Homo Irrealis

André Aciman

Fragmento

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Introducción

 

 

 

 

Cuatro frases que escribí hace años siguen volviendo a mí. Aún no estoy seguro de entenderlas. Parte de mí querría ceñir su sentido, mientras que otra teme que, de ese modo, se vaya a apagar un significado que no puede expresarse con palabras o, peor todavía, que el intento mismo de descifrar lo que quieren decir haga que aún se me hurte más lo que quieren decir. Es como si esas cuatro frases no quisieran que su autor sepa lo que estaba intentando expresar con ellas. Yo les di las palabras, pero el significado no me pertenece.

Las escribí cuando trataba de entender qué se escondía en la fuente de esa extraña veta nostálgica que se cierne sobre casi todo lo que he escrito. Al nacer en Egipto y, como muchos judíos de allí, ser expulsado —en mi caso a los catorce años—, lo natural es que mi nostalgia tuviera sus raíces en mi tierra natal. El problema es que, de adolescente, mientras vivía allí, en lo que se había convertido en un Estado policial antisemita, acabé odiando mi país y no veía la hora de marcharme y aterrizar en Europa, a ser posible en Francia, ya que mi lengua materna era el francés y nuestra familia le tenía mucho apego a lo que creíamos que era nuestra cultura francesa. Irónicamente, no obstante, las cartas de amistades y familiares que ya se habían instalado en el extranjero no dejaban de recordarnos a quienes contábamos con abandonar Alejandría en un futuro cercano que lo peor de Francia o Italia o Inglaterra o Suiza era que todo el que se había ido de Egipto sufría terribles calambrazos de nostalgia por su tierra natal, que antaño había sido su hogar pero estaba claro que ya no era su patria. Quienes aún vivíamos en Alejandría esperábamos sufrir esa nostalgia y, si con frecuencia nos adelantábamos a ese sentimiento y lo poníamos en palabras, quizá fuese porque evocar esa sensación que nos iba a envolver era nuestra manera de protegernos antes de que nos atenazara en Europa. Ensayábamos la nostalgia buscando cosas y lugares que inevitablemente nos recordarían a la Alejandría que estábamos a punto de perder. En cierto sentido, ya estábamos incubando la nostalgia por un lugar que algunos de nosotros, sobre todo los más jóvenes, no amábamos y del que no veíamos la hora de salir.

Nos comportábamos como parejas que no dejan de recordarse lo cerca que están del divorcio, para no sorprenderse cuando al final se separan y caen en la extraña añoranza de una vida que ambos sabían intolerable.

Pero, como también éramos supersticiosos, ensayar la nostalgia era, además, una forma taimada de esperar que se nos concediera una moratoria imprevista y se retrasase la expulsión de las juderías egipcias que pendía sobre nosotros, precisamente al fingir que teníamos la certeza de que era algo que sucedería pronto, y que de hecho nos moríamos de ganas, aun a cambio de esa nostalgia que nos atenazaría cuando estuviéramos en Europa. Quizá todos, jóvenes y ancianos, temíamos ese continente y necesitábamos al menos un año más para hacernos a la idea de nuestro éxodo, por mucho que lo aguardásemos con impaciencia.

Sin embargo, una vez en Francia, pronto me di cuenta de que ese país no era la Francia amable y acogedora con la que había soñado en Egipto. Al fin y al cabo, esa Francia en particular no había sido más que un mito que nos había permitido vivir con la pérdida de nuestro país. Aun así, tres años más tarde, cuando abandoné el país galo y me mudé a Estados Unidos, la vieja Francia, imaginada y soñada, resurgió de repente entre las cenizas y ahora, como ciudadano estadounidense que vive Nueva York, echo la vista atrás y me sorprendo anhelando una vez más una Francia que nunca existió ni pudo existir, pero que ahí sigue, en alguna parte del camino entre Alejandría y París y Nueva York, aunque yo no sea capaz de señalar con el dedo dónde, porque tal lugar no existe. Es una Francia del reino de la fantasía, y las fantasías —ansiadas, imaginadas o recordadas— no desaparecen forzosamente por el mero hecho de ser irreales. Es más, uno puede mimar sus propias fantasías, aun cuando los recuerdos de cosas que nunca ocurrieron ocupan tanto lugar en nuestra memoria como los acontecimientos que de verdad tuvieron lugar en el pasado.

La única Alejandría que parecía importarme era la que creía que habían conocido mi padre y mis abuelos. Una ciudad en tono sepia que avivaba mi imaginación con recuerdos que no podían ser míos, pero que se remontaban a una época en la que la urbe que yo estaba perdiendo para siempre era el hogar de buena parte de mi familia. Anhelaba esa vieja Alejandría dos generaciones anterior a la mía; y la anhelaba sabiendo que lo más probable es que nunca hubiese existido tal como yo la imaginaba, mientras que la que yo conocí era, bueno, real y punto. Ojalá pudiera viajar a la otra orilla desde nuestra zona horaria y recuperar esa ciudad que parecía haber existido antaño.

En más de un sentido, ya sentía nostalgia de Alejandría en Alejandría.

Hoy no sé si la echo de menos. Quizá añoro el piso de mi abuela, donde toda la familia pasó semanas empaquetando bártulos y hablando de la posible mudanza a Roma y luego a París, que ya había acogido a la mayoría de los miembros de la familia. Recuerdo la llegada de maletas y más maletas y muchas más maletas aún, todas apiladas en uno de los espaciosos salones. Recuerdo el olor del cuero que impregnaba todas las estancias de la casa de mi abuela mientras, por irónico que parezca, yo leía Historia de dos ciudades. Echo de menos esos días porque, ante nuestra inminente partida, mis padres me habían sacado de la escuela, así que tenía la libertad para hacer lo que me viniese en gana en lo que parecían unas vacaciones improvisadas, mientras las idas y venidas del servicio que ayudaba con el equipaje le daban a nuestro hogar la apariencia de estar preparándose para un gran banquete. Echo de menos esos días, quizá porque ya no estábamos del todo en Egipto pero tampoco en Francia. Lo que añoro es el periodo de transición; los días en los que ya miraba hacia una Europa que era reacio a admitir que temía, mientras que no acaba de creerme que pronto, para Navidad, Francia estaría al alcance de mi mano. Añoro cuando a última hora de la tarde y primera de la noche toda la familia se presentaba para la cena, quizá porque nos hacía falta juntarnos y hacer acopio entre todos de coraje y solidaridad antes de enfrentarnos a la expulsión y al exilio. Eran los días en los que yo empezaba a sentir una especie de anhelo que nadie me había explicado todavía, pero que sabía que no quedaba muy lejos del sexo; en mi cabeza, lo confundía con el anhelo por Francia.

Cuando recuerdo mis últimos meses en Alejandría, lo que añoro no es Alejandría en sí, sino revivir ese momento en el que, como adolescente atrapado en Egipto, soñaba con otra vida a la otra orilla del Mediterráneo, y estaba convencido que llevaba por nombre Francia. Ese momento tuvo lugar cuando, un día caluroso de primavera en la ciudad, con las ventanas abiertas, mi tía y yo nos apoyamos en el alféizar y contemplamos el mar, y ella me dijo que esa vista le recordaba a su casa de París, donde captabas un retazo del Sena si inclinabas un poco el cuerpo sobre la ventana. Sí, yo estaba en Alejandría en aquel momento, pero todo cuanto me rodeaba estaba ya en París, atisbando una tajada del Sena.

Pero he aquí la sorpresa. En aquel entonces, no solo soñaba con París, sino con un París en el que, un día no tan lejano, estaría contemplando el Sena y recordando con nostalgia aquella tarde en mi ciudad natal en la que, al lado de mi tía, me había imaginado el Sena.

Y aquí están las cuatro frases que tantos quebraderos de cabeza me han dado:

 

Cuando recuerdo Alejandría, no solo recuerdo Alejandría. Cuando recuerdo Alejandría, recuerdo un lugar en el que me gustaba imaginarme estando ya en otra parte. Recordar Alejandría sin recordarme anhelando París en Alejandría es falsear el recuerdo. Estar en Egipto fue un proceso incesante de fingir estar ya fuera de Egipto.

 

Yo era como los marranos de principios de la Edad Moderna en España: judíos que se habían convertido al cristianismo para evitar la persecución, pero que seguían practicando su fe en secreto, sin darse cuenta de que, con el paso del tiempo, generaciones más tarde, acabarían por confundir ambos credos y ya no sabrían cuál era en realidad el suyo. El retorno al judaísmo con el que contaban —cuando la crisis hubiera pasado— nunca llegó a darse, pero su adhesión al cristianismo no era menos ilusoria. Alimentaba una parte de mi ser en Alejandría y acunaba otra en París, al tiempo que imaginaba que una tercera estaría echando de menos a aquel que abandonaría al instalarme allende los mares.

Jugaba con la idea de un «podría haber sido» que aún no había sucedido, pero tampoco era irreal por no suceder y aún podía suceder, aunque temía que tal vez nunca sucediese y a veces deseaba que no sucediese todavía.

Déjenme que repita la frase, cuya esencia aparecerá muchas veces en este libro: «Jugaba con la idea de un “podría haber sido” que aún no había sucedido, pero tampoco era irreal por no suceder y aún podía suceder, aunque temía que tal vez nunca sucediese y a veces deseaba que no sucediese todavía».

Esta, como una estrella muerta, es la compañera secreta de las cuatro frases que tantos quebraderos de cabeza me han dado. Rompe todos los tiempos verbales, modos y aspectos, y busca un tiempo verbal que no encaja con nuestra noción temporal. La lingüística lo llama el modo irrealis.

Mi anhelo trasciende una simple añoranza del pasado; trata de un tiempo pretérito en el que no solo proyectaba un futuro imaginario en Europa; lo que anhelo es el recuerdo de esos últimos días en mi ciudad natal en los que ya anticipaba echar la vista atrás desde Europa a esa misma Alejandría que tanto ansiaba perder. Añoro ese yo que buscaba la persona que soy ahora.

¿Quién era yo en aquellos días, en qué pensaba, qué miedos tenía, cómo estaba desgarrado? ¿Ya estaba intentando llevar a Europa capas de mi identidad alejandrina de las que temía estar a punto de desprenderme para siempre? ¿O acaso intentaba injertar mi identidad europea imaginada en la que estaba a punto de dejar atrás?

El tráfico circular que aspira a conservar algo que sabemos que estamos a punto de perder subyace en la esencia de la identidad irrealis. Sea lo que sea que intento conservar puede que no sea del todo real, pero tampoco es completamente falso. Si aún hoy sigo creando una rendez-vous circular conmigo mismo, es porque sigo buscando una suerte de terra firma bajo mis pies; no tengo nada inamovible, ni raíces en ningún punto del tiempo o del espacio, ni ancla, y, como la palabra «casi», que uso demasiado a menudo, no tengo fronteras entre el sí y el no, la noche y el día, el siempre y el nunca. El modo irrealis no conoce de lindes entre lo que es y lo que no es, entre lo que ha pasado y lo que no pasará. En más de un sentido, los ensayos sobre los artistas, escritores y grandes mentes que se reúnen en este libro tal vez no tengan nada que ver con quien soy o con quienes ellos eran y tal vez mi lectura yerre de medio a medio. Pero los malinterpreté para poder interpretarme mejor a mí mismo.

 

 

Mi última fotografía en Egipto me la hizo mi padre. Acababa de cumplir los catorce. En la imagen, entorno los ojos, intento no cerrarlos —el sol me da en la cara— y sonrío bastante cohibido porque mi padre me está regañando y diciéndome que me ponga recto por una vez en la vida, mientras que muy probablemente yo estoy pensando que odio ese oasis del desierto a unos treinta kilómetros de Alejandría y no veo la hora de volver a la ciudad e irme al cine. Tenía que haber sabido que esa era la última vez que vería ese lugar en toda mi vida. Después de esa, no hay más fotografías mías en Egipto.

Para mí representa el último ejemplo de quién era yo dos o tres semanas antes de salir de allí. Delante de la cámara, con mi pose característica, reacio e indeciso, con las manos en los bolsillos, no tengo ni idea de qué hacemos en ese puesto de avanzada del desierto o por qué dejo que mi padre me haga una foto.

Sé que no está contento conmigo. Intento aparentar ser la persona que él cree que debo ser: «Ponte recto, no entrecierres los ojos, mirada decidida». Pero ese no soy yo. Aunque ahora, cuando miro la foto, él es quien yo era aquel día. Yo, intentando ser otra persona, un retrato de mi incomodidad ante la encrucijada de quien no me gustaba ser y quien me pedían que fuera.

Cuando miro la foto en blanco y negro, empatizo con ese chico de hace casi seis décadas. ¿Qué fue de él? ¿En quién acabó convirtiéndose?

No ha desaparecido. Quizá yo desearía que lo hubiese hecho. «Te he estado buscando —dice—. Siempre te estoy buscando». Pero jamás hablo con él, casi nunca pienso en él. Y, aun así, ahora que ha alzado la voz, le digo: «Yo también he estado buscándote», casi a modo de concesión, como si no estuviera seguro de que lo que acabo de decir fuera en serio.

Y entonces, de golpe, caigo en la cuenta: algo le pasó a la persona que era en aquella fotografía, a ese chico que mira al padre, quien le ordena que se ponga recto y que añade, como tantas veces, un cortante «por una vez en la vida», como para asegurarse de que su crítica hace mella. Y, cuanto más miro al crío de la foto, más reparo en que algo me separa de la persona en la que me habría convertido si nada hubiera cambiado, si nunca me hubiese ido, si mi padre hubiera sido otro o me hubieran permitido quedarme en Alejandría y convertirme en quien estaba predestinado a ser o incluso quería ser. Esa persona que iba a ser o en la que podría haberme convertido es la que sigue rondándome por la cabeza, porque está justo ahí, en la foto, pero siempre tan escondida.

¿Qué le sucedió a la persona en la que me estaba esforzando por convertirme, pero en quien no sabía que iba a convertirme, porque uno en realidad nunca es del todo consciente de que se está esforzando por convertirse en alguien? Miro la foto en blanco y negro de ese alguien y siento la tentación de decir: «Ese aún soy yo». Pero no. No seguí siendo yo.

Miro la foto del chico que posa para su padre con el sol de frente, y él me mira y me pregunta: «¿Qué me has hecho?». Lo miro y me pregunto: por el amor de Dios, ¿qué he hecho con mi vida? ¿Quién es ese yo que fue amputado y nunca se convirtió en mí? ¿Cómo lo trunqué y nunca me convertí en él?

Ese otro yo no tiene palabras de consuelo: «Yo me quedé atrás, tú te fuiste —dice—. Me abandonaste, abandonaste quien eras. Yo me quedé atrás, pero tú te fuiste».

No tengo respuesta para sus preguntas: «¿Por qué no me llevaste contigo? ¿Por qué tiraste la toalla tan rápido?».

Quiero preguntarle cuál de nosotros dos es real y cuál no.

Pero sé cuál será su respuesta: «Ninguno lo somos».

 

 

La última vez que estuve en el barrio de Nervi, saqué una fotografía de via Marco Sala, la serpenteante calle principal que lo conecta con el pueblecito de Bogliasco, en el sur de Génova. Hice la foto al atardecer con mi iPhone, había algo en esa penumbra de la calle vacía y curvada que me gustaba, y en parte era porque había un extraño fulgor en el pavimento. Esperé a que un coche desapareciese antes de sacarla. Quizá quería que la escena existiese fuera del tiempo, sin ninguna indicación real de dónde, cuándo o en qué década se había tomado la imagen. Luego la subí a Facebook. A alguien le gustó que hubiese mencionado a Eugène Atget y enseguida tomó mi fotografía en color y la puso en blanco y negro, con lo que le concedió un aspecto pálido de principios del siglo XX. No se lo había pedido a nadie, pero era obvio que quedaba implícito o alguien simplemente infirió mi deseo oculto y decidió hacer algo al respecto. Luego a otra persona le gustó lo que había hecho aquella primera y decidió mejorarlo: esta vez parecía que la imagen era de 1910 o 1900, había adquirido un leve tono sepia. Esa persona había interpretado el propósito original de la fotografía y me la había dado como yo la había deseado en un principio. Yo quería una fotografía de 1910 de Nervi, pero no sabía que, a mi modo, estaba intentando hacer retroceder las manecillas del reloj. Otro amigo de Facebook reprodujo un Nervi estilo Doisneau; otra tuvo la amabilidad de hacer uno estilo Brassaï.

Me gustan las imágenes del vieux Paris. Nos devuelven un mundo antiguo que ha desaparecido, aunque soy muy consciente de que pudo ser bastante distinto al que fotógrafos como Atget y Brassaï quisieron atrapar en negativos. Los fotógrafos captan edificios y calles, no la vida de la gente; no las voces estridentes; sus frescas pendencieras, su olor o el hedor de las alcantarillas que corren bajo las calles mugrientas. Proust: los olores, los sonidos, los estados de ánimo, el clima...

Lo que debería haber sospechado —pero no sabía— es que estaba haciendo una fotografía no tanto de un Nervi despojado de marcas temporales, sino de Alejandría, tal como sigo imaginando que era en el instante en que mis abuelos se mudaron allí hace más de un siglo.

La imagen editada de Facebook acabó revelando la razón subliminal por la cual había hecho la fotografía; sin yo saberlo, me recordó a una Alejandría mítica que parecía recordar, pero que no estaba seguro de haber llegado a conocer. Lo que Facebook me devolvió fue una Alejandría irrealis por medio de una imitación de París imitando una Alejandría irreal en un pequeño barrio italiano llamado Nervi.

Yo ya no era el chico que miraba por la ventana junto a mi tía y contemplaba un París imaginado. Estaba, como predije ya entonces, intentando atisbar al muchacho que me contemplaba, salvo que no me sentía más real de lo que fue él entonces. Nunca sabré quién fue ese chico, varado en Alejandría, aún contemplándome, igual que él tampoco sabrá quién fui o qué estaba haciendo aquella tarde en via Marco Sala. Éramos dos almas anhelando alcanzarnos el uno al otro, cada cual en una orilla.

Tras guardar mi teléfono, lo único que tuve claro es que un día tendría que volver a Alejandría y ver por mí mismo que no me había inventado lo que había descubierto en via Marco Sala. Pero regresar jamás demostraría nada, igual que tampoco demostraría nada saberlo.

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Bajo tierra

 

 

 

 

Casi nunca leo lo que se hace pasar por poesía en los vagones de la red de metro de la ciudad de Nueva York. Por lo general, esos poemas no son mejores que los versos de las tarjetitas Hallmark endulzados con cucharadas de almíbar y salpimentados con la dosis justa de ironía para halagar al pasajero medio.

En esta ocasión, no obstante, sí que me fijé: se trataba de un poema sobre el tiempo o sobre la redención del tiempo; no lo tenía claro. Leí aquellos versos de arriba abajo, los estuve rumiando un rato, luego la cabeza se me fue a otra cosa y los olvidé. Un par de días más tarde, ahí estaban de nuevo, en otro vagón, mirándome, como si siguieran preguntándome algo, insistentes. Así que volví a leer el poema y me intrigó tanto como la primera vez. Quise detenerme a pensarlo, en parte porque su sentido continuaba espoleándome y hurtándoseme cada vez que creía haberlo atrapado, pero también porque parecía decirme algo que entendía a la perfección, pero que no podía demostrar que hubiese inferido del todo de sus versos. ¿Estaba yo proyectando algo que esperaba que el poema dijese porque yo mismo había estado trabajando en una idea similar?

La tercera, cuarta y quinta vez que me topé con ese poema en el metro sentí que algo pasaba entre los dos que tenía que ver tanto (a) con el poema, (b) conmigo mismo, pero también (c) con cómo seguía cruzándomelo, hasta el punto de que aquellos versos adquirieron un sentido auxiliar que no tenía tanto que ver con el poema en sí, sino con nuestro pequeño escarceo amoroso. En diversas ocasiones hasta lo buscaba y me llevaba un chasco cuando no lo cazaba. De hecho, empecé a temer que hubiese agotado su tiempo en la red de metro y que lo hubiesen reemplazado por un anuncio corriente.

Pero me equivocaba y qué alegría volverlo a ver, esperándome, llamándome desde su punta del vagón, guiñándome el ojo con un «¡Aquí estoy!» o «¡Hace siglos que no nos vemos! ¿Cómo te va?». La felicidad de reencontrarlo tras creer que lo había perdido comenzó a significar algo que no era por fuerza ajeno al propio poema; tanto la preocupación como la alegría se habían abierto paso hacia el contenido de aquellos versos y los habían polinizado, por lo que incluso la historia de nuestros encuentros en la red de transporte público se había entretejido en aquellas palabras que también trataban de cómo viajaba el tiempo.

Pero quizá estaba ocurriendo algo más profundo.

 

 

Para entender el poema, quise entender mi experiencia del poema; desde cómo me había sentido en nuestro primer encuentro, que ya había empezado a olvidar, hasta la emoción de releerlo siempre que tenía ocasión, pasando por el estado de pasmo en el que me sumía cada vez que me engatusaba para buscar su sentido y yo volvía a fracasar, una y otra vez, como si mi fiasco a la hora de entenderlo fuera, quizá, su sentido oculto, el más verdadero. No podía dejar a un lado o desdeñar ningún hecho contextual o accidental si quería captar tanto el efecto que tenía el poema sobre mí como la persona que era al leerlo.

La manera (o lugar) en que aterrizamos en un objeto artístico, un libro, un aria, una idea, una prenda de vestir que anhelamos comprar, o un rostro que nos gustaría tocar no puede ser ajena al libro, la cara, la melodía. Quiero que incluso mis primeras lecturas —tentativas, erróneas— del poema signifiquen algo y no caigan en el olvido, porque malinterpretar, cuando creemos que hemos malinterpretado un poema, nunca es del todo fallo nuestro, sino también del poema —si acaso «fallo» es la palabra adecuada, que tal vez no lo sea—, ya que lo que motiva una lectura fallida puede ser un sentido inintencionado, oculto, subliminal que el poema sigue sugiriendo a pesar de sí mismo, incluso cuando ha conseguido distraernos por un instante; un significado que espera entre bambalinas, siempre inferido y no obstante siempre diferido; la sugerencia de un sentido, uno condicional que, simple y llanamente, nunca está del todo ahí o estuvo ahí una vez de manera parcial, pero luego se eliminó, bien por mano del poeta o bien del lector, y ahora es un sentido latente, irreal, que yace en el limbo y sigue intentando abrirse camino para regresar al poema. No hay una sola obra de arte que no esté plagada de esas líneas de falla que constantemente nos exigen ver lo que no está ahí para ser visto. La ambigüedad en el arte no es más que una invitación a pensar, a arriesgar, a intuir lo que tal vez esté también en nosotros, y siempre ha estado en nosotros, quizá más en nosotros que en la propia obra o en la obra a causa nuestra o, a la inversa, ahora en nosotros a causa de la obra. La incapacidad de establecer distinciones entre esas vetas no es algo adicional en el arte; eso es el arte.

Sin el arte, lo que llamamos sentido, lo que llamamos resonancia, encanto y, en definitiva, belleza, sería del todo insondable, silencioso. El arte es el agente. El arte nos permite alcanzar nuestro yo más profundo y verdadero, el más perdurable al tomar prestadas las habilidades de otra persona, las palabras de otra persona, la mirada y colores de otra persona; con nuestros propios medios, no tendríamos la visión o la perspicacia panorámica que nos brinda el arte, mucho menos el valor de aventurarnos en ese lugar al que solo él nos lleva.

Los artistas ven otra cosa aparte de lo que es visible en el «mundo real». No suelen ver o amar lugares, rostros, objetos por lo que son en realidad; en ese sentido, sus impresiones nada tienen que ver con la esencia de estos. Lo que les importa es ver otra cosa o, mejor aún, ver más de lo que tienen ante sus ojos. Por decirlo de otra manera: lo que buscan y lo que a fin de cuentas los conmueve no es la experiencia, no es el aquí y el ahora; no es lo que hay, sino el relumbre, el eco, el recuerdo —llamémoslo distorsión, desviación, desplazamiento— de la experiencia. Lo que hacen con ella es y se convierte en experiencia. Los artistas no solo interpretan el mundo para conocerlo, hacen más que interpretar: lo transfiguran para verlo de otro modo y, al final, se adueñan de él en sus propios términos, aunque sea por un breve espacio de tiempo, mientras vuelven a empezar el proceso con otro poema, otro cuadro, otra composición. Lo que los artistas desean apresar es el espejismo del mundo, ese espejismo que insufla esencia a lugares y objetos que, de lo contrario, no tendrían vida; es el espejismo lo que desean llevarse y dejar en su forma terminada cuando fallecen.

El arte no busca la vida, sino la forma. La vida en sí, y la Tierra con ella, gira en torno a las cosas, es un amasijo de cosas, mientras que el arte no es más que la invención del diseño y un razonamiento con el caos. El arte quiere que la forma, y nada más que la forma, convoque cosas que hasta entonces no habían saltado a la vista y que solo ella —y no el conocimiento, la Tierra o la experiencia— puede sacar a la luz. El arte no es el intento de captar la experiencia y darle una forma, sino, en resumidas cuentas, de dejar que la forma descubra por sí misma la experiencia; mejor aún, dejar que la forma se convierta en experiencia. El arte no es el producto de una labor, sino el amor a la labor.

Monet y Hopper no veían el mundo tal como era; lo veían de un modo diferente a como se les presentaba, no experimentaban lo que les era dado, sino lo que siempre sentían escurridizo y extrañamente reservado,

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