1
El día en que llegó el zapador, yo estaba mirando las estrellas.
Ni siquiera después de tantos meses me había acostumbrado a vivir en el cielo. Había pasado la infancia bajo tierra, en una caverna tan profunda que llegar a la superficie podía costar horas enteras. Allí me había sentido a salvo, enterrada bajo kilómetros de roca, con otras cavernas escudándonos por encima de la que era mi hogar, allá abajo, donde nada podía alcanzarnos.
La gente me llama FM, pero mis padres me pusieron el nombre de Freya en honor a la diosa guerrera de nuestro antiguo acervo. Yo nunca fui una gran guerrera. La gente se esperaba que hiciera el examen de piloto y confiaba en que me graduara, pero después de hacerlo sorprendí a todo el mundo con mi decisión de seguir volando. Siendo piloto de pleno derecho, podría haberme dedicado a cualquier trabajo que quisiera en la seguridad de las cavernas. Sin embargo, había escogido mudarme desde la superficie del planeta, abierta y extraña y expuesta, a una de las enormes plataformas que orbitaban en torno a él, escudando Detritus del exterior. A mi padre le había dado por decir que me había enamorado del cielo, pero era justo lo contrario: el cielo me aterrorizaba. Era tan amplio e inmenso que me daba miedo caer a él y que se me tragara.
Por encima de mí, las otras plataformas que dominaban el firmamento se entrecruzaron de nuevo, impidiéndome ver la eterna negrura salpicada de aquellas extrañas estrellas blancas, de las que antes de alistarme en la Fuerza de Defensa Desafiante solo había oído hablar. Sonó una alarma, un pitido en mi radio indicando que mi escuadrón tenía programado un despegue inmediato. Era normal que convocaran a los escuadrones al azar y, de hecho, llevaba respondiendo a sirenas sin previo aviso desde mi primer día como cadete.
Pero ese día faltaba la mitad de mi escuadrón. Los demás habíamos supuesto que su ausencia nos concedería un tiempo de permiso extraoficial, que mientras nuestro jefe de escuadrón, Jorgen, estuviera en el planeta, seríamos los últimos a quienes llamarían.
Al parecer nos equivocábamos. Cuando llegué al hangar, comprendí el motivo al instante. No solo habían convocado a nuestro escuadrón. Todos los cazas estaban preparados y el equipo de mantenimiento hacía a toda prisa las últimas comprobaciones mientras los pilotos corrían hacia sus naves y saltaban a sus cabinas.
Busqué a mis compañeros. Sin jefe de escuadrón, no podíamos despegar hasta saber quién estaba al mando. En esos momentos solo había otros cuatro miembros de mi escuadrón residiendo en la Plataforma Primaria: Kimmalyn, que formaba parte de mi equipo original, y nuestras tres incorporaciones más recientes, Sadie, Tenderete y Gatero. Nedd y Arturo habían bajado al planeta con Jorgen, así que lo más probable era que nos pusieran al mando a Kimmalyn o a mí, pero yo no quería ser jefa y sabía que Kimmalyn tampoco.
Aún no veía a nadie del Escuadrón Cielo, pero mi amiga Lagartija del Escuadrón Pesadilla estaba haciéndome señas desde su cabina abierta. Lagartija tenía unos brillantes ojos azules y pelo negro que le llegaba a la cintura. Yo no sabía cómo podía llevarlo tan largo, porque el mío ya empezaba a molestarme si me lo dejaba hasta los hombros. El verdadero nombre de Lagartija era Leiko, pero le pasaba como a mí y casi todos la llamaban por su identificador de vuelo.
—¡FM! —exclamó Lagartija—. Van a combinar vuestro escuadrón con el nuestro. Napia dice que os llamemos cuando vayáis llegando y que configuréis la radio en nuestro canal.
Gracias a las estrellas. Habría seguido a cualquier líder de escuadrón, por supuesto, pero ya había volado antes a las órdenes de Napia y me llevaba bien con muchos miembros del Escuadrón Pesadilla. Lagartija era más o menos de mi edad; había entrenado como cadete en la promoción anterior a la mía. Los pilotos de segundo año tendían a meterse con los más novatos, pero el Escuadrón Cielo se había hecho más o menos legendario gracias a nuestra compañera Peonza, lo cual nos había ganado un respeto con el que la mayoría de los pilotos recién graduados solo podían soñar.
—¿Sabes qué pasa? —pregunté a Lagartija.
—Ni idea —dijo ella—, pero Napia ya ha despegado. Más vale que vayamos saliendo.
—Gracias, Lagartija.
Corrí hacia mi caza y de camino vi que Kimmalyn ya estaba en su cabina. En el momento en que entré en la mía, encontré una luz intermitente y activé su canal privado en el comunicador.
—FM —dijo Kimmalyn mientras yo ponía a punto mi caza—. ¿Sabes qué está pasando?
—No —respondí—. ¿Será alguna clase de ataque?
Era frecuente que tuviéramos que ocuparnos de pequeños grupos de cazas krells, aunque solo un ataque verdaderamente masivo justificaría convocarnos a todos a la vez.
—Yo tampoco lo sé —dijo Kimmalyn—. Pero acabo de ver a Peonza. Ha vuelto.
Parpadeé sorprendida y las manos se me quedaron quietas sobre los controles. Spensa había logrado usar sus extraños poderes psíquicos para salir de nuestro pequeño planeta condenado y marcharse a una enloquecida misión de espionaje, intentando robar al enemigo la tecnología de los hipermotores. Hasta que tuviéramos esa tecnología, estábamos varados allí, como peces en una cuba de crecimiento esperando a que los arponearan. Peonza llevaba semanas fuera y yo sabía que Jorgen y el almirante Cobb estaban preocupados por si no regresaba nunca.
—¿Nos ha traído un hipermotor? —pregunté.
—No lo sé —respondió Kimmalyn—. Pero dudo mucho que esta llamada sea una coincidencia. Me imagino que lo que ha traído son problemas. Como dice siempre la Santa, los problemas se siguen entre ellos.
Supuse que Kimmalyn estaba en lo cierto. Por mucho que me alegrara de que Spensa hubiera vuelto, no creía que fuese buena señal para ninguno de nosotros. Cuando sucedía un desastre, lo normal era que Peonza estuviera allí, justo en el centro. No era que los provocara ella necesariamente, pero sí que parecían seguirla de un lado a otro.
Activé mi anillo de pendiente y me propulsé fuera del hangar para unirme a la multitud de naves que ya estaban en el aire. Nuestra base flotaba muy alta por encima del planeta, formando parte de las gigantescas capas de plataformas y escombros que impedían casi por completo ver el cielo desde la superficie.
Tirda, qué montón de naves había allí arriba. Fuera cual fuese el problema que había seguido a Peonza hasta casa, el almirante Cobb no estaba reparando en efectivos para detenerlo. Si ese era el día que la Supremacía había escogido para destruirnos, íbamos a tener que enseñarles lo peligrosos que éramos.
Cambié al canal de comunicación del Escuadrón Pesadilla y Kimmalyn y yo volamos hasta las coordenadas que nos proporcionó Napia, en un hueco entre algunas plataformas próximas. Casi todos los miembros restantes del Escuadrón Cielo ya estaban allí, entre ellos Tenderete y Gatero, unos tíos muy majos con los que era divertidísimo pasar el rato, pero que tenían ciertas carencias en lo relativo al sentido común. También estaba Sadie, que había sido mi compañera de ala desde que Peonza se marchara unas semanas antes.
—Bienvenidos al Escuadrón Pesadilla —nos saludó Napia a los cinco—. Rara, hoy serás la compañera de ala de Sushi.
—Entendido —dijo Kimmalyn.
—Ya estamos todos —dijo Napia—. Seguiremos nuestro rumbo de navegación hasta fuera de las plataformas y atajaremos hacia el flanco derecho del campo de batalla. Pasemos lista.
Uno tras otro, los miembros del Escuadrón Pesadilla intervinieron dando sus números de nave y sus identificadores. En el Escuadrón Cielo habíamos cambiado de números varias veces. En esos momentos yo era Cielo Cinco, y los miembros de mi escuadrón informamos en orden de nuestras designaciones después de que terminara el Escuadrón Pesadilla.
Volamos a Mag 3 en formación de línea a popa, serpenteando entre las capas de plataformas, y entonces Napia nos marcó una ruta hacia el extremo opuesto del campo de batalla. Relajamos la formación y seguimos adelante volando en una amplia uve, alejándonos de las plataformas de armamento autónomo que orbitaban Detritus y luego cruzando la línea de curvatura del planeta hacia las naves que llegaban.
Mientras lo hacíamos vi los dos acorazados que llevaban una semana vigilándonos desde la negrura del espacio, unas gigantescas monstruosidades que no se parecían en nada a nuestros elegantes cazas, y que sin duda no estaban pensadas para lidiar con la atmósfera y la resistencia del aire. En Detritus no teníamos nada como aquello. Nuestras naves de transporte más grandes no podían llevar más que unas pocas decenas de pasajeros.
Más allá de los acorazados empecé a distinguir otra nave larga y rectangular, recién llegada. Costaba ver nada contra el fondo negro, pero también había otras naves más pequeñas allí fuera, congregadas en grupo. Seguro que estarían aproximándose a nosotros a alta velocidad, pero era difícil saberlo desde tan lejos, incluso con la ayuda de mis monitores.
—Nuestras órdenes son entrar por el flanco derecho y entablar combate con el enemigo —dijo Napia—. Están desplegando muchos drones, pero también cincuenta naves pilotadas.
¿Cincuenta? Estábamos acostumbrados a combatir contra grandes contingentes de drones acompañados de unos pocos ases enemigos, pero no contra cincuenta naves pilotadas.
—El Mando de Vuelo afirma tener información de que las naves pilotadas no son ases enemigos —prosiguió Napia—. Pero también dice que no sabe nada más de ellas, así que debemos llamar su atención y apartar a todas las que podamos de la Plataforma Primaria.
Había otros escuadrones congregados justo fuera del alcance de las baterías armamentísticas, esperando órdenes. Nuestro primer contacto iba a ser un experimento, entonces. Si el Mando de Vuelo no sabía qué eran esas naves, tendría que estudiar su comportamiento antes de comprometer sus fuerzas al completo. Tenía sentido desde el punto de vista estratégico.
Pero protagonizar el experimento era mucho menos tranquilizador. La caverna en la que había crecido albergaba unas instalaciones de investigación que experimentaban con todo, desde nuevas composiciones para la pasta de dientes hasta los efectos de productos químicos tóxicos. Algunos amigos míos de los Disputadores hablaban de hacer una incursión allí algún día y liberar a todas las ratas del laboratorio, cuyas vidas eran tristes y a menudo cortas. Una vez vi una que había escapado. Se había arrancado a mordiscos casi todo el pelo de las patas traseras, que tenía cubiertas de forúnculos por culpa de alguna reacción química. Esperé que no fuese por la pasta de dientes.
A veces me sentía identificada con esas ratas.
Mientras volábamos sobre las plataformas, mi compañera de ala, Sadie, llamó por un canal privado.
—¿A qué se refiere Napia con que no sabemos qué son esas cosas? —preguntó—. ¿Cómo están seguros de que no son ases, entonces?
—No lo sé —respondí—, pero creo que seremos de las primeras en averiguarlo.
El canal de Sadie quedó en silencio, pero al cabo de un momento su luz se encendió de nuevo.
—Ojalá estuvieran aquí los demás.
—Al decir «los demás», te refieres a Peonza —afirmé. Procuraba no pincharla demasiado por la evidente adoración que profesaba a Spensa, pero el resto, Nedd sobre todo, se esforzaba menos.
—¡Es que es una piloto increíble! ¿No crees que tendríamos más posibilidades si estuviera aquí?
—Rara dice que ha visto a Peonza justo antes de que nos llamaran. Así que me imagino que está por aquí.
Pero no volaba con nosotros. ¿Qué significaría eso?
—¿Ah, sí? —dijo Sadie—. Eso mejora nuestras probabilidades, ¿verdad?
Sadie había combatido con nosotros algunas veces, pero en los últimos tiempos cada vez había menos ataques de los krells, sobre todo desde que habían llegado los acorazados.
—Supongo —dije—. Pero nuestras probabilidades mejorarán mucho más si no pensamos en ellas y nos fijamos en lo que tenemos delante.
—Es verdad —repuso Sadie—. Concentrémonos. Es lo que haría Peonza.
—También gritaría cosas muy descriptivas y violentas a los enemigos. A lo mejor podrías probar tú también.
—¡Sí que es verdad! Acabaré con vosotras, malvadas... naves... espaciales... ¡de maldad! ¡Ojalá tengáis todas unas muertes dolorosas y ardientes! ¿Cómo ha estado?
—Desde luego, extraordinario ha sido —dije—. ¿Te ha hecho sentir mejor?
—Un poco. Creo que me falta práctica. ¡Que explotéis todas en enormes y ardientes explosiones, naves entrantes no-ases de lo que sea!
—Esto... ¿Centinela? Es mejor que practiques tú sola y compartas solo las mejores amenazas, ¿vale?
—Ah, bien —dijo Sadie—. Claro.
La radio quedó en silencio, dejándome sola con mis pensamientos. Lo que había dicho a Sadie sobre concentrarse era cierto, pero siempre se me había dado mejor repartir consejos que seguirlos.
—Escuadrón, ¿estáis listos? —preguntó Napia.
—Cielo Cinco, preparada —respondí.
Escuché las demás voces haciendo lo mismo por la radio. Éramos más cazas de lo normal, pero aun así se me hacía raro que no estuvieran Jorgen, Nedd y Arturo. No creía que ninguno de nosotros, con la posible excepción de Tenderete, fuese tan tonto como para tragarse la excusa oficial que nos habían dado por su ausencia. No se enviaba de permiso al jefe de escuadrón y a sus dos asistentes al mismo tiempo a menos que hubiera un muy buen motivo.
Mientras nos acercábamos al lado derecho de las formaciones enemigas, varias naves se separaron y vinieron derechas hacia nosotros.
—Centinela, FM —dijo Napia por el canal general—, situaos en punta, entablad combate y luego pasad a maniobras evasivas. Tenderete, Gatero, seguidlas. A ver si podéis hacer que piquen.
Sadie y yo abandonamos la formación y nos lanzamos hacia el enemigo sobrecargando propulsores. Al instante cuatro naves empezaron a perseguirnos por la cara exterior de las plataformas que rodeaban el planeta.
Iniciamos maniobras evasivas, volando en zigzag para que las naves de detrás no tuvieran un disparo limpio con sus destructores. Comprobé mis sensores de proximidad. De los cuatro cazas que nos seguían, dos eran drones y dos naves pilotadas, las que acostumbrábamos a asumir que eran ases enemigos.
—FM y Centinela, mantened rumbo —dijo Napia—. Rara, acaba con ellas.
—¡Sí, señora! —respondió Kimmalyn, y a los pocos segundos la nave que me seguía más de cerca recibió un impacto y viró para evitar sus otros disparos.
—Estamos a punto de pasar por una plataforma de armamento —dije por el canal privado a Sadie—. A ver si le conseguimos un poco de apoyo automático a Rara.
—Te cubro —respondió ella.
Se situó en posición, más alejada del planeta que yo, elevándose sobre las numerosas plataformas y pedazos de escombros que cubrían Detritus como un cascarón suelto y fragmentado. Seguí trazando un rumbo errático, esquivando ráfagas de fuego de destructor. Cada vez que me escoraba hacia el planeta me internaba un poco más hacia la plataforma armamentística, usando las lecturas del panel de mandos para saber qué distancia me separaba de ella. La mayoría de esas plataformas eran autónomas y nos dispararían a nosotros igual que al enemigo. Nuestro Cuerpo de Ingeniería aún no había conseguido acceder a sus sistemas para ponerlas bajo nuestro control. Las naves enemigas, tanto los drones como los cazas pilotados, sabían que debían evitar las baterías de armamento, pero a veces, si podíamos hacer que se obsesionaran lo suficiente con una persecución, era posible que...
«Ahí».
Una de las naves que llevaba a cola se escoró demasiado a la derecha, la batería de armamento disparó desde la plataforma y el caza desapareció de mis sensores con un silencioso estallido. Kimmalyn disparó al otro dron mientras Sadie acosaba a la última nave con una hábil sucesión de maniobras que terminó situándola delante de mí. La ensarté con mi lanza de luz y me dejé catapultar a su alrededor, empleando el impulso para enviarla dentro del alcance de las torretas automáticas. La plataforma abrió fuego y la nave explotó en pedazos cuando sus tanques de aire se incendiaron con un llameante fulgor.
—Buen trabajo —dijo Sadie.
Estaba bastante segura de que había sido un trabajo pasable como mucho, pero no iba a decírselo, no en plena batalla. Podría tomárselo como una ofensa, y Sadie necesitaba mantener la moral alta.
—Gracias —respondí—. Tú también.
—Lo has hecho tú casi todo.
Sadie era mejor piloto de lo que creía, pero tampoco íbamos a mantener esa conversación en plena batalla.
Hicimos un viraje cerrado y aceleramos de vuelta a nuestro escuadrón y el flanco derecho de la batalla. Ya había otros escuadrones enfrentándose a los cazas enemigos y, por lo que veía, la batalla estaba yendo bien. Si aquello era lo mejor que tenía la Supremacía para enviar contra nosotros, quizá sí tuviéramos una oportunidad, al fin y al cabo.
Sadie y yo volamos hacia Napia y su compañero de ala y ayudamos a quitarles de encima un par de naves que llevaban a cola. Sadie ascendió cerca de un caza enemigo y activó su PMI para anular su escudo antes de apartarse hacia el borde de la batalla mientras yo seguía adelante, disparando mis destructores a la nave indefensa.
—Rara, ¿puedes cubrir a Centinela? —pedí a Kimmalyn por el canal general.
—Rara está ocupada —dijo Lagartija—. Yo me encargo.
La nave que tenía delante se iluminó por una explosión encima de su anillo de pendiente y, sin fricción del aire que la ralentizara, los restos siguieron volando en la dirección que había llevado. Viré en dirección a Sadie y Lagartija y llegué con ellas mientras Sadie terminaba de reactivar su escudo.
—Bien hecho —dijo Napia por el canal general—. Escuadrón Cielo, siempre es un placer.
Sonreí. Hacíamos buen equipo con el Escuadrón Pesadilla, aunque no voláramos juntos muy a menudo. Antes de alistarme en la FDD, no comprendía la mentalidad que animaba a la gente a volar en grupo, a seguir haciéndolo incluso mientras sus amigos morían a su alrededor. Nunca había creído que la violencia fuese la mejor manera de resolver los problemas, aunque sí comprendía que la violencia era lo único que nos mantenía con vida cuando los krells intentaban aniquilarnos a bombazos. Pero seguía encontrando perturbadora toda la retórica sobre la gloria, esa manera en que la Asamblea Nacional parecía justificar cualquier cosa que le interesara diciendo que nos ayudaría a luchar contra los krells. Antes pensaba que los pilotos eran unos borregos. Unos borregos habilidosos, decididos y respetados que hacían lo que los animaban a hacer porque no se paraban a pensarlo.
Pero desde entonces había comprendido qué era lo que nos mantenía unidos, y no era la estupidez. Era el vínculo que compartían quienes afrontaban juntos la muerte. Era una sensación de pertenencia, de formar parte de algo más grande, algo importante, aunque seguía sin estar convencida de que todas sus facetas fuesen buenas. Nunca había creído necesitar que un ejército me explicara mi lugar en el mundo, y seguía sin creerlo.
Pero había algo tranquilizador en saber que mis amigos estarían peor sin mí, y eso era lo que me hacía seguir volando, incluso aunque me aterrorizaba.
—Tenemos órdenes nuevas —dijo Napia por el canal general—. Pasamos exclusivamente a maniobras evasivas y luego desactivamos los comunicadores.
¡Un momento!
—Napia, ¿has dicho que apaguemos del todo los comunicadores?
—Esas son las órdenes, FM —respondió Napia—. Todos los comunicadores inhabilitados. No los encendáis en ninguna circunstancia.
No podía ser cierto. Sin la capacidad de comunicarnos, no podríamos colaborar como escuadrón. Terminaríamos dispersados por todo el campo de batalla. Los buenos pilotos eran buenos comunicadores. Eso lo había aprendido de Cobb. Si perdíamos la capacidad de hablar entre nosotros...
Bueno, tampoco sería del todo como volar a ciegas, pero se le acercaría mucho más de lo que me gustaba.
—¿Vamos a retirarnos? —preguntó Lagartija.
Eso sería más razonable. Si regresábamos al otro lado de las plataformas de armamento, al menos podríamos escondernos, o poner rumbo de vuelta a la Plataforma Primaria bajo la cobertura del cinturón de escombros.
—Negativo —dijo Napia—. Comunicadores desactivados. Solo maniobras evasivas. Intentad mantener ocupadas a las naves enemigas y esperad nuevas instrucciones.
—¿Instrucciones? —protesté—. ¿Cómo vas a darnos instrucciones con los comunicadores apagados?
—Pilotos, necesitamos silencio radiofónico —zanjó Napia—. Es una orden directa del almirante Cobb. No perdáis a vuestro compañero de ala. Si os quedáis aislados, buscad a otro miembro del escuadrón y pegaos a él. Nos vemos al otro lado. Cambio y corto.
«Tirda».
—Centinela —dije por un canal privado—, ya has oído a Napia. Tendremos que volar muy juntas. —No tenía ni idea de qué pretendía el Mando de Vuelo, pero Cobb nunca daría una orden como esa sin tener un buen motivo—. Sígueme.
Yo era la piloto más experta. Me correspondía mantenerla viva.
—Eh... vale —respondió Sadie.
Parecía al borde del pánico, y no podía reprochárselo. Noté que el terror me subía por la garganta mientras ponía la mano sobre el botón del comunicador.
Y entonces lo desconecté.
2
El mundo quedó en silencio salvo por el zumbido de mis instrumentos. Las naves que me rodeaban no hacían ni el menor ruido mientras proseguía la furiosa batalla. Por primera vez, envidié a Spensa y su nave equipada con una inteligencia artificial. Parloteaba como Kimmalyn después de tomar demasiados postres, pero al menos no había... silencio.
Sadie y yo volábamos en formación próxima para no perdernos de vista entre nosotras. Por delante de mí, la batalla se fracturó. Las naves que volaban juntas se separaron en parejas de compañeros de ala, mientras los cazas enemigos mantenían más o menos sus formaciones y perseguían a nuestras naves en grupos de tres o cuatro. Nos superaban en número, pero nosotros éramos mejores pilotos y los hacíamos volar en círculos.
Sadie estaría esperando que tomara la iniciativa. Tenía que pensar en un plan, averiguar cómo aprovechar las nuevas órdenes en nuestro beneficio y comunicarme mediante mis maniobras, ya que teníamos prohibido hablar.
Pero por las estrellas, no soportaba tanto silencio.
Bajé la mano al cinturón de mi mono de piloto. Nunca usaba mi transmisor mientras volaba, porque seguro que Jorgen se enfadaría si me oía introducir ruido innecesario en el canal de comunicaciones. Mi transmisor no emitía ninguna señal de radio, pero hacía algo que era incluso mejor.
Reproducía música. Los transmisores portátiles eran muy caros y difíciles de conseguir. El mío me lo regaló mi padre cuando llegué a piloto, porque de todas formas lo usaba más que él cuando vivía en casa. Me apetecía escuchar algo animado, algo que bajo ningún concepto pudiera interpretar un trío instrumental el día de mi entierro.
Así que puse una de mis canciones preferidas, que según mi padre se clasificaba como música de big band, aunque en la mayoría de las otras canciones sonaran muchos más instrumentos. Aun así, creía entenderlo: la banda no era grande por la cantidad de intérpretes, aunque fuesen más de los que tocaban juntos jamás en las cavernas de Detritus, sino por los sonidos que hacían, potentes y percutores, como si la misma música pretendiera zarandearte y arrojarte de un lado a otro.
Di golpecitos con los pies contra el suelo de la cabina, siguiendo el ritmo mientras bordeaba el exterior de la batalla, observando y esperando el momento de actuar. Teníamos orden de ceñirnos a las maniobras evasivas, pero había muchos trucos que podrían dañar las naves enemigas sin dejar de considerarse evasivos.
Encontré mi oportunidad cuando tres naves se apartaron de la masiva batalla principal y vinieron disparadas hacia nosotras. Aceleré meneando la cabeza al ritmo de la batería y las naves se pusieron a mi cola, dejando atrás a Sadie para que disparara con sus destructores. Todavía los utilizaba demasiado. Se notaba que Cobb no la había entrenado siendo cadete, así que habíamos tenido que darle un cursillo adicional cuando se graduó como piloto para compensar esa carencia.
Los destructores no harían mucho daño mientras las naves krells tuvieran los escudos alzados, pero no podía activar mi PMI y seguir afirmando que volaba de forma evasiva. Además, el PMI se cargaría mi propio escudo junto con los de los krells, y no me atrevía a hacerlo sin poder comunicarme, sin ser capaz de pedir ayuda si me metía en problemas serios.
Se suponía que debíamos volar a la defensiva, pero eso no significaba permitir que aquellas naves nos derribaran. Seguí moviendo la cabeza al ritmo de la música y tracé una curva en dirección a unos escombros que flotaban por encima de las plataformas, fuera del alcance de las baterías armamentísticas.
Enganché un dron enemigo con mi lanza de luz y dirigí hacia él los impulsores de maniobra para arrastrarlo tras de mí en dirección a una roca. Sadie me adelantó acelerando, llevándose a las otras dos naves mientras yo me precipitaba hacia el escombro. Entonces, en el último momento, hice rotar los impulsores y desactivé la lanza de luz, lo que me propulsó hacia abajo, evitando el escombro mientras la nave krell se estrellaba contra la roca.
Pero me había pasado. Los ConGravs de mi nave se saturaron y la repentina inercia me envió la sangre a la cabeza. Por un momento la visión se me volvió roja, pero reduje la velocidad y logré mantenerme consciente, aunque oía la música distorsionada y las luces del panel de instrumentos bailaban ante mis ojos.
Empecé a recuperarme, todavía algo mareada, y vi a Sadie volando hacia mí, ya sin las otras dos naves a cola. No sabía si se las había quitado de encima o las había destruido mientras yo estaba distraída, pero me alegraba de todos modos. Levanté el dedo para llamarla y decírselo antes de recordarlo.
Silencio. Estábamos volando en silencio.
Y aún no comprendía por qué. Sadie y yo viramos mientras la música emprendía un crescendo y nos elevamos de nuevo hacia el campo de batalla principal.
Mis sensores de proximidad pitaron entre los acordes de la canción, advirtiéndome de naves entrantes que venían directas hacia mí a alta velocidad. No me atreví a subir el volumen de la música, aunque me apetecía mucho. Maniobré serpenteando al ritmo del barritar de las trompetas y la primera nave enemiga imitó mi patrón de vuelo, casi como si quisiera embestir contra mí. Descendí seguida por Sadie...
... y tuve que virar a la derecha cuando uno de nuestros cazas pasó justo por delante de mi morro.
Pesadilla Siete. La nave de Lagartija. Iban tras ella cuatro cazas de la Supremacía, solo uno de los cuales abandonó la persecución para atacarme con fuego de destructor.
Tirda. ¿Dónde estaba el compañero de ala de Lagartija? Había pasado volando cerca para que la viera, porque no podía pedir ayuda por radio. Hice pivotar mis propulsores y viré en la dirección de Lagartija. Por detrás de mí, Sadie abrió fuego contra la nave solitaria que teníamos cerca, y sus disparos parecieron reflejar el redoble de las baquetas sobre la caja. Sadie ejecutó un bucle Ahlstrom para cambiar de dirección y seguirme. Era posible que la nave enemiga la persiguiera, pero tendría que confiar en que supiera defenderse de un solo caza.
Con cuatro naves a su cola, Lagartija tenía problemas mucho más graves y necesitaba ayuda. Nuestro bando estaba mejor entrenado, pero las fuerzas de la Supremacía siempre habían tenido unos destructores más poderosos y unos escudos más fuertes. Aceleré a Mag 4 para alcanzar a las naves. Por delante, Lagartija hizo una tijera gemela rodante para intentar zafarse de sus perseguidores, pero no perdió a ninguno. Todas las naves estaban pilotadas, y cooperaban mejor que los drones krells contra los que solíamos combatir. Mientras Lagartija salía de la tijera, un caza krell la alcanzó con un disparo de destructor.
Teníamos que ayudarla. Lagartija aún tenía escudo, pero estaba debilitándose. Sabía lo que se hacía y ya estaba volando hacia las plataformas armamentísticas, con la intención de que obligáramos a las naves enemigas a entrar en su alcance, pero estábamos demasiado lejos. No iba a poder llegar.
Con el cuerpo entero vibrando por la sincopada percusión, abrí fuego contra el krell más cercano y obligué a la nave a emprender maniobras evasivas y dejar de apuntar a Lagartija. Sadie se puso a mi altura y luego me dejó atrás de un acelerón.
Estaba ofreciéndose a sí misma como blanco, dándome la ocasión de derribar las otras naves mientras Lagartija y ella recibían los disparos de destructor. Era una jugada peligrosa, porque aunque Sadie tuviera el escudo intacto, los destructores krells podían anularlo muy deprisa. Si hubiera podido usar la radio, le habría gritado que retrocediera y dejara de ser tan imprudente. Jorgen jamás habría dado el visto bueno a esa maniobra.
Pero me era imposible. No podía decirle nada. Así que fui tras ella y aceleré para enfrentarme a otro caza krell.
Seguíamos aproximándonos a las baterías de armamento cuando una nave krell mordió el anzuelo y se escoró en persecución de Sadie, que ejecutó una esquiva en vuelta gemela perfecta y evitó el fuego de destructor.
Fallé con la lanza de luz y las otras dos naves cayeron sobre Lagartija y descargaron sus destructores sobre ella a la vez.
Lagartija esquivó un gran número de disparos, pero no los suficientes. Con un destello de luz, el escudo de su nave cayó.
Puse la mano sobre el botón del comunicador y al instante la retiré. Estábamos solas. Sobrecargué mi propulsor y adelanté a Lagartija en un intento de apartar de ella a los cazas krells. Si se ponían a mi cola, podría evitarlos mientras Lagartija escapaba y reiniciaba su escudo.
No funcionó. Los krells siguieron atacando a Lagartija y un impacto de destructor acabó con sus propulsores y envió su nave dando vueltas hacia el planeta. Miré impotente mientras el caza de Lagartija caía en espiral dentro del alcance de las plataformas de armamento y estallaba con un fogonazo. Un golpe de platillo pareció puntuar la explosión.
—No —susurré. «No».
La nave de Sadie se acercó a la mía. Lagartija había muerto, así, sin más. Ya nunca podría decirme que las botas me quedaban ridículas con el mono de vuelo, ni retar a Nedd a construir torres con tiras de algas. Era un hecho inmutable.
Ni siquiera podía llamar a Napia para decírselo. Tampoco rescataríamos la insignia de Lagartija, porque en una nave destruida de ese modo en el vacío no quedaría nada recuperable. Lagartija tendría solo una ceremonia simbólica, no un verdadero funeral de piloto.
Me concentré en la canción, que ya casi llegaba al final e iba ganando intensidad mientras la percusión se lanzaba a unos tresillos frenéticos. Los cazas que habían derribado a Lagartija estaban virando hacia nosotras, pero Sadie parecía haberse librado del que la perseguía. Mi compañera de ala y yo huimos trazando eses hasta que las naves renunciaron a alcanzarnos y nos abandonaron en busca de objetivos más fáciles.
La canción terminó y el silencio resonó en mis oídos.
Lagartija había muerto. Nunca volvería a oír su voz. Bajé la mano al transmisor y puse otra canción. Elegí una pieza evocadora interpretada por un instrumento al que mi padre llamaba piano. Me había enseñado una imagen procedente de los archivos, pero a mí no me entraba en la cabeza que una mesa enorme con botones pudiera emitir notas como las de la canción, ágiles y rítmicas y actuando en conjunto como los engranajes de una máquina bien mantenida.
Era una música mucho más relajada que la canción de big band, pero de pronto había perdido el apetito por los ritmos animados. Adelanté a Sadie y la aparté del campo de batalla. Necesitaba un momento para aclararme la cabeza. Si me desconcentraba, podría hacer que nos mataran a las dos. Ya lamentaría después la muerte de Lagartija: en esos momentos necesitaba estar lúcida. Tenía que mantener a Sadie con vida. Tenía que...
De pronto, la negrura del vacío pareció cambiar. Como si alguien estuviera retirando envolturas al mismísimo espacio, la batalla entera desplegada ante mis ojos se onduló, separándose en capas, distorsionándose en oleadas y pliegues. Sacudí la cabeza, temiendo por un instante que la inercia de antes pudiera haber provocado algún efecto mental retardado. ¿Qué haría si tenía una emergencia allí fuera? No podía pedir ayuda por radio. No podía solicitar retirarme de la batalla.
De modo que, incluso con Sadie volando a mi ala, seguía estando absoluta y completamente sola cuando aquella sombra profunda oscureció la negrura del espacio, cubriéndola como una mortaja. En la lejanía, más allá de las naves que volaban en círculos, apareció una masa, otra nave tal vez, pero distinta de cualquiera que hubiese visto antes. Tenía un núcleo con agujas que sobresalían, como la cabeza de una descomunal maza de armas. Quizá fuera tan grande como Detritus, pero estaba tan lejos que costaba saberlo a ciencia cierta. Esa masa quedó emborronada al instante por nubes de polvo y unas formas que no existían, que era imposible que existieran, rizándose mientras los pliegues en la realidad parecían deshacerse y volver a cobrar forma por todo el campo de batalla, extendiéndose hacia la inmensidad del espacio. La música de piano crecía y decaía, proporcionando una inquietante banda sonora a la visión.
Tirda, ¿qué era aquello?
Tenía el dedo encima del botón del comunicador, temblando. No dejaba de visualizar una y otra vez la explosión de la nave de Lagartija, por mucho que intentara impedirlo. ¿Estaba perdiendo la cordura? ¿La visión sería una especie de reacción al trauma? Tenía que hablar con alguien, ¿verdad? Tenía que informar de lo que estaba viendo, aunque, a juzgar por las maniobras de las otras naves en el campo de batalla, cada vez me convencía más de no estar alucinando.
No era la única que flaqueaba. Vi naves que estaban en plena maniobra perder el rumbo, dispersarse. El campo de batalla se ensanchó a medida que las naves rehuían el combate en tropel, supuse que para evitar que las derribasen mientras interiorizaban lo que estaban viendo.
O mientras lo intentaban, al menos. Yo no creía que hubiese manera alguna de interiorizar aquello. No podía ser real. Los colores y las formas eran demasiado demenciales, demasiado imposibles.
Tenía que ser un holograma, o una ilusión como la que había engañado al padre de Spensa y había hecho que atacara a los suyos. Solo que en teoría esas tácticas afectaban solo a los citónicos, a la gente con defectos —o más bien con ventajas, como empezábamos a descubrir— en sus mentes que les permitían viajar y comunicarse a lo largo y ancho del vasto universo. No deberían poder afectar a todo el mundo.
Y si aquello era un holograma, era tirdosamente grande. ¿Qué había capaz de proyectarlo? ¿Los acorazados enemigos? No habían hecho nada parecido en las semanas que llevaban acechando sobre Detritus, y además, la visión parecía estar teniendo el mismo efecto en las naves de la Supremacía que en las de la FDD. Hice un disparo con mis destructores y vi cómo el polvo se arremolinaba a lo largo de la trayectoria, reaccionando a la fuerza.
Por tanto, al menos el polvo era real. Pero ¿qué era y de dónde había salido?
Me sobresalté cuando la nave de Sadie pasó delante de mí y luego se puso a mi altura. Sadie estaba volando demasiado cerca, tanto que podía mirar por mi cubierta y ver a través de la suya.
Sadie estaba mirándome también, con los ojos ensanchados de terror. Yo ni sabía que hacer ni podía hablar con ella. Me limité a negar con la cabeza. No tenía ni la más remota idea de lo que estaba pasando. Y por lo visto, estábamos todos igual.
Y entonces, sin previo aviso, los pliegues del espacio parecieron titilar y el extraño fenómeno se esfumó. El campo de batalla se recompuso, claro y nítido, a medida que el polvo desaparecía como absorbido por las grietas en la realidad de las que había salido.
Volvió a temblarme el dedo sobre el interruptor de la radio, pero bajé la mano y aferré el panel de mandos. Me habían ordenado apagar el comunicador y no había recibido la orden de volver a encenderlo.
Por un momento las naves parecieron agruparse, amigos y enemigos replegándose al mismo tiempo, como si todos los pilotos recordaran de pronto que se suponía que debían enfrentarse.
Y entonces las fuerzas de la Supremacía dieron media vuelta, casi como un solo caza, y empezaron a retirarse hacia la enorme nave de transporte. Cuando el enemigo ponía pies en polvorosa no solíamos ir tras él, pero tampoco nos retirábamos sin haber recibido la orden expresa de hacerlo.
¿Sería seguro reactivar el comunicador? Barrí con la mirada el campo de batalla, buscando a otros miembros de nuestro escuadrón, y encontré a Napia y su compañero de ala sobrecargando propulsores hacia nosotras. Cuando se acercaron, invirtieron los impulsores para ralentizarse y situarse junto a mí, seguidos por Tenderete y Gatero. Napia me hizo gestos frenéticos con una mano y señaló su propia radio.
Apagué mi transmisor y reactivé el sistema de comunicaciones.
—¿Napia? —dije—. ¿Qué tirdas era eso?
—El Mando de Vuelo dice que un zapador —respondió Napia—. No sé lo que significa, pero he oído rumores.
Los rumores nos habían llegado a todos. Kimmalyn y algunos otros del Escuadrón Cielo habían estado presentes cuando los ingenieros lograron descifrar el metraje de lo que había sucedido a los antiguos habitantes de nuestro planeta olvidado. Yo no había visto el vídeo, pero me habían hablado de él. Algo enorme se había materializado en el espacio cerca del planeta y había devorado todo y a todos los que vivían en él. Había esperado que fuese más... sustancial, supongo. Más material. Lo que acababa de ver no parecía una criatura en absoluto.
Pero si de verdad había sido eso, ¿cómo era que seguíamos vivos?
—Napia —dije—, Lagartija ha caído cerca de las plataformas armamentísticas. Los krells la han derribado. Hemos intentado salvarla, pero...
—Recibido, FM —me interrumpió Napia—. ¿Estáis seguras de que no ha sobrevivido?
Tragué saliva.
—Afirmativo. Ha caído en espiral dentro del alcance de las baterías. Su nave ha quedado aniquilada.
La radio volvió a quedar en silencio. Napia era la jefa de escuadrón de Lagartija. Yo había fracasado en salvarla, pero Napia ni siquiera había estado allí.
Estaría sintiéndose igual de responsable que yo por la pérdida, tal vez más.
—¿FM? ¿Napia? —dijo Sadie, que acababa de darse cuenta de que podía reactivar la radio—. ¿Qué acaba de pasar?
—Seguro que pronto sabremos más —respondió Napia—. Tenemos orden de reagruparnos, esperar a estar seguros de que el enemigo se marcha y luego regresar a la base.
Tenía sentido. No podíamos abandonar el campo de batalla si pretendían atacar de nuevo. Pero la precaución resultó ser innecesaria. La flota de la Supremacía se congregó en la nave de transporte, que desapareció de la existencia en un parpadeo, como si nunca hubiera estado ahí.
—Tenían un hipermotor —dije a Kimmalyn por un canal privado—. A lo mejor deberíamos haber intentado robarlo.
—Es posible que Spensa nos haya traído uno —respondió Kimmalyn.
Esperaba que así fuera, porque la confusión de aquel combate había hecho más evidente que nunca que estábamos con el agua al cuello. Sí, teníamos mejores pilotos que el enemigo y le habíamos ganado algo de terreno llevando la lucha al espacio. La Plataforma Primaria era un buen lugar desde el que combatir, pero también muy vulnerable a los ataques. Era solo un pequeño paso, apenas significativo si no lográbamos hallar la forma de salir de aquella roca, si no conseguíamos llevar la batalla al enemigo en lugar de solo defendernos.
En términos generales, la autodefensa me parecía una actitud mucho más admirable que el ánimo invasor, pero un pez solo podía vivir un cierto tiempo en la cuba antes de pasar a la freidora.
Estábamos atrapados en Detritus mientras el enemigo podía desplazarse a cualquier lugar del universo y tenía todos los recursos a su disposición. Necesitábamos más. Más material. Más pilotos. Más ayuda. Más de lo que podíamos reunir a partir de lo poco que quedaba de la Flota Desafiante después de estrellarse en Detritus hacía casi un siglo.
Ese día habíamos perdido a Lagartija. Estábamos menguando gota a gota. Yo era piloto. Sabía cumplir órdenes. Y tenía el mejor equipo que existía, aunque le faltaran algunas piezas. Pero no era idiota.
Quizá no tuviera la experiencia de Cobb ni la visión de Spensa, pero sabía que, como no nos las ingeniáramos para cambiar las tornas de la guerra pronto, la humanidad no iba a sobrevivir.
3
Cuatro días después de la batalla, caminaba hacia el comedor de la laberíntica Plataforma Primaria. No sabía para qué se había construido aquella estructura, pero desde luego quien la diseñara no había sentido la imperiosa necesidad de llegar a los sitios con rapidez o facilidad sin un plano muy detallado.
Aún estaba como aturdida. Casi todo el mundo consideraba que la batalla había sido un éxito porque al final el zapador no nos había borrado del mapa. Pero para mí eso significaba solo que habíamos tenido suerte, mucha más suerte que la gente que murió la última vez que un zapador había visitado Detritus, cuando destruyó por completo la civilización que vivía en el planeta antes que nosotros. Y aunque en realidad no sabíamos por qué había aparecido el zapador ni por qué se había marchado, estábamos vivos y no arrasados del todo por ese ser ni por la Supremacía. Debería estar contenta.
Pero no estábamos vivos todos. Lagartija no era la primera amiga que perdía en batalla, y no era la primera por la que me responsabilizaba a mí misma, aunque supiera por lógica que ni la muerte de Bim ni la de Arcada habían sido culpa mía. El zapador se había ido, sí, pero podía reaparecer en cualquier momento. Las tropas de la Supremacía habían huido, sí, pero también era posible que volvieran sin avisar. Y cuando lo hicieran, mis amigos y yo saldríamos ahí fuera a contraatacar. Éramos pilotos. Éramos lo único que se interponía entre los últimos reductos de nuestra especie y la extinción total.
Sabía muy bien por qué lo hacíamos y creía en ese motivo, por mucho que me desagradara lo que nos había hecho como pueblo. Daba la impresión de que saberlo debería hacerme sentir mejor...
Pero no era así. Solo me sentía vacía.
Tras la muerte de Arcada habían enviado a todo mi escuadrón de permiso obligatorio. En esta ocasión nadie estaba de permiso, ni el Escuadrón Pesadilla, ni nosotros, ni ningún otro equipo. Eso significaba que el Mando de Vuelo temía el regreso del zapador, un nuevo ataque de la Supremacía. Y sin embargo, Jorgen, Nedd y Arturo aún no habían vuelto de su misteriosa excursión al planeta. Spensa había vuelto a desaparecer cuando lo hizo el zapador, y Kimmalyn decía que esta vez ni siquiera Cobb sabía dónde había ido.
Razón por la que, al oír el suave trino de la mascota de Spensa, Babosa Letal, pensé que eran imaginaciones mías.
El sonido llegó de más atrás en el pasillo, doblando la esquina en dirección opuesta al comedor. Antes de que Spensa se marchara a su misión secreta, era normal que Babosa Letal apareciera en cualquier lugar de la base, por toda la Plataforma Primaria. Una vez la encontré en el baño de mujeres cerca de las cabinas de limpieza, durmiendo sobre una rejilla calefactora. Le gustaba subírseme al hombro y escuchar la música de mi transmisor por los auriculares, y si le daba caviar de lenguado, podía quedarse conmigo más de una hora.
Seguramente mis padres se quedarían horrorizados si supieran que estaba dando de comer su carísimo regalo a una babosa, pero a Babosa Letal le gustaba el caviar, a mí me gustaba compartir y mis padres no lo sabían, así que todos contentos.
Volví atrás y allí estaba Babosa Letal, acurrucada junto a la rejilla de ventilación, con el aire caliente meciéndole los pinchos azules del lomo.
—¿Qué hay, chica? —dije, arrodillándome a su lado.
La babosa se volvió hacia el sonido de mi voz —yo no estaba muy segura de si podía ver o de cómo percibía las cosas— y aparté la mano de inmediato. Aquella babosa tenía unas marcas azules que bajaban por ambos lados de su cara y casi parecían branquias, cuando la cara de Babosa Letal era toda amarilla. Lo que tenía delante no era Babosa Letal, sino otra babosa del mismo tipo.
La miré sorprendida. Nunca había visto una babosa como aquella antes de que Spensa llevara la suya a la Plataforma Primaria. La había encontrado en la caverna de la superficie donde se quedó a vivir cuando le prohibieron alojarse en la base Alta con el resto de nuestra promoción de cadetes.
¿Qué podía estar haciendo allí arriba otra babosa como ella?
—Eh, coleguita —dije, acercándole los dedos y permitiendo que el ser los examinara con su cara bulbosa.
La verdad es que no sabía cómo determinar el sexo de una babosa, si es que lo tenían siquiera. No estaba muy segura de si Spensa había averiguado en algún momento el sexo de Babosa Letal o si había decidido arbitrariamente asignarle el femenino.
Pasé los dedos bajo la barbilla de la babosa. En realidad la cabeza era más bien un bulbo carnoso, sin ninguna estructura ósea, pero sí que tenía un puntito que sobresalía en el lugar donde iría la barbilla. La carne se retrajo un poco al tocarla, y entonces la babosa se deslizó hacia delante y se apoyó en mi mano mientras le rascaba la piel correosa.
—¿Qué estás haciendo tú aquí?
—Aquí —trinó con suavidad la babosa.
Babosa Letal también hacía lo mismo, repetir palabras y sonidos. Aquella babosa tenía la voz más apagada, o quizá el ánimo más apagado.
La babosa se encogió un poco mientras empezaban a oírse unas pisadas firmes de bota por un pasillo cercano. Los pasos se aproximaron y la babosa se deslizó contra mis rodillas, pegándose a mí, aunque era un poco demasiado grande para poder ocultarse del todo. Jorgen Weight, mi jefe de escuadrón, llegó a toda prisa por la esquina. Jorgen y yo habíamos crecido en la misma caverna y habíamos ido a la misma escuela de primaria, así que nos conocíamos de vista desde niños. Tenía la piel de color marrón oscuro y el pelo negro rizado, y en esos momentos sudaba como si viniera de correr alrededor del huerto que había fuera de la base Alta. Se detuvo de un resbalón y se apoyó las manos en las rodillas, jadeando.
—Ahí está —dijo, mirando hacia la babosa—. Esta es la última. Creo.
—¿La última?
La babosa se acurrucó contra mí y la cogí en brazos, sin acercarle los dedos a la cara. No tenía una boca visible, pero Babosa Letal abría un orificio para poder zamparse el caviar. Le había visto unas hileras de dientes, afilados pero flexibles, y aunque no sabía si aquellos seres tendían a morder, no quería averiguarlo.
—Sí —dijo Jorgen—. Estos diablillos son muy escurridizos. No sé cómo consiguen escaparse de su contenedor.
Vaya.
—¿Estás reuniendo más mascotas para Spensa? —le pregunté. Me parecía un poco lamentable, incluso para tratarse de Jorgen. Spensa y él llevaban desde antes de que dejáramos la base Alta babeando el uno por el otro. Estaba bastante segura de que Jorgen lo consideraba un secreto bien guardado.
—No exactamente —respondió él.
—Venga, en serio, ¿dónde os habíais metido?
Tenía que haber alguna explicación aparte de la que nos habían dado los altos mandos. Jorgen suspiró.
—Ven conmigo. Si consigues volver a meter ese bicho en el contenedor con los demás, te lo explico todo.
Bajé la mirada a la babosa y su cara pivotó dócil hacia mí. Quería saber lo que habían estado haciendo Jorgen y los demás en el planeta, y devolver la babosa a un contenedor tampoco parecía una tarea agotadora. Sabía reconocer un buen trato a simple vista.
—Hecho —le dije.
Seguí a Jorgen por el pasillo hasta un almacén casi vacío, con dos grandes contenedores apilados en el centro y más contra la pared. Encima del montón del centro estaba sentado Nedd, uno de nuestros jefes de escuadrón asistentes. Alto y ancho de hombros, me hacía sentir pequeña a su lado, cosa que poca gente lograba. Arturo, el otro jefe de escuadrón asistente, estaba apoyado en la pared junto a la puerta. Era unos centímetros más bajo que yo, con la piel morena y el pelo oscuro.
—¡FM! —gritó Nedd, mucho más alto de lo necesario—. ¡Qué alegría verte!
—Lo mismo digo —respondí a Nedd con mucho menos entusiasmo mientras Arturo le lanzaba una mirada.
Nedd era experto en no captar las indirectas. Un mes antes, estando de permiso, me había arrinconado para pedirme salir. Yo ya llevaba un tiempo siendo consciente de su interés, y Nedd es un chico guapo y tal, pero en realidad no es mi tipo, así que le dije a las claras que prefería que fuésemos amigos. Se lo tomó bastante bien, pero desde entonces se mostraba demasiado amistoso conmigo, como si quisiera demostrar lo poco rara que era la situación haciéndola... más rara.
Que era precisamente por lo que no había hecho caso a su interés desde un principio.
Jorgen hizo un gesto a Nedd para que bajara de los contenedores, que nos llegaban a la altura de las rodillas.
—¿Las tenemos todas ya?
—No lo sé —respondió Nedd—. He pensado que si me sentaba encima se quedarían dentro... pero la tapa ya estaba cerrada de camino hacia aquí, así que no sé cómo se nos han podido escapar.
—Son escurridizas —dije, aunque en realidad no lo eran, en sentido literal. Al pasar la mano por el lomo de la babosa, era más bien como acariciar unas botas de cuero bien lustradas—. Babosa Letal se escapaba de la habitación de Spensa a todas horas, hasta teniendo la puerta cerrada con llave. —Me volví hacia Jorgen—. Pero creo que me debías una explicación.
—Solo cuando la babosa esté en el contenedor —repuso Jorgen, retirando la tapa y señalando dentro.
—¡Contenedor! —flautearon un par de babosas, sus voces ecos mutuos.
Yo aún no entendía por qué era tan importante tener a la babosa allí dentro, pero le rasqué la cabeza una vez más y la acomodé en el contenedor...
... junto a otras muchísimas babosas que lo llenaban, todas subiéndose unas encima de las otras. Había varias que también eran azules y amarillas, pero muchas de otros colores que nunca había visto, algunas violetas con pinchos naranjas y otras rojas con franjas negras.
—¿De dónde las habéis sacado? —pregunté—. ¿Y qué hacen aquí?
No creía que Cobb hubiera puesto en marcha ningún tipo de programa piloto de apoyo a los animales, aunque tampoco me habría importado tener una babosa de mascota. Para tratarse de unas criaturas de aspecto tan inhumano, eran muy amistosas y reconfortantes.
O quizá era que yo llevaba demasiado tiempo añorando la sensación de estar en casa.
—No sé lo que os contó Cobb sobre dónde íbamos —empezó a decir Jorgen.
—Nos dijo que estabais de permiso para descansar —respondí—. Los tres. A la vez. Cosa que no me creí ni por un momento.
—Bien —dijo Nedd—, porque si se suponía que ese viaje iba a ser relajado...
—Fuimos a buscar algo allá abajo, en las cavernas —siguió Jorgen—. Algo que emitía la misma vibración que Spensa oía de las estrellas.
Me quedé mirándolo.
—¿Fuisteis a buscar algo que hace una vibración que no oye nadie más que ella?
Jorgen bajó la mirada al suelo, nervioso.
—Ah —dije.
—Sí —confirmó él—. Tengo el defecto, igual que Spensa.
—Te repito que no lo llames así —intervino Arturo—. Poder trasladarte por todo el universo con la mente no es defectuoso. Es alucinante.
—Solo se supone que puedo viajar por el universo —dijo Jorgen—. En la práctica, no tengo ni idea de cómo se hace. Spensa sí que lo ha hecho, pero no está para explicármelo. Y las vibraciones que sentí procedían de... —Miró dubitativo hacia el contenedor lleno de babosas—. De ellas.
Contuve una risita.
—Así que Spensa habla con las estrellas y tú hablas con... babosas.
Jorgen me miró como si ya lamentara haber empezado a contármelo, así que seguí hablando para intentar quitarle hierro al asunto.
—O sea, son unas babosas muy monas. Y tienes una caja llena, lo cual está...
—Bien —dijo una voz desde el pasillo. Cobb apareció en el umbral, vestido con su uniforme de almirante y contemplándonos a todos con expresión adusta—. Está muy bien.
Cobb entró cojeando en la habitación seguido de Gali, que había pertenecido a nuestro escuadrón cuando empezábamos a entrenar, pero luego se había pasado al Cuerpo de Ingeniería. En realidad se llamaba Rodge, pero nuestro escuadrón usaba su identificador de vuelo para referirse a él, igual que hacían conmigo. Gali era casi tan alto como Nedd, larguirucho, con la piel pálida y el pelo de un rojo brillante. Era guapo, con cierto aire de cerebrito. Todo el mundo decía que era un genio. Ojalá hubiéramos podido conocernos un poco mejor antes de que dejara el Escuadrón Cielo.
Cobb echó un vistazo a las babosas dentro del contenedor.
—Por lo visto, estos bichos se llaman taynix. ¿Por qué tienen varios colores?
Jorgen parecía horrorizado por no tener respuesta a la pregunta.
—No lo sé. ¿Podrían ser de distintos tipos? ¿Por qué nosotros tenemos distintos colores de pelo, señor?
—No tendría que haber preguntado —dijo Cobb—. Pero ¿son todas citónicas? ¿De eso estás seguro?
—Las encontramos a todas en la misma zona —respondió Jorgen—. En la caverna donde oí los... sonidos. Me cuesta oírlas de una en una o de dos en dos, pero el contenedor entero parece que... vibra. Es difícil de describir.
Gali lo miró pensativo.
—A lo mejor solo hay un tipo que sea citónico por naturaleza. O podría ser que los colores no tengan importancia y tengan todas las mismas afinidades naturales.
Vaya. Nunca había oído salir tantas palabras de la boca de Gali de una sola vez. Al parecer, no era un genio de los que hablaban poco.
—No sé qué clase de afinidad podrían tener —dijo Jorgen—, pero las he traído para que podáis experimentar con ellas.
—¿Experimentar con ellas? —pregunté—. No iréis a hacerles daño, ¿verdad?
—No —dijo Cobb—. Estas criaturas son demasiado valiosas para desperdiciarlas. Son hipermotores.
Todos lo miramos boquiabiertos. Bueno, todos menos Gali, que ya debía de saberlo. Gali nos miró a los demás, pero cuando sus ojos encontraron los míos, de pronto desarrolló un tremendo interés por sus uñas.
—¿Señor? —dijo Jorgen—. ¿Las babosas son hipermotores? ¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo Spensa —respondió Cobb.
—¿Spensa ha vuelto? —preguntó Jorgen. Su tono esperanzado fue tan adorable que hasta Nedd, con su torpeza social, tuvo que darse cuenta.
—Había vuelto —dijo Cobb. Yo estaba segura al noventa y nueve por cien de que Cobb también estaba al tanto del festival de atracción entre Jorgen y Spensa, pero prefería no decir nada al respecto. O quizá sí que había dicho algo, pero no delante de los demás—. Apareció justo antes que la flota de la Supremacía y se marchó cuando se retiraron. No había podido robar la tecnología de hipermotores, pero descubrió que estos bichos —añadió señalando el contenedor— son la clave.
—Se ha ido —dijo Jorgen—. ¿Dónde está?
—No lo sabemos —respondió Gali.
La expresión de Jorgen decayó al instante, y Gali pareció solidarizarse con él. Spensa y Gali habían crecido juntos. Eran muy amigos, y yo siempre había sospechado que Gali estaba colado por ella, porque la seguía como un cachorrito. Me pregunté si Spensa le habría contado lo que estaba pasando entre ella y Jorgen. Costaba imaginar a Spensa hablando de sus sentimientos... en cualquier circunstancia.
—Le tengo tanto cariño a Peonza como el que más —dijo Nedd, aunque estaba bastante segura de que no era cierto—. Pero ¿no debería preocuparnos un poco más el hecho de estar sentados sobre una caja llena de hipermotores?
—Ya no estás sentado encima de ella —señaló Arturo.
—Y menos mal, porque, si es verdad, ¡estas babosas valen más que todas las naves de la FDD juntas!
—Desde luego que sí —dijo Cobb—. Pero estos bichos no tendrán ningún valor si no averiguamos cómo funcionan.
Era cierto desde el punto de vista estratégico, pero no me gustaba la idea de que aquellos seres vivos se considerasen materiales sin ningún valor a menos que resultaran útiles. No me hacía ninguna gracia que pudieran experimentar con ellos igual que hacían con las ratas de laboratorio allá en casa.
—No lo sé —caviló Gali—. Es posible que la Supremacía les extraiga los órganos citónicos y los utilice para construir sus hipermotores. Pero el hipermotor de M-Bot estaba en una caja. A lo mejor es la jaula donde llevaban a las babosas que usaban para transportarse.
—Eh, Jorg —dijo Nedd—, ¿dónde crees que tienes tú los órganos citónicos?
—Cierra el pico, Nedd —espetó Arturo, supuse que porque Jorgen era demasiado reservado para cortar así a Nedd delante de Cobb, aunque el almirante ni se inmutó.
—En realidad esas babosas son bastante inteligentes —dije. Babosa Letal sobre todo imitaba sonidos, pero una vez le enseñé a decir «por favor» antes de darle cada mordisquito de caviar. Fue adorable—. Desde luego, no son bichos.
—¡Bichos! —exclamó una babosa desde el contenedor.
—No te estás haciendo ningún favor —le dije.
—Me trae sin cuidado que sean unos genios —zanjó Cobb—. Tenemos que descubrir cómo usar las babosas para salir de este planeta antes de que la Supremacía vuelva con unas fuerzas que no podamos repeler. Ya lo han hecho una vez. Si no hubieran dado media vuelta y se hubieran marchado por iniciativa propia, podría haber sido nuestro final. ¿Queda claro?
—Sí, señor —dijo Jorgen, y los demás lo imitamos.
En realidad no era decisión mía. Al igual que con mis amigos, había muy poco que pudiera hacer para proteger a aquellas babosas.
—Galimatías y Jorgen, os pongo al mando de la investigación.
—¿Señor? —dijo Jorgen—. No sé nada sobre animales.
—La asamblea quiere que nos concentremos en la defensa, y no se lo reprocho. Así que el Cuerpo de Ingeniería está ocupado con las plataformas defensivas. Nos prestan a Gali porque es quien más experiencia tiene con esta tecnología, gracias a haber trabajado en M-Bot. Y tú eres citónico, y las babosas son un... asunto citónico.
Cobb movió el brazo hacia las babosas y se las ingenió para sonar confiado aunque no supiera la palabra adecuada. Yo ni siquiera estaba segura de que existiera una palabra adecuada. Estábamos todos en territorio desconocido.
—Señor, me gustaría ayudar —dije.
Cobb me miró.
—Bien. FM os ayudará. Quiero un informe de vuestros progresos dentro de veinticuatro horas.
Gali palideció incluso más.
—No sé si tendremos resultados dentro de...
—Solo quiero saber lo que hayáis averiguado. Ya sé que tú y tus amigos ingenieros querríais tener un mes para trastear y diseñar experimentos, pero no tenemos ese tiempo ni de lejos. ¿Ha quedado claro?
—Sí, señor —dijo Gali.
—Lo primero es impedir que escapen —afirmó Jorgen—. No paran de salir del contenedor.
—Espero que mañana tengáis algo más para mí que la forma de mantener a un animal enjaulado —dijo Cobb.
—Usted no se las ha visto con estos animales, señor.
Era raro que no dejaran de escaparse. El contenedor parecía bastante seguro, y no daba la impresión de que las babosas tuvieran la fuerza suficiente para levantar la tapa. Desde luego, no con Nedd sentado encima. Hasta Nedd se habría dado cuenta si lo hicieran.
—¿Creéis que lo hacen hipersaltando? —pregunté.
Jorgen y Cobb me miraron sorprendidos, y luego todos bajamos la vista hacia las babosas. Una de la variedad violeta y naranja subió al lomo de una amiga y su cara bulbosa se arrugó, mirándonos especulativa.
—Babosa Letal se escapaba del dormitorio de Spensa a todas horas —añadí—. ¿Y alguien ha visto a estos seres moverse por ahí? Parece que... aparecen en sitios, sin más.
—Sí, sería una explicación —dijo Jorgen—. La que ha encontrado FM desde luego había recorrido terreno muy deprisa.
—Si ese es el caso, a lo mejor podríamos probar a no retenerlas —propuso Gali—, y ver qué pasa.
Cobb dio sendas palmadas a Gali y Jorgen en los hombros.
—Eso lo dejo en vuestras manos.
—¿Señor? —Una ayudante de Cobb se había asomado al almacén desde el pasillo—. Tiene a invitados esperándolo en el centro de mando.
—¿Qué invitados? —preguntó Cobb.
La ayudante nos miró a los demás, como si no estuviera segura de que debiera responder.
—La Asamblea Nacional ha enviado a unos representantes para hablar con usted de la defensa planetaria, señor. Jeshua Weight es una de ellos.
Todos miramos a Jorgen. Su madre era una famosa piloto que había combatido en la batalla de Alta junto a Cobb. Era una leyenda, incluso entre los pilotos. En los últimos tiempos trabajaba sobre todo con su marido, el padre de Jorgen, que era un líder de la Asamblea Nacional.
—¿Sabías que tu madre estaba aquí? —preguntó Nedd.
—No —dijo Jorgen—. Llevaba días con vosotros, ¿te acuerdas?
—No sé yo —dijo Nedd—. ¿La abuela de Spensa no decía que podía leer los pensamientos de la gente?
—Yo no sé hacerlo —restalló Jorgen. Sonó más molesto consigo mismo que irritado con Nedd, como si ser citónico debiera venir con un manual de usuario.
Así era Jorgen. Seguramente de verdad pensaba que los poderes citónicos deberían traer un manual.
—No voy a hacerla esperar —dijo Cobb—. Quiero ese informe mañana.
Y salió a zancadas del almacén, dejándonos a todos alrededor del contenedor lleno de babosas.
—Muy bien —dijo Jorgen, asintiendo con decisión—. Gali quiere observar a las babosas para ver qué pasa cuando escapan. Nedd, Arturo y yo llevaremos estos contenedores al hangar de ingeniería para que Gali pueda montar su instrumental.
—¿Y qué hago yo? —pregunté. No iba a quejarme de que no me pidieran cargar cajas, pero desde luego tampoco permitiría que Jorgen me apartara de la investigación.
—Tú te encargarás de mantener a las babosas en el contenedor —dijo Jorgen—. Las buscarás si escapan, y a lo mejor podrías etiquetarlas a todas de algún modo para poder llevar la cuenta.
Miró a Gali. Yo había supuesto que estaba inventándose cosas sobre la marcha al hablar de que Gali montara su «instrumental», pero la verdad es que no sabía muy bien a qué se dedicaban en ingeniería, así que no iba a señalarlo y revelar mi propia ignorancia.
De pronto, Gali pareció muy incómodo.
—Me parece bien.
No sonaba a que le pareciera muy bien. Sonaba a que pensaba que tal vez yo fuese demasiado incompetente para hacer de niñera de los taynix. Pero Jorgen asintió como si todo fuera de maravilla.
—Vale, ya habéis oído a Cobb. A trabajar. —Jorgen contó las babosas del contenedor—. Tirda, ya vuelve a faltarnos una.
Todos me miraron. Pensé que quizá habría sido más fácil que me pusieran a cargar cajas.
—Iré a buscarla, supongo.
—Creo que nos interesaría que FM fuera dejando marcadores en los sitios donde encuentra a las babosas —dijo Gali a Jorgen—. Para estimar las distancias más habituales.
—FM está aquí mismo —repliqué—. Y si me das esos marcadores, dejaré uno cuando encuentre a esta.
—Eh... vale —dijo Gali. Parecía avergonzado, pero seguía sin mirarme a los ojos.
Al parecer, mi interés en conocerlo mejor no era correspondido. Lástima, porque había una grave carencia de cerebritos atractivos de mi edad con los que pasar el rato en la Plataforma Primaria. Sobre todo a los que no hubiera visto durante meses hacer competiciones para ver cuántos identificadores de vuelo podían eructar seguidos.
Me dije que no importaba. Tenía trabajo que hacer, así que di media vuelta y me marché a buscar a un taynix.
4
A lo largo de las siguientes horas, me convencí por completo de que las babosas estaban teleportándose fuera del contenedor. Las amarillas y azules desaparecían cada dos por tres, estuviera puesta la tapa o no. A veces las encontraba reptando por alguna otra parte del hangar de ingeniería. A veces estaban fuera en la entrada, o pasillo abajo. En unas pocas ocasiones tuve que subir hasta el centro de mando o salir al hangar de aterrizaje para encontrar a las babosas todas cómodas en la butaca de alguien o sobre el ala de un caza.
No parecía haber manera de impedir que lo hicieran, pero eran solo las amarillas y azules las aficionadas a vagar por ahí. Las demás se quedaban en su contenedor, subiéndose unas encima de otras. Las babosas que se teleportaban tendían a desaparecer menos si les ponía música de mi transmisor, así que lo dejé con una canción lenta y melódica en bucle junto al contenedor. Las babosas trinaban repitiendo las notas. Si la música molestaba a los ingenieros, parecieron aceptarla como parte imprescindible del proceso científico, porque no me pidieron que la quitara.
Regresé al hangar de ingeniería con mi viajero más frecuente, la babosa con las marcas azules parecidas a branquias. Temblaba un poco, como solían hacer todas después de que las encontrara, sobre todo si las pillaba deprisa. Se sobresaltaban al notarme acercándome, como si algo les diera miedo.
Buscarlas por toda la plataforma no era mi pasatiempo favorito, pero me evitaba pensar en Lagartija, cosa que agradecía.
—Bueno —dije a Gali—, por lo menos ya tienes un montón de datos sobre lo lejos que llegan.
Gali estaba sentado a su mesa, estudiando lo que imaginé que serían dichos datos, aunque podría haber sido cualquier otra cosa. Ni siquiera levantó la mirada.
—Sí —dijo—. Gracias.
Fruncí el ceño a su nuca. Desde que habían llamado a Jorgen para hablar con su madre poco después de que llegáramos a ingeniería, Gali volvía a usar solo frases de una palabra. Quizá yo no fuese la persona más chispeante del lugar, pero seguía doliéndome que apenas pareciera ni darse cuenta de que estaba allí. O peor, que se diera cuenta pero no le pareciera bien.
Rasqué en la cabeza a mi fugado más reciente, al que había llamado Branquia por motivos obvios, y luego conté las babosas. Volvía a tenerlas todas, o por lo menos todas las que había cuando me hicieron responsable de ellas. Estaban desapareciendo cada vez con más frecuencia, y creía saber por qué.
—Creo que es hora de darles de comer —dije a Gali, sin apartar la mirada de las babosas. Aún intentaba pillar a alguna teleportándose, cosa que no parecían hacer nunca mientras las miraba—. ¿Sabes cómo hay que hacerlo?
Entones Gali sí que me miró, pero fue con una expresión aterrorizada, parecida a la de Jorgen cuando Cobb le había preguntado por qué las babosas eran de varios colores.
—¿Sabes qué se les da de comer? —pregunté de nuevo—. Creo que se marchan más deprisa porque están hambrientas, y no tengo bastante caviar para todas.
—¿Caviar? —dijo Gali—. ¿Por qué les das...?
—Hay setas en un contenedor —lo interrumpió Jorgen, y al volverme lo vi en la puerta—. Supusimos que era lo que comían porque había un montón en la caverna donde las encontramos. Parece que les gustan bastante.
Fue hasta otra caja y levantó la tapa. En efecto, estaba llena de unas setas con el sombrero muy ancho, de distintos tonos crema y marrones. Branquia trinó ansioso. Le di la primera a él y dejé caer varias más en uno de los contenedores de las babosas. Los seres se movieron hacia las setas, amontonándose todos juntos. Con un poco de suerte, así se quedarían en su sitio un rato.
—¿Qué tal ha ido con tu madre? —pregunté a Jorgen.
—Es complicado. Parece que la Asamblea Nacional se ha asustado por la aparición del zapador y ahora quieren meter más baza en lo que hace la FDD. Cobb no está nada contento.
Era comprensible. Tampoco era que la Asamblea Nacional tuviera ninguna experiencia práctica con la Supremacía, y mucho menos con un zapador.
Pero claro, con un zapador tampoco la teníamos nosotros.
—Y no es solo eso —dijo Jorgen—. La asamblea ha logrado interceptar algo de información procedente de las redes de datos de la Supremacía. Dicen que fue Spensa quien apartó al zapador de Detritus. Y luego parece que lo volvió contra ellos.
Gali y yo lo miramos boquiabiertos.
—¿Crees que será verdad? —pregunté.
—Tal vez —dijo Jorgen—. Si hay alguien capaz de liarse a bofetadas con un monstruo espacial, es ella.
No le faltaba razón. Las cosas que lograba Spensa podían llegar a ser un poco míticas. Si no la conociera bien, podría haber pensado que era algo más que humana.
—Si es así —dijo Jorgen—, necesitamos que vuelva. La Supremacía no parece saber dónde ha ido. Sí que se los ve bastante seguros de que no está aquí. Están contactando con toda su gente, ordenándoles movilizarse para destruirnos mientras no tenemos a nuestra citónica.
—No saben que te tenemos a ti —dije.
El rostro de Jorgen se ensombreció.
—Pero yo no sirvo de nada hasta que descubra cómo usar mis poderes. O hasta que descubramos cómo usar a estas de aquí.
—¿Eso es lo que quiere tu madre? —pregunté—. ¿Supervisar el desarrollo de los hipermotores?
—Mi madre quiere supervisarlo todo —respondió Jorgen—. O mejor dicho, la asamblea pretende hacerlo. Creo que han decidido que, como mi madre estuvo tanto tiempo en la FDD, será un buen enlace para iniciar la negociación.
—¿Y tú no estás de acuerdo?
—Creo que tiene sentido —dijo Jorgen—. Pero mi madre... se alegra menos de que confesara a Cobb que tengo el defecto. Debía ser un secreto familiar.
Comprendía por qué llevaban tanto tiempo sin revelarlo. Al fin y al cabo, la Supremacía se había aprovechado del padre de Spensa, había explotado sus poderes para volverlo contra sus aliados. Eso... no podía pasarle a Jorgen... ¿verdad?
—Pero ahora ya no puedes mantenerlo en secreto, ¿a que no? Vienes a ser nuestra única esperanza.
—Spensa era una esperanza mejor —dijo Jorgen—. Creo que mi madre está preocupada por lo que me pasará si empiezo a experimentar con mis poderes.
Eso también tenía sentido. Me pregunté si los padres de Jorgen serían los responsables de que los ingenieros estuvieran centrándose en la defensa y no en los hipermotores, lo cual pondría a Jorgen en más peligro.
—Spensa encontrará el camino a casa —dije—. Ya lo ha hecho antes, y volverá a hacerlo.
Jorgen me miró con suspicacia, como si se preguntara por qué intentaba reconfortarlo acerca de Spensa. Si Gali no hubiera estado presente, quizá le habría dicho que sabía lo que sentía por ella. Gali nos observaba curioso desde su mesa, y creo que era la vez que más tiempo seguido pasaba dignándose a mirarme.
—Seguro que está bien —respondió Jorgen—. Y Cobb y la Asamblea Nacional sabrán lo que debemos hacer. Solo tenemos que descubrir cómo convertir estas babosas en hipermotores.
—Poca cosa —dije.
Los dos nos quedamos mirando las babosas, que se habían terminado las setas y estaban deslizándose por el enorme contenedor en busca de más. Les eché unas pocas y empezaron a devorarlas mientras ponía de comer también al otro contenedor de babosas. Jorgen suspiró y se volvió hacia Gali.
—¿Qué sabemos hasta ahora?
—No mucho —dijo Gali—. He agregado los datos generados por FM con los rastreadores. Las babosas no suelen alejarse mucho, unos doscientos metros como máximo, pero la mayoría acaban a menos de veinte de aquí.
—Pero creemos que están hipersaltando —repuso Jorgen.
—No le encuentro otra explicación —dije—, a no ser que de pronto se muevan muy muy rápido cuando no miramos. Y tendrían que hacerse invisibles. Y abrir contenedores y volver a cerrarlos.
—Vale —dijo Jorgen—. Si ya hipersaltan, lo más seguro es que no tengamos que diseccionarlas. Solo nos falta descubrir cómo hacer que recorran más distancia y que vayan donde nosotros queremos.
—Y que os lleven con ellas —matizó Gali.
—Exacto.
—¿Cómo harás que vayan donde quieres? —pregunté—. No es que puedas darles indicaciones.
Las babosas eran lo bastante listas para imitar palabras sencillas y salir de espacios reducidos, pero no me atrevería a dar un mapa a una y relajarme confiando en que me enviara al otro lado del universo.
—Cuando Spensa se fue a Estelar, esa chica alienígena, Alanik, le introdujo unas coordenadas en la mente —dijo Jorgen—. Supongo que lo haría citónicamente. Igual que la abuela de Spensa decía que la oía hablarle desde Estelar. Yo no sé hacerlo, pero si pudiéramos comunicarnos así con las babosas...
—Lástima que no podamos preguntar a la alienígena —comentó Gali, y Jorgen asintió.
Alanik había caído derribada por las plataformas armamentísticas al llegar a Detritus y todavía estaba en el hangar médico, inconsciente. Me daba la impresión de que los meditécnicos confiaban en que pudiera curarse ella sola, porque no sabían lo suficiente sobre su anatomía para hacer mucho más que mantenerla sedada y esperar.
Las babosas terminaron su segundo plato de setas y empezaron a olisquear a su alrededor. Estaba claro que tendríamos que enviar un equipo a recoger más. Supuse que debían de abundar en algún lugar de las cavernas, porque las babosas parecían haber sobrevivido allí abajo sin problemas.
Saqué unas cuantas setas más de su contenedor y vi que la capa inferior... se movía. Cuando la levanté, encontré a otras dos babosas amarillas y azules, gordas y satisfechas y tumbadas en un sombrero enorme a medio comer.
—Míralas, qué listas —dije.
Si era verdad que las babosas habían estado saliendo en busca de alimento, por lo menos algunas lo habían encontrado. Saqué de ahí las dos babosas, una de las cuales tenía una cresta azul particularmente larga en el lomo, que cayó lacia a un lado cuando estornudó, y las dejé de nuevo en su propio contenedor.
—Bueno —dijo Gali—, he construido una caja hecha del mismo metal que la que, según M-Bot, era su hipermotor.
Jorgen estudió la caja con atención.
—¿Y qué hace?
—Nada —respondió Gali—. Solo es una caja.
—Muy bien, ¿y qué propósito tenía en el diseño de M-Bot? —preguntó Jorgen.
—Mi hipótesis —dijo Gali— es que servían para retener a la babosa y que no se colara por toda la nave, ni que se teleportarse fuera del casco y muriera en el espacio. O aunque pudieran sobrevivir sin atmósfera, para que no dejaran varado al piloto si se escabullían en pleno vuelo.
Gali volvía a hablar por los codos desde que Jorgen estaba presente. ¿Sería que había hecho algo que lo ofendiera? No tenía ni la menor idea de lo que podía ser.
—Muy bien —dijo Jorgen—. Así que las babosas no podrán hipersaltar fuera de la caja.
—En teoría, no —repuso Gali—. Tendremos que meter alguna dentro para comprobarlo. Y también creo que la caja puede hacer que la babosa se lleve la nave consigo cuando hipersalta, pero no sé muy bien cómo.
—En otras palabras, no sabemos cómo hacer que se desplacen —dijo Jorgen—, pero, si decidieran hacerlo, ¿teleportarían la caja entera?
—Es posible —asintió Gali—. Habrá que averiguarlo.
—Estupendo —dijo Jorgen—. FM, saca un par de babosas y mételas en la caja de Gali.
—Sí, señor —respondí.
Me salió en un tono más sarcástico del que pretendía. A fin de cuentas, yo misma me había ofrecido voluntaria para cuidar a las babosas. Jorgen me lanzó una mirada, pero no le hice caso y saqué otras dos babosas azules y amarillas del contenedor. Eran de las menos inquietas y me dejaron acariciarlas un momento antes de dejarlas en la caja de Gali y cerrar la oscura tapa metálica.
Tanto Gali como Jorgen clavaron la mirada en la caja.
—Creo que nos daremos cuenta si desaparece —dije. Lo cual sería más probable que sucediera si no hubiera dado de comer a las babosas hacía pocos minutos. Decidí no mencionarlo.
—Cierto —dijo Jorgen.
Gali me miró nervioso, y luego a Jorgen.
—Igual deberías intentar que una se traslade a propósito. Aunque no tengas coordenadas que darle, ¿podrías tratar de averiguar cómo comunicarte con ella?
—¿Quieres que hable con una babosa? —Jorgen bajó la mirada hacia las que ocupaban el contenedor.
—Yo hablo con ellas —repliqué—. No hace falta que lo digas como si fuese de locos. A lo mejor es más fácil con una que tengas a la vista. Así puedes ir conociéndola.
Jorgen me dio a entender con una mirada que, en su opinión, era muy factible que la loca fuese yo. Pero aun así se agachó sobre el contenedor para mirar las babosas. Las rojas y negras se habían terminado las setas antes que las demás y estaban paseándose satisfechas y flauteando flojito. Tenían una forma de cantar musical, aunque su tono era más bajo y profundo que los trinos de las amarillas y azules. La tesitura de las violetas estaba entre una y la otra. En conjunto sus voces resultaban tranquilizadoras, pero también un poco escalofriantes.
—¿Alguien tiene alguna sugerencia de cómo debería hacerlo? —preguntó Jorgen.
—Empieza haciéndote amigo de una —propuse—. Podrías ponerle nombre.
—No son mis amigas —dijo Jorgen—, y no pondremos nombre a los sujetos de experimentos.
—Yo ya lo he hecho: ese es Branquia. —Lo señalé y luego moví el dedo hacia las dos babosas extragordas que había encontrado en el contenedor de setas—. Y estoy pensando que esas dos deberían llamarse Feliz y Mofletes.
Gali sonrió y le salieron unos hoyuelos adorables. Era monísimo cuando no me hacía desaires. «Concéntrate, FM».
—Te toca —dije a Jorgen—. Ponle nombre a una.
—¿En serio? —protestó él—. ¿Se supone que eso me ayudará a descubrir cómo hablar mentalmente con las babosas?
Me apoyé una mano en la cadera. Comprendía que a Jorgen le gustaba estudiarlo todo bien antes de hacer nada, pero estaba comportándose como un crío.
—¿Se te ocurre alguna idea mejor?
Jorgen dio un quejido, pero se agachó y recogió una babosa morada y naranja. La pobre soltó un gañido agudo.
—La aprietas demasiado —dije.
—No creo que esté haciéndole ningún daño irreparable.
—No, pero si las trataras con un poco más de delicadeza, tal vez les caerías mejor.
—¡Me da igual caerles bien! —exclamó Jorgen—. Solo quiero averiguar cómo se usan y así tener las herramientas que necesitamos para combatir a la Supremacía.
Lo miré entornando los ojos. En general, opinaba que Jorgen era un excelente jefe de escuadrón. Un poco demasiado rígido, un poco demasiado interesado en cumplir las normas, pero cuidaba de los pilotos a su cargo y se molestaba en asegurarse de que todos estábamos bien aunque, en lo personal, le resultara incómodo hacerlo.
Pero Spensa le había puesto el apodo de Caracapullo nuestro primer día como cadetes, y en esos momentos me pareció que tenía bien merecido el identificador de vuelo.
—No pasa nada —dije a la babosa que Jorgen tenía en la mano, sobre todo para incordiarlo a él—. A los demás también nos trata así.
—¡Venga, a ver! —intervino Gali—. Jorgen, ¿sientes alguna cosa? ¿Como esa vibración de la que hablabas?
—No lo sé —respondió Jorgen—. El caso es que sí que las oigo en conjunto... tarareando, supongo. Cantando en mi mente.
—¿Puedes tararearle tú a ella? —propuse.
Jorgen me miró furioso, aunque era una sugerencia de lo más razonable. Levanté las manos.
—Tenemos que experimentar con ellas, ¿verdad? Como mínimo, podrías intentarlo.
—Bien, pero no pienso ponerle nombre.
—¡Bien! —trinó la babosa a Jorgen.
—Creo que acabas de hacerlo —dije—. Bien.
—¡Bien! —convino el taynix, entusiasmado.
—De acuerdo, Bien —dijo Jorgen—. Y ahora, silencio. Voy a tararearle.
Jorgen miró a Bien con los ojos entornados y luego los cerró del todo. Estuvo así un momento y entonces empezó a canturrear, haciendo un sonido que podría describirse como desafinado si no fuese tan completamente disonante.
Kimmalyn apareció en el umbral.
—¿Está estreñido? —preguntó.
Lo más probable era que Nedd y Arturo le hubieran contado lo que estábamos haciendo con las babosas y Kimmalyn hubiera decidido pasarse a echar un vistazo.
Jorgen abrió los ojos de sopetón y dejó caer a Bien en el contenedor, más de medio metro hacia abajo. El taynix soltó un trino grave y malhumorado. Me agaché para rascarle el lomo a modo de disculpa en nombre de Jorgen, aunque él no parecía lamentarlo en absoluto.
—No —respondí a Kimmalyn—. Intenta comunicarse con las babosas. Citónicamente.
—¡Cerrad la puerta! —ordenó Jorgen—. Tampoco hace falta que se entere todo el mundo.
—¿El tatareo ha dado algún resultado? —preguntó Gali.
—Me ha hecho sentir idiota —dijo Jorgen.
—Es lo que dice la Santa —terció Kimmalyn—. «Me siento, luego soy».
Jorgen le lanzó una mirada asesina, pero Kimmalyn solo le devolvió una sonrisa inocente. Jorgen suspiró y miró hacia la caja del hipermotor.
—¿Qué hay de esas babosas? ¿Aún están dentro?
Abrí la tapa y miré.
—Sí, las dos. Creo que están dormidas.
Una estaba haciendo un sonido como de resuello con la cresta que pensé que podría ser un ronquido. Jorgen bajó la mirada hacia el contenedor.
—A lo mejor sería más fácil si hubiera menos babosas. No puedo concentrarme en tantas a la vez. FM, saca tres, una de cada color.
Por lo menos yo sería más delicada con ellas. Gali me trajo una caja de cartón y yo, con mucho cuidado, recogí al violeta Bien, al amarillo Branquia y una de las rojas y negras que aún no tenía nombre.
—Voy a tararearles —dijo Jorgen—. Y los demás vais a reservaros vuestros comentarios. Es una orden.
—Benditas sean tus estrellas —dijo Kimmalyn.
Me mordí el labio para contener una risita. El canturreo de Jorgen sonaba como un animal herido. Al terminar, Jorgen suspiró.
—Esto no funciona. A lo mejor debería quedarme a solas con ellas.
—Sigo pensando que deberías tratarlas mejor —le dije—. Establecer un vínculo con ellas.
Jorgen puso los ojos en blanco.
—No sé de qué serviría.
—Spensa tiene un vínculo con su babosa, ¿verdad? A lo mejor así es como descubrió que era un hipermotor.
—No sabemos cómo averiguó Spensa que Babosa Letal es un hipermotor.
—Solo intento ayudar —dije—. Tú eres quien me nombró especialista en bienestar de babosas.
Jorgen se quedó mirándome.
—¿Qué?
A mí me parecía más que evidente.
—Especialista en bienestar de babosas. Mi función es cuidar de las babosas.
—FM —dijo Jorgen—, sabes lo mismo sobre estas babosas que los demás.
—Mentira —repliqué—. Me hice amiga de la babosa de Spensa.
—Te hiciste...
—Amiga —repetí—. De Babosa Letal. ¿Te acuerdas de ella?
—Pues claro que me acuerdo —dijo Jorgen—. Se suponía que ese bicho debía quedarse en el dormitorio de Spensa, pero no paraba de aparecer por toda la plataforma. Una vez la encontré en la cabina de mi nave, ¡y no había forma de que saliera! Cada vez que intentaba atraparla, el bicho me gritaba «Caracapullo». Estoy seguro de que Spensa la entrenó para hacerlo aposta.
—¿Lo ves? —dije—. Está claro que no sabes nada sobre estos animales. Pero Babosa Letal y yo teníamos una relación. Se me acunaba en brazos y ronroneaba cuando le daba caviar.
Jorgen me miró como si se me hubiera ido la cabeza.
—¿Las babosas ronronean?
—Bueno, trinan, pero aquello sonaba a ronroneo.
—¿Y le dabas caviar? ¿De dónde has podido sacar caviar?
—Me lo envían mis padres, ¿vale? —respondí—. Lo importante es que, aparte de Spensa, soy quien mejor puede ayudarte a cuidar a las babosas. Y creo que, si estuvieran cómodas contigo...
—El objetivo no es que estén cómodas. Es desarrollar hipermotores. Spensa dijo que estas cosas...
—Son animales, no cosas.
—Que estos animales son la clave para salir de Detritus. Y por si no te has dado cuenta, tenemos que desarrollar los hipermotores a toda prisa, porque acaba de venir un zapador y podría volver en cualquier momento y destruirnos.
—No creo que vaya a volver —dijo Gali.
Los dos lo miramos.
—Has dicho que Spensa lo espantó, ¿verdad? —añadió él—. Seguro que ha encontrado la forma de evitar que se nos acerque.
Sí, vale. Era evidente que estaba colado por Spensa. Y yo no tenía ningún problema con eso. Tampoco era que estuviese intentando salir con Gali —no era ni mucho menos una preocupación apremiante, teniendo a los krells a nuestras puertas—, pero una conversación sí que habría estado bien