La ciudad de Nueva Belleza
El cielo de principios de verano tenía el color rosa del vómito de un gato.
Por supuesto, pensó Tally, para que los tonos rosados fuesen los adecuados habría que darle al gato durante un tiempo solo comida para gatos con sabor a salmón. Lo cierto es que las nubes, que se deslizaban a velocidad vertiginosa, parecían peces por efecto del viento que les dibujaba escamas. A medida que la luz disminuía, profundos surcos de color azul oscuro se asomaban a través de las nubes como un océano puesto del revés, frío y sin fondo.
Cualquier otro verano, una puesta de sol como aquella habría sido hermosa. Pero nada era hermoso desde que Peris se convirtió en perfecto. Perder a tu mejor amigo es un asco, aunque solo sea durante tres meses y dos días.
Tally Youngblood esperaba a que cayera la oscuridad.
Veía la ciudad de Nueva Belleza a través de su ventana abierta. Las torres de fiesta estaban ya iluminadas, y serpientes de antorchas encendidas marcaban caminos parpadeantes a través de los jardines del placer. Unos cuantos globos de aire caliente tiraban de sus correas contra el rosado cielo cada vez más oscuro. Sus pasajeros lanzaban fuegos artificiales de seguridad a otros globos y parapentes. Las carcajadas y la música cruzaban el agua como guijarros lanzados con gran efecto, con los bordes igual de afilados que los nervios de Tally.
En las afueras de la ciudad, separada de la otra población por el óvalo negro del río, todo estaba a oscuras. Todos los imperfectos estaban ya en la cama.
Tally se quitó el anillo de comunicación.
—Buenas noches —dijo.
—Que tengas dulces sueños, Tally —respondió la habitación.
Masticó una píldora limpiadora de dientes, ahuecó su almohada y metió entre las sábanas una vieja estufa portátil que producía más o menos el mismo calor que si hubiera alguien de las mismas proporciones de Tally dormido a su lado.
Luego se escabulló por la ventana.
Tally se sintió mejor nada más salir al exterior, donde por fin la noche se cernía negra como el carbón sobre ella. Tal vez fuese un plan estúpido, pero con todo preferible a pasar otra noche en vela en la cama compadeciéndose de sí misma. En el conocido camino cubierto de hojas que bajaba hasta la orilla del río, resultaba fácil imaginar a Peris caminando con pasos furtivos tras ella, sofocando la risa, listo para pasar una noche espiando a los nuevos perfectos. Juntos. Peris y ella habían averiguado cómo engañar al guardián de la casa cuando tenían doce años, cuando entonces no parecía que los tres meses que se llevaban fuesen a importar jamás.
—Amigos para siempre —murmuró Tally mientras tocaba la diminuta cicatriz de su palma derecha.
El agua relucía a través de los árboles, y la chica oyó el cabrilleo de la estela de un barco que rompía contra la orilla. Se agachó, ocultándose entre las cañas. El verano siempre era la mejor época para las expediciones de espionaje: la hierba era alta, nunca hacía frío y al día siguiente no había que ir a clase.
Por supuesto, ahora que Peris era perfecto podía dormir tanto como quisiera.
El enorme y viejo puente se extendía sobre el agua a lo largo de su gran estructura de hierro negra como el cielo. Lo habían construido hacía tanto tiempo que se aguantaba por su propio peso sin ningún apoyo de aeropuntales. Dentro de un millón de años, cuando no quedara rastro de la ciudad, seguramente el puente permanecería como un hueso fosilizado.
A diferencia de los otros puentes que llevaban a Nueva Belleza, este no hablaba ni delataba a los intrusos. Pese a su silencio, a Tally siempre le había parecido muy sabio el viejo puente, poseedor de un gran caudal de callada ciencia como un árbol centenario.
Sus ojos ya se habían adaptado del todo a la oscuridad, y solo tardó unos segundos en encontrar el hilo de pescar atado a su roca de siempre. Le dio un tirón y oyó la caída de la roca al agua desde su escondite entre los soportes del puente. Siguió tirando hasta que el invisible hilo de pescar se convirtió en una cuerda mojada con nudos. El otro extremo seguía atado a la estructura de hierro del puente. Tally tensó la cuerda y la amarró al árbol.
Tuvo que volver a agacharse entre la hierba mientras pasaba otro barco. Los que bailaban en cubierta no vieron la cuerda tendida desde el puente hasta la orilla. Nunca la veían. Los nuevos perfectos siempre se divertían demasiado para fijarse en detalles como ese.
Cuando las luces del barco se desvanecieron, Tally probó la cuerda con todo su peso. En una ocasión se había soltado del árbol, y tanto Peris como ella se balancearon hacia abajo, luego subieron y se situaron sobre el centro del río antes de caer en el agua fría. La chica sonrió al recordarlo, comprendiendo que habría preferido estar en aquella expedición —empapada y helada con Peris— que seca y caliente, pero sola como aquella noche.
Colgada del revés, aferrándose a los nudos de la cuerda con las manos y las rodillas, Tally se alzó hasta el oscuro puente. Luego avanzó con movimientos furtivos a través de su estructura de hierro y cruzó hasta Nueva Belleza.
Sabía dónde vivía Peris gracias al único mensaje que se había dignado enviarle desde que se convirtió en perfecto. Aunque Peris no daba la dirección, Tally conocía el truco para descodificar los números de apariencia casual al final de un mensaje. Llevaban a un lugar llamado Mansión Garbo, en la parte más bulliciosa de la ciudad.
Llegar hasta allí iba a ser complicado. En sus expediciones anteriores, Tally y Peris nunca se habían alejado del río, donde gracias a la vegetación y al fondo oscuro de Feópolis resultaba fácil esconderse. Pero ahora Tally se dirigía hacia el centro de la isla, donde las carrozas y los más marchosos ocupaban las calles iluminadas durante toda la noche. Los nuevos perfectos como Peris siempre vivían donde la diversión era más frenética.
Tally había memorizado el mapa, pero si daba un paso en falso estaba perdida. Sin su anillo de comunicación, resultaba invisible para los vehículos, que la atropellarían como si no fuese nada.
Desde luego, Tally no era nada allí.
Peor aún, era imperfecta. Aunque esperaba que Peris no lo viese así. Que no la viese así.
Tally no tenía ni idea de lo que ocurriría si la atrapaban. No sería como si la pillasen por haber «olvidado» su anillo, haberse saltado unas clases o haber engañado a la casa para que la música sonase a un mayor volumen del permitido. Todo el mundo hacía esa clase de cosas, y a todo el mundo lo pillaban por eso. Y aunque Peris y ella siempre habían tenido mucho cuidado de no dejarse atrapar en aquellas expediciones, cruzar el río era algo más serio.
De todos modos, ya era tarde para preocuparse. En cualquier caso, ¿qué podían hacerle, si al cabo de tres meses ella también sería una perfecta?
Tally se deslizó junto al río hasta llegar a un jardín del placer y se sumergió en la oscuridad, entre una hilera de sauces llorones, bajo los cuales avanzó por un camino iluminado por pequeñas luces parpadeantes.
Una pareja de perfectos paseaba por el camino. Tally se quedó inmóvil, pero ellos no la vieron agachada en la oscuridad, ocupados como estaban mirándose a los ojos. En silencio, Tally los vio pasar, con esa agradable sensación que siempre tenía al mirar una cara bella. Incluso cuando Peris y ella espiaban a los perfectos desde las sombras, riéndose de todas las tonterías que decían y hacían, no podían resistirse a mirarlos. Había algo mágico en sus grandes ojos que te empujaba a prestar atención a lo que dijesen, a protegerles de cualquier peligro, a hacerles felices. Eran tan perfectos…
La pareja desapareció en un recodo, y Tally tuvo que sacudir la cabeza para apartar de su mente aquellos pensamientos tan cursis. No estaba allí para quedarse embobada. Era una infiltrada, una fisgona, una imperfecta. Y tenía una misión.
El jardín se extendía hasta la ciudad, serpenteando como un río negro a través de las torres de fiesta y de las casas iluminadas. Tras deslizarse durante unos minutos más, Tally asustó a una pareja que estaba escondida entre los árboles (al fin y al cabo, era un jardín del placer), pero como no pudieron verle la cara en la oscuridad se limitaron a burlarse de ella mientras desaparecía murmurando una disculpa. Tally tampoco había visto mucho más que un lío de piernas y brazos perfectos.
El jardín terminó por fin, a pocas manzanas del lugar donde ahora vivía Peris.
Tally echó una ojeada desde detrás de una parra. Peris y ella nunca habían llegado tan lejos, y allí se acababan sus planos. No había modo de esconderse en las calles transitadas y bien iluminadas. Se llevó los dedos a la cara, se palpó la nariz ancha y los labios finos, la frente demasiado alta y la maraña de pelo ensortijado. Un paso fuera de la maleza y la descubrirían. Su cara pareció arder al contacto de la luz. ¿Qué estaba haciendo allí? Debería hallarse en la oscuridad de Feópolis, aguardando su turno.
Pero tenía que ver a Peris, tenía que hablar con él, aunque no sabía muy bien por qué. Solo sabía que estaba harta de imaginarse mil conversaciones con él todas las noches antes de dormirse. Habían pasado cada día de su vida juntos desde que eran pequeños, y ahora… nada. Tal vez si pudiesen conversar unos minutos, su imaginación dejaría de hablar con el Peris imaginario. Tres minutos podían ser suficientes para sostenerla durante tres meses.
Tally miró a un lado y otro de la calle para comprobar si había jardines laterales por donde cruzar subrepticiamente o umbrales oscuros en los que esconderse. Se sentía como la escaladora que busca grietas y asideros ante un escarpado acantilado.
El tráfico empezó a despejarse un poco, y ella esperó mientras se frotaba la cicatriz de su palma derecha. Al cabo de un rato, Tally suspiró.
—Amigos para siempre —susurró, y dio un paso hacia la luz.
El ruido de una explosión le llegó por la derecha, tras lo cual regresó de un salto a la oscuridad. Tally tropezó entre las parras y cayó de rodillas en la tierra blanda, segura de que la habían atrapado.
Pero al cabo de unos segundos el estrépito dio paso a un vibrante compás. Era una caja de ritmos que avanzaba pesadamente por la calle. Tan grande como una casa, despedía un trémulo brillo con el movimiento de sus decenas de brazos mecánicos, que golpeaban los tambores de distintos tamaños. Tras ella venía un grupo cada vez mayor de perfectos, que bailaban, bebían y arrojaban las botellas vacías contra la enorme máquina insensible.
Tally sonrió. Todos ellos llevaban máscaras.
La máquina lanzaba las máscaras a su paso, tratando de atraer más seguidores al improvisado desfile: caras de demonio y payasos horribles, monstruos verdes y extraterrestres grises con grandes ojos ovalados, gatos, perros y vacas, caras con sonrisas socarronas o grandes narices…
La procesión pasó despacio y Tally se echó atrás, entre la vegetación. Algunos de los bailarines pasaron lo bastante cerca para que el dulzor empalagoso de sus botellas le llenase la nariz. Al cabo de un minuto, cuando la máquina había recorrido media manzana más, Tally salió de un salto y agarró una máscara de la calle. El plástico era blando al tacto, todavía caliente, recién salido de la máquina pocos segundos atrás.
Antes de apretársela contra la cara, Tally se dio cuenta de que era del mismo color que el rosa vómito de gato de la puesta de sol, con un largo hocico y dos orejitas rosadas. El adhesivo inteligente se flexionó contra su piel mientras la máscara se le ajustaba a la cara.
Tally se abrió paso entre los bailarines borrachos hasta el otro lado de la procesión, y corrió por una calle lateral hacia la Mansión Garbo, llevando la cara de un cerdo.
Amigos para siempre
La Mansión Garbo era voluminosa, brillante y ruidosa. Estaba situada entre un par de torres de fiesta, como una tetera muy baja entre dos esbeltas copas de champán. Cada una de las torres descansaba sobre una sola columna no superior de ancho a un ascensor. Más arriba, se ampliaban con cinco pisos de terrazas circulares, llenas de nuevos perfectos. Tally subió por la colina hacia el recinto, tratando de abarcar la escena a través de los ojos de su máscara.
Alguien saltó o fue lanzado desde una torre, gritando y agitando los brazos. Tally tragó saliva, y se obligó a seguir la caída, hasta que el tipo fue sujetado por su arnés de salto unos segundos antes de chocar contra el suelo. Rebotó unas cuantas veces sin parar de reír, antes de verse depositado con suavidad en el pavimento, lo bastante cerca de Tally como para que esta oyera los hipidos nerviosos que ponían fin a sus risas. Él se había asustado tanto como Tally.
Ella se estremeció, aunque saltar no era más peligroso que quedarse allí, debajo de las imponentes torres. El arnés de salto utilizaba las mismas alzas que los aeropuntales que sostenían las estructuras. Si todos los juguetes perfectos de Nueva Belleza dejasen de funcionar por algún motivo, casi todo se desmoronaría.
La mansión estaba llena de nuevos perfectos; los cuales, según Peris, eran los peores. Vivían como imperfectos, un centenar más o menos, en una gran residencia. Pero dicha residencia no tenía reglas, salvo que estas fuesen «Haz el tonto», «Diviértete» y «Haz ruido».
En la azotea había un grupo de chicas vestidas con trajes de baile que hacían equilibrios en el borde gritando con todas sus fuerzas y lanzaban fuegos artificiales a la gente de abajo. Una llama esférica de color naranja, fría como la brisa de otoño, rebotó junto a Tally, disipando la oscuridad que la rodeaba.
—¡Eh, ahí abajo hay un cerdo! —chilló alguien desde arriba.
Todas se rieron, y Tally apretó el paso hacia la puerta de la mansión, abierta de par en par, y se coló dentro, haciendo caso omiso de la mirada de sorpresa de dos perfectos que salían.
Era una gran fiesta, como siempre prometían. Esa noche la gente iba de etiqueta, con vestidos y fracs negros. Todos parecían encontrar muy graciosa su máscara de cerdito. La señalaban y reían, y Tally no dejaba de avanzar, sin darles tiempo a nada más. Por supuesto, allí todos siempre se reían. A diferencia de lo que ocurría en una fiesta de imperfectos, nunca había peleas, ni siquiera discusiones.
Pasó de una habitación a otra, tratando de distinguir las caras sin dejarse distraer por sus grandes ojos bellos ni sentirse abrumada por la sensación de estar fuera de lugar. Cada segundo que pasaba allí, Tally se sentía más imperfecta todavía. Tampoco ayudaba mucho que todo el mundo que la veía se riese de ella. Pero eso era preferible a que hubieran visto su verdadera cara.
Tally se preguntó si reconocería a Peris. Solo le había visto una vez desde la operación cuando salía del hospital, antes de que la inflamación remitiese. Pero conocía muy bien su cara. A pesar de lo que Peris decía, no todos los perfectos tenían exactamente el mismo aspecto. A veces, en sus expediciones, ella y Peris habían localizado a perfectos que les resultaban familiares, como si fuesen imperfectos a los que antes hubieran conocido: una especie de hermano o hermana mayor, más seguro de sí mismo, mucho más perfecto, de quien tendrías celos toda tu vida si hubieses nacido cien años antes.
Peris no podía haber cambiado tanto.
—¿Has visto al cerdito?
—¿Qué?
—¡Hay un cerdito suelto!
Las voces y las risitas procedían del piso inferior. Tally se detuvo a escuchar. Estaba sola en las escaleras. Al parecer, los perfectos preferían los ascensores.
—¡Cómo se atreve a venir a nuestra fiesta vestida de cerdito! ¡Hay que venir de etiqueta!
—Se ha equivocado de fiesta.
—¡No tiene modales! ¡Menuda pinta!
Tally tragó saliva. La máscara no era mucho mejor que su cara. La broma había dejado de tener gracia.
Subió las escaleras dando saltos, dejando tras de sí las voces. Tal vez se olvidarían de ella si no se quedaba quieta. Solo faltaban dos pisos más de la Mansión Garbo, y luego la azotea. Peris tenía que estar en alguna parte.
A no ser que estuviese en el césped detrás del edificio, a bordo de un globo o en una torre de fiesta. O en algún jardín del placer… con alguien. Tally sacudió la cabeza para descartar esa última imagen y echó a correr por el pasillo, sin hacer caso de las mismas bromas sobre su máscara y arriesgándose a echar miradas al interior de las habitaciones una por una.
Pero solo halló miradas de sorpresa, dedos señalándola y rostros perfectos. Sin embargo, ninguno de ellos le sonaba. Peris no estaba en ninguna parte.
—¡Aquí, cerdito, aquí! ¡Eh, está aquí!
Tally salió disparada hacia el ático, subiendo los escalones de dos en dos. Su respiración acelerada había calentado el interior de la máscara. Le sudaba la frente, y notaba cómo el adhesivo se dilataba para mantenerse pegado. Un grupo de perfectos la seguía escaleras arriba, riendo y tropezando entre sí.
No tenía tiempo para registrar ese piso. Aun así, Tally miró a ambos lados del pasillo y vio que allí no había nadie. Todas las puertas estaban cerradas. Tal vez más de un perfecto estuviese disfrutando de su sueño reparador de belleza.
Si subía a la azotea en busca de Peris, estaría atrapada.
—¡Aquí, cerdito, aquí!
Era hora de escapar. Tally echó a correr y entró patinando en el ascensor.
—¡Planta baja! —ordenó.
Esperó ansiosa, asomada al pasillo sin dejar de jadear a causa del recalentamiento de su máscara de plástico.
—¡Planta baja! —repitió—. ¡Cerrar la puerta!
Pero no sucedió nada.
Suspiró con los ojos cerrados. Sin anillo de comunicación, no era nadie. El ascensor no la escucharía.
Tally sabía trucar un ascensor, pero hacía falta tiempo y un cortaplumas, y no tenía ni una cosa ni la otra. El primero de sus perseguidores apareció por la escalera y entró tropezando en el pasillo.
Ella se echó atrás, poniéndose de puntillas y tratando de arrimarse todo lo posible contra la pared para que no la viesen. Llegaron más perfectos, resoplando como típicos perfectos en mala forma física. Tally pudo contemplarlos en el espejo del fondo del ascensor, lo cual significaba que ellos también podían verla a ella si se les ocurría mirar hacia allí.
—¿Adónde habrá ido el cerdito?
—¡Aquí, cerdito, aquí!
—¿Habrá ido a la azotea?
Alguien entró en silencio en el ascensor, no sin antes mirar desconcertado al equipo de búsqueda. Cuando la vio, dio un salto.
—¡Madre mía, qué susto me has dado! —exclamó. Agitó sus largas pestañas, observó el rostro enmascarado de ella y luego miró su frac—. ¡Vaya! ¿No era una fiesta de etiqueta?
A Tally se le entrecortó la respiración y se le secó la boca.
—¿Peris? —murmuró.
Él la miró con atención.
—¿Es que…?
La chica empezó a extender el brazo cuando se acordó de apretarse contra la pared. Los músculos le dolían de estar tanto rato de puntillas.
—Soy yo, Peris.
—¡Aquí, cerdito, aquí!
Él se volvió hacia la voz del pasillo, enarcó las cejas y la miró de nuevo.
—Cerrar puerta. Retener —dijo enseguida.
La puerta se cerró, y Tally tropezó hacia delante. Se quitó la máscara para verlo mejor. Era Peris: su voz, sus ojos castaños, su característica forma de arrugar la frente cuando se sentía confuso.
Pero ahora era tan perfecto…
En la escuela explicaban cómo te afectaba el proceso. No importaba cuánto supieras o no acerca de él. Funcionaba siempre en todo el mundo.
Había un tipo de belleza que todo el mundo veía. Ojos grandes y labios gruesos como los de un niño, piel suave y clara, rasgos simétricos y mil pequeños detalles más. En algún punto del fondo de su mente, la gente siempre buscaba esas características. Nadie podía evitar verlas, fuese cual fuese su educación. Un millón de años de evolución habían pasado a formar parte del cerebro humano.
Unos ojos y labios grandes sugerían: soy joven y vulnerable, no puedo hacerte daño, y tú solo deseas protegerme. En cuanto al resto, sugería: estoy sano, no te haré enfermar. E, independientemente de lo que te pareciese un perfecto, había una parte de ti que pensaba: «Si tuviésemos hijos, ellos también estarían sanos. Quiero a esta persona bella…».
Era pura biología, según decían en la escuela. Como el latido de tu corazón, no podías evitar creer todas esas cosas al ver una cara bella como aquella.
Una cara como la de Peris.
—Soy yo —dijo Tally.
Peris dio un paso atrás con las cejas enarcadas, y miró cómo iba vestida.
Tally se dio cuenta de que llevaba la ropa negra de expedición manchada de barro de trepar por las cuerdas, arrastrarse por los jardines y caer entre las parras. El traje de Peris era de terciopelo negro; la camisa, el chaleco y la corbata, de un blanco impoluto.
Ella se apartó.
—Oh, lo siento. No quiero mancharte de barro.
—¿Qué estás haciendo aquí, Tally?
—Es que… —Ahora que estaba ante él, no sabía qué decir. Todas las conversaciones imaginadas se habían esfumado al ver sus grandes y dulces ojos—. Tenía que saber si aún éramos…
Tally levantó la mano derecha con la cicatriz visible y las líneas marcadas por una mezcla de sudor y polvo.
Peris suspiró, sin dirigirle la mirada a la mano ni a los ojos, unos ojos bizcos, entrecerrados y de un color castaño mediocre. Los ojos de nadie.
—Sí, claro —dijo él—. Pero, en fin… ¿No podías haber esperado, Bizca?
Su feo apodo sonaba extraño de labios de un perfecto. Por supuesto, habría sido aún más raro llamarle a él Narizotas, como hacía ella unas cien veces al día. La chica tragó saliva.
—¿Por qué no me has escrito?
—Lo he intentado, pero me sentía falso. Ahora soy tan distinto…
—Pero somos… —empezó ella señalando su cicatriz.
—Echa un vistazo, Tally.
Él levantó la mano.
La piel de su palma era suave y sin defectos. Era una mano que sugería: «No tengo que trabajar mucho y soy demasiado listo para sufrir accidentes».
La cicatriz que se habían hecho había desaparecido.
—Te la han quitado.
—Por supuesto, Bizca. Toda mi piel es nueva.
Tally parpadeó. No había pensado en eso.
Él hizo un gesto de incredulidad con la cabeza.
—Qué cría eres todavía…
—Ascensor solicitado —dijo el ascensor—. ¿Arriba o abajo?
Tally dio un bote al oír la voz de la máquina.
—Retener, por favor —dijo Peris tranquilamente.
Tally tragó saliva y cerró el puño.
—Pero no te han cambiado la sangre. Sea como sea, compartimos eso.
Por fin, Peris la miró directamente a la cara, sin dar un respingo como ella temía, y le dedicó una hermosa sonrisa.
—No, no me la han cambiado. Una piel nueva no es nada del otro mundo. Y dentro de tres meses podremos reírnos de esto. A no ser que…
—¿Qué?
La chica le miró a sus grandes ojos castaños, sumidos en la inquietud.
—Prométeme que no harás más tonterías como venir aquí —dijo Peris—. Nada que te cause problemas. Quiero verte perfecta.
—Por supuesto.
—Prométemelo.
Peris solo tenía tres meses más que Tally, pero al bajar la mirada al suelo, ella volvió a sentirse muy pequeña.
—De acuerdo, lo prometo. Nada de tonterías. No me atraparán esta noche.
—Vale, ponte la máscara y…
Ella la buscó con la mirada. Tras tirarla, la máscara de plástico se había convertido en una especie de polvillo rosado que se estaba filtrando entre la moqueta del ascensor.
Los dos se miraron en silencio.
—Ascensor solicitado —insistió la máquina—. ¿Arriba o abajo?
—Peris, prometo que no me atraparán. Ningún perfecto puede correr tanto como yo. Llévame abajo, hasta la…
Peris negó con la cabeza.
—Arriba, por favor. Azotea.
El ascensor se puso en marcha.
—¿Arriba? Peris, ¿cómo voy a…?
—Nada más salir por la puerta, en un gran perchero, encontrarás arneses. Verás que hay muchos, por si se declara un incendio.
—¿Pretendes que salte? —Tally tragó saliva. El estómago le dio un vuelco cuando se paró el ascensor.
Peris se encogió de hombros.
—Yo lo hago constantemente, Bizca. Te encantará —le dijo con un guiño.
Su expresión hizo que su cara perfecta resplandeciese aún más, y Tally saltó hacia delante para estrecharlo entre sus brazos. Al menos, al tacto seguía siendo el mismo, tal vez un poco más alto y delgado, pero era cálido y robusto. Seguía siendo el Peris de siempre.
—¡Tally!
Ella retrocedió tropezando cuando se abrieron las puertas. Le había manchado de barro todo el chaleco blanco.
—¡Oh, no! Lo…
—¡Vete ya!
La angustia de él hizo que Tally quisiera volver a abrazarlo. Quería quedarse y limpiar a Peris, asegurarse de que tuviese un aspecto perfecto para la fiesta. Extendió una mano.
—Yo…
—¡Vete!
—Pero somos amigos, ¿verdad?
Él suspiró, tratando de limpiarse una mancha.
—Claro, para siempre. Dentro de tres meses…
Ella se volvió y echó a correr mientras las puertas se cerraban tras de sí.
En la azotea, al principio nadie se fijó en ella. Todos estaban mirando hacia abajo. Todo estaba oscuro, aparte de alguna llamarada esporádica de una bengala de seguridad.
Tally encontró el perchero de arneses de salto y tiró de uno de ellos. Estaba sujeto al perchero. Sus dedos buscaron un cierre. Le habría gustado llevar su anillo de comunicación para que le diese instrucciones.
Entonces vio el botón: PULSAR EN CASO DE INCENDIO.
—¡Oh, mierda! —exclamó.
Su sombra saltó removiéndose. Dos perfectos venían hacia ella, con bengalas en la mano.
—¿Quién es? ¿Qué lleva puesto?
—¡Eh, tú! ¡Esta fiesta es de etiqueta!
—Mírale la cara…
—¡Oh, mierda! —repitió Tally.
Y pulsó el botón.
Una sirena ensordecedora llenó el aire, y el arnés de salto pareció saltar del perchero a su mano. Se lo puso y se volvió hacia los dos perfectos, que dieron un salto hacia atrás como si ella se hubiese transformado en un hombre lobo. Uno dejó caer la bengala, que se apagó al instante.
—Simulacro de incendio —dijo Tally antes de echar a correr hacia el borde de la azotea.
Cuando tuvo el arnés alrededor de los hombros, la correa y las cremalleras parecieron envolverla como serpientes hasta que el plástico estuvo ceñido a su cintura y sus muslos. Una luz verde destelló en el cuello de la prenda, donde pudiera verla.
—Buen arnés —dijo.
Al parecer, no era lo bastante inteligente para responder.
Todos los perfectos que antes jugaban en la azotea pululaban ahora en silencio, preguntándose si de verdad se había declarado un incendio. La señalaban, y Tally oyó la palabra «imperfecta» en sus labios.
Se preguntó qué sería peor en Nueva Belleza: que tu mansión ardiese en llamas o que un imperfecto arruinase tu fiesta.
Tally llegó al borde de la azotea, subió de un salto a la barandilla y se tambaleó por un momento. Los perfectos empezaban a salir de la Mansión Garbo en tropel, invadiendo el césped y la colina. Miraban hacia arriba en busca de humo o llamas, pero solo la veían a ella.
Había una gran altura, y el estómago de Tally pareció precipitarse ya en caída libre. Pero también se sentía emocionada. La sirena estridente, la multitud que no dejaba de mirarla desde abajo, todas las luces de Nueva Belleza extendidas a sus pies como un millón de velas.
Tally inspiró profundamente y dobló las rodillas, preparándose para saltar.
Durante una décima de segundo, se preguntó si funcionaría el arnés aunque no llevase el anillo de comunicación. ¿Rebotaría para nadie o simplemente dejaría que chocase contra el suelo?
Pero le había prometido a Peris que no la atraparían. Y el arnés era para emergencias, y había una luz verde encendida…
—¡Allá voy! —gritó Tally.
Y saltó.
Shay
La sirena enmudeció gradualmente tras de sí. A Tally la caída se le hizo eterna —aunque solo durara unos segundos—, mientras las caras de asombro de abajo aumentaban de tamaño cada vez más.
Ella se precipitaba hacia el suelo, donde se abría un espacio entre la multitud asustada. Por unos momentos fue como soñar que volaba, un sueño silencioso y maravilloso.
Pero la realidad le tiró de los hombros y los muslos, y las cinchas del arnés se clavaron en su cuerpo sin piedad. Era más alta que el perfecto medio y seguramente el arnés no estaba preparado para tanto peso.
Tally dio una voltereta en el aire y cayó de cabeza en lo que fueron unos segundos aterradores; su cara quedó tan cerca del suelo que llegó a distinguir una chapa en la hierba. Después se encontró subiendo de nuevo y completando el círculo mientras el cielo giraba sobre ella, para volver a bajar y ver que, ante sus ojos, se abría paso otra multitud.
Muy bien. Se había impulsado con la fuerza suficiente para alejarse de la Mansión Garbo; el arnés la llevaba entre botes colina abajo, en dirección a la oscuridad y al abrigo de los jardines.
Tally dio dos volteretas más, tras lo cual el arnés la bajó hasta la hierba. Tiró de las correas al azar hasta que la prenda emitió un silbido y cayó al suelo.
Aunque todavía se sentía muy mareada, trató de ponerse en pie.
—¿No es una imperfecta? —preguntó alguien de entre la multitud.
Las negras siluetas de dos aerovehículos de extinción de incendios, con sus luces rojas intermitentes y sus ensordecedoras sirenas, sobrevolaron su cabeza a toda velocidad.
—¡Qué buena idea, Peris! —murmuró—. Una falsa alarma.
Si la atrapaban ahora, se metería en un buen lío. Nunca había oído de nadie que hiciera algo tan malo.
Tally echó a correr hacia el jardín.
La oscuridad bajo los sauces resultaba reconfortante.
Allí abajo, a medio camino del río, Tally apenas notaba que en el centro de la ciudad hubiese una alerta de incendio, aunque estaban rastreando la zona. Que hubiera en el aire más aerovehículos de lo habitual, y que el río estuviera muy iluminado, tal vez fuese solo una coincidencia.
Aunque probablemente no.
Avanzó con cuidado entre los árboles. Peris y ella nunca habían permanecido hasta tan tarde en Nueva Belleza. Los jardines del placer estaban abarrotados, sobre todo en las zonas oscuras. Y ahora que la excitación por su huida se había desvanecido, Tally empezaba a darse cuenta de lo estúpido que había sido su plan.
Por supuesto que Peris ya no tenía la cicatriz. Los dos utilizaron un cortaplumas el día que se cortaron y entrelazaron sus manos. En la operación, los médicos empleaban cuchillos mucho más grandes y afilados. Te frotaban hasta dejarte en carne viva, y desarrollabas una nueva piel, perfecta y clara. Te quitaban las viejas marcas de accidentes, así como las señales de la mala alimentación y de las enfermedades infantiles. Borrón y cuenta nueva.
Sin embargo, Tally había arruinado la nueva vida de Peris al presentarse allí como una chiquilla malcriada que no es bien recibida, por no hablar del barro que le había echado encima. Esperaba que tuviese otro chaleco para cambiarse.
Al menos, Peris no parecía demasiado enfadado. Había dicho que volverían a ser amigos una vez que fuese perfecta. Pero la forma como la había mirado a la cara… Tal vez fuera ese el motivo de la separación entre perfectos e imperfectos. Debía de ser horrible ver una cara imperfecta cuando se estaba constantemente rodeado de personas tan hermosas. ¿Y si lo había echado todo a perder esa noche, y Peris iba a verla siempre así —los ojos bizcos y el pelo ensortijado—, incluso después de que se hubiese sometido a la operación?
Un aerovehículo sobrevoló su cabeza, y Tally se agachó. Probablemente, la atraparían esa noche y jamás sería perfecta.
Se lo merecía por ser tan estúpida.
Pero Tally recordó la promesa que le había hecho a Peris de que no iban a atraparla; tenía que convertirse en perfecta para él.
Una luz centelleó en un extremo de su campo visual. Tally se puso en cuclillas y se asomó a través de la cortina que formaban las hojas de sauce.
Había una guarda en el parque. Era una perfecta mediana, no nueva. A la luz del fuego, los atractivos rasgos de la segunda operación resultaban evidentes: hombros anchos y mandíbula firme, nariz afilada y pómulos altos. La mujer poseía la misma autoridad indiscutible que los profesores de Tally en Feópolis.
Tally tragó saliva. Los nuevos perfectos tenían sus propios guardas. Solo había un motivo para que una perfecta mediana estuviese allí, en Nueva Belleza: los guardas buscaban a alguien y estaban decididos a encontrarlo.
La mujer enfocó con su linterna a una pareja que estaba en un banco durante una décima de segundo, lo suficiente para ver que eran perfectos. La pareja dio un bote, tras lo cual la guarda se rió por lo bajo y pidió disculpas. Tally oyó su voz grave y segura, y vio que los nuevos perfectos se relajaban. No debía de pasar nada si ella lo decía.
Tally deseó rendirse, ponerse a merced de la guarda. Si pudiera explicarse, la guarda lo entendería y lo arreglaría todo. Los perfectos medianos siempre sabían qué hacer.
Pero le había hecho una promesa a Peris.
Se echó atrás para internarse de nuevo en la oscuridad, tratando de pasar por alto la horrible sensación de ser una espía, una fisgona, por no someterse a la autoridad de aquella mujer. Avanzó a través de la maleza tan deprisa como pudo.
Cerca del río, Tally oyó un ruido ante sí. Una silueta oscura se perfilaba delante de ella contra las luces del río. No era una pareja, sino una figura solitaria en la oscuridad.
Tenía que ser un guarda que la esperaba entre la maleza.
Tally ni siquiera se atrevía a respirar. Se había quedado petrificada en mitad de un movimiento, con todo su peso apoyado en una rodilla y una mano hundida en el barro. El guarda no la había visto aún. Si Tally esperaba lo suficiente, tal vez se alejaría.
Esperó, inmóvil, durante unos minutos que se le hicieron interminables, pero la figura no se movió. Debían de saber que los jardines eran el único lugar oscuro por el que entrar y salir de Nueva Belleza.
A Tally empezó a temblarle el brazo y los músculos se le resentían por tener que permanecer paralizados tanto tiempo. Pero no se atrevía a apoyar el peso en el otro brazo. El chasquido de una sola ramita la hubiera delatado.
Se quedó quieta hasta que le dolieron todos los músculos. Tal vez el guarda fuera solo un efecto óptico. Tal vez todo estuviera en su imaginación.
Tally parpadeó varias veces, en un intento de hacer desaparecer la figura.
Pero seguía allí, claramente perfilada contra las luces que se reflejaban en la superficie ondulada del río.
Una ramita se partió bajo su rodilla; los músculos doloridos de Tally la habían traicionado al final. Pero la figura siguió sin moverse. Sin duda alguna la había oído…
Quizá el guarda se estaba mostrando amable y esperaba a que ella se entregase, que se rindiese. A veces los profesores hacían eso mismo en la escuela: hacían que te dieses cuenta de que no tenías escapatoria hasta que lo confesaras todo.
Tally carraspeó con un suave y patético sonido.
—Lo siento —dijo.
La figura dejó escapar un