Los juegos del hambre 3. Sinsajo

Suzanne Collins

Fragmento

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1

 

 

 

Me miro los zapatos, veo cómo una fina capa de cenizas se deposita sobre el cuero gastado. Aquí es donde estaba la cama que compartía con mi hermana Prim. Allí estaba la mesa de la cocina. Los ladrillos de la chimenea, que se derrumbaron formando una pila achicharrada, sirven de punto de referencia para moverme por la casa. ¿Cómo si no iba a orientarme en este mar de color gris?

No queda casi nada del Distrito 12. Hace un mes, las bombas del Capitolio arrasaron las casas de los humildes mineros del carbón de la Veta, las tiendas de la ciudad e incluso el Edificio de Justicia. La única zona que se libró de la incineración fue la Aldea de los Vencedores, aunque no sé bien por qué. Quizá para que los visitantes del Capitolio que tuvieran que pasar por aquí sin más remedio contaran con un sitio agradable en el que alojarse: algún que otro periodista; un comité que evaluara las condiciones de las minas; una patrulla de agentes de la paz encargada de atrapar a los refugiados que volvieran a casa...

Pero yo soy la única que ha vuelto, y solo para una breve visita. Las autoridades del Distrito 13 estaban en contra de que lo hiciera, lo veían como una empresa costosa y sin sentido, teniendo en cuenta que en estos momentos hay unos doce aerodeslizadores sobre mí, protegiéndome, y ninguna información valiosa que obtener. Sin embargo, tenía que verlo, tanto que lo convertí en una condición indispensable para aceptar colaborar con ellos.

Finalmente, Plutarch Heavensbee, el Vigilante Jefe que había organizado a los rebeldes en el Capitolio, alzó los brazos al cielo y dijo: «Dejadla ir. Mejor perder un día que perder otro mes. Quizá un recorrido por el 12 es lo que necesita para convencerse de que estamos en el mismo bando».

El mismo bando. Noto un pinchazo en la sien izquierda y me la aprieto con la mano; es justo donde Johanna Mason me dio con el rollo de alambre. Los recuerdos giran como un torbellino mientras intento dilucidar qué es cierto y qué no. ¿Cuál ha sido la sucesión de acontecimientos que me ha llevado hasta las ruinas de mi ciudad? Es difícil porque todavía no me he recuperado de los efectos de la conmoción cerebral y mis pensamientos tienden a liarse. Además, los medicamentos que me dan para controlar el dolor y el estado de ánimo a veces me hacen ver cosas. Supongo. Aún no estoy del todo convencida de que alucinara la noche que vi el suelo de la habitación del hospital convertido en una alfombra de serpientes en movimiento.

Utilizo una técnica que me sugirió uno de los médicos: empiezo con las cosas más simples de las que estoy segura y voy avanzando hacia las más complicadas. La lista empieza a darme vueltas en la cabeza:

«Me llamo Katniss Everdeen. Tengo diecisiete años. Mi casa está en el Distrito 12. Estuve en los Juegos del Hambre. Escapé. El Capitolio me odia. A Peeta lo capturaron. Lo creen muerto. Seguramente estará muerto. Probablemente sea mejor que esté muerto...».

—Katniss. ¿Quieres que baje? —me dice mi mejor amigo, Gale, a través del intercomunicador que los rebeldes me han obligado a llevar. Está arriba, en uno de los aerodeslizadores, observándome atentamente, listo para bajar en picado si algo va mal.

Me doy cuenta de que estoy agachada con los codos sobre los muslos y la cabeza entre las manos. Debo de parecer al borde de un ataque de nervios. Eso no me vale, no cuando por fin empiezan a quitarme la medicación.

Me pongo de pie y rechazo su oferta.

—No, estoy bien.

Para dar más énfasis a la afirmación, empiezo a alejarme de mi antigua casa y me dirijo a la ciudad. Gale pidió que lo soltaran en el 12 conmigo, pero no insistió cuando me negué. Comprende que hoy no quiero a nadie a mi lado, ni siquiera a él. Algunos paseos hay que darlos solos.

El verano ha sido abrasador y más seco que la suela de un zapato. Apenas ha llovido, así que los montones de ceniza dejados por el ataque siguen prácticamente intactos. Mis pisadas los mueven de un lado a otro; no hay brisa que los desperdigue. Mantengo la mirada fija en lo que recuerdo como la carretera, ya que cuando aterricé en la Pradera no tuve cuidado y me di contra una roca. Sin embargo, no era una roca, sino una calavera. Rodó y rodó hasta quedar boca arriba, y durante un buen rato no pude evitar mirarle los dientes preguntándome de quién serían, pensando en que los míos seguramente tendrían el mismo aspecto en circunstancias similares.

Sigo la carretera por costumbre, pero resulta ser una mala elección porque está cubierta de los restos de los que intentaron huir. Algunos están incinerados por completo, aunque otros, quizá vencidos por el humo, escaparon de lo peor de las llamas y yacen en distintas fases de apestosa descomposición, carroña para animales, llenos de moscas. «Yo te maté —pienso al pasar junto a una pila—. Y a ti. Y a ti».

Porque lo hice, fue mi flecha, lanzada al punto débil del campo de fuerza que rodeaba la arena, lo que provocó esta tormenta de venganza, lo que hizo estallar el caos en Panem.

Oigo en mi cabeza lo que me dijo el presidente Snow la mañana que empezábamos la Gira de la Victoria: «Katniss Everdeen, la chica en llamas, ha encendido una chispa que, si no se apaga, podría crecer hasta convertirse en el incendio que destruya Panem». Resulta que no exageraba ni intentaba asustarme. Quizá intentara pedirme ayuda de verdad, pero yo ya había puesto en marcha algo que no podía controlar.

«Arde, sigue ardiendo», pienso, entumecida. A lo lejos, los incendios de las minas de carbón escupen humo negro, aunque no queda nadie a quien le importe. Más del noventa por ciento de la población ha muerto. Los ochocientos restantes son refugiados en el Distrito 13, lo que, por lo que a mí respecta, es como decir que hemos perdido nuestro hogar para siempre.

Sé que no debería pensarlo, sé que debería sentirme agradecida por la forma en que nos han recibido: enfermos, heridos, hambrientos y con las manos vacías. Aun así, no consigo olvidarme de que el Distrito 13 fue esencial para la destrucción del 12. Eso no me absuelve, hay culpa para dar y tomar, pero sin ellos no habría formado parte de una trama mayor para derrocar al Capitolio ni habría contado con los medios para lograrlo.

Los ciudadanos del Distrito 12 no poseían un movimiento de resistencia organizada propio, no tenían nada que ver con esto. Les tocó la mala suerte de ser mis conciudadanos. Es cierto que algunos supervivientes creen que es buena suerte librarse del Distrito 12 por fin, escapar del hambre y la opresión, de las peligrosas minas y del látigo de nuestro último jefe de los agentes de la paz, Romulus Thread. Para ellos es asombroso tener un nuevo hogar ya que, hasta hace poco, ni siquiera sabíamos que el Distrito 13 existía.

En cuanto a la huida de los supervivientes, todo el mérito es de Gale, aunque él se resista a aceptarlo. En cuanto terminó el Vasallaje de los Veinticinco (en cuanto me sacaron de la arena), cortaron la electricidad y la señal de televisión del Distrito 12, y la Veta se quedó tan silenciosa que los habitantes escuchaban los latidos del corazón del vecino. Nadie protestó ni celebró lo sucedido en el campo de batalla, pero, en cuestión de quince minutos, el cielo estaba lleno de aerodeslizadores que empezaron a soltar bombas.

Fue Gale el que pensó en la Pradera, uno de los pocos lugares sin viejas casas de madera llenas de polvo de carbón. Llevó a los que pudo hacia allí, incluidas Prim y mi madre. Formó el equipo que derribó la alambrada (que no era más que una inofensiva barrera metálica sin electricidad) y condujo a la gente al bosque. Los guió hasta el único lugar que se le ocurrió, el lago que mi padre me enseñó de pequeña, y desde allí contemplaron cómo las llamas lejanas se comían todo lo que conocían en este mundo.

Al alba, los bomberos se habían ido, los incendios morían y los últimos rezagados se agrupaban. Prim y mi madre habían montado una zona médica para los heridos e intentaban tratarlos con lo que encontraban por el bosque. Gale tenía dos juegos de arco y flechas, un cuchillo de cazar, una red de pescar y más de ochocientas personas aterradas que alimentar. Con la ayuda de los más sanos, se apañaron durante tres días. Entonces los sorprendió la llegada del aerodeslizador que los evacuó al Distrito 13, donde había alojamientos limpios y blancos de sobra para todos, mucha ropa y tres comidas al día. Los alojamientos tenían la desventaja de estar bajo tierra, la ropa era idéntica y la comida relativamente insípida, pero para los refugiados del 12 eran detalles menores. Estaban a salvo; cuidaban de ellos; seguían vivos y los recibían con los brazos abiertos.

Aquel entusiasmo se interpretó como amabilidad, pero un hombre llamado Dalton, un refugiado del Distrito 10 que había logrado llegar al 13 a pie hacía algunos años, me contó el verdadero motivo: «Te necesitan. Me necesitan. Nos necesitan a todos. Hace un tiempo sufrieron una especie de epidemia de varicela que mató a bastantes y dejó estériles a muchos más. Ganado para cría, así es como nos ven». En el 10 trabajaba en uno de los ranchos de ganado conservando la diversidad genética de las reses con la implantación de embriones de vaca congelados. Seguramente tiene razón sobre el 13, porque no se ven muchos niños por allí, pero ¿y qué? No nos encierran en corrales, nos forman para trabajar y los niños van a la escuela. Los que tienen más de catorce años han recibido rangos militares y se dirigen a ellos respetuosamente, llamándolos «soldados». Todos los refugiados han recibido automáticamente la ciudadanía.

Sin embargo, los odio. Aunque, claro, ahora odio a casi todo el mundo. Sobre todo a mí.

La superficie que piso se vuelve más dura y, bajo la capa de cenizas, noto los adoquines de la plaza. Alrededor del perímetro hay un borde de basura donde antes estaban las tiendas. Una pila de escombros ennegrecidos ocupa el lugar del Edificio de Justicia. Me acerco al sitio donde creo que estaba la panadería de la familia de Peeta; no queda mucho, salvo el bulto fundido del horno. Los padres de Peeta, sus dos hermanos mayores..., ninguno llegó al 13. Menos de una docena de los que antes eran los más pudientes del Distrito 12 escaparon del incendio. En realidad, a Peeta no le queda nada aquí. Salvo yo...

Retrocedo para alejarme de la panadería, tropiezo con algo, pierdo el equilibrio y me encuentro sentada en un pedazo de metal calentado por el sol. Me pregunto qué sería antes, hasta que recuerdo una de las recientes renovaciones de Thread en la plaza: cepos, postes para latigazos y esto, los restos de la horca. Malo. Esto es malo. Me trae las imágenes que me atormentan, tanto despierta como dormida: Peeta torturado por el Capitolio (ahogado, quemado, lacerado, electrocutado, mutilado, golpeado) para sacarle una información sobre los rebeldes que él desconoce. Aprieto los ojos con fuerza e intento llegar a él a través de cientos de kilómetros de distancia, enviarle mis pensamientos, hacerle saber que no está solo. Pero lo está, y yo no puedo ayudarlo.

Salgo corriendo. Me alejo de la plaza y voy al único lugar que no ha destruido el fuego. Paso junto a las ruinas de la casa del alcalde, donde vivía mi amiga Madge. No sé nada de ella ni de su familia. ¿Los evacuaron al Capitolio por el cargo de su padre o los abandonaron a las llamas? Las cenizas se levantan a mi alrededor, así que me subo el borde de la camiseta para taparme la boca. No me ahoga pensar en lo que estoy respirando, sino pensar en a quién estoy respirando.

La hierba está achicharrada y la nieve gris también cayó aquí, pero las doce bellas casas de la Aldea de los Vencedores están intactas. Entro rápidamente en la casa en la que viví el año pasado, cierro la puerta de golpe y me apoyo en ella. Parece que no ha cambiado nada. Está limpia y el silencio resulta escalofriante. ¿Por qué he vuelto al 12? ¿De verdad me va a ayudar esta visita a responder a la pregunta de la que no puedo huir?

«¿Qué voy a hacer?», susurro a las paredes, porque yo no tengo ni idea.

Todos me hablan, hablan, hablan sin parar. Plutarch Heavensbee, su calculadora ayudante Fulvia Cardew, un batiburrillo de líderes de los distritos, dirigentes militares..., pero no Alma Coin, la presidenta del 13, que se limita a mirar. Tiene unos cincuenta años y un pelo gris que le cae sobre los hombros como una sábana. Su pelo me fascina por ser tan uniforme, por no tener ni un defecto, ni un mechón suelto, ni siquiera una punta rota. Tiene los ojos grises, aunque no como los de la gente de la Veta; son muy pálidos, como si les hubieran chupado casi todo el color. Son del color de la nieve sucia que estás deseando que se derrita del todo.

Lo que quieren es que asuma por completo el papel que me han diseñado: el símbolo de la revolución, el Sinsajo. No basta con todo lo que he hecho en el pasado, con desafiar al Capitolio en los Juegos y despertar a la gente. Ahora tengo que convertirme en el líder real, en la cara, en la voz, en la personificación de la revuelta. La persona con la que los distritos (la mayoría en guerra abierta contra el Capitolio) pueden contar para incendiar el camino hacia la victoria. No tendré que hacerlo sola, tienen a un equipo completo de personas para arreglarme, vestirme, escribir mis discursos y orquestar mis apariciones (como si todo eso no me sonara horriblemente familiar), y yo solo tengo que representar mi papel. A veces los escucho y a veces me limito a contemplar la línea perfecta del pelo de Coin y a intentar averiguar si es una peluca. Al final salgo de la habitación porque la cabeza me duele, porque ha llegado la hora de comer o porque, si no salgo al exterior, podría ponerme a gritar. No me molesto en decir nada, simplemente me levanto y me voy.

Ayer por la tarde, cuando cerraba la puerta para irme, oí a Coin decir: «Os dije que tendríamos que haber rescatado primero al chico». Se refería a Peeta, y no podría estar más de acuerdo con ella. Él sí que habría sido un portavoz excelente.

Y, en vez de eso, ¿a quién pescaron en la arena? A mí, que no quiero cooperar. Y a Beetee, el inventor del 3, a quien apenas veo porque lo llevaron al departamento de desarrollo armamentístico en cuanto pudo sentarse. Literalmente, empujaron su cama con ruedas hasta una zona de alto secreto y ahora solo sale de vez en cuando para comer. Es muy listo y está muy dispuesto a colaborar con la causa, pero no tiene mucha madera de instigador. Luego está Finnick Odair, el sex symbol del distrito pescador que mantuvo vivo a Peeta en la arena cuando yo no podía. A él también quieren transformarlo en un líder rebelde, aunque primero tendrán que conseguir que permanezca despierto durante más de cinco minutos. Incluso cuando está consciente, tienes que decirle las cosas tres veces para que le lleguen al cerebro. Los médicos dicen que es por la descarga eléctrica recibida en la batalla, pero yo sé que es bastante más complicado. Sé que Finnick no puede centrarse en nada de lo que sucede en el 13 porque intenta con todas sus fuerzas ver lo que sucede en el Capitolio con Annie, la chica loca de su distrito, la única persona a la que ama en este mundo.

A pesar de tener serias reservas, tuve que perdonar a Finnick por su parte en la conspiración que me trajo hasta aquí. Al menos él entiende un poco por lo que estoy pasando. Además, hace falta mucha energía para permanecer enfadada con alguien que llora tanto.

Me muevo por la planta baja con pasos de cazadora, reacia a hacer ruido. Recojo algunos recuerdos: una foto de mis padres en su boda, un lazo azul para Prim, y el libro familiar de plantas medicinales y comestibles. El libro se abre por una página con flores amarillas y lo cierro rápidamente, ya que las pintó el pincel de Peeta.

«¿Qué voy a hacer?»

¿Tiene sentido hacer algo? Mi madre, mi hermana y la familia de Gale están por fin a salvo. En cuanto al resto del 12, o están muertos, lo que es irreversible, o protegidos en el 13. Eso deja a los rebeldes de los distritos. Obviamente, odio al Capitolio, pero no creo que convertirme en el Sinsajo beneficie a los que intentan derribarlo. ¿Cómo voy a ayudar a los distritos si cada vez que me muevo consigo que alguien sufra o muera? El hombre al que dispararon en el Distrito 11 por silbar; las repercusiones en el 12 cuando intervine para que no azotaran a Gale; mi estilista, Cinna, al que sacaron a rastras, ensangrentado e inconsciente, de la sala de lanzamiento antes de los Juegos. Las fuentes de Plutarch creen que lo mataron durante el interrogatorio. El inteligente, enigmático y encantador Cinna está muerto por mi culpa. Aparto la idea porque es demasiado dolorosa para detenerse en ella sin perder mi ya de por sí frágil control de la situación.

«¿Qué voy a hacer?»

Convertirme en el Sinsajo... ¿Supondría más cosas buenas que malas? ¿En quién puedo confiar para que me ayude a responder a esa pregunta? Sin duda, no en la gente del 13. Lo juro, ahora que mi familia y la de Gale están a salvo, no me importaría huir. Sin embargo, me queda un trabajo inacabado: Peeta. Si supiera con certeza que está muerto, desaparecería en el bosque sin mirar atrás. Sin embargo, hasta que lo haga, estoy bloqueada.

Me vuelvo al oír un bufido. En la entrada de la cocina, con el lomo arqueado y las orejas aplastadas, se encuentra el gato más feo del mundo.

—Buttercup.

Miles de personas muertas, pero él ha sobrevivido e incluso parece bien alimentado. ¿De qué? Puede entrar y salir de la casa por una ventana que siempre dejamos entornada en la despensa. Habrá estado comiendo ratones de campo; me niego a considerar la alternativa.

Me agacho y le ofrezco una mano.

—Ven aquí, chico.

No es probable, está furioso por su abandono. Además, no le ofrezco comida, y mi habilidad para proporcionarle sobras siempre ha sido lo único que me daba puntos ante él. Durante un tiempo, cuando los dos nos encontrábamos en la vieja casa porque a ninguno nos gustaba la nueva, creí que nos habíamos unido un poquito. Está claro que se acabó el vínculo. Se limita a parpadear, cerrando sus desagradables ojos amarillos.

—¿Quieres ver a Prim? —le pregunto.

El sonido le llama la atención, ya que es la única palabra que significa algo para él aparte de su propio nombre. Deja escapar un maullido oxidado y se acerca, así que lo recojo del suelo, lo acaricio, me acerco al armario, saco la bolsa de caza y lo meto dentro sin más ni más. No tengo otra forma de transportarlo en el aerodeslizador, y mi hermana le tiene muchísimo aprecio al bicho. Por desgracia, su cabra, Lady, un animal que sí que valía algo, no ha aparecido.

Oigo en el intercomunicador a Gale diciéndome que tenemos que volver, pero la bolsa de caza me ha recordado otra cosa que quería recuperar. La cuelgo en el respaldo de una silla y subo corriendo las escaleras en dirección a mi dormitorio. Dentro del armario está la chaqueta de cazador de mi padre. Antes del Vasallaje la traje aquí desde la casa vieja pensando que su presencia consolaría a mi madre y a mi hermana cuando muriese. Si no la hubiera traído, habría acabado convertida en cenizas.

El suave cuero me reconforta y, durante un instante, me calman los recuerdos de las horas pasadas bajo ella. Entonces, sin razón aparente, empiezan a sudarme las manos y una extraña sensación me sube por la nuca. Me vuelvo para observar el cuarto, pero está vacío; todo está en su sitio, no se oye nada alarmante. ¿Qué es, entonces?

Me pica la nariz. Es el olor: empalagoso y artificial. Una mancha blanca asoma del jarrón lleno de flores secas que hay sobre mi cómoda. Me acerco con precaución y allí, apenas visible entre sus protegidas primas, hay una rosa blanca recién cortada. Perfecta hasta la última espina y el último pétalo de seda.

Y sé al instante quién me la ha enviado.

El presidente Snow.

Cuando empiezo a sentir arcadas por el hedor, retrocedo y me largo. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Un día? ¿Una hora? Los rebeldes revisaron la Aldea de los Vencedores antes de que me permitieran venir; buscaban explosivos, micrófonos o cualquier cosa extraña, pero quizá la rosa no les pareció digna de mención. A mí sí.

Bajo las escaleras y cojo la bolsa de la silla dejando que rebote en el suelo, hasta que recuerdo que está ocupada. Una vez en la entrada hago señales como loca al aerodeslizador, mientras Buttercup se retuerce en su encierro. Le doy un codazo, cosa que no sirve más que para enfurecerlo. El vehículo se materializa sobre mí y deja caer una escalera. Me subo a ella y la corriente me paraliza hasta que llego a bordo.

Gale me ayuda a bajar de la escalera.

—¿Estás bien?

—Sí —respondo, y me limpio el sudor de la cara con la manga.

Quiero gritar que Snow me ha dejado una rosa, pero no estoy segura de que sea buena idea compartir la información con alguien como Plutarch delante. En primer lugar, porque me haría sonar como una loca, como si me lo hubiera imaginado, lo cual es posible, o como si reaccionara exageradamente, lo que me supondría un billete de vuelta a la tierra farmacéutica de los sueños de la que estoy intentando salir. Nadie lo entenderá del todo, no entenderán que no es solo una flor, ni siquiera una flor del presidente Snow, sino una promesa de venganza; no había nadie en el estudio con nosotros cuando me amenazó antes de la Gira de la Victoria.

Esa rosa blanca como la nieve colocada en mi cómoda es un mensaje personal para mí. Significa que tenemos un asunto inacabado. Susurra: «Puedo encontrarte, puedo llegar hasta ti, quizá te esté observando en estos precisos instantes».

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2

 

 

 

¿Habrá alguna aeronave del Capitolio viniendo derecha hacia nosotros para borrarnos del mapa? No dejo de buscar indicios de un ataque durante el viaje sobre el Distrito 12, pero nadie nos persigue. Al cabo de varios minutos, cuando oigo un intercambio entre Plutarch y el piloto que confirma que el espacio aéreo está vacío, empiezo a relajarme un poco.

Gale señala con la cabeza la bolsa de caza, de la que salen aullidos.

—Ya sé por qué querías venir.

—Tenía que hacerlo, por poco probable que fuera recuperarlo —respondo. Suelto la bolsa en un asiento, donde la odiosa criatura empieza a emitir un gruñido ronco y amenazador—. Ay, cállate ya —le digo a la bolsa, y me dejo caer en el asiento acolchado de la ventanilla que está frente al gato.

Gale se sienta a mi lado.

—¿Ha sido muy malo?

—No podría ser mucho peor —contesto.

Lo miro a los ojos y veo mi propia pena reflejada en los suyos. Nos damos la mano para agarrarnos con fuerza a una parte del 12 que Snow no ha logrado destruir. Guardamos silencio durante el resto del viaje al 13, que solo dura unos cuarenta y cinco minutos, una simple semana a pie. Resulta que Bonnie y Twill, las refugiadas del Distrito 8 con las que me encontré en el bosque el verano pasado, no estaban tan lejos de su destino. Sin embargo, parece que no lo consiguieron. Cuando pregunté por ellas en el 13, nadie sabía de quién hablaba. Supongo que murieron en el bosque.

Desde el aire, el 13 parece tan alegre como el 12: las ruinas no echan humo, como el Capitolio nos muestra en la televisión, pero apenas queda vida sobre la superficie. En los setenta y cinco años transcurridos desde los Días Oscuros (cuando se suponía que el 13 había quedado destruido en la guerra entre el Capitolio y los distritos), casi todas las nuevas construcciones se han hecho bajo tierra. Ya había unas instalaciones subterráneas bastante grandes allí, desarrolladas a lo largo de los siglos como refugio clandestino de líderes gubernamentales en caso de guerra o como último recurso para la humanidad si la vida se volvía imposible en la superficie. Lo más importante para la gente del 13 es que se trataba del centro del programa de desarrollo de armas nucleares del Capitolio. Durante los Días Oscuros, los rebeldes del 13 lograron hacerse con el control del lugar, apuntaron con los misiles al Capitolio e hicieron un trato: se harían los muertos a cambio de que los dejaran en paz. El Capitolio tenía otro arsenal nuclear en el oeste, pero no podía atacar al 13 sin sufrir su venganza, así que se vio obligado a aceptar el trato. El Capitolio demolió los restos visibles del distrito y cortó todos los accesos desde el exterior. Quizá los líderes del Gobierno pensaron que, sin ayuda, el 13 moriría solo. Estuvo a punto de hacerlo unas cuantas veces, pero logró salir adelante gracias a un estricto racionamiento de recursos, una disciplina agotadora y una vigilancia continua ante posibles ataques del exterior.

Ahora los ciudadanos viven bajo tierra casi todo el tiempo. Puedes salir a hacer ejercicio y tomar el sol a unas horas muy concretas de tu horario. No puedes saltarte tu horario. Cada mañana se supone que tienes que meter el brazo derecho en un cacharro de la pared que te tatúa en la parte interior del antebrazo cuál será tu programa para el día. La tinta de color morado enfermizo dicta: «7:00 - Desayuno. 7:30 - Trabajo en la cocina. 8:30 - Centro educativo, aula 17». Etcétera, etcétera. La tinta es indeleble hasta las «22:00 - Aseo». Entonces pierde su cualidad impermeable y puedes quitártela con agua. Las luces se apagan a las 22:30, lo que indica que ha llegado la hora de dormir para todos los que no estén en el turno de noche.

Al principio, cuando estaba enferma en el hospital, podía evitar la impresión del horario. Sin embargo, en cuanto me trasladé al compartimento 307 con mi madre y mi hermana, se suponía que tenía que cumplir el programa. Salvo para ir a comer, hago caso omiso de lo que pone en mi brazo. Me limito a volver al compartimento, a vagar por el 13 o a dormirme en cualquier escondrijo: un conducto de ventilación abandonado, detrás de las tuberías del agua de la lavandería... Hay un armario en el Centro Educativo que me viene genial porque, al parecer, nunca necesitan reponer material para las clases. Aquí son tan frugales con las cosas que desperdiciar algo es casi un delito. Por suerte, los habitantes del Distrito 12 nunca hemos sido muy derrochadores, pero una vez vi a Fulvia Cardew arrugar un trozo de papel en el que solo había escrito un par de palabras, y la miraron de tal forma que era como si hubiera asesinado a alguien. Se le puso la cara roja como un tomate, lo que hizo que las flores plateadas grabadas en sus rollizas mejillas se notaran todavía más: era la imagen misma del exceso. Uno de mis escasos placeres en el 13 es observar al grupito de mimados «rebeldes» del Capitolio que intentan adaptarse.

No sé durante cuánto tiempo podré seguir despreciando la precisión horaria exigida por mis anfitriones. En estos momentos me dejan en paz porque me han clasificado como mentalmente desorientada (lo dice en mi pulsera médica de plástico) y todos tienen que tolerar mis incoherencias. Sé que no durará para siempre, igual que tampoco puede durar su paciencia con el tema del Sinsajo.

Desde la pista de aterrizaje, Gale y yo bajamos unas escaleras que llevan al compartimento 307. Aunque podríamos usar el ascensor, me recuerda demasiado al que me llevaba a la arena. Me está costando mucho acostumbrarme a pasar tanto tiempo bajo tierra. Sin embargo, después del surrealista encuentro con la rosa, es la primera vez que este descenso me hace sentir más segura.

Vacilo ante la puerta marcada con el número 307, temiendo las preguntas de mi familia.

—¿Qué les voy a contar sobre el Distrito 12? —le pregunto a Gale.

—Dudo que te pidan detalles. Ellas lo vieron arder, así que estarán más preocupadas por cómo lo lleves tú —me responde, tocándome la mejilla—. Igual que me pasa a mí.

Aprieto la mejilla contra su mano durante un segundo.

—Sobreviviré.

Después respiro hondo y abro la puerta. Mi madre y mi hermana están en casa para «18:00 - Reflexión», una media hora de descanso antes de la cena. Noto que están preocupadas e intentan calcular mi estado emocional. Antes de que nadie pregunte nada, vacío la bolsa de caza y la hora se convierte en «18:00 - Adoración del gato». Prim, llorando, se sienta en el suelo y mece al odioso Buttercup, que solo interrumpe su ronroneo de vez en cuando para bufarme. Me lanza una mirada especialmente petulante cuando mi hermana le ata el lazo azul al cuello.

Mi madre abraza con fuerza la foto de boda y después la coloca, junto con el libro de plantas, en la cómoda proporcionada por el Gobierno. Cuelgo la chaqueta de mi padre en el respaldo de una silla y, por un momento, es como estar en casa, así que supongo que el viaje al Distrito 12 no ha sido una completa pérdida de tiempo.

Cuando salimos hacia el comedor para «18:30 - Cena», el brazalector de Gale empieza a pitar. Tiene aspecto de reloj o brazalete grande, pero recibe mensajes escritos; tener un brazalector es un privilegio especial que se reserva a los más importantes para la causa, un estatus que Gale logró por su rescate de los ciudadanos del 12.

—Nos necesitan a los dos en la sala de mando —dice.

Avanzo unos cuantos pasos por detrás de él e intento prepararme antes de sumergirme en lo que seguro será otra implacable sesión sinsajística. Me rezago en la puerta de la sala de mando, una habitación de alta tecnología mezcla de sala de reuniones y sala de guerra, equipada con paredes que hablan, mapas electrónicos que muestran los movimientos de la tropa en distintos distritos y una gigantesca mesa rectangular con cuadros de control que no debo tocar. Sin embargo, nadie nota mi presencia, están todos reunidos en torno a una pantalla de televisión situada en el otro extremo de la sala, en la que se ven veinticuatro horas al día las retransmisiones del Capitolio. Justo cuando estoy pensando en escabullirme, Plutarch, cuyo amplio cuerpo tapaba el televisor, me ve y me hace gestos urgentes para que me acerque. Lo hago a regañadientes, intentando imaginar por qué me iba a interesar a mí, ya que siempre es lo mismo: grabaciones de batallas, propaganda, repeticiones del bombardeo del Distrito 12 o un siniestro mensaje del presidente Snow. Así que me resulta casi divertido ver a Caesar Flickerman, el eterno presentador de los Juegos del Hambre, con su cara pintada y su traje chispeante, preparándose para hacer una entrevista..., hasta que la cámara se retira y veo que su invitado es Peeta.

Dejo escapar un sonido, la misma combinación de grito ahogado y gruñido que se produce cuando te sumerges en el agua y te falta tanto el oxígeno que duele. Aparto a la gente a empujones y me pongo delante de él, con la mano sobre la pantalla. Busco en sus ojos algún rastro de dolor, cualquier señal de tortura, pero no hay nada. Peeta parece sano hasta el punto de resultar robusto; le brilla la piel, que no tiene defecto alguno, como cuando te arreglan de pies a cabeza. Su gesto es sereno, serio. No logro conciliar esta imagen con la del chico machacado y ensangrentado que atormenta mis sueños.

Caesar se acomoda en el sillón que hay frente a Peeta y lo mira durante un buen rato.

—Bueno..., Peeta..., bienvenido de nuevo.

—Imagino que no pensabas volver a entrevistarme, Caesar —responde Peeta, sonriendo un poco.

—Confieso que no. La noche antes del Vasallaje de los Veinticinco... Bueno, ¿quién iba a pensar que volveríamos a verte?

—No formaba parte de mi plan, eso te lo aseguro —dice Peeta, frunciendo el ceño.

—Creo que a todos nos quedó claro cuál era tu plan —afirma Caesar, acercándose un poco a él—: sacrificarte en la arena para que Katniss Everdeen y tu hijo pudieran vivir.

—Exacto, simple y llanamente. —Peeta recorre con los dedos el diseño de la tapicería del brazo del sillón—. Pero había más gente con planes.

«Sí, otra gente con planes», pienso. ¿Habría averiguado Peeta que los rebeldes nos usaron como marionetas? ¿Que mi rescate se organizó desde el principio? ¿Y, finalmente, que nuestro mentor, Haymitch Abernathy, nos traicionó a los dos en favor de una causa por la que fingía no sentir interés?

En aquel momento de silencio noto las arrugas que se han formado entre las cejas de Peeta: o lo ha averiguado o se lo han dicho. Sin embargo, el Capitolio ni lo ha asesinado ni lo ha castigado. Por el momento, eso supera mis más locas esperanzas, así que me alimento de su buen aspecto, de su salud física y mental, que me corre por las venas como la morflina que me dan en el hospital para mitigar el dolor de las últimas semanas.

—¿Por qué no nos hablas de la última noche en la arena? —sugiere Caesar—. Ayúdanos a aclarar un par de cosas.

Peeta asiente, pero se toma su tiempo para contestar.

—Aquella última noche... Hablarte sobre esa última noche..., bueno, primero tienes que imaginar cómo era estar en la arena. Era como ser un insecto atrapado bajo un cuenco lleno de aire hirviendo. Y jungla por todas partes, jungla verde, viva y en movimiento. Un reloj gigantesco va marcando lo que te queda de vida. Cada hora significa un nuevo horror. Tienes que imaginar que en los últimos dos días han muerto dieciséis personas, algunas de ellas defendiéndote. Al ritmo que van las cosas, los últimos ocho estarán muertos cuando salga el sol. Salvo uno, el vencedor. Y tu plan es procurar no ser tú.

Empiezo a sudar al recordarlo; aparto la mano de la pantalla y la dejo caer muerta junto al costado. Peeta no necesita pincel para pintar imágenes de los Juegos. Sabe trabajar igual de bien con las palabras.

—Una vez en la arena, el resto del mundo se vuelve muy lejano —sigue diciendo—. Todas las personas y cosas que amas o te importan casi dejan de existir. El cielo rosa, los monstruos de la jungla y los tributos que quieren tu sangre se convierten en tu realidad, en la única que importa. Por muy mal que eso te haga sentir, vas a matar a otros seres humanos, porque en la arena solo se te permite un deseo, y es un deseo

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