El escarabajo de oro y otro relatos

Edgar Allan Poe

Fragmento

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Hace muchos años, entablé amistad con un tal señor William Legrand. Era de una familia de hugonotes muy prestigiosa y en otros tiempos había sido rico, pero una serie de desgracias lo habían sumido en la pobreza. Para evitar las burlas y los desaires de sus vecinos, se marchó de Nueva Orleans, la ciudad de sus ancestros, y fue a instalarse en la isla de Sullivan, cerca de Charleston (Carolina del Sur). Se trata de una isla muy pequeña en la que hay poco más que arena y rocas. Por eso choca todavía más que allí diera comienzo una historia tan fabulosa e inquietante como la que me dispongo a narrar.

La isla está separada de la tierra firme por un arroyo casi imperceptible que discurre entre juncos y barro. Como es de esperar, la vegetación es monótona y poco vistosa, pues está compuesta en su mayoría por matorrales que crecen aquí y allá. Apenas hay árboles de gran magnitud. Únicamente en la parte occidental del islote, donde se halla el fuerte Moultrie, se observan varias palmeras enanas muy flexibles. Allí es donde se refugian algunos habitantes de Charleston cuando huyen del polvo y la fiebre del verano en la ciudad. Pero, a excepción de esa zona occidental, la isla queda reducida a una línea de costa con playas duras y blancas, con una parte central cubierta de arbustos de mirto. Llama la atención que, en ausencia de otros árboles con los que competir por los recursos, dichos arbustos se eleven hasta cuatro o cinco metros del suelo y formen un dosel casi impenetrable bajo el cual despliega su fragancia la planta aromática.

En medio de aquella espesura arbustiva, próxima a la parte oriental de la isla, la más inaccesible, William Legrand se había construido una cabaña. Allí habitaba cuando lo conocí un día por casualidad. Quiso la fortuna que ese encuentro azaroso se convirtiera enseguida en una buena amistad. Aunque no podía ser de otro modo, ya que Legrand era un hombre con muchas virtudes y se hacía querer. Poseía una formación exquisita y era muy inteligente, si bien debo decir que también era bastante solitario y dado a los cambios de humor, ya que alternaba arrebatos de entusiasmo y de melancolía. A pesar de que tenía muchos libros y le encantaba perderse en la lectura, con lo que más disfrutaba era con la caza y la pesca, así como con los paseos por la playa y entre los arbustos de mirto. A menudo se aventuraba por la isla en busca de conchas e insectos curiosos. ¡Tenía una colección envidiable!

Cuando salía con la esperanza de encontrar algún espécimen nuevo, solía acompañarlo un viejo sirviente de la familia, llamado Júpiter, que había superado con ellos los reveses del destino. Júpiter había continuado al lado de Legrand por fidelidad, a pesar de que su amo había perdido la fortuna y no tenía apenas con qué recompensarlo. Júpiter, un hombre negro, alto y corpulento, no solo servía a su «amo Will», sino que se aseguraba de que el gran coleccionista de insectos salía a flote tras los ataques de melancolía. Es probable que los familiares de Legrand, al ver los cambios de humor tan exagerados del joven, hubieran insistido a Júpiter para que se quedase con él. En el fondo, así estaban más tranquilos y sabían que alguien lo atendería si algún día necesitaba ayuda.

Por suerte, los inviernos en la isla de Sullivan eran benignos y en otoño era extraño el día en que hiciera falta encender el fuego para calentarse. Sin embargo, alrededor del 18 de octubre del año que nos ocupa, sí hubo un día de frío helador. Justo antes del atardecer me abrí paso entre los crecidos arbustos hasta la cabaña de mi amigo, a quien no había visitado desde hacía semanas. Llamé a la puerta con los nudillos como tenía por costumbre. «Qué extraño», me dije. «¿Habrá salido con este mal tiempo?». Al no obtener respuesta, busqué la llave que sabía que mi amigo escondía junto a la entrada y entré por mi cuenta. Un acogedor fuego ardía en la chimenea. Me llevé una grata sorpresa al verlo. Me quité el abrigo, me senté en un sillón junto a la leña encendida y esperé con paciencia a que llegaran mis anfitriones mientras me entretenía oyendo el crepitar de las llamas.

Legrand y su sirviente llegaron poco después del anochecer y me recibieron con gran alegría. Júpiter, con una sonrisa de oreja a oreja, se apresuró a preparar la cena. Mi amigo se hallaba en una de sus fases de entusiasmo. Había encontrado una concha desconocida, que seguro que pertenecía a un género nuevo. Además, con ayuda de Júpiter, había atrapado un escarabajo de gran tamaño que a primera vista le pareció que tampoco debía de estar catalogado. De todos modos, prefería esperar a observarlo mejor al día siguiente para acabar de formarse una opinión.

—Y ¿por qué no esta noche? —le pregunté mientras me frotaba las manos junto al fuego, aunque no me importaban en absoluto sus escarabajos y otros bichos.

—¡Ay, si hubiera sabido que estabais aquí! —dijo Legrand—. Pero hace tanto que no os veo que no podía prever que me haríais una visita justo esta noche… De camino a casa me encontré con el teniente G., del fuerte Moultrie, y, de forma impulsiva, le enseñé el escarabajo y al final se lo presté. Así que no podréis verlo hasta mañana. Si os quedáis a pasar la noche, mandaré a Júpiter a buscarlo al amanecer. ¡Es la cosa más hermosa de la creación!

—¿El qué? ¿El amanecer?

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—¡Qué tontería! El escarabajo. Tiene un color dorado brillante, es del tamaño de una nuez pacana grande. ¡Una preciosidad! Presenta dos puntos negros en un extremo del caparazón y otra mancha negra, un poco más alargada, en el otro extremo. ¿Las antenas? Pues son…

—Que no, que no, amo Will. Os lo he dicho mil veces —interrumpió Júpiter—. El bicho ese es de oro macizo, por dentro y por fuera, ¡que lo he visto yo! Y pesa como un condenao.

—Bueno, supongo que sí, Júpiter —contestó Legrand, más serio de lo que era necesario—. Pero ve a vigilar el guiso, ¡que se te va a quemar! —Luego añadió, dirigiéndose a mí—: Entiendo que el pobre Júpiter piense que es de oro macizo. La superficie del caparazón es tan brillante y lisa que parece de oro. Esperad a verlo mañana y ya me diréis qué opináis. Mientras tanto, os describiré qué forma tiene.

Entonces se sentó junto a un pequeño escritorio en el que tenía pluma y tinta, aunque no le quedaba papel. Buscó en el cajón, pero tampoco tuvo éxito.

—No importa, esto servirá.

Del bolsillo del chaleco se sacó una especie de cuartilla arrugada y sucia. Encima hizo un tosco dibujo con la pluma. Mientras él dibujaba, yo me quedé junto al fuego, pues había cogido frío. Una vez terminado el boceto, me lo entregó sin levantarse, pues la mesa estaba cerca de la chimenea. En ese momento, se oyó un aullido fuerte, seguido de unos arañazos en la puerta. Un inmenso perro terranova, propiedad de Legrand, entró a toda prisa. Me puso las patas en los hombros y me cubrió de caricias, ya que en anteriores visitas le había hecho muchos mimos y me había cogido cariño. Cuando el perro se cansó por fin del juego, miré el papel y, a decir verdad, me sorprendió mucho ver lo que había dibujado mi amigo.

—¡Vaya! —exclamé tras contemplarlo unos minutos—. Qué escarabajo tan extraño. Desde luego, es nuevo para mí. Nunca había visto nada semejante. Me recuerda a una calavera. O a la cabeza de un muerto…

—¡La cabeza de un muerto! —repitió Legrand—. Eh, bueno, sí que se parece un poco a eso sobre el papel. Las dos manchas superiores podrían ser los ojos y la más larga de abajo parece una boca… Y sí, la forma es ovalada.

—Tal vez sea eso, pero no importa. Legrand, es posible que no seáis un gran artista, así que esperaré a verlo con mis propios ojos para formarme una opinión.

—No sé por qué decís eso —dijo mi amigo un poco picado—. Dibujo bastante bien, o debería, ya que he tenido buenos maestros y no soy un desmanotado, que digamos.

—Está bien, no os enojéis. Mirad, como calavera está muy lograda. Es excelente. Y si vuestro escarabajo se parece a ella, desde luego será uno de los especímenes más raros que existen. Solo una cosa: ¿dónde están las antenas? Antes habéis mencionado las antenas, pero no las veo.

—¡Las antenas! —respondió Legrand, que cada vez se sentía más ofendido—. Tenéis que ver las antenas. Las hice igual de grandes que en el insecto original. ¿Cómo es posible que no las veáis?

—Bueno, bueno. Quizás sí las hayáis dibujado… pero yo no las veo.

Entonces le entregué el papel sin hacer más comentarios, pues no quería alterarlo todavía más. Me había quedado perplejo al ver el giro que había tomado la conversación. Su mal humor me desconcertaba. En cuanto al boceto del escarabajo, insisto en que parecía una calavera y no había ni rastro de antenas.

Legrand recogió el papel con suspicacia y, cuando estaba a punto de arrugarlo, supongo que para tirarlo al fuego, miró de refilón el esbozo y algo lo hizo cambiar de opinión. ¿Qué podía ser? Primero su rostro se puso rojo como el fuego y, al cabo de un instante, pálido como el papel. Permaneció varios minutos sentado escudriñando el dibujo. Pasado un buen rato se levantó por fin, cogió una vela de la mesa y se sentó encima de un arcón, en el extremo opuesto de la sala. Allí siguió examinando el papel y dándole vueltas y más vueltas de un modo un tanto misterioso.

Sin embargo, no dijo ni una palabra al respecto y me pareció prudente no preguntarle, dadas las circunstancias. Después se sacó una billetera del bolsillo y guardó allí el papel con cuidado. A continuación, metió todo en el cajón del escritorio y lo cerró con llave. Cuando se dirigió a mí ya no estaba enfadado, pero tampoco tan eufórico como cuando había llegado a casa. Conforme avanzaba la noche me pareció verlo perdido en sus pensamientos, como si cavilara. Aunque mi idea inicial había sido quedarme a dormir en la cabaña, al ver el humor de mi anfitrión preferí marcharme después de la cena. No quería importunarlo más. Él no me insistió en que me quedase pero, en el momento de la despedida, me estrechó la mano con más afecto aún que de costumbre. Su gesto me dejó todavía más perplejo… ¿Qué le rondaba en la cabeza a mi amigo?

Al cabo de un mes más o menos, tras no haber sabido de él desde aquella curiosa velada, recibí una visita en mi casa de Charleston. Era Júpiter. Nunca había visto al pobre hombre de color tan desesperado, así que temí que algo terrible le hubiera ocurrido a mi amigo.

—Hola, Júpiter, ¿qué sucede? ¿Cómo está tu señor?

—Ay, madre. Pues el amo Will no anda na’ bien…

—¿Nada bien? Cuánto lo siento. ¿Qué le aqueja?

—Pues ahí está. Que no se queja. No se queja de na’, pero está fatal, fatal.

—¿Fatal? ¡Habérmelo dicho desde el principio! ¿Está encamado?

—¡No quiere ni oír mentar la cama! Me tiene muy preocupao, pero no me hace caso.

—Por favor, Júpiter. Cuéntame mejor qué ocurre porque no acabo de entender qué le pasa a tu amo. ¿Te ha dicho qué le duele?

—¡Qué va! Cuando le pregunto se enfada y me dice que no le pasa na’. Pero está blanco como el papel y siempre va con un cacharro a cuestas.

—¿A qué te refieres, Júpiter? ¿Qué lleva?

—Un cacharro, no sé. Como una pizarra con muchos números… muy raros. Me pone los pelos de punta, de verdá. No le puedo quitar ojo de encima. Hoy se ha pasao todo el día fuera. Ya no sé qué hacer.

—Ten paciencia con él. Pero ¿no tienes la menor idea de qué puede haber provocado su enfermedad, o mejor dicho, su cambio de conducta? ¿Le ha sucedido algo desagradable después de mi visita? ¡Pobre amigo mío!

—No, señor. Después no, yo creo que fue antes. El mismito día que fuisteis a verlo.

—¿Qué?

—Lo del bicho, señor. Ya sabéis.

—¿Qué bicho?

—El escarabajo. Yo creo que el bicho ese le mordió al amo Will en la cabeza o yo qué sé.

—Y ¿en qué te basas para suponer eso?

—Pues en que le vi las garras y la boca al bicho ese. Nunca he visto un escarabajo así: pataleaba y lo mordía todo. El amo Will intentó cogerlo a la brava y digo yo que entonces le picó. Pero a mí no me gustaba ni un pelo, na’ de na’. Por eso lo cogí con un papel que había por ahí. Lo envolví en el papel y le metí un trozo en la boca al bicho, por si acaso.

—Entonces, ¿de verdad crees que el escarabajo picó a tu amo y le contagió alguna enfermedad?

—Que no es que lo crea, ¡es que lo sé! Por eso no para de soñar con el bicho y con oro.

—Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?

—¿Que cómo lo sé? Porque habla en sueños. Por eso lo sé, señor.

—Bueno, Júpiter, quizás tengas razón. Y aunque así sea, ¿a qué se debe tu visita?

—Yo no debo nada. ¿A qué viene eso? —preguntó Júpiter, pues, aunque era un buen sirviente, no tenía muchas luces.

—Te pregunto si me traes algún mensaje del señor Legrand.

—Ah, claro. Pues no me ha dicho nada, pero me ha dado esta carta.

En cuanto Júpiter me entregó la nota, la leí con gran avidez:

Apreciado amigo:

¿Cómo estáis? Hace tiempo que no nos vemos. Confío en que no os ofendierais por mi actitud un tanto arisca durante vuestra última visita, no era mi intención molestaros. Aunque en realidad dudo que sea eso.

Debo reconocer que he estado muy ansioso últimamente. Tengo que contaros algo, pero no sé por dónde empezar. Ni siquiera sé si debería hacerlo o no. En fin, lo compartiré con vos, ya que me he decidido a escribiros.

Llevo unos días inquieto y el pobre Júpiter aún me irrita más. Sé que lo hace con buena intención, pero mi sirviente no me deja en paz ni a sol ni a sombra. El otro día me reprendió porque había pasado el día fuera en solitario. ¿Os lo imagináis? ¡Ay, como si uno no pudiera hacer lo que le viniera en gana! Me siento controlado.

Por favor, venid a verme con Júpiter cuanto antes. Así podré contároslo todo. Si puede ser esta noche, mejor que mañana. Os aseguro que es de suma importancia.

Atentamente,

WILLIAM LEGRAND

Había algo en el tono de la carta que me dejó mal sabor de boca. El estilo no concordaba en absoluto con el de mi amigo Legrand. ¿Qué podía haberle provocado tanta ansiedad? Y ¿qué asunto «de suma importancia» querría tratar conmigo? Lo que me había contado Júpiter no auguraba nada bueno. Yo temía que, con tantos infortunios, mi buen amigo hubiera terminado de perder la cabeza por completo. Así pues, sin pensarlo más, me dispuse a acompañar al sirviente.

Al llegar al muelle, me fijé en una guadaña y tres palas nuevas que había en el fondo del barco en el que nos disponíamos a subir.

—¿A qué viene todo esto, Júpiter? —le pregunté.

—La guadaña y las palas son para el señor.

—Ya me lo imagino. Pero ¿qué hacen aquí?

—Pos es que el amo Will me pidió que se las comprara en la ciudad. Y me han costao un ojo de la cara.

—Pero, vamos a ver, ¿puede saberse qué va a hacer tu «amo Will» con una guadaña y tres palas?

—No tengo ni idea. Y creo que él tampoco. Pero es por lo del bicho ese. ¡Qué tormento!

Me resigné al ver que poco iba a sacar en claro de la conversación con Júpiter, quien parecía tener el seso sorbido por «el bicho ese». Así pues, me monté en el barco y echamos a navegar. Gracias a un viento fuerte que nos daba impulso, llegamos enseguida a una pequeña cueva que había al norte del fuerte Moultrie y, una vez que atracamos, caminamos hasta la cabaña entre los altos arbustos de mirto. Llegamos alrededor de las tres de la tarde. Legrand nos esperaba con gran expectación. Me agarró la mano con tal nerviosismo que me alarmé y crecieron mis sospechas de que se había vuelto loco. Estaba tan pálido que parecía un fantasma y sus ojos emitían un brillo poco natural. Tras hacerle algunas preguntas sobre la salud, me quedé sin saber qué decir y acabé por preguntarle si el teniente G. le había devuelto el escarabajo.

—Sí, sí —contestó. Y enrojeció de repente—. Me lo devolvió a la mañana siguiente de vuestra visita. No me separaría de ese escarabajo por nada del mundo. ¿Sabéis que Júpiter tenía razón?

—¿En qué sentido? —pregunté con un triste presentimiento en mi corazón.

—Al suponer que era de oro macizo —contestó muy serio.

Sin saber por qué, me quedé conmocionado.

—Ese escarabajo me dará la fortuna —continuó con una sonrisa triunfal—. Me devolverá las posesiones de mi familia. ¡Cómo no voy a apreciarlo tanto! Ya que la fortuna me lo ha puesto en las manos, lo utilizaré como es debido y llegaré al tesoro que se esconde detr

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