El gran engaño

Mariana Mazzucato
Rosie Collington

Fragmento

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INTRODUCCIÓN: EL GRAN ENGAÑO, UN EMBUSTE

 

 

 

 

Superar los grandes retos de nuestro tiempo —desde pandemias hasta la crisis climática— requiere ambición y destreza. En nuestras economías, la experiencia y el conocimiento técnico, y las personas con habilidades para la gestión de proyectos, deberían guiar cualquier tipo de organización. Las empresas, los gobiernos y las organizaciones de la sociedad civil con estas capacidades pueden entonces trabajar juntas para satisfacer nuestras necesidades colectivas de carácter social, económico y medioambiental.

Y, sin embargo, esto no describe el mundo en que vivimos. Muchos gobiernos han dejado de invertir en su propia capacidad y sus competencias, y no asumen riesgos por miedo al fracaso. Numerosas empresas han eludido la responsabilidad de hacer cambios y se centran en obtener beneficios a corto plazo mediante estrategias cómodas e improductivas, como por ejemplo la recompra de sus acciones para aumentar el precio de estas, o no pagar a los trabajadores lo que de justicia les corresponde. En el último medio siglo, el mal gobierno, tanto de las empresas como del Estado, ha hecho que el cortoplacismo se imponga a las inversiones necesarias para el progreso. Estas tendencias han hecho que las organizaciones se vacíen de conocimiento, de capacidades y de visión.

Existe un grupo de actores que ha aprovechado esta forma de capitalismo y la merma subyacente de las competencias para, mientras tanto, ganar enormes sumas de dinero: el sector de la consultoría.

Empresas como McKinsey, Boston Consulting Group (BCG) y Bain & Company (a las que se suele llamar las «tres grandes» consultoras estratégicas) y PricewaterhouseCoopers (PwC), Deloitte, KPMG y Ernst & Young (EY) (las «cuatro grandes» consultoras de auditoría) son contratadas por gobiernos, empresas y otras organizaciones para que realicen distintos tipos de tareas en su nombre. Cuando las empresas contratan a consultoras, a veces las tareas que les encargan tienen que ver con la estrategia corporativa, a veces con la gestión y ejecución de un proyecto específico y a veces con una capacidad concreta, como las tecnologías de la información (TI) o la planificación financiera. Los gobiernos suelen contratar a las consultoras para que les ayuden a realizar funciones esenciales, desde el desarrollo de estrategias de adaptación al cambio climático hasta el despliegue de programas de vacunación y la puesta en marcha de servicios sociales.

Hoy en día, el sector de la consultoría, y los contratos que se le adjudican, han alcanzado un tamaño descomunal. Y su crecimiento no muestra ningún indicio de desaceleración. En 2021, las estimaciones del mercado global de servicios de consultoría oscilaban entre casi 700.000 millones de dólares y más de 900.000 millones de dólares[1] (entre 640.000 millones de euros y más de 825.000 millones de euros), aunque estas cifras no proporcionan una visión completa de la actividad de las consultoras.

 

 

EN TODAS PARTES

 

La omnipresencia de los consultores en la economía resulta sorprendente. De hecho, durante los dos primeros años de la pandemia de la COVID-19 (2020-2021), los gobiernos gastaron una cantidad de dinero sin precedentes en contratos con las grandes consultoras. En julio de 2020, McKinsey ya había conseguido más de 100 millones de dólares (92 millones de euros) del Gobierno federal de Estados Unidos para llevar a cabo tareas relacionadas con la pandemia.[2] En el Reino Unido, Deloitte recibió al menos 279,5 millones de libras (325 millones de euros) del Gobierno central en 2021.[3] Una estimación sugiere que, ese mismo año, los organismos públicos británicos adjudicaron contratos de consultoría por valor de más de 2.500 millones de libras (2.900 millones de euros).[4] En Italia, McKinsey fue contratada para organizar la parte que correspondía al país del fondo europeo de recuperación, destinado a hacer frente a las consecuencias de la pandemia, que ascendía a 191.500 millones de euros.[5] Los consultores también han participado en la toma de decisiones al más alto nivel durante muchas de las turbulencias económicas globales de la última década, desde la crisis de deuda de la eurozona hasta la recuperación de Puerto Rico tras el huracán María. Durante ese tiempo, las tres grandes y las cuatro grandes también han sido contratadas para diseñar ciudades inteligentes, desarrollar estrategias nacionales de cero emisiones netas, proponer reformas educativas, asesorar a ejércitos, gestionar la construcción de hospitales, redactar códigos de ética médica, elaborar legislación fiscal, supervisar la privatización de empresas estatales, gestionar fusiones entre empresas farmacéuticas y llevar las infraestructuras digitales de innumerables organizaciones. Los contratos de consultoría abarcan distintos sectores y cadenas de valor, diferentes países y continentes, e influyen en todos los niveles de la sociedad.

¿Acaso tiene eso alguna importancia? ¿Debería preocuparnos? Al fin de cuentas, ¿no se limitan a ayudar a sus clientes a ser más eficientes, a hacer aquello de lo que estos no son capaces de hacer? Este libro muestra por qué el aumento de los contratos de consultoría, el modelo de negocio de las grandes consultoras, los conflictos de intereses subyacentes y la falta de transparencia importan muchísimo. El sector de la consultoría actual no es una simple mano amiga; su asesoramiento y sus actuaciones no son de carácter estrictamente técnico y neutral, ni se limitan a facilitar un funcionamiento de la sociedad más eficaz y a reducir los «costes de transacción» de los clientes. Permite que se lleve a la práctica una visión particular de la economía que ha creado disfunciones en gobiernos y empresas de todo el mundo.

En la Edad Dorada estadounidense de finales del siglo XIX, los engaños —o las estafas— recurrían a ofertas de información privilegiada, tecnología asombrosa y engaños lingüísticos para cometer delitos de robo y extraer riqueza de manera ilegal. Lo que nosotras llamamos el Gran Engaño no es una actividad delictiva. Describe el embuste que el sector de la consultoría lleva a cabo en sus contratos con gobiernos vaciados y tímidos y con empresas que maximizan el valor para los accionistas. Estos contratos le permiten obtener unos ingresos que superan con creces el valor real que proporciona; son una forma de «rentas económicas» o unos «ingresos obtenidos que exceden la retribución que correspondería a la contribución de un factor de producción a la creación de valor».[6] Estas rentas no derivan necesariamente de la posesión de activos de conocimiento escasos y valiosos, sino de la habilidad para crear una impresión de valor. Las prácticas de la consultoría y los enormes recursos y redes de las grandes consultoras contribuyen a infundir confianza en el valor de la consultoría y la profesión de consultor.

Si bien la consultoría es una profesión antigua, el Gran Engaño se incrementó a partir de las décadas de 1980 y 1990, tras las reformas tanto de la derecha neoliberal como de los progresistas de la «tercera vía», a ambos lados del espectro político. Las empresas se orientaron cada vez más a beneficiar los intereses a corto plazo de sus accionistas. El sector público se transformó de acuerdo con el credo de la Nueva Gestión Pública, una agenda política que pretendía que el funcionamiento de la Administración se pareciera más al de una empresa y que redujo la confianza en las capacidades de los funcionarios. Estas tendencias también hicieron que quienes trabajaban en empresas y organizaciones gubernamentales se volvieran inseguros y necesitasen justificar constantemente sus decisiones ante los demás: los ejecutivos de las empresas, ante sus accionistas; y los funcionarios, ante una población y unos medios de comunicación siempre escépticos, que les culparían de cualquier fallo o error.

 

 

APROVECHAR LAS TENDENCIAS DEL CAPITALISMO

 

Por supuesto, el Gran Engaño no es responsable de todos los males del capitalismo moderno, pero prospera gracias a sus disfuncionalidades: las finanzas especulativas, un sector empresarial cortoplacista y un sector público reacio al riesgo. Ha capitalizado la ambición genuina de algunos ciudadanos, políticos y líderes empresariales de afrontar retos como la crisis climática, la pandemia y la creciente desigualdad, que se consideran oportunidades para asesorar a aquellas organizaciones que necesitan adaptarse. Existe una relación arraigada y de refuerzo mutuo entre el sector de la consultoría y las actuales formas de gobierno heredadas en empresas y administraciones públicas. Su éxito se debe al poder estructural único que las grandes consultoras ejercen a través de amplios contratos y redes que abarcan toda la economía, y a su reputación histórica de ser proveedores objetivos de conocimiento especializado.

De hecho, los consultores tienen cabida en nuestra economía. El asesoramiento y la capacidad de la consultoría resultan productivos cuando son complementarios y provienen de actores capaces, que poseen un conocimiento auténtico que crea valor. El problema no es la consultoría en sí ni las intenciones de los consultores, que a menudo esperan lograr cambios con su trabajo, sino el sector de la consultoría, que se desplaza de los márgenes al centro y no deja de expandirse. Se alimenta de las debilidades de nuestras economías y al hacerlo, en lugar de ayudar a los clientes, los vacía, lo que después crea más oportunidades para las rentas acumuladas. Sería como si un psicoterapeuta no estuviera interesado en que sus clientes lograran ser independientes y tuvieran una buena salud mental, sino que utilizara esa salud frágil para generar una dependencia y un flujo de honorarios cada vez mayor.

Desde que en 2019 empezamos a investigar para este libro, los periodistas de investigación y las indagaciones gubernamentales han ido sacando a la luz con mayor frecuencia escándalos que implican a las consultoras. Apenas pasa una semana sin que salga alguna noticia sobre un nuevo caso de corrupción, un conflicto de intereses o un accidente evitable en el que está involucrada una consultora global. Pero estos fiascos que aparecen en los titulares son solo la punta del iceberg. Los ejemplos evidentes de fracaso o abuso por parte de una gran empresa de consultoría suelen ser manifestaciones de problemas sistémicos más amplios, aunque rara vez se entienden como tales. Los numerosos contratos adjudicados a las consultoras, su pretendida pericia, sus incentivos económicos y la influencia que se concede a estas grandes empresas en ámbitos importantes del Gobierno y los negocios no se analizan como síntomas de problemas estructurales más amplios y profundos derivados de la manera en que hemos organizado el sistema capitalista.

Y lo cierto es que la mayoría de los votantes y los empleados casi nunca saben cuándo hay consultores implicados, cuánto se les paga, quiénes son sus otros clientes, el alcance de sus intereses, a menudo opuestos, y para qué se les ha contratado. Desconocen si la consultora contratada ha realizado bien o mal la tarea; ni, cuando esta sale mal, quién es el responsable. La naturaleza de los contratos de consultoría, la responsabilidad limitada y el modelo de negocio de las grandes consultoras hacen que normalmente sean los empleados de sus clientes y los ciudadanos los que acaban asumiendo los riesgos del fracaso de la consultoría. Esta diferencia entre las retribuciones que se llevan (grandes) y el riesgo real que asumen (pequeño) hace que las rentas obtenidas sean aún mayores.

La historia de la consultoría moderna es, en el fondo, la historia del capitalismo moderno: el Gran Engaño se ha aprovechado de todas las tendencias. En el Gobierno, las grandes consultoras han promovido y se han beneficiado de las tendencias relacionadas con la privatización, la reforma de la gestión, la financiación privada, la externalización de los servicios públicos, la digitalización y la austeridad. En las empresas, han contribuido a afianzar nuevos modelos y formas de gestión corporativa, desde la difusión de la contabilidad de costes hasta la proliferación en toda Europa de las corporaciones multidivisionales en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y el auge de la maximización del valor para el accionista en todo el mundo a partir de la década de 1980. Estas políticas no fueron idea de las consultoras, pero ellas han contribuido a difundirlas y conformarlas y, en última instancia, las han utilizado para extraer valor. Ahora que el mundo se va dando cuenta de los males del capitalismo moderno y de que es necesario un «propósito» mayor tras el gobierno corporativo, el sector de la consultoría promete revertir los problemas que ayudó a crear: el auge actual de los contratos de asesoramiento «medioambiental, social y de gobierno corporativo» (ESG, por sus siglas en inglés) es el último ejemplo.

Tal vez el ámbito en el que el Gran Engaño ha tenido mayores consecuencias es la lucha contra la catástrofe climática. El sector de la consultoría contribuyó a implantar formas de producción orientadas a la maximización del beneficio a corto plazo que han incrementado las emisiones de carbono. Ahora, ante la creciente preocupación por la crisis climática, se suma a una nueva tendencia y está obstruyendo transformaciones a gran escala que es necesario llevar a cabo en todas nuestras economías, que son grandes generadoras de carbono. Está proporcionando a los gobiernos y las empresas unos marcos que facilitan la apariencia de compromiso sin la exigencia de tomar medidas, por ejemplo, mediante la creación y promoción de herramientas ESG que Tariq Fancy, antiguo ejecutivo de BlackRock y más tarde denunciante, ha llamado una «distracción peligrosa». El sector de la consultoría es uno de los muchos actores que han conformado una respuesta a la crisis climática impulsada por el mercado y que se han beneficiado de ella, pero son las generaciones futuras y los que viven ahora en las regiones más expuestas al cambio climático quienes soportarán los riesgos del fracaso de esa respuesta.

En otras palabras, las consecuencias que el Gran Engaño tiene en nuestra capacidad colectiva para abordar los enormes retos actuales son claras y más urgentes que nunca.

 

 

DESAPRENDER POR NO PRACTICAR

 

Para responder a los cambios en las demandas políticas, sociales y —cada vez más— medioambientales, tanto las organizaciones gubernamentales como las del sector empresarial deben ser capaces de adaptarse, con el fin de gobernar sistemas complejos y proporcionar bienes y servicios que la gente quiera y necesite. Las actividades que realizan en el presente son la base de las capacidades que necesitarán desarrollar en el futuro. En una economía, las organizaciones no son entidades estáticas, se encuentran en constante desarrollo. Sus competencias no existen sin más, sino que evolucionan con el tiempo. Son dinámicas.[7]

Cuanto más externalizan los gobiernos y las empresas, menos saben hacer, lo que provoca el vaciamiento de las organizaciones, es decir, que se queden detenidas en el tiempo y sean incapaces de evolucionar. Si siempre hay consultores implicados, el aprendizaje basado en la práctica es muy escaso. Los clientes de las consultoras se «infantilizan», dijo en 2020 el ministro conservador británico lord Agnew al hablar de los efectos que tenía la externalización en los funcionarios del Reino Unido.[8] Un departamento gubernamental que subcontrata todos los servicios de los que es responsable tal vez pueda reducir costes a corto plazo, pero con el tiempo le resultará más caro, debido a la pérdida de conocimiento sobre cómo prestar esos servicios y, por lo tanto, sobre cómo adaptar el conjunto de capacidades de su departamento para satisfacer las necesidades cambiantes de los ciudadanos. El aprendizaje, por supuesto, también está sujeto a la interacción y la colaboración con otras organizaciones. Los sistemas «cerrados» de la planificación estatal centralizada no se prestan a este tipo de aprendizaje,[9] pero tampoco lo hacen las organizaciones que dependen de la subcontratación para cumplir sus objetivos.

Aunque los consultores pueden ayudar a los clientes a conseguir sus objetivos, resulta exagerado afirmar que el sector de la consultoría, al hacer de proveedor del conocimiento y reducir costes, aporta valor a la economía y la sociedad. En el caso del sector público, los costes suelen ser mucho mayores que si el Gobierno invirtiera en la capacidad para hacer el trabajo y aprendiese a mejorar los procesos sobre la marcha. Con demasiada frecuencia, se hace caso omiso de la experiencia y los conocimientos existentes en una organización en favor de la contratación de una consultora global. A veces, esto se debe a que la empresa de consultoría se ofrece a hacer el trabajo sin cobrar o por unos honorarios muy inferiores a las tarifas del mercado. Lo cual resulta tentador para los funcionarios que trabajan en departamentos reacios al riesgo y que carecen de recursos tras años de recortes presupuestarios. Al no cobrar nada o muy poco en el contrato inicial —una práctica llamada lowballing—, la consultora no solo puede influir en decisiones importantes, sino reunir conocimientos relevantes sobre el cliente y tener la ventaja, de cara a futuros contratos, de haber sido el primero en trabajar con él.

Resulta especialmente llamativo que las consultoras suelen imponerse incluso en aquellos casos en los que el Gobierno cuenta con una clara ventaja en cuanto a capacidad. En Australia, por ejemplo, la CSIRO (siglas en inglés de Organización de Investigación Científica e Industrial de la Commonwealth) posee un amplio conocimiento sobre asuntos climáticos. Pero en 2021 se denegó a los científicos de la organización la financiación para desarrollar la estrategia «cero neto» del país porque el Gobierno prefirió trabajar con McKinsey.[10]

Muchas veces el sector de la consultoría sirve para legitimar decisiones controvertidas. Cuando un alto directivo de una empresa quiere convencer de algo al consejo, o cuando un ministro del Gobierno quiere imponer a los demás su punto de vista o frenar una actuación significativa, un informe de apoyo de una de las tres grandes o las cuatro grandes puede resultar muy útil, a expensas de otros objetivos, e incluso de acuerdos laborales.

Las grandes consultoras, que están muy involucradas en la toma de importantes decisiones políticas y empresariales, suelen tener ellas mismas enormes conflictos de intereses. Los clientes rara vez pueden obtener información sobre los demás clientes de una consultora, aun cuando estas prestan sus servicios a «dos amos». En la consultoría climática, por ejemplo, las grandes consultoras trabajan a la vez para gobiernos cuya población desearía que las emisiones se redujeran y para las empresas de combustibles fósiles que más contribuyen a la crisis climática.

Durante demasiado tiempo, el sector de la consultoría ha eludido el escrutinio. Con ello, ha socavado el progreso y la democracia. Este libro no solo es una crítica, también aporta soluciones concretas al estancamiento actual. Repasamos la historia del sector de la consultoría, contextualizamos su crecimiento dentro de las transformaciones más amplias del capitalismo y analizamos las justificaciones para su uso generalizado que dan los gestores gubernamentales, los líderes empresariales y los académicos. Mostramos que los casos que acaparan titulares no son anomalías, sino síntomas de disfunciones más generales en nuestras economías. Nos basamos en investigaciones previas que hemos publicado nosotras y otros autores en informes y revistas académicos, en informes elaborados por consultoras, en informes históricos y documentos contractuales, y en investigaciones de periodistas que han seguido de cerca las actividades de la consultoría durante muchas décadas. También recurrimos al relato de primera mano de consultores y de quienes han trabajado con ellos en empresas y en la Administración. Hemos acordado anonimizar cualquier información que pudiera identificar a las personas entrevistadas que se citan en el libro, como su nombre, cargo y función. Nuestra experiencia al trabajar con gobiernos que han recurrido mucho a consultoras, tanto grandes como pequeñas, también ha sido una importante fuente de reflexión.

Nuestro análisis del sector de la consultoría describe un panorama actual oscuro. La magnitud de los contratos que se establecen con él —bien como asesores, legitimadores de decisiones controvertidas o subcontratistas— debilita a nuestras empresas, infantiliza a nuestros gobiernos y pervierte nuestras economías. Recurrir una y otra vez a las grandes consultoras, que operan con modelos de negocio extractivos, frena la innovación y el desarrollo de capacidades, socava la rendición de cuentas democrática y ofusca los efectos de las actuaciones políticas y empresariales. Al final, todos pagamos las consecuencias derivadas de la falta de inversión y de aprendizaje en las organizaciones: se malgastan fondos públicos y otros recursos; en el Gobierno y las empresas las decisiones se toman con impunidad y poca transparencia, y nuestras sociedades democráticas se ven privadas de dinamismo. El Gran Engaño nos pone a todos en peligro.

Analizar el sector de la consultoría de esta manera también ofrece otra perspectiva para repensar cómo construir economías que se adecúen a su propósito. Las misiones globales del futuro, que serán necesarias para afrontar grandes retos como la crisis climática, requieren de inteligencia colectiva en todas las organizaciones y comunidades que constituyen nuestras economías.[11]

Es posible construir una economía más fuerte, pero solo si se invierte en el conocimiento y las capacidades que tanto necesitan las empresas y los gobiernos, se devuelve el propósito público al sector público y se libera al sistema de la confusión y la costosa intermediación del sector de la consultoría. En esta relación, las organizaciones y los individuos con capacidades y conocimiento genuinos pueden ser una valiosa fuente de asesoramiento; pero, en lugar de permitirles dirigir el espectáculo desde el centro, deberían asesorar y «consultar» desde el margen, de una forma transparente, que aporte conocimiento y experiencia reales. En última instancia, su experiencia debe fortalecer a los asesorados, no debilitarlos.

La lucha contra cualquier adicción empieza por admitir la gravedad del problema. Solo entonces se puede reducir la dependencia y abrir un camino para avanzar.

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¿QUÉ ES EL SECTOR DE LA CONSULTORÍA?

 

 

 

 

A principios de febrero de 2021, la diputada francesa Véronique Louwagie consiguió unos documentos que desatarían protestas en todo el país. Hacía casi un año que la COVID-19 había llegado a Francia y el país trataba de contener la última oleada de casos. La puesta en marcha del programa de vacunación había sido un desastre: a principios de enero, solo se habían vacunado 5.000 personas, frente a las 316.000 de Alemania y las 139.000 de España, cuyos programas habían empezado más o menos al mismo tiempo.[12] La noticia de la lentitud de su implantación apareció en titulares de todo el mundo. Para un país que siempre se ha enorgullecido de su sistema de sanidad pública y de su burocracia funcionarial, las cifras eran humillantes. Los medios de comunicación no tardaron en descubrir que McKinsey había estado al frente del despliegue del plan de vacunación.

Louwagie, miembro del partido conservador Los Republicanos, admitió que, en general, no le preocupaba que la Administración recurriera a las consultoras de gestión. Pero para ella, en su papel de responsable de controlar el presupuesto del Ministerio de Sanidad, la noticia de que McKinsey había estado involucrada en lo que muchos consideraban un enorme fracaso del Gobierno fue una señal de alarma. En concreto, Louwagie quería saber: ¿cuántos contratos relacionados con la respuesta a la COVID-19 había adjudicado el Gobierno francés a las consultoras de gestión? ¿Qué habían estado haciendo estas exactamente? Lo que descubrió cuando hizo preguntas al Ministerio de Sanidad alarmó a muchos funcionarios y ciudadanos franceses, aunque lo peor estaba por llegar.

Entre marzo de 2020 y febrero de 2021, el Ministerio de Sanidad había firmado veintiocho contratos con seis empresas de consultoría para llevar a cabo tareas relacionadas con la crisis de la COVID-19. Los contratos ascendían a 11 millones de euros, de los que 4 millones eran para McKinsey.[13] Los consultores no solo estaban actuando como fuente externa de conocimiento especializado; se habían convertido en un elemento fundamental en los procesos de toma de decisiones y la gestión del programa de vacunación. McKinsey era la responsable de definir las rutas de distribución de las vacunas de Pfizer y Moderna, y de coordinar «un grupo de trabajo sobre vacunación formado por funcionarios de numerosos organismos, con algunas cadenas de decisión en las que participaban hasta cincuenta autoridades».[14] Una de las reuniones diarias por Zoom a la que asistían altos cargos del Ministerio de Sanidad estaba presidida por un consultor de McKinsey. La empresa de consultoría francesa Citwell había sido contratada para apoyar la logística de las vacunas y los equipos de protección individual, y Accenture para prestar servicios de TI relacionados con la campaña de vacunación.[15]

Dado el grado de participación de las consultoras en la implementación y la logística del programa de vacunación, tal vez no resulte sorprendente el retraso que experimentó el país cuando llegó el momento de poner la vacuna en el brazo de los ciudadanos. Estas empresas no tienen décadas de experiencia en la ejecución de planes de vacunación entre la población. Como contó un experto del Centro Nacional de Investigación Científica francés al New York Times, las consultoras solían importar modelos operativos utilizados en otros sectores que no resultaban necesariamente eficaces en la sanidad pública. «Luego —dijo—, el Gobierno no evalúa si lo que hicieron las consultoras funcionó bien. Es demasiado pronto para saber si McKinsey y las demás están aportando valor a esta campaña, pero creo que nunca lo sabremos».[16]

A medida que avanzaba la pandemia, el Gobierno francés recurrió cada vez más a los consultores. En marzo de 2022, un informe publicado por el Senado, que estaba dominado por los conservadores, reveló que en 2021 los ministerios del Gobierno central habían gastado casi 900 millones de euros en honorarios de consultoría de gestión, una cifra que duplicaba con creces lo gastado en 2018.[17] Los rivales del presidente llamaron a estas revelaciones, que se conocieron pocas semanas antes de las elecciones presidenciales, el «scandale McKinsey».[18] Pero McKinsey no fue la única empresa interrogada, y la investigación se prolongó más allá de la pandemia. Entre los casos destacados en el informe figura un contrato con Boston Consulting Group y Ernst & Young (EY) por valor de 558.900 euros para organizar una convención de funcionarios públicos que nunca se llegó a celebrar.[19]

Cuando los periodistas de la revista online POLITICO preguntaron a un alto funcionario por qué el Gobierno había recurrido tanto a las consultoras durante la pandemia, este afirmó que había sido necesario porque el sector público carecía de capacidad: el personal interno tenía problemas de agotamiento y fatiga.[20] Durante una crisis, es casi inevitable que los gobiernos tengan que contratar capacidad adicional para dar la respuesta que la sociedad espera de ellos. No obstante, algunos países, como Alemania, fueron capaces de redistribuir al personal de aquellas partes del sector público en las que la actividad normal se había parado. Pero en Francia, al igual que en otras naciones, la externalización de importantes funciones operativas y de gestión del Estado y de otros sitios no fue una mera anomalía inducida por la crisis. Tal vez se tratara de una pandemia sin precedentes, pero la dependencia del Gobierno francés de la consultoría sí los tenía. Los consultores «empezaron a participar en la reforma administrativa, primero en los gobiernos locales tras la descentralización de 1982 y luego en el Estado central en 1987, al mismo tiempo que el sector de la consultoría se fortalecía como consecuencia de iniciativas estatales concebidas para estimular su desarrollo».[21] Y, por mucho que los rivales políticos de Emmanuel Macron trataran de emplear esta cuestión como un arma en su contra durante las elecciones presidenciales, hacía mucho que la utilización de consultores había trascendido las divisiones partidistas. Durante la presidencia de Nicolas Sarkozy, entre los años 2007 y 2012, su Gobierno de centroderecha gastó cientos de millones de euros en contratos con empresas de consultoría, en teoría para mejorar la eficiencia del Estado. Su sucesor, François Hollande, del Partido Socialista, no hizo demasiado por invertir la tendencia. Las revelaciones de hasta qué punto el Gobierno de Macron dependía de las consultoras durante la pandemia fueron, para muchos, la mera confirmación de que el papel de los consultores se había extendido e iba mucho más allá de proporcionar conocimiento especializado al Gobierno. Un político llegó a sostener que el reciente uso de empresas de consultoría estadounidenses había socavado la soberanía francesa.[22]

La tendencia a externalizar la capacidad operativa y de gestión durante la pandemia tampoco fue exclusiva de Francia. En Estados Unidos el alcance de los contratos fue el mismo. En marzo de 2020, los responsables del Departamento de Asuntos de los Veteranos, que suele dedicar meses al desarrollo de licitaciones, firmaron un contrato de 12 millones de dólares (11 millones de euros) adjudicado sin concurso con McKinsey por hasta un año de consultoría sobre «todos los aspectos» de las operaciones de su sistema sanitario durante la pandemia, en un proceso de licitación que duró menos de veinticuatro horas. En pocas semanas, la empresa había sido contratada para «ayudar a obtener suministros médicos» destinados al Departamento de Salud y Servicios Humanos, «formar parte de un grupo de trabajo que desarrollara una estrategia para conseguir que los contratistas de defensa, muchos de ellos clientes de McKinsey, produjeran suministros médicos durante la pandemia» y una serie de contratos con estados como Illinois, Tennessee, California y Virginia. En Nueva York, «el equipo de [el gobernador] Andrew Cuomo contrató a McKinsey para proyectar la capacidad hospitalaria y los suministros médicos necesarios basándose en modelos epidemiológicos existentes».[23]

Al otro lado del Atlántico, en el Reino Unido, también se gastaron decenas de millones de libras en empresas de consultoría.[24] Mientras la economía en general se contraía y millones de personas perdían su trabajo, en 2020 el sector de la consultoría británico creció un 2,5 por ciento, debido en buena medida a los contratos con el Gobierno.[25] En la actualización de enero de 2022, su asociación sectorial, la Asociación de Consultoras de Gestión (MCA, por sus siglas en inglés), sugirió que el crecimiento había alcanzado el 16 por ciento durante 2021 y que sus miembros preveían un crecimiento aún mayor para 2022.[26] En el Reino Unido, los contratos que el sector público adjudicó a Deloitte durante el primer año de la pandemia abarcaban desde servicios de asesoramiento más tradicionales hasta tareas operativas y de gestión esenciales. No solo se le contrató para «consultoría urgente relacionada con la COVID-19», sino para «la provisión del diseño de una solución digital, la construcción de una plataforma digital y su mantenimiento».[27] Consiguió contratos para la «identificación y adquisición de equipos de protección individual»,[28] una tarea que ha realizado el Servicio Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés) desde su creación. La Autoridad de Investigación Sanitaria (HRA, por sus siglas en inglés) —un organismo público responsable de garantizar que la investigación sanitaria realizada en el NHS se revisa y aprueba con criterios éticos— también contrató a la empresa para «actualizar su modelo de evaluación ética de la investigación, basándose en las lecciones aprendidas durante la evaluación de la investigación sobre la COVID-19».[29]

La participación de Deloitte en el sistema «Test and Trace» (test y rastreo) del Gobierno británico fue objeto de escrutinio público y político al saberse que la consultora estaba ganando un millón de libras al día (1,17 millones de euros) con los contratos. Según el Comité de Cuentas Públicas del Parlamento, un equipo formado por diputados de todos los grupos que se encarga de examinar el gasto público, Test and Trace «no había logrado su principal objetivo de contribuir a romper las cadenas de transmisión de la COVID-19 y permitir que las personas volvieran a hacer una vida más normal».[30] Una investigación del Comité concluyó que el sistema había «dependido en exceso de contratistas caros y personal temporal»: «en abril de 2021, los consultores constituían casi la mitad del personal del NHS dedicado a Test and Trace». También reveló que el programa «no ejercía un control estricto sobre el gasto total en consultores», y sugirió, no obstante, que «es probable que cueste a los contribuyentes cientos de millones de libras».[31] Cuando se preguntó a un antiguo responsable de Test and Trace por qué el programa seguía recurriendo a tantos consultores un año después de la llegada de la pandemia al Reino Unido, este explicó al Comité que «las capacidades que [el NHS] estaba intentando contratar, en funciones relacionadas con los datos, lo digital y la ejecución operativa y de proyectos, escaseaban entre el funcionariado», lo que sugería que la relación del Gobierno con el sector de la consultoría y la escala y el alcance de sus contratos de externalización eran un problema sistémico.

Una persona que trabajó durante el primer año de la pandemia en proyectos relacionados con la respuesta a la COVID-19 compartió su visión de lo que implicaban las operaciones cotidianas. Desde el principio quedó claro que el Gobierno había contratado a un número sin precedentes de consultores, algunos de los cuales llegaban a través de subcontratas con otras consultorías. Esta escala —«la enorme cantidad de gente contratada a causa de la niebla de guerra, los consultores errantes»— se convirtió en un obstáculo operativo:

 

Tuve la impresión de que la organización había creado tantos equipos nuevos a la vez que siempre había alguien nuevo que quería hablarte de alguna novedad inminente. Pero muchas veces ni siquiera sabían lo que estaban pidiendo […]. Parecía que en cada proyecto hubiera un montón de personas de Deloitte deambulando. Y me da la impresión de que esa enorme cantidad de gente que rondaba por ahí fue lo que provocó que llegaran continuamente correos electrónicos zombis con preguntas muy básicas a las que teníamos que responder, desviando nuestra atención del trabajo real.[32]

 

Los consultores júnior que se incorporaban rara vez tenían conocimientos especializados en el campo en cuestión. Su cargo en los contratos para los que trabajaban solía ser «propietario de producto» o «jefe de producto», pero, «a diferencia de lo que ocurre en un equipo digital que funciona bien —en el que suelen existir estos puestos—, los consultores con estos cargos no tenían funciones específicas». Cuando se le preguntó si creía que los consultores habían aportado valor, el entrevistado señaló que «no todos con los que traté eran incompetentes; recuerdo a una persona de Deloitte a cargo de un proyecto que era buena y competente».

La escala y el alcance de los contratos con el sector de la consultoría durante la pandemia son emblemáticos de la dependencia que tienen muchas organizaciones de los consultores. Cuando llegó la COVID-19, la contratación externa ya se había convertido en una costumbre para muchos gobiernos y el sector de la consultoría estaba metido en todos sus ámbitos.

 

 

UNA TAXONOMÍA

 

El sector de la consultoría está dominado, a escala global, por grandes empresas multinacionales, la mayoría de las cuales tienen su sede en Estados Unidos o el norte de Europa. Entre ellas están las cuatro grandes y las tres grandes. Y también empresas que ofrecen sobre todo servicios de gestión dentro de un campo específico, como las TI, por ejemplo, CGI Group e IBM, o la externalización de servicios públicos, como Serco y Sodexo.

Hay varias grandes empresas que operan sobre todo en otros sectores, pero que también tienen una rama de consultoría que constituye una proporción relativamente pequeña de sus ingresos totales. Esta puede ser una importante fuente de influencia o proporcionar acceso a partes interesadas e información que resultan valiosas para la línea de negocio principal. Por ejemplo, en los últimos años, empresas de ingeniería y construcción como Arup y AECOM se han ido convirtiendo en importantes proveedores de asesoramiento sobre gobernanza para la adaptación al cambio climático.[33] Financial Markets Advisory (FMA), la rama de consultoría de BlackRock, el mayor fondo de gestión de activos del mundo, «ha trabajado con discreción para numerosas instituciones públicas, entre ellas el Tesoro británico y el Banco Central Europeo».[34] En 2021, BlackRock controlaba activos por valor de 10 billones de dólares en todo el mundo. Durante la pandemia de la COVID-19, la Reserva Federal contrató a FMA para gestionar los tres vehículos que había creado con el fin de comprar deuda corporativa en los mercados financieros. Aunque la prestación de estos servicios no sea su principal línea de negocio, estas empresas también se han beneficiado de las amplias reformas que se produjeron en el gobierno político y corporativo a partir de la década de 1980, que fomentan que las organizaciones del sector público y los directivos corporativos recurran a la contratación externa. Mientras las tres grandes consultoras de gestión cuentan cada una con decenas de miles de trabajadores, la FMA emplea a 250.[35]

Además, en todo el mundo hay decenas de miles de empresas pequeñas y medianas, llamadas a veces «consultoras boutique», y organizaciones sin ánimo de lucro que prestan servicios de consultoría. En muchos países, durante las últimas décadas, el número de consultoras más pequeñas y especializadas y sus ingresos han aumentado significativamente, siguiendo el crecimiento más general del mercado de la consultoría. Los ámbitos en los que suelen trabajar estas empresas también reflejan tendencias más amplias. Tras el Gobierno laborista de Tony Blair, por ejemplo, «quienes habían trabajado para las consultoras en el sector público a menudo abrieron las suyas propias, generando así una oferta mayor de consultores».[36] Es probable que los nombres de las consultoras pequeñas solo le resulten familiares al lector que trabaje en un campo concreto o que se encuentre en determinada zona, porque suelen operar a escala local y prestar servicios en un sector de nicho o para una función especializada. Pero entre ellas hay empresas que afirman ser especialistas en gestionar procesos de digitalización, desarrollar estrategias de sostenibilidad o hacer que los servicios públicos sean más eficientes. También hay consultoras que asumen contratos de organizaciones específicas, como la Comisión Europea o el NHS británico.

En este libro nos centraremos en la economía política de las grandes consultoras multinacionales y en su relación con los gobiernos, las empresas y otras organizaciones. Estas firmas prestan una amplia gama de servicios de consultoría, que van desde la gestión y el asesoramiento estratégicos hasta la implementación y la externalización de proyectos. Aunque existen importantes diferencias entre ellas, y en su grado de dedicación a distintos tipos de servicios de consultoría, siguen estando emparentadas por la dinámica que ha provocado el crecimiento de los contratos de consultoría, tanto en escala como en alcance, y les une la necesidad de que continúe la ampliación de esos contratos. En ocasiones, nos fijamos en el papel de las consultoras más pequeñas y especializadas. En la figura 1 se resumen los cinco principales «tipos» de consultoras según sus prácticas. Más adelante analizaremos con más detalle sus orígenes y gobernanza.

La mayoría de estas empresas separan los servicios de consultoría de gestión que ofrecen en distintas categorías, según el ámbito del proyecto, el sector o —en el caso de las consultoras de TI— la tecnología implicada. Capgemini ofrece servicios en diferentes áreas de negocio: «Finanzas y contabilidad», «Cadena de suministro», «Experiencia del empleado», «Experiencia del cliente» y «Automatización inteligente».[37] McKinsey ofrece servicios en diferentes «funciones», como «Fusiones y adquisiciones», «Operaciones», «Organización», «Estrategia y gobierno corporativo» y «Transformación».[38] El grupo de empresas que otros autores han llamado consultoras de la «generación de la externalización» y la «consultoría de externalización» se dedican a gestionar grandes contratos en distintos ámbitos del sector público.[39] Serco, por ejemplo, desglosa su oferta según «sectores clave del mercado», como «Defensa», «Sanidad», «Justicia», «Inmigración», «Transporte» y «Servicios al ciudadano».[40] En muchos sentidos, centrarse en las distintas etiquetas que las consultoras, e incluso los académicos, utilizan para describir lo que hacen confunde sobre qué es el sector de la consultoría, lo que une a estas empresas tan diversas. La existencia de todas las empresas descritas anteriormente depende de que otras organizaciones sigan contratando fuera su gestión, experiencia y capacidad.

 

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Figura 1. Tipos de consultoras de gestión

 

Hay muchos individuos, empresas y otras organizaciones que prestan servicios o asesoramiento especializados que no incluimos en nuestra definición del sector de la consultoría porque no cuentan con los recursos necesarios para extraer rentas mediante el Gran Engaño. La mayoría de ellos tampoco dependen estructuralmente de estos contratos, aunque cobren honorarios por sus servicios; su crecimiento o su existencia no están supeditados a que otras organizaciones contraten sus servicios de consultoría. Algunos ejemplos de esto son los expertos en salud pública que contribuyeron a articular la respuesta de los gobiernos ante la pandemia, los profesores jubilados que participan en consejos escolares y los académicos de universidades que comparten el conocimiento fruto de sus investigaciones con organizaciones de los sectores público, privado o cívico. También hay empresas que solo suministran bienes, a las que se llama «vendedores». La mayoría de las empresas de contabilidad no forman parte del sector de la consultoría, porque no prestan ningún servicio de asesoramiento. No ocurre lo mismo con las cuatro grandes, que aunque son empresas de contabilidad obtienen más del 40 por ciento de sus ingresos de contratos de consultoría de gestión, más de lo que reciben por servicios de auditoría y seguros.

 

 

QUIÉNES SON LOS CONSULTORES

 

Las grandes consultoras funcionan de acuerdo a una estricta jerarquía, y dentro de ellas hay diferentes tipos de consultor, en función del área de negocio. En muchas empresas, sobre todo en las tres grandes y las cuatro grandes, existen itinerarios claros para ascender. En los escalones más bajos están los empleados que son contratados cuando acaban de graduarse, a veces tras un periodo de prácticas o un programa de formación de verano. Nos referiremos a ellos como analistas, aunque, dependiendo de la empresa, también se les llama asociados o consultores. En un proyecto típico, se espera que el analista investigue y elabore «entregables», por ejemplo, presentaciones de diapositivas, siguiendo las instrucciones de un miembro del equipo más veterano. Normalmente, los analistas reciben una formación general sobre gestión de proyecto

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