Estado civil: ingobernable

Jorge Lozano H.

Fragmento

Estado civil ingobernable

PRÓLOGO

ESTADO CIVIL: INGOBERNABLE

es un manual para cortar cadenas y dejar atrás todo lo que nos ha hecho daño, para que lo bueno pueda alcanzarnos. Hay sucesos en nuestra historia personal que se han convertido en cadenas, eventos que nos llenan de inseguridades y miedos, y limitan nuestro potencial. Quizá llevas años viviendo en la sombra de las cicatrices que te dejaron, pero yo siempre he pensado: hay heridas que, en lugar de abrirte la piel, te abrieron los ojos.

Acompáñame en este viaje por tus recuerdos, tus relaciones y tus sueños. Quizá vienes de una relación difícil, una crisis o una enfermedad, y sientes que te han robado tus mejores años. Sientes que tienes mucho que dar, mucho que vivir y que experimentar, pero por alguna razón te encuentras encadenada a la vida que llevas hoy.

Al terminar este libro encontrarás nuevas fuerzas para enfrentar las circunstancias de la vida, sentirás una libertad de hacer, experimentar, equivocarte y volver a intentar. Te darás cuenta de que Dios te ha regalado un día más para volver a empezar; pero, sobre todo, la intención de este libro es quitarte ese peso que vienes cargando. El peso de todo lo que te heredaron, de lo que no rompiste, pero has tenido que reparar, ese peso que por mucho tiempo te ha robado la paz. ¡No más!

A partir de hoy, tu compromiso más grande es contigo. Prepárate para un viaje inolvidable del cual regresarás de Estado Civil: Ingobernable.

Capítulo #1. Ingobernable de tu pasado

INTRODUCCIÓN: EL ASALTO AL BANCO EMOCIONAL

—¡Nadie se mueva! —gritó la tremenda Bonnie Parker mientras apuntaba su pistola Colt calibre 32 hacia el joven cajero del banco. Era una mañana fresca de un 16 de abril de 1934.

Con un cigarro recién encendido balanceándose en la orilla de su boca, Bonnie, una joven de 23 años, tenía al personal de todo un banco con el pecho en la tierra temblando.

—¡No venimos por su dinero! —gritó su cómplice Clyde Barrow, un hombre con el que no solo compartía una pasión por lo ajeno, sino un romance que les duraría hasta la muerte. (Un mes después para ser exactos).

—¡Venimos por el dinero del banco, repito, no el suyo! —exclamó el hombre con acento tejano, en un tono casi absolutamente calmado.

Y como un par de bailarines perfectamente coordinados, Bonnie saltó al asiento del conductor de un Ford V8 y aceleró con toda la potencia de sus 85 caballos de fuerza, mientras Clyde disparaba al cielo anunciando que la fechoría estaba concretada. Nada ni nadie podía haber hecho algo para detenerlos, eran los enemigos públicos más peligrosos de la época.

Bonnie y Clyde se convirtieron en los dos más famosos atracadores de sus tiempos y aunque su historia parezca solo un recuerdo plasmado en un viejo libro de texto, quizá Bonnie y tú se parezcan más de lo que puedas creer. Múltiples recuentos sugieren que la joven mujer, convertida en una completa asaltabancos, sufría de hibristofilia: una incontrolable atracción y deseo hacia los hombres malos. Así como lo lees, le encantaban los hombres peligrosos, malos, manipuladores y sin futuro. Los cucarachos, como yo los llamo.

La hibristofilia es un síndrome ampliamente explorado por los psicólogos, en el que, según Katherine Ramsland, profesora de psicología forense, "alguna gente cree que puede cambiar para bien a una persona tan cruel, poderosa y perversa como un asesino en serie". "Otros ‘ven’ al niño pequeño que el malvado alguna vez fue y sienten ganas de cuidar de él". ¿Te suena familiar?

¿Cuántas veces hemos creído ciegamente que una persona puede cambiar y solo termina por decepcionarnos? ¿Cuántas veces algo en lo que depositaste toda tu fe y toda tu ilusión finalmente te rompe el corazón?

Y quizá lo que te trajo a este libro no es precisamente un mal amor. Quizá vienes de una mala relación contigo misma. Escuchas por todas partes que deberías ser una mujer empoderada, pero aunque intentes liberarte, esa ansiedad siempre vuelve a atormentarte. Diariamente te sientes desanimada, deprimida, como si vivieras prisionera de un enorme potencial, pero te encuentras a ti misma en una vida que no era la que querías. Llevas años buscando la libertad, pero siempre terminas como la empleada del banco: con el pecho en la tierra, paralizada por el miedo a descubrir de lo que eres capaz.

¡Eso se acabó!

Es momento de asaltar el banco.

Ha llegado el momento de tomar tus armas y asaltar el banco emocional que guarda tu libertad, tu salud, tu prosperidad económica y tu éxito personal. Es tiempo de ir adonde escondes todos tus recuerdos, memorias y traumas. ¡Nunca más serás prisionera de lo que guardas! Es tiempo de vaciar la bóveda que cargas en el pecho, traer contigo únicamente los tesoros y dejar el resto.

Bonnie poseía todo en su interior para enfrentar al mundo e ir detrás de lo que quería. No temía levantar las armas, mantenerse firme, aun sabiendo que el mundo entero estaba en su contra. No se preocupaba por lo que otros pensaban y ciertamente no tenía cadenas sociales que la ataran. Era una delincuente, pero a veces necesitamos un poquito de esa sangre por nuestras venas.

¿Cuántas veces te has quedado con palabras en la boca que no tienes el valor de decir? ¿Cuántos proyectos se han quedado en tu libreta por no tener las agallas de construir? ¿Cuántas aventuras te has quedado sin vivir, por no tener la confianza de perseguir? Quizá necesitas de esa sangre: La sangre ingobernable.

De todos los errores que Bonnie cometió, hubo uno que marcó su destino: el haberse enamorado del hombre equivocado.

En mis diez años de carrera como conferencista y motivador, he visto a hombres y mujeres sacrificar sus carreras profesionales, sus sueños, sus aspiraciones, y sobre todo su paz, por cadenas emocionales de las que no pudieron liberarse.

Personas cuya vida fue marcada por una enfermedad, por creencias limitantes que heredaron de sus padres, por el bullying, la deuda o el fracaso económico que nunca les permitió avanzar. Mujeres que después de un divorcio no vuelven a confiar en alguien más, adultos que luego de una infancia difícil, jamás se sienten aptos para alcanzar el máximo de su potencial.

Es como si todo lo que hubiéramos vivido, lo increíblemente bueno, lo terriblemente malo, pero sobre todo lo traumático, nos acompañara como un fantasma de mil cadenas. Asombroso lo mucho que el pasado influye en todo lo que hacemos y, aun sabiéndolo, ¡no logramos desprendernos de él!

En este libro encontrarás el manual completo para romper cadenas. Si estás buscando la razón por la que no te llega un buen amor, si intentas entender por qué te sientes desanimada o desmotivada, limitada de crecer. Si sientes que guardas un potencial enorme en tu interior pero no sabes cómo encontrarlo, este libro viene a ayudarte a liberarlo. Vamos a cuestionar todo: tu herencia, tu infancia, las viejas creencias y las ideas falsas. Voy a llevarte en el viejo Ford V8 a toda velocidad para que asaltes el banco de cada una de las etapas de tu vida que te dejaron enojada, triste o marcada. Vas a abrir los ojos a nuevos amores, románticos o personales, a nuevas aventuras y a nuevas oportunidades.

A partir de hoy te quiero con la actitud, como prueba de embarazo: ¡Positiva!

Te subestimaron, te limitaron, te hicieron sentir no apta, pero éste es un asalto para recuperar toda tu seguridad y tu confianza. Marca esta fecha en tu calendario como un día memorable:

HOY ES EL DÍA EN EL QUE DECIDES VIVIR DE ESTADO CIVIL: INGOBERNABLE.

LA ETERNA BÚSQUEDA DE LA LIBERTAD

En esta vida, hay pequeños placeres que hacen al ser humano sentirse libre. Uno de los míos es llegar a mi casa, darme cuenta de que no hay nadie y quitarme toda la ropa. Andar como Dios me trajo al mundo, como Adán en el huerto del Edén. Caminar por los pasillos de mi casa completamente en cuero, saludar a mis vecinos desde el balcón y ver sus caras sorprendidas mientras un hombre completamente desnudo les grita: “¡Buenas noches, vecinos!”. Y escuchar un pequeño grito de espanto salir de la boca de mi vecina: “¡Santo Cristo!”, mientras un hombre en sus treintas la saluda con una sonrisa y sin un gramo de pudor o decencia. A fin de cuentas, estoy en mi casa, en mi lugar seguro: mi refugio. ¿Has experimentado el profundo placer de llegar a casa y quitarte el peso de cualquier cosa que traes puesta? Es liberador. Te confieso que también tengo el extraño hábito de dormir sin un solo elástico apretando mi cuerpo. Duermo con calcetines solamente, por aquello del frío, pero me aseguro de que estén viejos, desgastados, para que no aprieten. Me encanta dormir y que la sangre fluya libremente por mi cuerpo, sin obstrucciones, sin ataduras. Una persona pura y enteramente en paz.

Al menos así me consideraba, hasta que intentaba cerrar los ojos para descansar. En ese momento, todo lo que traía guardado en mi mente salía a atacarme como león rugiente. Miedos, deudas, inseguridades, incertidumbre, todos los fantasmas que se esconden durante el día y que en la noche salen a mordernos.

“¡Jorge, gobiérnate!”, me grito a mí mismo en silencio, mientras doy vueltas y vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Y es justo ahí, en la libertad de mi hogar, mi refugio, el lugar en el que más en paz me siento, donde me doy cuenta de que sigo siendo un prisionero. Un prisionero del estrés, de la desconfianza, de la falta de fe.

Aunque a veces son la ansiedad, la preocupación o la incertidumbre las que nos tienen cautivos, hay muchas otras cosas que nos tienen prisioneros en la vida.

En mi carrera como conferencista he podido viajar a muchos países y he platicado con mujeres y hombres con un potencial truncado. Gente que poseía dones, talentos; no les tenían miedo al trabajo y al esfuerzo, pero, por alguna extraña razón, nunca encontraron el propósito para el que fueron diseñados. ¿Cuál es el común denominador que encuentro? Viven prisioneros.

No importa cuánto se esfuercen ni cuánto lo intenten, hay algo en su vida que los mantiene encadenados. Quizá ocurrió en su infancia: un comentario de papá o mamá marcó su autoestima y destruyó su confianza. Quizá durante la adolescencia, la gente a su alrededor se burlaba de algo en su físico o en su personalidad, su forma de hablar, o el hecho de que crecieron en un hogar diferente, y todo eso era causa de risa frente a la gente.

Quizá fuiste tú la que lo vivió y hoy no te explicas por qué es tan difícil liberarte de lo que cargas. Con todo ese peso extra, ¿cómo vas a lograr llegar a algún lado? ¿En qué momento vas a sentirte plena, realizada y feliz si tienes tantos fantasmas que no te permiten dormir? No es normal vivir sintiéndonos prisioneros.

Las aves crecidas en cautiverio piensan que volar es una enfermedad.

Yo detecté mis cadenas desde temprana edad. Verás, desde el día en que nací, me hicieron creer que no era un niño normal. Y cuando digo “desde el día en que nací” precisamente a eso me refiero, porque vine al mundo un 2 de noviembre de 1987. En México, mi país de nacimiento, el 2 de noviembre es oficialmente el Día de los Muertos. El día en el que conmemoramos a los difuntos. Ese peculiar día llegué a la vida como hijo de padres primerizos.

Cuenta la leyenda que era un bebé bonito. Conforme fui creciendo, mis padres se dieron cuenta de que, además, tenía mucha facilidad para hablar, mientras los bebés solo pronunciaban vocales en sus primeros años de vida. Como acompañaba a mi madre en las tareas del hogar, mis primeras palabras fueron “lavadora” y “aspiradora”. Bastante singulares para un niño tan pequeño.

Para mi tercer año de vida, ya dominaba el nombre de todos nuestros electrodomésticos y podía mantener conversaciones básicas pero lógicas con los adultos. No quedaba duda: Dios me había mandado a este mundo con un talento especial para comunicarme. Sin embargo, cuando llegué a la adolescencia, el Creador decidió que era un buen momento para complicarme la existencia.

Un día, mientras corría en un parque frente a la casa de mi abuela, me tropecé en un escalón y aterricé con la boca abierta justo en el filo del escalón siguiente. Vaya suerte. Salieron volando mis dos dientes frontales.

Llorando desconsoladamente y escupiendo sangre, regresé corriendo a casa de mi abuela. Ella se encontraba en su mecedora, como siempre, leyendo su viejo recetario. Siendo una de las mujeres más ingobernables que conozco y de quien más adelante en este libro te contaré, mi abuela intentó resolverlo con su característico: “¡No pasa nada!”, “No tiene nada el niño”.

—¡Mamá, le faltan dos dientes! —gritó mi escandalizada madre.

—Ahí tiene otros de repuesto —contestó mi abuela, con la seguridad que solo la bendita ignorancia podía darle.

Ese día cambió mi vida; experimentaría por primera vez una de las cadenas más complicadas que me tocarían: la cadena de sentirse feo. Ser un niño feo a los 12 años es especialmente difícil, según pude concluir. A los 12 años, no compites con tus compañeros por logros profesionales, ni por logros académicos o económicos. En esa primera parte de la adolescencia el reto es ser considerado normal.

Las aves crecidas en cautiverio piensan que volar es una enfermedad.

La tarea era simple: no tener razones para que se burlen de ti. No ser el blanco de las burlas o de la humillación. Solo eso: ser un niño estándar, común y promedio. En la infancia, cuanto más normal seas a los ojos de la sociedad, más fácil será pasar desapercibido. Ahí sí, Dios se encargó de mandarme el mayor reto.

Con mis dientes recién destruidos, mis nulas habilidades deportivas, mi léxico sobredesarrollado y mis expresiones ridículas, yo era el blanco perfecto para burlas y bullying. Me tocaba recibirlas de parte de los niños más grandes, de los más chicos, de mis propios amigos y hasta de mis maestros. Yo solo miraba al cielo y preguntaba: Dios, ¿no tienes otros guerreros?

Parecía como si toda mi adolescencia estuviera destinada a ser un calvario. Físicamente era bajito, muy delgado, sin nada de músculo, pero lo más complicado: era feo. Feo como el hambre. Feo con “F” de foco fundido, feo como los impuestos. Los dientes que me crecieron, en reemplazo de los que se me habían caído, estaban extremadamente torcidos. Eran dientes grandes, enormes, comparados con el tamaño de mi cabeza.

Si algo pude aprender en ese tiempo de mi temprana vida, es que los niños pueden ser más crueles que los adultos. Utilizaban apodos de todo tipo: “Conejo”, “Castor” y “Abrelatas”. Eran creativos esos niños...

Aunque han pasado décadas desde ese momento, aún escucho a esos niños riendo. Burlándose de algo que me había ocurrido por accidente, de algo que no tenía manera de controlar, y lo peor: no importa cuánto lo intentara, era algo de lo que no podía escaparme. Mi única alternativa era aguantar. A veces, Dios te envía pruebas a las que, no importa cuánto lo intentes, no vas a poder evitar. El único camino fuera de ellas es el camino que las atraviesa. No queda más que apechugar, llenarse de voluntad y absorber todo lo que la vida quiere enseñarnos.

Quién iba a pensar que mi mayor habilidad, el don que Dios me dio para hablar, dependía de una cosa: la valentía de abrir la boca. Pero mi peor defecto físico, lo que atraía todas las burlas, dependía de lo contrario: que mantuviera mi boca cerrada.

Desde los 12 años crecí con la boca encadenada. Sabiendo de lo que soy capaz, pero con un miedo terrible de que otros vieran mis defectos físicos.

A veces pienso que Dios esconde, dentro de tu defecto más grande, tu más grande habilidad. Necesita que te demuestres a ti mismo que puedes alcanzarla.

¿Cuántas veces hemos dejado que el miedo gobierne nuestra vida? ¿Sabemos lo que tenemos que hacer pero por miedo a la opinión popular decidimos no actuar? ¿Cuántos negocios jamás lanzaste?, ¿cuántos proyectos nunca iniciaste?, ¿cuántos libros como éste nunca escribiste? ¡Alguien te hizo creer que no podías y le creíste!

Las cadenas cuentan con una particularidad: no nos damos cuenta de que las tenemos hasta que comenzamos a movernos. Una cadena no suena hasta que intentas avanzar. Si estás frente al estante de una librería leyendo este libro, no sabes si comprarlo o dejarlo, si incluso te ha cruzado por la cabeza la idea de robarlo, hay algo que tienes que saber: tú no escogiste este libro, este libro te escogió a ti. Hay una carga en tus hombros en este preciso momento: tú la confundes con estrés, con acumulación de trabajo o de tareas, pero estás equivocada, son cadenas.

Hay un ruido en el piso por el que caminas, un ruido con el que parece que ahuyentas a cada pareja con la que lo intentas, un sonido que se arrastra por el suelo y a veces confundes con tu autoestima pero por más que lloras y lloras no aceptas consuelo. Son tus cadenas. Pero no temas, este libro ha venido a romperlas.

Quizá durante largo tiempo te etiquetaron, te juzgaron y hasta te criticaron, pero se equivocaron. Todo parte de una decisión:

¿Estás dispuesta a romper todo?

EL ARTE DE SABER ROMPER

La Biblia cuenta la historia de Sansón, un hombre conocido en la antigua Israel por su increíble fuerza. Un juez de potencial invencible, feroz guerrero, capaz de derrotar a cualquier enemigo que se le pusiera enfrente. Un hombre que había crecido creyendo que su poder provenía de una sola fuente: su cabellera. Y así como el potencial de muchas y muchos que estamos leyendo este libro, no pudo competir con un único fatal enemigo: una mala pareja.

Mamacita, recuerda: un diamante puesto en las manos equivocadas, en alguien que reconoce su potencia, pero no quiere hacerlo sentir especial, siempre terminará convencido de que brillar es una discapacidad. Un ave nacida y crecida en cautiverio piensa que querer volar es una enfermedad.

Dalila, el fatal amor de Sansón, una mujer que pertenecía a una tribu enemiga, pero por alguna razón había deslumbrado con su belleza al hombre más fuerte de Israel, sería la misma que lo haría caer. Cuando se había ganado su confianza, ella aceptó un soborno a cambio de que cortara la poderosa melena de Sansón mientras dormía. ¿Cuántas veces hemos estado durmiendo con el enemigo sin saberlo?

Por amor somos capaces, no solo de colocarnos la cadena a nosotros mismos, sino colocarla alrededor de nuestro cuello y sacrificar nuestro mayor potencial, un error que Sansón tendría que pagar.

Justo cuando Dalila había cortado todo su cabello, Sansón despertó de su profundo sueño. Ya no tenía la fuente de su vigor y su energía; fue entonces cuando sus enemigos aprovecharon para capturarlo. Eso hace una pareja negativa: te deja vacía de tu energía, exhausta, deprimida.

Lo encadenaron y permaneció prisionero por largo tiempo. ¿Cuántas veces te has sentido en esa prisión? Atrapada por algo que no hiciste, algo que te hicieron. Quizá en algún momento de tu vida, un amor te traicionó.

Le entregaste toda tu confianza, años de tu tiempo y todo tu amor, y con la misma cara que te prometió cuidarte y honrarte, te traicionó. ¿Y tú? Te quedaste con la peor parte. Te hubieran pagado un facial si te iban a ver la cara de estúpida…

Quizá fue tu trabajo: años de sacrificio, de entrega y de dedicación y un día de la nada, te echaron. Una traición, un trauma, un dolor te convierte en prisionera o prisionero de lo que te pasó. Un evento desafortunado dejó todo tu potencial encadenado a una vida que tú no pediste y tú no querías. ¡No, señor!

No viniste a este mundo a vivir prisionera de la ansiedad, no viniste a estar estancada en una vida donde no hay crecimiento. No es normal que vivas presa del aburrimiento en una vida en la que no pasa nada. No normalices la ausencia de amor, la ausencia de paz, no pienses que fuiste concebida para vivir en crisis económica, a nunca tener dinero para gastar. No fuiste creada para llevar toda una vida prisionera de la enfermedad. Hoy tenemos una decisión que tomar.

Sansón fue llevado a un templo a entretener a una multitud, su pelo había crecido de regreso y en ese momento tomó la decisión: oró a Dios una vez más, le pidió recuperar su fuerza por última ocasión. Sansón embistió las cadenas que lo sujetaban; al principio no ocurría absolutamente nada, pero mientras más lo intentaba se daba cuenta de que su fuerza regresaba.

Empezó a percatarse de que nadie más que él tenía el control de su potencial. Que ni la traición que vivió, ni la historia sobre su cabellera, ni las columnas de donde se ataban sus cadenas podían detener lo que Sansón sabía que podía hacer.

Terminó alzando las cadenas con tanta fuerza, que el templo completo se vino abajo. Quedaron sepultados todos sus enemigos, junto a él mismo. Sansón murió en los escombros.

Nadie dijo que romper cadenas sería fácil.

Romper las cadenas que cargas desde tu infancia, la historia que te contaron, las columnas mismas que sostienen tu realidad, implica una cosa: morir. Morir para resurgir. Convertirte en un fénix que surge de las cenizas dispuesta a reinventarse. A tu versión del pasado quizá la humillaron, le vieron la cara. Diles: “Más vale que me vayan construyendo un altarcito, porque aquí se les murió su pendeja”. ¡Y vámonos!

Muchas de tus cadenas son familiares, vienen de tus hermanos, tus ancestros, de tus mismos padres. ¿Estás lista para que digan: “Has cambiado, hija”, “Ya no eres la misma”?

Yo tengo la filosofía de que, dentro de estos cuerpos imperfectos, llenos de defectos, atados por cadenas limitantes y miedos, Dios ha escondido la llave para bendecirnos. Tus más grandes fortalezas no están en donde piensas.

Y si te estás preguntando si vale la pena, si realmente es una batalla que vayas a librar, solo hay algo más que quiero recordarte:

Todas las batallas de tu pasado que elijas no enfrentar son batallas que tus hijos tendrán que pelear.

Quizá tu linaje familiar te estaba esperando, para que fueras tú quien les trajera libertad.

Las batallas de tu pasado que elijas no enfrentar son batallas que tus hijos tendrán que pelear.

TIENES TRAUMAS PARENTALES, NO ES PREGUNTA

En una discusión de pareja, hay dos cosas que uno puede decirle al otro para hacer la situación peor:

#1 que te comparen con alguien más y

#2 que cuando más enojada estás, te digan las palabras “Cálmate” o “Relájate”.

Que tu pareja busque detener una discusión pidiéndote que te calmes o te relajes es como apagar un incendio utilizando gasolina. Lo único que eso ocasionará es una explosión peor: “¿Me estás llamando histérica?” “Acaso no me ves calmada?” “¡Estoy calmada, idiota!”.

Por alguna razón, en el manual de operaciones del hombre, pedirle a su pareja que se calme es una solución confiable. A veces te dan ganas de preguntarle: “Cucaracho, ¿a ti la inteligencia te persigue, verdad? Pero tú eres más rápido”.

Hay quizá una cosa más que te pueden decir en una discusión que logre volverlo completamente peor: que te comparen. ¿Alguna vez has discutido con tu pareja estando absolutamente segura de tener razón? Tienes toda la evidencia, tienes los datos completos, pero tu pareja sigue duro y alegando, debatiendo, queriendo comprobar un punto que no es correcto.

Cuando la persona se queda sin argumentos, generalmente recurre a la bomba atómica de las discusiones: las comparaciones. “¿Por qué no puedes ser más como la esposa de mi amigo Javier? Nunca he visto que le hable así a él”. “¿Por qué en las casas de mis amigos todo está ordenado, todo está limpio, pero aquí contigo parece que vive un cerdo?”.

La mente es traicionera y cuando se queda sin recursos argumentativos en una pelea o discusión, va a entrar en modo supervivencia y va a empezar a utilizar la información más dañina que tenga almacenada con tal de invalidar el punto de la otra persona. En otras palabras: va a decir las cosas más hirientes, más dolorosas y más privadas que encuentre en la memoria, para desarmar a la otra persona y destruirla.

Y no hay un arma más poderosa a la que se pueda recurrir, que compararte con tus padres. “¡Cuando te pones así, eres igualita a tu madre!”. “¿En tu casa no te educaron o qué?”. “¿Cómo vas a saber lo que es correcto, si tu padre se fue y los abandonó?”. Y así penetra el dardo, dando justo en el blanco: “¿Quién te crees hablando de mi familia?”.

La razón por la que esos comentarios nos molestan tanto es quizá porque son ciertos. El hecho de que nos recuerden nuestros traumas familiares, que alguien utilice el apego, el abandono, la violencia intrafamiliar o el mal ejemplo que alguno de nuestros padres nos dejó como un arma nos duele hasta el alma. Es injusto, es un golpe bajo. Pero ¿por qué nos importa tanto? Porque es una cadena que no hemos tocado.

Tus apegos paternales y traumas heredados salen a relucir muy rápidamente cuando nos enamoramos. Haz un autoanálisis de los siguientes síntomas y evalúa si tu comportamiento en el amor podría ser derivado de lo que tu madre o tu padre te heredó. Marca en tu libro si has vivido un apego de éstos:

#1 Apego evitativo. Quizá tu padre o tu madre estaba siempre trabajando. Nunca estuvo ahí para ti. Quizá se fue de casa cuando eras joven o, peor, quizá aun estando físicamente presente, nunca estuvo presente realmente. Hay padres que siempre encontraron una excusa para perderse los eventos importantes. No tienes imágenes de ellos en ningún festival escolar, baile, graduación, no contaste con ellos en los momentos fundamentales.

Uno de los recuerdos que más te persiguen en la infancia es ver a otros niños siendo consentidos por sus padres, cuando a los tuyos pareció no importarles. Y aunque a veces te muestres como una persona fuerte e independiente, en el fondo todavía te duele.

Quizá por eso hoy eres tan desconfiada en tus relaciones. Vives a la expectativa de que la gente te falle, te engañe, te mienta. A veces sientes que mantenerte aislada y evitar abrirte o acercarte demasiado evitará que vuelvas a sentirte como te sentías en tu infancia.

Quizá relaciones pasadas tuvieron que terminar porque tus parejas te pedían abrirte más, comprometerte más, pero tú nunca te sentiste segura de hacerlo. Sin saberlo y a veces hasta sin querer, tus padres te llevaron a que el abandono se convirtiera en una constante en tu vida.

#2 Apego ansioso. Nunca supiste qué esperar de tu padre o de tu madre. Cada vez que lo veías te presentaba una cara y una situación distintas. A veces era un padre cercano y cariñoso, a veces un padre distante. Quizá tenía el hábito de convertirte en su psicóloga personal y ventilar todas sus frustraciones, su estrés, sus enojos y problemas. Quizá fuiste la psicóloga de tu madre o de tu padre desde tu corta edad.

Nunca sabías la dosis de drama que iban a querer depositar en tus hombros y por eso te sentías responsable de ayudarlos, aconsejarlos y consolarlos. Tomaste responsabilidades emocionales que no te corresponden y te heredaron una ansiedad que te visita varias veces al día.

Eso en tus relaciones te ha generado un carácter voluble y explosivo con tu pareja, sobre todo cuando se aleja. El hecho de que quiera pasar tiempo por su cuenta te produce altos niveles de estrés y ansiedad. Es como si toda esa incertidumbre emocional que heredaste de tus padres se manifestara en control. ¡Eres adicta al control!

Ahora quieres controlar todo en tu relación: los horarios, las compañías, el trabajo, la comunicación. Tu mente no puede evitar convertirse en la responsable de tu relación, y todo lo que no te involucra directamente se convierte en una amenaza.

#3 Apego desorganizado. Cuando creciste tu padre o tu madre eran erráticos. Tenían un carácter explosivo, iracundo y a veces hasta temible. Nunca sabías cuando tu padre iba a llegar de mal humor y gritarle a tu madre. Creciste entre regaños, ofensas, gritos. Vienes de algún padre emocionalmente violento o extremadamente estricto.

Quizá creciste en una casa con un padre o una madre carentes de inteligencia emocional y acostumbrados a una educación rígida, con castigos muy fuertes y exagerados.

¿Sabes cómo se refleja eso en tu relación? Tienes una mecha extremadamente corta. Es muy fácil sacarte de quicio: eres irritable, explosiva, pasional. Después de haber crecido en una casa en la que el miedo era el mecanismo de defensa, tienes relaciones irregulares en las que vas y vienes.

Constantemente discutes con tus parejas y amenazas con dejarlos pero siempre terminas perdonando. Tus relaciones pasadas te han dejado herida, lastimada. ¿Te suena familiar?

¿POR QUÉ ES TAN IMPORTANTE RECONOCER QUE TENEMOS TRAUMAS?

Yo crecí en una casa en la que hubo divorcio y separación. Hubo drama, lágrimas, emociones desbordadas durante varias etapas de mi adolescencia. Cuando creces en una casa en la que hay drama, indudablemente cargarás un trauma y habrá rasgos en tu personalidad que a nadie le van a gustar. ¡Deja de juzgarte a ti misma tanto! Mucho de eso lo heredaste. Está depositado en tu subconsciente y mientras no lo trabajes, seguirá apareciendo.

A veces nos es muy fácil juzgar a nuestras parejas por sus defectos, tendemos a criticar, comentar o a veces hasta burlarnos de ciertos rasgos de su personalidad, sin saber que no es su culpa: ellos también lo heredaron de sus padres. Y quizá, lo que es peor: ese rasgo de personalidad ha ido trasladándose de generación en generación.

¿Alguna vez has conocido a un cucaracho mentiroso, infiel o manipulador? Y luego conoces a su padre y resulta que es igualito a él. ¡O hasta peor!

¿TE CRIARON O TE DOMESTICARON?

Hace unos años, saliendo de una conferencia con un grupo de mujeres de una asociación civil, se me acercó una de ellas a felicitarme por mi ponencia. Nunca la voy a olvidar: se veía como una señora próspera, de dinero. Olía a perfume caro, portaba accesorios sobrios, una bolsa de diseñador original, pero algo me llamó la atención: tenía cero maquillaje en la cara.

Y aunque la mujer estaba muy bien conservada por los años, sin duda llamaba la atención ver que no venía ni arreglada ni producida. “¡Me encantó tu conferencia!”, me dijo. “Me llegó al corazón el concepto de ser ingobernable”. Podía ver que había algo que ocultaban sus ojos que quería salir gritando de su ser, pero no se atrevía. Aquella mujer estaba limitada por el miedo.

Eso me pasa muy seguido: saludo a muchas mujeres saliendo de algún evento y puedo ver en sus ojos la verdadera razón por la que han venido a verme. Muchas se acercan con una sonrisa, pero deprimidas; muy empoderadas, pero casadas con un controlador de lo peor. Siempre hay algo escondido en el interior.

“Yo no tengo el matrimonio más sano del mundo”, me dijo en voz baja la mujer próspera. Volteé a verla: “No te preocupes, nadie tiene un matrimonio completamente sano. Cuéntame lo que te preocupa”, le contesté.

Resulta que llevaba décadas (repito: décadas) casada con un hombre que jamás le había dado un golpe físico, nunca le había levantado la mano en señal de violencia, no tenía un solo moretón en su piel; pero cuando me platicó lo que le decía, el tono de voz y el volumen con que su pareja la regañaba, me di cuenta de que ella recibía golpizas emocionales, no físicas.

La falta de maquillaje y de producción no era por elección. Su pareja era tan desconfiada, tan irritable y tan abusiva, que se lo prohibía. El hombre traía el dinero a la casa y le daba para todo, pero no le daba permiso ni presupuesto para verse mejor. Su pareja constantemente le hacía pensar que gastar en belleza era innecesario.

Hasta la cuestionaba diciéndole: “¿Pues para quién te quieres arreglar tú si para mí estás bien así?”. ¡Imagínate el tamaño de ese cucaracho! No hay algo que nos afecte más que saber que existe alguien que intencionalmente limita algún aspecto de nuestro potencial.

En ese momento le dije: “Mamacita, tú eres plato fuerte, plato caro. Nunca dejes que alguien te haga sentir como una guarnición. ¡Tú eres filete mignon!”. Nunca te quedes donde te tratan mal, solo porque la persona encajaba con tu ideal.

El gran error de esta mujer es el error que muchas cometen sin darse cuenta: nunca le pusieron un alto. Nunca entendieron que quizá crecieron en una casa con un padre que le subía el tono a su madre y al momento de empezar a salir con alguien, enamorarse y casarse, ya venían con un apego programado y les parecía normal.

Quizá cuando tu pareja llegó a casa y encontró la sopa fría y empezó a gritarte, a ser violento, grosero, ofensivo. Tu primera reacción fue decir: “Quizá tiene razón”, “¿Por qué soy tan distraída?”, “Quizá me lo merezco”. ¡No, señor!

Es justo ahí cuando empezaron a domesticarte. Como si fueras un animal diseñado con el potencial de escalar árboles, correr o nadar, empezaste a vivir con el miedo de hacerlo todo mal.

EL TERROR A DESOBEDECER

Y no necesariamente fuiste domesticada por una persona abusiva. A veces fuiste domesticada por una persona extremadamente amorosa, pero muy preocupona. Una madre sobreprotectora o un padre con altas expectativas. Creciste domesticada a ser siempre lo que la gente espera, nunca salir del molde, a no incomodar, a no ser una carga, y eso te cortó las alas.

Fuiste contagiada por el síndrome de la persona perfectita: la imposible tarea de tener todos los aspectos de tu vida en un estado de perfección. El complejo de tus padres era querer demostrarle a la sociedad que hicieron un buen trabajo en tu crianza por medio de tus impecables calificaciones, escultural apariencia física, finos modales, habilidades sociales y logros deportivos o extracurriculares.

Aunque tenemos mucho que agradecer a nuestros padres, los traumas que nos sembraron no deben opacar nuestro deber de honrarlos. Hay quienes guardan un resentimiento por la manera en la que fueron educados, te enoja recordar lo que tu madre o tu padre te hicieron pasar.

Quizá lo más complicado es reflexionar: ¿cómo habrán sido ellos educados? Toda cadena tiene un origen y quizá el origen se remonta a años, décadas o siglos atrás. Todo fue gracias a un lejano familiar que no conociste jamás.

Cuando me casé, juré que nunca iba a ser un cucaracho. Después de todo, yo vengo de una familia en la que mi padre fue “el cucaracho mayor” y mi abuelo fue “el cucarachus máximus”. ¡Tremendos cucarachos ambos! Yo me prometí a mí mismo que eso no iba a pasar conmigo. ¿Tú crees que pude cumplirlo? Sigue leyendo.

ANTES DE LAS CADENAS, VIENEN LOS CORDONES

Para convertirte en una verdadera ingobernable, es necesario empezar a cortar algunos cordones delicados que se conectan a tus heridas. Te recomiendo este proceso de 5 etapas para lidiar con tus traumas:

#1 Asimila que vienes herida. Si a estas alturas de la vida no estás en el lugar que esperabas estar, no te juzgues. Había mucho que tenías que sanar antes de empezar a avanzar. Tienes que darte cuenta de que hubo comentarios y acciones de parte de tus padres que te dejaron profundamente marcada y no pasa nada.

Deja de hacerte la fuerte y deja de evitar lo que no se puede negar: tus heridas no son culpa tuya, pero sanarlas y no agregar un eslabón más a la cadena de negatividad sí es tu responsabilidad. A partir de hoy: venimos a dejar huella, no cicatrices.

#2 Mitiga el impacto del trauma. Así como no pudiste evitar lo que te pasó, tampoco puedes evitar que lo que viviste haga estragos en tu vida y que la herida sangre de vez en cuando. Desgraciadamente las heridas de los traumas sangran sobre personas que no tuvieron que ver con ellas.

Herimos a las personas a nuestro alrededor, nos volvemos desconfiados, recelosos y delicados. Empezamos a sacrificar un futuro en paz por culpa de un pasado que no podemos dejar atrás. Si no “enterramos al muertito”, si no le guardamos su luto y lo dejamos de mencionar, nunca vamos a poder superarlo.

Ya sabes lo que siempre digo: a un buen amor se le guardan 28 días de luto. Lo equivalente a una rehabilitación. Pero a un mal amor, ¿luto? No me le guardas ni un minuto. Adonde te inviten, tú como brassier de monja: ¡bien puesta!

#3 Libérate del rencor hacia tu pasada generación. ¿Tu padre los abandonó? ¿Creciste con crisis económica y con dificultad? ¿Nunca te dieron reconocimiento, apoyo o validación? Es momento de dejarlo ir. Deja de repetirlo, deja de justificar todo lo malo en tu vida y convertirlo en culpa de tus padres.

Mucho de ello lo es, pero nada vas a ganar si no sabes perdonarlo. Hay que asumir que nuestros padres hicieron lo mejor que pudieron con la educación que les dieron. Definitivamente no fueron perfectos, pero de eso solo se darán cuenta en retrospectiva. Solo cuando vean atrás podrán juzgar su propia vida. De nada nos sirve reclamarles por una crianza o una educación carente de herramientas o de amor.

#4 Cambia la narrativa. En realidad, todo se trata de la historia que te cuentes. A un trauma lo empodera la historia que le asignes. Quizá llevas hasta hoy asignándole a ese divorcio una historia de fracaso, asignándole a ese mal trabajo una historia de frustración, asignándole a esa paz mental una historia de ansiedad.

El cuerpo humano es un gran comprador de historias. Mientras no cambies esa historia de fracaso a fortalecimiento, mientras no modifiques la narrativa de tragedia y la conviertas en un camino heroico que has tenido que recorrer, nunca vas a lograr crecer.

Según estudios, si pasaste por un divorcio porque te fallaron y ese hombre tenía sus buenos 50 años, usted se puede cobrar con 2 de 25. No lo digo yo, lo dice la ciencia.

#5 Aprende a leer otros traumas. La mayor fuente de conflicto en nuestras relaciones proviene de no saber interpretar la manera en la que otras personas se comunican con nosotros. ¿Tu esposo tiene malos modos? ¿Tu jefa en el trabajo pide las cosas de forma grosera? Paciencia, quizá son sus traumas hablando.

En el fondo de las relaciones humanas, detrás de todas las máscaras que nos ponemos y de las cortesías que mantenemos, hay una realidad que no vemos: solo somos individuos con traumas intentando interactuar con los traumas de otros individuos. No te lo tomes todo tan personal.

Quizá no fuiste criada, fuiste domesticada. Primero por unos padres, luego por una escuela, por otros niños o adolescentes con los que conviviste, por la pareja que hoy tienes o la que alguna vez tuviste.

Es tiempo de cuestionarlo todo. Tus padres hicieron lo mejor que pudieron con las herramientas que ellos recibieron, pero no todo lo que te enseñaron y heredaron era lo correcto. Con todo ese amor y cariño, también te heredaron miedos. Miedo a intentar cosas que incluyeran riesgo, miedo a confiar en los demás y que te vayan a decepcionar, miedo a apostar demasiado.

Fuiste diseñada para mucho más de lo que te dijeron. Yo estoy convencido de que a ti y a mí nuestros padres nos amaron, pero también nos encadenaron. Nos encadenaron a sus sueños, a sus deseos, a sus frustraciones y a su propia imaginación: nos amarraron al único potencial que ellos conocieron.

¡HUYE! EL PASADO SIEMPRE REGRESA PARA PROBARTE

Entre el año 1996 y 1997, una serie de películas de suspenso llegaron al cine causando revuelo entre los adolescentes de la época. Una de ellas fue SCREAM: grita antes de morir. Era la historia de un asesino con una máscara blanca y una boca alargada que aún en estos tiempos me genera pesadillas.

Ésta era la conocida fórmula de suspenso en la que el asesino se aparece afuera de la casa del protagonista y lo llama por teléfono; por más que el protagonista intenta huir, el asesino siempre logra esconderse en un armario, listo para acecharlo.

Justo cuando el protagonista se acerca lentamente a la habitación a intentar abrir la puerta (una puerta que todos en la sala de cine sabemos que no debería de estar abriendo) el asesino salta desde el armario detrás de él para atacar.

¡Todos lo sabíamos! Era algo que se esperaba, se sabía, para eso habíamos pagado la entrada del cine, para que nos asustaran; y aun así lo lograban.

A unos meses del estreno de SCREAM, otra película llegó a las salas de cine. Una película que tenía las mismas características, pero un planteamiento aún más macabro, en mi opinión. Era la historia de un grupo de adolescentes que, después de una fiesta universitaria, condujeron por una carretera en estado de ebriedad y atropellaron a un hombre desconocido.

Jurando que estaba muerto e intentando ocultar el fatal crimen, todos hicieron un pacto: jamás se volvería a hablar al respecto. Sería un secreto que todos guardarían. Huirían de la escena del crimen y volverían a sus vidas como si nada hubiera pasado.

Así lo hicieron hasta que, años después, los protagonistas empezaron a recibir extrañas cartas que anunciaban el título de la película: Sé lo que hicieron el verano pasado. Era como si cada uno de los protagonistas estuviera siendo perseguido y cazado por su pasado. Cada vez que alguno de ellos recibía una de las cartas, moría a manos de un asesino enmascarado y armado con un gancho de pescar. Parecía como si un fantasma del pasado no los dejara escapar.

Aunque la historia no es más que una película de suspenso, el planteamiento no es del todo equivocado: el pasado siempre regresa para probarte. Ésa es una de las verdades que en este libro me gustaría dejarte. El pasado no es algo que puedas negar, algo que puedas enterrar u ocultar. El pasado no es algo de lo que puedas escapar: no importa cuánto tiempo pase, un día, regresará para ponerte a prueba. Un fantasma del cual pensaste que te habías librado, pero tienes que entender una cosa: el pasado regresa en ciclos. Lo que viviste, lo que te pasó, lo que te hicieron tiene más de una cosa que enseñarte y conforme creces y evolucionas, le vas encontrando mayor significado al suceso. Así como en las películas de suspenso, no es hasta el final que toda la trama se destapa y entonces nos enteramos de la verdad.

El pasado siempre regresa para probarte. Por eso existe una vieja teoría que dice que los exes siempre regresan. Hay quienes afirman que los hombres, sobre todo, siempre regresan. ¿Puedes recordar algún cucaracho del pasado que, justo cuando por fin lo habías superado, regresó recargado y aumentado?

Justo cuando por fin habías vuelto a encontrar un poquito de estabilidad, regresó el desgraciado a volver a robarla. ¿Y tú? Ahí vas a caer otra vez. ¡Te encanta el recalentado! Mamacita, a veces, un mensaje de “Hey, perdida” puede significar otros tres años de terapia.

Quizá a ese hombre ya lo habías llorado, ya lo habías superado, ya lo habías enterrado, pero a los pocos días el muertito regresó resucitado. Muchas dicen que los hombres son como un boomerang: siempre regresan cuando ya los habías arrojado a otro lado.

Dice que ya cambió, jura que esta vez será diferente, pero tú sabes que ese perro miente. Algo le faltó, algo le quedó pendiente, mamacita, tienes que estar atenta y consciente: recuerda, tú tienes más colmillo que diente. Hay hombres que te enseñaron que no importa qué tan buena persona seas, nunca serás suficiente para alguien que no sabe lo que siente.

Si tú por fin lograste sacarte a ese alacrán del calzón, pero está buscando la manera de regresar a tu corazón, te comparto las 5 razones por las cuales los amores del pasado siempre regresan:

#1 Porque no soportan verte feliz sin ellos. Si me preguntas a mí, yo te diría que el peor tipo de insecto, el más aterrador y repugnante, es el que vuela. Así también en el amor: el peor tipo de cucaracho es el que cuando te ve feliz, disfrutando, justo cuando se da cuenta de que lo estás superando, regresa volando.

Aun y cuando te lo dijo y te lo repitió: “Estoy buscando a alguien en mi vida que no eres tú”, aun y cuando te engañó, te humilló y te mintió. Aun quizá cuando le pediste por favor que tomara distancia y no te buscara: regresará el animal volando.

Son de esos que realmente no saben lo que están buscando y cuando se dan cuenta de que les será imposible encontrarlo, regresarán a tu vida llorando. Diles: “Qué lástima, papacito, hay quienes pudiendo tener caviar fueron a buscarse frijoles”. Aquel que no supo valorarte ha llegado la hora de que aprenda a extrañarte. ¡Deja de rebajarte!

NI ÉL ES PARA TANTO, NI TÚ PARA TAN POCO.

Interpreta su regreso por lo que es: hay personas tan narcisistas, que buscan tener el control total de tu felicidad. No soportan la idea de que no los necesites para continuar. Quieren ser dueños de tu paz y de tu felicidad. ¡No, señor! Tienes que ser fuerte y no dejar entrar a ese pasado.

#2 Regresan, porque se conformaron contigo. Hay personas que tuvieron la fortuna de tu compañía, pero realmente no sabían lo que tenían. Parejas con las que quizá estuviste tanto tiempo, que se acostumbraron a lo bueno. Dejaron de apreciar la bendición que eras para su vida y decidieron buscar la salida.

Te dejaron triste, enojada y dolida. Haciéndote preguntas en el espejo: “¿Qué hice mal?”, “¿Qué le faltó?”, “¿Qué pude haber hecho distinto?”. Mamacita, aprende a vivir en paz con una explicación que nunca recibirás. Desgraciadamente, esa persona que te cambió algún día regresará. Siempre regresan de una forma u

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