Esperanza. La autobiografía

Fragmento

Introducción. Todo nace para florecer

Introducción

Todo nace para florecer

El libro de mi vida es el relato de un camino de esperanza que no puedo imaginar separado del de mi familia, de mi gente, de todo el pueblo de Dios. Y, en cada página, en cada paso, también el libro de quien ha caminado conmigo, de quien me ha precedido, de quien nos seguirá.

Una autobiografía no es nuestra literatura privada, sino más bien nuestra bolsa de viaje. Y la memoria no es solo lo que recordamos, sino también lo que nos rodea. No habla únicamente de lo que fue, sino de lo que será. La memoria es un presente que nunca termina de pasar, dice un poeta mexicano.

Parece ayer y, en cambio, es mañana.

En italiano se dice habitualmente «aspetta e spera», aguarda y ten esperanza, mientras que en castellano esperar reúne en un solo verbo los dos significados. Pero la esperanza es sobre todo la virtud del movimiento y el motor del cambio: es la tensión que une memoria y utopía para construir como es debido los sueños que nos aguardan. Y, si un sueño se debilita, hay que volver a soñarlo otra vez, en nuevas formas, recurriendo con esperanza a las ascuas de la memoria.

Los cristianos hemos de saber que la esperanza no engaña ni desilusiona: todo nace para florecer en una eterna primavera.

Al final, solo diremos: no recuerdo nada en lo que no estés Tú.

1

Que se me pegue la lengua al paladar

Por fin embarcaron.

Mis abuelos consiguieron vender sus escasos bienes en la campiña piamontesa, y llegaron al puerto de Génova para zarpar en el Giulio Cesare, con un pasaje de solo ida.

Esperaron a que terminase la operación de embarque de los pasajeros de primera clase y a que tocase el turno de los de tercera, el suyo. En cuanto el buque llegó a mar abierto y las últimas luces del faro, la vieja Linterna, desaparecieron en el horizonte, supieron que ya no volverían a ver nunca más Italia y que tendrían que empezar de nuevo su vida en el otro lado del mundo.

Era el 1 de febrero de 1929. Uno de los inviernos más fríos que iba a haber en todo el siglo: en Turín, el termómetro alcanzó los quince grados bajo cero, y en otras partes del país descendió incluso hasta los veinticinco grados bajo cero. Fue lo que Federico Fellini llamaría en una de sus películas «el año de la gran nevada». Toda Europa quedó cubierta por una gruesa capa de nieve, desde los montes Urales hasta las costas del Mediterráneo; la propia cúpula de San Pedro quedó completamente blanca.

Cuando, al cabo de las dos semanas de navegación, después de haber hecho escala en Villefranche-sur-Mer, Barcelona, Río de Janeiro, Santos y Montevideo, el barco arribó por fin al puerto de Buenos Aires, mi abuela Rosa, a pesar de que hacía un calor húmedo de casi treinta grados, seguía con el grueso abrigo con el que había salido de Italia. Como era entonces costumbre, lo había adornado con un cuello de piel de zorro y ahí, en un forro interno, entre la piel y la seda, había cosido todas sus posesiones, todas sus riquezas. Lo siguió llevando puesto, casi como si fuese un uniforme, incluso cuando desembarcaron, mientras se internaban en el país, remontando agonizantes el río Paraná quinientos kilómetros más, hasta que llegaron a su meta. Solo entonces la Luchadora, como luego la apodaron, decidió que podía bajar la guardia.

En el puerto de llegada los tres fueron inscritos como «inmigrantes de ultramar». El abuelo Giovanni, que, tras ser campesino había conseguido abrir una cafetería-pastelería, figuró como «comerciante»; su esposa Rosa, como «casera» (ama de casa), y su hijo Mario, mi padre, que con gran satisfacción de sus padres había sacado el título de contable, como «contador».

Una multitud había compartido con ellos ese largo viaje de esperanza. Muchos millones irían desde Italia hacia la Merica a lo largo de un siglo, fundamentalmente hacia Estados Unidos, Brasil y Argentina. Hacia Buenos Aires fueron más de doscientos mil solamente en los últimos cuatro años anteriores a 1929.

El recuerdo de terribles naufragios, como el del Mafalda, era una herida todavía fresca y en absoluto aislada desde finales del siglo anterior. Eran los años del «mamma mia dammi cento lire che in America voglio andar» —«mamá, dame cien liras que me quiero marchar a América»; la canción de generaciones de emigrantes, y que significativamente terminaba con un desastre naval—, aquellos en los que fue particularmente intensa también la emigración temporal. Salían de Génova en otoño, cuando la cosecha en Italia había concluido, y se marchaban a hacer otra al hemisferio austral, donde el verano empezaba. Solían regresar a casa en primavera, con unos cientos de liras en el bolsillo, la mayor parte de las cuales acababan en los bolsillos de los organizadores y los intermediarios. Tras pagar a estos y el viaje, por lo general solo les quedaban unas pocas liras como retribución de cuatro o cinco meses de duro trabajo.

Pero también la muerte durante la travesía era compañera indeseable y no infrecuente. Perecieron cincuenta personas de hambre y desnutrición en los barcos Matteo Bruzzo y Carlo Raggio, que en 1888 zarparon de Génova rumbo a Brasil. Unos veinte pasajeros por asfixia en el Frisca. En 1893, tras embarcarse en el Remo, los emigrantes se dieron cuenta de que los pasajes vendidos duplicaban las plazas con las que contaba el buque, y el cólera estalló. Los muertos fueron arrojados al mar. El número de pasajeros no hacía más que disminuir todos los días. Y, al final, no fue siquiera aceptado en el puerto. Después se produjo el naufragio del Sirio, en el que quinientos emigrantes italianos que iban a Buenos Aires perdieron la vida. En las canciones populares, tanto en las colinas de Piamonte como en las teclas de los acordeones de los barrios argentinos, la historia de esas tragedias se fusionaba y mezclaba, el Sirio se convertía en el Mafalda y viceversa; nuevas palabras se adaptaban a la misma música melancólica.

Portada del semanario L’Illustrazione italiana del 19 de agosto de 1906 que representa los naufragios en los que tantos emigrantes italianos perdieron la vida.

Mondadori Portfolio

El Sirio, el Frisca, el Mafalda: aquellas tragedias se fusionaban y mezclaban.

Sin embargo, el viaje se seguía emprendiendo. Sobre todo, por pobreza, a veces por rabia, por cambiar el destino, por escapar de la tragedia de una guerra mundial, tanto de la primera como de la segunda, que ya se anunciaba, para librarse del servicio militar o después de haber visto la muerte de cerca, para reunir a la familia, para no sufrir más calamidades, para buscar mejores condiciones de vida. No es una historia nueva, es de ayer tanto como de hoy. «Peor que como estaba no podré estar. A lo sumo, me tocará sufrir el hambre allí abajo como la sufría en casa. Dighio ben?», dice un emigrante en la obra En el océano, de Edmondo de Amicis, otro piamontés, el autor de Corazón.

Quien emigraba solía afrontar todo tipo de problemas y sacrificios para embarcarse. Casi siempre, tras haber sido convencido por agentes y subagentes de inmigración. Estos recorrían las aldeas durante las ferias, hablaban de América como de una nueva «tierra prometida», de un mundo de maravillas. Retribuidos por la empresa de emigración por cada una de las familias que conseguían convencer de que abandonara su propia tierra, una parte de la prensa de entonces llegaba incluso a comparar a aquellos agentes con los comerciantes de esclavos. Aldeas y pueblos estaban inundados de folletos, así como de cartas falsificadas de los que ya habían dado el salto al otro lado del mundo. Había quien juraba que un campesino que se había quedado incapacitado para trabajar en América podía contar con una generosa jubilación, quien garantizaba un fácil acceso a la propiedad de la tierra.

Para quien se marchaba, el primer desafío consistía en llegar al puerto. Vendían sus pocas pertenencias para pagar a los intermediarios, por norma codiciosos y con pocos escrúpulos, quienes, en más de una ocasión, al menos hasta que una nueva ley trató de poner algo de orden en el tema, se esfumaban con el dinero.

El camino para llegar al puerto era un peregrinaje de una sola persona; en otras ocasiones, de la familia; en otras, incluso de toda la comunidad: caminaban como en procesión, todos juntos, al sonido de las campanas que, a veces, llevaban luego consigo en los barcos. Como a menudo tardaban varios días en embarcar, acampaban en el muelle.

Algunos no llegaron nunca a la tierra anhelada, porque el océano los rechazó o se los tragó.

En cambio, los muchísimos que sí lo consiguieron y desembarcaron en Buenos Aires, se encontraron entonces ante una realidad triste y dura, como una bofetada, la del Hotel de Inmigrantes: un enorme barracón donde, tras ser examinados por un médico, registrados y desinfectados, podían permanecer no más de cinco días, el plazo de tiempo que tenían para encontrar trabajo en la ciudad o en el campo. Así lo contó a principios del siglo

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