el día pertenezco al mundo; durante la noche, al sueño y la eternidad. Pero durante el crepúsculo me libero de ambos y me pertenezco solo a mí… Y a ti. Así que voy a dedicar esta hora a escribirte. Aunque esta no será una carta de amor. Tengo una pluma que chirría, y no puedo escribir cartas de amor con una pluma que chirría. Ni con una pluma afilada. Ni con una pluma desgastada. Así que solo recibirás ese tipo de cartas cuando tenga el tipo apropiado de pluma. Entretanto, Gilbert, te hablaré de mi nueva casa y de sus habitantes, que son encantadoras.
Vine ayer para buscar una casa en la que alojarme durante este primero de los tres años que voy a pasar en Seaside. La señora Rachel Lynde me acompañó, en teoría para hacer unas compras, pero en realidad lo hizo para escogerme la casa de huéspedes, estoy segura. A pesar de mi título de maestra y mi licenciatura, la señora Lynde sigue pensando que soy una jovencita inexperta a la que hay que orientar, guiar y supervisar.
Vinimos en tren y, ¡ay, Gilbert!, viví una aventura divertidísima. Ya sabes que siempre he sido una persona a la que las aventuras le llegan sin buscarlas. Es como si las atrajera, por decirlo de algún modo.
Ocurrió justo cuando el tren estaba a punto de detenerse en la estación. Me levanté y, cuando me agaché para coger la maleta de la señora Lynde (había planeado quedarse a pasar el domingo con una amiga en Summerside), apoyé los nudillos con fuerza en lo que pensé que era el brazo reluciente de un asiento. Un segundo después, recibí un golpe tan fuerte que casi suelto un aullido. Gilbert, lo que había creído que era el brazo de un asiento ¡era la cabeza calva de un hombre! El señor me miró con cara de pocos amigos, estaba claro que acababa de despertarse. Me deshice en disculpas y bajé del tren lo más deprisa que pude. La última vez que lo vi, seguía lanzándome miradas asesinas. La señora Lynde estaba horrorizada ¡y a mí todavía me duelen los nudillos!
No esperaba tener muchos problemas para encontrar una casa de huéspedes, porque una tal señora Pringle llevaba los últimos quince años alojando a todos los directores del instituto. Pero, por alguna razón desconocida, de repente se ha cansado «de que la molesten» y no ha querido aceptarme. Otros lugares que me parecían adecuados me pusieron excusas educadas para rechazarme. Y otros, simplemente, no me parecían adecuados en absoluto. Nos pasamos toda la tarde deambulando por la ciudad, pasando calor, cansadas, nos pusimos tristes y nos entró dolor de cabeza… Al menos a mí. Estaba a punto de rendirme, desesperada, ¡y justo entonces apareció el callejón del Susto!
Habíamos pasado a ver a la señora Braddock, una vieja amiga de la señora Lynde, y esta nos dijo que creía que quizá «las viudas» me dieran alojamiento.
—Tengo entendido que quieren un huésped para pagar el salario de Rebecca Dew. No pueden permitirse seguir con Rebecca salvo que les entre algo de dinero extra. Y si Rebecca se va, ¿quién va a ordeñar su vieja vaca alazana?
La señora Braddock me clavó una mirada severa, como si pensara que era yo quien debía ordeñar la vaca alazana pero, si le hubiera dicho que era capaz de hacerlo, no me habría creído ni aunque se lo hubiera jurado.
—¿A qué viudas se refiere? —preguntó la señora Lynde.
—Anda, pues a la tía Kate y la tía Chatty—contestó la señora Braddock como si cualquiera, incluso una licenciada ignorante, debiera saberlo—. La tía Kate es la señora de Amasa MacComber, o sea, la viuda del capitán, y la tía Chatty es la señora de Lincoln MacLean, una viuda a secas. Pero todo el mundo las llama «tías». Viven al final del callejón del Susto.
¡El callejón del Susto! Eso zanjó la cuestión. Supe de inmediato que tenía que alojarme con las viudas.
—¡Vayamos a verlas enseguida! —le supliqué a la señora Lynde.
Tenía la sensación de que, si perdíamos un solo segundo más, el callejón del Susto volvería al país de las hadas y desaparecería.
—Puede ir a verlas, pero en realidad será Rebecca quien decida si te aceptan o no. Rebecca Dew es la persona que lleva la voz cantante en Álamos Ventosos, ya se lo digo yo.
¡Álamos Ventosos! No podía ser cierto… No, de ninguna manera. Debía de estar soñando. Hasta la señora Rachel Lynde estaba diciendo que era un nombre curioso para una casa.
—Ah, se lo puso el capitán MacComber. Era suya, ¿sabe? Fue él quien plantó todos los álamos que la rodean. Aunque rara vez estaba en casa y nunca se quedaba mucho tiempo, estaba orgullosísimo de ella. La tía Kate solía decir que aquello era un trastorno, pero nunca averiguamos si se refería a que su marido pasara tan poco tiempo en la casa o a que volviera a ella de vez en cuando. Bueno, señorita Shirley, espero que lo consiga. Rebecca Dew es una buena cocinera. Si le entra por los ojos, vivirá como una reina. Si no… Bueno, pues nada, se acabó. Me he enterado de que hay un banquero nuevo en la ciudad que busca casa de huéspedes, así que puede que Rebecca lo prefiera. Es un poco raro que la señora Pringle no la haya aceptado. Summerside está lleno de Pringle y medio Pringle. Los llaman «la familia real». Tendrá que llevarse bien con ellos, señorita Shirley, o nunca le irá bien en el Instituto Summerside. Siempre han llevado la batuta por aquí, incluso hay una calle que lleva el nombre del viejo capitán Abraham Pringle. Son todo un clan, pero las dos ancianas de Maplehurst son las que mandan. He oído por ahí que le tienen manía.
—¿Por qué iban a tenerme manía? —protesté—. No me conocen de nada.
—Bueno, un primo tercero suyo había solicitado el puesto de director y todos creen que debería haberlo conseguido él. Cuando la contrataron a usted, todos los Pringle pusieron el grito en el cielo. Bueno, la gente es así. Tenemos que aceptarla como es. La tratarán con guante de seda, pero estarán siempre en su contra. No pretendo desanimarla, pero mujer prevenida vale por dos. Espero que le vaya bien solo para fastidiarlos. Si las viudas la aceptan, no le importará sentarse a la mesa con Rebecca Dew, ¿verdad? Es que, verá, ella no es una criada, es una prima lejana del capitán. No se sienta a la mesa cuando hay visita, sabe cuál es su lugar en ese caso, pero si usted estuviera allí alojada, no la consideraría una visita, claro.
Le aseguré a la angustiada señora Braddock que me encantaría sentarme a la mesa con Rebecca Dew y saqué a la señora Lynde de allí a rastras. Tenía que adelantarme al banquero.
La señora Braddock nos siguió hasta la puerta.
—Y no hiera los sentimientos de la tía Chatty, ¿de acuerdo? Es muy fácil que se sienta herida, porque la pobrecita es muy sensible. Verá, ella no tiene tanto dinero como la tía Kate… Aunque tampoco es que la tía Kate tenga demasiado. Pero además a la tía Kate le gustaba bastante su marido… Su propio marido, quiero decir… Pero a la tía Chatty no… El de ella, quiero decir. ¡No me extraña! Lincoln MacLean era un viejo cascarrabias. Pero la tía Chatty cree que la gente se lo recrimina a ella. Es una suerte que hoy sea sábado. Si fuera viernes, la tía Chatty ni se plantearía aceptarla. Cualquiera habría pensado que la supersticiosa sería la tía Kate, ¿no?, porque los marineros ya son un poco así. Sin embargo, la supersticiosa es la tía Chatty, a pesar de que su marido era carpintero. Era muy guapa en sus tiempos, pobrecita.
Le aseguré a la señora Braddock que los sentimientos de la tía Chatty serían sagrados para mí, pero nos siguió acera abajo.
—Kate y Chatty no registrarán sus cosas cuando no esté. Son muy respetuosas. Puede que Rebecca Dew sí, pero no se chivará de nada. Y si yo fuera usted, no iría por la puerta principal, porque solo la usan para las cosas verdaderamente importantes. No creo que hayan vuelto a abrirla desde el funeral de Amasa. Pruebe por la lateral. Guardan la llave debajo de la maceta del alféizar de la ventana, así que si no hay nadie en casa, abra la puerta y espere dentro. Y pase lo que pase, no alabe al gato, porque a Rebecca Dew no le gusta ese animal.
Prometí que no alabaría al gato y por fin conseguimos escabullirnos. Poco después nos encontramos en el callejón del Susto. Es una callejuela muy corta que desemboca en campo abierto, con el precioso telón de fondo de una colina azulada a lo lejos. A un lado no hay ni una sola casa y el terreno desciende hacia el puerto. Al otro lado solo hay tres. La primera es una simple casa… No tengo nada más que decir de ella. La siguiente es una mansión grande, imponente, lúgubre, de ladrillo rojo ribeteado de piedra, con un tejado en mansarda salpicado de ventanas protuberantes y una barandilla de hierro alrededor de la parte plana, y tal cantidad de píceas y abetos a su alrededor que apenas se atisba la casa. Debe de ser terriblemente oscura por dentro. Y la tercera y última es Álamos Ventosos, justo en la esquina, con la calle cubierta de hierba delante y un sendero campestre cubierto por la sombra de los árboles detrás.
Me enamoré de ella de inmediato. Ya sabes que hay casas que se te quedan grabadas en el corazón a primera vista por alguna razón que ni siquiera puedes adivinar. Álamos Ventosos es una de ellas. Podría describírtela como una casa de fachada blanca, muy blanca, con postigos verdes, muy verdes, y en la esquina tiene una «torre» con una ventana abuhardillada a cada lado. Un muro de piedra bajo la separa de la calle, y a lo largo de este hay álamos plantados a intervalos regulares. En la parte de atrás tiene un jardín enorme donde las flores y las verduras forman un batiburrillo maravilloso. Pero nada de todo esto puede transmitirte su encanto. En definitiva, es una casa con una personalidad deliciosa y que guarda cierto parecido con Las Tejas Verdes.
—Este es mi sitio… Estamos predestinadas —dije embelesada.
La señora Lynde puso cara de no confiar del todo en la predestinación.
—Tendrás que caminar bastante hasta el instituto —dijo en tono dubitativo.
—No me importa. Así haré ejercicio. Mire ese precioso bosquecillo de abedules y arces que hay al otro lado de la calle.
La señora Lynde miró, pero solo dijo:
—Espero que no te incordien los mosquitos.
Yo también lo esperaba. Detesto los mosquitos. Un solo mosquito puede mantenerme «más despierta» que tener mala conciencia.
Me alegré de no tener que entrar por la puerta principal. Tenía un aspecto demasiado intimidante: era grande, de doble hoja, de madera y estaba flanqueada por paneles de cristal rojo y floreado. No encajaba en absoluto con la casa. La puertecita lateral verde, a la que llegamos por un precioso camino de arenisca que de vez en cuando se escondía bajo la hierba, era mucho más agradable y atrayente. El caminito estaba bordeado de lechos de flores muy cuidados y ordenados. Había una rosaleda en una esquina alejada, y entre Álamos Ventosos y la casa lúgubre de al lado había una pared de ladrillo cubierta de enredaderas y con un emparrado en forma de arco sobre la puerta de un verde desvaído que se veía en el centro. La atravesaba una parra, así que estaba claro que llevaba bastante tiempo sin abrirse. En realidad era solo media puerta, porque la parte superior no era más que un rectángulo abierto por el que pudimos atisbar el selvático jardín del otro lado.
Justo cuando cruzamos la verja del jardín de Álamos Ventosos, me fijé en que había una mata de tréboles al lado del camino. Me agaché a mirarla obedeciendo un impulso. ¿Te lo puedes creer, Gilbert? Allí mismo, delante de mis narices, habría ¡tres! tréboles de cuatro hojas. ¡Dime si no es una señal! Ni siquiera los Pringle pueden combatir contra eso. Y enseguida me quedó claro que el banquero no tenía ni la más remota posibilidad.
La puerta lateral estaba abierta, así que era evidente que había alguien en casa y que no teníamos que buscar la llave debajo de la maceta. Llamamos y Rebecca Dew acudió a la puerta. Supimos que era ella porque no podría haber sido ninguna otra persona del mundo. Y tampoco podría haber tenido otro nombre.
Rebecca Dew tiene «alrededor de cuarenta años» y, si existiera un tomate con una mata del pelo negra que le saliera disparada desde la frente, unos ojillos negros y relucientes, una nariz minúscula con la punta abultada y una boca finísima, sería clavadito a ella. En ella todo es una pizca demasiado corto: los brazos y las piernas, el cuello y la nariz… Todo menos la sonrisa, que es lo bastante grande como para llegarle de oreja a oreja.
Pero en aquel momento no la vimos sonreír. Estaba muy seria cuando pregunté si podía ver a la señora MacComber.
—Querrá decir a la señora del capitán MacComber —respondió en tono de reproche, como si hubiera al menos diez señoras MacComber en la casa.
—Sí —contesté sumisamente, y enseguida nos llevó hasta la salita de día y nos dejó allí.
Era una habitación bastante agradable, un poco recargada, pero con un ambiente tranquilo que me gustó. Todos los muebles ocupaban el mismo lugar desde hacía años. ¡Cómo brillaban! Enseguida supe que se debía al arduo trabajo de Rebecca Dew. Sobre la repisa de la chimenea había una maqueta de un barco metida en una botella que interesó mucho a la señora Lynde. No entendía cómo podía haber entrado en la botella, pero opinaba que le daba un «aire náutico» a la sala.