Smart. Internet(s): una investigación

Frédéric Martel

Fragmento

AFrédéric Martel

Smart

Internet(s): la investigación

Traducción de Núria Petit Fontserè

TAURUS PENSAMIENTO

Índice

NOTA DEL EDITOR

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

PRÓLOGO

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

1. El Valle. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
2. Alibaba y los cuarenta ladrones . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
3. Móvil. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
4. «IT significa Indian Technologies» . . . . . . . . . . . . . . . . 87
5.

SMART CITY

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
6. Revitalización urbana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
7. My Isl@m . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157
8. El regulador. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203
9. De la cultura al

CONTENT

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237

10.

SOCIAL TV

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279

11.

GAME OVER

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311
12. «.eu». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 329

EPÍLOGO

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 363

LÉXICO

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 397

FUENTES

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 407

Prólogo x x x quí los cibercafés ya no están de moda. Poco a poco van cerrando. Hoy todo el mundo tiene internet en casa. Y la gente va a los cafés donde suelen tener wifi gratuito», me dice Bashar. El Login Café, cuyo logotipo consiste en cuatro pequeñas arrobas que simbolizan internet, está situado en una plaza muy tranquila del centro de la ciudad, bordeada de árboles y con flores. En los menús de este bar estrecho, que consta de dos pisos, se puede leer en letras rojas y en inglés: «Like Us on Facebook». Y en los posavasos redondos pone «Log to Your Mood». Este eslogan web —Conéctate a tu (buen) humor— resume el optimismo de un espacio que parece gustar a la juventud local. Al Login, que es a la vez un cibercafé y una cafetería como tantas, la gente va a conectarse a internet, a pedir un cheeseburger o un applestrudel, a tomarse un milkshake con cookies Oreo o un zumo de guayaba. Aquí no sirven alcohol.

Aunque internet ya no da dinero a los cafés, el consumo de comida y de bebidas sigue siendo un buen negocio, como en todas partes. «A veces los clientes toman fotos de los platos que les sirven en el Login Café y las cuelgan en Facebook o en Instagram», afirma Bashar, el gerente del coffee shop, fascinado por un fenómeno global bastante desconcertante. Bashar también constata que las redes sociales están sustituyendo a los blogs. «Por las mañanas aún vienen algunos blogueros. Piden un café, se conectan a internet y cuelgan sus artículos, pero ya no es como antes».

Y Bashar añade, por si acaso: «Aquí el código wifi es “logincafe”, todo junto». Blandiendo su smartphone HTC y una tableta que opera con Android, me muestra que la cosa funciona, que efectivamen

«

Smart te estamos conectados. En una gran pantalla del primer piso, que también está conectada, observo que hay un vídeo mashup de Lady Gaga y Madonna. Luego ponen unos fragmentos de un blockbuster estadounidense. Otro día, veré allí la cadena National Geographic, transmitida a través de internet.

Aquí, como en todas partes, la gente conoce Google, Apple, Facebook y Amazon, a los que con un acrónimo bastante feo llaman los GAFA. Cada tienda tiene su sitio web referenciado en Google y su página de Facebook, y observo a varias personas utilizando aplicaciones de iPhone y de iPad. También iTunes tiene mucho éxito. Amazon, en cambio, no se usa. Aquí no hay entregas de productos culturales. Ni de ninguna otra clase. Pero la gente sí se descarga ilegalmente las películas, mira el último ídolo de moda en YouTube o llama gratis con Viber.

A la entrada del Login Café hay un retrato enorme. Se distingue la cara de un rapero estadounidense representada con una infinidad de pequeños mosaicos. Bashar me asegura que es Eminem. Uno de los once camareros que trabajan aquí lo interrumpe y afirma que es Jay-Z. El personal inicia una discusión a la entrada del café. ¿Se trata de un rapero negro o blanco? ¿No será Tupac? ¿O a lo mejor es Kanye West? En realidad, es difícil de decir, pues la obra de arte está estilizada. Hacen una foto del cuadro y me prometen que me darán la respuesta por Skype.

A pocos metros del Login Café, también la tienda 3D fue un cibercafé. Pero tuvo que adaptarse a los nuevos tiempos. Hoy es una sala de videojuegos donde una veintena de chicos —ni una sola chica— pasa el rato jugando a Battlefield 3, Call of Duty o GTA 4. Les cuesta el equivalente de un euro la hora por jugador. Dos estudiantes vienen aquí regularmente a jugar un partido de fútbol virtual de PES2013 y naturalmente, me dice uno de ellos, «elegimos los colores del Real Madrid». Los dos jóvenes tienen sendos smartphones en las manos: un Galaxy S III de Samsung el uno y un iPhone 4 de Apple el otro. «Aquí es fácil tener internet. Todo el mundo tiene internet. Es barato. En casa o en el smartphone tenemos Facebook, Twitter, Instagram. Intercambiamos mensajes con nuestros amigos por WhatsApp, llamamos a nuestros amigos al extranjero por Viber, y todo eso es prácticamente gratis», me comenta uno de los chicos. Y el otro añade: «Yo soy completamente adicto a Twitter».

Prólogo

Un poco más allá, en la calle Shohadan, Jawwal Shop es una tienda de telefonía móvil. Tienen disponibles todos los modelos de teléfonos móviles, desde Nokia a Samsung, pasando por HTC, Blackberry y Apple, aunque el último iPhone todavía no abunda en la ciudad, donde tampoco existe el 3G. Los teléfonos básicos no son caros; aquí los llaman «teléfonos pre-Android» o en inglés feature phones. En cambio los smartphones todavía son carísimos, el equivalente a 400 euros. La tienda tiene wifi y muchos jóvenes del barrio vienen a consultar internet o a recargar el móvil enchufándolo a la corriente. «Se lo dejamos hacer gratis. Eso hace que en el barrio nos conozcan», me dice Mohammad, el vendedor. Según él, a los jóvenes de aquí les gustan sobre todo las aplicaciones gratuitas y todo lo que hay en la red sin ánimo de lucro: el navegador Firefox de la fundación Mozilla, la enciclopedia Wikipedia y el entorno Linux. «Echan pestes de los softwares Garage Band y Photoshop, que cada vez son más difíciles de piratear. No les parece normal», añade Mohammad. Me sorprende el nivel informático de los clientes de la tienda: conocen los programas los trucos para no pagar, las técnicas básicas de programación y hasta la cloud, la nube, es decir, los datos y contenidos albergados «a distancia».

Al salir, veo en el suelo delante de la tienda Jawwal un generador de electricidad. «No es un generador bueno», me confiesa Mohammad. «Es de la marca Lutan. Lo fabrican los chinos. Yo prefiero los generadores Shatal, que vienen de Israel: son de mejor calidad, pero más caros». Delante de nosotros, tres soldados armados, vestidos de negro —Hamás—, vigilan tranquilamente el barrio bohemio pero pijo de Jundi Al Majhoul. La víspera, el Ejército israelí bombardeó la periferia de la ciudad.

Aquí, en la Franja de Gaza, un territorio palestino que es como una prisión, del que no se puede ni entrar ni salir, los cibercafés, los vendedores de smartphones y los que facilitan el acceso a internet se parecen a los de cualquier otra parte del mundo. Internet y las tecnologías digitales están globalizados y, según dicen, desterritorializados. En todas partes las prácticas digitales son iguales, y también las páginas consultadas, se usan las mismas aplicaciones y los usos tienden a unificarse. Todo está conectado. The world is flat: el mundo es plano.

x x

Smart

Camilo lleva el nombre del famoso compañero del Che Guevara, pero odia al Che. Negro y cubano, sueña con vivir en Miami, «donde no hay racismo ni Castros», finge creer, teniendo buen cuidado de hablar de Castro en plural. A menos de cincuenta kilómetros del lugar donde nos encontramos, La Habana, capital de Cuba, están los Estados Unidos, Florida, Key West y, un poco más allá, Miami y South Beach. Camilo me dice que está «encerrado aquí como en una cárcel inmensa». Hacemos cola delante de un cibercafé de la calle Obispo, una calle peatonal y comercial cercana al Parque Central. La cola es interminable, hay que prever más de una hora para lograr entrar en el local, que está en la planta baja de un edificio rococó de la antigua aristocracia cubana, prestigioso pero destartalado, que se está derrumbando bajo los estucos y que lleva en restauración más de diez años. Gran lujo de los años cincuenta; miseria de los años 2000.

«Aquí hay que pagar en pesos convertibles, los precios son prohibitivos», se indigna Camilo, harto del mal funcionamiento y de la corrupción generalizada del régimen castrista. En Cuba se compran los productos de primera necesidad en moneda local: tiendecitas que son apenas un zaguán venden champús que no hacen espuma, zapatos cuyos tacones se desprenden al cabo de dos semanas, galletas por unidades. Para obtener productos importados hay que pagar veinticinco veces más en pesos convertibles, que son la otra moneda. En Cuba, la pasta de dientes, el jabón, la espuma de afeitar, el papel higiénico y, naturalmente, los teléfonos móviles y el acceso a internet son productos de lujo.

Como en China, el régimen paranoico cubano adivinó precozmente, casi por experiencia, que internet iba a ser un factor de desorden social, una fuente de rebelión y un pasaporte para el acceso a la información internacional y tal vez a los visados. Por lo tanto, clasificó la red, en cuanto a riesgos, al nivel de estado peligroso, que es un término oficial del Código Penal. Un medio, para el Estado comunista, de intervenir preventivamente contra toda forma de disidencia. Pero en vez de prohibir completamente internet, como en Corea del Norte, o de construir una inmensa «intranet» local, como en China, Cuba ha preferido organizar la escasez. Los teléfonos móviles, los ordenadores y las tabletas se importan con cuentagotas y la Policía Especializada (parte de la Policía Nacional Revolucionaria) se ocupa de su paso por la aduana.

Prólogo

Dentro del cibercafé donde finalmente entro con Camilo hay ambiente de trabajo. Las paredes están desconchadas. Unos ventiladores giran pero no mueven el aire. Hay unas veinte personas, no más, consultando sus emails o los mensajes de la familia, sin perder tiempo como en Gaza en páginas lúdicas o videojuegos online. Algunas incluso han redactado previamente su mensaje en papel para ir más rápido. El tiempo de conexión es demasiado caro para entretenerse (un euro cada diez minutos, es decir, casi un día de salario). « Y, además, va lentísimo», deplora Camilo. A nivel mundial, Cuba es penúltima en cuanto a la velocidad de internet, por delante de Mayotte. También constato que la burocracia es puntillosa, hasta en esta pequeña oficina: hay que entregar el carné de identidad, dar la dirección, firmar un documento que autoriza el monitoring e indicar el tipo de contenidos que uno va a consultar para evitar las páginas «subversivas». Facebook, por ejemplo, está bloqueado en la isla, lo mismo que los blogs de los opositores cubanos.

Intento acceder a Generación Y, la página de la famosa disidente Yoani Sánchez: voy a parar a un mensaje de error. Sé que esta, estrechamente vigilada en Cuba, escribe a menudo sus textos y sus tuits por SMS y los envía a un contacto seguro, probablemente en Florida, y desde allí se cuelgan en la red. Su blog describe, con la monotonía culta de un entomólogo, la vida cotidiana en Cuba, con sus penurias alimentarias persistentes, sus transportes públicos defectuosos, su corrupción generalizada, su prostitución infantil. Ese estilo desapasionado, esa forma meticulosa de analizar hechos, cifras y prohibiciones burocráticas es más eficaz que cualquier panfleto para describir una dictadura día a día. No es un medio anticastrista, es un medio pegado a la realidad. Naturalmente, la página, que tiene alrededor de catorce millones de visitantes al mes, es más leída en Little Havana, el barrio cubano de Miami y cuartel general de la contrarrevolución cubana, que en La Habana. Pero Camilo, aunque no puede leerlo, sabe que ese blog existe y, según me dice sonriendo, «eso me basta para pasar el día». Pragmático y sosegado, Camilo se expresa en prosa, nada que ver con la lengua poética de Castro.

Así pues, internet está censurado en los pocos cibercafés que hay en Cuba, en las universidades y en las empresas. «Este cibercafé es una empresa del Estado. El régimen no cede las comunicaciones en concesión a los privados», me explica, fatalista, Camilo. En 1968 se nacionalizaron en Cuba todas las compañías, los restaurantes y las

Smart explotaciones agrícolas, aunque en estos últimos años Raúl Castro, el hermano «más joven» y «nuevo» presidente —que tiene 83 años— ha autorizado con prudencia unas cuantas profesiones, las microempresas, los pequeños restaurantes y algunos artesanos y agricultores. En las paredes de las avenidas de La Habana se ven por todas partes retratos gigantes de Castro y Che Guevara, acompañados de los mismos eslóganes nacionalistas y socialistas apolillados y repetidos ad infinitum: «Viva la revolución», «Viva Fidel, Patria o muerte» o « ¡Socialismo hoy, mañana, y siempre!».

Para obtener una mejor conexión a internet, siempre puedes ir a los grandes hoteles internacionales, como el Habana Libre, cuyo nombre es una contradicción. Situado en la Avenida 23, es un hotel de lujo, un antiguo Hilton requisado y nacionalizado por Castro, y la velocidad de internet allí es un poquito mejor. Pero hay que comprar una tarjeta con un tiempo de acceso limitado, reservada a los extranjeros y por un precio —seis euros la hora aproximadamente— totalmente prohibitivo para la gran mayoría de los cubanos.

«El sufijo “.cu” es un espejismo. Nadie lo ve nunca», ironiza Madelín (el nombre ha sido modificado). Esta exprofesora que ronda los cuarenta años cobraba veinte euros al mes como funcionaria cubana. Actualmente percibe un salario casi cien veces superior simplemente alquilando, en el mercado negro, tres dormitorios de su habitación, situada cerca del célebre Malecón, la larga avenida de la Habana que bordea el mar. Yo me hospedo en esa casa particular, una especie de bed&breakfast que se reserva por teléfono o desde el extranjero en revolico.com, una página cubana parecida a Craigslist o a Airbnb. El dominio «.cu» corresponde al sufijo nacional de internet propio de Cuba. Madelín añade, con el optimismo un poco disparatado que a veces caracteriza a los cubanos: «Al menos el régimen de Cuba se ha preocupado de obtener un sufijo. ¡Corea del Norte ni siquiera ha reclamado el suyo!». Es cierto. El sufijo «.kp» no ha sido reclamado hasta muy recientemente, lo cual confirma el persistente desinterés de Pyongyang por internet. El régimen norcoreano no existe en la red, contrariamente a Cuba.

De todas formas, en las habitaciones privadas como la de Madelín no hay acceso a la red. En Cuba, casi nunca está disponible en los domicilios particulares; la tasa de penetración de internet solo es de un 0,5 por ciento como mucho y siempre en dial up, a través de las líneas telefónicas de cobre, con ese ruido lancinante tan caracterís

Prólogo tico, y pocas veces con banda ancha. Los ordenadores son escasos — alrededor de un 3,5 por ciento de los hogares—, y los módems todavía más: siguen oficialmente prohibidos por el régimen. Lo único que abunda son las llaves USB, y en La Habana las he visto por todas partes. Esos famosos pendrives permiten intercambiar música, películas, telenovelas, todo lo que aquí no puede transitar por la red.

Madelín me explica que a veces es posible obtener la conexión a internet de un vecino, porque algunos cubanos, especialmente los altos funcionarios, militares o profesores famosos de la Facultad de Medicina, gozan de un permiso especial. Y es frecuente entonces que realquilen los códigos de acceso a internet para redondear su sueldo. Por supuesto esto es ilegal y caro.

Durante una cena en casa de Mamá Blanquita, uno de los pocos restaurantes privados situado en el primer piso de un palacio colonial hecho polvo, en la Rampa de La Habana, un establecimiento familiar donde nos sirven una sopa de frijoles negros, plátanos machos y un cafecito, Madelín se suelta: «Los pocos éxitos del régimen son artificiales. La inseguridad en Cuba es grande, el sistema de salud está muy maltrecho por la carencia cruel de medios técnicos y el exilio masivo de los médicos cualificados, que se han ido a Venezuela a cambio del petróleo. El racismo es permanente, cuando supuestamente solo existía en Estados Unidos». Al mismo tiempo, ante nuestros ojos, un ballet de otra época: por la avenida pasan viejos cacharros estadounidenses tambaleándose, entre ellos un Chevrolet Bel Air que va dando saltitos como si hubiese perdido los amortiguadores. Cuba se ha quedado parada en la época de la revolución: 1959. Y la profesora, consternada por ese espectáculo de otra época, continúa: «Incluso el sistema educativo, del que Castro siempre ha presumido, está fuera del tiempo y es pura propaganda, especialmente en Historia y Economía, por no hablar de las facultades de Comercio o de Periodismo. En cuanto a la Informática, en Cuba se enseña sin ordenadores ni internet». Como muchos cubanos que he conocido, Madelín sueña con vivir en Florida «donde internet es libre y hay 3G». Y añade, bromeando y repitiendo un chiste frecuente aquí: «Lo genial de Miami es que está muy cerca de Estados Unidos».

En 2011 se tendió un cable submarino de 1.600 kilómetros de fibra óptica entre Venezuela y Cuba, con ayuda de los europeos, para acelerar la velocidad de internet en la isla. Tras dos años de inercia, el régimen castrista autorizó por fin en verano de 2013 la apertura

Smart de un centenar de cyber points, una especie de «salones» de internet, abiertos a todo el mundo. Pero sus tarifas prohibitivas todavía limitan el acceso. «La gran mayoría de la población sigue sin tener acceso a internet», me confirma el especialista en comunicaciones Bert Medina, un cubano estadounidense que conocí en la isla.

Queda el recurso de los celulares, como llaman en Cuba a los teléfonos móviles. Ahora son más frecuentes: alrededor de un 12 por ciento de la población tiene uno. Con Camilo, voy a una tienda de teléfonos, en el barrio de La Habana Vieja. Otra tienda del Estado, también con largas colas de espera. La burocracia puntillosa, los precios prohibitivos y la escasez permanente frenan las ventas. Y sin 3G, los móviles no permiten ni siquiera acceder a la red. Aún no son smart.

Cuba ofrece la imagen rara de uno de los últimos países del mundo casi totalmente privados de acceso a internet. En la Cuba de hoy, totalitarismo de los trópicos, detenido en el mundo de antes del Sputnik, concluye Camilo: «Internet sería una anomalía: demasiado siglo xxi».

El Kliptown Youth Program se halla en el corazón de Soweto. Al sudoeste de Johannesburgo, en esta ciudad gueto viven casi un millón de personas (el doble, según otras estimaciones que incluyen a los x
x En la gorra azul de Sipho Dladla, un eslogan: «The Limit lessyouth». Menos de treinta años, zapatos Converse y smartphone Blackberry, Sipho es la encarnación del joven activista decidido a «expandir los límites». Dirige un programa de formación para el mundo digital en Kliptown, un barrio desfavorecido de Soweto, en Sudáfrica. «Aquí trabajamos con cuatrocientos jóvenes y para ellos todo es gratuito. Les enseñamos a utilizar un ordenador y a moverse por internet. Pero lo sorprendente es que ya saben más cosas que nosotros de las tecnologías», comenta Sipho. Y prosigue: «Por la tarde, se van con sus pequeños móviles y les explican a sus padres cómo usarlos». Por primera vez en la historia de África, ya no son los ancianos los que transmiten el saber a los jóvenes, sino los hijos los que forman a sus padres. «Es un cambio de civilización importantísimo», reconoce Sipho. Subraya de todos modos que «los niños también vienen para comer, porque nuestra formación conlleva una comida gratuita». Veo grandes perolas de arroz y pollo calentándose al fuego. La comida pronto estará lista.

Prólogo inmigrantes). Una parte de Soweto está actualmente revitalizada, pero aún quedan decenas de ciudades miseria. Es el caso de Kliptown, uno de los barrios de chabolas más desheredados del país: no hay carretera asfaltada, los caminos de tierra están desfondados, las cloacas infectadas se desbordan. No hay ni agua corriente potable ni electricidad. Por todas partes, techos de uralita. Y el sida es la primera causa de mortalidad; la tasa de personas seropositivas es elevada, del orden del 11,5 por ciento en el país, tal vez el triple en este barrio.

En este difícil contexto, sorprende la omnipresencia de las tecnologías y de internet. «Todo el mundo aquí tiene un móvil. Oyen la radio, consultan la meteorología, leen el horóscopo, todo eso en un teléfono que ni siquiera es un “smart”. La linterna integrada al móvil es una de las aplicaciones más populares. Soweto está entrando en el mundo digital», me comenta Sipho. Y añade: «Aquí el problema ya no es la brecha digital, porque todo el mundo tiene acceso a internet. La cuestión es la formación para utilizar la red. La gente ha comprendido que debía ser digitally literate, para no quedarse en la cuneta». Sipho repite varias veces estas palabras: digital literacy. Para él son el futuro de internet. (La expresión digital literacy, es decir, la alfabetización digital o capacidad para saber leer la red utilizando un ordenador o accediendo a internet, se considera hoy como un factor de desarrollo económico a nivel internacional).

¡Y qué capacidad para ingeniárselas! ¡Qué agilidad! Sin electricidad, los móviles se recargan con las baterías de los camiones o con pequeños paneles solares. La conexión a internet pasa en general por una llave 3G. En un bungaló del Kliptown Youth Program, unos jóvenes andrajosos consultan su página de Facebook en unos PC conectados con gruesos cables a internet. Otros utilizan una aplicación, muy popular en Sudáfrica, denominada Mixit, que permite enviar gratuitamente mensajes instantáneos a los amigos desde cualquier teléfono móvil. También veo unos chiquillos sentados en el suelo que matan el tiempo con videojuegos en pequeños 100 dollars laptops de plástico verde manzana, los famosos portátiles XO regalados por la ONG americana One Laptop per Child. Oigo hablar a esos chicos entre sí y discutir en inglés, en sesotho o en zulú, tres de las once lenguas oficiales de Sudáfrica. Ríen.

Los adultos del township no tienen acceso a las instalaciones del Kliptown Youth Program. Entonces, para consultar internet, no tie

Smart nen más que cruzar a través de un minúsculo puente elevado la autopista que bordea el gueto para acceder a uno de los cibercafés que están ahí cerca. El precio es de unos 15 rands la hora, es decir, 1,2 euros. «Pero normalmente no hace falta ir a un cibercafé, basta acceder a la red desde el teléfono», insiste Khopotso Bodibé. Este escritor y periodista en la red, al que entrevisté en Soweto, añade: «El ochenta por ciento de lo que sé lo he aprendido en internet. La red ha sido mi educación». Me cuenta que por las tardes, cuando la biblioteca pública de Soweto cerraba, él se iba a trabajar al McDonald’s, pues el fast food es uno de los pocos sitios del barrio abiertos que tienen acceso gratuito a internet. En cuanto a Sipho, tiene muchas esperanzas puestas en la nueva tableta Datawind con Android, que costará 30 dólares, y en los smartphones que anuncian y que dicen que costarán unos 50 dólares. Piensa que eso puede cambiar la vida del barrio. Desbordante de energía y optimismo, él que ha nacido en Soweto y que aún vive en el gueto, sin agua ni electricidad, cree en la red con un fervor apasionado, casi exaltado, que hace época. Hay personas que no han tenido suerte y lo han pasado muy mal, pero que solo saben ser cada vez más generosas y apacibles. Habiendo tenido internet como único viático, Sipho quiere ofrecer a los demás «esa luz blanca que alimentará al continente negro». ¡Caray! Viendo mi escepticismo, este apóstol de internet añade, sagaz, para hacerme ver hasta qué punto son mágicas las tecnologías: «A mí la red me cambió la vida. Yo me formé en internet cuando las escuelas de los bantustanes no me lo permitían. Aprendí geografía, historia. Casi hice la carrera de Derecho. Ni siquiera podría haberte hablado en inglés de no ser por la red. Internet es lo más hermoso que me ha pasado en la vida. Y esto no ha hecho más que empezar». x
x

Smart es una investigación sobre el terreno acerca de la globalización digital. En Gaza, en La Habana o en Soweto, y en total en unos cincuenta países, este libro trata de describir la transición digital que

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos