PRÓLOGO
ENSAYO-FICCIÓN, PENSAMIENTOS DESLUMBRADORES
Luis Antonio de Villena
¿Cuáles eran el pensamiento y el sentir estético de Oscar Wilde? Algunos siguen albergando la idea del hombre básicamente frívolo, a quien el descubrimiento trágico y envuelto en insano puritanismo de su condición homosexual abocó a un final desolador, injusto y trágico: Murió enfermo y pobre en un hotelucho (entonces) del Barrio Latino de París a fines de noviembre de 1900, con cuarenta y seis años casi recién cumplidos… El propio Wilde, poco antes, había dado alguna pista. Lector, muy joven, de Balzac y de Stendhal, comentó: «Los héroes de mi juventud fueron Lucien de Rubempré y Julien Sorel. Uno se suicidó y el otro murió guillotinado. ¿Qué puedo esperar para mí mismo?». Wilde supo que la vida es dramática y poco buena —salvo momentos— pero que merece vivirla; noble contradicción, «fermosa cobertura».
Para Oscar el año 1891 —y recordemos que nuestro autor fue hombre algo perezoso— resultó lo que llamó él mismo su annus mirabilis, su año de esplendor, el de la mejor plenitud (y más motivada) de su triunfo. Se publica en volumen El retrato de Dorian Gray, su archifamosa novela, que había salido casi un año antes en revista (en el Lippinscott’s Monthly Magazine). La edición en libro está no poco ampliada —siete capítulos nuevos, llega así a un total de veinte— y cuenta con el famoso prefacio, en forma de aforismos, en el que Wilde —con su conocida afición a la paradoja— teoriza sobre el arte y sobre la moralidad en el arte, pues ya existían rumores de que El retrato era una novela inmoral. Wilde dirá: «No hay libros morales o inmorales, solo libros bien o mal escritos». Es en verdad una estupenda formulación pro domo sua del concepto básico del arte por el arte (L’art pour l’art). Aparece su libro de ensayos Intenciones (Intentions) del que diremos más, pero baste adelantar que es, probablemente, su libro más enjundioso y sin duda uno de los peor conocidos. Y aún hay más en ese pletórico 1891, y no es poco ni mucho menos: Wilde edita dos libros de cuentos —para algunos sigue siendo lo más famoso y en parte diríamos lo menos «peligroso» de su obra— alguno de cuyos relatos también habían salido antes en revistas, hablo de El crimen de Lord Arthur Saville y otros relatos y Una casa de granadas, a mi saber el mejor de ambos, y que en español se ha publicado pocas veces con su título original, en buena medida porque traductores o editores han juntado cuentos de las diversas colecciones. Si se piensa en el miedo actual —de cara a la promoción— a publicar más de un libro por temporada, veremos que Wilde batió en verdad un récord, porque editó cuatro, y todos ellos más que notables. Para cerrar bien ese annus mirabilis, a fines de año, Oscar Wilde hace un viaje apoteósico a París —capital de la cultura europea en ese momento— donde es acogido y aclamado como un cabal genio de la época. Como homenaje a la cultura francesa (declaró, aunque sin duda lo tendría pensado con anterioridad) Oscar escribe, en París y en francés, su muy decadente drama Salomé, y le ayudará a corregirlo —aunque Wilde sabía muy bien francés, que hablaba con voluntario acento británico— su entonces decadente asimismo y joven amigo Pierre Louÿs, que luego se distanciaría de él, porque al parecer al Louÿs de Las canciones de Bilitis (que se publicó años después) solo le interesaba el lesbianismo, la homosexualidad femenina, pero no la masculina. No obstante a fines de 1891 acepta que Wilde le regale un ejemplar de Una casa de granadas con la siguiente y más que singular dedicatoria, que se conserva: «Au jeune homme qui adore la Beauté. / Au jeune homme que la Beauté adore. / Au jeune homme que j’adore». («Al joven que adora la Belleza. / Al joven al que la Belleza adora. / Al joven al que adoro yo.») Me pregunto si quedaba mucho más por expresar. Pero no olvidemos que estamos en un viaje de celebración y éxtasis (Wilde es recibido con todos los honores por el patriarca Mallarmé) y que los brindis con buen champán están a la orden del día y de la noche… Y por cerrar estos datos que tanto dicen (de categoría y de epicureísmo) conviene recordar asimismo que muy poco antes de llegar a París, Wilde había conocido (o charlado con él) por primera vez (todavía se trataba de un poeta joven, de un devoto admirador literario) al estudiante lord Alfred Douglas, a quien le presenta el también joven poeta Lionel Johnson —todos muy interesados en Wilde—. La historia como tal, y todas sus terribles consecuencias, empezaría pocos meses después (ya en los inicios de 1892), pero como yo mismo he dicho alguna vez, Oscar ya había encontrado en carne y hueso a su Dorian Gray definitivo. Suele olvidarse al hacer el repaso de este annus mirabilis —y puesto que nos interesamos en el Wilde ensayista— que también en febrero de ese mismo año y en la Fortnightly Review, la revista que dirigía su polémico amigo Frank Harris, Wilde publica «El alma del hombre bajo el socialismo», uno de sus textos más políticos, y una clara defensa del llamado «socialismo utópico», que en su veta más esteticista, había puesto en circulación poco antes William Morris que ese año publicaría su novela —una utopía en dicha línea— Noticias de Ninguna Parte (News from Nowhere). Considerando todo lo anterior (y no es poco), no es necesario sacarla de contexto para entender a carta cabal la frase final del ensayito de Wilde sobre ese socialismo deseable: «El nuevo Individualismo es el nuevo Helenismo». Es uno de los pocos ensayos —nunca excesivamente largos— de Wilde que no está escrito de manera dialogada.
Como he advertido y no es inútil repetir, Intenciones es uno de los libros menos conocidos del siempre muy conocido Oscar, pero asimismo es la obra en la que está expuesto y teorizado su pensamiento, el que informará después (y antes) sus obras de ficción. Wilde había escrito antes ensayos —conferencias, también— como «El Renacimiento inglés del arte» o «El decorado del hogar», entre otros, pero además de ser mucho más convencionales de forma, no hacen sino divulgar ideas estéticas generales de Ruskin o Walter Pater, de quienes el joven Wilde del «traje estético», se siente principal discípulo. Naturalmente los cuatro ensayos que forman el volumen Intenciones —suele decirse que no es el título más afortunado de Wilde, pero conviene prestarle atención— se habían escrito, en general, desde al menos 1888. Los cuatro ensayos son: «Pluma, lápiz y veneno», el único no dialogado con «La verdad de las máscaras» (los menos amplios), y los diálogos, vieja tradición clásica, platónica como mínimo, pero también cuenta con Luciano de Samosata entre otros ilustres cultivadores antes del Renacimiento (cuando retorna), «El crítico como artista» y «La decadencia de la mentira», que resultará el más citado. Para situar el trabajo de Wilde, digamos que «Pluma, lápiz y veneno» (sobre un curioso personaje delictivo del romanticismo inglés, Thomas Griffith Wainewright) se había publicado ya en revista, sin mayor resonancia, en 1888. «Pluma, lápiz y veneno» se subtitula «Estudio en verde» (un color muy emblemático del decadentismo) y «La verdad de las máscaras», «Una nota sobre la ilusión». En los dos diálogos —más extensos— cambian ideas e ingenio, en un ámbito refinado, en casas elegantes, en «El crítico como artista» —en dos partes—, Gilbert y Ernest —las primeras traducciones españolas decían Gilberto y Ernesto— y en «La decadencia de la mentira» (subtitulado «Observación»), Cyril y Vivian, no por casualidad el nombre de los dos hijos que tuvo Wilde. Aunque en los cuatro ensayos hay una clara búsqueda literaria y estilística —más allá del juego de las ideas—, es decir, un evidente afán por llegar al lector y cautivarlo, ello se hace aún más evidente en los dos diálogos, que tienen no poco de teatral, y que aumentan la cercanía al lector (porque no es pura y neta teoría) como ocurre en El Banquete de Platón, por citar el más ilustre de los precedentes. Lo que debe quedar claro al acercarse a estos textos verdaderamente ideológicos es que Oscar Wilde huye radicalmente de todo academicismo o similar, y busca la cercanía literaria del lector, haciendo que el ensayo (sin dejar de serlo) tenga algo de relato o de cuento, cuando no de breve obra dramática. Es algo notoriamente moderno y que Wilde consigue, como enseguida veremos.
«Pluma, lápiz y veneno» (tomémoslo como inicial ejemplo) comenta la vida —se ha dicho— del muy peculiar Griffith Wainewright (1794-1852), pintor, crítico de arte, envenenador y falsificador, aunque —debemos obligadamente añadir— sobre todo, esteta. Como crítico de arte —según Wilde— inaugura una crítica impresionista de fuerte sabor literario, que pretende cultivar, ante todo, la sensibilidad del espectador o del lector. Es al mismo tiempo un dandi sorprendente por sus guantes amarillos (como en la frase de Balzac), sus camafeos y sus sortijas. Hombre, por tanto, que «prefiere ser alguien antes que hacer algo». Periodista de seudónimos varios, amigo de escritores como Lamb o Thomas de Quincey, Wainewright es además falsificador de documentos de todo tipo y experto envenenador, que mató a más de tres personas (su tío y su suegra, entre ellas) por motivos económicos no muy claros, y siempre de manera muy sutil: con un casi insípido preparado de estricnina. Pero aún hay más, porque Wainewright —al que la justicia solo detuvo y exilió por falsificador— fue siempre y sobre todo, aun durante su alejamiento en Tasmania, un «artista». Un cultivador de lo bello, que transmitía a sus gestos, a sus modales y palabras. Parece que mientras estuvo preso en Londres, esperando a que lo deportaran, convirtió su celda —por las gentes que lo visitaban— en un selecto centro de reunión elegante y hasta chic. Y cuando alguien le comentó lo horrible que era que hubiera asesinado a Elena Abercrombie —su suegra— contestó: «Sí, fue espantoso… Pero ¡tenía los tobillos tan gruesos!». ¿Neurótico, psicópata? Nos lo preguntamos, mas carece de importancia. Es alguien nuestro hombre que quiso ser (y fue) «un personaje». Lo que hizo, y lo que dibujó o escribió, se enlazan en la misma máscara, sus gestos se avalan y dan sentido uno a otro. Y así cuando Wilde comenta a Wainewright —salvando distancias de calidad— se está comentando a sí mismo. Y al hacerlo, comienza a mostrarnos su más genuina teoría del arte y de la literatura (la literatura es un gran arte) que no hará sino desarrollar.
Lo importante —nos dice, y contempla desde ángulos diferentes— es la máscara, algo muy de «fin de siglo». El arte y la vida se interpenetran, se complementan del todo, de modo que la «verdad» (la realidad) importa menos que la «ficción» (el arte) que provoca: una máscara es más elocuente que un rostro. Escribirá más tarde en francés: «Il ne faut regarder ni les choses ni les personnes. Il ne faut regarder que dans le miroirs. Car les miroirs ne nous montrent que des masques». (No hay que mirar ni a las personas ni a las cosas. Hay que mirar en los espejos. Pues los espejos solo nos muestran máscaras.) Así es que el artista perfecto será el personaje artístico, aquel que hace de su vida un arte, y en ella escribe y teatraliza y se distingue de los demás, a los que ama compasivamente y, en no menor medida, desprecia. Eso es el dandismo, aunque no hay que ocultar (y Wilde lo sabe e intuye muy bien) «ese don encantador y peligroso de diferenciarse de los demás». En «Pluma, lápiz y veneno» se esboza además la primera teoría wildeana del decadentismo, como más refinado modo del ser artista. El «verde» del subtítulo aúna morbo, pasión de Muerte, sentimiento sumo de la Belleza exquisita, sensibilidad y pasión. Puesto que, como sabemos, Wainewright, es ante todo un consumado esteta. Apostilla Oscar: «Puede nacer una intensa personalidad del pecado». Y sabemos asimismo que intense (intenso) es la palabra favorita de esos poetas del momento. Pues otra de las cosas que el texto postula es la independencia y distancia ente arte y moral. Independencia que Wilde defendió siempre, aunque como sabemos muchas de sus obras no estén exentas de una clara lectura moral y otras fueran insistentemente acusadas de inmorales. «El hecho de que un hombre sea envenenador no prueba nada en contra de su prosa.» Wilde encomia en Wainewright su deseo y práctica de unir las artes (pintura y escritura) lo que, desde el prerrafaelismo, era una actitud decididamente «nueva». El envenenador (asocial, marginal) es una de las posibles imágenes de la teoría wildeana del paganismo: libertad para el cuerpo, los sentidos y el sexo, en un ámbito de lujoso hedonismo. Claro que lo fundamental siempre es la plenitud artística del «personaje», su teatralidad, su nunca abandonado gesto o pose, su enigma de ser que convierte una realidad —esta— en otra, la del drama, pero también fuera del proscenio. Ya que (parece resumir Wilde) «no hay nada más importante en realidad que ser sugerencia para la ficción».
En las siguientes obras ensayísticas del libro —no es nuestra tarea desvelarlas— Wilde no hace sino ampliar y consolidar más complejamente (y sin abandonar el placer literario), e incluso siempre desde sí mismo, esas teorías iniciales que entreveran arte, vida, morbidez, decadencia, exquisitez —omnipresentes— y belleza, siempre también imprescindible. La supremacía del verde. Como el clavel —artificioso— que muy pronto lucirá también en su solapa. Acaso para acentuar «lo literario» del ensayo, «La decadencia de la mentira» sucede en una casa de campo en el condado de Nottingham, mientras que «El crítico como artista» —el más amplio de estos ensayos— tiene lugar en la biblioteca de una casa de Picadilly que da a Green Park. Todo distinguido. «Quienes ven alguna diferencia entre alma y cuerpo carecen de ambos», escribió Wilde en uno de sus aforismos exentos.
Los editores y yo hemos decidido incorporar un peculiar ensayo a esta nueva edición de Intenciones. Se trata de «El retrato del señor W. H.», acaso —me parece a mí hoy— uno de los textos menos conocidos y más brillantes de Oscar, y donde quizá lleva más lejos algunas características que acabamos de ver: convertir el ensayo en ficción, o cuando menos, aproximar mucho ambas cosas. Además «El retrato del señor W. H.» ( las iniciales del enigmático destinatario de los Sonetos de Shakespeare) se escribió y publicó en fechas absolutamente coincidentes con las de la obra que venimos de comentar, pero nunca se recogió en ningún libro y fue uno de los primeros escándalos de la obra wildeana —al no dudar de la homosexualidad del Bardo— lo que la ha vuelto, tradicionalmente, como a las piezas de Intenciones, de lo menos conocido y sin embargo de lo más significativo y hondo dentro de la obra de nuestro poeta.
«El retrato del señor W.H.» se publicó (algo recortado por la censura) en una revista literaria en julio de 1889. En ese momento un Wilde bastante trabajador dirigía aún una revista femenina llamada Woman’s World, que guio desde 1887 —cuando escribe sus primeros cuentos— hasta fines de 1889, cuando ya está al borde de empezar a conocer un éxito más total y rotundo. Este texto de Wilde pasó casi desapercibido en su vida e incluso los años primeros tras su muerte. Ello se debe a su publicación —única— en una revista minoritaria y a que el tema —el destinatario de los sonetos de Shakespeare— no gustó al suponer Oscar, y dar razones basadas en los propios textos de los Sonetos (que demuestra conocer muy bien), que era un actor que interpretaba papeles femeninos en la época isabelina, llamado Willie Hughes. Que, pese a que finalmente sus intentos de edición fallaran, Wilde estaba convencido de la importancia de «El retrato del señor W. H.» lo vemos en que, tras la publicación en la revista tan desapercibida, pensó inicialmente agregarlo al tomo de relatos El crimen de lord Arthur Saville… pero no lo hizo porque se percató —adecuadamente— de que ese texto no concierta bien con el resto. Luego, en 1893, figura anunciado como un tomito exento, entre las inmediatas novedades de la editorial John Lane & Elkin Matthews, pero no salió, pese a que Oscar, sabemos, había encargado la portada a su amigo el dibujante Charles Ricketts, que al parecer llegó a hacerla. Esa portada tendría que mostrar a un joven actor de la época de Shakespeare, acaso basándose en las célebres miniaturas de Nicholas Hilliard, contemporáneo del Bardo por antonomasia. No sabemos por qué esa anunciada edición no llegó a ver la luz. En parte porque la «mala fama» de Wilde iba en crecida, y un texto como «El retrato del señor W. H.», la aumentaría sin duda. La novela satírica contra Wilde y su relación con Bosie, El clavel verde, se publicó en 1894. Y además porque todos los temas relacionados con Shakespeare (como ocurre en España u ocurrió con Cervantes) eran de alguna manera temas de Estado, y si descifrar la dedicatoria que puso el editor de los Sonetos, Thomas Thorpe, era un notable quehacer erudito, en el culmen de la edad victoriana, debía quedar excluido todo atisbo de homosexualidad, tema que Wilde —en este ensayo-ficción— demuestra y argumenta. Recordemos esa famosa dedicatoria en la traducción española (hay muchas) de Carlos Pujol: «Al único inspirador / de estos Sonetos / el señor W.H., toda la felicidad / y la eternidad / prometida / por / nuestro poeta inmortal, / desea / el que con sus mejores deseos /emprende la aventura / de darlos a la luz. / T. T.». Como el editor habla de un «inspirador» y los sonetos, muchos, hablan en masculino, no hay duda de que se trata de un hombre joven, pero una cosa era que se pensara en un noble como Henry Wriothesley, conde de Southampton, o aún con más probabilidades en William Herbert, conde de Pembroke (algo más tarde), y otra muy distinta que la dedicatoria enigmática recayera en un joven actor desconocido, ese Willie Hughes, sobre el que Wilde diserta y opina admirablemente bien. De nuevo está ante la verdad de la máscara, pero asimismo ante el modo perfecto (e insisto, muy novedoso) de convertir un relato en un ensayo, de complementario modo a como, en Intenciones, Wilde convierte ensayos en narraciones o ficciones dramatizadas. La modernidad de Wilde quedará certificada por Jorge Luis Borges (que siempre admiró a Oscar), pues partiendo de él pero yendo más lejos, Borges escribe en 1938 «El acercamiento a Almotásim» que recogería en 1941 en su tomo de cuentos, El jardín de senderos que se bifurcan. Wilde ha escrito un cuento con todos los elementos de un ensayo erudito, sin falsas citas. Borges escribe un cuento como si estuviese haciendo una reseña crítica de un libro titulado El acercamiento a Almotásim para una revista. Estamos jugando con elementos muy clásicos y muy modernos, muy novedosos. Wilde reivindica el amor de Shakespeare por un muchacho hermoso, y mezcla ficción y erudición admirablemente. Morbo, pasión, máscara nuevamente. Creo (creemos) que ya que nunca se publicó exento, el lugar mejor para «El retrato del señor W. H.» parece ser Intenciones. Resulta que la idea de este texto nació de una conversación nocturna, en casa de Wilde, entre este y quien en ese momento era su amante y luego sería su albacea, Robert Ross. A este ese texto de Wilde (se lo dice cuando este está ya en la cárcel) le parece una de sus obras fundamentales. Y muy probablemente es una de las mejores. Como se conservaron las galeradas de la revista inicial, se ha podido reconstruir —mucho después de la muerte de Wilde— el texto no censurado de «El retrato del señor W. H.», sin embargo el manuscrito original y la portada de Ricketts se perdieron durante aquella incivil y desastrosa subasta en la que, arruinado Wilde, tras su condena por sodomía, sus cosas se malvendieron en su propia casa a precios irrisorios y probablemente se robó además alguna otra. El ensayo como ficción y la ficción como ensayo, y desde luego (otra vez) la sugeridora verdad de la máscara. Como dice el propio Wilde en este texto —y la cita podría venir de Intenciones— «¿Debíamos buscar en las tumbas nuestra vida real y en el arte la leyenda de nuestros días?» ¡Qué difícil, leyendo esto, acusar a Oscar Wilde de frívolo! Esa tal frivolidad, con la que sin duda coqueteó, es una de las tantas máscaras con las que supo y quiso adornarse y sobre las que teorizó —aquí lo tenemos todo— magníficamente. La decadencia de la mentira (en este sentido) sería una fuerte desgracia. Disfruten con el pensamiento literario.
Madrid, mayo de 2018
Intenciones
NOTICIA BIBLIOGRÁFICA PRELIMINAR
Ricardo Baeza
El presente volumen contiene las páginas de crítica y estética fundamentales de Wilde, y quizá las más originales y profundas que escribiera nunca. «La decadencia de la mentira» y «El crítico como artista», bajo su apariencia caprichosa y paradójica, contienen la exposición completa y razonada de toda la estética y ética wildeanas. Quien quiera conocer a fondo el pensamiento y el arte de Wilde, a ellas tendrá que acudir. Y seguramente en agudeza ideológica, profundidad de pensamiento, emoción artística y belleza formal ocupan el primer puesto en su obra.
Al mismo tiempo, no podría hallarse, en toda la literatura moderna, un manual de estética que le fuera comparable y un artista joven contemporáneo no podría acudir a mejor guía e iniciador en el mundo del arte que esos tres diálogos. Por otra parte, la mayoría de las ideas de Wilde, que en su tiempo escandalizaron a algunos críticos académicos y tradicionalistas, son las que están vigentes hoy entre la minoría intelectual selecta del mundo. Difundidas en el ambiente, y cada día más confirmadas por la obra de arte humana, algunas de ellas han llegado casi a ser patrimonio público, al punto de que hay muchos que no han leído a Wilde, o que aparentan, con mejor o peor buena fe