¿De quién es esta historia?

Rebecca Solnit

Fragmento

cap-1

Catedrales y despertadores

Estamos construyendo juntos algo inmenso que, aunque invisible e inmaterial, es una estructura, una estructura en la que residimos... o, mejor dicho, son muchas estructuras imbricadas. Se componen de ideas, puntos de vista y valores que surgen de conversaciones, artículos, editoriales de prensa, discusiones, eslóganes, mensajes en redes sociales, libros, protestas y manifestaciones. Sobre la raza, la clase social, el género y la sexualidad; sobre la naturaleza, el poder, el clima y la interconexión de todas las cosas; sobre la compasión, la generosidad, la colectividad, la comunicación con los demás; sobre la justicia, la igualdad, las posibilidades. Si bien hay voces individuales y personas que se adelantaron, se trata de proyectos colectivos que son importantes no cuando una única persona dice algo, sino cuando un millón lo incorpora a su manera de entender el mundo y de actuar en él. El «nosotros» que habita esas estructuras se agranda cuando lo que antes era subversivo o transgresor se establece como normal; cuando quienes se encuentran fuera de las murallas se despiertan un día dentro de ellas y olvidan que una vez estuvieron en otro lugar.

Quizá las consecuencias de esas transformaciones sean más relevantes allí donde resultan más sutiles. Cambian el mundo, sobre todo mediante la suma de pequeños gestos y declaraciones y mediante la aceptación de nuevos puntos de vista sobre lo que puede ser y lo que debería ser. Lo desconocido se vuelve conocido, los expulsados entran, lo insólito se convierte en común. Podemos apreciar los cambios en las ideas acerca de los derechos de quiénes importan, qué es razonable y quiénes deberían decidir con solo quedarnos lo bastante inmóviles para reunir las pruebas de las transformaciones que se producen gracias a un millón de pasitos antes de que den lugar a una decisión legal crucial, unas elecciones o cualquier otro cambio que nos sitúe en un sitio donde nunca habíamos estado.

 

 

He observado que este hermoso proceso colectivo de cambio se desarrollaba con especial intensidad en los últimos años, generado gracias a la labor de innumerables personas tanto por separado como conjuntamente, y gracias a la deslegitimación del pasado y a la esperanza de un futuro mejor que se hallan detrás del nacimiento de Occupy Wall Street (2011), Idle No More (2012), Black Lives Matter (2013) y #MeToo (2017), de la reciente emergencia e insurgencia feministas, de los movimientos por los derechos de los inmigrantes y las personas trans, del Nuevo Pacto Verde (2018) y del poder y alcance crecientes del movimiento por el clima. En Estados Unidos, la defensa de la asistencia sanitaria universal, la eliminación del colegio electoral de compromisarios, la abolición de la pena de muerte y una revolución energética que deje atrás los combustibles fósiles han pasado de los márgenes al centro en los últimos años. Una nueva claridad sobre cómo se fragua la injusticia, desde los asesinatos cometidos por la policía hasta la infinidad de justificaciones de las violaciones y la culpabilización de sus víctimas, pone al descubierto la maquinaria de esa injusticia y permite que se la reconozca cada vez que se presenta, y la posibilidad de reconocerla arranca los disfraces de las antiguas costumbres y sus pretextos.

 

 

A principios de la década de 1990, mi experiencia en cuanto a formación intelectual consistió en observar las reacciones contra la celebración del quinto centenario de la llegada de Colón a las Américas y el aumento de la visibilidad y audibilidad de los indígenas americanos que redefinieron de manera radical la historia de este hemisferio y sus ideas sobre la naturaleza y la cultura. Así aprendí que la cultura es importante, que constituye la infraestructura de creencias que determinan la política, que el cambio comienza en los márgenes y entre las sombras y se expande hacia el centro, que el centro es un lugar de llegada y rara vez un espacio verdaderamente generador, y que hasta los relatos más fundamentales pueden cambiar. Sin embargo, hoy en día me doy cuenta de que lo más importante no son los márgenes, el sitio donde se empieza, ni el centro, el lugar de llegada, sino la generalización.

Vivimos dentro de ideas. Unas son refugios, otras son observatorios y otras, cárceles sin ventanas. Abandonamos unas para entrar en otras. En los últimos años, en su momento de mayor esplendor, este proceso colaborativo ha sido tan rápido y potente que las personas más atentas pueden advertir cómo se enmarcan las puertas, se elevan las torres, cobran forma los espacios donde residirán nuestros pensamientos... y se derriban otras estructuras. Las opresiones y las exclusiones que, de tan aceptadas, resultan casi invisibles se vuelven visibles y van camino de ser inaceptables mientras otras costumbres sustituyen a las antiguas. Quienes observan con detenimiento ven que la estructura se expande de tal modo que, dentro de unos años, las personas que protestan, se burlan o no entienden no cuestionarán siquiera su vida dentro de esos marcos. Otros intentan impedir que se erijan los nuevos edificios; tienen más fortuna con las leyes que con la imaginación: es decir, impedir que las mujeres accedan al aborto resulta más fácil que impedir que piensen que tienen derecho a abortar.

Vemos cómo se produce el cambio si observamos con atención y si somos conscientes de lo que fue en contraposición a lo que es. En parte es lo que he tratado de hacer durante años, en este libro y en otros: observar el cambio, entender su funcionamiento y cómo y dónde cada uno de nosotros tiene poder dentro de sí; reconocer que vivimos en una época de transformaciones y que el proceso continuará mucho más allá de lo que ahora imaginamos. He visto cómo surgían nuevas formas de nombrar las maneras en que se ha oprimido y anulado a las mujeres, y he oído insistir en que la opresión y la anulación ya no serán aceptables ni invisibles. A menudo, hasta las cosas que tuvieron un impacto más directo en mí resultaron más claras gracias a este proceso que llevamos a cabo muchos de nosotros de manera conjunta. He visto que un buen número de escritores ofrecían versiones de los mismos principios generales, he visto cómo las ideas arraigaban, se propagaban y se incorporaban a nuestras conversaciones acerca de lo que es y lo que debería ser, y en ocasiones he sido una de esos escritores. Ver cómo se desarrolla este proceso es estimulante y a veces pasmoso.

 

 

Vivimos una época en que el poder de las palabras es importante para presentar, justificar y explicar las ideas, y ese poder es tangible en los cambios mientras se producen. Olvidar es un problema: las palabras son importantes, en parte como medio para ayudarnos a recordar. Cuando las catedrales que erigimos son invisibles, constituidas por perspectivas e ideas, olvidamos que estamos en su interior y que las ideas de que se componen fueron «hechas», construidas por personas que analizaron lo que dábamos por sentado, lo discutieron y lo modificaron. Son el fruto del trabajo. Olvidar significa no reconocer la fuerza del proceso y la mutabilidad de los significados y valores.

Hace poco oí en una charla a Gerard Baker. Es de origen mandan e hidatsa, de la reserva Fort Berthold, situada en Dakota del Norte, y habló sobre su labor en los parques nacionales para cambiar la forma en que los pueblos nativos estaban presentes como visitantes y empleados, así como en las estructuras, las señales, el lenguaje y otras formas de representación. De estatura descomunal, enormemente divertido y narrador brillante, Baker nos contó cómo pasó de realizar tareas de mantenimiento a ser director de dos monumentos nacionales en los que, según había asegurado a su familia, jamás trabajaría: el Campo de Batalla de Little Bighorn (llamado hasta 1991 Monumento Nacional del Campo de Batalla de Custer) y el Monte Rushmore. En ambos parques cambió el sentido del lugar y a quiénes estaba dedicado y destinado. En uno de ellos recibió amenazas de muerte por ese motivo; hubo quienes pretendieron mantener las versiones del pasado recurriendo a la violencia.

Al recordar lo que dijo Baker, al rememorar mi reeducación a principios de la década de 1990 sobre la presencia de los indígenas norteamericanos en Estados Unidos, al reflexionar sobre las conversaciones que mantenemos ahora y las que no abordamos, quise gritarles a algunas de las personas con que me topaba: «Si crees que estás despierto, es porque alguien te ha despertado, así que dales las gracias a los despertadores humanos». Es fácil suponer que nuestros puntos de vista sobre la raza, el género, la orientación sexual y demás son signos de un mérito intrínseco, cuando muchas de las ideas que circulan hoy en día son regalos recibidos hace poco gracias a la labor de otros.

Recordar que las personas forjaron esas ideas, del mismo modo que los edificios en los que vivimos y las carreteras por las que nos desplazamos fueron construidos por personas, nos ayuda a recordar, en primer lugar, que el cambio es posible y, en segundo, que tenemos la buena suerte de vivir después de dicho cambio, en lugar de afirmar nuestra superioridad respecto a quienes llegaron antes de la creación de las nuevas estructuras, y quizá incluso de reconocer que no hemos alcanzado un estado de conocimiento perfecto, porque se producirán más cambios cuando queden al descubierto más cosas que aún no reconocemos. He aprendido mucho. Me queda mucho por aprender.

Reproduzco un hermoso fragmento que Alicia Garza, cofundadora de Black Lives Matter, escribió tras las elecciones de 2016:

 

Estamos en un momento en el que todos debemos recordar quiénes éramos cuando entramos en el movimiento..., de recordar a los activistas que se mostraron pacientes con nosotros, que no estuvieron de acuerdo con nosotros y, aun así, se mantuvieron conectados, que esbozaron una sonrisa de complicidad cuando nuestra supuesta superioridad moral nos devoraba. Para construir un movimiento es preciso ir más allá de las personas que están de acuerdo con nosotros. Recuerdo quién era yo antes de dedicar mi vida al movimiento. Alguien se mostró paciente conmigo. Alguien vio que podía aportar algo. Alguien me apoyó. Alguien se esforzó por aumentar mi compromiso. Alguien me enseñó a asumir mis responsabilidades. Alguien me hizo entender las causas primordiales de los problemas a los que nos enfrentamos. Alguien me animó a expresar mi visión del futuro. Alguien me enseñó a incorporar al movimiento a quienes deseaban formar parte de uno.

 

Garza reconoce que cada uno de nosotros tiene una formación y da a entender que nuestra formación no ha terminado. En su momento de mayor esplendor y más hermoso, es un proceso creativo. En el peor, está controlado por quienes se hallan dentro y se dirige a quienes no lo están. A veces no están dentro porque todavía no han encontrado la entrada o porque han oído que desde la puerta les lanzaban reproches en lugar de una invitación. Pero la gente olvida que se trata de un proceso histórico más que de ideas que siempre han sido palmarias, y que algunos han tenido mayor acceso a ellas que otros. Observo que mucha gente se olvida del ingente trabajo realizado en torno a la raza, el género, la sexualidad, las cárceles y el poder, y en efecto fue «trabajo»: una labor intelectual para rechazar las suposiciones integradas en el lenguaje, las fuerzas que nos elevan a unos y empujan a otros hacia abajo, para entender y describir el pasado y el presente, y proponer posibilidades nuevas para el futuro.

 

 

La amnesia implica el olvido del asombroso alcance del cambio que se ha producido en las últimas décadas. Es un cambio esperanzador en sí mismo, como prueba de que las personas consideradas marginales o sin poder —eruditos, activistas, gente que habla en nombre de los grupos oprimidos y desde ellos— han cambiado el mundo. Por ejemplo, una consecuencia desafortunada del relativo éxito de lo que ha venido en denominarse #MeToo ha sido la de suponer que algo empezó en ese momento, lo cual oculta el extraordinario feminismo de los cinco años anteriores, como la labor del activismo contra las violaciones en los campus universitarios, las reacciones a la violación, tortura y asesinato de Jyoti Singh en Nueva Delhi y el caso de agresión sexual de Steubenville.

Incluso es posible que la fuerza de la respuesta pública a esas atrocidades oculte, como escribí en un artículo recogido en este libro, que los relatos de las mujeres se escucharon y generaron consecuencias gracias a lo que había ocurrido antes: el largo y lento trabajo del feminismo para conseguir un cambio de conciencia y situar a las mujeres —y a los hombres que las consideran seres humanos dotados de derechos inalienables y de la capacidad de decir cosas importantes— en posiciones de poder. Y el surgimiento de nuevas generaciones menos constreñidas por las concepciones y negaciones del pasado. Cambiar quién cuenta el relato y quién decide equivale a cambiar de quién es ese relato.

Ese punto de inflexión denominado #MeToo que surgió en octubre de 2017 no consistió en que la gente hablara, sino en que otros escucharan. Muchas personas habían hablado claro con anterioridad —las víctimas del médico deportivo del equipo de gimnasia, las víctimas de R. Kelly—, algunas una y otra vez, y su testimonio había caído en saco roto. Por tanto, #MeToo no significó que las mujeres empezaran a hablar, sino que empezara a escuchárselas, y aun así —como hemos visto en el caso de Christine Blasey Ford, que testificó contra Brett Kavanaugh, candidato a juez del Tribunal Supremo— se las ha seguido silenciando. Al igual que le sucedió a Gerard Baker p

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