El pozo de la ascensión

Brandon Sanderson

Fragmento

Agradecimientos

Agradecimientos

Antes que nada, como siempre, mi excelente agente, Joshua Bilmes, y mi editor, Moshe Feder, se merecen todos los halagos por sus esfuerzos. Para este libro en concreto hicieron falta varios borradores meticulosos, y ellos estuvieron a la altura de la tarea. Tienen mi agradecimiento, igual que sus ayudantes, Steve Mancino (un excelente agente por derecho propio) y Denis Wong.

Hay otras personas en Tor merecedoras de mi agradecimiento. Larry Yoder (el mejor jefe de ventas de la nación) hizo un trabajo maravilloso vendiendo el libro. Irene Gallo, la directora artística de Tor, es un genio a la hora de unir libros y artistas. Y, hablando de artistas, creo que el sorprendente Jon Foster hizo un trabajo estupendo con la portada original de este libro. Pueden ver más trabajos suyos en jonfoster.com. Isaac Stewart, un buen amigo mío y colega escritor, dibujó el mapa y los símbolos de los encabezados de cada capítulo. Búsquenlo en nethermore.com. Shawn Boyles es el artista oficial de Mistborn Llama y un gran tipo, además. Busquen más información en mi web. Por último, me gustaría dar las gracias al departamento de publicidad de Tor (en especial a Dot Lin), que ha promovido de maravilla mis libros y además ha cuidado de mí. ¡Muchísimas gracias a todos vosotros!

Otra ronda de agradecimientos va destinada a mis lectores alfa. Estos incansables amigos aportan valiosos comentarios a mis novelas en sus primeras etapas y se encargan de los problemas, erratas e inconsistencias antes de que yo los resuelva. Sin seguir ningún criterio para su ordenación, estos amigos son: Ben Olson, Krista Olsen, Nathan Goodrich, Ethan Skarstedt, Eric J. Ehlers, Jillena O’Brien, C. Lee Player, Kimball Larsen, Bryce Cundick, Janci Patterson, Heather Kirby, Sally Taylor, The Almighty Pronoun, Bradley Reneer, Holly Venable, Jimmy, Alan Layton, Janette Layton, Kaylynn ZoBell, Rick Stranger, Nate Hatfield, Daniel A. Wells, Stacy Whitman, Sarah Bylund y Benjamin R. Olsen.

Mi agradecimiento especial a la gente de Provo Waldenbooks por su apoyo. Sterling, Robin, Ashley y el terrible dúo de Steve «Librero», Diamond y Ryan McBride (quienes también fueron lectores alfa). También debo dar las gracias a mi hermano, Jordan, por su trabajo en mi página web (con Jeff Creer). Jordo es el encargado oficial de que «Brandon mantenga la cabeza bien alta» cumpliendo su solemne deber de burlarse de mí y de mis libros.

Mi madre, mi padre y mis hermanas son siempre una ayuda maravillosa. Si he olvidado algún lector alfa, ¡lo siento! Te mencionaré dos veces la próxima vez. Fíjate, Peter Ahlstrom, no me olvido de ti: decidí ponerte el último para hacerte sudar un poco.

Por último, mi agradecimiento a mi maravillosa esposa, con quien me casé durante el proceso de corrección de este libro. ¡Emily, te quiero!

Prefacio

Prefacio

El Pozo de la Ascensión fue uno de los libros más difíciles de mi carrera. De hecho, el único más complicado de escribir que me viene a la mente fue la novela final de La Rueda del Tiempo, y buena parte de la dificultad que entrañaba aquel libro se debía a las expectativas.

Si saltaras hacia atrás en el tiempo hasta 2005, cuando yo estaba escribiendo El Pozo de la Ascensión, encontrarías en mí a un escritor a grandes rasgos novato, pero con una confianza que tal vez resultara desmedida. Como ya he mencionado en muchas ocasiones, escribí más de una docena de novelas antes de publicar la primera, y esa trayectoria provocó en mí una extraña mezcla de ingenuidad y veteranía.

Había pasado años experimentando con mi estilo personal y estaba bastante satisfecho con él. Me había enfrentado al rechazo y había dedicado mucho tiempo a aprender a escribir, en una época en la que no sabía si terminaría siendo algo más que una afición. Había aceptado el hecho de que quizá pasara toda la vida sin publicar nada, pero yo seguía adelante. Y lo paradójico fue que esa aceptación me había proporcionado confianza en mí mismo. Sabía que me encantaba escribir. No existía mala reseña ni fracaso comercial que pudiera provocarme una crisis más grave que las que ya había superado.

Al mismo tiempo, existían cosas que sencillamente no había hecho nunca, o que había hecho muy pocas veces… y la primera de esa lista eran las secuelas: con catorce libros en mi haber, solo había escrito una segunda parte. Casi todas mis novelas habían transcurrido en mundos nuevos, con sistemas de magia nuevos y personajes nuevos. Era en lo que más práctica tenía y, sin embargo, quería hacer ciertas cosas con mi narrativa que requerían una serie de libros.

Emprendí El Pozo de la Ascensión con el optimismo que me caracteriza, y entonces descubrí por las malas lo difícil que puede ser profundizar más en unos personajes que ya existían. La primera novela apenas me dio problemas, pero este libro se desmoronaba hacia el final y tenía serios problemas de ritmo a lo largo de toda su extensión. Pero, como tiende a suceder en la vida, cuanto mayor es el reto, más crecimiento aporta. Arreglar esta novela entre un borrador y el siguiente fue uno de los desafíos que más me hicieron desarrollarme como escritor.

Tal vez lo más irónico de todo sea que El Pozo de la Ascensión era la historia que yo quería contar desde un principio. Había estado tentado de saltarme el relato de la caída del lord Legislador, porque temía estar pisando de nuevo un camino demasiado trillado. Todo el mundo escribía novelas sobre derrocar imperios, pero pocas veces había visto la historia de unos revolucionarios obligados a convertirse en políticos. ¿Qué sucede después de hacer caer un gobierno? Construir siempre es más arduo que derribar.

Este es el libro en el que de verdad tuve tiempo de ahondar en las motivaciones de los personajes y obligarlos a enfrentarse a algunas cuestiones difíciles. ¿Dónde está la línea que separa la seguridad y la libertad? ¿Qué haces cuando tus ideales te fallan? ¿Qué haces cuando pasas de ser un forajido a defender la ley?

Estoy orgullosísimo de esta novela. Me demostró que puedo reparar algo que está roto y que el sufrimiento de los borradores y las revisiones puede engendrar unos resultados verdaderamente excepcionales. Confirmó mis aspiraciones y me permitió demostrarme a mí mismo que era capaz de escribir personajes y temas, no solo de establecer unos sistemas de magia y unas ambientaciones extravagantes.

En El Imperio Final, para Kelsier en cierto modo era fácil hablar de esperanza. Este es el libro que nos recuerda que esa esperanza y esos ideales elevados a veces tienen un precio.

Primera parte. Heredera del superviviente

PRIMERA PARTE

HEREDERA DEL SUPERVIVIENTE

Escribo estas palabras en acero, pues todo lo que no esté grabado en metal es indigno de confianza.

1

El ejército se arrastraba como una mancha oscura contra el horizonte.

El rey Elend Venture se alzaba inmóvil sobre las murallas de la ciudad de Luthadel, contemplando las tropas enemigas. A su alrededor, la ceniza caía en copos gruesos y perezosos. No era la ceniza blanca ardiente que solía verse entre las brasas mortecinas: era una ceniza más profunda, más negra. Los Montes de Ceniza habían estado muy activos de un tiempo a esta parte.

Elend notaba el polvo ceniciento en la ropa y el rostro, pero lo ignoró. En la distancia, el sol rojo sangre empezaba a ponerse. Recortaba al ejército que había venido a quitarle su reino.

—¿Cuántos son? —preguntó Elend en voz baja.

—Creemos que cincuenta mil —dijo Ham, apoyado contra el parapeto, con los musculosos brazos cruzados sobre la piedra. Como todo lo demás en la ciudad, la muralla estaba ennegrecida por incontables años de lluvia de ceniza.

—Cincuenta mil soldados... —dijo Elend, y guardó silencio. A pesar de todos los hombres que habían reclutado, Elend apenas disponía de veinte mil soldados a sus órdenes... y eran campesinos con menos de un año de instrucción. Mantener incluso ese pequeño número estaba menguando sus recursos. De haber podido encontrar el atium del lord Legislador, tal vez las cosas hubieran sido distintas. En aquellos momentos, el reino de Elend corría un serio peligro de caer en la bancarrota.

—¿Qué te parece? —preguntó Elend.

—No lo sé, El —respondió con tranquilidad Ham—. Kelsier era siempre el que tenía la visión.

—Pero tú le ayudabas a idear los planes —dijo Elend—. Tú y los demás erais su banda. Fuisteis vosotros quienes elaborasteis la estrategia para derrocar el imperio, los que lo conseguisteis.

Ham guardó silencio y Elend creyó saber lo que estaba pensando: Kelsier era la clave de todo. Era él quien organizaba, él quien convertía cualquier idea descabellada en un plan factible. Era el líder. El genio.

Y había muerto un año antes, el mismo día en que el pueblo (como parte de su plan secreto) se había alzado enfurecido para derrocar al dios emperador. En el caos resultante, Elend se había hecho con el trono. Ahora cada vez parecía más claro que iba a perder todo lo que Kelsier y su grupo habían conseguido tras tantos duros esfuerzos. Iba a quitárselo un tirano que podía ser aún peor que el lord Legislador. Un matón sibilino y artero de la «nobleza». El hombre que dirigía su ejército hacia Luthadel.

El padre propio de Elend, Straff Venture.

—¿Hay alguna posibilidad de que puedas... hablar con él para convencerlo de que no ataque? —preguntó Ham.

—Tal vez —respondió Elend, vacilante—. Suponiendo que la Asamblea no se limite a entregar la ciudad.

—¿Va a hacerlo?

—No lo sé, la verdad. Temo que lo haga. Ese ejército los ha asustado, Ham. —Y con razón, pensó—. De todas formas, tengo una propuesta para la reunión que se celebrará dentro de dos días. Intentaré convencerlos de que no se precipiten. Dockson ha regresado hoy, ¿no?

Ham asintió.

—Justo antes de que iniciara su avance el ejército.

—Creo que deberíamos convocar una reunión de la banda —dijo Elend—. A ver si se nos ocurre un modo de salir de esta.

—Todavía andamos escasos de gente —dijo Ham, frotándose la barbilla—. Fantasma no volverá hasta dentro de una semana y solo el lord Legislador sabe dónde ha ido Brisa. Hace meses que no recibimos ningún mensaje suyo.

Elend suspiró, sacudiendo la cabeza.

—No se me ocurre nada más, Ham.

Se dio la vuelta para contemplar de nuevo el paisaje ceniciento. El ejército estaba encendiendo hogueras y el sol se ponía. Pronto aparecerían las brumas.

Tengo que volver al palacio y trabajar en esa propuesta, pensó Elend.

—¿Adónde ha ido Vin? —preguntó Ham, volviéndose hacia Elend.

Elend se detuvo.

—¿Sabes? —dijo—. No estoy seguro.

Vin aterrizó con suavidad en el húmedo empedrado viendo cómo las brumas empezaban a formarse a su alrededor. Adquirían consistencia cuando oscurecía, creciendo como marañas de enredaderas transparentes, retorciéndose y enroscándose.

La gran ciudad de Luthadel estaba silenciosa. Incluso un año después de la muerte del lord Legislador y del alzamiento del nuevo Gobierno libre de Elend, la gente corriente se quedaba en casa de noche. Temía las brumas, una tradición mucho más arraigada que las leyes del lord Legislador.

Vin avanzó en silencio, poniendo los cinco sentidos. En su interior, como siempre, quemó estaño y peltre. El estaño agudizaba sus sentidos y le permitía ver de noche. El peltre fortalecía su cuerpo y moverse le costaba menos. Además del cobre (que tenía el poder de ocultar el uso de la alomancia a quienes quemaban bronce) eran los metales a los que casi siempre recurría.

Algunos la llamaban paranoica. Ella se consideraba preparada. Fuera como fuese, la costumbre le había salvado la vida en numerosas ocasiones.

Se acercó a una esquina silenciosa y se detuvo para asomarse. Nunca había comprendido del todo cómo quemaba metales; lo había hecho desde que tenía uso de razón, usando la alomancia por instinto antes de que Kelsier la entrenara. En realidad, le daba igual. No era como Elend; no necesitaba una explicación lógica para todo. A Vin le bastaba saber que cuando tragaba trocitos de metal podía extraerles su poder.

Poder que apreciaba, pues bien sabía lo que era carecer de él. Ni siquiera en esos momentos ella era lo que alguien tendría en mente al pensar en un guerrero. De constitución delgada y poco más de metro y medio de estatura, con el cabello oscuro y la piel pálida, sabía que su aspecto era casi frágil. Ya no tenía el aspecto desnutrido de su infancia en la calle, pero desde luego tampoco era una persona a la que nadie fuese a encontrar intimidante.

Eso le gustaba. Le daba cierta ventaja... y necesitaba toda la ventaja posible.

También le gustaba la noche. Durante el día, Luthadel estaba repleta de gente y, a pesar de su tamaño, se le antojaba opresiva. Pero de noche las brumas caían como una densa cortina. Humedecían, suavizaban, ocultaban. Las enormes fortalezas se convertían en montañas oscuras y las abarrotadas viviendas se fundían como la mercancía rechazada de un buhonero.

Vin se agazapó junto a su edificio, todavía observando el cruce. Con cuidado, buscó en su interior y quemó acero, uno de los metales que había ingerido. Unas líneas azules transparentes brotaron a su alrededor de inmediato. Visibles solo para sus ojos, apuntaban desde su pecho a fuentes cercanas de metal: todo tipo de metal, sin importar su clase. El grosor de las líneas era proporcional al tamaño de las piezas metálicas que encontraban, desde aldabas de bronce hasta burdos clavos de hierro que sujetaban las tablas.

La muchacha esperó en silencio. Ninguna línea se movió. Quemar acero era una forma fácil de saber si alguien andaba cerca. Si llevaba metal encima, dejaría una estela de líneas móviles azules. Ese, sin embargo, no era el fin principal del acero. Vin se sacó con cuidado de la faltriquera una de las muchas monedas que guardaba dentro para que la tela amortiguara el tintineo. Como todos los pedazos de metal, una línea azul surgía del centro de la moneda y llegaba hasta el pecho de Vin.

Lanzó la moneda, luego agarró mentalmente la línea y, quemando acero, empujó la moneda, que voló trazando un arco en la bruma por el empujón. Cayó al suelo en el centro de la calle.

Las brumas continuaban girando. Eran densas y misteriosas, incluso para Vin. Más densas que la simple niebla y más constantes que ningún fenómeno meteorológico normal, giraban y fluían creando corrientes a su alrededor. Los ojos de Vin podían atravesarlas: el estaño agudizaba su visión. La noche le parecía más ligera, las brumas menos densas. Sin embargo, seguían allí.

Una sombra se movió en la plaza, respondiendo a su moneda, que había empujado hasta allí como señal. Vin avanzó y reconoció a OreSeur, el kandra. Llevaba un cuerpo diferente al de hacía un año, cuando se había hecho pasar por lord Renoux. Sin embargo, su cuerpo lampiño e indescriptible se había vuelto familiar para Vin.

OreSeur se reunió con ella.

—¿Encontraste lo que estabas buscando, ama? —preguntó, respetuoso... y, sin embargo, también con cierta hostilidad. Como siempre.

Vin negó con la cabeza y contempló la oscuridad en derredor.

—A lo mejor estaba equivocada —dijo—. Tal vez no me seguían.

Reconocerlo la entristeció. Esperaba enfrentarse de nuevo con el Vigilante esa noche. Seguía sin saber quién era. La primera noche, lo había confundido con un asesino. Sin embargo, parecía poco interesado en Elend... y mucho en Vin.

—Deberíamos volver a la muralla —decidió Vin, incorporándose—. Elend se estará preguntando dónde me he metido.

OreSeur asintió. En ese momento, un estallido de monedas atravesó las brumas, volando hacia Vin.

He empezado a preguntarme si soy el único hombre cuerdo que queda. ¿Es que los demás no se dan cuenta? Llevan tanto tiempo esperando la llegada de su héroe (el que se menciona en las profecías de Terris) que se apresuran a sacar conclusiones, convencidos de que cada historia y cada leyenda se refiere a este único hombre.

2

Vin reaccionó de inmediato, apartándose de un salto. Se movió a una velocidad increíble, la capa ondeó mientras resbalaba por el empedrado húmedo. Las monedas golpearon el suelo tras ella, arrancando lascas de piedra y dejando rastros en la bruma tras rebotar.

—¡Vete, OreSeur! —exclamó Vin, aunque él huía ya hacia un callejón cercano.

Vin giró y se agazapó, las manos y los pies sobre las frías piedras, los metales alománticos ardiendo en su estómago. Quemó acero y vio cómo las líneas azules traslúcidas aparecían a su alrededor. Esperó, tensa, a que...

Otro grupo de monedas salió disparado de las oscuras brumas, cada una dejando tras de sí una línea azul. Vin quemó de inmediato acero y empujó las monedas, desviándolas en la oscuridad.

La noche quedó de nuevo en calma.

La calle en la que estaba era ancha para ser de Luthadel, aunque con casas a ambos lados. Las brumas se arremolinaban lánguidas, difuminando los extremos de la calle.

Un grupo de ocho hombres apareció entre la bruma y se acercó. Vin sonrió. Tenía razón: alguien la estaba siguiendo. Ninguno de esos hombres, sin embargo, era el Vigilante. No tenían su sólida gracia, no transmitían esa sensación de poder. Aquellos hombres eran más burdos. Asesinos.

Tenía lógica. Si ella hubiese acabado de llegar con un ejército para conquistar Luthadel, lo primero que hubiera hecho habría sido enviar a un grupo de alománticos para matar a Elend.

Sintió una súbita presión en el costado y maldijo cuando algo hizo que perdiera el equilibrio y sintió que le arrancaban la faltriquera de la cintura. Soltó la correa, dejando que el alomántico enemigo le arrebatara las monedas. Los asesinos tenían al menos a un lanzamonedas, un brumoso con el poder de quemar acero y empujar metales. De hecho, dos de los asesinos tenían líneas azules que apuntaban a sus propias bolsas. Vin pensó en devolverles el favor y arrancarles sus bolsas de un tirón, pero vaciló. No hacía falta que enseñara sus cartas todavía. Podría necesitar esas monedas.

Sin monedas propias, no podía atacar desde lejos. Sin embargo, si ese equipo era bueno, atacar desde lejos hubiera sido absurdo: sus lanzamonedas y atraedores estarían preparados para ocuparse de las monedas que les lanzara. Huir tampoco era una opción. Esos hombres no estaban allí solo por ella: si huía, continuarían hacia su verdadero objetivo.

Nadie envía asesinos a matar a guardaespaldas. Los asesinos matan a hombres importantes. Hombres como Elend Venture, rey del Dominio Central. El hombre al que ella amaba.

Vin quemó peltre y su cuerpo se tensó, alerta, peligroso. Cuatro violentos delante, pensó, viendo avanzar a los hombres. Los que quemaban peltre poseerían una fuerza inhumana, capaces de sobrevivir a un castigo físico brutal. Muy peligrosos en las distancias cortas. Y el que lleva el escudo de madera es un atraedor.

Hizo un quiebro hacia delante, de modo que los violentos que se acercaban dieran un salto atrás. Ocho brumosos contra una nacida de la bruma era para ellos un equilibrio aceptable... pero solo si tenían cuidado. Los dos lanzamonedas se situaron a los dos lados de la calle, para poder empujar contra ella desde ambas direcciones. El último hombre, que esperaba impertérrito junto al atraedor, tenía que ser un ahumador: de escasa relevancia en una pelea, su propósito era esconder a su equipo de alománticos enemigos.

Ocho brumosos. Kelsier lo habría conseguido: había matado a un inquisidor. Ella no era Kelsier. Todavía tenía que decidir si eso era bueno o malo.

Vin tomó aire, deseando tener un poco de atium que gastar, y quemó hierro. Eso le permitió tirar de una moneda cercana, una de las que le habían lanzado igual que el acero le habría permitido empujarla. La alcanzó, la dejó caer, y luego saltó como si fuera a empujar la moneda y se lanzó al aire.

Uno de los lanzamonedas, sin embargo, se anticipó y empujó contra la moneda, apartándola. Como la alomancia solo permitía que una persona tirara o empujara contra su cuerpo, Vin se quedó sin un anclaje decente. Empujar contra la moneda solo la hubiese lanzado de lado.

Cayó al suelo.

Que piensen que me han atrapado, pensó, agazapándose en el centro de la calle. Los violentos se acercaron, un poco más confiados. Sí. Sé lo que estáis pensando. ¿Es esta la nacida de la bruma que mató al lord Legislador? ¿Esta niña delgada? ¿Es eso posible?

Yo me pregunto lo mismo.

El primer violento se dispuso a atacar, y Vin se puso en movimiento. Las dagas de obsidiana destellaron en la noche cuando las desenvainó, y la sangre salpicó negra en la oscuridad mientras ella se agachaba bajo el palo del violento y le abría un tajo en los muslos.

El hombre gritó. La noche dejó de ser silenciosa.

Los hombres maldijeron mientras Vin se movía entre ellos. El compañero del violento la atacó, rápido y borroso, sus músculos impelidos por el peltre. Su bastón golpeó una de las borlas de la capa de bruma de Vin cuando ella se arrojó al suelo y luego se irguió para escapar del alcance de un tercer violento.

Una lluvia de monedas voló hacia ella. Vin reaccionó y las empujó. El lanzamonedas no dejó de empujar y el empujón de Vin se enfrentó de golpe al suyo.

Empujar y tirar de metales dependía del peso. Y, con las monedas entre ambos, el peso de Vin chocó contra el peso del asesino. Ambos salieron despedidos hacia atrás. Vin escapó de un violento; el lanzamonedas cayó al suelo.

Un puñado de monedas llegó desde el otro lado. Todavía girando en el aire, Vin avivó acero para aportarse una descarga añadida de energía. Las líneas azules se entremezclaban, pero no necesitaba aislar las monedas para apartarlas.

El lanzamonedas soltó sus proyectiles en cuanto sintió el contacto de Vin. Los pedacitos de metal se perdieron en la bruma.

Vin golpeó el suelo con el hombro. Rodó, avivando peltre para aumentar su equilibrio, y se puso en pie de un salto. Al mismo tiempo, quemó hierro y tiró con fuerza de las monedas que desaparecían.

Volvieron hacia ella. En cuanto se acercaron, Vin saltó a un lado y las empujó hacia los violentos que se acercaban. Las monedas se desviaron de inmediato y trazaron bucles en las brumas hacia el atraedor, cuyo único poder alomántico como brumoso era tirar de hierro.

Lo hizo de manera eficaz, protegiendo a los violentos. Alzó el escudo y se quejó cuando las monedas lo golpearon y rebotaron.

Vin ya había vuelto a ponerse en movimiento. Corrió de frente hacia el lanzamonedas que tenía a la izquierda, el que había caído al suelo y estaba al descubierto. El hombre gritó sorprendido y el otro lanzamonedas trató de distraer a Vin, pero fue demasiado lento.

El lanzamonedas murió con una daga de obsidiana en el pecho. No era un violento: no podía quemar peltre para amplificar su cuerpo. Vin sacó la daga y le arrancó la faltriquera al hombre, que se desplomó en silencio.

Uno, pensó Vin, girando mientras el sudor volaba de su frente. Se enfrentaba a siete hombres en el callejón. Debían de esperar que intentase huir. En cambio, atacó.

Al acercarse a los violentos, saltó, y luego arrojó la bolsa que le había quitado al moribundo. El lanzamonedas restante gritó y la desvió de inmediato. Pero aun así, Vin logró algo de impulso a partir de las monedas y saltó por encima de las cabezas de los violentos.

Uno de ellos, el herido, había sido por desgracia lo bastante listo para quedarse atrás y proteger al lanzamonedas. El violento levantó su cachiporra cuando Vin aterrizó. Ella esquivó el primer ataque, alzó su daga y...

Una línea azul danzó ante su visión. Rápida. Vin reaccionó de inmediato, se retorció y empujó contra la aldaba de una puerta para apartarse del camino. Golpeó el suelo de costado y luego se aupó apoyándose en una mano. Resbaló sobre el suelo húmedo.

Una moneda cayó a su lado y rebotó en el empedrado. No había llegado a alcanzarla. De hecho, parecía ir destinada al lanzamonedas asesino restante. Debía de haberse visto obligado a apartarla.

Pero ¿quién la había disparado?

¿OreSeur?, se preguntó Vin. Pero eso era una tontería. El kandra no era alomántico y, además, no habría tomado la iniciativa. OreSeur solo acataba las órdenes expresas.

El lanzamonedas asesino parecía igual de confuso. Vin alzó la cabeza, avivando estaño, y fue recompensada con la visión de un hombre de pie en el tejado de un edificio cercano. Una silueta oscura. Ni siquiera se molestaba en ocultarse.

Es él, pensó. El Vigilante.

El Vigilante permaneció allí plantado, sin volver a interferir, mientras los violentos se abalanzaban contra Vin, que soltó una imprecación al ver tres bastones que se precipitaban hacia ella. Esquivó uno, giró para evitar el otro y plantó una daga en el pecho del hombre que blandía el tercero. El hombre se tambaleó hacia atrás, pero no cayó. El peltre lo mantuvo en pie.

¿Por qué se habrá entrometido el Vigilante?, pensó Vin mientras se apartaba de un salto. ¿Por qué habrá arrojado esa moneda a un lanzamonedas que podía apartarla sin ninguna dificultad?

Su preocupación por el Vigilante casi le costó la vida cuando un violento que no había advertido la atacó de lado. Era el hombre cuyas piernas había rajado. Vin reaccionó justo a tiempo para evitar el golpe. Esto, sin embargo, la puso al alcance de los otros tres.

Todos atacaron a la vez.

Vin consiguió esquivar dos de los golpes. Uno, sin embargo, la alcanzó en el costado. El poderoso impacto la hizo resbalar por la calle hasta que chocó contra la puerta de madera de una tienda. Oyó un crujido (de la puerta, por suerte, no de sus huesos) y se desplomó, perdidas sus dagas. Una persona normal habría muerto. No obstante, su cuerpo impelido por el peltre era más resistente.

Jadeó en busca de aire, obligándose a ponerse en pie, y avivó estaño. El metal amplificó sus sentidos (incluida su capacidad de sentir dolor), y la súbita conmoción le despejó la mente. Le dolía el costado. Pero no podía detenerse. No con un violento atacándola, blandiendo su bastón para golpearla desde arriba.

Agazapada ante la puerta, Vin avivó peltre y agarró el bastón con ambas manos. Gritó, echó atrás la mano izquierda y descargó un puñetazo contra el arma que quebró la dura madera de un solo golpe. El violento vaciló, y Vin le golpeó con la mitad del bastón en los ojos. Aunque aturdido, permaneció en pie.

No puedo luchar contra los violentos, pensó Vin. Tengo que seguir moviéndome.

Se lanzó a un lado, ignorando el dolor. Los violentos trataron de seguirla, pero ella era más ágil, más delgada y, lo más importante, mucho más rápida. Los rodeó y se volvió para atacar al lanzamonedas, el ahumador y el atraedor. Un violento herido había vuelto para proteger a esos hombres.

Cuando Vin se acercaba, el lanzamonedas le arrojó un puñado. Vin apartó las monedas y tiró de las que el hombre llevaba en la faltriquera.

El lanzamonedas gruñó mientras la bolsa se precipitaba hacia Vin. La llevaba atada a la cintura con una correa corta y el tirón lo hizo dar un paso adelante. El violento agarró al hombre y lo mantuvo en el sitio.

Y como su anclaje no se movía, Vin fue atraída hacia él. Avivó hierro mientras volaba por los aires y alzó el puño. El lanzamonedas gritó y tiró para liberar la bolsa.

Demasiado tarde. El impulso de Vin la llevó hacia delante. Hundió el puño en la mejilla del lanzamonedas al pasar. La cabeza del hombre giró, roto el cuello. Cuando Vin aterrizó, le dio un codazo en la barbilla al sorprendido violento, arrojándolo hacia atrás. Con una patada alcanzó al caído en el cuello.

Ninguno de los dos hombres se incorporó. Ya habían muerto tres. La faltriquera cayó al suelo, se rompió y se esparcieron por el empedrado un centenar de brillantes piezas de cobre alrededor de Vin. Ella ignoró el dolor de su costado y se enfrentó al atraedor, que esperaba con el escudo en alto, sospechosamente despreocupado.

Un crujido sonó a su espalda. Vin gritó, porque su oído, aguzado por el estaño, experimentó una reacción exagerada ante el inesperado sonido. Se llevó las manos a las orejas mientras el dolor le perforaba las sienes. Se había olvidado del ahumador, que sostenía dos palos de madera, tallados para producir agudos sonidos cuando los golpeaba entre sí.

Movimientos y reacciones, acciones y consecuencias eran la esencia de la alomancia. El estaño permitía que sus ojos vieran a través de las brumas, lo que le daba ventaja sobre sus enemigos. Sin embargo, el estaño también hacía que su sentido del oído se aguzara hasta niveles extremos. El ahumador alzó de nuevo sus palos. Vin recogió un puñado de monedas del suelo y las lanzó con un grito contra el ahumador. El atraedor, como cabía esperar, tiró de ellas. Golpearon el escudo y rebotaron. Y mientras se esparcían en el aire Vin empujó con cuidado una que quedó rezagada.

El hombre bajó el escudo, ajeno a la moneda que Vin había manipulado. Vin tiró, haciendo que la moneda corriera hacia ella... y hasta la nuca del atraedor. El hombre cayó sin emitir ningún sonido.

Cuatro.

Todo quedó en silencio. Los violentos que corrían hacia ella se detuvieron, y el ahumador bajó sus palos. No tenían ya lanzamonedas ni atraedores, nadie que pudiera empujar o tirar de metal, y Vin estaba en medio de un campo de monedas. Si las usaba, incluso los violentos caerían en un abrir y cerrar de ojos. Lo único que tenía que hacer era...

Otra moneda surcó el aire, disparada desde el tejado del Vigilante. Vin maldijo, esquivándola. Sin embargo, ella no era el objetivo. Alcanzó al ahumador de pleno en la frente. El hombre cayó boca arriba, sin vida.

¿Cómo?, pensó Vin, contemplando el cadáver.

Los violentos atacaron, pero Vin se retiró frunciendo el ceño. ¿Por qué matar al ahumador? Ya no era ninguna amenaza...

A menos...

Vin apagó su cobre, luego quemó bronce, el metal que permitía detectar si había otros alománticos cerca usando su poder. No percibía a los violentos quemando peltre. Todavía estaban siendo ahumados, oculta su alomancia.

Alguien más estaba quemando cobre.

De repente, todo cobró sentido. Tuvo sentido que el grupo se arriesgara a atacar a una nacida de la bruma. Tuvo sentido que el Vigilante hubiera disparado al lanzamonedas. Tuvo sentido que hubiera matado al ahumador.

Vin corría un grave peligro.

Solo tuvo un momento para tomar su decisión. Lo hizo por instinto, pero había crecido en la calle siendo ladrona y timadora. Las corazonadas le resultaban más naturales que la lógica.

—¡OreSeur! —gritó—. ¡Ve al palacio!

Era un código, por supuesto. Vin dio un salto atrás, ignorando por un momento a los violentos mientras su criado salía de un callejón. Sacó algo de su cinturón y se lo arrojó a Vin: un frasquito de cristal como los que usaban los alománticos para guardar sus virutas de metal. Vin tiró con rapidez del frasquito hasta tenerlo en la mano. No muy lejos, el segundo lanzamonedas (que se había quedado tirado en el suelo, como muerto) maldijo y se puso en pie.

Vin se volvió, apurando el frasquito de un rápido trago. Contenía una única perla de metal. Atium. No podía permitirse llevarlo en su propio cuerpo, pues no podía arriesgarse a que se lo arrancaran durante una pelea. Había ordenado a OreSeur que permaneciera cerca esa noche, preparado para entregarle el frasco en caso de emergencia.

El «lanzamonedas» se sacó del cinturón una daga de cristal que llevaba oculta y cargó contra Vin por delante de los violentos que se acercaban. Ella se detuvo un instante, lamentando su decisión, pero sabiéndola inevitable.

Los hombres habían ocultado entre sus filas a un nacido de la bruma. Un nacido de la bruma como Vin, una persona que podía quemar los diez metales. Un nacido de la bruma que había estado esperando el momento adecuado para atacarla, para pillarla desprevenida.

Tendría atium, y solo había un modo de combatir a alguien que tenía atium. Era el metal alomántico definitivo, que solo podía usar un nacido de la bruma, y podía decantar fácilmente el resultado de un combate. Cada perla valía una fortuna... pero ¿de qué le serviría una fortuna si moría?

Vin quemó su atium.

El mundo a su alrededor cambió. Todos los objetos que se movían (los postigos de las ventanas, la ceniza en el aire, los violentos que la atacaban, incluso los rastros de bruma) proyectaron una copia translúcida. Las réplicas se movieron adelantándose a sus originales, mostrando a Vin con exactitud lo que sucedería al instante, en el futuro.

Solo el nacido de la bruma era inmune. En vez de proyectar una única forma de atium proyectó docenas, señal de que estaba quemando atium a su vez. Se detuvo un instante. El cuerpo de Vin habría explotado con docenas de confusas sombras de atium. Ahora que podía ver el futuro, Vin sabía lo que el hombre haría. Eso, a su vez, cambiaba lo que ella iba a hacer. Y cambiaba lo que iba a hacer él. Y así sucesivamente. Como los reflejos de dos espejos frente a frente, las posibilidades continuaban hasta el infinito. Ninguno de los dos tenía ventaja.

Aunque su nacido de la bruma se quedó quieto, los tres desafortunados violentos continuaron al ataque, pues no tenían manera de saber que Vin quemaba atium. Ella se volvió, plantándose junto al cuerpo del ahumador caído. De una patada, lanzó sus palos al aire.

Llegó un violento blandiendo su bastón, cuya diáfana sombra de atium atravesó el cuerpo de Vin. Ella se contorsionó hacia un lado y notó el bastón de verdad pasar por encima de su oreja. La maniobra parecía fácil dentro del aura del atium.

Atrapó al vuelo uno de los palos y golpeó con él el cuello del violento. Giró cogiendo el otro palo y de un revés lo descargó contra el cráneo del hombre. El violento cayó de bruces, gimiendo, y Vin volvió a girar, esquivando con facilidad otros dos bastones.

Golpeó las sienes del violento herido con los palos, que se partieron con el sonido hueco de un tambor mientras el cráneo del hombre se fracturaba.

Cayó y no volvió a moverse. Vin lanzó su bastón al aire de una patada, soltó los palos rotos y lo recogió. Se dio la vuelta, haciendo girar el bastón, y se enfrentó a los dos violentos restantes a la vez. Con un fluido movimiento, descargó dos rápidos y potentes golpes contra sus rostros.

Se agachó mientras los dos hombres morían, sujetando el bastón con una mano, la otra apoyada en el empedrado humedecido por la niebla. El nacido de la bruma se detuvo, y ella pudo ver incertidumbre en sus ojos. El poder no tenía por qué implicar competencia, y sus dos mejores bazas, la sorpresa y el atium, habían quedado anuladas.

Se volvió, tirando de un grupo de monedas caídas en el suelo, y luego las disparó. No hacia Vin, sino hacia OreSeur, que todavía se encontraba en la bocacalle. Era evidente que el nacido de la bruma esperaba que la preocupación de Vin por su sirviente la distrajera y poder quizá escapar.

Se equivocaba.

Vin ignoró las monedas y se lanzó hacia delante. Mientras OreSeur gritaba de dolor (una docena de monedas le hirieron la piel), Vin arrojó su bastón contra la cabeza del nacido de la bruma. En cuanto abandonó sus dedos, su forma de atium se tornó firme y singular.

El asesino nacido de la bruma esquivó el golpe a la perfección. Sin embargo, el movimiento lo distrajo lo suficiente para permitir que ella cubriera la distancia que los separaba. Tenía que atacar con rapidez: la perla de atium que había tragado era pequeña. Se quemaría a gran velocidad. Y, cuando se agotara, quedaría indefensa. Su oponente tendría poder absoluto sobre ella. Podría...

Su aterrado adversario alzó la daga. En ese momento, se le agotó el atium.

Los instintos depredadores de Vin reaccionaron al instante y descargó un puñetazo. Él alzó un brazo para bloquear el golpe, pero ella lo vio venir y cambió la dirección de su ataque. Lo alcanzó de lleno en la cara. Entonces, con dedos diestros, Vin le arrebató la daga de cristal antes de que cayera al suelo y se hiciera añicos. Se incorporó y le rebanó el cuello a su oponente.

El hombre cayó en silencio.

Vin se levantó con la respiración entrecortada, con el grupo de asesinos muertos a su alrededor. Durante un instante, sintió un poder abrumador. Con atium era invencible. Podía esquivar cualquier golpe, matar a cualquier enemigo.

Su atium se agotó.

De repente todo pareció más oscuro. El dolor de su costado regresó a su mente, y tosió, gimiendo. Tendría moretones... y grandes. Tal vez alguna costilla rota.

Pero había vuelto a vencer. Por los pelos. ¿Qué ocurriría cuando fallara? Cuando no tuviera suficiente cuidado o careciera de la habilidad suficiente...

Elend moriría.

Vin suspiró y alzó la cabeza. Él estaba todavía allí, observándola desde el tejado. A pesar de la media docena de persecuciones repartidas a lo largo de varios meses, nunca había conseguido atraparlo. Algún día lo acorralaría.

Pero no esa noche. No tenía fuerzas. De hecho, le preocupaba que fuera a atacarla a ella. Pero... me ha salvado. Habría muerto si me hubiera acercado demasiado a ese nacido de la bruma oculto. Si hubiera quemado atium aunque fuese un instante sin que yo me diera cuenta, me habría encontrado sus dagas clavadas en el pecho.

El Vigilante permaneció allí unos instantes más, envuelto, como siempre, en jirones de bruma. Luego se dio la vuelta y se perdió de un salto en la noche. Vin lo dejó marchar; tenía que encargarse de OreSeur.

Se acercó a él trastabillando y entonces se detuvo. Su cuerpo, poco destacable y vestido con pantalones y camisa de sirviente, estaba acribillado por monedas y le manaba sangre de varias heridas.

La miró.

—¿Qué? —preguntó.

—No esperaba que sangraras.

OreSeur resopló.

—Seguro que tampoco esperabas que sintiera dolor.

Vin abrió la boca, pero no dijo nada. Lo cierto era que nunca lo había pensado. Se envaró. ¿Qué derecho tiene esta cosa a reñirme?

A pesar de todo, OreSeur había demostrado ser útil.

—Gracias por lanzarme el frasquito —dijo ella.

—Era mi deber, ama —respondió OreSeur, gimiendo mientras arrastraba su cuerpo herido hacia un lado del callejón—. Maese Kelsier me encargó que te protegiera. Como siempre, cumplo el Contrato.

Ah, sí. El todopoderoso Contrato.

—¿Puedes andar?

—Solo con esfuerzo, ama. Las monedas me han roto varios de estos huesos. Necesitaré un cuerpo nuevo. ¿El de uno de los asesinos, tal vez?

Vin frunció el ceño. Miró a los hombres caídos y se le revolvió un poco el estómago al contemplar el horrible espectáculo de sus cadáveres. Los había matado, a ocho hombres, con la cruel eficacia que le había enseñado a tener Kelsier.

Eso es lo que soy, pensó. Una asesina, como esos hombres. Así tenía que ser. Alguien tenía que proteger a Elend.

Sin embargo, la idea de OreSeur comiéndose a uno de ellos, digiriendo el cadáver, dejando que sus extraños sentidos de kandra memorizaran la posición de los músculos, la piel y los órganos para poder reproducirlos, la asqueaba.

Desvió la mirada y vio el velado desprecio en los ojos de OreSeur. Ambos sabían lo que ella pensaba de que él comiera cuerpos humanos. Ambos sabían lo que él pensaba de los prejuicios de ella.

—No —dijo Vin—. No usaremos a uno de estos hombres.

—Entonces tendrás que buscarme otro cuerpo —dijo OreSeur—. Según el Contrato no puedo verme obligado a matar a nadie.

El estómago de Vin volvió a protestar. Pensaré algo. El cuerpo actual de OreSeur era el de un asesino, tomado después de su ejecución. A Vin le preocupaba todavía que alguien de la ciudad reconociera su rostro.

—¿Puedes volver al palacio? —preguntó Vin.

—Con tiempo —dijo OreSeur.

Vin asintió, despidiéndolo, y luego se volvió hacia los cadáveres. De algún modo sospechaba que esta noche marcaría un punto de inflexión en el destino del Dominio Central.

Los asesinos de Straff jamás sabrían el daño que habían hecho. Aquella perla de atium era la última que Vin tenía. La próxima vez que un nacido de la bruma la atacara, estaría indefensa.

Y lo más probable era que pereciese con la misma facilidad que el nacido de la bruma al que había matado esa noche.

Mis hermanos ignoran los otros hechos. No pueden relacionar las otras extrañas cosas que están teniendo lugar. Son sordos a mis objeciones, están ciegos a mis descubrimientos.

3

Elend soltó su pluma sobre el escritorio con un suspiro y luego se arrellanó en la silla y se frotó la frente.

Suponía que sabía tanto de teoría política como el que más. Desde luego, había leído más sobre economía, estudiado más sobre gobiernos y mantenido más debates políticos que nadie que conociera. Comprendía todas las teorías para hacer que una nación fuera estable y justa, y había tratado de ponerlas en práctica en su nuevo reino.

Lo que no había comprendido era lo increíblemente frustrante que podía llegar a ser un consejo parlamentario.

Se levantó y se dispuso a servirse una copa de vino helado. Se detuvo, no obstante, al mirar por las puertas del balcón. En la distancia, un resplandor difuso atravesaba las brumas. Las hogueras del campamento de su padre.

Dejó el vino. Estaba agotado, y el alcohol era poco probable que fuese a servirle de ayuda. ¡No puedo permitirme quedarme dormido hasta que acabe esto!, pensó, obligándose a volver a su asiento. La Asamblea se reuniría pronto, y tenía que terminar la propuesta aquella noche.

Elend tomó el papel y observó su contenido. Su letra le parecía ininteligible incluso a él, y la página estaba llena de tachaduras y anotaciones, reflejo de su frustración. Hacía semanas que sabían que el ejército se acercaba y la Asamblea aún vacilaba sobre qué medidas tomar.

Algunos de sus miembros querían ofrecer un tratado de paz; otros pensaban que debían rendir la ciudad, sin más. Otros más consideraban que debían atacar sin tardanza. Elend temía que la facción partidaria de la rendición estuviera ganando fuerza; de ahí su propuesta. Con la moción, si se aprobaba, ganaría un poco de tiempo. Como rey, tenía derecho a parlamentar con un dictador extranjero. La propuesta prohibía que la Asamblea hiciera nada apresurado antes de que al menos hubiera podido reunirse con su padre.

Elend volvió a suspirar y soltó el papel. La Asamblea solo tenía veinticuatro miembros, pero conseguir que se pusieran de acuerdo en algo era casi más difícil que cualquiera de los problemas a los que se enfrentaban. Elend se volvió, mirando más allá de la lámpara solitaria de su escritorio, por las puertas abiertas del balcón, a contemplar las hogueras. Oyó el roce de pies en el tejado: Vin, en una de sus rondas nocturnas.

Elend sonrió con afecto, pero ni siquiera pensar en Vin le animó. Ese grupo de asesinos con los que ha luchado esta noche. ¿Puedo usarlo de algún modo? Tal vez si hacía público el ataque la Asamblea recordaría el desprecio de Straff por la vida humana y tendría más reparos a rendirle la ciudad. Pero... pero tal vez tuvieran miedo de que enviara a sus asesinos contra ellos y fuese más probable que se rindieran.

A veces Elend se preguntaba si el lord Legislador tenía razón. No en oprimir al pueblo, por supuesto, sino al conservar todo el poder para sí. El Imperio Final había sido estable. Había durado mil años, capeando rebeliones, manteniendo un fuerte dominio del mundo.

Pero el lord Legislador era inmortal, pensó Elend. Es una ventaja de la que yo, desde luego, no disfrutaré nunca.

El pueblo seguiría teniendo un rey que le proporcionara continuidad, que constituyera un símbolo de unión. Un hombre que no se corrompería por sus ansias de ser reelegido. Y también tendría una Asamblea, un consejo con verdadera autoridad legal compuesto por sus iguales, que daría voz a sus preocupaciones. Así, Elend forjaría un gobierno estable. Era una manera mejor.

Todo sonaba maravilloso en teoría. Suponiendo que sobrevivieran a los próximos meses.

Elend se frotó los ojos, luego volvió a mojar la pluma en el tintero y siguió escribiendo frases al pie del documento.

El lord Legislador estaba muerto.

Incluso al cabo de un año, a Vin todavía le resultaba a veces difícil asimilarlo. El lord Legislador lo había sido... todo. Rey y dios, legislador y autoridad suprema. Había sido eterno y absoluto, y ahora estaba muerto.

Vin lo había matado.

La verdad, por supuesto, no era tan impresionante como las historias. No había sido una fuerza heroica ni un poder místico lo que había permitido que Vin derrotara al emperador. Tan solo había deducido el truco que él había estado utilizando para ser inmortal, y afortunadamente, casi por casualidad, había explotado su debilidad. No había sido valentía ni astucia. Solo suerte.

Vin suspiró. Todavía le dolían los cardenales, pero los había tenido mucho peores. Estaba sentada en el tejado del palacio, la antigua fortaleza Venture, justo encima del balcón de Elend. Su reputación podía no ser merecida, pero había ayudado a mantener a Elend con vida. Aunque docenas de señores de la guerra se disputaban las tierras que antaño fueran el Imperio Final, ninguno de ellos había marchado hacia Luthadel.

Hasta entonces.

Había hogueras ardiendo ante la ciudad. Straff sabría pronto que sus asesinos habían fracasado. Y, entonces, ¿qué? ¿Atacaría la ciudad? Ham y Clubs sostenían que Luthadel no podría resistir un ataque decidido. Straff tenía que saberlo.

Sin embargo, por el momento Elend estaba a salvo. Vin se había vuelto bastante buena localizando y eliminando asesinos: apenas pasaba un mes sin que capturara a alguien tratando de colarse en el palacio. Muchos eran solo espías, y muy pocos alománticos. No obstante, el cuchillo de acero de un hombre normal mataría a Elend con la misma facilidad que el cuchillo de cristal de un alomántico.

No permitiría que eso ocurriera. Pasara lo que pasara, no importaba qué sacrificios fueran necesarios, Elend tenía que seguir vivo.

En un arrebato de aprensión, se acercó a la claraboya para comprobar su estado. Elend estaba sentado a su escritorio, allá abajo, escribiendo alguna nueva propuesta o edicto. El reinado lo había cambiado muy poco. A sus veintitrés años, alrededor de cuatro más que ella, Elend era un hombre que dedicaba grandes esfuerzos a su educación, pero muy pocos a su aspecto. Solo se molestaba en peinarse cuando asistía a un acto importante y se las apañaba para ir desaliñado con ropa de buen corte.

Debía de ser el mejor hombre que hubiera conocido jamás. Esforzado, decidido, listo y cariñoso. Y, por algún motivo, la amaba. En ocasiones, ese hecho le parecía a Vin aún más sorprendente que su participación en la muerte del lord Legislador.

Vin alzó la cabeza, contemplando de nuevo las luces del ejército. Luego miró hacia ambos lados. El Vigilante no había regresado. A menudo, en noches como esa, la tentaba acercándose peligrosamente a la habitación de Elend antes de desaparecer en la ciudad.

Si quisiera matar a Elend, claro está, podría haberlo hecho mientras yo combatía a los demás...

Era un pensamiento inquietante. Vin no podía vigilar a Elend en todo momento. Estaba en peligro una aterradora cantidad de veces.

Cierto, tenía otros guardaespaldas, y algunos eran incluso alománticos. Sus recursos, sin embargo, eran tan limitados como los suyos. Los asesinos de esa noche habían sido los más hábiles y peligrosos a los que se había enfrentado nunca. Se estremeció, pensando en el nacido de la bruma que se había ocultado entre ellos. No era muy bueno, pero no habría necesitado mucha habilidad para quemar atium y luego descargar un golpe directo sobre Vin en el lugar adecuado.

Las cambiantes brumas continuaban girando. La presencia del ejército susurraba una verdad inquietante: los señores de la guerra de las inmediaciones empezaban a consolidar sus dominios y tenían intenciones expansionistas. Aunque Luthadel resistiera contra Straff, vendrían otros.

En silencio, Vin cerró los ojos y quemó bronce, todavía preocupada de que el Vigilante (o algún otro alomántico) pudiera estar cerca, planeando atacar a Elend en la supuesta seguridad del intento de asesinato fallido. La mayoría de los nacidos de la bruma consideraban el bronce un metal de utilidad relativa, ya que se contrarrestaba con facilidad. Con cobre, un nacido de la bruma podía enmascarar su alomancia..., por no mencionar que podía protegerse de la manipulación emocional del cinc o el latón. La mayoría de los nacidos de la bruma consideraban una tontería no tener su cobre encendido en todo momento.

Y, sin embargo..., Vin tenía la habilidad de perforar las nubes de cobre.

Una nube de cobre no era algo visible. Era mucho más vago. Un bolsillo de aire muerto donde los alománticos podían quemar sus metales y no preocuparse de que los quemadores de bronce pudieran detectarlos. Pero Vin detectaba a los alománticos que usaban metales dentro de una nube de cobre. Todavía no estaba segura de por qué. Incluso Kelsier, el alomántico más poderoso que había conocido, no había podido perforar una nube de cobre.

Esta noche, sin embargo, no percibía nada.

Con un suspiro, abrió los ojos. Su extraño poder era confuso, pero no era exclusivo de ella. Marsh había confirmado que los inquisidores de Acero podían perforar nubes de cobre, y estaba segura de que el lord Legislador también podía hacerlo. Pero... ¿por qué ella? ¿Por qué podía hacerlo Vin, una chica que apenas había recibido dos años de formación como nacida de la bruma?

Había más. Todavía recordaba con nitidez la mañana de su lucha con el lord Legislador. Algo que no le había contado a nadie... en parte porque le hacía temer, un poco, que los rumores y leyendas sobre ella fueran ciertos. De algún modo había recurrido a las brumas, usándolas en vez de los metales para potenciar su alomancia.

Solo con ese poder, el poder de las brumas, había podido derrotar al final al lord Legislador. Le gustaba decirse que había tenido la suerte de descubrir el truco del lord Legislador, eso era todo. Pero... había sucedido algo extraño aquella noche, algo que ella había hecho. Algo que no tendría que haber podido hacer y que nunca había logrado repetir.

Vin sacudió la cabeza. Había muchas cosas que no sabía, y no solo de la alomancia. Ella y los otros líderes del frágil reino de Elend lo intentaban lo mejor que podían, pero sin Kelsier para guiarlos, Vin se sentía ciega. Los planes, los éxitos e incluso los objetivos eran como figuras oscuras dentro de la bruma, informes y confusas.

No deberías habernos dejado, Kel, pensó. Salvaste al mundo... pero tendrías que haberlo hecho sin morir.

Kelsier, el Superviviente de Hathsin, el hombre que había orquestado y logrado la caída del Imperio Final. Vin lo había conocido, había trabajado con él, se había entrenado a sus órdenes. Era una leyenda y un héroe. Sin embargo, también había sido un hombre. Falible. Imperfecto. Era fácil para los skaa corrientes de la ciudad adorarlo y luego culpar a Elend y los demás de la ominosa situación que Kelsier había creado.

La idea la llenó de amargura. Pensar en Kelsier solía hacerlo. Tal vez se debía a la sensación de abandono, o tal vez solo a la incómoda certeza de que Kelsier, como la propia Vin, no estaba del todo a la altura de su reputación.

Suspiró y cerró los ojos, todavía quemando bronce. El combate de aquella noche había sido un gran esfuerzo para ella, y empezaba a temer las horas que todavía pretendía pasar de guardia. Le costaría permanecer atenta cuando...

Sintió algo.

Vin abrió los ojos, avivando estaño. Se dio media vuelta y se aplastó contra el tejado para ocultar su perfil. Había alguien allí, quemando metal. Los pulsos del bronce latían sutiles, casi imperceptibles... como alguien que tocara con suma delicadeza el tambor. Una nube de cobre los sofocaba. La persona, fuera quien fuese, creía que su cobre la ocultaría.

Hasta entonces Vin no había dejado a nadie con vida que conociera su extraño poder, salvo a Elend y Marsh.

Reptó, los dedos de las manos y los pies helados por el contacto con la cubierta de cobre del tejado. Trató de determinar la dirección de los pulsos. Había algo extraño en ellos. Tenía problemas para distinguir los metales que estaba quemando su enemigo. ¿Era aquello el rápido tamborileo del peltre o era el ritmo del hierro? Los pulsos parecían confusos, como ondas en un lodo denso.

Venían de algún lugar muy cercano... Del tejado...

Justo delante de ella.

Vin se detuvo, agazapada. Las brisas de la noche creaban una muralla de bruma frente ella. ¿Dónde se había metido? Sus sentidos peleaban entre sí: su bronce le decía que tenía algo delante, pero sus ojos se negaban a verlo.

Estudió las oscuras brumas, miró hacia arriba solo para asegurarse y luego se incorporó. Es la primera vez que mi bronce se equivoca, pensó, frunciendo el ceño.

Entonces lo vio.

No era algo en la bruma sino de bruma. La figura se hallaba a unos cuantos pasos de distancia, fácil de confundir, pues su forma solo quedaba levemente recortada. Vin jadeó y dio un paso atrás.

La figura continuó donde estaba. No pudo distinguir gran cosa: sus rasgos eran vagos y neblinosos, recortados por los caóticos remolinos de la bruma impulsada por el viento. De no ser por la persistencia de la forma, la habría pasado por alto... como la forma de un animal que se deja entrever solo un momento en las nubes.

Pero se mantenía. Cada nuevo remolino de bruma añadía definición al fino cuerpo y la cabeza larga. Algo confuso pero persistente. Parecía que se trataba de un ser humano, pero carecía de la solidez del Vigilante. Era... extraño.

La figura dio un paso adelante.

Vin reaccionó al instante, arrojó un puñado de monedas y las empujó por el aire. Los trozos de metal surcaron la bruma, dejando rastros, y atravesaron la borrosa figura, que permaneció allí un momento antes de desvanecerse a continuación, sin más, y perderse entre los azarosos remolinos.

Elend escribió la última línea con una floritura, aunque sabía que tendría que encargar que un escriba pasara a limpio la propuesta. Con todo, se sentía orgulloso. Había elaborado un argumento que pensaba que por fin convencería a la Asamblea de que no podían rendirse sin más a Straff.

Miró sin proponérselo el fajo de papeles que tenía sobre la mesa. Encima había una carta amarilla de aspecto inocente, todavía doblada, con un sello roto de cera que parecía una mancha de sangre. La carta era breve. Elend recordó sus palabras con facilidad.

Hijo:

Confío en que hayas disfrutado cuidando de los intereses Venture en Luthadel. He asegurado el Dominio Septentrional, y en breve regresaré a nuestra fortaleza en Luthadel. Podrás entregarme entonces el control de la ciudad.

REY STRAFF VENTURE

De todos los señores de la guerra y déspotas que habían afligido el Imperio Final desde la muerte del lord Legislador, Straff era el más peligroso. Elend lo sabía bien. Su padre era un auténtico noble imperial: veía la vida como una competición entre lores para ver quién podía ganar mayor reputación. Había jugado bien su juego, convirtiendo a la Casa Venture en la más poderosa de las familias nobles antes del Colapso.

El padre de Elend no veía la muerte del lord Legislador como una tragedia o una victoria, sino como una oportunidad. El hecho de que el hijo supuestamente tonto y débil de Straff dijera ahora ser rey del Dominio Central debía de producirle un sinfín de carcajadas.

Elend sacudió la cabeza, volviendo a la propuesta.

Unas cuantas relecturas más, unos cuantos retoques y por fin podré dormir un poco. Tan solo...

Una figura embozada saltó desde la claraboya del techo y aterrizó con un suave golpe junto a él.

Elend alzó una ceja y se volvió hacia la figura agazapada.

—¿Sabes? Dejo el balcón abierto por un motivo, Vin. Podrías entrar por ahí, si quisieras.

—Lo sé —respondió Vin. Cruzó veloz la habitación, moviéndose con la antinatural agilidad de la alomancia. Miró bajo la cama, luego se acercó al armario y abrió las puertas. Dio un salto atrás con la tensión de un animal al acecho, pero al parecer no encontró nada dentro que desaprobara, pues se dispuso a asomarse a la puerta que daba al resto de las habitaciones de Elend.

Elend la observó con afecto. Había tardado algún tiempo en acostumbrarse a las particularidades de Vin. Se burlaba de ella diciéndole que era un poco paranoica: ella respondía diciendo que era cuidadosa. De cualquier manera, la mitad de las veces que visitaba sus habitaciones miraba bajo la cama y en el armario. Las otras se contenía... pero Elend la veía a menudo mirar con recelo escondites potenciales.

Vin se comportaba con mucha menos ansiedad cuando no tenía ningún motivo para preocuparse por él. Sin embargo, Elend solo estaba empezando a comprender que en ella había una persona muy compleja oculta bajo el rostro que una vez había conocido como el de Valette Renoux. Se había enamorado de su lado cortesano sin conocer a la nerviosa y furtiva nacida de la bruma que había dentro. Todavía le resultaba un poco difícil verlas como la misma persona.

Vin cerró la puerta y luego hizo una breve pausa, observándolo con sus redondos ojos castaños oscuros. Elend sonrió. A pesar de sus rarezas (o más bien a causa de ellas), amaba a esa mujer delgada de ojos decididos y temperamento tosco. No se parecía a nadie que hubiera conocido jamás: una mujer de belleza sencilla, pero honesta e inteligente.

Sin embargo, a veces le preocupaba.

—¿Vin? —preguntó, poniéndose en pie.

—¿Has visto algo extraño esta noche?

Elend se detuvo.

—¿Aparte de ti?

Ella frunció el ceño y cruzó la habitación. Elend observó sus pequeñas formas, ataviada con pantalones negros y una camisa de hombre, la capa de bruma con las borlas flotando tras ella. No llevaba puesta la capucha de la capa, como de costumbre, y andaba con una gracia suprema: con la inconsciente elegancia de una persona que quema peltre.

¡Concéntrate!, se dijo Elend. Sí que estás cansado.

—¿Vin? ¿Qué ocurre?

Ella miró hacia el balcón.

—Ese nacido de la bruma, el Vigilante, está otra vez en la ciudad.

—¿Estás segura?

Vin asintió.

—Me vio pelear con esos asesinos. Pero... creo que no va a venir por ti esta noche.

Elend frunció el ceño. Las puertas del balcón seguían abiertas y jirones de bruma entraban por ellas, arrastrándose por el suelo hasta evaporarse. Al otro lado de las puertas había oscuridad. Caos.

Es solo bruma, se dijo. Vapor de agua. No hay nada que temer.

—¿Qué te hace pensar que el nacido de la bruma no vendrá por mí?

Vin se encogió de hombros.

—Me da esa impresión.

Ella a menudo respondía de esa manera. Vin había crecido en las calles, por eso se fiaba de su instinto. Curiosamente, también lo hacía Elend. La miró, leyendo la incertidumbre en su postura. Alguna otra cosa la había inquietado esa noche. La miró a los ojos, hasta que ella apartó la mirada.

—¿Qué? —preguntó.

—He visto... algo más —dijo ella—. O me ha parecido verlo. Algo en las brumas, como una persona formada de humo. Lo he percibido también, con la alomancia. Pero ha desaparecido.

Elend frunció el ceño todavía más. Avanzó y la rodeó con sus brazos.

—Vin, te estás esforzando demasiado. No puedes seguir rondando la ciudad por la noche y luego estar despierta todo el día. Incluso los alománticos necesitan descansar.

Ella asintió en silencio. En sus brazos no parecía la poderosa guerrera que había matado al lord Legislador, sino más bien una mujer abrumada por la fatiga, una mujer superada por los acontecimientos..., una mujer que debía de sentirse igual que el propio Elend.

Lo dejó abrazarla. Al principio, notó un leve envaramiento en su postura. Era como si en parte todavía temiera ser herida..., un recuerdo primigenio, una incapacidad para aceptar que era posible ser tocado por el amor y no por la ira. Luego, no obstante, se relajó. Elend era una de las pocas personas con quienes se lo permitía. Cuando lo abrazaba, cuando lo abrazaba de verdad, se aferraba a él con una desesperación rayana en el terror. A pesar de su poder alomántico y su tozuda determinación, Vin era alarmantemente vulnerable. Parecía necesitar a Elend. Por eso él se consideraba afortunado.

Frustrado, en ocasiones. Pero afortunado. Vin y él no habían hablado sobre su propuesta matrimonial y la negativa de ella, aunque Elend a menudo pensaba en aquel encuentro.

Las mujeres son ya de por sí bastante difíciles de comprender, pensó, y he ido a escoger a la más rara de todas. De todas maneras, no podía quejarse. Ella lo amaba. Podía soportar sus peculiaridades.

Vin suspiró y lo miró, relajándose al fin cuando él se inclinó para besarla. El beso duró un buen rato y ella suspiró. Después, apoyó la cabeza en su hombro.

—Tenemos otro problema —dijo en voz baja—. Esta noche he usado el último resto de atium combatiendo a los asesinos.

Vin asintió.

—Bueno, sabíamos que tenía que pasar tarde o temprano. Nuestra reserva no podía durar eternamente.

—¿Reserva? —preguntó Vin—. Kelsier solo nos dejó seis perlas.

Elend suspiró y la abrazó con fuerza. Se suponía que su nuevo gobierno había heredado las reservas de atium del lord Legislador, un supuesto depósito de metal que constituía un tesoro increíble. Kelsier había contado con esa riqueza para su nuevo reino; había muerto esperando conseguirla. Solo había un problema. Nadie había encontrado ninguna reserva. Habían encontrado un poquito: el atium de los brazaletes que el lord Legislador había usado como batería ferroquímica para acumular edad. Sin embargo, había gastado esos suministros en la ciudad y contenían muy poco atium. No era el depósito esperado. Todavía, en algún lugar de la ciudad, debía haber un tesoro de atium miles de veces más grande que aquellos brazaletes.

—Tendremos que conformarnos —dijo Elend.

—Si te ataca un nacido de la bruma, no podré matarlo.

—Solo si tiene atium —dijo Elend—. Cada vez es más escaso. Dudo que los otros reyes tengan mucho.

Kelsier había destruido los Pozos de Hathsin, el único lugar de donde se podía extraer atium. Con todo, si Vin tenía que combatir a alguien que lo tuviera...

No pienses en eso, se dijo él. Solo sigue buscando. Tal vez podamos comprar un poco. O tal vez encontremos el depósito del lord Legislador. Si es que existe...

Vin lo miró, leyendo la preocupación en sus ojos, y él supo que había llegado a su misma conclusión. Poco podía hacerse en ese momento; Vin había actuado bien al conservar el atium el mayor tiempo posible. Con todo, cuando se apartó de él y le permitió regresar a su mesa, Elend no pudo dejar de pensar en cómo podrían haber gastado ese atium. Su pueblo necesitaría proveerse de comida para el invierno.

Pero, vendiendo el metal, pensó mientras se sentaba, habríamos puesto el arma alomántica más peligrosa del mundo en manos de nuestros enemigos. Era mejor que Vin lo hubiera gastado.

Cuando se puso a trabajar de nuevo, Vin asomó la cabeza por encima de su hombro, haciéndole sombra.

—¿Qué es? —preguntó.

—La propuesta para detener a la Asamblea hasta que haya ejercido mi derecho a parlamentar.

—¿Otra vez? —preguntó ella, ladeando la cabeza y entornando los ojos como si tratara de entender su letra.

—La Asamblea rechazó la última versión.

Vin frunció el ceño.

—¿Por qué no les dices que tienen que aceptarla? Eres el rey.

—Verás, eso es lo que estoy intentando demostrar con todo esto. Solo soy un hombre, Vin..., tal vez mi opinión no sea mejor que la suya. Si todos trabajamos juntos en la propuesta el resultado será mejor que si solo un hombre la hubiera hecho.

Vin sacudió la cabeza.

—Será demasiado débil. Sin garra. Deberías confiar más en ti mismo.

—No es una cuestión de confianza. Es una cuestión de hacer lo correcto. Hemos pasado mil años combatiendo al lord Legislador... Si yo hago las cosas igual que él, ¿cuál será la diferencia?

Vin se volvió y lo miró a los ojos.

—El lord Legislador era un hombre malvado. Tú eres bueno. Esa es la diferencia

Elend sonrió.

—Es fácil para ti, ¿no?

Vin asintió.

Elend se incorporó y volvió a besarla.

—Bueno, algunos tenemos que hacer las cosas un poco más complicadas, así que tenéis que seguirnos la corriente. Ahora, ten la bondad de apartarte de mi luz para que pueda volver al trabajo.

Ella bufó, pero se levantó y se colocó al otro lado de la mesa, dejando tras de sí un leve perfume. Elend frunció el ceño. ¿Cuándo se había puesto eso? Muchos de sus movimientos eran tan rápidos que los pasaba por alto.

Perfume... otra de las aparentes contradicciones de la mujer que se hacía llamar Vin. No debía usarlo cuando salía a las brumas; por lo general, se lo ponía solo para él. A Vin no le gustaba llamar la atención, pero le encantaban los perfumes... y se enfadaba con Elend si él no advertía cuándo se ponía uno nuevo. Parecía recelosa y paranoica, y, sin embargo, confiaba en sus amigos con lealtad dogmática. Salía a la oscuridad ataviada de negro y gris, tratando con todas sus fuerzas de ocultarse... pero Elend la había visto un año antes en los bailes, y parecía cómoda con vestidos y trajes de noche.

Por algún motivo, había dejado de usarlos. Ni siquiera había explicado por qué.

Elend sacudió la cabeza, regresando a su propuesta. Comparada con Vin, la política resultaba simplista. Ella apoyó los brazos sobre la mesa y lo observó trabajar, bostezando.

—Deberías descansar un poco —dijo él, mientras volvía a humedecer su pluma.

Vin vaciló, luego asintió. Se quitó la capa de bruma, se envolvió en ella y se acurrucó en la alfombra, junto a la mesa.

—No me refería a que lo hicieras aquí, Vin —dijo Elend divertido.

—Sigue habiendo un nacido de la bruma ahí fuera, en alguna parte —respondió ella con voz cansada y apagada—. No voy a dejarte solo.

Se dio la vuelta y Elend captó una breve mueca de dolor en su rostro. Se estaba protegiendo el costado izquierdo.

Por lo general, no le contaba los detalles de sus peleas. No quería preocuparlo. No servía de nada.

Elend descartó sus preocupaciones y se obligó a empezar a leer de nuevo. Casi había terminado. Un poquito más y...

Llamaron a la puerta.

Elend se volvió, frustrado, preguntándose a qué se debería esa nueva interrupción. Ham asomó la cabeza por la puerta un segundo más tarde.

—¿Ham? ¿Todavía estás despierto?

—Por desgracia —dijo Ham, entrando en la habitación.

—Mardra te va a matar por trabajar de nuevo hasta tan tarde —dijo Elend, soltando su pluma. Por mucho que se quejara de algunas cosas que hacía Vin, al menos ella compartía las costumbres nocturnas de Elend.

Ham puso los ojos en blanco en respuesta al comentario. Seguía vistiendo chaleco y pantalones como siempre. Había accedido a ser capitán de la guardia de Elend con una sola condición: no tener que llevar nunca uniforme.

Vin entreabrió un ojo cuando Ham entró en la habitación, y luego volvió a relajarse.

—Bueno, ¿a qué debo esta visita? —dijo Elend.

—Me pareció que querrías saber que hemos identificado a esos asesinos que trataron de matar a Vin.

Elend asintió.

—Hombres que conozco, lo más seguro.

La mayoría de los alománticos eran nobles, y él conocía a los del séquito de Straff.

—Lo dudo —respondió Ham—. Eran gente del oeste.

Elend frunció el ceño, y Vin alzó la cabeza.

—¿Estás seguro?

Ham asintió.

—Parece poco probable que los enviara tu padre..., a menos que haya reclutado a gente en Ciudad Fadrex. Allí suelen dominar las Casas Gardre y Conrad.

Elend se arrellanó en su asiento. Su padre tenía su sede en Urteau, hogar ancestral de la familia Venture. Fadrex estaba a medio imperio de distancia de Urteau, a varios meses de viaje. Era muy poco probable que su padre tuviera acceso a un grupo de alománticos occidentales.

—¿Has oído hablar de Ashweather Cett? —preguntó Ham.

Elend asintió.

—Es uno de los hombres, que se ha proclamado rey del Dominio Occidental. No sé mucho de él.

Vin frunció el ceño y se sentó en el suelo.

—¿Crees que los ha enviado él?

Ham asintió.

—Tienen que haber estado esperando una ocasión para colarse en la ciudad, y el tráfico ante las puertas de estos últimos días se la ha proporcionado. Eso hace que la llegada del ejército de Straff y el ataque a Vin sean una coincidencia.

Elend miró a Vin. Ella le devolvió la mirada y él notó que no estaba del todo convencida de que Straff no hubiera enviado a los asesinos. Elend, sin embargo, no era tan escéptico. Todos los tiranos de la zona habían intentado eliminarlo en un momento o en otro. ¿Por qué no Cett?

Es ese atium, pensó, lleno de frustración. No había encontrado nunca el depósito del lord Legislador, pero eso no impedía que los déspotas del imperio estuvieran convencidos de que lo tenía oculto en alguna parte.

—Bueno, al menos tu padre no envió a los asesinos —dijo Ham, siempre optimista.

Elend negó con la cabeza.

—Nuestro parentesco no se lo impediría, Ham. Créeme.

—Es tu padre —dijo Ham, preocupado.

—Ese tipo de cosas no cuentan para Straff. Si no ha enviado a sus asesinos debe de ser porque no cree que yo merezca la molestia. Pero si duramos lo suficiente, lo hará.

Ham sacudió la cabeza.

—He oído hablar de hijos que matan a sus padres para ocupar su lugar. Pero de padres que matan a sus hijos... ¿Qué dice del viejo Straff el hecho de que pueda estar dispuesto a matarte? ¿Crees que...?

—¿Ham? —lo interrumpió Elend.

—¿Sí?

—Sabes que suelo estar dispuesto a discutir, pero ahora mismo no tengo tiempo para filosofías.

—Oh, cierto. —Ham esbozó una débil sonrisa, se puso en pie y se dispuso a marcharse—. Debo regresar con Mardra, de todas formas.

Elend asintió, se frotó la frente y volvió a empuñar la pluma.

—Asegúrate de convocar al grupo para una reunión. Tenemos que organizar a nuestros aliados, Ham. A menos que se nos ocurra algo extraordinariamente astuto, el reino podría estar condenado.

Ham se volvió, sin perder la sonrisa.

—Hablas como si la situación fuera desesperada, El.

Elend lo miró.

—La Asamblea es un caos, media docena de señores de la guerra con ejércitos superiores me está respirando en el cuello, apenas pasa un mes sin que alguien intente asesinarme, y la mujer a la que amo está costándome la razón poco a poco.

Vin resopló al oír esta última observación.

—Oh, ¿eso es todo? —dijo Ham—. ¿Ves? La cosa no está tan mal. Quiero decir que podríamos estar enfrentándonos a un dios inmortal y a sus todopoderosos sacerdotes.

Elend tuvo que reírse a su pesar.

—Buenas noches, Ham —dijo, volviendo a su propuesta.

—Buenas noches, majestad.

Tal vez ellos tengan razón. Tal vez estoy loco, o celoso, o soy un simple necio. Me llamo Kwaan. Filósofo, erudito, traidor. Soy quien descubrió a Alendi y quien lo proclamó Héroe de las Eras por primera vez. Soy el que dio comienzo a todo esto.

4

El cadáver no mostraba heridas externas. Yacía donde había caído: los otros aldeanos habían temido moverlo. Tenía los brazos y las piernas torcidos en una postura imposible y la tierra que lo rodeaba estaba removida porque se había sacudido antes de la muerte.

Sazed pasó los dedos por una de las marcas. Aunque el suelo del Dominio Oriental era, a diferencia de en el norte, mucho más barro que tierra, seguía siendo más negro que marrón. Las lluvias de ceniza caían incluso tan al sur. El suelo limpio de ceniza y fertilizado era un lujo, solo para las plantas ornamentales de los jardines de los nobles. El resto del mundo tenía que apañárselas con el suelo sin tratar.

—¿Decís que estaba solo cuando murió? —preguntó Sazed, volviéndose hacia el grupito de aldeanos que tenía detrás.

El hombre de piel correosa que encabezaba el grupo, Teur, asintió.

—Como decía, maese terrisano, estaba aquí de pie, sin nadie más. Se paró y luego cayó y se agitó en el suelo un poquito. Después... dejó de moverse.

Sazed se volvió hacia el cadáver, estudiando los músculos retorcidos, el rostro convertido en una máscara de dolor. Había traído su mentecobre médica, el brazalete de metal que adornaba su brazo derecho, y recurrió a él con la mente para extraer algunos de los libros memorizados que había almacenado en su interior. Sí, había algunas enfermedades que mataban con sacudidas y espasmos. Rara vez se llevaban a un hombre de manera tan súbita, pero sucedía a veces. De no ser por otras circunstancias, Sazed habría prestado poca atención a esa muerte.

—Por favor, repetidme de nuevo lo que habéis visto —pidió.

Teur palideció un poco. Se encontraba en una situación incómoda: su deseo natural de notoriedad le hacía querer chismorrear con su experiencia. Sin embargo, si lo hacía se ganaría la desconfianza de sus supersticiosos amigos.

—Yo solo pasaba por aquí, maese terrisano —dijo Teur—. Por el camino de allí, a unos veinte metros. Vi al viejo Jed trabajando en su campo... Era un buen trabajador, sí que lo era. Algunos de nosotros nos tomamos un descanso cuando los lores se marcharon, pero el viejo Jed continuó trabajando. Supongo que sabía que necesitaría comida para el invierno, con lores o sin ellos. —Teur calló un momento y miró a un lado—. Sé lo que dice la gente, maese terrisano, pero he visto lo que he visto. Era de día cuando pasé, pero había bruma en el valle. Me detuve, porque nunca he estado fuera en la bruma... Mi esposa puede confirmarlo. Iba a darme la vuelta, y entonces vi al viejo Jed. Estaba trabajando y no había visto la bruma. Fui a llamarlo, pero, antes de que pudiera hacerlo, él..., bueno, lo que le he contado. Lo vi allí de pie, y luego se quedó quieto. Las brumas lo envolvieron y entonces empezó a sacudirse y agitarse, como si algo muy fuerte lo estuviera sujetando y sacudiendo. Cayó. No volvió a levantarse.

Todavía arrodillado, Sazed contempló el cadáver. Al parecer, Teur tenía fama de charlatán. Sin embargo, el cadáver era una gélida confirmación de sus palabras..., por no mencionar la experiencia que Sazed había vivido unas semanas antes.

Bruma de día.

Se incorporó y se volvió hacia los aldeanos.

—Por favor, traedme una pala.

Nadie le ayudó a cavar la tumba. Fue un trabajo lento y sucio debido al calor del sur, que era fuerte a pesar de la llegada del otoño. La tierra arcillosa era difícil de remover, pero por fortuna Sazed tenía fuerza acumulada dentro de su mentepeltre y recurrió a ella en busca de ayuda.

La necesitó, pues no era lo que se dice un hombre fuerte. Alto y de miembros largos, tenía la constitución de un erudito, y todavía vestía las pintorescas túnicas de los mayordomos de Terris. También llevaba la cabeza afeitada, como correspondía al cargo que había ostentado durante sus primeros cuarenta y tantos años de vida. No llevaba muchas joyas (no quería tentar a los salteadores de caminos), pero tenía los lóbulos de las orejas alargados y perforados con numerosos agujeros para pendientes.

Recurrir a la fuerza de su mentepeltre amplió levemente sus músculos, dándole la constitución de un hombre más fuerte. Sin embargo, pese a la fuerza añadida, su ropa de mayordomo estaba manchada de sudor y tierra cuando terminó de cavar. Empujó el cadáver a la tumba y permaneció en silencio un momento. El hombre había sido un granjero esforzado.

Sazed buscó una teología apropiada entre las religiones guardadas en su mentecobre. Empezó con un índice, uno de los muchos que había creado. Cuando localizaba una religión adecuada, liberaba los recuerdos detallados de su práctica. Los escritos entraban en su mente tan frescos como cuando había terminado de memorizarlos. Se desvanecerían con el tiempo, como todos los recuerdos; sin embargo, planeaba devolverlos a la mentecobre mucho antes de que eso sucediera. Así actuaban los guardadores, siguiendo el método por el que su pueblo conservaba enormes cantidades de información.

Ese día seleccionó los recuerdos de HaDah, una religión del sur que tenía una deidad agrícola. Como la mayoría de las religiones, oprimidas durante la época del lord Legislador, la fe HaDah hacía mil años que se había extinguido.

Siguiendo los dictados de la ceremonia funeraria HaDah, Sazed se aproximó a un árbol cercano... o al menos a uno de los matorrales que pasaban por árboles en esta zona. Arrancó una rama larga (los campesinos lo observaron con curiosidad) y volvió a la tumba. Se agachó y la colocó en la tierra, en el fondo del agujero, junto a la cabeza del cadáver. Luego se incorporó y empezó a echar tierra en la fosa.

Los campesinos lo observaron con ojos apagados. Qué deprimidos, pensó Sazed. El Oriental era el más caótico y convulso de los cinco Dominios Interiores. Los únicos hombres del grupo eran ya mayores. El acoso de las levas había hecho bien su trabajo: los padres y maridos de aquella aldea probablemente habían muerto en algún campo de batalla que ya no importaba.

Era difícil creer que pudiera haber algo peor que la opresión del lord Legislador. Sazed se dijo que el dolor de aquella gente pasaría, que algún día conocerían la prosperidad gracias a lo que él y los demás habían hecho. Sin embargo, había visto a granjeros forzados a matarse entre sí, había visto niños morir de hambre porque algún déspota había «requisado» las reservas de comida de una aldea. Había visto a ladrones matar a sus anchas porque las tropas del lord Legislador ya no patrullaban los canales. Había visto caos, muerte, odio y desorden. Y no podía dejar de reconocer que en parte era culpa suya.

Continuó llenando la fosa. Había recibido formación como erudito y asistente doméstico; era un mayordomo terrisano, el más útil, caro y prestigioso de los sirvientes del Imperio Final. Eso ya no significaba casi nada. Nunca había cavado una tumba, pero lo hizo lo mejor que pudo, tratando de ser reverente mientras acumulaba tierra sobre el cadáver. Sorprendentemente, mediada la faena, los campesinos empezaron a ayudarle y a echar también tierra en el agujero.

Tal vez haya todavía esperanza para ellos, pensó Sazed, dejando agradecido que uno de los hombres tomara la pala y terminara el trabajo. Cuando acabaron, la punta de la rama HaDah asomaba de la cabecera de la tumba.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Teur, señalando la rama.

Sazed sonrió.

—Es una ceremonia religiosa, mi buen Teur. Si quieres, hay una oración que debería acompañarla.

—¿Una oración? ¿Algo para el Ministerio de Acero?

Sazed negó con la cabeza.

—No, amigo mío. Es una oración de una época lejana, una época anterior al lord Legislador.

Los campesinos se miraron, el ceño fruncido. Teur se frotó la barbilla arrugada. Todos permanecieron en silencio mientras Sazed entonaba una breve oración HaDah. Cuando terminó, se volvió hacia los campesinos.

—Se llamaba la religión de HaDah. Algunos de vuestros antepasados tal vez la siguieron. Si alguno de vosotros lo desea, puedo enseñaros sus preceptos.

El grupo permaneció en silencio. No eran muchos, dos docenas o así, la mayoría mujeres de mediana edad y unos cuantos hombres viejos. Solo había un joven con una pierna de madera; a Sazed le sorprendió que hubiera vivido tanto tiempo en una plantación. La mayoría de los lores mataban a los inválidos para impedir que menguaran sus recursos.

—¿Cuándo va a volver el lord Legislador? —preguntó una mujer.

—No creo que vaya a hacerlo —dijo Sazed.

—¿Por qué nos ha abandonado?

—Es una época de cambios. Tal vez sea también una época para aprender otras verdades, otras costumbres.

El grupo se agitó en silencio. Sazed suspiró; esa gente asociaba la fe con el Ministerio de Acero y sus obligadores. La religión no era algo que preocupara a los skaa... excepto, tal vez, para evitarla en la medida de lo posible.

Los guardadores pasaron mil años recopilando y memorizando las religiones moribundas del mundo, pensó Sazed. ¿Quién habría pensado que ahora, desaparecido el lord Legislador, a la gente no le importaría lo suficiente para querer recuperar lo que había perdido?

Sin embargo, le resultaba difícil pensar mal de aquella gente. Se esforzaban por sobrevivir, y su mundo, ya de por sí difícil, se había vuelto impredecible. Estaban cansados. ¿Era extraño que hablar de creencias largamente olvidadas hubiera dejado de interesarles?

—Venid —dijo Sazed, volviéndose hacia la aldea—. Hay otras cosas, cosas prácticas, que puedo enseñaros.

Y yo soy quien lo traicionó, porque ahora sé que jamás debe permitírsele que lleve a cabo su misión.

5

Vin podía ver los signos de ansiedad en la ciudad. Los obreros deambulaban inquietos y en los mercados se notaba la preocupación, la misma aprensión que en un roedor acorralado. Estaban asustados, pero sin saber qué hacer; condenados sin ningún sitio adonde huir.

Muchos habían dejado la ciudad durante el año anterior: nobles que huían, mercaderes que buscaban otros sitios para establecer sus negocios. Sin embargo, al mismo tiempo, la ciudad había crecido con la llegada de los skaa. Se habían enterado de la proclamación de libertad de Elend y habían acudido con optimismo... o, al menos, con tanto optimismo como podía esperarse de una población agotada, mal alimentada, repetidamente sometida.

Y así, a pesar de las predicciones de que Luthadel caería pronto, a pesar de las habladurías de que su ejército era pequeño y débil, la gente se había quedado. Trabajaba. Vivía. Como había hecho siempre. La vida de un skaa nunca había sido muy segura.

A Vin todavía le extrañaba ver el mercado tan concurrido. Recorrió la calle Kenton, vestida con sus pantalones y su camisa abotonada de costumbre, pensando en la época en que visitaba esa calle durante los días anteriores al Colapso. La calle había sido el silencioso hogar de algunas de las sastrerías más exclusivas.

Cuando Elend abolió las restricciones a los mercaderes skaa, la calle Kenton cambió. Se convirtió en un salvaje bazar de tiendas, carritos de mano y tenderetes. Para apelar a los trabajadores skaa recién empoderados (y recién asalariados), los tenderos habían cambiado sus métodos de venta. Si antes atraían a los ricos con lujosos escaparates, ahora llamaban a la gente usando voceadores, vendedores e incluso malabaristas para tratar de aumentar las ventas.

La calle estaba tan abarrotada que Vin normalmente la evitaba, y aquel día era peor que nunca. La llegada del ejército había provocado prisas de última hora por comprar y vender, pues la gente intentaba prepararse para lo que fuera a venir. Había una atmósfera ominosa en el aire. Menos actuaciones callejeras, más gritos. Elend había ordenado cerrar las ocho puertas de la ciudad, así que la huida ya no era una opción. Vin se preguntó cuánta gente lamentaría su decisión de quedarse.

Recorrió las calles con paso firme y las manos juntas para que no se le notara el nerviosismo. Ni siquiera cuando era una ladronzuela callejera en una docena de ciudades diferentes le habían gustado las multitudes. Era difícil controlar a tanta gente, concentrarse en tantas cosas a la vez. De niña, se mantenía cerca del tumulto, aventurándose de vez en cuando para conseguir una moneda caída o un pedazo ignorado de comida.

Ahora era diferente. Se obligó a caminar con la espalda recta y a no mirar al suelo ni buscar lugares donde esconderse. Estaba mejorando mucho, pero ver a la multitud le recordó lo que había sido en otros tiempos. Lo que sería siempre, al menos en parte.

Como en respuesta a sus pensamientos, un par de ladronzuelos callejeros se abrieron paso entre la multitud mientras un hombretón con delantal de panadero les gritaba. Todavía había ladrones callejeros en el nuevo mundo de Elend. De hecho, le parecía que pagar a la población skaa probablemente mejoraba la vida callejera de los ladronzuelos. Había más bolsillos donde meter mano, más gente para distraer a los dueños de las tiendas, más migajas que repartir y más manos para alimentar a los mendigos.

Era difícil reconciliar su infancia con esa vida. Para ella, un niño en la calle era alguien que aprendía a estar callado y esconderse, alguien que salía de noche a rebuscar en la basura. Solo los ladronzuelos más valientes se atrevían a cortar bolsas; la vida de los skaa había carecido de valor alguno para muchos nobles. Durante su infancia, Vin había conocido a varios ladronzuelos que habían muerto o habían perdido un miembro porque algún noble de paso en la ciudad los encontraba ofensivos.

Las leyes de Elend tal vez no hubieran eliminado la pobreza como él pretendía, pero habían mejorado la vida incluso de los ladronzuelos callejeros. Por eso, entre otras cosas, Vin lo amaba.

Todavía había algunos nobles entre la multitud, hombres a quienes Elend o las circunstancias habían persuadido de que sus fortunas estarían más seguras dentro de la ciudad que fuera de ella. Estaban desesperados, eran débiles o aventureros. Vin vio pasar a un hombre rodeado por un grupo de guardias. El hombre ni la miró: para él, la sencilla ropa de Vin era motivo suficiente para ignorarla. Vin se volvió y la tienda que había a un lado de la calle le llamó la atención, muy a su pesar.

Dentro había maniquíes en elegantes poses ataviados con vestidos majestuosos, de los que se ponían las nobles para los bailes. Vin contempló las prendas, de cintura estrecha y con faldas ostentosas y acampanadas. Casi alcanzó a imaginarse a sí misma en un baile, con música suave de fondo, las mesas cubiertas de un blanco perfecto y Elend de pie en su balcón hojeando un libro…

¿Es eso lo que soy ahora? ¿Soy una noble?

Podía argumentarse que era noble simplemente por asociación. El rey la amaba (le había pedido que se casara con él), y había sido entrenada por el Superviviente de Hathsin. En efecto, su padre había sido noble, aunque su madre hubiera sido una skaa. Mirando su reflejo en el cristal de la tienda, Vin alzó una mano y tocó el sencillo pendiente de bronce que era el único recuerdo que tenía de ella.

No era mucho. Pero claro, Vin no estaba segura de querer pensar en su madre. La mujer, después de todo, había intentado matarla. De hecho, había matado a la hermana de Vin. Solo la intervención de Reen, su hermanastro, la había salvado. Había arrancado a Vin, ensangrentada, de los brazos de una mujer que le había clavado el pendiente en la oreja apenas unos momentos antes.

Y, sin embargo, Vin todavía lo conservaba. Como una especie de recordatorio. La verdad era que no se sentía noble. En ocasiones, pensaba que tenía más en común con su madre loca que con la aristocracia del mundo de Elend. Los bailes y fiestas a los que había asistido antes del Colapso habían sido una charada. Un recuerdo parecido a un sueño. No se celebraban en el mundo de gobiernos que se tambaleaban y asesinos nocturnos. Además, la participación de Vin en los bailes, fingiendo ser Valette Renoux, había sido siempre un engaño.

Todavía seguía fingiendo. Fingía no ser la muchacha que había crecido muerta de hambre en las calles, una muchacha que había recibido más palizas que atenciones amistosas. Sin embargo, Vin se demoró ante el escaparate, retenida casi como un metal siendo atraído por aquellos hermosos vestidos.

En la tienda no había clientes: pocas personas pensaban en vestidos la víspera de una invasión, y ella tampoco debería. Además, Vin no habría podido justificar un lujo como ese. Una cosa había sido gastar el dinero de Kelsier y otra muy distinta pasar a gastarse el de Elend, que era el dinero del reino.

Vin suspiró, se volvió para apartarse de los vestidos y se sumó de nuevo al flujo de personas. Esas cosas ya no van conmigo. Valette es inútil para Elend. Él necesita a una nacida de la bruma, no a una chica molesta con un vestido que no alcanza a llenar del todo. Los golpes recibidos la noche anterior, ya oscuros cardenales, eran un recordatorio de cuál era su sitio. Estaba sanando bien —llevaba todo el día quemando peltre a buen ritmo—, pero aún seguiría magullada un tiempo.

Vin avivó el paso, dirigiéndose a los corrales. Mientras caminaba se dio cuenta de que alguien la seguía disimuladamente.

Bueno, tal vez «disimuladamente» era decir mucho: el hombre no hacía un buen trabajo a la hora de pasar inadvertido. Tenía la coronilla calva, pero llevaba el pelo largo. Vestía una simple saya de skaa: una única pieza manchada de ceniza.

Magnífico, pensó Vin. Aquel era otro motivo por el que evitaba el mercado, o cualquier lugar donde se congregaran los skaa.

Aceleró de nuevo, pero el hombre se apresuró también. Pronto sus torpes movimientos llamaron la atención... pero en vez de maldecirlo, la mayoría de la gente se detuvo, reverente. Pronto otros se le unieron y Vin tuvo a una pequeña multitud siguiéndola.

Una parte de ella quiso lanzar una moneda y salir volando. , pensó Vin, desabrida. Usa la alomancia a plena luz del día. Así no llamarás la atención.

Con un suspiro, se volvió para enfrentarse al grupo. Ninguno de los que la seguían parecía particularmente amenazador. Los hombres llevaban pantalones y camisas sucias; las mujeres, vestidos cómodos de una sola pieza. Varios hombres llevaban sayas manchadas de ceniza.

Sacerdotes del Superviviente.

—Dama Heredera —dijo uno de ellos, aproximándose y poniéndose de rodillas.

—No me llames así —respondió Vin en voz baja.

El sacerdote la miró.

—Por favor. Necesitamos orientación. Hemos derrocado al lord Legislador. ¿Qué hacemos ahora?

Vin dio un paso atrás. ¿Kelsier había sabido lo que hacía al centrar en sí mismo la fe de los skaa y luego morir como un mártir para volver su furia en contra del Imperio Final? ¿Qué había pensado que sucedería después? ¿Había previsto la fundación de la Iglesia del Superviviente? ¿Había sabido que sustituirían al lord Legislador por el propio Kelsier como dios?

El problema era que Kelsier no había dejado a sus seguidores ninguna doctrina. Su único objetivo había sido derrocar al lord Legislador; en parte para conseguir venganza, en parte para sellar su legado, y, en parte, o eso esperaba Vin, porque quería liberar a los skaa.

Pero ¿ahora qué? Esa gente debía de sentirse igual que ella. A la deriva, sin ninguna luz que los guiara.

Vin no podía ser esa luz.

—Yo no soy Kelsier —dijo en voz baja, dando un paso atrás.

—Lo sabemos —respondió uno de los hombres—. Eres su heredera. Él murió y, esta vez, tú sobreviviste.

—Por favor —dijo una mujer, dando un paso adelante, con un niño pequeño en brazos—. Dama Heredera. Si la mano que abatió al lord Legislador pudiera tocar a mi hijo...

Vin trató de retroceder más, pero se dio cuenta de que la multitud la rodeaba. La mujer se acercó más y, Vin, finalmente, acercó una mano insegura a la frente del bebé.

—Gracias —dijo la mujer.

—Nos protegerás, ¿verdad, Dama Heredera? —preguntó una mujer joven, no mucho mayor que Elend, de rostro sucio pero ojos honrados—. Los sacerdotes dicen que detendrás al ejército que hay ahí fuera, que sus soldados no podrán entrar en la ciudad mientras tú estés aquí.

Eso fue demasiado para ella. Vin murmuró una respuesta apenas inteligible, se volvió y se abrió paso entre la muchedumbre. El grupo de creyentes, afortunadamente, no la siguió.

Cuando se detuvo respiraba con dificultad, pero no debido al cansancio. Se metió en un callejón, entre dos tiendas, y se abrazó en la oscuridad. Se había pasado toda la vida aprendiendo a pasar inadvertida, a ser silenciosa y poco importante. Ya no podía ser ninguna de esas cosas.

¿Qué esperaba la gente de ella? ¿De verdad pensaban que podría detener a un ejército sola? Esa era una lección que había aprendido muy pronto en su entrenamiento: los nacidos de la bruma no eran invencibles. Podía matar a un hombre. Diez hombres le crearían problemas. Un ejército...

Vin inspiró tratando de calmarse. Al cabo de un rato, regresó a la calle. Estaba ya cerca de su destino, una pequeña tienda abierta rodeada por cuatro corrales. El mercader esperaba a un lado. Era un hombre sucio con pelo solo en un lado de la cabeza, el derecho. Vin se quedó un instante tratando de decidir si el extraño peinado se debía a una enfermedad, a alguna herida o a algún tipo de preferencia.

El hombre se irguió cuando la vio de pie. Se cepilló, levantando una pequeña cantidad de polvo. Luego se dirigió a ella, sonriendo con los dientes que todavía le quedaban, actuando como si no hubiera oído, o no le importara, que había un ejército a las puertas de la ciudad.

—Ah, joven dama —dijo—. ¿Buscando un cachorrito? Tengo algunos chuchos que encantarían a cualquier muchacha. Espera, deja que te traiga uno. Estarás de acuerdo en que es la cosa más preciosa que has visto en tu vida.

Vin se cruzó de brazos mientras el hombre se agachaba para recoger a un cachorrillo de uno de los corrales.

—La verdad es que estaba buscando un perro lobo.

El mercader alzó la cabeza.

—¿Un perro lobo, señorita? No es animal de compañía para una muchacha como tú. Son unos brutos. Deja que te busque un perrito agradable. Son bonitos, esos chuchos..., y listos, también.

—No —dijo Vin, atrayéndolo—. Me traerás un perro lobo.

El hombre se paró a mirarla rascándose en varios lugares indignos.

—Bueno, veré qué puedo hacer...

Se marchó al corral más alejado de la calle. Vin esperó en silencio, tratando de no percibir los olores mientras el mercader gritaba a algunos de sus animales y seleccionaba el adecuado. Al cabo de un rato le trajo un perro atado con una correa. Era un perro lobo pequeño, pero tenía unos grandes ojos dulces y dóciles, y, obviamente, un temperamento agradable.

—El más pequeño de la camada —dijo el mercader—. Un buen animal para una chica joven, diría yo. Probablemente también será un cazador excelente. Estos perros lobo tienen mejor olfato que ninguna otra bestia que hayas visto.

Vin contempló el rostro jadeante del perro. Casi parecía estar sonriéndole.

—Oh, por el amor del lord Legislador —exclamó, y dejó atrás al perro y al amo camino de los corrales del fondo.

—¿Joven dama? —preguntó el mercader, siguiéndola inseguro.

Vin estudió los perros. Casi al fondo, localizó una enorme bestia negra y gris. Estaba encadenada a un poste y la miraba retadora, con un grave rugido en su garganta.

Vin señaló.

—¿Cuánto por ese de ahí atrás?

—¿Ese? —preguntó el mercader—. Buena señora, ese es una bestia. ¡Su misión iba a ser estar suelto en los terrenos de un lord para atacar a todo el que entrara! ¡Es uno de los bichos más terribles que verás jamás!

—Perfecto —dijo Vin, alcanzando su monedero.

—Buena señora, no podría venderte esa bestia. Desde luego que no. Cielos, apuesto a que pesa una vez y media lo que tú.

Vin asintió, y luego abrió la puerta del corral y entró. El mercader dejó escapar un grito, pero Vin se encaminó directamente hacia el perro, que empezó a ladrar salvajemente, babeando.

Lo siento, pensó Vin. Luego, quemando peltre, se agachó y descargó un puñetazo en la cabeza del animal.

El perro se quedó quieto, se tambaleó y cayó inconsciente al suelo. El mercader se detuvo con la boca abierta.

—Una correa —ordenó Vin.

Se la entregó. Vin la usó para atar las patas del perro lobo y, luego, quemando peltre, se cargó el animal sobre los hombros. Se resintió levemente del dolor en el costado.

Será mejor que este bicho no me manche la camisa de baba, pensó. Entregó al mercader algunas monedas y regresó al palacio.

Vin dejó caer al suelo al perro inconsciente. Los guardias la habían mirado con extrañeza a su llegada al palacio, pero ya estaba acostumbrada. Se sacudió las manos.

—¿Qué es eso? —preguntó OreSeur. Había vuelto a sus habitaciones del palacio, pero su cuerpo actual estaba claramente inservible. Había tenido que formar músculos en lugares donde los hombres normalmente no los tenían, para mantener unido el esqueleto, y mientras sanaba de todas sus heridas el cuerpo realmente no parecía natural. Todavía llevaba la ropa manchada de sangre de la noche anterior.

—Esto es tu nuevo cuerpo —dijo Vin, señalando el perro lobo.

OreSeur se quedó quieto.

—¿Eso? Ama, eso es un perro.

—Sí —dijo Vin.

—Y yo soy un hombre.

—Tú eres un kandra —dijo Vin—. Puedes imitar la carne y el músculo. ¿Qué tal el pelaje?

El kandra no parecía nada contento.

—No puedo imitarlo —dijo—, pero sí que puedo usar el pelaje de la bestia, igual que uso sus huesos. No obstante, sin duda que hay...

—No voy a matar para ti, kandra —dijo Vin—. Y aunque mate a alguien, no dejaré que tú... te lo comas. Además, esto no llamará la atención. La gente empezará a hablar si sigo sustituyendo a mis criados por hombres desconocidos. Llevo meses diciendo que pienso despedirte. Bueno, diré que lo hice por fin. A nadie se le ocurrirá pensar que mi nuevo perro es mi kandra.

Se volvió y señaló con la cabeza al animal inconsciente.

—Será muy útil. La gente presta menos atención a los perros que a los humanos y podrás escuchar sus conversaciones.

OreSeur frunció aún más el ceño.

—No haré esto voluntariamente. Tendrás que obligarme, en virtud del Contrato.

—Bien —dijo Vin—. Es una orden. ¿Cuánto tardarás?

—Un cuerpo normal cuesta solo unas horas —dijo OreSeur—. Con este puede que tarde más. Hacer que quede bien tanto pelaje será todo un reto.

—Entonces, empieza —dijo Vin, volviéndose hacia la puerta. De camino, sin embargo, vio un paquetito sobre la mesa. Frunció el ceño, se acercó y lo abrió. Había una nota dentro.

Lady Vin:

Aquí está la aleación que pediste. El aluminio es muy difícil de conseguir, pero una familia noble abandonó recientemente la ciudad y pude comprar parte de su cubertería.

No sé si esto funcionará, pero creo que merece la pena intentarlo. He mezclado el aluminio con cobre al cuatro por ciento y el resultado me parece bastante prometedor. He leído su composición: se llama duraluminio.

Tu servidor,

TERION

Vin sonrió, dejó la nota y sacó el resto del contenido de la caja: una bolsita de polvo de metal y una fina barra plateada, ambas presumiblemente de aquel «duraluminio». Terion era un maestro metalúrgico alomántico. Aunque él mismo no era alomántico, llevaba toda la vida creando aleaciones y polvos para nacidos de la bruma y brumosos.

Vin se guardó la bolsa y la barra, y luego se volvió hacia OreSeur. El kandra la miró inexpresivamente.

—¿Ha llegado esto para mí? —preguntó Vin, mirando la caja.

—Sí, ama —dijo OreSeur—. Hace unas horas.

—¿Y no me lo has dicho?

—Lo siento, ama —dijo OreSeur con voz átona—, pero no me ordenaste que te avisara si llegaban paquetes.

Vin apretó los dientes. OreSeur sabía lo ansiosamente que estaba esperando otra aleación de Terion. Todas las aleaciones de aluminio habían resultado un fracaso. Le molestaba saber que había otro metal alomántico en alguna parte, esperando ser descubierto. No quedaría satisfecha hasta encontrarlo.

OreSeur se quedó donde estaba, con una expresión anodina en el rostro, y el perro inconsciente en el suelo, a sus pies.

—Ponte a trabajar en ese cuerpo —dijo Vin, dándose la vuelta, y salió de la habitación en busca de Elend.

Vin encontró finalmente a Elend en su estudio, repasando algunos libros con una figura conocida.

—¡Dox! —dijo Vin. Él se había retirado a sus habitaciones poco después de su llegada, el día anterior, y no le había visto.

Dockson alzó la cabeza y sonrió. Fornido sin ser gordo, tenía el pelo oscuro y corto y seguía llevando su barba de costumbre.

—Hola, Vin.

—¿Qué tal por Terris? —preguntó ella.

—Frío —respondió Dockson—. Me alegro de estar de vuelta. Aunque desearía no haber encontrado a ese ejército aquí.

—Sea como sea, nos alegramos de que hayas vuelto, Dockson —dijo Elend—. El

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