Cómo educar personas de éxito

Esther Wojcicki

Fragmento

cap-1

Prólogo

Como las tres descendientes de «Woj», nos pareció adecuado que sus hijas se encargaran del prólogo sobre lo que verdaderamente es ser criado al Estilo Woj. Por supuesto, Woj es el afectuoso apodo acuñado por los alumnos de nuestra madre hace décadas (acabó calando) y su método se fundamenta en la confianza, el respeto, la independencia, la colaboración y la amabilidad (TRICK, por sus siglas en inglés), los valores que aborda en las páginas siguientes.

La vida ha traído toda clase de sorpresas, desde nuestro trabajo en Google, YouTube, 23andMe y el Centro Médico de la Universidad de California en San Francisco hasta los desafíos de la crianza de nuestros hijos, un total de nueve entre las tres. Al afrontar los altibajos de la vida, le debemos gran parte de nuestra capacidad para progresar a cómo nos criaron nuestros padres.

Cuando nuestra madre nos dijo que estaba escribiendo este libro, buscamos montones de diarios desde la escuela primaria hasta la universidad. A ella, periodista hasta la médula, le parecía una idea excelente que lleváramos un diario de cada viaje, sobre todo cuando nos trasladamos a Francia en 1980. Aunque hay muchas historias divertidas de peleas y mal comportamiento, estas también incluyen algunos temas fundamentales: independencia, responsabilidad económica, viabilidad, amplitud de miras, audacia y aprecio por la vida.

Hoy en día, una de nuestras mayores alegrías es la sensación de independencia. Nuestros padres nos enseñaron a creer en nosotras mismas y en nuestra capacidad para tomar decisiones. Confiaban en nosotras y nos dieron responsabilidades desde una edad muy temprana. Teníamos libertad para ir solas al colegio, pasear en bicicleta por el barrio y estar con nuestros amigos. Ganamos una confianza que nuestros padres reforzaron siendo respetuosos con nuestras opiniones e ideas. No recordamos que desestimaran nuestros pensamientos o ideas por el hecho de que fuéramos niñas. A cualquier edad, nuestros padres nos escuchaban y actuaban como si se tratara de un aprendizaje mutuo. Aprendimos a defendernos, a escuchar y a darnos cuenta de cuándo podíamos estar equivocadas.

En décimo curso, Anne tuvo una reveladora conversación en el templo sobre las relaciones entre padres e hijos. El padre con el que estaba emparejada mencionó que la obligación del niño era escuchar. Ella le explicó que en nuestra familia discutíamos, pero que nuestros padres siempre nos escuchaban, que no se limitaban a decir: «No, porque yo soy tu padre». Más tarde escribió en su diario lo agradecida que estaba por tener unos padres que no gobernaban con autoridad. Rara vez nos peleábamos. Discutíamos, pero no nos peleábamos. A consecuencia de ello, les estamos extraordinariamente agradecidas por la independencia que experimentamos desde niñas.

De la mano de la independencia llega la libertad económica, que no significa ser rico, sino ser prudente con el dinero y planificar los elementos o aspectos de la vida que se consideran esenciales. Nuestros padres son extremadamente disciplinados con el gasto y el ahorro. Ambos son hijos de inmigrantes, y a menudo nos recordaban que la gente malgasta dinero en cosas innecesarias y luego sufre porque no puede permitirse lo que necesita. La importancia de todo esto afloraba en lecciones diarias. Cuando salíamos a cenar, nunca pedíamos bebida ni entrantes. Antes de ir a comprar comida siempre recortábamos cupones de descuento y consultábamos los anuncios de prensa. En una ocasión, mi madre trajo a casa la comida que le había sobrado de un vuelo reciente y se la dio a Anne para cenar. ¡Sus amigos de la infancia nunca lo han olvidado!

Cuando estábamos en la escuela primaria, nuestra madre nos mostró una gráfica de interés compuesto y decidimos ahorrar como mínimo 2.000 dólares al año. Solicitamos tarjetas de crédito y talonarios antes de saber conducir porque quería enseñarnos la disciplina de saldar mensualmente el crédito de la tarjeta y equilibrar ingresos y gastos. De niñas también nos animaron a fundar una pequeña empresa. Durante años vendimos tantos limones del fértil árbol de nuestros vecinos que en el barrio nos llamaban «las limoneras». Susan se dedicaba a vender «cuerdas de especias» (especias trenzadas que se colgaban en la cocina) y ganó cientos de dólares cuando estaba en sexto curso. Fue idea suya, pero nuestra madre compraba los suministros y la apoyaba cuando salía a venderlos. Íbamos puerta por puerta vendiendo galletas de las Girl Scouts. Y, cuando nos aburríamos mucho, empaquetábamos nuestros juguetes viejos e intentábamos vendérselos a los vecinos, que nos los compraban. A veces.

Como familia, los viajes y la educación eran nuestra máxima prioridad, y todo lo demás recibía unos recursos económicos mínimos. (Nota: nuestro padre lleva las mismas sandalias desde hace sesenta años.) Cuando viajábamos, nos hospedábamos en el hotel más barato y siempre con un cupón de descuento. Gastar dinero era una cuestión de tomar decisiones intencionadas. Nunca fuimos ricos, pero esas decisiones nos otorgaban la libertad económica necesaria para tener las experiencias que queríamos en la vida.

Nuestra madre es una maestra evitando posponer las cosas o quejarse. ¡Si puede hacer algo hoy, lo hará! Nos enseñó a hacer la colada, a limpiar la casa, a pasar la aspiradora, a hacer llamadas telefónicas y a practicar ejercicio, todo al mismo tiempo y en menos de una hora. Nunca hemos conocido a nadie tan eficiente como ella. También nos enseñó lo indoloro que es hacer algo en lugar de dejarlo para más tarde, y que el fin de semana puede ser mucho mejor cuando terminas los deberes el viernes en lugar de darle vueltas los dos días y acabar haciéndolos el domingo.

Aunque la filosofía de mamá consistía eminentemente en adquirir aptitudes, en ocasiones recurría al soborno. Un ejemplo que recuerda Susan es que tenía la mala costumbre de morderse las uñas. Mamá le prometió un conejo si dejaba de hacerlo. Cuando Susan llevaba seis semanas sin morderse las uñas (mamá decía que era el período necesario para corregir un mal hábito), le compró una rata doméstica, ya que el dependiente la convenció de que era mejor mascota que un conejo. En realidad, compró tres ratas domésticas: Snowball, Midnight y Twinkle.

Nuestra madre es muy sociable. Disfruta mucho estando con toda clase de gente y transmite mucha calidez y accesibilidad porque está abierta a aprender cosas nuevas en todo momento. Es una emprendedora nata, siempre atenta al cambio y la innovación. No fue coincidencia ni «buena suerte» que lograra incorporar la tecnología en su programa académico y en sus aulas cuando Silicon Valley estaba en ciernes; le encanta innovar. Aprende constantemente de sus alumnos, y ese es uno de los motivos por los que confían en ella y la respetan: porque cree en (y progresa con) la visión del cambio de sus estudiantes. Los adultos pueden ser reacios a las rutinas de cambio, lo cual dificulta que entablen conversación con los adolescentes. Pero nuestra madre (¡que también es una «ciudadana de la tercera edad»!) es justo lo contrario, y por eso los estudiantes acuden a ella en tropel. Saben que los respetará y que alentará sus ideas por alocadas que sean. ¡A veces parece que prefiera las ideas más extravagantes! A menudo nos asombra que nuestra madre, que es septuagenaria, tenga tanta energía (¡sí, no está cansada!) después de trabajar hasta altas horas (casi medianoche) con adolecentes en el periódico de la escuela.

Uno de sus mejores rasgos como profesora y madre es que intenta comprender realmente al alumno como persona y trabaja para que se motive con sus propios intereses en lugar de obligarlo a hacer algo. Si una de nosotras llegaba a casa y decía que no le gustaba una asignatura, preguntaba por qué. Siempre trataba de comprender lo que ocurría: ¿necesitábamos la ayuda de un profesor particular? ¿Teníamos problemas con un profesor u otros alumnos? Después intentaba buscar una solución que satisficiera nuestras necesidades y nos ayudaba a resolver el problema. Asimismo, se esforzó en entender nuestras pasiones a lo largo de los años. Apoyó el interés de Anne en el patinaje sobre hielo, el de Janet en sus estudios africanos y el de Susan en los proyectos artísticos. Nos inspiraba con libros, artículos interesantes, charlas y clases. Siempre dejaba que sus estudiantes eligieran los temas para el periódico y que expusieran sus puntos de vista. Cuando hablamos de crianza, nos recuerda que no podemos obligar a un niño a hacer algo: debemos motivarlo para que lo haga por voluntad propia.

También nos gustaría destacar la valentía de nuestra madre, sobre todo en la búsqueda de la justicia. Es la primera en denunciar que el emperador va desnudo. No teme expresar su opinión, defender al desamparado o cuestionar el statu quo. Todo ello encaja de forma natural en el contexto del periodismo y la libertad de prensa. Janet recuerda un día que estábamos haciendo cola en una tienda y el dependiente intentaba vendernos algo de calidad inferior y, por supuesto, tuvimos que preguntar por el encargado o amenazar con «denunciarlos a la Oficina para la Protección del consumidor de California». El mantra de nuestra madre siempre ha sido: «Si no dices lo que piensas ni protestas, le ocurrirá lo mismo a otra persona». Otro recuerdo de Janet: mi madre cuestionando al pediatra que quería recetar antibióticos. «¿Los necesita de veras?», preguntó nuestra madre. «¿Puedo mirarle yo también el oído?» No había que temer a la convención, la autoridad y el poder. Por otro lado, no siempre era divertido tener una madre que expresaba libremente sus opiniones a profesores, padres de amigos, novios, etc. Después de todos estos años teniéndola como madre, es imposible pensar en una situación en la que se sintiera incómoda o no estuviera dispuesta a manifestar una opinión sincera. Ni siquiera se abstiene de ofrecer al secretario de Educación su cándida valoración del sistema académico. Este concepto del mundo fomenta un entorno en el que la gente joven desarrolla fuerza y resistencia para perseguir sus sueños y pasiones sin tirar la toalla ni sentirse intimidada. Creemos que gran parte de nuestra energía y motivación proviene de un aprendizaje prematuro de la negativa de nuestra madre a darse por vencida o ceder.

Lo último y más memorable es que nuestra madre nos enseñó a amar la vida. Le gusta hacer el tonto y contar chistes. Atiende pocas formalidades y rompe estereotipos. Le encanta pasarlo bien. Conoció a nuestro padre cuando lo arrolló bajando una escalera en una caja de cartón en su residencia de Berkeley. ¡Nos han echado de varios restaurantes por su mal comportamiento, no el de sus hijas! Cuando tenía setenta y cinco años descubrió Forever 21 y llegó a la conclusión de que era la mejor tienda de ropa, incluso para ella. Hace diez años, acompañada de una docena de alumnos de Periodismo de su instituto, llamó a Anne desde Nueva York y dijo: «¡Anne, hemos encontrado una oferta de limusinas y estamos en Nueva York asomando la cabeza por el techo solar! ¿A qué discoteca podemos ir? ¡Queremos bailar!». A mi madre le gustan la aventura y la exploración. Sus alumnos la quieren porque combina su capacidad de ejecución y su seriedad con apertura mental y creatividad. Se toma en serio la enseñanza del periodismo, pero no tiene inconveniente en que sus alumnos monten en bicicleta estática durante la clase mientras escuchan. Mientras escribíamos esto, acabábamos de ver que nuestra madre había publicado unas fotos suyas vestida de perrito caliente en una tienda. Puede que no llevemos ropa de Forever 21, pero gracias a ella hemos aprendido a mostrar una actitud positiva y a encontrar la felicidad cada día.

Las tres hermanas somos el resultado original de la filosofía de nuestra madre, pero después de nosotras vinieron muchos miles de estudiantes de su programa de Periodismo. En todo el mundo nos para gente y nos dice: «Tu madre me cambió la vida. Creía en mí». No solo influye en la gente mientras está en su aula. Su influencia es de por vida.

Como hijas orgullosas, solo queremos decirte: ¡Gracias por criarnos al Estilo Woj, mamá!

SUSAN, JANET y ANNE WOJCICKI

cap-2

Introducción

No hay premios Nobel de crianza o educación, pero debería haberlos. Son las dos cosas más importantes que hacemos en nuestra sociedad. Cómo criamos y educamos a nuestros hijos no solo determina qué personas serán, sino también la sociedad que creamos.

Todos los progenitores abrigan esperanzas y sueños para sus hijos. Quieren que sean sanos, felices y prósperos. También sienten miedos universales: ¿Estarán bien? ¿Encontrarán objetivos y se sentirán realizados? ¿Se abrirán camino en un mundo que resulta cada vez más enérgico, competitivo y a veces incluso hostil? Recuerdo que todas esas preocupaciones no expresadas y en gran medida inconscientes se arremolinaban en la pequeña sala de partos cuando sostuve a mi primogénita.

Me encontraba en el hospital acunando a Susan sobre el pecho. La enfermera la había envuelto en una manta rosa y le había puesto un pequeño gorro de lana amarillo. Stan, mi marido, estaba sentado junto a mí. Ambos nos sentíamos cansados pero exultantes, y en ese momento todo estaba claro: amé a mi hija desde el segundo en que la vi, y sentí un deseo primario de protegerla, de darle la mejor vida posible y de hacer cuanto estuviera en mi mano por ayudarla a triunfar.

Pero pronto empezaron a asaltarme las preguntas y las dudas. No sabía coger a Susan en brazos ni cambiar un pañal. Solo hacía tres semanas que había dejado el trabajo, lo cual no me dio mucho tiempo para prepararme. Tampoco entendía cómo se suponía que debía prepararme. El ginecólogo me dijo que me lo tomara con calma al menos seis semanas después del parto. Mis amigas y compañeras me daban toda clase de consejos contradictorios. Me decían que el parto sería largo y arduo, que la lactancia era demasiado difícil y limitadora y que los biberones y la leche de fórmula eran mejores. Leí unos cuantos libros sobre nutrición para adultos (en aquella época no había títulos específicos para niños) y compré una cuna, un poco de ropa y una pequeña bañera de plástico. Y, de repente, tenía a Susan en mis brazos, con sus grandes ojos azules y su pelusa, mirándome como si yo supiera exactamente qué hacer.

Cuando estaban a punto de darme el alta empecé a preocuparme de veras. Era 1968. Por aquel entonces, en los hospitales estadounidenses podías permanecer hospitalizada tres días a partir del nacimiento del bebé. Ahora, en la mayoría de los casos te dan el alta al cabo de dos días. No sé cómo lo hacen las madres en la actualidad.

«¿Puedo quedarme un día más?», supliqué a la enfermera, medio avergonzada y medio desesperada. «No tengo ni idea de cómo cuidar a mi bebé.»

A la mañana siguiente, la enfermera me dio un curso acelerado de cuidados infantiles que, afortunadamente, incluía cómo cambiar pañales. Era la época de los pañales de tela y los imperdibles. La enfermera me advirtió que había que cerrarlos correctamente o podías pinchar al bebé. Siempre que Susan lloraba, lo primero que hacía era comprobar los imperdibles.

Aunque en aquel momento no gozaba de popularidad, estaba decidida a darle el pecho, así que la enfermera me enseñó a colocarle la cabeza y a utilizar el antebrazo como apoyo. El bebé tenía que «agarrarse» y solo entonces podía estar segura de que estaba ingiriendo leche. No era tan sencillo como esperaba y a veces rociaba a la pobre Susan. La niña debía seguir una periodicidad de cuatro horas y acepté respetarla lo mejor que pudiera.

El último consejo que me dio fue que no olvidara abrazar al bebé. Y entonces, Stan y yo nos quedamos solos.

Como todos los padres, veía a mi hija como una esperanza: esperanza de una vida mejor, esperanza para el futuro, esperanza de que pudiera construir un mundo más deseable. Todos queremos hijos felices, empoderados y apasionados. Todos queremos criar hijos que lleven una vida exitosa y significativa. Eso es lo que sentí cuando nació Susan y más tarde cuando llegaron nuestras otras dos hijas, Janet y Anne. Es ese mismo deseo el que une a gente de diferentes países y culturas. Gracias a mi dilatada carrera como profesora, que ha sido un tanto inusual, ahora asisto a conferencias en todo el mundo. Ya sea reuniéndome con el secretario de Educación en Argentina, con líderes de opinión en China o con unos padres preocupados en India, lo que todos quieren saber es cómo ayudar a que sus hijos tengan una buena vida, sean felices y prósperos y utilicen su talento para hacer del mundo un lugar mejor.

Nadie parece tener una respuesta definitiva. Los expertos en crianza destacan aspectos importantes como el sueño, la comida, los vínculos afectivos o la disciplina, pero el consejo que ofrecen es mayoritariamente restringido y prescriptivo. Lo que en realidad necesitamos no es solo información limitada sobre el cuidado y alimentación de los niños, por importante que sea. Lo que más necesitamos es saber cómo transmitir a nuestros hijos valores y aptitudes para que triunfen como adultos. También debemos hacer frente a los enormes cambios culturales que se han producido en los últimos años, sobre todo en materia tecnológica, y saber cómo afectan a nuestra crianza. ¿Cómo prosperarán nuestros hijos en la era de los robots y la inteligencia artificial? ¿Cómo prosperarán en la revolución tecnológica? Esas ansiedades son habituales en padres de todo el mundo. A todos nos abruma el ritmo del cambio y el deseo de que nuestros hijos puedan seguirlo. Sabemos que nuestras familias y escuelas deben adaptarse a esos cambios, pero no sabemos cómo hacerlo ni cómo aferrarnos a los valores que son más importantes para nosotros y para criar a unos hijos que triunfen.

Como madre joven me sentía igual. Puede que algunos desafíos fueran distintos, pero resultaban igual de amedrentadores. Aceptaba los pocos consejos y orientaciones que encontraba, pero mayoritariamente decidí confiar en mí misma. Tal vez fue mi formación como periodista de investigación o mi desconfianza hacia la autoridad, que había desarrollado de niña, pero estaba decidida a encontrar la verdad yo sola. Tenía ideas propias sobre lo que necesitaban los niños y me mantuve fiel a ellas sin importar lo que pensaran los demás. El resultado fue, para muchos, idiosincrásico en el mejor de los casos o simplemente extraño. Desde el primer día hablé a mis hijas como si fueran adultas. La mayoría de las madres utilizan de manera natural el lenguaje infantil: un tono más agudo y palabras más sencillas. Yo no. Confiaba en ellas y ellas confiaban en mí. Nunca las puse en peligro, pero tampoco impedí que experimentaran la vida o corrieran riesgos calculados. Cuando vivíamos en Ginebra envié a Susan y a Janet a la tienda de al lado a comprar pan; tenían cinco y cuatro años respectivamente. Respeté su individualidad desde el principio. Mi teoría era que los años más importantes eran de cero a cinco y que iba a enseñarles todo lo que pudiera de buen comienzo. Lo que más deseaba era convertirlas primero en niñas independientes y luego en adultas independientes y empoderadas. Imaginé que si podían pensar por sí mismas y tomar decisiones firmes, serían capaces de afrontar cualquier desafío con el que se toparan. En aquel momento no tenía ni idea de que los estudios validarían las decisiones que había tomado. Estaba siguiendo mi instinto y mis valores, y lo que vi funcionó en el aula como profesora.

Es bastante extraño ser una madre «famosa» y que tu familia aparezca en las portadas de las revistas. No me atribuyo todo su éxito como adultas, desde luego, pero las tres se han convertido en personas realizadas, cariñosas y capaces. Susan es la consejera delegada de YouTube, Janet es profesora de pediatría en la Universidad de California en San Francisco y Anne es cofundadora y consejera delegada de 23andMe. Llegaron a la cima de unas profesiones ultracompetitivas y dominadas por hombres, y lo hicieron alimentando sus pasiones y pensando por sí mismas. Ver a mis hijas moverse por el mundo con coraje e integridad ha sido una de las mayores recompensas de mi vida. Me impresiona especialmente cómo compiten, cooperan y se concentran no en ser la única mujer de la sala, sino en buscar soluciones a los problemas que encontramos.

Entretanto, como profesora de Periodismo de alumnos de secundaria durante más de treinta y seis años, he hecho algo similar. Cada semestre tengo unos sesenta y cinco estudiantes, desde el segundo curso hasta el último, y ya el primer día los trato como a periodistas profesionales. Trabajan en grupos y deben ceñirse a un plazo de entrega. Yo presto apoyo y orientación cuando lo necesitan, pero he descubierto que el aprendizaje cooperativo y basado en proyectos es la mejor manera de prepararlos para los desafíos a los que se enfrentarán como periodistas y como adultos. He visto a miles de estudiantes sobresalir gracias a mis métodos de enseñanza, y Facebook me ayuda a seguir en contacto con ellos, incluso con los de los años ochenta. Han cosechado éxitos asombrosos y son personas increíbles. He tenido el privilegio de enseñar a muchos jóvenes, incluidos Craig Vaughan, mi primer redactor jefe en el periódico estudiantil y ahora psicólogo infantil en el Stanford Children’s Hospital; Gady Epstein, director de medios en The Economist; Jeremy Lin, licenciado por Harvard y base de los Atlanta Hawks; Jennifer Linden, profesora de Neurociencia en el University College de Londres; Marc Berman, legislador del estado de California para el distrito que incluye Palo Alto; y James Franco, el laureado actor, guionista y director. Cientos de estudiantes me han dicho que mi fe en ellos y los valores que les transmití en mis clases cambiaron profundamente la manera en que se veían a sí mismos y quienes llegarían a ser.

Cuando mis hijas empezaron a destacar en los sectores tecnológico y sanitario, y mi programa periodístico cosechó reconocimiento nacional e internacional, la gente notó que estaba haciendo algo diferente. Vieron que mi perspectiva de la crianza y mi método educativo podían ofrecer soluciones a los problemas que afrontamos en el siglo XXI y querían saber más. Los padres me piden consejo constantemente; de acuerdo, a veces me ruegan que les explique las estrategias que utilicé con mis hijas y que ellos también podrían aplicar. Los profesores hacen lo mismo y se preguntan cómo evité ser autoritaria y encontré la manera de orientar a alumnos que sienten una verdadera pasión por el trabajo que desempeñan. Sin querer, descubrí que había entablado un debate sobre cómo deberíamos criar a nuestros hijos y lograr que la educación fuese a la vez relevante y útil. Lo que ofrezco, que ha tocado la fibra a mucha gente en todo el mundo, es un antídoto a nuestros problemas de crianza y enseñanza, una manera de combatir la ansiedad, los problemas disciplinarios, las luchas de poder, la presión social y el miedo a la tecnología que nos nublan el sentido común y perjudican a nuestros hijos.

Uno de los mayores errores que cometemos como padres es asumir una responsabilidad personal por las emociones de nuestros hijos. Tal como afirma la doctora Janesta Noland, una respetada pediatra de Silicon Valley, «los padres se ven tan obligados a perpetuar la felicidad de sus hijos [...] que se sienten responsables de esta y la controlan». Hacemos lo que sea para impedir que nuestros hijos tropiecen con obstáculos o sufrimientos, esto es, para que nunca tengan que enfrentarse a la adversidad. A consecuencia de ello, carecen de independencia y coraje y temen el mundo que los rodea en lugar de sentirse empoderados para innovar y crear. Otro gran error: les enseñamos a pensar casi exclusivamente en sí mismos y en su rendimiento porque deben tener unas calificaciones medias perfectas, ser elegidos por una universidad de primer nivel y encontrar un trabajo impresionante. Están tan ocupados concentrándose en sí mismos que raras veces tienen tiempo para pensar en cómo podrían ayudar y servir a los demás. En ocasiones pasamos por alto la amabilidad y la gratitud, pese a que son las cualidades que más felices nos hacen en la vida, según demuestran los estudios.

También hay disfunciones en el aula. Las escuelas y universidades siguen enseñando al estilo del siglo XX, básicamente preparando a los alumnos para que sigan instrucciones en un mundo que ya no existe. El modelo de clase, basado en la idea de que el profesor lo sabe todo y el papel del estudiante es escuchar en silencio, tomar notas y aprobar un examen, sigue siendo el dominante en todo el mundo pese a que ahora la tecnología nos permite encontrar información en un instante con la biblioteca que todos llevamos en el bolsillo: el teléfono móvil. Los estudiantes aprenden las materias obligatorias y no a través de un aprendizaje o una experiencia basados en el interés. Los programas educativos están orientados a los exámenes y a las evaluaciones estatales en lugar de a un aprendizaje basado en proyectos que enseñe aptitudes del mundo real y permita a los estudiantes descubrir su pasión. Y los exámenes son lo último que fomenta la pasión y el compromiso, los cuales, según demuestran los estudios, son los cimientos de una educación eficaz y de la felicidad vital. Por encima de todo, este sistema desfasado nos enseña a obedecer, no a innovar o a pensar con independencia. ¡Cuando llega el momento de la graduación, celebramos el final del aprendizaje! Deberíamos celebrar el dominio de unas aptitudes que nos permitirán continuar educándonos toda la vida.

Teniendo en cuenta cómo enseñamos y criamos, ¿es de extrañar que los niños acaben deprimidos y ansiosos y sin preparación alguna para hacer frente a las adversidades normales de la vida? Según el Instituto Nacional de Salud Mental, alrededor de un 31,9 % de los jóvenes estadounidenses de trece a

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