Ana de las tejas verdes 5 - Adiós, Isla del Príncipe

Lucy Maud Montgomery

Fragmento

1. LA SOMBRA DEL CAMBIO

CAPÍTULO 1

LA SOMBRA DEL CAMBIO

—Se ha acabado el verano —dijo Ana Shirley mientras contemplaba con aire soñador los campos ya cosechados.

Diana Barry y ella habían estado recogiendo manzanas en el huerto de Las Tejas Verdes, pero en aquel momento estaban descansando en un rincón soleado hasta el que aún llegaba el aroma de los helechos del Bosque Encantado. Sin embargo, todo el paisaje que las rodeaba hablaba de otoño. El mar rugía a lo lejos, los campos estaban desnudos y el Lago de las Aguas Brillantes relucía con un azul sereno y constante.

—Ha sido un buen verano.—Diana sonrió al mismo tiempo que le daba vueltas al anillo nuevo que lucía en la mano izquierda—. Y la boda de la señorita Lavanda ha sido como la guinda del pastel. Supongo que el señor y la señora Irving ya estarán en la Costa del Pacífico.

—A mí me da la sensación de que llevan tanto tiempo fuera como para haber dado la vuelta al mundo —suspiró Ana—. Me parece increíble que solo haya pasado una semana desde que se casaron. Todo ha cambiado. El señor y la señora Allan también se han marchado... Qué solitaria parece la casa del pastor con todos los postigos cerrados.

—Nunca volveremos a tener otro pastor tan bueno como el señor Allan —afirmó Diana con convicción sombría—. Supongo que este invierno tendremos varios sustitutos, y que la mitad de los domingos ni siquiera habrá sermón. Y Gilbert y tú no estaréis... Va a ser aburridísimo.

—Fred sí estará aquí —insinuó Ana en tono pícaro.

—¿Cuándo se mudará la señora Lynde a vuestra casa? —preguntó Diana como si ni siquiera hubiera oído el comentario de Ana.

—Mañana. Me alegro de que vaya a hacerlo... pero será otro cambio. Marilla y yo ya hemos vaciado toda la habitación de invitados. ¿Sabes qué? No me gustó nada tener que hacerlo. Sé que es una tontería, pero tuve la sensación de que estábamos cometiendo un sacrilegio. Esa vieja habitación siempre me ha parecido un santuario. Cuando era pequeña, me parecía la estancia más maravillosa del mundo. Recordarás cuánto deseaba por aquella época dormir en una habitación de invitados, pero no en la de Las Tejas Verdes. ¡Uy, no, allí no! Habría sido demasiado impactante, no habría pegado ojo en toda la noche. Cuando Marilla me mandaba a buscar algo allí, jamás atravesaba la habitación caminando. Siempre iba de puntillas y contenía la respiración como si estuviera en la iglesia, y me sentía muy aliviada cuando volvía a salir. Hasta me preguntaba cómo era posible que Marilla se atreviera a hacer la limpieza en esa habitación. Y ahora no solo está limpia, sino también vacía. Así es la vida —concluyó Ana con una risa en la que se captaba un dejo de pesar, porque nunca es agradable que profanen nuestros santuarios, ni siquiera cuando ya somos demasiado mayores para ellos.

—Me sentiré muy sola cuando te vayas —gimoteó Diana por enésima vez—. ¡Y ya solo queda una semana!

—Pero todavía estamos juntas —replicó Ana con alegría—. No debemos permitir que la próxima semana nos robe la alegría de esta. A mí tampoco me hace ninguna gracia tener que irme. ¡Y tú dices que te sentirás sola! Soy yo quien debería quejarse: tú te quedas aquí con un montón de amigos de toda la vida, ¡y con Fred!, mientras que yo estaré sola entre extraños y sin conocer a nadie.

—Salvo a Gilbert...y a Charlie Sloane —dijo Diana imitando el tono enfático y pícaro de Ana.

—Es cierto, Charlie Sloane será un gran consuelo para mí —convino Ana en tono sarcástico, y el comentario provocó la risa de las dos amigas.

Diana sabía muy bien qué opinaba Ana de Charlie Sloane; sin embargo, pese a sus habituales charlas confidenciales, no tenía ni idea de qué pensaba de Gilbert Blythe. Lo más seguro era que la propia Ana tampoco lo supiera.

—Hasta donde yo sé, puede que los chicos se alojen en la otra punta de la ciudad de Kingsport —prosiguió Ana—. Yo me alegro de ir a la Universidad de Redmond, y estoy segura de que con el tiempo terminará gustándome. Pero también sé muy bien que durante las primeras semanas no será así, y ni siquiera podré consolarme pensando en volver a casa el fin de semana, como cuando estuve en Charlottetown. Me parecerá que falta toda una eternidad para que llegue la Navidad.

—Todo está cambiando o va a cambiar —dijo Diana con tristeza—. Intuyo que las cosas nunca volverán a ser igual, Ana.

—Supongo que hemos llegado a un punto donde nuestros caminos se separan —comentó Ana en tono pensativo—. Este momento tenía que llegar. Diana, ¿crees que ser adultas será tan maravilloso como lo imaginábamos de pequeñas?

—No lo sé... Está claro que tiene cosas buenas —contestó Diana, que volvió a acariciar su anillo con esa sonrisilla que siempre lograba hacer que de repente Ana se sintiera excluida e inexperta—, pero también tiene muchas cosas desconcertantes. A veces me siento como si ser adulta me diera mucho miedo, y en esas ocasiones daría cualquier cosa por volver a ser una cría.

—Supongo que con el tiempo nos acostumbraremos —dijo Ana en tono alegre—. Para entonces ya no habrá tantas cosas inesperadas... Aunque, al fin y al cabo, yo creo que las cosas inesperadas son la sal de la vida. Tenemos dieciocho años, Diana. Dentro de dos tendremos veinte. Cuando tenía diez años, pensaba que los veinte eran la vejez extrema. Dentro de nada, tú serás una señora casada, formal y de mediana edad, y yo seré la simpática tía Ana soltera, que vendrá a visitaros en vacaciones. Siempre me reservarás un rinconcito en tu casa, ¿verdad, Diana querida?

—¡Qué tonterías dices, Ana! —exclamó Diana entre risas—. Seguro que te casarás con alguien espléndido. Y ninguna habitación de Avonlea será ni la mitad de bonita de lo que merecerás. Y fruncirás la nariz al ver a tus amigos de la infancia.

—Eso sería una lástima; mi nariz es bastante bonita, pero me temo que fruncirla tanto me la estropearía —dijo Ana mientras se daba unos toquecitos con el dedo en la nariz—. Y no tengo tantos rasgos bonitos como para poder permitirme maltratar los mejores que tengo. Así que, aunque me case con un rey, te prometo que no frunciré la nariz al verte, queridísima Diana.

Las chicas se separaron con otra carcajada alegre: Diana regresó a Ladera del Huerto y Ana se dirigió a la oficina de correos. Allí la esperaba una carta, y cuando Gilbert Blythe la alcanzó a la altura del puente que cruzaba el Lago de las Aguas Brillantes, Ana resplandecía de emoción gracias a ella.

—¡Priscilla Grant también irá a Redmond! —exclamó—. ¿No es estupendo? Tenía la esperanza de que fuera, pero ella creía que su padre no se lo consentiría. Se equivocaba, así que podremos alojarnos juntas. Tengo la sensación de que, con una amiga como Priscilla a mi lado, puedo enfrentarme a todo un ejército... o a todos los profesores de Redmond en formación de ataque.

—Creo que nos gusta

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