Lecciones de liderazgo creativo. Mi gran aventura al frente de la empresa que ha convertido la magia en realidad

Robert Iger

Fragmento

cap-1

Prólogo

En junio de 2016 viajé por cuadragésima vez a China en dieciocho años, la undécima en los últimos seis meses. Fui a supervisar los preparativos finales previos a la inauguración de Shanghai Disneyland. Por aquel entonces, llevaba once años como CEO de la Walt Disney Company y tenía previsto que la inauguración del parque de Shangai fuera lo último que hiciese antes de jubilarme. Habían sido unos años muy emocionantes y la creación de Shanghai Disneyland era el mayor éxito de mi carrera. Parecía el momento perfecto para dar un paso al lado, pero en la vida no todo sale como uno espera. Pasan cosas imprevisibles. El hecho de que continúe dirigiendo la empresa mientras escribo estas líneas lo demuestra, al igual que, de forma mucho más trascendental, los acontecimientos de aquella semana en Shangai.

Íbamos a inaugurar el parque el jueves 16 de junio. El lunes anterior estaba previsto que llegara el primer contingente de vips: miembros del consejo de administración y altos ejecutivos de Disney con sus familias, socios creativos, inversores y analistas de Wall Street. Ya se había desplegado una enorme cobertura mediática internacional y aún quedaban medios por llegar. Yo llevaba en Shangai dos semanas y rezumaba adrenalina. Desde mi primer viaje a China en 1998 en busca de un emplazamiento para el parque, había sido la única persona involucrada en el proyecto desde el primer día y ardía en deseos de enseñárselo al mundo.

En los sesenta y un años transcurridos desde que Walt Disney construyera Disneyland en Anaheim (California), habíamos abierto parques en Orlando, París, Tokio y Hong Kong. Disney World, en Orlando, sigue siendo el más grande, pero el parque de Shangai era otra cosa. Se trataba de una de las mayores inversiones en la historia de la empresa. Los números no le hacen justicia, pero aquí van algunos que dan cierta idea de sus dimensiones. La construcción de Shanghai Disneyland costó alrededor de 6.000 millones de dólares. Ocupa 390 hectáreas, casi once veces la superficie de Disneyland. En las distintas fases de su construcción, llegaron a vivir en el recinto hasta catorce mil trabajadores. Hicimos castings en seis ciudades de China para encontrar al millar de cantantes, bailarines y actores de nuestros escenarios y espectáculos callejeros. Durante los dieciocho años que tardamos en completar el parque, me reuní con tres presidentes de China, cinco alcaldes de Shangai y no recuerdo cuántos secretarios del Partido Comunista (uno de los cuales fue detenido, acusado de corrupción y desterrado al norte de China cuando estábamos en plenas negociaciones, lo que retrasó el proyecto casi dos años).

Mantuvimos interminables conversaciones sobre transacciones de tierras, el reparto de la sociedad y sus beneficios, así como de las responsabilidades de gestión, y tuvimos en consideración temas tan importantes como la seguridad y la comodidad de los empleados chinos y tan intrascendentes como si podríamos cortar una cinta el día de la inauguración. La creación del parque fue un curso práctico de geopolítica y un ejercicio constante de malabarismo entre las posibilidades de la globalización y los peligros del imperialismo cultural. El inmenso desafío —como repetía a nuestro equipo tan a menudo que se convirtió en un mantra para todos los implicados en el proyecto— era crear una experiencia que fuera «auténticamente Disney e inconfundiblemente china».

El domingo 12 de junio por la tarde, mi equipo de Shangai y yo nos enteramos de que se había producido una matanza en la discoteca Pulse de Orlando, a unos veinte kilómetros de Disney World. Tenemos más de setenta mil empleados en Orlando y esperamos con horror la confirmación de la presencia de algunos de ellos en la discoteca aquella noche. Nuestro jefe de seguridad, Ron Iden, estaba con nosotros en Shangai y comenzó a llamar de inmediato a sus contactos de seguridad en Estados Unidos. La diferencia horaria con respecto a Orlando era de unas doce horas y nos habíamos enterado de la noticia cuando allí faltaba poco para que amaneciera. Ron me dijo que tendría más información cuando me levantara por la mañana.

El primer acto que tenía programado para el día siguiente era una presentación a los inversores durante el desayuno. Luego tuve que grabar una larga entrevista con Robin Roberts para el programa Good Morning America, durante la cual recorrimos el parque y montamos en algunas atracciones con ella y su equipo. Después, me reuní con representantes chinos para hablar del protocolo de las ceremonias inaugurales, cené con miembros de nuestro consejo de administración y altos ejecutivos y, finalmente, asistí a un ensayo del concierto de apertura que yo estaba organizando. Ron me fue pasando actualizaciones periódicas a lo largo del día.

Sabíamos que había más de cincuenta víctimas mortales y casi la misma cifra de heridos, y que el asesino era un hombre llamado Omar Mateen. El equipo de seguridad de Ron introdujo el nombre de Mateen en nuestra base de datos y descubrió que había visitado el Magic Kingdom un par de meses antes de la matanza y de nuevo el fin de semana anterior. Teníamos unas imágenes suyas captadas por las cámaras de seguridad en su última visita, en las que pasaba por delante de una entrada del parque cercana a la House of Blues, en Downtown Disney.

Lo que supimos después me impactó como pocas cosas a lo largo de mi carrera. No se haría público hasta casi dos años más tarde, durante el juicio a la esposa de Mateen, acusada de ser cómplice de los asesinatos (acusación de la que sería absuelta), pero los investigadores federales informaron a Ron de que creían que Disney World había sido el objetivo principal de Mateen. Encontraron su móvil en el escenario del crimen y determinaron que esa misma noche había estado conectado a una de nuestras antenas de telefonía móvil. Estudiaron las grabaciones de nuestras cámaras de seguridad y de nuevo lo vieron deambular de un lado a otro frente a la entrada de la House of Blues, donde esa noche había un concierto de heavy metal, con las consiguientes medidas de seguridad extra —cinco policías armados—, y unos minutos después de haber estado estudiando el terreno, se veía a Mateen volviendo al coche.

Las cámaras de seguridad detectaron que Mateen llevaba dos armas —un rifle semiautomático y una pistola semiautomática— ocultas en el interior de un cochecito de niño, junto con una manta de bebé que aún estaba sin desenvolver. Los investigadores sospechaban que Mateen planeaba tapar las armas con la manta y llevarlas hasta la entrada en el cochecito antes de sacarlas.

Nuestro jefe de parques y complejos turísticos, Bob Chapek, también estaba en Shangai, y él y yo nos mantuvimos en contacto durante todo el día mientras Ron nos iba pasando más información. Estábamos aún con el corazón en un puño esperando saber si alguno de los nuestros había estado en la discoteca, cuando además surgió el problema de que pudiera filtrarse la noticia de que habíamos sido un blanco potencial del ataque. Sería una noticia bomba que causaría un profundo impacto emocional en la comunidad. El vínculo que se forma en momentos de alta tensión como este, cuando se comparte información que no se puede comentar con nadie más, es de lo más potente. En todas y cada una de las emergencias a las que me he enfrentado como CEO, he agradecido la competencia, el aplomo y la humanidad del equipo que me rodeaba. La primera medida de Bob fue enviar al jefe de Walt Disney World, George Kalogridis, de vuelta a Orlando desde Shangai, para brindar a los empleados locales el máximo apoyo ejecutivo.

Los datos del móvil de Mateen indicaban que, tras volver al coche, buscó en internet una lista de discotecas de Orlando. Se dirigió a la primera de la lista, pero estaban haciendo obras delante, y el tráfico estaba cortado. La segunda de la lista fue Pulse, donde acabó cometiendo la matanza. A medida que nos llegaban detalles de la investigación, sentía consternación y dolor por las víctimas del tiroteo y, al mismo tiempo, un alivio espantoso por habernos «salvado por los pelos» gracias a que las medidas de seguridad que habíamos dispuesto aquella noche le habían hecho desistir de su objetivo.

Suelen preguntarme qué aspecto del trabajo es el que más a menudo me impide conciliar el sueño. Con toda franqueza, el trabajo no me angustia demasiado. No sé si es una peculiaridad de la química de mi cerebro, un mecanismo de defensa que desarrollé como reacción a cierto caos familiar de mi juventud o el resultado de años de disciplina —supongo que un poco de todo—, pero no acostumbro a preocuparme en exceso cuando las cosas van mal. Y veo en las malas noticias problemas que hay que abordar y resolver, cosas que están bajo mi control y no que me controlan a mí. Pero también me doy perfecta cuenta de la fuerza simbólica de Disney como objetivo de un ataque y lo único que me preocupa de verdad es saber que, por muy alerta que estemos, no podemos estar preparados para todo.

Cuando ocurre lo inesperado, se activa una especie de proceso de criba instintivo, en función de tu «escala de amenazas» particular. A veces pasan cosas del tipo «deja todo lo que estés haciendo», mientras que en otras ocasiones te dices a ti mismo: «Esto es grave, tengo que prestarle atención. Pero también debo dejarlo ahora a un lado para centrarme en otras cosas y retomarlo luego». A veces, aunque seas tú quien esté «al mando», has de saber cuándo no tienes nada que aportar y, por lo tanto, es mejor que meter baza: confías en que tu gente haga su trabajo y dedicas tus energías a algo más apremiante.

Eso era lo que me decía yo en Shangai, a medio mundo de distancia de Orlando. Era el proyecto más trascendental en que la compañía se había embarcado desde que Disney World abriera sus puertas en 1971. Nunca habíamos invertido tanto en algo con un potencial tan grande —para bien o para mal— en nuestros casi cien años de historia. No tuve más remedio que compartimentar mis prioridades, concentrarme en los detalles de última hora de las ceremonias inaugurales y confiar en mi equipo de Orlando y en los protocolos que habíamos activado.

Tenemos un sistema que localiza a nuestros empleados cada vez que ocurre un desastre. Si se produce un accidente de avión o se desata un huracán o un incendio forestal, recibo un informe sobre quién ha desaparecido, quién ha tenido que evacuar su casa, quién ha perdido a un amigo, un pariente o un animal de compañía y quién ha sufrido daños en su propiedad. Tenemos más de doscientos mil empleados en todo el mundo, así que si ocurre alguna catástrofe, las probabilidades de que haya afectado a alguno de nuestros trabajadores no son nada remotas. Tras los atentados terroristas de 2015 en París, me enteré en cuestión de horas de que habían asesinado a los comerciales de una agencia de publicidad con la que trabajamos. Después de la matanza de Las Vegas del otoño de 2017, recibí inmediatamente informes de que más de sesenta de nuestros empleados habían asistido al concierto al aire libre que se celebró aquella noche. Cincuenta de ellos tenían a algún conocido que había resultado herido o muerto. Tres figuraban entre los heridos. Y uno, un empleado de Disneyland, entre los muertos.

El martes por la mañana en Shangai ya nos habíamos enterado de que habían asesinado a dos de nuestros empleados a tiempo parcial en la matanza de la discoteca, mientras que varios empleados más eran amigos o parientes de otras víctimas. Nuestros especialistas en traumas y duelos se pusieron manos a la obra, contactaron con los afectados y organizaron servicios de atención psicológica.

Mi agenda para los días previos a la inauguración del parque estaba programada al minuto: hacer de guía de los recorridos por el parque, conceder entrevistas y asistir a los ensayos para dar los últimos toques a las actuaciones de la ceremonia inaugural; actuar como anfitrión en comidas, cenas y reuniones con accionistas, comerciales y miembros de nuestro consejo de administración; reunirme con dignatarios chinos para presentarles los debidos respetos; dedicar un ala del Hospital Infantil de Shangai; ensayar un breve discurso —una parte del cual, en mandarín— que debía pronunciar durante la ceremonia inaugural. Incluso estaban previstas pausas para que pudiera maquillarme, cambiarme de ropa o tomar un bocado. El miércoles por la mañana, me tocaba guiar a un grupo de unos cien invitados vips, entre los que figuraban Jerry Bruckheimer y George Lucas. Algunos de mis subordinados directos nos acompañaban con sus familias. Mi esposa, Willow, y nuestros hijos también estaban allí. Todos llevaban auriculares y yo hablaba por un micrófono mientras los guiaba por el parque.

Recuerdo exactamente dónde estábamos —entre Adventure Island y Pirate Cove— cuando Bob Chapek se me acercó y me llevó a un lado. Supuse que tenía más noticias de la investigación de la matanza y me incliné hacia delante para que me informara en privado de cualquier novedad. «Se ha producido un ataque de cocodrilos en Orlando —susurró Bob—. Un caimán ha atacado a un chico. A un niño pequeño.»

Estábamos rodeados de gente, y disimulé el creciente sentimiento de horror que me invadía mientras Bob me contaba todo lo que sabía de momento. El ataque había ocurrido en nuestro complejo hotelero Grand Floridian hacia las ocho y media. Eran más o menos las diez y media de la mañana en Shangai, o sea que había sucedido hacía dos horas. «No sabemos cómo se encuentra la víctima», dijo Bob.

Instintivamente empecé a rezar para que el niño no hubiera muerto. Y luego empecé a repasar mentalmente el historial del lugar. ¿Había ocurrido algo así antes? En los cuarenta y cinco años que el parque llevaba en funcionamiento, al menos que yo supiera, los cocodrilos jamás habían atacado a ningún visitante. Empecé a visualizar el sitio. Bob me dijo que había ocurrido en la playa del complejo hotelero. Me he alojado en el Grand Floridian muchas veces y conozco bien esa playa. Hay una laguna, pero nunca he visto a nadie que nadara en ella. Un momento; eso no era cierto. Me vino a la mente la imagen de un hombre que se echó al agua para recuperar el globo que había perdido su hijo, hacía cosa de cinco años. Recuerdo que le saqué una foto mientras el hombre volvía nadando a la orilla, con el globo en la mano, y que me reí para mis adentros mientras pensaba en las cosas que llegan a hacer los padres por sus hijos.

Terminé el recorrido y esperé más noticias. Existe un protocolo que regula qué información me llega a mí y cuál pasa a terceros y, antes de comunicármela, mi equipo suele esperar a tener la absoluta certeza de que es correcta. (Con gran frustración por su parte, a veces les reprocho que no me informen de las malas noticias con la suficiente rapidez.) Esta vez la noticia me había llegado de inmediato, pero ardía en deseos de saber más.

George Kalogridis, a quien habíamos enviado de vuelta a Orlando después de la matanza en la discoteca, aterrizó casi en el mismo momento del ataque y comenzó a lidiar con el asunto al instante, además de ir transmitiéndonos toda la información disponible. Me enteré al cabo de poco de que el niño había desaparecido. Los equipos de rescate no habían encontrado el cuerpo. Se llamaba Lane Graves y tenía dos años. La familia Graves se alojaba en el Grand Floridian y había ido a la playa, porque estaba previsto que se proyectara una película. La proyección se canceló por culpa de un rayo, pero los Graves y otras familias decidieron quedarse y dejar que sus hijos jugaran por allí. Lane cogió un cubo y fue hasta el agua a llenarlo. Estaba anocheciendo y un caimán que había subido a comer a la superficie estaba justo ahí en aguas poco profundas. Agarró al niño y lo arrastró bajo el agua. La familia Graves había ido a Disney World desde Nebraska, según me contó George. En esos momentos los acompañaba un equipo de crisis. Yo conocía a dos de sus componentes, unas personas excepcionales en su trabajo, por lo que me alegré de que estuvieran allí, aunque aquello fuera a ponerlos a prueba en grado máximo.

Esa noche iba a celebrarse el concierto inaugural en Shangai, interpretado por una orquesta de quinientos instrumentistas acompañados por el pianista de fama mundial Lang Lang, junto con una larga lista de los compositores, cantantes y músicos más venerados de China. Antes del concierto, iba a presidir una cena para un grupo de altos cargos chinos y dignatarios extranjeros. Hice todo lo que pude por concentrarme en mis responsabilidades, pero la mente se me iba todo el rato hacia la familia Graves en Orlando. La idea de que hubiera sido precisamente en Disney World donde hubieran sufrido una pérdida tan terrible lo eclipsaba todo.

La mañana del jueves 16 de junio iba a inaugurarse el parque. Me desperté a las cuatro de la madrugada e hice algo de ejercicio para despejar la mente. Luego me dirigí a un salón de nuestra planta, donde me reuní con Zenia Mucha, nuestra directora de comunicación. Zenia y yo llevamos trabajando juntos doce años. Ha estado conmigo a las duras y a las maduras. Es contundente: cuando cree que cometo un error, me lo dice directamente a la cara, y siempre vela por el interés de la empresa.

A esas alturas, la noticia ya se había difundido en los medios y yo quería transmitir la respuesta de la empresa. He visto a otras empresas enfrentarse a una crisis dejando que un «portavoz de la empresa» actuara como vocero oficial, y siempre me ha parecido una estrategia fría y un poco cobarde. Los entornos empresariales suelen aislar y proteger a los CEO, a veces en exceso, y yo estaba decidido a no cometer ese error. Le dije a Zenia que iba a emitir un comunicado y coincidió de inmediato en que eso era lo correcto.

Es poco lo que puede decirse en un caso así, pero nos sentamos en el salón y le expresé a Zenia mis sentimientos con la máxima sinceridad. Hablé del hecho de ser padre y abuelo, y de cómo eso me daba una mínima perspectiva para intentar entender el dolor inimaginable de los padres. Quince minutos después de nuestra conversación, hicimos público el comunicado. Volví a mi habitación para empezar a prepararme para el acto inaugural. Willow ya se había levantado y se fue al cabo de un rato, mientras mis hijos continuaban durmiendo. Sin embargo, me resultaba imposible hacer lo que tenía programado a continuación y, al cabo de varios minutos, volví a llamar a Zenia. Cuando contestó, le dije:

—Tengo que hablar con la familia.

Esta vez supuse que Zenia y el jefe de nuestro departamento de asesoría jurídica, Alan Braverman, intentarían disuadirme. La situación podía complicarse desde el punto de vista legal y los abogados procuran reducir las posibilidades de que se diga algo que pueda agravar las responsabilidades propias. En este caso, sin embargo, ambos se dieron cuenta de que era algo que yo tenía que hacer, y ninguno de ellos se resistió a la idea.

—Te conseguiré un número —me dijo Zenia.

Al cabo de pocos minutos ya tenía el teléfono de Jay Ferguson, un amigo de Matt y Melissa Graves, los padres del niño, que había volado inmediatamente a Orlando para estar junto a ellos.

Me senté en el borde de la cama y lo llamé. No sabía muy bien lo que iba a decir, pero cuando Jay contestó, le expliqué quién era y que estaba en Shangai.

—No sé si querrán hablar conmigo —dije—, pero si así fuera, me gustaría transmitirles mi más sentido pésame. De lo contrario, se lo expreso a usted y le ruego que se lo transmita.

—Un momento, por favor —respondió Jay.

Oí de fondo el sonido de una conversación y, de repente, Matt estaba al aparato. Volví a empezar y le reiteré lo que había expuesto en el comunicado: que yo era padre y abuelo, pero que no alcanzaba a imaginar ni por asomo lo que debían de estar pasando. Le dije que quería que supiera directamente por mí, que era el máximo responsable de la empresa, que haríamos todo lo posible por ayudarlos a superar aquello. Le di mi número de teléfono directo y le rogué que me llamara si necesitaba cualquier cosa, y luego le pregunté si había algo que pudiera hacer en ese momento.

—Prométame que la pérdida de la vida de mi hijo no habrá sido en vano —me dijo entre violentos sollozos y oí que Melissa también lloraba al fondo—. Prométame que hará todo lo que pueda para evitar que esto le pase a otro niño.

Le di mi palabra de honor. Sabía que, desde el punto de vista jurídico, tendría que andarme con mucho cuidado con lo que decía, que tenía que haber sopesado si de mis palabras podía deducirse en cierto modo un reconocimiento de negligencia. Cuando trabajas en una estructura empresarial durante tanto tiempo, te enseñan a responder en la jerga jurídico-empresarial, pero en esos momentos todo aquello no me importaba en nada. Le reiteré a Jay que me llamara si necesitaban algo y luego colgamos y me quedé sentado y temblando en el borde de la cama. Había llorado tanto que se me habían salido las lentes de contacto y las estaba buscando a tientas cuando Willow entró en la habitación.

—Acabo de hablar con los padres —dije. No sabía cómo explicar lo que sentía.

Willow se me acercó y me abrazó. Me preguntó si podía hacer algo.

—Tengo que seguir adelante, nada más —respondí. Pero me sentía vacío: la adrenalina que me había impulsado durante las dos últimas semanas, todo lo que este proyecto significaba para mí y la emoción que había sentido al compartirlo, se había agotado.

Al cabo de treinta minutos estaba previsto un encuentro con el viceprimer ministro de China, el embajador estadounidense en este país, el embajador chino en Estados Unidos, el secretario del Partido Comunista en Shangai y el alcalde de la ciudad para llevarlos de visita por el parque. Sin embargo, me sentía incapaz de moverme.

Al final, llamé a mi equipo y les dije que se reunieran conmigo en el vestíbulo del hotel. Sabía que, si les describía la conversación, volverían a saltárseme las lágrimas, así que fui al grano y le conté a Bob Chapek lo que le había prometido a Matt Graves. «Ahora nos ponemos a ello», dijo Bob, y envió un mensaje a su equipo en Orlando de inmediato. (El trabajo que hicieron fue impresionante. Hay cientos de lagunas y canales en los terrenos del parque, y miles de cocodrilos. En menos de veinticuatro horas, habían puesto cuerdas, vallas y carteles por todo el parque, que ocupa el doble de superficie que Manhattan.)

Salí para encontrarme con los dignatarios. Montamos en las atracciones y posamos para las fotos. Me esforcé por sonreír y seguir con el espectáculo. Fue una clara demostración de que es cierto que la fachada que ve la gente muy a menudo no se corresponde con lo que sucede de puertas adentro. Al concluir la visita, tenía previsto pronunciar un discurso ante los miles de personas reunidas en el parque y los millones que lo verían por televisión en China, para luego cortar la cinta y declarar oficialmente inaugurado Shanghai Disneyland a ojos del mundo. La llegada de Disney a la República Popular China era un acontecimiento importante. Había representantes de la prensa de todo el planeta. Los presidentes Xi y Obama habían escrito cartas que teníamos previsto leer en la inauguración. Era consciente de la trascendencia de todo eso, pero no podía dejar de pensar en la angustia de la voz de Matt Graves por teléfono.

Cuando me alejé del viceprimer ministro, el presidente del Grupo Shendi de Shangai, la empresa china con la que nos habíamos asociado

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