El jardín secreto (Colección Alfaguara Clásicos)

Frances Hodgson Burnett

Fragmento

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El día en que Mary Lennox llegó a la mansión de Misselthwaite para vivir con su tío, todos pensaron que era la niña más repelente que jamás hubieran visto. Y era cierto: tenía el rostro afilado, su cuerpo era delgado, los cabellos sin brillo y lacios, la expresión agria. Su pelo era trigueño, y su faz también era del mismo color. Había nacido en la India y siempre había sufrido alguna enfermedad. Su padre había desempeñado allí un cargo oficial del gobierno británico y había sido siempre un hombre muy ocupado y enfermo; su madre había sido una mujer hermosa a la que únicamente le gustaba ir a fiestas y divertirse con gente. Nunca quiso tener una hija, así que cuando nació Mary la entregó a una ama, a la que se le explicó que para complacer a la memsahib, o la señora en idioma hindi, se tenía que evitar a toda costa que viera a la pequeña. Así pues, permaneció oculta mientras fue un bebé enfermizo, colérico y feúcho, y también cuando más tarde se convirtió en una niña, igualmente enfermiza e intransigente. Mary no recordaba haber visto ningún otro que no fuera el rostro oscuro de su aya y del resto de los criados indios, y como siempre la obedecían y consentían en hacer todo —pues la memsahib se enfadaba si oía a la niña llorar—, al cumplir los seis años era la criatura más déspota y egoísta que jamás hubo existido. Una joven institutriz inglesa intentó enseñarle a leer y escribir, pero Mary era tan desagradable que dejó su puesto a los tres meses; las demás institutrices duraron aún menos que ella. En fin, si a Mary no le hubieran gustado realmente los libros, nunca habría aprendido a leer.

Una mañana que hacía un calor sofocante, cuando Mary tenía unos nueve años, se despertó muy enfadada; y se enfadó aún más cuando vio que la sirvienta que estaba a su lado no era su niñera.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó a la desconocida—. Quiero que te vayas. Que venga mi aya.

La mujer estaba asustada y le explicó tartamudeando que el aya no podía venir; Mary se enojó y empezó a dar golpes y patadas a la pobre sirvienta, la cual se espantó aún más y volvió a repetir que el aya no podía ir a ver a la señorita sahib.

Se respiraba algún misterio aquella mañana, ya que no se había hecho nada de lo que normalmente se solía hacer, faltaban varios criados, y los que Mary vio parecían escaparse furtivamente o corrían por todos lados con el rostro serio y atemorizado. Pero nadie le decía nada, y su ama no venía. Avanzaba la mañana y como la niña se sintió sola, se fue al jardín y empezó a jugar bajo un árbol cerca de la galería. Intentaba construir un macizo de flores, poniendo grandes hibiscos de color rojo en pequeños montoncitos de tierra, pero mientras lo hacía su ira iba en aumento y murmuraba para sí todo lo que iba a decirle a Saidie, su aya, incluso hasta los insultos que le iba a proferir cuando regresara.

—¡Cochina! ¡Cerda! ¡Hija de cerdos! —decía, porque no había peor humillación para un indio que le llamaran cerdo.

Apretó la mandíbula; se repetía las mismas palabras una y otra vez, cuando de pronto oyó a su madre salir a la galería. Iba con un hombre joven, de cabellos claros, y ambos hablaban en voz baja y extraña. Mary creía conocer a ese joven con cara de niño; había oído que era un oficial que acababa de llegar de Inglaterra. La niña se le quedó mirando, pero su vista se detuvo fijamente en su madre. Siempre la miraba de esa forma cuando tenía oportunidad de verla, porque la memsahib (Mary también la llamaba con este nombre más que con ningún otro) era una mujer alta, bella y delgada, y siempre iba hermosamente vestida. Los bucles que su cabello formaba parecían de seda, su nariz, pequeña y delicada, parecía desdeñarlo todo, y en sus grandes ojos asomaba una sonrisa. Los vestidos que solía llevar eran de telas finas y livianas, y Mary creía que estaban cubiertos de encaje. Aquella mañana parecía que tuviera todavía más encajes, pero sus ojos no se reían en absoluto, completamente abiertos, parecían asustados y se elevaban de manera suplicante hacia el rostro del apuesto y joven oficial.

—¿Tan grave es? ¿Lo es, lo es? —oyó decir Mary a su madre.

—Lo es —contestó el joven, con voz temblorosa—. Es terriblemente grave, señora Lennox. Deberían haber subido ustedes a las montañas hace ya dos semanas.

La memsahib se frotó las manos.

—Ah, ya lo sé, ya lo sé —se quejó—. Me quedé solo para acudir a esa estúpida fiesta. ¡Qué tonta fui!

Justo en ese momento, de las casas de los sirvientes salieron unos gritos tan desgarradores que ella se cogió fuertemente del brazo del joven, y Mary empezó a temblar de pies a cabeza. Aquellos gemidos fueron haciéndose cada vez más intensos.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó la señora Lennox, jadeante.

—Alguien ha muerto —contestó el oficial inglés—. No me había comentado usted que se hubiera extendido entre sus criados.

—¡No lo sabía! —respondió la memsahib—. ¡Venga conmigo! ¡Venga conmigo! —Y se giró media vuelta y entró corriendo en la casa.

Empezaron a suceder cosas horribles, y el misterio de aquella mañana le fue revelado a Mary. El cólera más mortífero se había declarado en la región y la gente caía como moscas. Aquella noche el aya se había puesto enferma, y su muerte fue precisamente lo que provocó los espantosos gritos en las chozas. Antes de que anocheciera, ya habían muerto otros tres criados y varios habían huido atemorizados. El pánico había cundido por todos lados, y en todas las viviendas había moribundos.

La confusión y el espanto reinaban el segundo día y Mary se escondió asustada en su habitación, olvidada de todos. Nadie se acordaba de ella, nadie la necesitaba, y comenzaron a suceder cosas extrañas a su alrededor de las que no se enteró. Las horas iban pasando, y Mary o lloraba o dormía. Únicamente sabía que la gente enfermaba y que se oían ruidos extraños y aterradores. Una vez entró en el comedor y lo encontró completamente vacío, aunque en la mesa aún había restos de una comida sin terminar; era como si algún motivo misterioso hubiera impulsado a los comensales a dejar de comer súbitamente y a apartar mesa, sillas y platos a toda prisa. La niña cogió alguna fruta y unas galletas, y como estaba sedienta se bebió un vaso lleno de vino que habían dejado. Tenía un sabor dulce y Mary no se dio cuenta de que era muy fuerte, de modo que pronto empezó a notar un intenso sopor y volvió a su habitación, donde se encerró otra vez asustada por el griterío que venía de las chozas y por el ruido de los pasos apresurados. El vino le produjo tal somnolencia que casi no podía mantener los ojos abiertos, se recostó en su cama y se quedó dormida durante un buen rato.

En aquellas horas de sueño profundo pasaron muchas cosas, pero ni los lamentos ni el ruido que hacían al sacar o meter objetos y bultos en la vivienda consiguieron despertarla.

Cuando abrió los ojos, se quedó acostada en la cama y mirando a la pared. Dentro de la casa reinaba la quietud; es más, no recordaba que hubiera habido nunca tanto silencio. No se oían voces ni pasos, y Mary creyó que a lo mejor todos se habían recuperado del cólera y que las penalidades habían terminado; se preguntó quién se ocuparía de ella ahora que había muerto

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