Creatividad S.A.

Edwin Catmull

Fragmento

cap-2

 

 

 

Introducción a la edición ampliada

 

 

 

Ha pasado casi una década desde que se publicó la primera edición de Creatividad, S. A. Durante ese tiempo he tenido la oportunidad de hablar con miles de lectores. Esas conversaciones siempre han sido muy satisfactorias, pues personas de toda condición me explican que el libro les ha ayudado a fomentar y promover la creatividad en su lugar de trabajo. Pero algunos lectores se llevaron impresiones que no pretendía transmitir, y empecé a preguntarme si podría haber sido más claro en algunas de mis explicaciones.

Por ejemplo, mientras me estrechaban la mano en una firma de libros, más de una persona me felicitó por proporcionarle un modelo de éxito creativo. «Ha sido muy interesante —decían esas personas— leer sobre el método infalible que desarrolló la gente de Pixar y Disney Animation para crear una película taquillera detrás de otra».

Sin embargo, está claro que no hicimos nada parecido. Cada película tuvo sus obstáculos. No hubo un mapa de ruta único que siguieran nuestros cineastas. Estimular la creatividad supone aceptar que siempre tendrás que solucionar nuevos problemas. Nunca lo tendrás todo resuelto.

Entiendo por qué a los lectores les gustaría que hubiese una llave mágica que desbloqueara la creatividad. Ojalá fuese tan sencillo. «¿Cómo te vuelves más creativo?», me ha preguntado mucha gente desde que se publicó este libro. Cada vez que lo han hecho, les he contestado que esa no es la pregunta que tienen que hacerse, sino «¿Qué fuerzas creativas ponen trabas a la creatividad?». El subtítulo de este libro en su edición en inglés es «Cómo superar las fuerzas invisibles que ponen trabas a la auténtica inspiración», y, sin embargo, parece que algunas personas no lo han leído.

Este libro nunca tuvo el objetivo de ofrecer un método claro y sencillo para obtener el éxito creativo. Trataba del proceso continuo para desarrollar culturas en las que la creatividad sea posible. Para conseguirlo, hay que dejar espacio a los errores, las anomalías y los escollos que no podemos prever. En el libro original traté de subrayar —aunque me temo que no lo suficiente— que ni la seguridad en uno mismo ni una labor seria y concienzuda de liderazgo lograrán impedir los problemas inesperados, algunos muy graves. Como podrá leer en las próximas páginas, se me escaparon algunos problemas importantes que, con la perspectiva del tiempo, me parecieron evidentes. Las culturas empresariales sanas y las compañías sanas no son estables. Cambian continuamente. Y ese cambio requiere que los directivos se mantengan despiertos y ágiles y que, por encima de todo, se aseguren de que los valores fundamentales se protegen.

En el fondo, Creatividad, S. A. fue mi intento de explicar cómo cada uno de nosotros (pero en especial los líderes) podemos proponernos crear una cultura que permita prosperar a la gente. Una cultura en la que «no saber» (circunstancia en la que es necesario pedir ayuda) no se vea como una muestra de flaqueza, sino de fuerza. Las grandes ideas pueden venir de cualquiera, y el trabajo de un directivo consiste en asegurarse de que todo el mundo tiene libertad para contribuir. Pero incluso cuando un líder consigue hacerlo en un momento o contexto determinado, el problema no se resuelve para siempre. Con el transcurso de los años me he preguntado cada vez más: ¿no dejé lo bastante claro la primera vez que dirigir una empresa creativa es una tarea que no termina nunca? Y de ser así, ¿existe alguna forma de remediarlo en una segunda edición, para aclarar, resaltar y, cuando proceda, demostrar cómo ha cambiado mi forma de pensar desde que se publicó el libro?

Hablándolo con mi editor, se nos ocurrió algo: ¿por qué no decía sin rodeos en qué aspectos mis ideas actuales son fieles a las del libro original y en cuáles difieren? ¿Podría ser una forma de ilustrar lo que digo sobre la inevitabilidad del cambio? Definimos un sistema: aparte de corregir algunos errores que cometí en 2014, dejaría el texto original intacto. Cuando el libro dijese que Toy Story llegó a los cines hace diecinueve años, por ejemplo, no lo modificaría (aunque ya han pasado casi veintiocho). Confiaríamos en que los lectores entendiesen que el libro trataba de reflejar un momento concreto en el tiempo. Pero en algunos puntos identificaría con un asterisco las ideas que consideraba que merecían una explicación más detallada. Al final de cada capítulo que marcase de esa forma añadiría un posfacio con ideas nuevas o ampliadas sobre el tema.

El libro que tiene en las manos es el resultado de esa propuesta. Tiene cuatro posfacios y dos capítulos nuevos. El capítulo 14 —«El impacto duradero del Día de las Notas»— continúa donde lo dejé al final del capítulo 13, que describía el Día de las Notas, nuestro intento de revitalizar Pixar en 2013 identificando con franqueza sus defectos y sus fallos. El objetivo inicial del Día de las Notas era determinar métodos para reducir en un 10 por ciento la cantidad de personas/semana necesarias para realizar una película. Cerramos el estudio un día entero para debatir soluciones, y las ideas que surgieron permitieron reducir el presupuesto y volvernos más eficientes. Pero el Día de las Notas también puso de manifiesto problemas más profundos relacionados con lo mucho que nuestra cultura se había desviado de los valores fundamentales del estudio. Tardaríamos años en incorporar las lecciones que aprendimos ese día, y el trabajo continúa en algunas áreas. Agradezco que Pixar se entregase a fondo a esa tarea. Espero que otros se puedan beneficiar de la experiencia.

En el capítulo 15, «Incorporar la creatividad», trato varios temas en los que sigo pensando hoy en día: impedir el abuso de la jerarquía, dejar margen para la diversión, fomentar la experimentación y valorar la emoción humana. Además, revelo un aspecto que omití en la primera edición. Los lectores recordarán que hablé de mis dificultades para hallar un nuevo propósito en la vida después de que Pixar realizó el primer largometraje animado por ordenador. Pero hubo otro problema que me agobió durante los días que siguieron al estreno de Toy Story, un problema que no mencioné la primera vez, pero que analizo a fondo ahora con la esperanza de que sirva a otros directivos.

Muchos ejecutivos afirman que se esfuerzan para garantizar que no pase nada malo durante el ejercicio de su cargo. «No, si puedo evitarlo», como se suele decir. Mi objetivo, sobre todo a medida que se acercaba mi jubilación en 2019, era garantizar que los directivos que viniesen después de mí pudiesen abordar los problemas que inevitablemente surgirían cuando ya no estuviese al mando. A mi modo de ver, desarrollar una cultura dinámica y creativa es de por sí un acto creativo. Solo se me ocurre una cosa con la que se pueda comparar: criar a un hijo. Ambos son trabajos que ocupan las veinticuatro horas del día y que conllevan alegrías y dificultades, muchas inesperadas. Para desempeñar cualquiera de esos dos trabajos, es necesario profundizar en nosotros. Desde el comienzo en Pixar, y luego en Disney Animation, quise contribuir a crear una cultura tan saludable y flexible que pudiese sobrevivir al fracaso, el éxito e incluso la partida de sus máximos directivos y fundadores. Con esta segunda edición espero continuar con el diálogo sobre cómo hacerlo (y cómo no).

 

ED CATMULL

Enero de 2023

Introducción

Objetos perdidos

 

 

 

Cuando entro por las mañanas en los Estudios de Animación Pixar —después de dejar atrás la escultura de seis metros y pico de Luxo Jr., la lámpara de sobremesa que es nuestra simpática mascota; de atravesar la doble puerta que da paso a un espectacular vestíbulo con techo acristalado donde montan guardia unos Buzz Lightyear y Woody de tamaño natural y hechos enteramente de piezas de Lego, y subir las escaleras con dibujos y cuadros de los personajes que han poblado nuestras catorce películas— me vuelvo a sorprender por la peculiar cultura que define este lugar. Aunque he pasado por ahí un millar de veces, nunca me canso de él.

Pixar ocupa los más de 60.000 metros cuadrados de una antigua fábrica de conservas situada justo sobre el puente de la bahía de San Francisco; Steve Jobs la diseñó por dentro y por fuera. (En realidad, su nombre es Edificio Steve Jobs). Tiene unos accesos y salidas diseñados de forma que animen a la gente a mezclarse, agruparse y comunicarse. En el exterior hay un campo de fútbol y otro de voleibol, una piscina y un anfiteatro de seiscientas plazas. Muchas veces los visitantes se hacen una idea equivocada del lugar tomándolo por un mero capricho. Lo que no perciben es que la idea unificadora en este edificio no es el lujo sino el espíritu de comunidad. Steve deseaba que el edificio respaldase el trabajo a fuerza de estimular nuestra capacidad de colaborar.

Los animadores digitales que trabajan aquí tienen libertad para —no, se les invita a— decorar sus espacios de trabajo al estilo que deseen. Pasan los días dentro de casas de muñecas de color rosa y de cuyos techos cuelgan arañas de cristal en miniatura, cabañas caribeñas hechas con auténtico bambú y castillos cuyas torres de poliexpan de casi cinco metros de altura y meticulosamente pintadas parecen talladas en piedra. Una de las tradiciones anuales de la empresa es la Pixarpalooza, un macrofestival en el que nuestras propias bandas de rock luchan por la primacía dejándose el alma en los escenarios que erigimos en el jardín.

La razón es que valoramos que cada uno se exprese libremente, lo cual suele provocar una profunda impresión en los visitantes, quienes muchas veces me comentan que la experiencia de visitar Pixar les deja con un sentimiento de nostalgia, como si faltase algo en su vida laboral, una energía tangible, una sensación de colaboración y de creatividad sin trabas, un sentimiento nada cursi de estar abierto a las posibilidades. Mi respuesta es que ese sentimiento que perciben, llámese exuberancia o irreverencia o incluso extravagancia, es una parte integral de nuestro éxito.

Pero lo que hace especial a Pixar no es eso.

Lo que hace especial a Pixar es la aceptación de que siempre vamos a tener problemas, muchos de ellos ocultos; que trabajamos duro para sacar a la luz esos problemas, incluso si ello nos hace sentirnos incómodos; y que, si topamos con un problema, encauzamos todas nuestras energías hacia su resolución. Esa es la razón por la que me gusta venir a trabajar por las mañanas, y no una fiesta muy bien preparada o un lugar de trabajo en una torre de defensa. Eso es lo que me motiva y me hace sentir que tengo una misión.

Hubo un momento, sin embargo, en que mi objetivo aquí me pareció mucho menos claro. Y puede que le sorprenda si digo cuándo fue.

 

 

El 22 de noviembre de 1995 se presentó Toy Story en los cines de Estados Unidos. Fue el estreno de Acción de Gracias más multitudinario de la historia. Los críticos la calificaron de «innovadora» (Time); «brillante» y «exultantemente ingeniosa» (The New York Times); y «visionaria» (Chicago Sun-Times). Para encontrar una película capaz de comparársele, escribía The Washington Post, había que remontarse a 1939 y El mago de Oz.

La realización de Toy Story, la primera película íntegramente hecha con animación digital, requirió hasta el último gramo de nuestra tenacidad, habilidad, genio técnico y resistencia. El casi centenar de hombres y mujeres que la produjeron se curtieron mediante incontables altibajos y con la omnipresente y aterradora convicción de que nuestra supervivencia dependía de ese experimento de ochenta minutos. Durante cinco años completos luchamos por hacer Toy Story a nuestra manera. No hicimos caso de los consejos de los directivos de Disney, convencidos de que si ellos habían tenido tanto éxito con los musicales nosotros también debíamos llenar nuestra película de canciones. Rehicimos de arriba abajo el guion más de una vez para estar seguros de que resultaba convincente. Trabajamos por la noche, durante los fines de semana y las vacaciones, por lo general sin protestar. Pese a ser unos productores bisoños en un estudio novato y con graves problemas financieros, habíamos apostado por una idea sencilla: si hacíamos algo que a nosotros nos gustaría ver, otros también querrían verlo. Durante mucho tiempo tuvimos la sensación de haber cargado con esa roca montaña arriba tratando de lograr lo imposible. Hubo incontables momentos en que el futuro de Pixar fue incierto. Y ahora, de pronto, nos veíamos puestos como ejemplo de lo que ocurre cuando los artistas confían en su instinto.

Toy Story se convirtió en la película más taquillera del año y recaudó 358 millones de dólares en todo el mundo. Pero no eran solo los números lo que nos llenaba de orgullo; después de todo, el dinero es una simple forma de medir una empresa floreciente y por lo general no la más significativa. No, lo que yo encontraba gratificante era lo que habíamos creado. Las críticas resaltaban la emotiva línea argumental y los estupendos personajes tridimensionales, mencionando apenas, y casi como algo tangencial, que había sido realizada con ordenador. Aunque hubo una considerable cantidad de innovación que nos facilitó el trabajo, no permitimos que la tecnología asfixiase nuestro verdadero objetivo: hacer una gran película.

Para mí, Toy Story representó la culminación de una meta que yo había perseguido durante más de dos décadas y con la que llevaba soñando desde niño. De pequeño, en los años cincuenta, ansiaba ser animador gráfico en Disney, pero no tenía ni idea de cómo conseguirlo. Ahora comprendo que me incliné instintivamente hacia los gráficos por ordenador —entonces un campo nuevo— como medio de perseguir aquel sueño. Si no podía animar a mano, tenía que haber otra vía. En el instituto me impuse el objetivo de hacer sin prisas la primera película de animación por ordenador, y trabajé sin descanso durante veinte años para lograrlo. Ahora, la meta que impulsaba mi vida había sido alcanzada, y experimentaba una inmensa sensación de alivio y exaltación, al menos de entrada. A raíz del estreno de Toy Story nuestra empresa salió a bolsa y generó una cantidad de dinero que nos aseguraría el futuro como productora independiente. Empezamos a trabajar en dos nuevos largometrajes, Bichos: una aventura en miniatura y Toy Story 2. Todo iba a nuestro favor, y sin embargo me sentía un poco confuso. Al lograr un objetivo había perdido en parte una estructura esencial. Comencé a preguntarme: ¿esto es lo que de verdad quiero hacer? Las dudas me sorprendieron y me dejaron perplejo, pero me las reservé para mí mismo. Había ejercido como presidente de Pixar durante la mayor parte de la existencia de la empresa. Me gustaba el puesto y todo lo que representaba. Sin embargo, no podía negar que lograr el objetivo que había definido mi vida profesional me había dejado sin meta. ¿Esto es todo?, me decía. ¿Ha llegado el momento de un nuevo desafío?

No pensaba que Pixar hubiese «tocado techo» o que mi labor estuviese realizada. Sabía que teníamos grandes obstáculos por delante. La empresa estaba creciendo rápidamente, con montones de accionistas a los que satisfacer, y nos apresurábamos a poner otras dos nuevas películas en producción. Había, en suma, un montón de cosas en las que ocupar mis horas de trabajo. Pero mi objetivo vital —aquello que me había impulsado a dormir en el suelo del laboratorio de informática en la universidad para disponer de más horas en el ordenador central y que, de niño, me mantenía despierto de noche resolviendo puzles mentalmente y que había impulsado mi trabajo diario— ya no estaba. Me había pasado dos décadas construyendo un tren y tendiendo sus vías. Ahora la idea de limitarme a conducirlo me parecía un trabajo mucho menos interesante. ¿Bastará producir una película tras otra para sentirme involucrado?, me preguntaba. ¿Cuál va a ser ahora mi principio rector?

La respuesta tardó un año en salir a la luz.

Desde el primer momento, mi vida profesional parecía destinada a tener un pie en Silicon Valley y otro en Hollywood. Empecé en la industria del cine en 1979 cuando George Lucas, que había ganado una montaña de dinero con el éxito de La guerra de las galaxias, me contrató para ayudarle a introducir la alta tecnología en la industria cinematográfica. No tenía su sede central en Los Ángeles, sino que había radicado su empresa, Lucasfilm, en el extremo norte de la bahía de San Francisco. Nuestras oficinas estaban situadas en San Rafael, a una hora en coche de Palo Alto, el corazón de Silicon Valley, un apodo que estaba empezando a imponerse entonces cuando las empresas de semiconductores e informática empezaron a despegar. Esa proximidad me proporcionó un observatorio ideal para asistir a la aparición de las empresas de hardware y software —por no mencionar la creciente industria de capital riesgo— que a la vuelta de unos años vendrían a dominar Silicon Valley desde su apostadero de Sand Hill Road.

Yo no pude llegar en un momento más dinámico y volátil. Pude ver a un montón de start-ups ponerse al rojo vivo por el éxito y a continuación quemarse. Mi misión en Lucasfilm, fusionar la producción de películas con la tecnología, implicaba trabajar codo con codo con los líderes de empresas como Sun Microsystems, Silicon Graphics y Cray Computers, a alguno de los cuales llegué a conocer bien. Entonces yo era antes que nada un científico y no un gerente, de manera que les observé atentamente con la esperanza de aprender de las trayectorias emprendidas por sus empresas. Poco a poco empezó a emerger un patrón: alguien tenía una idea creativa, lograba financiación, fichaba a un montón de tipos listos y desarrollaba y vendía un producto que despertaba una inmensa atención. Ese éxito inicial engendraba más éxito, tentaba a los mejores ingenieros y atraía a clientes con problemas por resolver muy interesantes y de gran importancia. A medida que esas empresas crecían, corrió mucha tinta acerca del modo en que planteaban los cambios de paradigma, y cuando sus directores generales aterrizaban inevitablemente en la portada de Fortune, eran presentados como los «titanes de lo nuevo». Recuerdo sobre todo su seguridad. Los líderes de esas empresas irradiaban una confianza suprema. Era obvio que habían logrado alcanzar la cima porque eran muy, muy buenos. Pero entonces esas empresas hacían algo estúpido, no solo estúpido en retrospectiva sino meridianamente estúpido en aquel momento. Quise entender por qué. ¿Cuál era la causa de que gente inteligente tomase decisiones que hacían descarrilar a sus empresas? No cabe duda de que creían estar haciendo lo correcto, pero algo les cegaba y les impedía ver los problemas que amenazaban con derribarles. Como resultado sus empresas crecían cual pompas de jabón y luego explotaban. Lo que me interesó no fue que las empresas ascendieran y se hundiesen, o que cambiase el paisaje según lo hacía la tecnología, sino que los líderes de esas empresas parecían tan centrados en competir que nunca reflexionaban a fondo sobre las fuerzas destructivas que estaban en juego. A lo largo de los años, mientras Pixar luchaba por encontrar su camino —al principio vendiendo primero hardware y después software, y más tarde realizando cortos y anuncios de animación— me pregunté: ¿también nosotros íbamos a cometer alguna estupidez si Pixar continuaba teniendo éxito siempre? ¿Prestar atención a los pasos en falso de los demás nos ayudaría a estar más alerta sobre los nuestros? ¿O es que hay algo relacionado con el hecho de llegar a ser un líder que te ciega ante aquello que amenaza el bienestar de tu empresa? Era evidente que algo causaba una peligrosa desconexión en muchas empresas bien llevadas y creativas. En qué consistía exactamente era un misterio que yo estaba decidido a descifrar.

Durante el difícil año posterior al estreno de Toy Story comprendí que intentar resolver ese misterio sería mi siguiente reto. Mi deseo de proteger a Pixar de las fuerzas que arruinaban a tantas empresas me proporcionó un renovado centro de interés. Comencé a ver más claro mi papel de líder. Me iba a dedicar a crear no solo una empresa de éxito sino una cultura creativa sostenible. Cuando pasé de centrar mi atención en la resolución de problemas técnicos a comprometerme con la filosofía de una gestión con fundamento volví a entusiasmarme y a estar seguro de que nuestra siguiente etapa iba a ser tan emocionante como la primera.

 

 

Mi objetivo ha sido siempre crear una cultura en Pixar que sobreviva a sus líderes fundadores, Steve, John Lasseter y yo. Pero mi objetivo es asimismo compartir nuestra filosofía subyacente con otros líderes y, para ser sincero, con cualquiera que haga frente a las fuerzas opuestas, pero necesariamente complementarias, del arte y el comercio. Así pues, lo que tiene usted en las manos es un intento de poner por escrito mis ideas acerca de cómo logramos crear la cultura que es la piedra angular de esta casa.

El presente libro no va dirigido exclusivamente a fans de Pixar, ejecutivos del mundo del espectáculo o animadores digitales. Va dirigido a cualquiera que desee trabajar en un entorno que fomente la creatividad y la resolución de problemas. Creo que el buen liderazgo puede ayudar a las personas creativas en el camino de la excelencia, con independencia de cuál sea el negocio al que se dediquen. Mi aspiración en Pixar —y en Disney Animation, que mi viejo socio John Lasseter y yo también hemos liderado desde que la compañía Walt Disney compró Pixar en 2006— ha sido hacer posible que nuestra gente dé lo mejor de sí misma. Partimos del supuesto de que nuestra gente tiene talento y desea aportar algo. Aceptamos que, sin quererlo, nuestra empresa está asfixiando ese talento de mil maneras no percibidas. En definitiva, tratamos de identificar esos impedimentos y corregirlos.

He pasado casi cuarenta años pensando en cómo ayudar a personas inteligentes y ambiciosas a trabajar juntas con eficacia. Tal y como lo veo, mi función como directivo es crear un entorno fértil, mantenerlo saludable y vigilar aquellas cosas que lo debilitan. Creo de todo corazón que todo el mundo tiene el potencial de ser creativo, cualquiera que sea la forma que adopte esa creatividad, y que estimular tal desarrollo es algo noble. Y aún me interesan más los obstáculos que se interponen en el camino, muchas veces sin que los detectemos, e interfieren en la creatividad propia de cualquier empresa floreciente.

La tesis de este libro es que si bien surgen numerosos impedimentos para la creatividad existen medidas eficaces que pueden ser adoptadas para proteger el proceso creativo. En las páginas siguientes trataremos muchas de las medidas que tomamos en Pixar, pero para mí los mecanismos más fascinantes son los relacionados con la incertidumbre, la inestabilidad, la falta de franqueza y aquello que no vemos. Creo que los mejores directivos reconocen y reservan un espacio para lo que desconocen, no solo porque la humildad es una virtud, sino porque los avances más notables no se producen hasta que no se adopta esa mentalidad. Pienso que los directivos deben relajar los controles, no endurecerlos. Deben aceptar el riesgo; deben confiar en las personas con las que trabajan y esforzarse por despejarles el camino; y deben prestar siempre atención y hacer frente a todo aquello que produzca miedo. Por encima de todo, los líderes de éxito deben asumir la realidad de que sus modelos pueden estar equivocados o ser incompletos. Solo cuando admitimos lo que desconocemos podemos confiar en aprenderlo. El libro está dividido en cuatro partes: EL INICIO, PROTEGER LO NUEVO, CREAR Y MANTENER y PONER A PRUEBA LO QUE SABEMOS. No es un libro de memorias, pero a fin de entender los errores que cometimos, las lecciones que aprendimos y las vías que conocimos gracias a ellos, en ocasiones hurga inevitablemente en mi propia historia y en la de Pixar. Tengo mucho que decir acerca de facilitar a los grupos la creación conjunta de algo valioso, y luego protegerlos frente a las fuerzas destructivas que amenazan incluso a las empresas más fuertes. Espero que al exponer mi búsqueda de las fuentes de confusión y engaño dentro de Pixar y Disney Animation, pueda ayudar a otros a evitar los escollos que ponen impedimentos y en ocasiones arruinan todo tipo de empresas. La clave, lo que me ha motivado durante los diecinueve años transcurridos desde el estreno de Toy Story, es comprender que identificar esas fuerzas destructivas no ha sido únicamente un mero ejercicio filosófico. Es una misión crítica y capital. A raíz de nuestro éxito inicial Pixar necesitaba que sus líderes hiciesen un alto y prestasen atención. Y esa necesidad de vigilancia no cesa nunca. El presente libro, pues, trata de la tarea todavía en curso de mantenerse alerta, de ejercer de líderes siendo autoconscientes, como directivos y como empresa. Es una exposición de las ideas que, en mi opinión, nos permiten dar lo mejor de nosotros mismos.

PRIMERA PARTE

El inicio

1

Animación

 

 

 

Durante trece años tuvimos una mesa en la gran sala de conferencias que en Pixar conocemos como West One. Aunque era bella llegué a odiarla. Era larga y estrecha, como una de esas que aparecen en las escenas de comedia en las que un matrimonio aristocrático se sienta para cenar, uno en cada extremo y con candelabros por en medio, que les obliga a gritar para entablar una conversación. La mesa la eligió un diseñador que le gustaba a Steve Jobs, y reconozco que era elegante, pero dificultaba nuestro trabajo. Manteníamos regularmente reuniones acerca de nuestras películas en torno a esa mesa; trece personas frente a frente en dos largas filas, muchas veces con otras personas sentadas a lo largo de las paredes, y todos tan diseminados que resultaba difícil comunicarse. A quienes tenían la desgracia de estar sentados en los extremos no les fluían las ideas porque era casi imposible establecer contacto visual sin romperse el cuello. Encima, como era importante que el director y el productor de la película escuchasen lo que decía todo el mundo, necesitaban situarse en el centro de la mesa. Lo mismo hacíamos los líderes creativos de Pixar: John Lasseter, jefe de creatividad, yo y un puñado de nuestros más experimentados directores, productores y guionistas. Para asegurarse de que esas personas podrían sentarse juntas, alguien empezó a reservar puestos mediante tarjetas. Parecía una cena de etiqueta.

Cuando se trata de inspiración creativa, la cualificación laboral y la jerarquía no tienen sentido. Esa es mi opinión. Pero de forma poco inteligente permitíamos que esa mesa, y el correspondiente rito de las tarjetas, lanzasen un mensaje diferente. Cuanto más cerca te sentaras del centro de la mesa más importante, y más decisivo, debías de ser. Y cuanto más lejos, menos probabilidades tenías de hablar, pues la distancia al núcleo de la conversación hacía que participar pareciese una intromisión. Si la mesa estaba muy concurrida, como pasaba muchas veces, solía haber más gente sentada en sillas en los extremos de la sala, con lo que se creaba una tercera clase de participantes (los que estaban en el centro de la mesa, los de los extremos y aquellos que no tenían mesa). Sin pretenderlo, habíamos puesto un obstáculo que desanimaba a la gente a intervenir. Durante diez años celebramos incontables reuniones en torno a esa mesa, totalmente inconscientes de que al hacerlo así minábamos nuestros principios más básicos. ¿Por qué no lo vimos? Porque la distribución de las plazas y las tarjetas fueron diseñadas a conveniencia de los líderes, incluyéndome a mí. Creyendo sinceramente que las reuniones propiciaban la participación no veíamos nada anormal porque nosotros no nos sentíamos excluidos. Mientras tanto, quienes no se sentaban en el centro de la mesa veían claramente que con ello se establecía una jerarquía, pero daban por sentado que era lo que nosotros, los líderes, pretendíamos. En cuyo caso, ¿quiénes eran ellos para quejarse?

Hasta que no celebramos una reunión en una sala más pequeña y con una mesa cuadrada John y yo no caímos en la cuenta del error. Sentados en torno a esa mesa la interacción mejoró, el intercambio de ideas se hizo más fluido, y el contacto visual, automático. Cada uno de los presentes, con independencia de su cargo, sentía que podía hablar libremente. Y eso no solo era lo que deseábamos, sino que era un principio fundamental para Pixar: la comunicación sin cortapisas era clave, con independencia de tu posición. En nuestra mesa alargada y estrecha, muy cómodos en nuestras sillas del medio, habíamos sido totalmente incapaces de reconocer que nos comportábamos de forma contraria a ese principio básico. Con el tiempo caímos en una trampa. Aunque éramos conscientes de que la dinámica de un espacio es fundamental para una discusión provechosa, y aun creyendo estar continuamente al acecho de los problemas, nuestra posición ventajosa nos cegó ante lo que teníamos justo delante de los ojos.

Envalentonado por esta nueva percepción fui a nuestro departamento de servicios. «Por favor —dije— no me importa cómo lo hagáis, pero quitad de ahí esa mesa». Quería algo que permitiera formar un cuadrado más íntimo para que la gente pudiese dirigirse a los demás sin sentir que no eran importantes. Unos días más tarde, en vísperas de una reunión decisiva sobre una película en perspectiva, fue instalada la nueva mesa y se resolvió el problema.

Aun así, hubo remanentes de ese problema que no desaparecieron inmediatamente solo porque lo hubiésemos resuelto. Por ejemplo, la siguiente vez que entré en la West One vi que la nueva mesa permitía formar, tal y como pretendía, un cuadrado más íntimo que invitaba a interactuar a más personas a la vez. Pero ¡estaba adornada con las mismas tarjetas de distribución de puestos! Aunque habíamos solucionado el asunto de que las tarjetas pareciesen necesarias, las propias tarjetas se habían convertido en una tradición que se conservó hasta que la descartamos definitivamente. No resultaba una cuestión tan perturbadora como la de la mesa, pero era algo que debíamos abordar porque las tarjetas implicaban jerarquía y eso era justamente lo que tratábamos de evitar. Cuando Andrew Stanton, uno de nuestros directores, entró aquella mañana en la sala de reuniones, recogió algunas de las tarjetas y se puso a distribuirlas aleatoriamente. «Ya no las necesitaremos nunca más», decía mientras tanto en un tono que todos los presentes captaron. Solo entonces logramos eliminar ese problema secundario.

Esta es la esencia de la gestión. Por lo general las decisiones se toman por una buena razón, que a su vez propicia otras decisiones. De manera que cuando surgen problemas, y siempre surge alguno, para desenmarañarlos no basta con corregir el error original. En numerosas ocasiones encontrar una solución es un esfuerzo que requiere muchos pasos. Pongamos un problema que usted cree estar solucionando —piense en él como si fuese un roble— y luego todos los demás problemas —piense en ellos como si fuesen retoños— que han nacido de las bellotas caídas en su derredor. Esos problemas persisten después de que usted haya cortado el árbol.

Incluso al cabo de todos estos años me sorprende a menudo encontrar problemas que los he tenido justo delante de mí, a plena vista. Creo que la clave para solventar esos problemas es descubrir formas de comprobar qué es lo que funciona y lo que no, lo cual es mucho más sencillo de decir que de hacer. Actualmente, Pixar se gestiona de acuerdo con ese principio, pero en cierto modo me he pasado la vida buscando mejores vías de aguzar mi percepción. Todo empezó varias décadas antes incluso de que existiera Pixar.

 

 

De niño, unos minutos antes de las siete de la tarde del domingo solía tumbarme en el suelo del cuarto de estar de la modesta casa de Salt Lake City donde vivíamos, para ver a Walt Disney. Esperaba concretamente su aparición en nuestra RCA en blanco y negro y su pequeña pantalla de 12 pulgadas. Incluso a un metro y medio de distancia —en aquel tiempo la opinión general era que los espectadores debían ponerse a treinta centímetros del aparato por cada pulgada de pantalla— me quedaba subyugado por lo que veía. Cada semana el propio Walt Disney abría la retransmisión de El maravilloso mundo de Disney. En pie ante mí con traje y corbata, como un amable vecino, desmitificaba la magia de Disney. Podía explicar el uso del sonido sincronizado en El botero Willie o referirse a la importancia de la música en Fantasía. Siempre resaltaba los méritos de sus antecesores, que entonces eran todos hombres, que habían realizado un trabajo innovador sobre el que él estaba construyendo su imperio. Familiarizó a la audiencia televisiva con pioneros como el Max Fleischer de Koko el payaso y de la famosa Betty Boop, y Winsor McCay, creador en 1914 de Gertie el dinosaurio, la primera película de animación en presentar un personaje que expresaba emociones. Reunió a un grupo de animadores, coloreadores y dibujantes de storyboards para explicar cómo surgieron Mickey Mouse y el pato Donald. Todas las semanas Disney creaba un mundo inventado utilizando tecnología punta para hacerlo posible y después nos explicaba cómo lo había hecho.

Walt Disney fue uno de mis dos ídolos de niño. El otro era Albert Einstein. Para mí, incluso desde tan joven, representaban los dos polos de la creatividad. Disney inventaba lo inexistente. Daba vida, tanto artística como tecnológicamente, a cosas que antes no existían. Por el contrario, Einstein era un maestro explicando lo que ya era. Yo leía todas las biografías de Einstein que caían en mis manos, así como un librito que escribió sobre su teoría de la relatividad. Me gustaba que los conceptos desarrollados por él obligasen a la gente a cambiar el concepto que tenían sobre la física y la materia y tuviesen que contemplar el universo desde una perspectiva diferente. Con su aspecto desgreñado convertido en un icono, Einstein se atrevió a transformar nuestra manera de pensar. Resolvió los mayores enigmas y, al hacerlo, cambió nuestro modo de ver la realidad.

Tanto Einstein como Disney me inspiraron, pero Disney me afectó más debido a sus visitas semanales al cuarto de estar de mi casa. El programa arrancaba con la canción «Cuando le pides un deseo a una estrella…», mientras un narrador con voz de barítono nos avisaba: «Cada semana, cuando entres en esta tierra intemporal, uno de estos mundos se abrirá para ti…». Y entonces el narrador los enumeraba: La tierra de la frontera («grandes y auténticas historias del pasado legendario»); La tierra del mañana («la promesa de cosas que vendrán»); La tierra de las aventuras («el mundo maravilloso del reino de la naturaleza») y La tierra de la fantasía («el mundo más feliz»). Me gustaba la idea de que los dibujos animados pudiesen transportarte a lugares en los que nunca habías estado. Pero el territorio que más deseaba conocer era el ocupado por los innovadores de Disney que creaban esas películas de dibujos animados.

Entre 1950 y 1955, Disney produjo tres películas que actualmente consideramos clásicas: Cenicienta, Peter Pan y La dama y el vagabundo. Más de medio siglo después todos recordamos el zapato de cristal, el País de Nunca Jamás y la escena en la que la cocker spaniel y el chucho vagabundo sorben espaguetis. Pero poca gente captó la sofisticación técnica de esas películas. Los animadores de Disney estaban a la vanguardia de la tecnología aplicada; en lugar de limitarse a emplear los métodos existentes se inventaban los suyos propios. Debían desarrollar las herramientas para perfeccionar el sonido y el color, el uso del fondo croma, las cámaras multiplano y la xerografía. Cada vez que tenía lugar un avance tecnológico, Disney lo incorporaba y después hablaba de él en su programa de una forma que ponía de relieve la relación entre tecnología y arte. Yo era demasiado joven para entender que esa sinergia era revolucionaria. A mí tan solo me parecía lógico que fuesen de la mano.

En abril de 1956, viendo a Disney un domingo por la noche, me ocurrió algo que iba a definir mi vida profesional. Me cuesta describir qué fue exactamente salvo si digo que sentí que algo se reorganizaba en mi cabeza. El episodio de aquella noche se llamaba «¿De dónde surgen las historias?», y Disney empezó elogiando la habilidad de sus animadores para convertir los sucesos cotidianos en dibujos animados. Sin embargo, lo que me impactó aquella noche no fue lo que Disney decía sino lo que ocurría en la pantalla mientras hablaba. Un artista estaba dibujando al pato Donald con un traje elegante y un ramo de flores y una caja de bombones para seducir a Daisy. Entonces, mientras el lápiz del artista se movía por la página, Donald cobraba vida y aprestaba los puños para hacer frente al lápiz, pero luego levantaba la barbilla y permitía que el artista le dibujase una pajarita.

Lo que define a una excelente animación es que cada personaje de la pantalla te haga creer que es un ser racional. Ya sea un tiranosaurio rex, un elegante perro o una lámpara de mesa, si los espectadores no solo perciben movimiento sino también intención —o por decirlo de otra manera, emoción— significa que el animador ha hecho bien su trabajo. Ya no son únicamente rayas sobre un papel; son una entidad viva y sensible. Eso es lo que experimenté por primera vez mientras veía a Donald saltar fuera de la página. La transformación de una línea de dibujo estática en una imagen totalmente dimensional y animada era tan solo un juego de manos, pero el misterio de cómo había sido hecho —no solo el proceso técnico sino también la forma en que el arte quedaba imbuido de tal emoción— es el problema más interesante que se me haya planteado nunca. Deseaba meterme dentro de la pantalla de televisión y formar parte de ese mundo.

 

 

La segunda mitad de la década de los cincuenta y los primeros años de la de los sesenta fueron, naturalmente, una época de gran prosperidad y desarrollo industrial en Estados Unidos. Por crecer en una comunidad mormona de Utah estrechamente unida, mis cuatro hermanos y hermanas más jóvenes y yo creíamos que cualquier cosa era posible. Puesto que todos los adultos que conocíamos habían vivido la Depresión y la Segunda Guerra Mundial y después la guerra de Corea, esa época posterior les parecía como la calma después de una tormenta. Recuerdo la energía optimista y la predisposición a prosperar que posibilitaban y respaldaban las tecnologías emergentes. Fue una época de boom en América, con la industria y la construcción en sus máximos históricos. Los bancos ofrecían préstamos y créditos, lo cual implicaba que cada vez más gente podía poseer una nueva televisión, una casa o un Cadillac. Había nuevas máquinas asombrosas, como trituradoras que se comían tu basura y aparatos que te lavaban los platos, aunque a mí me correspondió una buena ración de lavado de platos a mano. El primer trasplante de órgano tuvo lugar en 1954; la primera vacuna contra la polio surgió un año después; el término inteligencia artificial entró en el léxico. El futuro, por lo que parecía, había llegado. Entonces, cuando yo tenía doce años, los soviéticos lanzaron el primer satélite artificial —el Sputnik 1— en torno a la órbita terrestre. Fue una noticia bomba, no solo en los campos de la política y la tecnología sino en el aula de sexto grado del colegio, donde la rutina matutina se vio interrumpida por la visita del director, cuyo gesto adusto nos dijo que nuestra vida había cambiado para siempre. Puesto que nos habían enseñado que los comunistas eran el enemigo y que la guerra nuclear se podía desencadenar apretando un botón, el hecho de que nos hubieran derrotado en el espacio parecía una prueba preocupante de que ellos iban por delante.

Al verse superados, la respuesta de Estados Unidos fue crear una cosa llamada Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada (ARPA, en sus siglas en inglés). Aunque fue asignada al Departamento de Defensa, su misión era claramente pacífica: apoyar a los investigadores científicos en las universidades estadounidenses para evitar la llamada «sorpresa tecnológica». Al financiar a nuestras mejores mentes, pensaban los creadores de la ARPA, dispondremos de mejores respuestas. Volviendo la vista atrás todavía me admira la tolerante reacción ante una amenaza seria: lo único que necesitábamos era ser más inteligentes. Esa agencia iba a ejercer una profunda influencia en Estados Unidos, al propiciar entre otras incontables innovaciones la revolución informática e internet. Había la sensación de que estaban ocurriendo grandes cosas en Norteamérica y que iban a ocurrir muchas más. La vida estaba repleta de posibilidades. De todas formas, aunque mi familia era de clase media, nuestra perspectiva fue conformada por la educación de mi padre. Y no es que él hablase mucho al respecto. Earl Catmull era uno de los catorce hijos de un granjero de Idaho, cinco de los cuales murieron de niños. Su madre, educada por pioneros mormones que se ganaban modestamente la vida buscando oro en el río Snake, de Idaho, no fue a la escuela hasta los once años de edad. Mi padre fue el primero de la familia que asistió a un colegio pagándose sus gastos ejerciendo diferentes oficios. Durante mi niñez, trabajaba de profesor de matemáticas durante el curso escolar y construía casas los veranos. Levantó nuestra casa desde los cimientos. Aunque nunca dijo explícitamente que la educación fuese primordial, mis hermanos y yo sabíamos que se esperaba de nosotros que estudiásemos duramente y fuésemos al colegio.

En el instituto fui un estudiante tranquilo y aplicado. Un profesor de arte les dijo una vez a mis padres que muchas veces estaba tan absorto en mi trabajo que no oía sonar la campana del final de la clase; seguía sentado a la mesa mirando un objeto, pongamos un jarro o una silla. Había algo absolutamente absorbente en el acto de reducir un objeto a un papel, la forma en que era necesario ver únicamente lo que había allí y rechazar las distracciones de mis ideas acerca de los jarros y las sillas y cómo se suponía que deberían ser. En casa encargué por escrito los kits de arte Aprenda a dibujar, de Jon Gnagy —que venían anunciados en la contraportada de los libros de cómics— y el clásico de 1948, La animación, de Preston Blair, el dibujante de los hipopótamos bailarines de Fantasía, de Disney. Compré una platina, esa lámina metálica lisa que los artistas utilizan para prensar el papel sobre la tinta, e incluso construí en contrachapado una mesa de animación iluminada por debajo. Dibujé álbumes —uno trataba de un hombre cuyas piernas se convertían en un monociclo— mientras mimaba a mi primer amor, Campanilla, que me había robado el corazón en Peter Pan. Sin embargo, no tardé en comprender que nunca tendría la destreza suficiente para formar parte del tan alabado equipo de Disney Animation. Y lo que era peor, no tenía ni idea de cómo llegar a ser un animador. No sabía en qué escuelas se enseñaba. Y al terminar el instituto, comprendí que conocía mucho mejor el camino para convertirme en científico. Un camino que parecía más fácil de discernir. Durante toda mi vida he visto sonreír a la gente cuando he contado que pasé del arte a la ciencia, pues parece un salto sin sentido. Pero mi decisión de dedicarme a la física en lugar de al arte me iba a conducir, indirectamente, a mi auténtica vocación.

 

 

Cuatro años después, en 1969, me gradué en la Universidad de Utah con dos títulos, uno de física y otro en el campo emergente de la ciencia informática. Al solicitar la entrada en un centro de estudios superiores mi intención era aprender a diseñar lenguajes informáticos. Pero poco después de matricularme en la propia Universidad de Utah conocí a una persona que me animó a cambiar de dirección: Ivan Sutherland, uno de los pioneros de los gráficos por ordenador interactivos.

El campo de los gráficos por ordenador —en esencia, realizar imágenes digi

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