Cómo evitar un desastre climático

Bill Gates

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

DE 51.000 MILLONES A CERO

Hay dos números relacionados con el cambio climático que conviene conocer. El primero es 51.000 millones. El segundo es cero.

Cincuenta y un mil millones es el número aproximado de toneladas de gases causantes del efecto invernadero que el mundo aporta cada año a la atmósfera. Aunque la cifra puede aumentar o disminuir ligeramente de un año al otro, por lo general tiende a crecer. Esta es la situación en la actualidad.(1)

Cero es la cantidad a la que debemos aspirar. Para frenar el calentamiento y prevenir los peores efectos del cambio climático —que serán muy nocivos—, los humanos debemos dejar de emitir gases de efecto invernadero a la atmósfera.

Si esto parece complicado es porque lo será. El mundo jamás ha acometido una tarea tan colosal. Todos los países tendrán que modificar su manera de hacer las cosas. Prácticamente la totalidad de las actividades de la existencia contemporánea conllevan la liberación de gases de efecto invernadero y, a medida que pase el tiempo, más personas accederán a este estilo de vida. Esto es positivo, pues significa que las condiciones en que vive la gente van mejorando. Sin embargo, si no modificamos otros factores, el mundo seguirá produciendo gases de efecto invernadero, el cambio climático continuará empeorando y su impacto sobre la humanidad será con toda seguridad catastrófico.

No obstante, esto puede cambiar. Creo que es posible modificar varios factores. Ya disponemos de algunas de las herramientas que necesitaremos y, en cuanto a las que aún no tenemos, todo lo que he aprendido acerca del clima y de la tecnología me lleva a ser optimista sobre nuestra capacidad de inventarlas, implementarlas y, si actuamos con suficiente rapidez, evitar un desastre climático.

Este libro trata sobre lo que habrá que hacer y las razones por las que creo que podemos conseguirlo.

Hace dos décadas no imaginaba que algún día hablaría en público sobre el cambio climático, y mucho menos que escribiría un libro al respecto. Mi experiencia profesional gira en torno al software, no a la climatología, y en la actualidad colaboro a tiempo completo con mi esposa, Melinda, en la Fundación Gates, donde centramos todos nuestros esfuerzos en la salud global, el desarrollo y la educación en Estados Unidos.

Llegué a interesarme por el cambio climático de manera indirecta, a través del problema de la pobreza energética.

En los primeros años del siglo XXI, cuando nuestra fundación apenas arrancaba, comencé a viajar a países de rentas bajas del África subsahariana y el sur de Asia para aprender más acerca de la mortalidad infantil, el VIH y otros graves problemas contra los que luchábamos. Sin embargo, no me centraba exclusivamente en las enfermedades. Cuando volaba a ciudades importantes, miraba por la ventanilla y me preguntaba: «¿Por qué está tan oscuro ahí fuera? ¿Dónde están todas las luces que vería si sobrevolara Nueva York, París o Pekín?».

En Lagos, Nigeria, recorrí calles sin alumbrado donde la gente se acurrucaba alrededor de hogueras que habían encendido en viejos bidones metálicos. En aldeas remotas, Melinda y yo conocimos a mujeres y niñas que se pasaban el día recogiendo leña para cocinar a llama viva en sus hogares. Conocimos a niños que hacían los deberes a la luz de las velas porque no tenían electricidad en casa.

Descubrí que cerca de mil millones de personas carecían de un suministro eléctrico fiable y que la mitad de ellas vivían en el África subsahariana. (El panorama ha mejorado un poco desde entonces; en la actualidad, aproximadamente 860 millones de personas no tienen electricidad.) Pensé en el lema de nuestra fundación —«Todo el mundo merece la oportunidad de llevar una vida sana y productiva»— y en lo difícil que resulta cuidar la salud cuando el ambulatorio local no mantiene las vacunas refrigeradas porque a menudo las neveras no funcionan. Cuesta ser productivo cuando uno no dispone de la luz suficiente para leer. Y es imposible desarrollar una economía que brinde oportunidades laborales a todos sin grandes cantidades de energía eléctrica fiable y asequible para oficinas, fábricas y servicios de atención telefónica.

imagen

Melinda y yo hemos conocido a varios niños como Ovulube Chinachi, de nueve años, que vive en Lagos, Nigeria, y hace los deberes a la luz de una vela.[1]

Por la misma época, el científico ya fallecido David MacKay, profesor de la Universidad de Cambridge, compartió conmigo un gráfico que reflejaba la relación entre ingresos y uso de energía; entre la renta per cápita de un país y la cantidad de electricidad que consumen sus habitantes. El esquema, en el que la renta per cápita aparecía representada por el eje horizontal, y el consumo de energía, por el vertical, dejaba patente que ambos factores están estrechamente relacionados.

imagen

Los ingresos y el uso de la energía van de la mano. David MacKay me enseñó un gráfico como este, que vincula el consumo de energía con la renta per cápita. La correlación es inequívoca. (AIE; Banco Mundial.)[2]

Mientras asimilaba toda esta información, empecé a pensar en cómo podía ingeniárselas el mundo para ofrecer energía barata y eficiente a los pobres. No tenía sentido que nuestra fundación abordara este gigantesco problema —necesitábamos que siguiera centrada en su misión fundamental—, pero comencé a barajar ideas con algunos amigos inventores. Leí varias obras que trataban el tema en profundidad, entre ellas los esclarecedores libros del científico e historiador Vaclav Smil, que me ayudaron a entender lo esencial que ha sido la energía para la civilización moderna.

En aquel entonces, aún no era consciente de que debíamos llegar a cero. Los países ricos, responsables de gran parte de las emisiones, empezaban a prestar atención al cambio climático, y suponía que bastaría con eso. Mi contribución, o eso creía, consistiría en defender que la energía fiable estuviera al alcance de los más desfavorecidos.

Para empezar, ellos serían los principales beneficiados. La energía barata no solo les permitiría disponer de luz por la noche, sino también de fertilizantes más económicos para las tierras y de cemento para las casas. Y, por lo que respecta al cambio climático, los pobres son los que más tienen que perder. Se trata en su mayoría de agricultores que ya viven al límite y no podrían sobrellevar más sequías e inundaciones.

Mi mentalidad cambió a finales de 2006, cuando me reuní con dos antiguos colegas de Microsoft que querían fundar organizaciones sin ánimo de lucro centradas en la energía y el clima. Los acompañaban dos climatólogos muy versados en estos temas, y los cuatro me mostraron los datos que relacionaban las emisiones de gases de efecto invernadero con el cambio climático.

Sabía que estos gases estaban causando un aumento de las temperaturas, pero daba por sentado que existían variaciones cíclicas u otros factores que, de forma natural, impedirían que se produjera una catástrofe climática. Además, me costaba aceptar que las temperaturas continuarían incrementándose mientras los humanos siguieran emitiendo gases de efecto invernadero, en la cantidad que fuera.

Acudí de nuevo al grupo en varias ocasiones para aclarar dudas posteriores. Al final, lo comprendí: el mundo necesita generar más electricidad para que los desfavorecidos prosperen, pero sin emitir más gases de efecto invernadero.

La cuestión me pareció entonces aún más compleja. Ya no bastaba con proporcionar energía barata y fiable a las personas de bajos recursos; también debía tratarse de energía limpia.

Continué estudiando todo lo que caía en mis manos sobre el cambio climático. Me reunía con expertos en clima y energía, agricultura, océanos, niveles del mar, glaciares y tendidos eléctricos, entre otros campos. Leía los informes publicados por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (conocido como IPCC, por sus siglas en inglés), el organismo dependiente de la ONU que establece el consenso científico respecto a este tema. Vi Earth’s Changing Climate, una estupenda serie de vídeos de conferencias impartidas por el profesor Richard Wolfson y disponibles como uno de los cursos de The Great Courses. Leí Weather for Dummies, que sigue siendo uno de los mejores libros acerca del clima que he encontrado.

Algo que me quedó muy claro fue que las fuentes de energía renovable actuales —eólica y solar, sobre todo— podían ayudar en buena medida a reducir el problema, pero que aún no estábamos haciendo lo suficiente por implementarlas.(2) También me quedó claro por qué no bastan por sí solas para llevarnos hasta las cero emisiones. El viento no sopla en todo momento ni el sol brilla las veinticuatro horas, y no disponemos de baterías asequibles capaces de almacenar las cantidades de energía que requiere una ciudad durante el tiempo necesario. Además, la producción de electricidad solo representa el 27 por ciento de todas las emisiones de gases de efecto invernadero. Aunque lográramos grandes avances en materia de baterías, tendríamos que lidiar con el 73 por ciento restante.

En apenas unos años, he llegado a tres conclusiones:

1. Para evitar un desastre climático, tenemos que alcanzar las cero emisiones.

2. Debemos aplicar las herramientas de las que ya disponemos, como las energías solar y eólica, de manera más rápida e inteligente.

3. Debemos crear y comercializar tecnologías de vanguardia que nos ayuden a lograr nuestro objetivo.

Los argumentos en favor del cero eran, y siguen siendo, de lo más sólidos. Si no dejamos de aportar gases de efecto invernadero a la atmósfera, la temperatura continuará subiendo. Hay una analogía especialmente iluminadora: el clima es como una bañera que se llena poco a poco de agua. Incluso si reducimos el chorro a un hilillo, el agua acabará por rebasar el borde y derramarse. Ese es el desastre que tenemos que evitar. Imponernos el objetivo de reducir nuestras emisiones —pero no eliminarlas— no bastará. El único objetivo sensato es alcanzar el cero. (En el capítulo 1 explico con más detalle a qué me refiero con ello y cuál sería el impacto sobre el cambio climático.)

Sin embargo, en la época en que me enteraba de todo esto, no estaba buscando otro tema en el que volcarme. Melinda y yo habíamos decidido formarnos a fondo, contratar a equipos de expertos e invertir nuestros recursos en los ámbitos de la sanidad y del desarrollo a nivel mundial, así como en la educación en Estados Unidos. Además, había observado que muchas personas famosas estaban poniendo el foco sobre el cambio climático.

Así que, aunque me impliqué más en esta cuestión, no la convertí en la máxima prioridad. Cuando podía, leía al respecto y me entrevistaba con especialistas. Invertí en algunas compañías de energía renovable y destiné varios cientos de millones de dólares a la creación de una empresa con el fin de diseñar una central nuclear de última generación que produjera electricidad limpia y dejara muy pocos residuos radiactivos. Pronuncié una charla TED titulada «¡Innovando hacia cero!». Pero, por lo general, las labores de la Fundación Gates acaparaban mi atención.

Hasta que un día, en la primavera de 2015, decidí que debía hacer más y alzar la voz por esta causa. Había estado viendo noticias sobre estudiantes de Estados Unidos que organizaban sentadas para exigir que sus universidades se deshicieran de sus inversiones en combustibles fósiles. Como parte de este movimiento, el periódico británico The Guardian lanzó una campaña que instaba a nuestra fundación a liquidar la pequeña fracción de activos que tenía invertida en compañías que explotaban esta clase de combustibles. Crearon un vídeo en el que aparecían personas de todo el mundo que me pedían que desinvirtiera.

Entendía por qué The Guardian había dirigido sus críticas a nuestra fundación y a mí en concreto. Además, la entrega de los activistas despertaba mi admiración; había sido testigo de las protestas estudiantiles contra la guerra de Vietnam, y más tarde contra el régimen del apartheid de Sudáfrica, y sabía que habían conseguido cambios reales. Resultaba estimulante ver esa clase de energía dirigida contra el cambio climático.

Por otro lado, no dejaba de pensar en lo que había observado en mis viajes. India, por ejemplo, tiene una población de 1.400 millones de personas, muchas de las cuales se cuentan entre las más desfavorecidas del mundo. No me parecía justo que les dijeran que sus hijos tendrían que estudiar sin luz eléctrica o que miles de indios estaban condenados a morir a causa de las olas de calor porque los aparatos de aire acondicionado son dañinos para el medio ambiente. La única solución que se me ocurría era generar energía limpia a un coste tan bajo que todos los países la prefirieran por encima de los combustibles fósiles.

Por muy admirable que me resultara el fervor de los manifestantes, no creía que la desinversión por sí sola bastara para detener el cambio climático o ayudar a la gente de los países pobres. Una cosa era desinvertir en empresas para combatir el apartheid, una institución política susceptible de ceder a la presión económica (como de hecho ocurrió), y otra muy distinta transformar el sistema energético del mundo —un sector valorado en cerca de cinco billones de dólares al año y que constituye la base de la economía moderna— simplemente vendiendo las acciones de las compañías de combustibles fósiles.

A día de hoy, sigo opinando lo mismo, pero me he dado cuenta de que hay otros motivos para no poseer acciones de empresas de este tipo: no quiero lucrarme si su precio sube por el hecho de que no desarrollemos alternativas con una huella de carbono cero. Me sentiría culpable si me beneficiara de un retraso en la eliminación de las emisiones. Así que en 2019 vendí todas mis participaciones directas en compañías de petróleo y gas, y lo mismo hizo el fideicomiso que administra los fondos de la Fundación Gates. (Ya hacía años que yo había retirado mis inversiones en empresas de carbón.)

Se trata de una decisión personal que tengo la suerte de poder tomar. Sin embargo, soy muy consciente de que no repercutirá de un modo real en la reducción de emisiones. Llegar al cero requiere un enfoque mucho más amplio: el impulso de un cambio completo por medio de todos los instrumentos a nuestra disposición, como las políticas gubernamentales, la tecnología actual, los inventos nuevos y la capacidad de los mercados privados para distribuir productos a cantidades ingentes de personas.

A finales de 2015 surgió una ocasión propicia para exponer argumentos en favor de la innovación y las nuevas inversiones: entre noviembre y diciembre, la ONU celebraría en París la COP 21, una gran cumbre sobre el cambio climático. Unos meses antes, me reuní con François Hollande. El por aquel entonces presidente de Francia estaba interesado en convencer a inversores privados de que participaran en la conferencia, y yo estaba interesado en incluir la innovación en el orden del día. Ambos veíamos el acto como una buena oportunidad. Me pidió mi colaboración para incorporar inversores a la iniciativa; le respondí que me parecía una buena propuesta, aunque resultaría más sencillo si los gobiernos se comprometieran también a invertir más en investigación sobre energías.

La idea no sería fácil de vender. Hasta el presupuesto que Estados Unidos asigna a la investigación energética era (y sigue siendo) mucho más bajo que el de otras partidas esenciales, como las de sanidad o defensa. Aunque algunos países iban incrementando de forma modesta los recursos destinados a la investigación, seguían siendo muy exiguos. Y se mostraban reacios a hacer mucho más a menos que se les garantizara que habría dinero suficiente por parte del sector privado para sacar sus ideas del laboratorio y convertirlas en productos que ayudaran de verdad a la población.

En 2015, sin embargo, la financiación privada estaba cerrando el grifo. Muchas de las sociedades de capital riesgo que habían invertido en tecnología verde se retiraban del sector porque los beneficios que les reportaba eran demasiado bajos. Estaban acostumbradas a colocar dinero en empresas de biotecnología e informática, que a menudo alcanzaban el éxito de la noche a la mañana y no tenían que lidiar con tantas regulaciones gubernamentales. La energía limpia era harina de otro costal, así que empezaron a desentenderse.

Resultaba evidente que debíamos captar nuevos inversores y adoptar una estrategia distinta, concebida de forma específica para las energías renovables. En septiembre, dos meses antes del inicio de la conferencia de París, escribí por correo electrónico a más de una veintena de multimillonarios a los que conocía; mi esperanza era convencerlos de que se comprometieran a complementar con capital riesgo la nueva financiación de la investigación por parte de los gobiernos. Tendrían que ser inversiones a largo plazo —los avances significativos en materia de energía tardan décadas en desarrollarse— y los inversores debían mostrar una alta tolerancia al riesgo. Con el fin de evitar los escollos con que habían topado los capitalistas de riesgo, decidí colaborar en la formación de un equipo especializado de expertos que evaluara las empresas y las ayudara a capear las complejidades del sector energético.

Las reacciones me llenaron de alegría. El primer inversor contestó que sí en menos de cuatro horas. Cuando, dos meses después, se inauguró la cumbre de París, se habían sumado veintiséis más a lo que habíamos bautizado como Breakthrough Energy Coalition [coalición para el progreso energético]. En la actualidad, la organización cuenta con programas filantrópicos, acciones de defensa y fondos privados que han invertido en más de cuarenta empresas de ideas prometedoras.

Los gobiernos también pusieron de su parte. En París se reunieron veinte jefes de Estado que se comprometieron a doblar el presupuesto para la investigación. El presidente Hollande, el presidente estadounidense Barack Obama y el primer ministro de India, Narendra Modi, habían desempeñado un papel decisivo en la materialización del acuerdo; de hecho, fue el primer ministro Modi quien dio con el nombre: Mission Innovation. Actualmente la iniciativa engloba a veinticuatro países, y la Comisión Europea ha desbloqueado 4.600 millones de dólares anuales en dinero nuevo para la investigación en energías limpias, lo que supone un incremento de más del 50 por ciento en apenas unos años.

El siguiente punto de inflexión en este relato resultará tristemente familiar a todos los lectores.

En 2020, la humanidad sufrió un duro golpe cuando un nuevo coronavirus se propagó por el mundo. A quienes conocíamos la historia de las pandemias, los estragos causados por la COVID-19 no nos sorprendieron. Llevaba años estudiando los brotes de enfermedades, debido a mi interés en la salud global, y me preocupaba mucho que el mundo no estuviera preparado para hacer frente a una pandemia como la de la gripe de 1918, que mató a decenas de millones de personas. En 2015, había pronunciado una conferencia TED y había concedido varias entrevistas en las que defendía la necesidad de crear un sistema para detectar brotes importantes y actuar para contenerlos. Otras personas, entre ellas el expresidente de Estados Unidos George W. Bush, habían esgrimido argumentos similares.

imagen

Presentación de Mission Innovation, en compañía de líderes mundiales, en la conferencia de la ONU sobre el clima celebrada en 2015 en París. (En las notas constan los nombres de todas las personas que aparecen en la fotografía.[3]

Por desgracia, el mundo apenas se preparó, de modo que, cuando apareció el nuevo coronavirus, trajo consigo una mortandad enorme y pérdidas económicas sin precedentes desde la Gran Depresión. Aunque seguí dedicándome en gran parte a mi trabajo en torno al cambio climático, Melinda y yo decidimos que la COVID-19 debía convertirse en la máxima prioridad de la Fundación Gates y en el principal objetivo de nuestros esfuerzos. Todos los días, hablaba con científicos de universidades y pequeñas empresas, presidentes de compañías farmacéuticas y jefes de gobierno para averiguar cómo podía contribuir la fundación a acelerar el desarrollo de pruebas, tratamientos y vacunas. En noviembre de 2020, habíamos destinado más de 445 millones de dólares en subvenciones para la lucha contra la enfermedad y cientos de millones más a través de distintas inversiones para llevar más rápido vacunas, tests y otros productos fundamentales a países con escasos recursos.

La actividad económica se ha frenado tanto que el mundo emitirá menos gases de efecto invernadero este año que el anterior. Como ya he mencionado, la reducción será del orden de alrededor del 5 por ciento. En la práctica, eso significa que liberaremos a la atmósfera entre 48.000 millones y 49.000 millones de toneladas de carbono, en lugar de 51.000 millones.

Se trata de una disminución considerable, y sería estupendo que pudiéramos mantener ese ritmo de decrecimiento todos los años. Por desgracia, no podemos.

Pensemos en el precio que hemos pagado por esta reducción del 5 por ciento. Han fallecido un millón de personas, y 10 millones se han quedado sin empleo. Por decirlo con suavidad, se trata de una situación que nadie

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos