Cuentos completos 1

Isaac Asimov

Fragmento

Creditos

1.ª edición: mayo, 2016

© Un trabajo fácil, Juan Madrid, 2016

© Jungla, Juan Madrid, 2016

© Crónicas del Madrid oscuro, Juan Madrid, 2016

© Malos tiempos, Juan Madrid, 2016

© Vidas criminales, Juan Madrid, 2016

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-487-9

Maquetación ebook: Caurina.com

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Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

El autor

A la manera de un prólogo

UN TRABAJO FÁCIL

Dedicatoria

Un trabajo fácil

No se lo digas a nadie

Invitados al desayuno

Eso no se hace

Nunca hables demasiado

No soy Sánchez

Las cosas son como son

Lejos de casa

El contrato

Me lo dijo Adela

El gato

La deuda

El túnel

No hagas caso a las mujeres

Un viejo hábito

El secreto

Profesión peligrosa

JUNGLA

El Tigre de Entrevías

Aire en el corazón

Servicio fuera de horas

Historia de Pili

Equivocación

Inspección de guardia

La mirada

Locura de amor

Ola de frío en Madrid

Gas en cada piso

El arma

Aire acondicionado

Viva el amor

Metro Tirso de Molina

El Mago

Sur

La cita

El mejor de los mejores

Cosa de hombres

El presentimiento

El cuchillo es un adorno

Coma hamburguesas

Adiós, dulce amor

Habitación 316

Papaíto querido

A la tercera va la vencida

Un viejo amigo de ambas

Niña querida

CRÓNICAS DEL MADRID OSCURO

Dedicatoria

I. El amor

Desayuno continental

La distancia no hace el olvido

Coartada

Fuego

La película

El amor es una cosa rara

Esto es una historia de amor

La más bonita de todas

Valium

Tobogán

II. La calle

Método Stanislavski

Como tiene que ser

Una equivocación

Universidad de Oxford

El gran arte

Carne asada

Pateras

Jodida ciudad

Reforma laboral en un día de calor

Comunicación

Liliput

III. Las mujeres

Cosas de ellas

Florita

Los días de mi vida

Igualdad de oportunidades

Vertedero

Paquita

No seas tan listo

Bonitos sueños

El hueco

IV. La policía

La camada

Turno de noche

Permiso de residencia

Visión del ahogado

¿Quién mató a Marques?

El contrato

V. Y la muerte

Mala noche

Obligada historia navideña

Zapatos limpios

El Pájaro Negro

El gran aburrimiento

La chapuza

Ser pobre está muy mal

Me quedé a gusto

MALOS TIEMPOS

Matanza en Puerto Hurraco

La endemoniada

Muerte de tres toreros

Papá querido

El extraño caso de la vidente asesinada

El crimen del cortijo

El crimen de Punta Umbría

El oscuro crimen de los Urquijo

VIDAS CRIMINALES

La mentira

La orilla

Crónica bastante extraña

Mal paso

El próximo lunes

Camino de vuelta

Sólo los muertos matan

Enseguida vuelvo

Doce menos cinco

Tarde a cenar

Cosas que pasan

La ventana

El cazador

Destino aburrido

Aniversario feliz

Vidas criminales

Cuidado con los encargos

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El autor

Juan Madrid (Málaga, 1947) se licenció en Historia Contemporánea por la universidad de Salamanca. Fue profesor y a partir de 1973 ejerció el periodismo en diversos medios nacionales e internacionales.

Desde 1995 se dedica exclusivamente a la escritura. novelista, guionista de cine y televisión, realizador de documentales y director de una película (Tánger), ha impartido cursos de narrativa y guion en tres continentes.

En la actualidad, es profesor en la Escuela internacional de Cine y Televisión de San antonio de los Baños (Cuba) y en Talleres de Escritura Fuentetaja (Madrid). Considerado uno de los máximos exponentes de la nueva novela negra y urbana europea, es autor de más de cincuenta libros, traducidos a una veintena de idiomas, incluidos el ruso y el chino. algunos de sus títulos han sido llevados al cine (Días contados, Nada que hacer y Crónica del Madrid oscuro) y al teatro (Viejos amores). Sus obras más recientes son Pájaro en mano, así como las series Brigada Central, interpretada en televisión por imanol arias, y la protagonizada por Toni romano compuesta hasta ahora por siete novelas (Un beso de amigo; Las apariencias no engañan; Regalo de la casa; Mujeres & mujeres; Cuentas pendientes; Grupo de noche; Adiós, princesa; Bares nocturnos), que en 2015 ha cumplido el 35.º aniversario de su primera aparición.

Estos títulos irán apareciendo de nuevo, paulatinamente, en B de Bolsillo.

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A la manera de un prólogo

Aquí están casi todos los cuentos que he publicado, que son casi todos los que he escrito. Faltan algunos, muy pocos, perdidos en alguna revista que también he perdido en la memoria, y, quizás, en alguno de mis cajones sin fondo. No contabilizo, claro está, aquellos cuentos que escribía desde muy niño, algunos de los cuales conservo como prueba de expiación. En todo caso, aquí están todos los que son, cinco libros reunidos en uno: Un trabajo fácil, Jungla, Crónicas del Madrid oscuro, Malos tiempos y Vidas criminales, que ahora se reeditan colocados en orden de aparición, y de escritura, desde el primero que publiqué, «El secreto», en 1977, perteneciente a Un trabajo fácil, al último, «Cuidado con los encargos», de 2008, incluido en Vidas criminales, que aparece ahora por primera vez como libro.

Todos ellos, menos Vidas criminales, claro, estaban descatalogados y fuera de circulación en el orfelinato del olvido, que es la peor manera de que permanezca la obra que uno ha ido construyendo durante los más de treinta años que llevo en este oficio de contar historias, descontando los años anteriores de afanoso trabajo en los que intentaba saber qué era lo que me gustaba contar y por qué tenía que hacerlo.

Lo descubrí, o creo que lo hice, a finales de la década prodigiosa de los setenta, cuando se fraguó el gran engaño, o la gran mixtificación, de la llamada transición de la dictadura franquista al teatrillo de los títeres del bipartidismo y el férreo control bancario. Fue por aquel entonces cuando comencé a afianzarme en otro hermoso oficio que aún echo de menos, el periodismo, que dejé, o él me dejó a mí, en 1995. Nunca podré calibrar quién salió perdiendo. Pero gracias a los días y a las noches en las redacciones de los periódicos y revistas en los que trabajé, supe que el haber sido un chico de la calle —y ahora un viejo de la calle— no fue del todo inútil para enfrentarme a los múltiples rostros de la maldad y su banalidad, a la mentira institucional, a la soledad, la miseria moral y de la otra, la explotación inmisericorde y, por qué no, la ternura y el amor que no pocas veces surgen como florecillas en el cemento.

Terminé por darme cuenta de que no existe un solo infierno, sino múltiples cloacas cada una más profunda que la anterior, donde las ratas conviven con bípedos que a veces no mienten, pero que se callan. No decir toda la verdad es aún peor que mentir.

En uno de los libros que forman parte de este que presento ahora, me refiero a Malos tiempos, intenté lo que entonces se llamaba literatura de no ficción, lo que quiere decir que me propuse literaturizar sucesos reales sin apartarme de la verdad conocida.

Un homenaje a los reportajes de mis treinta y dos años de periodista. Me alegra mucho que se recuperen aquí. Tengo una deuda con el periodismo que me formó y me deformó.

Al releer todas estas historias me percato de que muy pocos, o quizá ninguno, es un cuento policial tal como se entiende, o creen entender, los que creen que entienden de estas cosas. Quiero decir que en ninguno hay que descubrir ningún crimen. Y puestos así, me atrevería a aseverar que tampoco, en ninguna de mis novelas, el tema central es el descubrimiento sagaz de ningún asesinato. Me temo que todo eso de la novela negra lo he utilizado como material de derribo y pretexto para construir las historias que he querido, y necesitado, contar.

Si tuviera que explicar de qué tratan mis historias, afirmaría que de «las pobres gentes», de los que van a pie por la historia y por la vida, aquellos que aparecen como meros comparsas en la mayor parte de las novelas y cuentos que se publican y que leo.

Sobre ellos y sobre sus angustias, delitos, amores, vicios, virtudes y sobre la soledad, la infinita soledad que nos acompaña como nuestra sombra en verano. Sobre esos asuntos escribo. Y sobre la maldad en sus múltiples facetas y máscaras. La maldad de los dueños de la hacienda, del caballo y de la pistola, que son, también, los dueños de la palabra, o casi. Y de la otra maldad, la que surge del resentimiento, la soledad y la explotación.

En este libro salen policías, ladrones de todas clases, yonquis, golfos, putas, timadores, carteristas, amas de casa, soñadores, camareros y muchachas con flor o sin flor. Hay cuentos breves y menos breves, pero creo que todos ellos forman el esqueleto, o la urdimbre, de un vasto relato entrelazado por múltiples vericuetos y meandros que sostienen una vasta comedia humana del tiempo que me ha tocado vivir. Es posible, como afirman los académicos, que uno escriba siempre el mismo relato repetido una y otra vez. Puede ser. Pero no quiero interpretar, ni quitarles el pan a los que comen de analizar lo que hacen otros y no pocas veces con las gafas del prejuicio ya colocadas de antemano.

Cada una de estas historias tiene otra historia dentro. Me refiero al momento aquel en que entré en contacto con ellas y decidí contar lo que cuento y de la manera en que lo cuento. El releerlas ahora para esta edición me ha producido una cierta ternura nostálgica, equivalente a mirar viejas y amarillentas fotos en las que uno está sonriente al lado de mujeres a las que ha amado, pero que ya no están en ninguna otra foto.

Escribir es semejante al lanzamiento de flechas. Uno sabe que las lanza, pero no sabe, ni sabrá nunca, si han alcanzado el blanco previsto.

Ese asunto se lo dejo al posible y desocupado lector que se atreva con mis historias.

Juan Madrid

Salobreña, Granada, julio de 2009

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UN TRABAJO FÁCIL

(1985)

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Para mi hermano Luis y Chuvi

y para Juanito Tebar con mi amistad

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Un trabajo fácil

El escalón chirrió y, arriba en la casa, Marco se levantó del sofá frente al televisor y empuñó la enorme pistola con silenciador que descansaba en su entrepierna.

—Alguien sube, Luis —le dijo al muchacho delgado y de ojos apagados que bebía cerveza.

—Estás loco —respondió éste—, yo no he oído nada.

Marco esbozó una sonrisa con sus delgados labios, se colocó un pasamontañas de lana en la cabeza y con la pistola en la mano fue hasta la habitación contigua, donde estaban las dos mujeres amordazadas. Al verlo, se agitaron y tiraron de las esposas. A la de más edad le arrancó la venda que le oprimía la boca y le colocó el cañón negro de la pistola en la sien.

—¿Estás esperando a alguien? —le preguntó.

—No, no —contestó la mujer débilmente, respirando con ansiedad—. ¡Por Dios, no me haga daño!

—Si me mientes, te mataré ahora mismo.

—No, no —gimió—. Nadie viene a vernos.

Le apretó de nuevo la venda en la boca. Ambas estaban en la cama de matrimonio con los brazos en alto prendidos con las esposas a los barrotes de la cama. Una era joven, con pecas en la cara, y la otra vieja, y gorda y estaba perdiendo el pelo.

Cerró la puerta de la habitación y regresó a donde le aguardaba el muchacho al que había llamado Luis. Sus pasos no hacían ruido.

—Date prisa —susurró—. Cúbreme desde el pasillo. Te digo que están subiendo las escaleras.

—¿Estás seguro? —preguntó. Se había colocado también su pasamontañas de lana y empuñaba un pesado revólver Llama del 38.

—Sí —respondió.

—Creo que estás loco, viejo.

Marco se pegó a la puerta. Ahora podía escuchar con toda nitidez las pisadas en los gastados escalones de madera. Aspiró hondo para normalizar la respiración y levantó el arma. Sonó un golpe en la puerta.

—Abre, Marco, soy yo, Guillermo.

Abrió de golpe, agachado, la pistola adelantada y sostenida con las dos manos. Al otro lado, un hombre con abrigo marrón de amplias solapas, delgado y con pelo largo y cuidado tuvo un sobresalto. Llevaba las manos en los bolsillos y sonreía con una especie de mueca.

Cerró con el pie y dijo:

—¿Puedo pasar? Luis silbó y se quitó el pasamontañas.

—¡Vaya susto nos has dado, Guillermo! Los ojos de Marco siguieron al hombre mientras tranquilamente entraba en el salón.

—Estáis bien instalados —dijo al ver los botes de cerveza encima de la mesa.

—La vieja tenía la nevera llena —le respondió Luis, y luego le preguntó—: ¿quieres una?

—Sí —contestó el recién llegado. Destapó uno de los botes, bebió dos tragos largos y distraído miró la sala.

Marco apareció en la puerta, se quitó el pasamontañas y lo arrojó al sofá. Era una habitación grande que la familia utilizaba como comedor y sala de estar. Había una mesa camilla y varias sillas, un sofá barato, dos sillones y una máquina de coser. Enfrente de la puerta que daba al pasillo, dos balcones tapados con gruesas cortinas de terciopelo dejaban pasar una tenue claridad e impedían que hasta ellos llegasen los ruidos del tráfico.

—¿Qué has venido a hacer aquí, Guillermo?

—Se adelanta la operación. La mujer del presidente ha salido antes de lo previsto.

—Para eso está el teléfono. Quedamos en que dos toques cortos eran la señal.

El recién llegado se encogió de hombros.

—Yo no mando, Marco. Me han dicho que viniera y he venido.

—Ya, ¿y con qué motivo?

—Avisar, me han dicho que os avisara.

—¿Y si dijera que así no trabajo, Guillermo?

—Sería una lástima, tú eres el mejor, Marco. —La sonrisa era nuevamente una mueca en la cara.

—No me gusta nada esto. No me gusta tener mirones mientras trabajo.

—Si es eso, me iré con Luis al coche y te esperaremos.

Marco se sentó en el sofá y dirigió la vista al televisor apagado. Acarició la pistola distraídamente. Era un hombre viejo, pero fuerte, de cara afilada y ojos en continuo movimiento. Llevaba el pelo blanco cortado al cepillo y vestía un suéter negro y pantalones vaqueros.

—Entonces, ¿cuándo entrará en la tienda?

—Si todo va bien, dentro de una hora o menos. Nos avisarán cuando llegue a la calle.

—Menos mal —enseñó los afilados dientes en una sonrisa—, creí que le tenían manía al teléfono. ¿Has visto a alguien al entrar?

—No, por ese patio nunca va nadie. He visto el coche.

—Ya tengo ganas de que esto termine —manifestó Luis—.

¿Sabes que Marco te ha oído subir casi desde el patio?

—¿Sí?

—Está en forma el viejo, yo no oí nada.

—Por eso tengo más años que tú y voy a seguir teniéndolos.

—Se dirigió al otro, que hacía ruido al beber—: ¿Estás seguro de que ha salido ya del restaurante?

—Sí, y viene en coche hacia aquí. Lo dejará en la esquina y caminará sola hasta la tienda. Eso ya lo sabes.

—Sí.

—Me he estado preguntando cómo viene a comprar a esta tienda de mierda la mujer del presidente.

—Va a la tienda porque su amiga de la infancia es la dueña.

¿Tu enlace nos avisará?

—¿Qué te pasa? —preguntó Luis.

—Sí, ¿qué ocurre, Marco? —manifestó Guillermo—. Todo eso lo sabes de memoria.

—No me gustan los cambios a última hora, eso es lo que me pasa.

—¿Cuánto tiempo llevamos trabajando juntos, Marco? ¿Cuatro o cinco años?

—Cuatro.

—Y nunca ha ocurrido nada. Se te ha pagado en punto y la cantidad que pedías. Para nosotros eres un profesional muy valioso, el mejor —otra vez la mueca inmóvil en la cara—, y queremos que sigas con nosotros. Eres prácticamente de los nuestros.

—Sé demasiado para que no contéis conmigo. Me mimáis porque ninguno de vosotros quiere verme enfadado. La posibilidad de que me enfade y hable os produce escalofríos.

—Nos subestimas, Marco.

—Sí —afirmó tranquilo.

—Se te paga bien por esto. Muy bien.

—Por eso me gusta hacer un buen trabajo.

—Sabes que a mí también. Lo que más me gusta es realizar un buen trabajo.

—Últimamente os habéis vuelto muy chapuceros y vuestra gente joven es aún peor.

—Muchas gracias. —Luis hizo una reverencia.

—No exageres, Marco —agregó Guillermo. Paseó por el cuarto y detuvo la mirada en la hoja ciclostilada que se encontraba, bien visible, encima del mueble de la máquina de coser. La cogió y leyó brevemente el mensaje del grupo terrorista que daba cuenta del atentado, que él mismo había redactado y enviado a componer en la imprenta de la jefatura. La dejó donde estaba y se dirigió de nuevo a Marco—: No creas que eres el único, te aprecio como buen profesional que eres, pero debes saber que hay más como tú.

—¡Eh! —exclamó Luis—. ¿Por qué no nos bebemos una cerveza en paz aquí los tres? Marco, ¿una cervecita?

—No.

—Bueno, viejo. ¿Tú quieres otra, Guillermo?

—No, y no bebas más, Luis. Tienes que conducir.

—¡Bah, puedo conducir con los ojos cerrados! Destapó otro bote y tragó exageradamente.

—Si ya ha salido del restaurante, debe de estar a punto de llegar —dijo Marco, y Guillermo sacó de uno de sus bolsillos interiores un reloj plateado, grande, atado a una cadena. Lo abrió y lo volvió a cerrar. Jugueteó con él haciéndolo girar alrededor de su dedo índice.

—Sí, una media hora o quizá menos, contando con el tráfico.

Marco se levantó del sofá y en ese momento se escucharon gemidos guturales que provenían de la habitación donde estaban recluidas las dos mujeres. Rápidamente se colocó el pasamontañas de lana en la cabeza, trabó la pistola en el cinturón y corrió hasta el cuarto.

La mujer de más edad había logrado deshacerse de la mordaza y se debatía con un temblor convulsivo con los ojos en blanco. Sus piernas, gordas y lechosas, se agitaban a izquierda y derecha. Marco dejó la puerta abierta, corrió a la cocina y llenó una olla de agua. Cuando regresó, Luis contemplaba el espectáculo con el pasamontañas puesto. Desde el borde de la cama le arrojó con fuerza el agua a la cara. Cesó el temblor y la mujer empezó a hipar. Le quitó la venda y se la volvió a colocar, fuerte, en la boca, luego le bajó los faldones de la bata gris que vestía y la subió cogiéndola por las axilas.

La chica tenía también las faldas subidas. Su piel era tersa y bronceada y no llevaba medias. El borde de las bragas era negro.

Luis le acarició las piernas despacio. Tuvo un temblor, pero no se resistió.

—Déjala —dijo Marco.

—¿Estás cómoda, preciosa? —Su mano subió hasta la entrepierna y allí se detuvo—. ¿Te excitas? Marco le empujó hasta la puerta.

—¡He dicho que la dejes, estúpido! —le gritó.

Le bajó las faldas y comprobó que la mordaza estaba bien apretada. La mujer lloraba, vio sus lágrimas caer mejillas abajo. Los ojos de la chica en cambio estaban secos y fijos en él.

Cerró la puerta y se quitó el pasamontañas. Respiró hondo.

No le gustaba Luis. Lo había visto un par de veces con Guillermo en la jefatura y habían intercambiado algunas bromas y el tipo de conversación insustancial que utilizaban entre ellos. No le gustaba que fuera hablador, ni lo que le había hecho a la chica, ni tampoco la forma en que llevaba el pelo, largo y peinado hacia atrás. Le habían asegurado que era un buen elemento, rápido y seguro con la pistola, y lo único que había demostrado hasta ahora era ser un rematado estúpido y fanfarrón.

Cuando entró en el salón, Luis se había tumbado en el sofá sorbiendo otra vez cerveza y Guillermo hacía girar su reloj de bolsillo cerca del teléfono.

—¿Ya la has consolado, viejo? —dijo Luis.

—Cállate, estúpido —dijo con voz suave.

—¿Es así como interrogabais en Argelia? —remachó.

—¡Cierra el pico! —Marco avanzó, las manos a lo largo del cuerpo.

—¡No te pongas así, viejo! Era una broma, de todas formas la nena está muy buena. Hemos debido tirárnosla.

—Qué imbécil eres —dijo con su voz monocorde—, ni siquiera tienes arrestos para insultar.

—No te molestes, hombre. —Ahora miraba para otro lado.

Volvió a beber.

—Parecéis niños —dijo Guillermo—. ¿Qué le había pasado a la mujer?

—Un ataque de nervios —contestó Marco, y paseó sin ruido por el cuarto—, ya se le ha pasado. Llevamos demasiado tiempo aquí.

—¿Bajo al coche? —preguntó Luis—. Por lo menos puedo escuchar música.

—Yo doy las órdenes —habló Marco—. ¿De dónde habéis sacado a este tipo, Guillermo?

—Dejad eso —dijo Guillermo—. No conduce a nada.

—Sólo le he acariciado la pierna —dijo Luis—. No hay que ponerse así.

—No me gustan los estúpidos habladores y menos los niñatos como tú. Si no cierras el pico, te levanto la tapa de los sesos.

Prueba a ver como no bromeo.

En ese momento sonó el teléfono. Un timbrazo corto que acabó enseguida. Guillermo dejó de dar vueltas al reloj y Luis se incorporó en el sofá. Volvió a sonar y Guillermo lo descolgó.

—Sí —dijo—; todo preparado, sí. Será un trabajo bien hecho, no te preocupes.

Colgó. Consultó el reloj.

—Dentro de quince minutos entrará en la tienda —anunció—. El coche acaba de aparcar. Viene sola con el chófer.

Marco se dirigió a un rincón donde había dejado la bolsa de deportes. Descorrió la cremallera y sacó un envoltorio de tela.

Lo puso sobre el piso y sacó un fusil Sherpa, calibre 22, automático y de fabricación rusa. Por hábito pulsó el percutor y comprobó el punto de mira. Lo armó y luego extrajo de la bolsa un trípode desmontable. Lo situó frente al balcón y atornilló el fusil. Colocó de un golpe seco la mira telescópica y una a una introdujo las relucientes balas que iba sacando de una cajita precintada. Cuando hubo terminado, se volvió.

—Tres minutos —contó Guillermo con el reloj en la mano—.

Más dos en tirar y otros tres en guardarla hacen ocho minutos.

Pongamos diez. En quince minutos, podemos estar rodando lejos de aquí.

Marco apartó la cortina que tapaba el balcón. Abajo, a cinco metros en diagonal, estaba la puerta de la tienda. Una mujer rubia y bien vestida miraba hacia la izquierda. No podía fallar, ni siquiera a diez veces esa distancia, era como tirar en una caseta de feria. «Los servicios de seguridad del presidente son idiotas», pensó, y acarició la culata del arma. Por el rabillo del ojo vio a Guillermo, que seguía consultando el reloj. Adaptó la mira telescópica a la mujer y dijo: «¡Pum, pum!» Luego la mujer se retiró al interior. Miró su reloj, eran las cinco de la tarde. Dentro de poco la bala explosiva atravesaría el cristal del balcón y la esposa del presidente sería arrojada contra la puerta de la tienda. Quizá saltaría más lejos, era un fusil potente. Tendría que asegurarse con un solo disparo, el segundo sería difícil. Le gustaban las armas, sobre todo ese fusil ruso, dos veces menos pesado que cualquier otro de su calibre y sin apenas retroceso. De rodillas se colocó la culata en el hombro y fijó definitivamente la posición del arma.

Escuchó que Luis le decía a Guillermo:

—¿Bajo ahora, jefe?

—Sí —asintió Guillermo, y guardó el reloj en el bolsillo interior de su chaqueta. Sacó la mano, pero ahora empuñaba un revólver Cobra del 38, plateado. El sonido del disparo fue como el descorche de una botella de champán, quizás algo mayor, y Luis, que cruzaba a su lado para salir, recibió el impacto en la frente y, sin saber a ciencia cierta lo que le había pasado, fue arrojado hacia atrás con violencia.

Marco estaba ajustando la mira telescópica cuando escuchó la apagada detonación y vio a Luis salir despedido. Sin pensar, instintivamente, se dejó caer de costado al mismo tiempo que intentaba sacar su automática de la cintura. No le dio tiempo. Guillermo le disparó dos veces a la cabeza. El primer disparo le alcanzó en la mandíbula, arrancándole la quijada. El segundo, en la sien, y la cabeza estalló. Con el impulso manoteó y arrastró el fusil y el trípode en su caída.

Guillermo se acercó a los dos cuerpos y comprobó rutinariamente que estaban muertos. Con suavidad terminó de sacar la Parabellum de Marco de su cintura. Con ella en la mano caminó hasta la habitación donde estaban las dos mujeres.

No tuvo necesidad de hablar. Apenas una leve mirada y la pistola de Marco escupió tres veces. La mujer de más edad se orinó mientras se empotraba contra la cabecera de la cama con un enorme agujero donde antes tenía la nariz.

La chica necesitó los otros dos disparos. El primero de los dirigidos a ella le destrozó el hombro y el segundo le voló la parte superior de la cabeza. Quedó como si llevara sombrero.

En el salón limpió cuidadosamente la Parabellum de Marco y la dejó a su lado. Había sangre en la cortina y en el sofá, mezclada con masa encefálica. Producía un olor dulzón y pegajoso.

Fue al teléfono y marcó un número. Aguardó la voz conocida.

—¿Sí? —Hizo una pausa—. Guillermo, sí. Podéis venir cuando queráis.

Caminó hasta el otro balcón pensando en los titulares de los diarios de la mañana, con la noticia de que se había descubierto un atentado terrorista contra la esposa del presidente, y movió los labios con su mueca acostumbrada.

Miró a la calle. El fresco le dio en la cara y le revolvió el pelo.

No tuvo que esperar mucho para reconocer los dos coches que avanzaban hacia la casa. Cuando los hombres de paisano comenzaron a subir las escaleras, se retiró al interior y encendió un cigarrillo: eso era lo que él llamaba un trabajo bien hecho y fácil.

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No se lo digas a nadie

Dodó entró en el bar La Luciérnaga Dorada, se sentó en una mesa apartada de espaldas a la pared, pidió una cerveza doble y se dispuso a esperar a Blasco. El bar no era muy bueno, ni la cerveza tampoco, y la camarera no merecía dos miradas, pero era el lugar donde habían quedado citados. Cuando acabó esa cerveza pidió otra y encendió un cigarrillo. Su cara flaca, llena de cicatrices por una viruela mal curada, quedó cubierta por las espirales de humo. Al terminar la segunda vio entrar a Blasco con el abrigo abrochado hasta la barbilla. Miró a ambos lados del local y después se encaminó a su rincón.

Hacía mucho tiempo que no veía a Blasco, y según iba avanzando fue recordando algunas cosas de él, como que era un gracioso que tenía mucho éxito con las mujeres y que manejaba la pistola mejor que ningún tío que hubiese conocido. Estaba acordándose de otras cosas referentes a Blasco cuando éste se sentó en su mesa, tomó su vaso y bebió un sorbo de cerveza.

—Está caliente —dijo.

—La idea de venir aquí ha sido tuya —manifestó Dodó—.

¿Cómo te va?

—Así así. —Movió la cabeza—. ¿Y a ti?

—Tirando. ¿No te quitas el abrigo?

—No —dijo Blasco—. No tengo calor. —Movió los ojos por el local—. Antes esto era otra cosa.

—Ahora es una mierda.

—Cafetería de jóvenes, ¿no?

—Algo así. ¿Cómo fue el quedar aquí?

Se encogió de hombros.

—Me da igual cualquier sitio. Éste lo tenía en la punta de la lengua. Contigo vine aquí dos o tres veces.

—O más —afirmó el otro.

—Sí, puede ser. Estaba cerca del gimnasio.

—No, el que estaba cerca del gimnasio era el Delicado, el Bar Delicado. ¿No te acuerdas?

—Ése también, pero aquí era donde había chicas.

Dodó suspiró y se llevó el vaso a los labios. Bebió toda la cerveza que quedaba. La camarera se acercó hasta ellos desde la barra plateada que cubría uno de los flancos del local. El cuerpo se le adivinaba barato y gastado debajo del uniforme demasiado colorido para su edad. Al acercarse e inclinarse frunció la boca como si fuera a besar a alguien.

—¿Qué desea? —pidió.

—Anís —dijo Blasco. La camarera miró a Dodó.

—Yo nada —dijo éste.

Se marchó y Blasco encendió uno de sus cigarrillos con el encendedor de su amigo. Ahora, unos cuantos jóvenes intentaban bailar siguiendo el ruido de un aparato ponediscos que estaba en un rincón. Otros chicos miraban desde el mostrador. Un tipo de chaquetilla con dorados y que manejaba la caja registradora dijo algo en voz alta dirigiéndose a la camarera, y ésta se encogió de hombros. Ninguno de los dos hombres que estaban sentados a la mesa apartada sabían qué era lo que bailaban los chicos.

—Bueno —habló el llamado Dodó—. Vamos a embolsarnos una buena cantidad de billetes, Blasco. Rodolfo nos necesita.

—Me gusta el color que tiene el dinero —sonrió—, y el crujido en el bolsillo. ¿Te dijo cuánto iba a ser esta vez?

—Sí, bastante pasta.

Blasco se frotó las manos.

—Eso es lo que a mí me hace falta. Un mortero de billetes.

—Je, je, je. —Apenas movía la boca el otro—. Y que lo digas.

—Oye —dijo de pronto—. ¿Te fías de él?

—¿Qué dices?

—Nunca me gustó. Dodó, tú lo sabes.

—¿Estás loco? Nos ha estado dando de comer los últimos...

los últimos veinte años y aún dices que si...

—Está bien —cortó Blasco—. Olvida lo que te he dicho.

—Nos ha dado de comer.

—Sí, eso es cierto.

—Ahí tienes.

—Ahora es diferente, Dodó.

El interpelado se mantuvo en silencio. Lo miró fugazmente.

Vio sus ojos despiertos, negros y fijos, y su boca dura y apenas dibujada, y tomó su vaso vacío.

—Creo que voy a tomarme otra de éstas. ¡Eh! —llamó a la camarera—. ¡Eh, una cerveza! La mujer asintió desde el mostrador. Los dos hombres observaron cómo cogía de la nevera situada debajo una botella de cerveza, la abría y la echaba en un vaso. Luego puso el vaso en una bandeja junto con la copa de anís y se acercó de nuevo a ellos.

—Aquí tiene, ¿desean algo más? —dijo la mujer.

—No —habló Dodó—. ¿Cuánto es?

—Ciento treinta —dijo la mujer.

Dodó dejó en la bandeja un billete de cien pesetas y una moneda de diez duros. La moneda, al caer sobre el metal de la bandeja, produjo un sonido apagado. La camarera lo recogió y se fue. Cuando llevaba unos metros, Dodó le dijo:

—Quédese con la vuelta.

—Gracias —murmuró la mujer.

—Bueno —dijo el llamado Blasco—, un trabajo. Me gusta trabajar. ¿Cómo fue el que te acordaras de mí? Dodó Sánchez hizo una mueca. A eso él lo llamaba sonreír.

Los demás pensaban que había enseñado unos dientes afilados y amarillos, sólo eso.

—Porque eres el mejor, Blasco, y pensé: Blasco está en Madrid, ¿por qué no darle a él una parte?

—Después de tantos años. —Sorbió anís.

—¿No estarás de malas?

—No, no, aunque hace mucho que no trabajo. Me extrañó que me llamaras.

—¿Te falla el pulso?

—Nada de eso, es que hace mucho que no trabajo, Dodó.

—Si no quieres, lo dices y se acabó.

—No, no es eso, hombre, ya te lo he dicho. Me ha extrañado.

¿De qué se trata esta vez?

—Medio kilo —dijo con su voz baja y aflautada.

—¡Por barba!

—Estás loco —lo miró a los ojos—. Para los dos.

—Doscientas cincuenta mil —susurró Blasco.

—¿Te parece poco?

—Según.

—Claro, pero antes me dices si te apuntas por un cuarto de kilo.

—¿Llevas ahí la pasta? Se palpó la sobaquera y dejó la mano larga y hábil sobre la gabardina como si descansara suspendida por hilos invisibles.

—La mitad, ciento veinticinco.

Antes de hablar, Blasco volvió a sorber anís y encendió un cigarrillo parsimoniosamente.

—¿Qué hay que hacer?

—Éste es el Blasco de siempre. —Le dio unos golpecitos en el hombro—. Vamos a cargarnos a un tío.

—¿Un tío?, ¿qué ha hecho?

—Antes no preguntabas tanto, Blasco.

—Sólo te pregunto que qué ha hecho.

—Parece que está hablando demasiado o que va a hablar demasiado. Eso me han dicho.

—¿De quién es la idea? Bebió cerveza. Chasqueó la lengua.

—Del que tú sabes.

—Rodolfo... ¿Aún sigue en el sindicato?

—Ya no, ahora está en otra cosa. Pero viene a ser lo mismo.

—Hijo de puta de Rodolfo. ¡Qué gran hijo de puta ese Rodolfo!

—Ciento veinticinco ahora y ciento veinticinco cuando lo hagamos.

—Ya, ¿y cuándo será?

—Después, esta noche.

—Muy precipitado, ¿no?

—Sí, pero así son las cosas.

—¿Fusil?

—No, con pistola bastará.

—De acuerdo, de acuerdo. Doscientas cincuenta mil. Explícame ahora cómo lo haremos.

—¿Y si nos bebemos otra?

—En otro lugar. Esto no tiene nada que ver con lo que yo creía.

—Quizás haya cambiado de dueño.

—Puede ser.

—¿No había una pista de baile al fondo?

—Y las tías más hermosas del barrio —dijo Blasco.

Los dos miraron el local. Los chicos ya no bailaban, aunque la música seguía sonando con la misma intensidad. Eran diez o doce chicas y chicos muy jóvenes que reían por nada y se empujaban gritando bromas. Las mesas eran de madera, al igual que las sillas, y estaba decorado como un bar del Far West. Blasco pensó que lo único que no había cambiado era el nombre y que no hacía tanto tiempo que él y Dodó y Hermes y el Zocato terminaban allí las noches después de entrenarse en el gimnasio.

—Hace bastante tiempo —dijo de pronto Blasco—. Más de veinte años.

—Sí, veinte años.

—¿Te acuerdas del Zocato? Fue el único que se dedicó a boxear en serio —habló en voz baja y se observó los pies calzados con zapatos italianos de punta—. Ahora vende seguros en Barcelona.

—¿Sí?

—Eso me dijeron.

—¿Nos tomamos otra o nos vamos?

—Vámonos.

Salieron a la calle. Hacía frío. Blasco sintió el aire cortante de la tarde en la cara y en los ojos. Ya estaban encendiendo los escaparates de los comercios y la gente regresaba a sus casas después del trabajo. Dodó le tomó del brazo.

—¿Llevas pistola?

—En el coche —contestó.

—Aún tenemos bastante tiempo. —Consultó el reloj—. Tengo que hacer una llamada. ¿Vamos a otro sitio?

—Bueno, ¿dónde vamos?

—Primero a los coches y después decidiremos.

Caminaron hasta donde habían aparcado los coches.

Se detuvieron frente al automóvil de Blasco, un Ford Fiesta azul muy limpio, y Dodó le preguntó:

—¿Qué arma tienes? Blasco abrió la portezuela, entró y rebuscó en la guantera.

Sacó un revólver niquelado que olía a aceite.

—Americano, muy bueno. —Lo palpó sin que nadie desde la calle lo pudiera ver—. Guárdalo, Blasco.

Se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y volvió a cerrar la portezuela del coche.

—Vámonos en el mío a hacer la llamada y a tomar unas copas. Será más cómodo.

—Sí —contestó Blasco.

El coche de Dodó era un Volvo. A Dodó siempre le habían gustado los coches más que ninguna otra cosa en la vida. Algunas veces pensaba que le gustaban más que las armas y que las mujeres, que era lo que más apreciaba en este mundo, si se exceptúa el dinero.

El coche estaba tan limpio que se podía comer encima de su carrocería. Los dos hombres entraron y se acomodaron en su interior.

Dodó encendió el motor y puso la calefacción de forma suave, para que no molestara a Blasco, a quien no le gustaban los cambios bruscos de temperatura. El coche ronroneó y suavemente se puso en movimiento. En su interior olía a limpio. Dodó metió su mano derecha en el bolsillo de la chaqueta y sacó un fajo de billetes.

—Cuéntalos, son ciento veinticinco.

Los contó con seguridad y rápidamente y se los puso en su bolsillo interior.

—Muy bien —dijo.

—Ahora llamo por teléfono a Rodolfo y él me dirá la hora en que el tipo aparecerá. Irá solo, como tiene por costumbre, a una loma que hay pasada la Venta de la Liebre, en la Carretera de Andalucía. ¿Sabes el sitio?

—No.

—¿Pongo la radio?

—Sí —se arrellanó en el asiento y encendió otro cigarrillo con el mechero del auto—, me gusta la música.

Tocó los botones de la radio y surgió una cadencia suave.

—Bueno, allí lo esperamos a que baje del coche.

—Parece muy fácil.

—Es que es fácil.

—Yo no me fío de lo fácil. Nadie regala dinero.

—No será un regalo, habrá que trabajar.

—¿A eso le llamas tú trabajar?

—El dinero está en proporción con el trabajo. Quitar a alguien de en medio cuesta esfuerzo.

—Sí, supongo que sí... Rodolfo...

—¿Qué?

—Nada.

—¿Te gusta esta música o cambiamos de emisora?

—Déjala.

—Podemos llamar desde la Venta de la Liebre, así aguardamos más cerca del lugar.

—¿Por qué no me has llamado antes, Dodó?

—Te he llamado varias veces, pero no estabas en tu casa.

—¿Cuándo me has llamado?

—Por la noche. ¿Qué te pasa?

—Nada —aplastó la colilla en el cenicero—, pero no es normal.

—Yo sólo me fijo en el color del dinero, Blasco. Lo demás me importa poco.

—Sí —se frotó las manos y su cara morena y delgada se distendió—, así debe ser. Llama de una vez a Rodolfo, esta noche llegaré a casa a tiempo de ver la película.

—Ya lo creo —manifestó Dodó con los ojos puestos en la cinta de la autopista.

Iban sorteando automóviles y camiones y las luces de los paradores y moteles se clavaban en los cristales y luego desaparecían para volver de nuevo. Se estaba bien allí dentro, caliente y seguro, y Blasco se maravilló de nuevo de la habilidad de Dodó con el volante. Antes, cuando había que hacer algo, era siempre Dodó el que conducía y nadie se arrepentía de aquello.

Una desviación anunciaba con grandes letras luminosas la Venta de la Liebre. El Volvo derrapó ligeramente y se introdujo en el camino. Aparcaron en la puerta. Sonaba música del interior y había otros coches aparcados cerca. Apagó la radio, la calefacción y el motor. Se volvió a Blasco y le dijo:

—Aguarda aquí. Si tenemos que esperar, te aviso.

Abrió la puerta y Blasco vio cómo entraba en la Venta de la Liebre. Un coche blanco, grande, se colocó a su lado y de él salieron dos chicas jóvenes con un tipo de bigote enfundado en un abrigo de piel. Blasco sonrió, encendió un nuevo cigarrillo y se dispuso a esperar a Dodó pensando en sus cosas.

Al rato regresó Dodó. Asomó su cara comida por las cicatrices.

—Nos vamos, viejo. El tipo está de camino.

Subió y arrancó. No puso la radio.

—¿Quién es el sujeto?

—No sé. Algún enemigo de Rodolfo.

Dando la vuelta al edificio se estaba en el campo.

—Un momento, Dodó. ¿Quieres decirme que el tipo ese viene aquí a pasear? Aquí no se ve nada.

Frenó el coche. Con el impulso, Blasco chocó con el parabrisas.

—Tienes razón, eres demasiado listo —dijo Dodó. Había sacado de alguna parte su Magnum 357 y le apuntaba a Blasco a la cabeza—. Sal fuera.

Salieron al frío de la noche. Dodó se encaró con el otro.

—Levanta las manos.

—Estás loco, Dodó. Baja esa pistola.

—Nunca he estado tan cuerdo, Blasco.

—¿Así que era esto...? Rodolfo.

—Sí

—Debí figurármelo.

—Parece que tiene miedo de que hables.

—Escúchame —habló Blasco. El viento de la noche le alborotaba el cabello negro. Estaban en medio del camino y no se veía a nadie—, escúchame, déjame ir, nadie se dará cuenta.

Dodó movió la cabeza.

—Me han pagado y soy un profesional.

—Rodolfo es el hijo de puta más grande que he conocido —dijo Blasco.

—Sí —dijo Dodó—, pero no se lo digas a nadie.

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Invitados al desayuno

El director del banco escuchó desde el baño los ruidos de su esposa en la cocina y siguió afeitándose. Alguien tocó el timbre de la puerta y los ruidos de la cocina cesaron por un momento.

Percibió cómo las chancletas que se ponía su mujer al levantarse avanzaban hasta la puerta y reanudó su tarea.

Cuando salió del baño, silbaba. Llamó a su esposa, pero no le respondió. Se dio cuenta de que la cocina estaba en silencio.

Empujó la puerta y se encontró a su mujer sentada, muy tiesa, frente a la mesa del desayuno. A su lado le miraban tres individuos con medias cubriéndoles la cara y pistolas en las manos. Los tres vestían anoraks de plástico azul y ninguno de los tres dijo nada. Se limitaban a estar allí de pie apuntándoles con las pistolas. Sus caras parecían monstruosamente deformadas.

Sintió como algo le subía por el pecho y se detenía en su garganta.

—¡Qué! —exclamó.

—No se mueva —dijo uno de ellos—. No haga el más mínimo movimiento.

—No —murmuró—, no.

—Así me gusta. No le pasará nada si hace caso. ¿De acuerdo?

—Sí, sí, pero...

Su mujer tenía lágrimas en los ojos y la cara petrificada. No se movía.

—Queremos el dinero de su banco, sólo eso. No queremos hacer daño a nadie, pero si nos obliga, lo haremos. —El de la voz cantante hizo una pausa, y continuó—: De manera que háganos caso.

Las piernas se le empezaron a mover sin que pudiera remediarlo. Pudo avanzar hasta la mesa y le tomó las manos a su esposa.

—Cariño... —balbuceó.

La mujer lanzó un gemido sordo. El hombre que había hablado antes, dijo:

—No tenemos tiempo que perder, así que escúchenos. Nosotros vamos a ir con usted al banco y entraremos por la puerta de atrás como tiene por costumbre, pero uno de nosotros se quedará aquí con su esposa. Cada media hora llamaremos por teléfono y, si todo sale bien, se reunirá aquí con ella y nada habrá pasado. Pero, si por el contrario usted comete una imprudencia, su esposa no lo contará. —La señaló con la pistola—. Diga si lo ha comprendido.

—Sí —murmuró—. Pero no le hagan nada, por favor.

—Queremos dinero. Ya se lo he dicho.

El que había hablado avanzó hasta él y lo apartó suavemente de su esposa.

—Tenemos prisa, no lo olvide.

—Carmen... —dijo.

—Vamos, no le pasará nada. Ya se lo he advertido. Está en su mano el que a ella no le pase nada.

—Haré lo que me dicen.

—Buen chico. De todas formas el dinero no es suyo y está asegurado. No merece la pena que dé la vida por eso. ¿Lleva la llave de la puerta trasera?

—Sí —susurró.

—Démela.

Metió la mano en el bolsillo y sacó un llavero.

—Es ésta —dijo, señalando una de ellas.

—Muy bien —dijo el encapuchado, cogiéndola—. Espero que nos diga la verdad.

—Es ésa —repitió—. Es esa llave.

—Claro, por supuesto. Ahora vámonos.

—Un momento —dijo—. Tiene que venir la asistenta.

Los hombres se detuvieron.

—¿Quién? —preguntó el mismo.

—Asunción, la asistenta.

—¿Cuándo viene?

—Dentro de... dentro... —Miró a su esposa, que negó con la cabeza.

—No viene hoy —dijo ella con voz apenas audible—. ¡Ay, Dios mío!

—Hable claro —dijo el que parecía el jefe—. ¿Quiere decir que hoy no viene?

—No —repitió la mujer, y volvió a negar con la cabeza—.

No, no. Hoy no viene.

—Mejor. —Le empujó hasta la puerta. El tercero de los encapuchados se había quedado en la cocina, apuntando a la mujer con la pistola.

Al llegar a la puerta, le dijo:

—Escúcheme —siguió hablándole el que parecía el jefe—.

Vamos a salir sin las medias en la cabeza, pero usted no deberá mirarnos las caras. Caminará despacio y sin hacer tonterías hasta la puerta, allí nos espera un coche. Si ve a alguien lo saludará como siempre, pero no deberá volverse. Si lo hace, le volaré la tapa de los sesos y a su mujer se lo hará el compañero. Quiero que se grabe eso en la cabeza, porque lo haremos. ¿Lo ha comprendido?

—Sí —contestó.

—Me alegro de que no juegue a hacerse el valiente. No merece la pena.

—No le hagan nada a mi mujer.

Le hizo un gesto amistoso con la mano. La mujer contestó con una forzada mueca.

—Bien, vámonos.

Se colocaron frente a la puerta y se quitaron las máscaras. El que parecía el jefe le colocó la mano en el hombro.

—Ahora abra la puerta y recuerde que le estoy apuntando.

No había nadie en la planta. Bajaron los dos pisos a paso rápido sin que disminuyera la presión de la mano en su hombro.

Al llegar abajo, empujó la puerta de salida y se encontró con una furgoneta Renault aparcada enfrente y con las luces encendidas.

Aún no había clareado el día y hacía frío. Sin decir nada, el hombre que le empujaba le condujo hasta la furgoneta. Distinguió una sombra en el asiento del conductor.

—Entre rápido y tiéndase en el suelo —le susurró el que había hablado hasta entonces—. Boca abajo, que no se le olvide.

Se tumbó en el suelo, entre el asiento de delante y el de atrás.

Uno de los encapuchados pasó delante, con el conductor, y el otro, el único que había hablado hasta entonces, pasó detrás y le colocó los pies encima.

—¿Todo bien? —preguntó el que parecía el jefe.

—Sí —contestó el conductor.

—Entonces, en marcha.

—Tienes una cocina muy bonita, muy limpia —dijo el encapuchado.

La mujer se mordió el labio y se apretó las manos bajo el mantel a cuadros azules y blancos que cubría la mesa.

El sujeto continuó:

—Las cocinas así son muy bonitas. Con la nevera grande, el fogón, los muebles empotrados... Me gustaría tener una casa como ésta, con una cocina así, y desayunar todas las mañanas a esta hora. ¿Está caliente el café? La mujer no contestó y el encapuchado elevó la voz.

—¿Me escuchas?

—Sí —susurró la mujer.

—Te preguntaba si el café está caliente.

Asintió con la cabeza.

—No te he oído.

—Está caliente... —balbuceó—. Por favor...

—¿Qué? Empezó a llorar. Lloraba en silencio, apretando los ojos y conteniendo la cara.

—No llores —dijo el encapuchado.

Siguió, aunque apretaba aún más los ojos y la cara.

—¡He dicho que no llores! —gritó.

La mujer dio un largo hipido y se calló bruscamente.

—Así me gusta. Y si vuelves a llorar, te suelto un tiro. Me joden mucho las tías que lloran. No vas a conseguir nada llorando.

Conmigo no. A lo mejor, con ese imbécil de marido que tienes lo consigues, pero conmigo no. ¿De acuerdo? La mujer continuó con la cabeza baja y apretando los puños bajo la mesa.

—Pensáis que con unas lagrimitas se consigue todo, ¿no? Pero conmigo no valen esas cosas. Así que te callas y no me cabrees. Conmigo es mejor tener la fiesta en paz. Yo, a las buenas, soy amigo de todo el mundo, pero a las malas, no me conoces...

Voy a preguntarte y me vas a responder otra vez: ¿está caliente el café?

—Creo que sí —contestó la mujer en voz baja, sin mirarlo.

—Muy bien, eso está muy bien. ¿Puedo tomar una taza?

—Sí.

—Estupendo.

Se sentó a su lado y dejó el revólver a su derecha. Enroscó la media que le cubría el rostro hasta dejar al descubierto la boca y vertió el café de una cafetera en una de las tazas. Era un juego de tazas de loza blanca, decorada con corazoncitos.

—No está caliente, está tibio —dijo el hombre—. ¿Quieres un poco? La mujer negó con la cabeza.

—No, gracias —contestó débilmente.

—De nada... Está tibio, pero bueno, muy bueno. ¿Cómo lo haces? —La mujer siguió en silencio—. ¡He dicho que cómo lo haces!

—Como siempre... como...

—¿Como siempre...? Tiene suerte ese imbécil de tu marido.

Todos los imbéciles tienen suerte. ¿No crees?

—No —dijo ella, pero a continuación, dijo—: Sí.

—Claro, todos los imbéciles se llevan a las mejores tías. ¿Y sabes por qué? Yo te lo diré, ¿puedo coger una de estas tostadas? ¡Humm! ¡Están ricas! Yo te diré por qué —repitió con la boca llena—. Porque a vosotras, las tías, os van los maromos con pasta, y pisos bonitos, aunque luego se la pegáis con tíos como yo.

¿Qué te parece? ¿Estás de acuerdo? La mantequilla está de miedo, hace mucho que no tomo mantequilla ni mermelada. ¿De qué es esta mermelada...? De fresa, se ven los trozos de fresa. ¿Es la que más le gusta a tu maridito? ¿No me dices nada?

—Sí.

—A mí también me gusta esta mermelada. En eso nos parecemos... Vaya, no eres muy habladora que digamos, ¿eh? ¿No te gusta charlar? ¿Te gusta charlar?

—No.

—O sea, que eres una mujer calladita. Todavía no conozco a ninguna mujer a la que no le guste darle al pico... Esta media es un coñazo, se ahoga uno.

Empezó a subírsela.

—¿Me la quito? ¿Quieres verme la cara? —Soltó una carcajada—. No, que luego voy a tener que matarte.

Empuñó el pesado revólver.

—¿Ves esto? Nunca he matado a nadie con un arma así. Es una Magnum 457. —La sopesó en la mano—. Y es bonita, ¿eh?

—rio otra vez—, de niño maté a un tío, un gitano fue, a pedradas. Le reventé la cabeza y después... después quité de en medio a un imbécil a navajazos, pero... ¿Sabes?, un tiro de esta pistola abre un boquete en esa pared que... ¡Pero bueno, otra vez llorando!

—No —gimió la mujer—. ¡Por favor, cállese!

—¿Qué has dicho? La mujer negó con la cabeza. No hacía ruido, pero las lágrimas le caían mejillas abajo.

—Has dicho algo. Dilo.

—Por favor, por favor —gimió—. No puedo más, cállese, cállese, por favor.

—Nadie me da a mí órdenes. ¿Te enteras? ¡Te enteras! —Se levantó de golpe y se aproximó a la mujer. Acercó su rostro tapado con la media a la cara de la mujer. Ésta bajó aún más la cabeza.

—Eres una estúpida. —Tomó la barbilla con su mano y la levantó—. Deja de llorar, estúpida.

—Animal —silabeó la mujer.

Le cruzó la cara con dos rápidos golpes. Ella lanzó un apagado gemido y comenzó a sollozar mientras se agitaba espasmódicamente.

—¡Levántate! —gritó—. ¡Levántate, zorra! ¡Sois todas unas zorras!

—¡Déjeme! —chilló ella—. ¡Bestia, déjeme! La alcanzó con un puñetazo en la barbilla y la mujer se deslizó al suelo con un grito. La bata se le abrió, mostrando unos muslos gruesos y blancos y su ropa interior.

El hombre se arrodilló a su lado y le clavó el cañón del revólver en la entrepierna.

—¡Cállate! La mujer comenzó a temblar y a moverse. De su boca entreabierta se le escapaba saliva.

—¡He dicho que te calles! —La empujó con el arma, que penetró en la carne.

Un aullido de animal se escapó de su garganta y fue subiendo de intensidad.

El hombre apretó el gatillo de su enorme revólver.

El último en llegar fue una mujer. Y, al igual que al resto de los empleados, el director le dijo:

—Esto es un atraco, Rosario. Estos hombres no nos harán daño si les hacemos caso y no accionamos las alarmas. Por favor, intente comprender. Uno de ellos está en mi casa con mi mujer y la matará si aquí pasa algo. Haz caso a todo lo que te digan.

Era una chica muy joven que acababa de ser contratada por el banco y se tapó la boca con las dos manos. Empezó a gritar. Primero sonidos guturales y después un largo grito intermitente.

El encapuchado que hacía de jefe le golpeó la cabeza con la culata del revólver. Le dio dos golpes y la chica se desplomó con un gemido. La sangre comenzó a brotarle de la herida y el resto de los empleados, cuatro hombres y tres mujeres, que permanecían tendidos en el pasillo, no se movieron. Casimiro, el vigilante armado, levantó la cabeza y dijo:

—¡Canallas!

El jefe se volvió y le dio una patada en el costado. La flema de la que había hecho gala todo el tiempo parecía haberse esfumado.

—¡Al primero que hable o se mueva lo mato! —bufó, blandiendo el revólver—. ¡Al primer hijo de puta que se mueva le agujereo el pellejo!<

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