Hacia la Fundación (Ciclo de la Fundación 2)

Isaac Asimov

Fragmento

cap-1

1

—Hari, insisto en que tu amigo Demerzel está metido en un buen lío —dijo Yugo Amaryl con una inconfundible expresión de desagrado y poniendo un ligero énfasis en la palabra «amigo».

Hari Seldon detectó este desagrado y lo ignoró.

—Yugo, insisto en que eso son tonterías —dijo alzando la cabeza y apartando la mirada de su triordenador—. ¿Por qué me haces perder el tiempo insistiendo en ello? —añadió con un leve, muy leve tono de fastidio.

—Porque creo que es importante.

Amaryl se sentó y lo contempló con expresión desafiante. Su gesto indicaba que iba a ser muy difícil convencerle de lo contrario. Estaba allí, y allí se quedaría.

Ocho años antes era calorero en el Sector de Dahl, el peldaño más bajo de la escala social, pero Seldon lo había sacado de esa posición, elevándolo y convirtiéndolo en un matemático y un intelectual… más que eso, en un psicohistoriador.

Amaryl no olvidaba ni por un instante lo que había sido, quién era actualmente y a quién debía ese cambio. Eso significaba que, si debía hablar con aspereza a Hari Seldon —por el bien del propio Seldon—, no le detendría ninguna consideración de respeto y afecto hacia aquel hombre mayor que él, ni las consecuencias que eso pudiera deparar a su propia carrera. La deuda que había contraído con Seldon le obligaba a usar esa áspera franqueza y, de ser necesario, mucha más aún.

—Mira, Hari —dijo hendiendo el aire con la mano izquierda—, por alguna razón que supera mi comprensión tú tienes un concepto muy alto de Demerzel, pero yo no. Salvo tú, nadie cuya opinión respete le aprecia. No me importa lo que ocurra, Hari, pero si a ti te importa no me queda otro remedio que hablarte del asunto.

Seldon sonrió, tanto por el apasionamiento de Amaryl como por lo que consideraba una preocupación inútil. Apreciaba mucho a Yugo Amaryl…, en realidad era más que aprecio. Yugo era una de las cuatro personas a las que había conocido durante el corto período de su vida en que, huyendo, tuvo que recorrer el planeta Trantor. Eto Demerzel, Dors Venabili, Yugo Amaryl y Raych…, cuatro personas, y desde entonces no había conocido a nadie que pudiera comparárseles.

Los cuatro le resultaban indispensables en una forma determinada y distinta en cada caso; Yugo Amaryl, en particular, por su rápida comprensión de los principios de la psicohistoria y la imaginación que le permitía adentrarse en nuevas áreas. Resultaba consolador saber que si le ocurría algo antes de que las matemáticas de la disciplina estuvieran totalmente desarrolladas —y qué lento era el avance, qué altas parecían las montañas de obstáculos quedaría por lo menos un cerebro inteligente que proseguiría con la investigación.

—Lo siento, Yugo —dijo—. No pretendía impacientarme contigo o rechazar de antemano eso que tienes tantas ganas de hacerme comprender, sea lo que sea. Todo es culpa de mi trabajo. Ya sabes, el ser jefe de un departamento universitario…

Amaryl advirtió que era su turno de sonreír y reprimió una risita.

—Lo siento, Hari, y no debería reírme, pero no tienes aptitudes naturales para ese puesto.

—Lo sé, pero tendré que aprender. Debo aparentar que estoy haciendo algo inofensivo y no hay nada, nada, más inofensivo que dirigir el Departamento de Matemáticas de la Universidad de Streeling. Puedo ocupar toda mi jornada en tareas intrascendentes de tal forma que nadie necesita estar al corriente o hacer preguntas sobre el curso de nuestra investigación psicohistórica, pero el problema estriba en que acabo ocupando toda la jornada en nimiedades y no dispongo de tiempo suficiente para…

Sus ojos vagabundearon por el despacho y contemplaron el material almacenado en los ordenadores a los que sólo Seldon y Amaryl tenían acceso. Aunque alguien lograra acceder a él por casualidad, todos los datos estaban expresados en una simbología inventada que sólo ellos podían entender.

—Cuando estés más familiarizado con tus deberes empezarás a delegar funciones y dispondrás de más tiempo —dijo Amaryl.

—Eso espero —murmuró Seldon con voz dubitativa—. Pero cuéntame, ¿qué es eso tan importante que querías decirme sobre Eto Demerzel?

—Sencillamente que Eto Demerzel, el primer ministro de nuestro gran emperador, está muy ocupado promoviendo una insurrección.

Seldon frunció el ceño.

—¿Y por qué iba a querer hacer algo semejante?

—No he dicho que quiera hacerlo, sino que lo está haciendo, tanto si es consciente de ello como si no, y con considerable ayuda de algunos de sus enemigos políticos. Oh, a mí me da igual, compréndelo… Creo que lo ideal sería tenerle fuera del palacio y lejos de Trantor… fuera del Imperio, de hecho. Pero como he dicho antes, tú tienes un concepto muy alto de Demerzel, y por eso te advierto, porque sospecho que no sigues el curso de los acontecimientos políticos tan atentamente como deberías.

—Hay cosas más importantes de las que ocuparse —dijo Seldon en voz baja y serena.

—Como la psicohistoria. Estoy de acuerdo. Pero, ¿cómo vamos a desarrollar la psicohistoria con esperanza de éxito si ignoramos la política? Me refiero al día a día de la política. El ahora es el momento en que el presente se está convirtiendo en futuro. No podemos limitarnos a estudiar el pasado. Sabemos qué ocurrió en el pasado, pero sólo podremos comprobar los resultados comparándolos con el presente y el futuro próximo.

—Me parece que ya he oído ese argumento antes —dijo Seldon.

—Y lo volverás a oír. Parece que hablarte de esto no sirve de nada.

Seldon suspiró, se reclinó en su asiento y contempló a Amaryl con una sonrisa en los labios. Amaryl podía ser un poco irritante, pero se tomaba la psicohistoria muy en serio… y eso lo compensaba sobradamente.

Amaryl aún llevaba la marca de sus años de calorero. Poseía los anchos hombros y la constitución musculosa de alguien habituado a un trabajo físico muy duro. No había permitido que su cuerpo se ablandara y eso era una suerte, porque ayudaba a Seldon a resistir el impulso de pasar todo su tiempo sentado detrás del escritorio. No poseía la fuerza física de Amaryl, pero no había perdido su habilidad en la lucha de torsión a pesar de que acababa de cumplir los cuarenta y no podría conservarla indefinidamente; pero de momento estaba dispuesto a continuar ejercitándose. Gracias a sus ejercicios diarios su cintura seguía siendo esbelta y sus piernas y sus brazos firmes.

—Toda esta preocupación por Demerzel no puede obedecer simplemente a que sea amigo mío —dijo—. Has de tener otro motivo.

—No es ningún misterio. Mientras seas amigo de Demerzel tu posición en la universidad no puede ser más segura, y podrás seguir trabajando en la investigación psicohistórica.

—¿Ves? Tengo una buena razón para ser amigo suyo, y no me parece que esté más allá de tu comprensión.

—Te interesa estar a buenas con él, cierto, y eso lo entiendo. Pero en cuanto a una auténtica amistad… Eso no lo entiendo. Ahora bien, si Demerzel pierde el poder, aparte del efecto que eso pueda tener sobre tu posición, Cleón gobernaría personalmente el Imperio y su declive se precipitaría. La anarquía podría caer sobre nosotros antes de que hubiéramos comprendido todas las implicaciones de la psicohistoria y hacer posible que esa ciencia salve a la Humanidad.

—Comprendo. Pero… Verás, francamente no creo que consigamos desarrollar la psicohistoria a tiempo de evitar la caída del Imperio.

—Aunque no pudiéramos evitar la caída, podríamos hacer que los efectos resultaran menos terribles, ¿no?

—Quizá.

—Bien, ahí lo tienes. Cuanto más tiempo podamos trabajar en paz más posibilidades hay de que consigamos evitar la caída o, por lo menos, atenuar sus efectos. En tal caso y si seguimos el razonamiento en sentido inverso quizá sea necesario salvar a Dumerzel tanto si nos…, o por lo menos, tanto si me gusta como si no.

—Pero acabas de decir que te gustaría verle fuera del palacio, lejos de Trantor… y fuera del Imperio, de hecho.

—Sí, y dije que eso sería lo ideal. Pero no vivimos en condiciones ideales y necesitamos a nuestro primer ministro incluso si es un instrumento de represión y despotismo.

—Entiendo. Pero ¿por qué crees que el Imperio se encuentra tan cerca de la disolución que la pérdida de un primer ministro bastará para provocarla?

—Por la psicohistoria.

—¿La estás usando para hacer predicciones? Aún no disponemos del marco estructural adecuado. ¿Qué clase de predicciones puedes hacer?

—Existe algo llamado intuición, Hari.

—La intuición siempre ha existido. Queremos algo más, ¿no? Queremos disponer de un tratamiento matemático que nos proporcione las probabilidades de desarrollos futuros específicos bajo esta condición o aquella. Si la intuición basta para guiarnos no necesitamos la psicohistoria para nada.

—No tiene por qué ser una cuestión de una o la otra, Hari. Estoy hablando de ambas, de una combinación que puede ser mejor que cualquiera de ellas por separado… al menos hasta que la psicohistoria esté perfeccionada.

—Si es que llega a estarlo alguna vez —repuso Seldon—. Pero, dime… ¿de dónde surge ese peligro que amenaza a Demerzel? ¿Qué es lo que tiene tantas probabilidades de hacerle daño o derrocarle? ¿Estamos hablando del derrocamiento de Demerzel?

—Sí —dijo Amaryl, y compuso una expresión seria.

—Bien, explícame a qué te refieres. Apiádate de mi ignorancia.

Amaryl se ruborizó.

—Estás siendo condescendiente, Hari. Supongo que has oído hablar de Jo-Jo Joranum, ¿no?

—Desde luego. Es un demagogo… Espera, ¿de dónde es? De Nishaya, ¿verdad? Un mundo muy poco importante. Rebaños de cabras, creo, y quesos de alta calidad.

—Exacto, pero es algo más que un demagogo. Tiene muchos seguidores, y su número aumenta cada día. Dice que su objetivo es la justicia social y una mayor participación del pueblo en la política.

—Sí —dijo Seldon—, ya lo he oído. Su lema es «El gobierno pertenece al pueblo».

—No exactamente, Hari. Joranum dice que «El gobierno es el pueblo».

Seldon asintió.

—Bueno, la verdad es que estoy bastante de acuerdo con esa idea.

—Yo también. Estoy totalmente a favor de ella… suponiendo que Joranum fuera sincero. Pero no lo es, y sólo le interesa como trampolín. Es un camino, no una meta. Quiere librarse de Demerzel. Después de eso manipular a Cleón resultará fácil, y entonces Joranum subirá al trono y será el pueblo. Tú mismo me has contado que se han producido varios episodios similares en la historia imperial, y ahora el Imperio es más débil y menos estable que en el pasado. Un golpe que en siglos anteriores sólo lo habría hecho vacilar, actualmente puede hacerlo añicos. El Imperio sucumbirá a la guerra civil y nunca se recuperará, y no dispondremos de la psicohistoria para enseñarnos lo que debe hacerse.

—Sí, comprendo adonde quieres llegar, pero estoy seguro de que librarse de Demerzel no será tan fácil.

—No tienes ni idea de lo fuerte que se está volviendo Joranum.

—Lo fuerte que se está volviendo no importa. —La sombra de un pensamiento fugaz pareció cruzar la frente de Seldon—, Me pregunto por qué sus padres le pusieron de nombre Jo-Jo… Es un nombre curiosamente juvenil.

Sus padres no tuvieron nada que ver con eso. Su auténtico nombre es Laskin, un nombre muy común en Nishaya. Él mismo escogió llamarse Jo-Jo, presumiblemente por la primera sílaba de su apellido.

—Cometió una estupidez, ¿no te parece?

—No, no me lo parece. Sus seguidores lo gritan. «Jo…, Jo…, Jo…, Jo…», una y otra vez. Resulta hipnótico.

—Bueno —dijo Seldon iniciando el gesto de volverse hacia su triordenador para hacer un ajuste en la simulación multidimensional que había creado—, ya veremos qué ocurre.

—¿Cómo puedes tomártelo con tanta despreocupación? Te estoy diciendo que el peligro es inminente.

—No, no lo es —dijo Seldon. Sus ojos adquirieron un brillo acerado, y su voz se endureció de repente—. No dispones de todos los hechos.

—¿De qué hechos no dispongo?

—Ya hablaremos de eso en otro momento, Yugo. Por ahora sigue con tu trabajo y deja que sea yo quien se preocupe por Demerzel y la situación del Imperio.

Amaryl tensó los labios, pero la costumbre de obedecer a Seldon era muy vieja y fuerte.

—Sí, Hari.

Pero no lo suficiente como para impedir que se volviera antes de llegar a la puerta.

—Estás cometiendo un error, Hari —dijo.

Los labios de Seldon esbozaron una débil sonrisa.

—No lo creo, pero ya he oído tu advertencia y no la olvidaré. Aun así, te aseguro que todo irá bien.

Amaryl se marchó y la sonrisa de Seldon se desvaneció. ¿Iría todo bien… o no?

2

Seldon no olvidó la advertencia de Amaryl, pero tampoco se centró demasiado en ella. Su cuarenta aniversario llegó y pasó tras asestarle el golpe psicológico habitual.

¡Cuarenta años! Ya no era joven. La vida ya no se extendía ante él como un inmenso panorama por explorar cuyo horizonte se perdía en la distancia. Llevaba ocho años en Trantor y el tiempo había transcurrido muy deprisa. Ocho años más y ya casi tendría cincuenta, y la vejez empezaría a alzar su sombra delante de él.

¡Y ni siquiera había conseguido un auténtico comienzo de desarrollo de la psicohistoria! Yugo Amaryl se entusiasmaba hablando de leyes y creaba sus ecuaciones mediante osadas hipótesis basadas en la intuición, pero ¿cómo someter a prueba esas hipótesis? La psicohistoria aún no era una ciencia experimental. El estudio completo de la psicohistoria requeriría experimentos que involucrarían a planetas llenos de seres humanos, centurias de tiempo… y una ausencia total de responsabilidad ética.

Aquello planteaba un problema insoluble y Seldon odiaba el tener que verse obligado a perder un instante invirtiéndolo en tareas del departamento, por lo que al final del día volvió a casa de bastante mal humor.

En circunstancias normales siempre podía contar con que un paseo por el campus le animaría. La Universidad de Streeling estaba cubierta por una cúpula de gran altura, y el campus proporcionaba la sensación de estar al aire libre sin necesidad de soportar la clase de intemperie que Seldon había experimentado durante su primera (y única) visita al Palacio Imperial. Había árboles, praderas y senderos, y casi tenía la sensación de estar en el campus universitario de Helicón, el planeta donde había nacido.

El control meteorológico había creado la ilusión de que el día estaba nublado haciendo que la luz solar (no había sol, naturalmente, sólo luz solar) apareciese y desapareciese a intervalos irregulares, y hacía un poco de fresco, sólo un poco.

Seldon tenía la impresión de que los días frescos empezaban a ser un poco más frecuentes que antes. ¿Sería que Trantor estaba intentando ahorrar energía, o un mero aumento de la ineficiencia? O (y al pensarlo experimentó el equivalente a un fruncimiento de ceño mental) quizá se estaba haciendo viejo y notaba el frío con más facilidad que antes… Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta e inclinó los hombros hacia delante.

Normalmente no se tomaba la molestia de escoger su camino de una forma consciente. Su cuerpo conocía a la perfección la ruta que llevaba de su despacho a su sala de ordenadores, y desde allí hasta su apartamento y viceversa. Lo habitual era que Seldon recorriese el sendero con el pensamiento en otra parte, pero aquel día un sonido logró abrirse paso hasta su cerebro… Un sonido que no tenía ningún significado.

—Jo… Jo… Jo… Jo… Jo…

No era muy fuerte y sonaba bastante lejano, pero trajo consigo un recuerdo. Sí, la advertencia de Amaryl… El demagogo. ¿Estaría en el campus?

Sus piernas cambiaron de rumbo instintivamente y le hicieron subir por la suave pendiente que llevaba hasta el Campo Universitario, una explanada que se utilizaba para los ejercicios calisténicos, los deportes y la oratoria estudiantil.

En el centro del campo había una pequeña multitud de estudiantes que canturreaban entusiásticamente. Sobre una plataforma había alguien a quien Seldon no reconoció, alguien que poseía una voz muy potente que subía y bajaba de tono.

Pero no era Joranum. Seldon había visto varias veces a Joranum en la holovisión. Después de la advertencia de Amaryl, Seldon había prestado bastante atención a todas sus apariciones. Joranum era corpulento y su sonrisa estaba impregnada de una especie de salvaje camaradería. Tenía una abundante cabellera color arena y ojos azul claro.

Aquel orador era más bien bajito y delgado. Tenía la boca muy grande, el cabello oscuro y chillaba mucho. Seldon no estaba escuchando las palabras, aunque oyó la frase «poder de uno solo a la multitud» y el grito de respuesta emitido por muchas voces.

«Estupendo —pensó Seldon—, pero ¿cómo pretende conseguirlo… y es sincero?»

Ya había llegado a la primera fila de la multitud. Miró alrededor buscando alguna persona conocida hasta que vio a Finangelos, un joven apuesto, de tez oscura y cabellera lanuda, que estaba a punto de conseguir su licenciatura en matemáticas.

—¡Finangelos! —gritó.

—Profesor Seldon —dijo Finangelos después de contemplarle por un momento como si la ausencia de un teclado debajo de sus dedos le impidiese reconocer a Seldon. El joven trotó hacia él—, ¿Ha venido a escuchar a ese tipo?

—He venido con el único propósito de averiguar qué estaba causando toda esta algarabía. ¿Quién es?

—Se llama Namarti, profesor. Está hablando en nombre de Jo-Jo.

—Eso ya lo he oído —dijo Seldon mientras escuchaba el nuevo canturreo colectivo, que al parecer se iniciaba cada vez que el orador decía algo que el público consideraba importante—. ¿Y quién es Namarti? No me suena… ¿En qué departamento trabaja?

—No es miembro del claustro universitario, profesor. Es uno de los hombres de Jo-Jo.

—Si no es miembro del claustro universitario no tiene derecho a hablar aquí, a menos que haya obtenido un permiso. ¿Crees que tiene permiso para hablar en público?

—No lo sé, profesor.

—Bueno, vamos a averiguarlo.

Seldon se dispuso a abrirse paso por entre la multitud, pero Finangelos le detuvo agarrándole por una manga.

—No se meta en problemas, profesor. Ha venido acompañado por unos matones.

Detrás del orador había seis jóvenes inmóviles y a bastante distancia entre sí. Los seis tenían las piernas separadas, los brazos cruzados delante del pecho y el ceño fruncido.

—¿Matones?

—Por si las cosas se ponían difíciles… por si alguien intentaba crearle problemas.

—En tal caso estoy seguro de que no es miembro del claustro universitario, y ni siquiera el disponer de un permiso justificaría la presencia de los que tú llamas «matones». Finangelos, avisa a los agentes de seguridad del recinto universitario. Ya tendrían que estar aquí sin necesidad de que les advirtieran.

—Supongo que no quieren buscarse problemas —murmuró Finangelos—. Por favor, profesor, no intente nada… Si quiere que avise a los agentes de seguridad, lo haré, pero espere hasta que hayan llegado.

—Quizá pueda acabar con esto yo solo.

Empezó a abrirse paso por entre la multitud. No era demasiado difícil. Algunos de los presentes le reconocieron, y todos podían ver la insignia de profesor cosida en su hombro. Seldon llegó a la plataforma, puso las manos sobre ella y se impulsó hacia arriba salvando sus noventa centímetros de altura con un gruñido ahogado. Pensar que diez años antes podría haberlo conseguido con una sola mano y sin el gruñido le provocó una punzada de nostalgia.

Cuando se irguió, vio que el orador había dejado de hablar y le dirigía una mirada recelosa. Sus ojos eran tan fríos y duros como el hielo.

—Su permiso para dirigirse a los estudiantes, señor —dijo Seldon con voz serena.

—¿Quién es usted? —preguntó el orador.

Habló en un tono bastante alto, y su voz llegó a los confines del Campo.

—Soy miembro del claustro universitario —replicó Seldon con un tono tan alto como el empleado por el orador—. ¿Me enseña su permiso, señor?

—Niego su derecho a interrogarme sobre este particular.

Los jóvenes que permanecían detrás del orador habían cerrado filas.

—Si no dispone de un permiso, le sugiero que abandone el recinto universitario inmediatamente.

—¿Y si no lo hago?

—Bueno, para empezar los agentes de seguridad de la universidad ya están de camino. —Seldon se volvió hacia la multitud—. ¡Estudiantes —gritó—, tenemos derecho a la libertad de palabra y de reunión dentro del campus, pero se nos puede privar de él si permitimos que desconocidos que carecen de permiso celebren actos públicos no autorizados y…!

Una pesada mano cayó sobre su hombro, Seldon torció el gesto. Se volvió y vio que la mano pertenecía a uno de los jóvenes a los que Finangelos había calificado de «matones».

—Largo de aquí…, y deprisa —dijo el joven con un acento muy marcado que Seldon no logró identificar.

—Olvídalo —replicó Seldon—. Los agentes de seguridad estarán aquí de un momento a otro.

—En ese caso habrá un disturbio —dijo Namarti acompañando sus palabras con una fiera sonrisa—. Eso no nos asusta.

—Oh, claro que no —dijo Seldon—. Les encantaría, pero no habrá ningún disturbio. Todos ustedes se irán de aquí sin armar jaleo. —Se volvió hacia los estudiantes y se quitó la mano del hombro con un brusco encogimiento—. Nosotros nos ocuparemos de que así sea, ¿no es así?

—¡Es el profesor Seldon! —gritó alguien entre la multitud—. ¡Es un buen tipo! ¡No le hagan daño!

Seldon ya había advertido que la multitud vacilaba. Sabía que algunos acogerían con alegría la perspectiva de una refriega con los agentes de seguridad del campus por la única razón de que adoraban los alborotos. Por otra parte, en la multitud había gente que le apreciaba y personas que no le conocían, pero que no desearían ver a un miembro del claustro universitario tratado de forma violenta.

—¡Cuidado, profesor! —gritó una voz femenina.

Seldon suspiró y se volvió hacia los corpulentos jóvenes que había detrás de él. No sabía si lo conseguiría, y a pesar de sus proezas en la lucha de torsión no estaba seguro de que sus reflejos fueran lo bastante rápidos y sus músculos lo suficientemente fuertes.

Un matón venía hacia él. Parecía tan confiado en sí mismo que no se acercaba demasiado deprisa, lo cual proporcionó a Seldon un poco del tiempo que su ya no tan joven cuerpo necesitaría. El matón extendió un brazo en un gesto amenazador, y eso hizo que todo resultara aún más fácil.

Seldon le agarró por el brazo, giró sobre sí mismo y se dobló impulsando el brazo hacia arriba y abajo (con un gruñido… oh, ¿por qué tenía que soltar esos gruñidos?), y el matón salió despedido por los aires, propulsado en parte por su propia inercia. Aterrizó con un golpe ahogado sobre el final de la plataforma. Su hombro derecho había quedado dislocado.

El curso inesperado que habían tomado los acontecimientos hizo que la multitud lanzara una exclamación de sorpresa y entusiasmo. El orgullo institucional afloró al instante.

—¡Acabe con ellos, profe! —gritó una voz que no tardó en ser coreada.

Seldon se mesó los cabellos e intentó no jadear. Después extendió una pierna y empujó al matón que no paraba de gemir hasta hacerle caer de la plataforma.

—¿Alguien más? —preguntó con afabilidad—. ¿O prefieren marcharse sin armar jaleo?

Se encaró con Namarti y sus cinco secuaces, que parecían desconcertados.

—Les advierto que ahora la multitud está de mi lado —dijo Seldon—. Si intentan atacarme en grupo les harán pedazos. De acuerdo, ¿quién es el próximo? Venga, de uno en uno…

Había subido el tono de voz al pronunciar la última frase y la acompañó moviendo los dedos invitándoles a que se aproximaran. La multitud expresó su aprobación con una nueva exclamación.

Namarti no se había movido. Seldon se abalanzó sobre él y le atrapó el cuello en el hueco de un brazo. Los estudiantes ya habían empezado a subir a la plataforma gritando «¡De uno en uno! ¡De uno en uno!», y se apresuraban a interponerse entre los guardaespaldas y Seldon.

Seldon aumentó la presión sobre la tráquea de Namarti.

—Namarti —le susurró al oído—, sólo hay una forma de hacer esto y yo la sé. Tengo años de práctica. Si intenta liberarse le dejaré la laringe tan destrozada que nunca podrá volver a hablar, salvo en murmullos. Si aprecia su voz, obedézcame. Aflojaré la presión y usted dirá a sus matones que se marchen. Si dice cualquier otra cosa, serán las últimas palabras que pronunciará con voz normal, y si vuelve a este campus no me andaré con tantos miramientos. Acabaré el trabajo, ¿entiende?

Aflojó la presión durante unos momentos.

—Fuera todos —dijo Namarti con voz enronquecida.

Los matones se apresuraron a retirarse llevándose consigo a su camarada lesionado.

—Lo siento, caballeros —dijo Seldon unos momentos después, cuando llegaron los agentes de seguridad—. Ha sido una falsa alarma.

Salió del campo y reanudó el trayecto a casa sintiéndose bastante preocupado. Había revelado una faceta de sí mismo que no deseaba revelar. Él era Hari Seldon, matemático, no Hari Seldon, luchador de torsión con tendencia al sadismo.

«Y además Dors se enterará de lo ocurrido», pensó lúgubremente. De hecho sería mejor que se lo contara él mismo para impedir que oyera una versión que pintase el incidente peor de lo que realmente había sido.

Y sabía que a Dors no le haría ninguna gracia.

3

No se la hizo.

Dors le esperaba en la puerta de su apartamento en una postura tranquila y relajada. Tenía una mano apoyada en la cadera y su aspecto era parecido al que había tenido cuando la conoció en la Universidad de Streeling hacía ocho años: delgada, bien proporcionada, cabellera rizada entre rojiza y dorada… Él la encontraba muy hermosa aunque no lo fuera en ningún sentido objetivo de la palabra, pero tras los primeros días de su amistad nunca pudo juzgarla objetivamente.

¡Dors Venabili! Pensó al ver su rostro sereno. Había muchos mundos e incluso sectores de Trantor, en los que habría sido normal llamarla Dors Seldon, pero él siempre había pensado que equivalía a marcarla con una señal de propiedad, a pesar de que la costumbre estaba sancionada por una larga existencia que se perdía en las nieblas del pasado preimperial.

—Ya me he enterado, Hari —dijo Dors en voz baja y con un triste menear de cabeza que agitó casi imperceptiblemente sus rizos—. ¿Qué voy a hacer contigo?

—Un beso no iría nada mal.

—Bueno, quizá, pero sólo después de hablar del asunto. Entra. —La puerta se cerró detrás de ellos—. Querido, ya sabes que debo ocuparme de mi curso y de mi investigación. Sigo escribiendo esa horrible historia del Reino de Trantor que resulta esencial para tu trabajo. ¿La abandono y me dedico a ir contigo a todas partes para protegerte? Sigue siendo mi trabajo, ya sabes, y ahora que estás progresando con la psicohistoria lo es más que nunca.

—¿Progresando? Ojalá… Pero no necesito que me protejas.

—¿No? Envié a Raych en tu busca. Después de todo, estaba preocupada por tu retraso. Normalmente cuando llegas tarde me avisas de antemano y… Siento dar la impresión de que soy tu guardiana, Hari, pero la verdad es que soy tu guardiana.

—Guardiana Dors, ¿se te ha ocurrido pensar que de vez en cuando me gusta librarme de la correa durante un rato?

—Y si te ocurre algo, ¿qué le diré a Demerzel?

—¿Llego demasiado tarde a cenar? ¿Hemos avisado al servicio de cocina?

—No. Te estaba esperando, y ya que estás aquí puedes avisar tú. Eres más quisquilloso que yo en lo que respecta a la comida. Y no cambies de tema.

—Supongo que Raych te informó de que no me había ocurrido nada, así que no veo de qué hay que hablar.

—Cuando te vio tenías la situación bajo control, pero se marchó un poco antes que tú. Desconozco los detalles. Venga, dime… ¿Qué… estabas… haciendo?

Seldon se encogió de hombros.

—Hubo una reunión ilegal, Dors, y la dispersé. Si no lo hubiese hecho la Universidad habría tenido un montón de problemas que no necesita para nada.

—¿Y era tu misión evitar que los tuviera? Hari, ya no eres un luchador de torsión. Eres un…

—¿Un viejo? —se apresuró a interrumpir Seldon.

—Para lo que se espera de un luchador de torsión, sí. Tienes cuarenta años. ¿Cómo te sientes?

—Bueno… Un poco entumecido.

—Lo imagino. Y como sigas fingiendo que eres un joven atleta heliconiano uno de estos días te romperás una costilla… Bien, cuéntame lo ocurrido.

—Bueno, ya sabes que Amaryl me advirtió de que Demerzel iba a tener problemas por culpa de ese demagogo llamado Jo-Jo Joranum.

—Jo-Jo. Sí, ya lo sé. Pero, ¿qué es lo que no sé? ¿Qué ha ocurrido hoy?

—Había una reunión en el campus. Un partidario de Jo-Jo llamado Namarti estaba pronunciando un discurso…

—Namarti es Gambol Deen Namarti, la mano derecha de Joranum.

—Bueno, ya sabes más que yo. En fin, el caso es que estaba pronunciando un discurso y no tenía permiso, que había mucha gente, y creo que tenía la esperanza de que se produjera alguna clase de disturbio. Tales desórdenes son su sustento, y si hubiese conseguido cerrar la universidad, aunque sólo fuese temporalmente, habría acusado a Demerzel de reprimir la libertad académica. Supongo que le echan la culpa de todo, así que se lo impedí… Hice que se marcharan sin que se produjera disturbio alguno.

—Pareces orgulloso de ti mismo.

—¿Por qué no? No está mal para un hombre de cuarenta años.

—¿Es eso lo que hiciste? ¿Averiguar de qué eres capaz a tus cuarenta años?

Seldon tecleó pensativamente el menú de la cena.

—No —dijo por fin—. Estaba realmente preocupado porque temía que la universidad tuviese problemas innecesarios, y también por Demerzel. Me temo que las obsesivas historias de Yugo han acabado por impresionarme más de lo que había creído al principio. Fue una estupidez, Dors, porque sé que Demerzel puede cuidar de sí mismo. No podía explicar eso a Yugo o a nadie que no seas tú.

Seldon tragó una honda bocanada de aire.

—Es asombroso lo placentero que me resulta hablar de esto contigo. Tú sabes, yo sé y Demerzel sabe que es intocable, y nadie más lo sabe…, o, al menos, eso creo.

Dors pulsó un botón disimulado en un hueco de la pared y el comedor de su apartamento quedó iluminado por una suave claridad color melocotón. Ella y Hari fueron hacia la mesa, que ya estaba preparada con la mantelería, la vajilla y los cubiertos. Se sentaron y la cena empezó a llegar —a esas horas de la noche nunca había demasiado retraso—, y Seldon la aceptó sin darle importancia. Hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a la posición social que hacía innecesaria su presencia en los comedores de la facultad.

Seldon saboreó las especias y aderezos que habían aprendido a disfrutar durante su estancia en Micógeno, las únicas cosas de aquel extraño sector dominado por los varones, impregnado de religión y anclado en el pasado que no habían detestado desde el primer momento.

—¿A qué te refieres con eso de que es «intocable»? —preguntó Dors en voz baja.

—Vamos, querida… Demerzel tiene el poder de alterar las emociones. No lo habrás olvidado, ¿verdad? Si Joranum llegara a ser realmente peligroso… —Seldon movió las manos—, podría ser alterado. Se le podría hacer cambiar de ideas.

Dors puso cara de sentirse incómoda y la cena fue más silenciosa que de costumbre. Dors no volvió a hablar hasta que terminaron de comer y los restos —platos, tenedores y todo lo demás— cayeron por el conducto de eliminación que había en el centro de la mesa (que se apresuró a ocultarse en cuanto hubo acabado de cumplir su función).

—No estoy segura de querer hablar de esto, Hari —dijo—, pero no puedo permitir que seas víctima de tu propia inocencia.

—¿Inocencia?

Seldon frunció el ceño.

—Sí. Nunca hemos hablado de ello. En realidad nunca pensé que llegara el momento en el que fuera preciso, pero Demerzel no es omnipotente. No es intocable, se le puede dañar y sin duda Joranum supone un serio peligro para él.

—¿Hablas en serio?

—Por supuesto. No entiendes a los robots…, y, desde luego, no a uno tan complejo como Demerzel. Yo, en cambio, sí.

4

Volvió a haber un breve silencio, pero sólo porque los pensamientos no se oyen. Los que se agolpaban en la cabeza de Seldon formaban un auténtico torbellino mental.

Sí, era cierto. Su esposa poseía conocimientos realmente increíbles sobre los robots. A lo largo de los años, Hari se había cuestionado tantas veces su procedencia, que había acabado por rendirse y confinar el enigma en un rincón de su mente. De no ser por Eto Demerzel —un robot—, Hari jamás habría conocido a Dors. ¿Por qué? Porque Dors trabajaba para Demerzel. Fue él quien le «asignó» el caso de Hari ocho años atrás, ordenándole que protegiera su huida a través de los sectores de Trantor. Actualmente era su esposa, su confidente y su «mejor mitad», pero Hari seguía preguntándose por la extraña relación que unía a Dors con el robot Demerzel. Era la única zona de su vida en la que Hari se sentía un intruso… y no bien acogido. Y eso trajo a su mente la pregunta más dolorosa de todas, la de si Dors seguía con él por obediencia a Demerzel o porque le amaba de verdad. Quería creer que era porque le amaba, pero…

Seldon era feliz con Dors Venabili, pero esa felicidad se había obtenido a cambio de un precio y con una condición. La condición no se había establecido a través de la discusión o el acuerdo, sino mediante un entendimiento mutuo sin palabras, y eso la hacía aún más pesada y difícil de soportar.

Seldon comprendía que había encontrado en Dors todo cuanto deseaba de una esposa. Cierto, no tenían hijos, pero no esperaba tenerlos porque, en realidad, nunca los había deseado. Tenía a Raych, quien emocionalmente era tan hijo suyo como si hubiese heredado todo el genoma seldoniano…, y quizá más.

El mero hecho de que Dors le hiciera pensar en el asunto rompía el acuerdo que les había permitido llevar una existencia tranquila y agradable durante aquellos años. Seldon sintió un leve resentimiento que iba creciendo poco a poco.

Volvió a relegar esos pensamientos y esas preguntas a un rincón de su mente. Había aprendido a aceptar el papel de Dors como protectora, y seguiría haciéndolo. Después de todo, con él compartía una casa, una mesa y una cama…, no con Demerzel.

La voz de Dors le sacó de su meditación.

—He dicho… Hari, ¿estás enfadado?

Seldon se sobresaltó ligeramente. El tono de su voz indicaba que repetía lo mismo, y Seldon comprendió que durante los últimos momentos se había sumergido en las profundidades de su mente hasta alejarse de la conversación.

—Lo siento, querida. No, no estoy enfadado…, y no intento ponerme de mal humor. Me preguntaba cómo responder a tu afirmación.

—¿Sobre los robots?

Cuando pronunció la última palabra la voz de Dors no podía ser más serena.

—Dijiste que no sé tanto sobre ellos como tú. ¿Cómo he de responder a eso? —Hizo una pausa, y cuando siguió hablando lo hizo en voz baja porque sabía que corría un riesgo—. Sin ofenderte, quiero decir —añadió.

—No he dicho que no supieras nada sobre los robots. Si vas a citar mis palabras hazlo con precisión. He dicho que no entendías a los robots. Estoy segura de que sabes muchas cosas sobre ellos, quizá más que yo, pero saber no significa necesariamente entender.

—Vamos, Dors… Utilizas deliberadamente paradojas para irritarme. Una paradoja surge única y exclusivamente de una ambigüedad engañosa, ya sea por casualidad o porque así se desea. No me gusta que haya paradojas en la ciencia y tampoco me gusta encontrarme con ellas en una conversación, a menos que tengan una finalidad humorística, y no creo que ése sea el caso ahora.

Dors dejó escapar su típica risa suave y no muy ruidosa, esa leve carcajada que daba a entender que la diversión era algo demasiado valioso para ser compartido de una forma excesivamente generosa.

—Al parecer la paradoja te ha irritado lo suficiente para caer en la ampulosidad, y cuando te pones así resultas muy gracioso, pero me explicaré. No tengo la más mínima intención de irritarte.

Alargó un brazo para darle una palmadita en la mano, y Seldon se sorprendió al darse cuenta de que había cerrado las manos en forma de puño.

—Hablas mucho de la psicohistoria, por lo menos cuando estás conmigo —dijo Dors—, ¿Lo sabías?

Seldon carraspeó para aclararse la garganta.

—En lo que a eso concierne confiaré en tu misericordia. El proyecto es secreto por su misma naturaleza. La psicohistoria sólo funcionará si las personas a las que afecta no saben nada sobre ella, por lo que sólo puedo hablar del tema con Yugo y contigo. Para Yugo todo se reduce a la intuición. Es muy brillante, pero los saltos a ciegas en la oscuridad se le dan tan bien que debo jugar el papel de eterno cauteloso que siempre tira de él haciéndole retroceder. Yo también tengo ideas atrevidas de vez en cuando, y exteriorizarlas en voz alta me ayuda incluso… —y sonrió—, incluso cuando estoy seguro de que no entiendes ni una sola palabra de lo que digo.

—Ya sé que me utilizas como oído en el que rebotan tus ideas, y no me importa. No, Hari, de veras, no me importa, así que no empieces a tomar decisiones sobre tu conducta en el futuro. No comprendo las matemáticas que utilizas, por supuesto. No soy más que una historiadora, y ni siquiera soy historiadora de la ciencia. La influencia del cambio económico en el desarrollo político es lo que ocupa todo mi tiempo…

—Sí, y en lo que respecta a eso yo soy el oído en el que haces rebotar tus ideas… ¿O es que no te habías dado cuenta? Necesitaré esos datos para la psicohistoria cuando llegue el momento, por lo que sospecho que serás una ayuda indispensable para mí.

—¡Bien! Ya sabemos cuál es la razón de que sigas conmigo, estaba segura de que no era por mi etérea belleza; permíteme ahora explicarte que de vez en cuando te alejas de los aspectos estrictamente matemáticos, y en esos momentos me parece que comprendo adonde quieres llegar. En varias ocasiones me has explicado lo que tú llamas la necesidad del minimalismo, y creo entenderlo. Al usar esas palabras te refieres a…

—Sé perfectamente a qué me refiero.

Dors puso cara de sentirse herida.

—Usa un tono menos altivo, por favor. No trato de explicártelo, quiero explicármelo a mí misma. Has dicho que eras mi oído, así que actúa como tal cuando te toca el turno. Creo que es lo justo, ¿no?

—Desde luego, pero si vas a acusarme de altivez cuando lo único que he hecho ha sido…

—¡Basta! ¡Cállate! Has dicho que el minimalismo es de la más alta importancia en la psicohistoria aplicada, en el arte de convertir un desarrollo no deseado en uno deseado o, por lo menos, en uno que no resulte tan indeseable. Has dicho que ha de aplicarse un cambio lo más diminuto y mínimo posible…

—Sí —se apresuró a decir Seldon—, y eso se debe a que…

—No, Hari, soy yo quien está intentando explicarlo. Los dos sabemos que tú lo entiendes. El minimalismo es necesario porque cada cambio, sea cual sea, tiene una miríada de efectos colaterales no siempre tolerables. Si el cambio es demasiado grande y los efectos colaterales excesivamente numerosos, se puede tener la seguridad de que el desenlace estará muy lejos de lo planeado y de que resultará totalmente impredecible.

—Exacto —dijo Seldon—. Es la esencia de un efecto caótico. El problema estriba en si hay algún cambio lo bastante pequeño para que las consecuencias resulten razonablemente predecibles o si, por el contrario, la historia humana es inevitable e inalterablemente caótica en todos y cada uno de sus hechos. Eso fue lo que al principio me hizo pensar que la psicohistoria no era…

—Ya lo sé, pero no me dejas hablar. La cuestión a debatir no es la de si existe algún cambio lo suficientemente pequeño, sino el de si cualquier cambio superior al mínimo es caótico. El mínimo requerido puede ser cero, pero si no lo es entonces sigue siendo muy pequeño…, y encontrar algún cambio lo bastante pequeño y, aun así, significativamente mayor que cero sería un auténtico problema. Creo que te refieres a eso cuando hablas de la necesidad del minimalismo.

—Más o menos —dijo Seldon—. Naturalmente, y como ocurre siempre, todo eso se puede expresar de forma más compacta y rigurosa en el lenguaje matemático. Verás…

—Ahórramelo —dijo Dors—, Hari, ya sabes eso respecto a la psicohistoria, y también deberías saberlo sobre Demerzel. Posees el conocimiento, pero no la comprensión porque al parecer no se te ha ocurrido aplicar las reglas de la psicohistoria a las Leyes de la Robótica.

—Ahora soy yo quien no entiendo adonde quieres llegar —replicó Seldon en voz baja.

—Hari, ¿no te parece que él también necesita el minimalismo? La Primera Ley de la Robótica dice que un robot no puede dañar a un ser humano. Ésa es la regla básica para un robot corriente, pero Demerzel se sale de lo corriente y para él la Ley Cero es una realidad, por encima incluso de la Primera Ley. La Ley Cero dice que un robot no puede dañar a la Humanidad considerada como un todo, pero eso hace que Demerzel se encuentre en la misma situación que tú cuando intentas desarrollar la psicohistoria. ¿Lo ves?

—Estoy empezando a verlo.

—Eso espero… Si Demerzel posee la capacidad de alterar las mentes tiene que hacerlo sin provocar efectos colaterales no deseados…, y como es el primer ministro del emperador, los efectos colaterales por los que debe preocuparse son muy numerosos.

—¿Y la aplicación al caso actual?

—¡Piensa en ello! No puedes decirle a nadie que Demerzel es un robot, salvo a mí, claro, porque él te ha alterado para que no puedas hacerlo. Pero, ¿qué ajuste fue preciso hacer? ¿Quieres revelar a otras personas que es un robot? ¿Quieres acabar con su efectividad cuando dependes de él para que te proteja, para que apoye la concesión de tus becas y ejerza discretamente su influencia en tu beneficio? Claro que no. El cambio que efectuó fue muy pequeño, justo el suficiente para impedir que se te escapara en un momento de nerviosismo o descuido. Es un cambio tan pequeño que no existen efectos colaterales apreciables, y así es como Demerzel intenta gobernar el Imperio habitualmente.

—¿Y el caso Joranum?

—Está claro que es totalmente distinto al tuyo. No sabemos qué motivos le impulsan, pero se opone ferozmente a Demerzel. Sin duda podría cambiar esa actitud, pero tendría que pagar el precio de una alteración tan considerable en Joranum que produciría resultados impredecibles para Demerzel. En vez de correr el riesgo de dañar a Joranum y producir efectos colaterales peligrosos para otras personas y, posiblemente, para toda la Humanidad, debe olvidarse de Joranum y permitirle actuar hasta que encuentre algún pequeño cambio que resuelva el problema sin causar perjuicios. Por eso Yugo está en lo cierto, Demerzel es vulnerable.

Seldon había escuchado con suma atención, pero no dijo nada. Parecía absorto en sus pensamientos, y pasaron unos minutos antes de que volviera a hablar,

—Si Demerzel no puede hacer nada al respecto… Entonces soy yo quien debe actuar —dijo.

—Si él no puede hacer nada, ¿qué puedes hacer tú?

—El caso es distinto. No estoy atado por las leyes de la robótica. No necesito preocuparme obsesivamente por el minimalismo… Para empezar, he de ver a Demerzel.

Dors parecía un poco preocupada.

—¿Tienes que verle? No considero prudente revelar vuestra conexión.

—Hemos llegado a un momento en el que ya no podemos permitir que la supuesta inexistencia de nuestra unión nos gobierne y manipule. Naturalmente, no iré a su encuentro precedido por el resonar de los clarines después de anunciarlo por holovisión, pero he de verle.

5

Seldon había descubierto que el paso del tiempo le enfurecía. Cuando llegó a Trantor hace ocho años, podía emprender cualquier clase de acción en cuestión de instantes. Sólo tenía que abandonar una habitación de hotel y recorrer los sectores de Trantor a su antojo.

En la actualidad tenía frecuentes reuniones de departamento, decisiones que tomar y trabajo que hacer. Salir corriendo cuando quisiera en busca de Demerzel no era tan sencillo, y aunque hubiese podido, Demerzel también tenía un horario muy apretado. Encontrar un momento en el que los dos pudieran verse resultaría fácil.

Comprobar que Dors le miraba y meneaba la cabeza también resultaba bastante duro de soportar.

—No sé lo que pretendes, Hari.

—Yo tampoco lo sé, Dors —replicó impacientemente—. Tengo la esperanza de que lo averiguaré en cuanto vea a Demerzel.

—La psicohistoria es tu deber prioritario. Demerzel te lo recordará.

—Quizá. Ya veremos.

Justo al acabar de fijar la hora de entrevista con el primer ministro para dentro de ocho días, la pantalla mural de su despacho le mostró un mensaje escrito en un tipo de letra algo anticuado que encajaba a la perfección con el arcaico texto del mensaje: SUPLICO Y RUEGO AL PROFESOR HARI SELDON QUE ME CONCEDA UNA AUDIENCIA.

Seldon contempló el mensaje con asombro. Aquella frase con siglos de antigüedad ni siquiera se utilizaba para dirigirse al emperador.

La firma también se salía de lo habitual, y no había sido creada pensando en la claridad. Estaba adornada con una floritura que no impedía que fuese perfectamente legible y, al mismo tiempo, le proporcionaba un aura artística, entre casual e improvisada, propia de un maestro. El mensaje estaba firmado por LASKIN JORANUM. Era el mismísimo Jo-Jo, y solicitaba una audiencia.

Seldon no pudo contener una risita. El motivo de aquellas palabras estaba muy claro, así como el del tipo de letra. Servían para convertir una simple petición en algo que estimulaba la curiosidad. Seldon no tenía muchos deseos de recibirle…, o no los habría tenido en circunstancias normales. Pero, ¿a qué venía tanto arcaísmo y cuidado artístico? Quería descubrirlo.

Hizo que su secretario fijara la fecha y el lugar de la entrevista. Evidentemente se desarrollaría en el despacho, no en su apartamento, y sería una reunión de negocios, no un acontecimiento social. Además, tendría lugar antes de la entrevista con Demerzel.

—No me sorprende, Hari —dijo Dors—. Lesionaste a dos de sus hombres, uno de ellos su primer ayudante; echaste a perder su acto de propaganda y conseguiste dejarle como un idiota a través de sus secuaces. Quiere echarte un vistazo, y creo que sería mejor que yo estuviera contigo mientras lo hace.

Seldon meneó la cabeza.

—Iré con Raych. Conoce todos los trucos tan bien como yo, y es un joven fuerte y activo de veintidós años de edad; aunque estoy seguro de que no necesitaré protección alguna.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Joranum me verá dentro del recinto universitario, y habrá gran número de jóvenes en los alrededores. Gozo de cierta popularidad entre los estudiantes y sospecho que Joranum es la clase de tipo que siempre hace los deberes y sabe que estaré en territorio amigo. Estoy seguro de que será cortés y afable…

—Humm —dijo Dors, y la comisura de sus labios se curvó ligeramente hacia abajo.

—Y mortalmente peligroso —añadió Seldon.

6

Hari Seldon mantuvo el rostro inexpresivo e inclinó la cabeza lo imprescindible para transmitir una razonable impresión de cortesía. Se había tomado la molestia de examinar unos cuantos hologramas de Joranum, pero, como suele ocurrir, la persona de carne y hueso que cambia continuamente en respuesta a las alteraciones de las circunstancias nunca es totalmente idéntica al holograma, por muy meticulosa y cuidada que sea la grabación. Seldon pensó que tal vez la diferencia se situaba en la respuesta del observador al ver a la persona en carne y hueso.

Joranum era alto —tanto como Seldon—, pero más voluminoso en otro sentido. No se debía a un físico musculoso, pues daba cierta impresión de blandura sin llegar a la auténtica gordura. Tenía el rostro redondeado, una espesa melena de un rubio pajizo y ojos azul claro. Vestía un mono muy discreto y su rostro estaba iluminado por una media sonrisa que creaba la ilusión de afabilidad y que, sin embargo, se las arreglaba para dejar bien claro que no era más que una ilusión.

—Profesor Seldon… —Joranum tenía una voz sonora y grave sometida a un control muy estricto, la voz típica de un orador—. Es un placer conocerle. Ha sido muy amable al acceder a esta entrevista. Confío en que no se ofenderá por haber traído un acompañante a pesar de no tener permiso para ello. Es mi mano derecha, y se llama Gambol Deen Narnarti…, tres nombres, fíjese bien. Creo que ya se conocen.

—Sí, le reconozco. Recuerdo muy bien el incidente.

Seldon contempló a Narnarti y sus ojos brillaron con un matiz de sarcasmo. En su encuentro anterior Narnarti había estado soltando un discurso en el campus universitario. En esta ocasión Seldon le observaba atentamente en condiciones mucho menos tensas. Narnarti era un hombre de estatura media, rostro delgado, tez pálida y cabellos oscuros, y tenía la boca bastante grande. No poseía la media sonrisa de Joranum o cualquier otra expresión perceptible, salvo un aire de cautela recelosa.

—Mi amigo, el doctor Narnarti, es licenciado en literatura antigua, ¿sabe? —dijo Joranum, y su sonrisa se hizo un poco más evidente—. Ha querido acompañarme para disculparse.

Joranum lanzó una instintiva mirada de soslayo a Narnarti.

—Profesor, lamento lo ocurrido en el campus —dijo Narnarti con voz átona. Sus labios se tensaron un poco, pero el fruncimiento desapareció en seguida—. No estaba muy enterado de las estrictas reglas que regulan los actos públicos en el recinto universitario, y temo que me dejé llevar por el entusiasmo.

—Es comprensible —dijo Joranum—, y aparte de eso tampoco sabía quién era usted. Creo que ahora podemos olvidar el asunto.

—Caballeros, les aseguro que no tengo ningún deseo de recordarlo —dijo Seldon—. Éste es mi hijo, Raych Seldon. Como ven yo también tengo un acompañante.

Raych se había dejado crecer un abundante bigote negro, el símbolo de la masculinidad dahlita. Cuando conoció a Seldon ocho años atrás no tenía bigote, y por aquel entonces era un chico callejero que vestía con harapos y hambriento. Raych era bajito pero esbelto y robusto, y mostraba una permanente expresión de altivez para añadir unos cuantos centímetros a su estatura.

—Buenos días, joven —dijo Joranum.

—Buenos días, señor —dijo Raych.

—Siéntense, caballeros —propuso Seldon—. ¿Puedo ofrecerles algo de comer o de beber?

Joranum alzó las manos en un gesto de cortés negación.

—No, gracias. Esto no es una visita social. —Se sentó en el sillón que le había indicado Seldon—. Sin embargo, tengo la esperanza de que habrá muchas visitas de esa naturaleza en el futuro…

—Bien, si vamos a hablar de negocios, empecemos.

—Profesor Seldon, cuando me enteré del pequeño incidente que usted ha tenido la amabilidad de olvidar, en seguida me pregunté por qué corrió un riesgo semejante. Debe admitir que corrió un riesgo.

—Lo cierto es que no pensé que corriera riesgo alguno.

—Pero el riesgo existía, así que me tomé la libertad de averiguar todo lo que pude sobre usted, profesor Seldon. Es usted un hombre muy interesante, ¿sabe? Descubrí que llegó hasta aquí procedente de Helicón.

—Sí, nací allí. Los registros son accesibles a todo el mundo.

—Lleva ocho años en Trantor.

—Eso también es del dominio público.

—Y se hizo bastante famoso gracias a un trabajo matemático sobre…. ¿Cómo lo llama? ¿La psicohistoria?

Seldon meneó la cabeza de forma casi imperceptible. Cuántas veces había lamentado aquella indiscreción… Aunque por aquel entonces ignoraba que fuese una indiscreción.

—Un entusiasmo juvenil —dijo—. Al final quedó en nada.

—¿De veras? —Joranum miró a su alrededor con una expresión entre sorprendida y complacida—. Sin embargo, fíjese ahora, está al frente del Departamento de Matemáticas de una de las mayores universidades de Trantor, y creo que con sólo cuarenta años de edad… Por cierto, yo tengo cuarenta y dos, así que evidentemente no le considero un anciano. Ha de ser un matemático muy competente para alcanzar esta posición.

Seldon se encogió de hombros.

—No deseo pronunciarme al respecto.

—O ha de tener amigos muy poderosos.

—A todos nos gustaría tener amigos muy poderosos, señor Joranum, pero creo que no encontrará a ninguno por aquí. Los profesores universitarios rara vez tienen amigos poderosos, y a veces pienso que lo habitual es que no los tengan de ninguna clase.

Seldon sonrió.

Joranum hizo lo mismo.

—Profesor Seldon, ¿no cree que el emperador debe ser considerado un amigo poderoso?

—Desde luego que sí, pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?

—Tengo la impresión de que el emperador es amigo suyo.

—Señor Joranum, estoy seguro de que los registros le indicarán que disfruté de una audiencia con Su Majestad Imperial hace ocho años. Duró una hora o quizá menos, y entretanto no detecté ninguna predisposición especial hacia mí. Desde entonces no he vuelto a hablar con el emperador, y ni siquiera le he visto…, salvo en la holovisión, por supuesto.

—Pero profesor, el emperador puede ser un amigo poderoso sin necesidad de verle o hablar con él. Basta con ver o hablar con Eto Demerzel, su primer ministro. Demerzel es su protector, por tanto podemos decir que el emperador también lo es.

—¿Ha encontrado alguna referencia a esa supuesta protección en los registros? ¿Ha encontrado algo, lo que sea, que le permita deducir la existencia de tal protección?

—¿Por qué buscar en los registros cuando es bien sabido que existe una relación entre ustedes? Usted lo sabe y yo lo sé. Aceptemos ese hecho como algo probado y sigamos hablando. Y, por favor… —Joranum alzó las manos—. No se tome la molestia de hacerme oír sus más sinceras negativas. Sería una pérdida de tiempo.

—En absoluto —dijo Seldon—. Iba a preguntarle qué le lleva a pensar que el primer ministro quiere protegerme. ¿Con qué fin iba a hacerlo?

—¡Profesor! ¿Está insinuando que soy un colosal ingenuo? Ya he hablado de su psicohistoria, y Demerzel está muy interesado en ella.

—Y yo le he dicho que se trató de una indiscreción juvenil que acabó en nada.

—Usted puede decirme muchas cosas, profesor, pero yo no estoy obligado a creer en ellas. Vamos, hablemos con franqueza… He leído su trabajo y he intentado comprenderlo con la ayuda de algunos matemáticos de mi organización. Me han dicho que es un sueño sin pies ni cabeza, algo totalmente imposible…

—Estoy totalmente de acuerdo con ellos —dijo Seldon.

—Sin embargo presiento que Demerzel espera que la psicohistoria sea desarrollada y utilizada; y si él puede esperar yo también puedo hacerlo. Créame, sería más útil para usted que yo esperase, profesor Seldon.

—¿Por qué?

—Porque Demerzel no permanecerá en su posición actual durante mucho más tiempo. La opinión pública se está volviendo en su contra. Es muy posible que cuando el emperador se canse de un primer ministro impopular que amenaza con arrastrar al trono en su caída, le encuentre un sustituto, e incluso podría ser que el nombramiento de primer ministro recaiga sobre mi humilde persona. Usted seguirá necesitando un protector, alguien que le permita trabajar sin molestias y que garantice amplios fondos para cubrir sus posibles necesidades de equipo o ayudantes.

—Y usted sería ese protector, ¿verdad?

—Por supuesto…, y por la misma razón por la que lo es Demerzel. Quiero disponer de una técnica psicohistórica que funcione para gobernar el Imperio de forma más eficiente.

Seldon asintió con expresión pensativa y esperó unos momentos antes de replicar.

—Pero en ese caso, señor Joranum, ¿por qué debo involucrarme en esto? —dijo—. Soy un pobre estudioso que lleva una existencia tranquila consagrada a las actividades pedagógicas y a algo tan poco mundano como las matemáticas. Usted afirma que Demerzel es mi protector actual y que usted lo será en el futuro, por lo que puedo seguir ocupándome tranquilamente de mis asuntos. Usted y el primer ministro pueden luchar hasta que haya un vencedor. Sea quien sea el que gane yo seguiré teniendo un protector…, o al menos eso es lo que usted me asegura.

La eterna sonrisa de Joranum se debilitó un poco. Namarti volvió su ceñudo rostro hacia Joranum y pareció disponerse a decir algo, pero la mano de Joranum se movió unos milímetros y Namarti tosió permaneciendo en silencio.

—Doctor Seldon, ¿es usted un patriota? —preguntó Joranum.

—Por supuesto que sí. El Imperio ha proporcionado varios milenios de paz o, por lo menos, varios milenios razonablemente pacíficos a la Humanidad y ha permitido que hubiera un progreso continuo.

—Así es…, pero durante los últimos dos siglos el progreso ha sido más lento.

Seldon se encogió de hombros.

—No me he dedicado a estudiar esas materias.

—No tiene por qué hacerlo. Usted sabe que políticamente hablando los últimos dos siglos han sido una época de intranquilidad y disturbios. Los reinados imperiales han sido breves, y en ciertas ocasiones se han visto acortados por el asesinato…

—El mero hecho de hablar de eso ya se acerca a la traición —dijo Seldon—. Preferiría que no…

—Bueno, ahí lo tiene. —Joranum se apoyó en el respaldo de su asiento—. ¿Ve qué inseguro se siente? El Imperio está en decadencia, y estoy dispuesto a decirlo en público y sin rodeos. Quienes me siguen lo hacen porque también lo saben. Necesitamos que el emperador tenga a su lado a alguien capaz de controlar el Imperio, reprimir los focos de rebelión que surgen por todas partes, proporcionar a las fuerzas armadas el liderazgo natural que les corresponde, dirigir la economía…

Seldon le interrumpió con el gesto impaciente de una mano.

—No siga… Usted es el hombre que puede hacer todo eso, ¿no?

—Tengo intención de serlo. No será un trabajo fácil y dudo de que se presenten muchos voluntarios… por razones obvias. Es evidente que Demerzel no puede hacerlo. Con él la decadencia del Imperio se está acelerando, y no tardará en consumarse una ruina total.

—Pero usted puede detener el curso de esa decadencia.

—Sí, doc

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