Prólogo
El día era gris; hacía un frío glacial, y los perros se negaban a seguir el rastro.
La enorme perra negra había olfateado una vez las huellas del oso, había retrocedido y había vuelto a la jauría trotando con el rabo entre las patas. Los perros se apiñaban en la ribera del río con gesto triste mientras el viento los sacudía. El propio Chett notaba cómo el viento le atravesaba varias capas de lana negra y cuero grueso curtido. Hacía demasiado frío, tanto para los hombres como para las bestias, pero allí estaban. Torció la boca y casi pudo notar cómo enrojecían de rabia los forúnculos que le cubrían las mejillas y el cuello.
«Tendría que estar a salvo en el Muro, cuidando de los condenados cuervos y encendiendo hogueras para el viejo maestre Aemon.» El bastardo Jon Nieve era quien le había quitado todo aquello; él y su amigo, el gordo de Sam Tarly. Por culpa de ellos estaba congelándose las pelotas con una jauría de sabuesos en lo más profundo del bosque Encantado.
—Por los siete infiernos. —Dio un feroz tirón a la traílla para que los perros le prestaran atención—. Buscad, cabrones. Esa huella es de un oso. ¿Queréis carne o no? ¡Encontradlo!
Pero los perros gimotearon y se limitaron a estrechar filas. Chett hizo chasquear el látigo corto sobre las cabezas de los animales, y la perra negra le enseñó los dientes.
—La carne de perro sabe tan bien como la de oso —la amenazó; el aliento se le congelaba a cada palabra.
Lark de las Hermanas estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos metidas bajo las axilas. Llevaba guantes negros de lana, pero siempre se quejaba de que se le congelaban los dedos.
—Hace demasiado frío para cazar —dijo—. Que le den por culo a ese oso, no vale la pena que nos helemos por él.
—No podemos volver con las manos vacías, Lark —gruñó Paul el Pequeño a través del bigote castaño que le cubría casi toda la cara—. Al Lord Comandante no le va a hacer ninguna gracia.
Bajo la aplastada nariz de dogo del hombretón había hielo, allí donde se le congelaban los mocos. Una mano enorme, dentro de un grueso guante de piel, agarraba firmemente el asta de una lanza.
—Que le den por culo al Viejo Oso también —dijo el de las Hermanas, un hombre flaco de cara huesuda y ojos nerviosos—. Mormont estará muerto antes de que amanezca, ¿no lo recordáis? ¿A quién le importa lo que le haga gracia o se la deje de hacer?
Paul el Pequeño parpadeó con sus ojillos negros.
«Puede que se le haya olvidado», pensó Chett; era tan estúpido como para olvidarse de casi cualquier cosa.
—¿Por qué tenemos que matar al Viejo Oso? ¿Por qué no nos limitamos a irnos y lo dejamos en paz?
—¿Crees que él nos dejaría en paz? —preguntó Lark—. Nos daría caza. ¿Quieres que te den caza, cabeza de chorlito?
—No —dijo Paul el Pequeño—. No, eso no. No.
—Entonces, ¿lo matarás? —preguntó Lark.
—Sí. —El hombretón clavó el extremo del asta de la lanza en la orilla congelada—. Lo mataré. No nos tiene que dar caza.
—Yo insisto en que tenemos que matar a todos los oficiales —dijo el de las Hermanas volviéndose hacia Chett y sacando las manos de las axilas.
—Ya lo hemos discutido —replicó Chett, que estaba harto de aquello—. El Viejo Oso tiene que morir, así como Blane de la Torre Sombría. Grubbs y Aethan, también; mala suerte que les haya tocado el turno de guardia; Dywen y Bannen, para que no nos persigan, y Ser Cerdi, para que no envíe cuervos. Eso es todo. Los mataremos en silencio mientras duermen. Un solo grito y seremos pasto para los gusanos, todos y cada uno de nosotros. —Tenía los forúnculos rojos por la ira—. Cumplid vuestra parte y ocupaos de que vuestros primos cumplan la suya. Y, Paul, a ver si se te mete en la cabeza: es la tercera guardia, no la segunda, no te olvides.
—La tercera guardia —dijo el hombretón a través del bigote y el moco congelado—. Piesligeros y yo. Me acuerdo, Chett.
Aquella noche no habría luna, y habían organizado las guardias para que ocho de sus cómplices estuvieran de centinelas, mientras otros dos custodiaban los caballos. Las circunstancias no podían ser mejores. Además, los salvajes iban a caerles encima cualquier día. Y antes de que llegara aquel momento, Chett tenía toda la intención de estar bien lejos de allí. Tenía la intención de vivir.
Trescientos Hermanos Juramentados de la Guardia de la Noche habían cabalgado hacia el norte, doscientos del Castillo Negro y ciento más de la Torre Sombría. Era la mayor expedición que se recordaba, casi la tercera parte de los efectivos de la Guardia. Su objetivo era encontrar a Ben Stark, a Ser Waymar Royce y a los demás exploradores que habían desaparecido, y descubrir el motivo por el que los salvajes estaban abandonando sus asentamientos. Y no se encontraban más cerca de Stark y Royce que cuando dejaron atrás el Muro, pero habían averiguado adónde se habían ido todos los salvajes: bien arriba, a las gélidas alturas de los Colmillos Helados, aquellas montañas dejadas de la mano de los dioses. Por Chett, se podían quedar allí hasta el final de los tiempos, que no se le reventaría ni un forúnculo.
Pero no. Habían iniciado el descenso. Por el curso del Agualechosa.
Chett levantó la vista y lo vio. Las orillas rocosas del río estaban cubiertas de hielo y sus aguas blancuzcas fluían inagotables desde los Colmillos Helados. Y Mance Rayder y sus salvajes seguían el mismo cauce. Thoren Smallwood había vuelto tres días atrás a galope tendido. Mientras informaba al Viejo Oso de lo que habían visto sus exploradores, uno de sus hombres, Kedge Ojoblanco, se lo contó a los demás.
—Están todavía en lo alto de las laderas —dijo Kedge mientras se calentaba las manos al fuego—, pero vienen. Harma Cabeza de Perro, esa ramera con la cara picada de viruelas, encabeza la vanguardia. Goady se acercó sigilosamente a su campamento y la vio junto a una hoguera. El tonto de Tumberjon quería abatirla de un flechazo, pero Smallwood tuvo más sentido común.
—¿Cuántos crees que son? —dijo Chett al tiempo que escupía en el suelo.
—Muchos, muchísimos. Veinte, treinta mil; te puedes imaginar que no nos quedamos allí para contarlos. Harma tenía unos quinientos en la vanguardia, todos a caballo.
Los hombres sentados en torno a la hoguera intercambiaron miradas de preocupación. Ya era muy raro encontrar a una docena de salvajes a caballo, así que a quinientos...
—Smallwood nos mandó a Bannen y a mí a rodear a la vanguardia para echar un vistazo al grueso de las fuerzas —prosiguió Kedge—. No tenían fin. Se mueven despacio, como un glaciar, una o dos leguas por día, y no parece que quieran regresar a sus aldeas. Más de la mitad eran mujeres y niños, y llevaban su ganado por delante: cabras, ovejas y hasta uros que tiran de trineos. Van cargados con pacas de pieles y tiras de carne, jaulas de pollos, mantequeras y ruecas para hilar, todas sus malditas pertenencias. Las mulas y los pequeños caballos de tiro llevan tanta carga que parece se les va a partir el espinazo; igual que a las mujeres.
—¿Y siguen el curso del Agualechosa? —preguntó Lark de las Hermanas.
—¿No te lo he dicho ya?
El Agualechosa los llevaría a las proximidades del Puño de los Primeros Hombres, el antiquísimo fuerte circular donde la Guardia de la Noche había montado su campamento. Cualquier persona con una pizca de sentido común se daría cuenta de que había llegado el momento de abandonar la misión y regresar al Muro. El Viejo Oso había reforzado el Puño con estacas, zanjas y espinos, pero aquello no serviría de nada contra semejante ejército. Si se quedaban allí, los engullirían y arrollarían.
Y Thoren Smallwood quería atacar. Donnel Colina el Suave era el escudero de Ser Mallador Locke, y la noche anterior, Smallwood había visitado la tienda de campaña de Locke. Ser Mallador opinaba lo mismo que el anciano Ser Ottyn Wythers e instaba a regresar al Muro, pero Smallwood quería convencerlo de lo contrario.
—Ese Rey-más-allá-del-Muro no nos buscará nunca tan al norte. —Aquello había dicho, según el relato de Donnel el Suave—. Y ese enorme ejército suyo no es más que una horda que se arrastra, llena de bocas inútiles que no saben por qué extremo se coge una espada. Solo con un golpe se les acabarían las ganas de pelear y huirían aullando a sus guaridas para quedarse allí los próximos cincuenta años.
«Trescientos contra treinta mil.» Para Chett, aquello era, sencillamente, una locura, y el hecho de que Ser Mallador se dejara convencer era una locura incluso mayor, y los dos juntos estaban a punto de convencer al Viejo Oso.
—Si esperamos demasiado, podemos perder esta oportunidad; quizá no se nos vuelva a presentar —le decía Smallwood a todo el que quisiera oírlo.
—Somos el escudo que protege los reinos de los hombres —objetaba Ser Ottyn Wyther—. No se tira el escudo sin una buena razón.
—En un combate a espada —replicaba Thoren Smallwood—, la mejor defensa es la estocada rápida que aniquila al enemigo; no encogerse tras un escudo.
Sin embargo, el mando no estaba en manos de Smallwood ni de Wythers. El comandante era Lord Mormont, que esperaba a sus otros exploradores: a Jarman Buckwell y los hombres que habían ascendido por la Escalera del Gigante, y a Qhorin Mediamano y Jon Nieve, que habían ido a tantear el Paso Aullante. Sin embargo, Buckwell y Mediamano tardaban en regresar.
«Lo más probable es que estén muertos. —Chett se imaginó a Jon Nieve tirado en la cima de una montaña, azul y congelado, con la lanza de un salvaje clavada en su culo de bastardo. La idea lo hizo sonreír—. Espero que también hayan matado a su lobo de mierda.»
—Ahí no hay ningún oso —decidió, de forma repentina—. Es una huella vieja, nada más. Volvemos al Puño.
Se giró con presteza para regresar y los perros estuvieron a punto de hacerlo caer. Quizá creían que les iban a dar de comer. Chett no pudo contener la risa. Durante tres días no los había alimentado, para que estuvieran hambrientos y feroces. Aquella noche, antes de escaparse al abrigo de la oscuridad, los dejaría sueltos entre los caballos, después de que Donnel el Suave y Karl el Patizambo cortaran las riendas.
«Habrá perros enfurecidos y caballos aterrorizados por todo el Puño; correrán entre las hogueras, saltarán la muralla circular y derribarán las tiendas de campaña.» Con toda aquella confusión, pasarían horas antes de que alguien se diera cuenta de que faltaban catorce hermanos.
Lark habría querido llevarse al doble, pero ¿qué se podía esperar de un estúpido con un aliento que apestaba a pescado, como el de las Hermanas? Una palabra en el oído equivocado, y antes de que uno se dé cuenta ha perdido la cabeza. No, catorce era un buen número, suficientes para lo que tenía que hacer, pero no tantos como para que no pudieran guardar el secreto. Chett había reclutado personalmente a casi todos. Paul el Pequeño era uno de ellos, el hombre más fuerte del Muro, aunque fuera también más lento que un caracol muerto. En cierta ocasión le había partido la espalda a un salvaje de un abrazo. También tenían con ellos al Daga, a quien apodaban así por su arma preferida, y al hombrecito gris al que los hermanos llamaban Piesligeros, quien en su juventud había violado a un centenar de mujeres y se jactaba de que ninguna lo había visto ni oído antes de que se la metiera hasta el fondo.
Chett había preparado el plan. Él era el listo; había sido el mayordomo del viejo maestre Aemon durante cuatro años, hasta que el bastardo de Jon Nieve lo desplazó para que su puesto lo ocupara el cerdo grasiento de su amiguito. Cuando aquella noche diera muerte a Sam Tarly, tenía planeado susurrarle al oído: «Dale recuerdos de mi parte a Lord Nieve». Lo haría un instante antes de cortarle la garganta para que la sangre saliera a borbotones entre todas aquellas capas de sebo. Chett conocía a los cuervos, por lo que no tendría el menor problema con ellos, no más que con Tarly. Un toque con el cuchillo y aquel miserable se mearía en los calzones y se pondría a implorar por su vida. «Que implore, no le servirá de nada.» Tras rajarle la garganta, abriría las jaulas y espantaría a los pájaros para que no llegara ningún mensaje al Muro. Piesligeros y Paul el Pequeño matarían al Viejo Oso; el Daga se ocuparía de Blane, y Lark y sus primos silenciarían a Bannen y al viejo Dywen, para que no pudieran seguirles el rastro. Llevaban dos semanas acumulando alimentos, y Donnel el Suave, junto con Karl el Patizambo, tendrían listos los caballos. Una vez muerto Mormont, el mando pasaría a manos de Ser Ottyn Wythers, un hombre viejo, agotado y con problemas de salud. «Antes de que se ponga el sol estará huyendo en dirección al Muro y no mandará a nadie en nuestra persecución.»
Los perros tiraron de él mientras se abrían camino entre los árboles. Chett divisó el Puño, que asomaba allá arriba, entre la vegetación. El día era tan oscuro que el Viejo Oso había ordenado encender las antorchas. Ardían sobre la muralla circular formando una enorme circunferencia que coronaba la cima de la abrupta colina rocosa. Los tres hombres cruzaron un arroyuelo. El agua estaba espantosamente fría, y en la superficie flotaban placas de hielo.
—Iré hacia la costa —les confió Lark de las Hermanas—. Con mis primos. Nos haremos una nave y pondremos proa de regreso a las Hermanas.
«Y allí sabrán que sois desertores y os cortarán vuestras estúpidas cabezas», pensó Chett. Una vez pronunciado el juramento, no había manera de abandonar la Guardia de la Noche. En cualquier rincón de los Siete Reinos lo atrapaban a uno y lo mataban.
Ollo Manomocha hablaba de regresar navegando a Tyrosh donde, según aseguraba, los hombres no perdían las manos por cometer algún robo honrado, ni los enviaban a congelarse de por vida a tierras lejanas si los encontraban en el lecho con la esposa de algún caballero. Chett había considerado la posibilidad de ir con él, pero no conocía la lengua apocada y afeminada de aquel lugar. Y ¿qué haría él en Tyrosh? No se podía decir que tuviera ningún oficio, pues había crecido en Pantano de la Bruja. Su padre se había pasado la vida escarbando en campos ajenos y recogiendo sanguijuelas. Se desnudaba hasta quedar con solo un grueso taparrabos de cuero y vadeaba las aguas turbias. Cuando salía, estaba totalmente cubierto de bichos, desde las tetillas hasta los tobillos. A veces hacía que Chett lo ayudara a arrancarse las sanguijuelas. En una ocasión, un bicho se le pegó a la palma de la mano y él, asqueado, lo reventó contra un muro. Su padre le pegó hasta hacerle sangre. Los maestres compraban las sanguijuelas a penique la docena.
Lark podía volver a su casa si quería, igual que el jodido tyroshi, pero Chett, no. Ya había visto demasiadas veces el maldito Pantano de la Bruja, no necesitaba volver a verlo jamás. Le había gustado el aspecto del Torreón de Craster. Craster vivía allí arriba, como un señor; ¿por qué no podía él hacer lo mismo? Aquello sí que estaría bien. Chett, el hijo del de las sanguijuelas, convertido en un señor con un torreón. Su blasón podía ser una docena de sanguijuelas sobre campo rosa. ¿Y por qué contentarse con ser un señor? Quizá debiera erigirse en rey.
«Mance Rayder comenzó siendo cuervo. Yo podría ser rey, igual que él, y tener varias esposas.» Craster tenía diecinueve, sin contar las jóvenes, las hijas que todavía no se había llevado al lecho. La mitad de aquellas esposas eran tan viejas y feas como Craster, pero aquello no le importaba. Chett pondría a las más viejas a trabajar para él: a cocinar, limpiar, recoger zanahorias y cebar cerdos, mientras las más jóvenes le calentaban la cama y le parían hijos. Craster no pondría la menor objeción, sobre todo después de que Paul el Pequeño le diera un abrazo.
Las únicas mujeres que Chett había conocido eran las putas a quienes había pagado en Villa Topo. Cuando era más joven, a las chicas del pueblo les bastaba con echar una mirada a su rostro lleno de forúnculos y espinillas para volver la cara con asco. La peor era aquella guarra de Bessa. Se abría de piernas para todos los chicos del Pantano de la Bruja, por lo que había pensado que por qué no lo iba a hacer también para él. Hasta se pasó una mañana recogiendo flores silvestres, pues había oído decir que le gustaban, pero ella se le había reído en la cara y le había dicho que antes se metería en la cama con las sanguijuelas de su padre que con él. Dejó de reírse cuando le clavó el cuchillo. La expresión de su rostro le gustó, por lo que sacó la hoja afilada y se la volvió a clavar. Cuando lo atraparon cerca de Sietecauces, el viejo Lord Walder Frey ni siquiera se molestó en asistir al juicio. Envió a uno de sus bastardos, a Walder Ríos, y lo siguiente que supo Chett era que iba de camino hacia el Muro con aquel demonio hediondo de Yoren. Como pago por un momento de placer, le habían quitado la vida entera.
Pero estaba decidido a recuperarla y, de paso, a quedarse con las mujeres de Craster.
«Ese viejo salvaje tenía razón. Si quieres que una mujer sea tu esposa, tómala, nada de darle flores silvestres para que no te mire los granos.» Chett no tenía la intención de volver a cometer el mismo error.
Todo iba a salir bien, se prometió por enésima vez. «Siempre que podamos escapar sin contratiempos. —Ser Ottyn se dirigiría al sur, a la Torre Sombría, el camino más corto hacia el Muro—. No se ocupará de nosotros, no sería propio de Wythers, lo único que quiere es regresar sano y salvo. —Seguro que Thoren Smallwood insistiría en atacar, pero Ser Ottyn era extremadamente cauteloso y estaría al mando—. De todos modos, eso no importa. Cuando nos hayamos largado, Smallwood puede atacar a quien le plazca. ¿Qué más da? Si ninguno de ellos regresa al Muro, nadie vendrá en nuestra búsqueda; pensarán que hemos muerto con los demás.» No se le había ocurrido antes aquella idea y, durante un momento, lo tentó. Pero tendrían que matar a Ser Ottyn y también a Ser Mallador Locke para que Smallwood asumiera el mando, y esos dos estaban siempre bien protegidos, de día y de noche... No, el riesgo era excesivo.
—Chett, ¿qué hacemos con el pájaro? —preguntó Paul el Pequeño mientras avanzaban por un sendero rocoso entre centinelas y pinos soldado.
—¿De qué pájaro de mierda hablas? —Lo que menos necesitaba en aquel momento era un cabeza de chorlito preocupado por un pájaro.
—Del cuervo del Viejo Oso —dijo Paul el Pequeño—. Si lo matamos, ¿quién va a darle de comer a su pájaro?
—¿Y a quién coño le importa? Si quieres, mata también al pájaro.
—No quiero hacerle daño a ningún pájaro —dijo el hombretón—. Pero es un pájaro que habla. ¿Y si cuenta lo que hicimos?
Lark de las Hermanas se echó a reír.
—Paul el Pequeño, tienes la mollera más dura que la muralla de un castillo —se burló.
—Cállate, no digas eso —dijo Paul, amenazador.
—Paul —intervino Chett antes de que el hombretón se enfadara del todo—, cuando encuentren al anciano tirado en un charco de sangre con la garganta abierta, no les hará falta ningún pájaro para saber que alguien lo mató.
—Eso es verdad —aceptó Paul el Pequeño tras meditar aquello un instante—. ¿Puedo quedarme con el pájaro? Me gusta mucho ese pájaro.
—Todo tuyo —dijo Chett, solo para hacerlo callar.
—Si nos entra hambre, siempre nos lo podemos comer —sugirió Lark.
—Más vale que no se te ocurra comerte a mi pájaro, Lark —dijo Paul el Pequeño, cabreado de nuevo—. Más te vale.
Chett alcanzó a oír voces entre los árboles.
—Cerrad el pico de una puta vez. Ya estamos casi en el Puño.
Salieron muy cerca de la ladera oeste de la colina y la rodearon hacia el sur, donde la cuesta era menos empinada. Cerca del linde del bosque, una docena de hombres se entrenaba con los arcos. Habían tallado figuras en los troncos de los árboles y les disparaban flechas.
—Mirad —dijo Lark—, un cerdo con un arco.
El arquero más cercano era Ser Cerdi en persona, el gordo que le había quitado su puesto junto al maestre Aemon. Le bastó ver a Samwell Tarly para enfurecerse. La mejor vida que había conocido fue cuando trabajó como mayordomo del maestre Aemon. El anciano ciego no era muy exigente; además, Clydas se ocupaba de la mayor parte de sus necesidades. Los deberes de Chett eran sencillos: limpiar la pajarera, encender las chimeneas, preparar alguna comida... Y Aemon no le había pegado nunca.
Los deberes de Chett eran sencillos: limpiar la pajarera, encender las chimeneas, preparar alguna comida… Y Aemon no le había pagado nunca.
«Se cree que puede llegar y echarme porque es de noble cuna y sabe leer. Pues a lo mejor le digo que me lea el cuchillo antes de que le abra la garganta con él.»
—Vosotros, seguid —les dijo a los demás—. Yo quiero ver esto.
Los perros tiraban, ansiosos por irse con ellos en busca de la comida que creían que los esperaba en la cima. Chett le dio un puntapié a la perra, y aquello los tranquilizó hasta cierto punto.
Observó desde los árboles como el gordo luchaba con un arco largo, tan alto como él, con la cara de bollo fruncida por la concentración. Clavadas en la tierra, frente a él, había tres flechas. Tarly colocó una en la cuerda, tensó el arco, mantuvo la tensión un instante mientras trataba de apuntar y soltó. La flecha desapareció entre la vegetación. Chett soltó una carcajada, entre complacido y asqueado.
—No habrá quien encuentre esa flecha, y me echarán la culpa a mí —dijo Edd Tollett, el sombrío escudero de pelo canoso al que todos llamaban Edd el Penas—. Siempre que se pierde algo me miran a mí, desde aquella vez que perdí mi caballo. Como si hubiera podido evitarlo. Era blanco y estaba nevando, ¿qué querían?
—El viento le ha desviado la flecha —dijo Grenn, otro de los amigos de Lord Nieve—. Trata de mantener firme el arco, Sam.
—Pesa mucho —se quejó el chico obeso, pero disparó la segunda flecha de la misma manera. Pasó muy alta, atravesando las ramas a unas cinco varas por encima del blanco.
—Creo que has acertado a una hoja de ese árbol —dijo Edd el Penas—. El otoño ya llega a toda velocidad; no hace falta que lo ayudes. —Suspiró—. Y todos sabemos qué viene después del otoño. Dioses, qué frío tengo. Dispara tu última flecha, Samwell; creo que se me está congelando la lengua y se me pega al paladar.
Ser Cerdi bajó el arco, y Chett pensó que iba a ponerse a berrear.
—Es muy difícil.
—Coloca la flecha, tensa y dispara —dijo Grenn—. ¡Venga!
Obediente, el chico cogió de la tierra su última flecha, la colocó en el arco largo, tensó y disparó. Lo hizo con celeridad, sin bizquear al apuntar, como había hecho en las dos ocasiones anteriores. La flecha se clavó en la parte inferior del pecho de la silueta del árbol y se quedó allí, oscilando.
—Le he dado. —Ser Cerdi parecía asombrado—. Grenn, ¿has visto? ¡Mira, Edd, le he dado!
—Yo diría que entre las costillas —anunció Grenn.
—¿Lo he matado?
—Quizá le habrías pinchado un pulmón, si lo tuviera. Pero, como norma general, los árboles no tienen pulmones —concluyó Tollett al tiempo que se encogía de hombros. Retiró el arco de manos de Sam y añadió—: He visto tiros peores. Incluso míos.
Ser Cerdi estaba radiante. Al mirarlo, cualquiera habría dicho que había hecho algo importante. Pero cuando vio a Chett con los perros, la sonrisa se le desvaneció de la cara.
—Le has dado a un árbol —dijo Chett—. Veremos cómo disparas cuando se trate de los hombres de Mance Rayder. No van a quedarse ahí con los brazos abiertos y las hojas susurrando, de eso nada. Irán hacia ti y te gritarán en la cara, y estoy seguro de que te mearás en los calzones. Uno de ellos te clavará un hacha entre esos ojitos de cerdo. Lo último que oirás será el ruido sordo que hará al entrarte en el cráneo.
El chico obeso estaba temblando. Edd el Penas le puso una mano en el hombro.
—Hermano —dijo con solemnidad—, que a ti te haya pasado eso no quiere decir que a Sam le vaya a suceder lo mismo.
—¿A qué te refieres, Tollett?
—Lo del hacha que te clavaron en el cráneo. ¿Es verdad que la mitad de los sesos se te quedaron esparcidos por el suelo y tus perros se los comieron?
Grenn, un patán corpulento, se echó a reír, y hasta Samwell Tarly sonrió débilmente. Chett le dio una patada al perro más cercano, tiró de las traíllas y comenzó a ascender la colina.
«Sonríe todo lo que quieras, Ser Cerdi. Veremos quién ríe esta noche. —Su único deseo era tener tiempo para matar también a Tollett—. Un idiota agorero con cara de caballo, eso es lo que es.»
El ascenso era abrupto hasta en aquella ladera del Puño, la que tenía menos pendiente. A medio camino, los perros comenzaron a ladrar y tirar de él, creyendo que pronto comerían. Sin embargo, les hizo probar sus botas, y un chasquido del látigo fue la respuesta al animal enorme y feo que le lanzó un mordisco. Tan pronto como los ató fue a presentar su informe.
—Había huellas, como dijo Gigante —informó a Mormont delante de su gran tienda negra—, pero los perros no pudieron encontrar el rastro. Era río abajo; quizá se tratara de huellas antiguas.
—Qué lástima. —El Lord Comandante Mormont tenía la cabeza calva y una gran barba blanca y enmarañada, y su voz denotaba el mismo cansancio que su aspecto—. Nos habría venido bien un buen trozo de carne fresca.
—Carne.... carne... carne —repitió el cuervo de su hombro, ladeando la cabeza.
«Podríamos hacer un guiso con los condenados perros —pensó Chett, pero mantuvo la boca cerrada hasta que el Viejo Oso le dio permiso para retirarse—. Y esta ha sido la última vez que he tenido que inclinar la cabeza ante ese», se dijo para sus adentros con satisfacción. Le parecía que hacía cada vez más frío, aunque habría jurado que era imposible. Los perros se acurrucaron, lastimeros, sobre el duro cieno congelado, y Chett se sintió tentado de meterse entre ellos. Se limitó a cubrirse la parte inferior del rostro con una bufanda negra de lana, dejando libre un pequeño espacio para la boca. Descubrió que si se movía entraba un poco en calor, por lo que hizo un lento recorrido por el perímetro con un mazo de hojamarga, compartiendo una o dos mascadas con los hermanos negros que estaban de guardia, mientras escuchaba lo que le contaban. Ninguno de los hombres del turno de día entraba en sus planes; de todos modos, creyó que no le iría mal tener cierta idea de lo que pensaban.
Lo que pensaban, básicamente, era que hacía un frío de mil demonios.
A medida que las sombras se alargaban, el viento se levantaba. Cuando pasaba entre las piedras de la muralla circular, emitía un sonido agudo y débil.
—Odio ese sonido —dijo el pequeño Gigante—, es como un bebé en el bosque que gime pidiendo leche.
Cuando terminó el recorrido y volvió donde estaban los perros, vio a Lark que lo esperaba.
—Los oficiales están otra vez en la tienda del Viejo Oso discutiendo algo con mucho interés.
—A eso se dedican, sí —dijo Chett—. Todos son de noble cuna, todos menos Blane, y se emborrachan con palabras en lugar de con vino.
—El imbécil descerebrado sigue hablando del pájaro —lo alertó Lark; se le había acercado y miraba en torno suyo para cerciorarse de que no había nadie cerca—. Ahora pregunta si hemos guardado algo de grano para el maldito bicho.
—Es un cuervo —replicó Chett—. Come cadáveres.
—¿El suyo quizá? —preguntó Lark con una mueca.
«O el tuyo.» A Chett le parecía que necesitaban más al hombrón que a Lark.
—Deja de preocuparte por Paul el Pequeño. Haz tu parte; él hará la suya.
Cuando logró liberarse del de las Hermanas, el crepúsculo avanzaba entre los árboles, y se sentó a afilar su espada. Con los guantes puestos era un trabajo durísimo, pero no tenía la menor intención de quitárselos. Hacía tanto frío que el tonto que tocara acero con las manos desnudas perdería un trozo de piel.
Los perros gimotearon cuando el sol se puso. Les echó agua y maldiciones.
—Falta media noche para que podáis disfrutar de vuestro festín.
Ya le llegaba el olor de la cena.
Dywen estaba delante del fuego donde cocinaban cuando Chett recibió un pedazo de pan y una escudilla de sopa de tocino y judías de manos de Hake, el cocinero.
—El bosque está demasiado silencioso —decía el viejo forestal—. No hay ranas junto a ese río, ni búhos en la noche. No había oído nunca un bosque más muerto que este.
—Esos dientes tuyos suenan bastante muertos —dijo Hake.
Dywen entrechocó los dientes de madera.
—Tampoco hay lobos. Antes había, pero han desaparecido. ¿Adónde creéis que se habrán ido?
—A algún sitio cálido —dijo Chett.
De la docena larga de hermanos que estaban sentados en torno al fuego, cuatro eran de los suyos. Mientras comía, le dedicó a cada uno una mirada torva e inquisitiva, para ver si alguno mostraba señales de vacilación. El Daga parecía bastante tranquilo allí sentado, afilando el arma como todas las noches. Y Donnel Colina el Suave era todo anécdotas jocosas y chistes. Tenía los dientes blancos, los labios rojos y gruesos, y unos cabellos rubios ondulados que le caían sobre los hombros formando una hermosa cascada, y aseguraba ser hijo bastardo de un Lannister. Quizá lo fuera. Chett no tenía la menor necesidad de chicos guapos ni tampoco de bastardos, pero Donnel el Suave parecía bastante competente.
No estaba tan seguro respecto al guardabosques a quien los hermanos llamaban Serrucho, más por sus ronquidos que por algo que tuviera que ver con los árboles. En aquel mismo momento, parecía tan inquieto que quizá no volviera a roncar en la vida. Y Maslyn estaba peor. Chett veía como le corría el sudor por la cara, a pesar del viento helado. Las gotas de humedad brillaban a la luz de la hoguera, como pequeños diamantes mojados. Maslyn ni siquiera comía; se limitaba a contemplar la sopa como si su olor estuviera a punto de hacerlo vomitar.
«Tendré que vigilarlo», pensó Chett.
—¡A formar! —El grito repentino surgió de una docena de gargantas y se difundió con rapidez por todos los rincones del campamento, en la cima de la colina—. ¡Hombres de la Guardia de la Noche! ¡A formar junto a la hoguera central!
Con el ceño fruncido, Chett terminó su ración de sopa y siguió a los demás.
El Viejo Oso estaba delante del fuego junto con Smallwood, Locke, Wythers y Blane, que formaban una fila detrás de él. Mormont llevaba una capa de gruesa piel negra, y el cuervo, posado sobre su hombro, se limpiaba las negras plumas.
«Esto no augura nada bueno.» Chett se metió entre Bernarr el Moreno y unos hombres de la Torre Sombría. Cuando todos estuvieron reunidos, menos los vigilantes del bosque y los que hacían guardia en la muralla circular, Mormont se aclaró la garganta y escupió. La saliva se congeló antes de tocar el suelo.
—¡Hermanos! —dijo—. ¡Hombres de la Guardia de la Noche!
—¡Hombres! —gritó su cuervo—. ¡Hombres! ¡Hombres!
—Los salvajes están bajando de las montañas, siguen el curso del Agualechosa. Thoren considera que su vanguardia estará sobre nosotros de aquí a diez días. Sus exploradores más experimentados van con Harma Cabeza de Perro en esa vanguardia. Los demás, o bien forman una fuerza de retaguardia, o avanzan muy cerca del propio Mance Rayder. Sus combatientes se extienden por toda la línea de avance en pequeños grupos. Tienen bueyes, mulas, caballos... pero pocos. La mayoría va a pie; apenas van armados y no están entrenados. Las armas que llevan son más de hueso y piedra que de acero. Transportan consigo la impedimenta: mujeres, niños, rebaños de cabras y ovejas, además de todas sus posesiones. En pocas palabras, aunque son numerosos, son vulnerables... y no saben que estamos aquí. O, al menos, debemos rezar para que no lo sepan.
«Lo saben —pensó Chett—. Puñetero viejo, montón de carroña, lo saben, tan cierto como que hay noche y día. Qhorin Mediamano no ha regresado, ¿verdad? Ni Jarman Buckwell. Si han capturado a alguno, sabes muy bien que los salvajes ya deben de haberles hecho cantar una o dos tonadas.»
—Mance Rayder tiene la intención de cruzar el Muro y llevar una guerra sangrienta a los Siete Reinos —dijo Smallwood dando un paso adelante—. Bien, a eso también sabemos jugar nosotros. Mañana le llevaremos la guerra.
—Al romper la aurora partiremos todos —dijo el Viejo Oso, mientras un murmullo recorría la formación—. Iremos hacia el norte y daremos un rodeo hacia el oeste. La vanguardia de Harma habrá dejado bien atrás el Puño cuando cambiemos de dirección. Las estribaciones de los Colmillos Helados están llenas de valles estrechos y sinuosos, ideales para emboscadas. Su columna se estirará a lo largo de varias leguas. Caeremos sobre ellos en varios puntos a la vez y haremos que juren que éramos tres mil, no trescientos.
—Los golpearemos con toda dureza y nos retiraremos antes de que sus jinetes puedan formar para enfrentarse a nosotros —dijo Thoren Smallwood—. Si nos persiguen, los obligaremos a que nos den caza largo rato, y después giraremos y volveremos a golpear la columna en un punto más lejano. Quemaremos sus carros, dispersaremos sus rebaños y mataremos a tantos de ellos como podamos. Hasta al mismísimo Mance Rayder, si nos tropezamos con él. Si se dispersan y vuelven a sus guaridas, habremos ganado. Si no, los hostigaremos todo el camino hasta el Muro y nos aseguraremos de que dejen un rastro de cadáveres tras ellos.
—Son miles —gritó alguien a espaldas de Chett.
—Todos moriremos. —Era la voz de Maslyn, que estaba verde de miedo.
—Moriremos —graznó el cuervo de Mormont, batiendo las alas negras—, moriremos, moriremos.
—Sí, muchos de nosotros —dijo el Viejo Oso—. Quizá todos. Pero, como dijo otro Lord Comandante hace mil años, ese es el motivo por el que nos visten de negro. Recordad vuestro juramento, hermanos. Porque somos las espadas en la oscuridad, los vigilantes del muro...
—El fuego que arde contra el frío. —Ser Mallador Locke desenvainó su espada larga.
—La luz que trae el amanecer —respondieron otros, y muchas más espadas salieron de sus fundas.
Y de pronto, todos desenvainaban, y había trescientas espadas en el aire y la misma cantidad de voces.
—¡El cuerno que despierta a los durmientes! —gritaban—. ¡El escudo que protege los reinos de los hombres!
Chett no tuvo más remedio que unir su voz a las de los demás. El aliento de los hombres llenaba el aire de vaho, y la luz de las hogueras se reflejaba en el acero. Le complació ver que Lark, Piesligeros y Donnel Colina el Suave se unían a los gritos como si fueran tan idiotas como los demás. Aquello estaba bien. No tenía sentido llamar la atención cuando faltaba tan poco para que llegara su hora.
Cuando los gritos cesaron, volvió a oír el sonido del viento que azotaba la muralla circular. Las llamas temblaban y se arremolinaban, como si también tuvieran frío y, en el súbito silencio, el cuervo de Viejo Oso volvió a graznar.
—Moriremos —dijo una vez más.
«Listo, el pájaro», pensó Chett mientras los oficiales los dispersaban, advirtiéndoles a todos que tomaran una buena cena y descansaran bien aquella noche. Chett se metió bajo sus pieles, junto a los perros, y le dio vueltas mentalmente a todo lo que podía ir mal. ¿Y si aquel maldito juramento hacía que alguno cambiara de opinión? ¿O si a Paul el Pequeño se le olvidaba e intentaba matar a Mormont durante la segunda guardia, y no durante la tercera? ¿Y si Maslyn se acobardaba, alguien los delataba o...?
Se descubrió prestando atención a los sonidos de la noche. Era verdad, el viento sonaba como los gemidos de un bebé, y de vez en cuando oía voces humanas, el relincho de un caballo, un tronco que chisporroteaba en la hoguera... Pero nada más. «Demasiada quietud.»
Visualizó el rostro de Bessa flotando delante de él.
«No era el cuchillo lo que quería meterte —quiso decirle—. Recogí flores para ti, rosas silvestres, atanasias, tulipanes dorados... Me llevó toda la mañana. —El corazón le latía como un tambor, tan alto que temía despertar al campamento. El hielo le endurecía la barba alrededor de la boca—. ¿Por qué pasó aquello con Bessa?» Antes, cada vez que pensaba en ella era únicamente para recordar el aspecto que tenía al morir. ¿Qué le estaba sucediendo? Apenas podía respirar. ¿Se había dormido? Se incorporó sobre las rodillas, y algo húmedo y frío le tocó la nariz. Chett miró hacia arriba.
Nevaba.
«No es justo —habría querido gritar. Sintió cómo las lágrimas se le congelaban en las mejillas. La nieve echaría a perder todo aquello por lo que había trabajado, sus minuciosos planes. Era una nevada copiosa; gruesos copos caían a su alrededor. ¿Cómo hallarían sus depósitos de alimentos bajo la nieve o el sendero de cazadores que pretendían seguir hacia el este?—. Si huimos por la nieve recién caída, no necesitarán a Dywen ni a Bannen para darnos caza. —Y la nieve ocultaba el relieve del terreno, sobre todo de noche. Un caballo podía tropezar en una raíz o partirse una pata en una roca—. Estamos acabados —comprendió—. Acabados antes de empezar. Estamos perdidos. —No habría vida señorial para el hijo del de las sanguijuelas; no habría un torreón que pudiera llamar suyo, ni esposas ni coronas. Solo la espada de un salvaje clavada en las tripas, y después, una tumba sin nombre—. La nieve me lo ha quitado todo... la maldita nieve...»
Nieve: aquello era lo que lo había arruinado en una ocasión. Nieve y su amigo el cerdito.
Chett se levantó. Tenía las piernas rígidas, y los copos de nieve habían transformado las hogueras distantes en un vago resplandor anaranjado. Se sentía como si lo estuviera atacando una nube de insectos pálidos y fríos. Se le asentaban sobre los hombros y la cabeza, se le metían en la nariz y los ojos... Con una maldición se los sacudió.
«Samwell Tarly —recordó—. Al menos puedo ocuparme de Ser Cerdi.» Se cubrió el rostro con la bufanda, se colocó el capuchón y comenzó a cruzar el campamento hacia el sitio donde dormía el cobarde.
La nieve caía con tal intensidad que se perdió entre las tiendas, pero finalmente dio con el pequeño refugio contra el viento que el chico obeso se había construido entre una roca y las jaulas de los cuervos. Tarly estaba enterrado bajo un montículo de frazadas de lana negra y gruesas pieles. La nieve estaba a punto de cubrirlo. Tenía el aspecto de una montaña de suaves redondeces. El acero susurró sobre el cuero con la levedad de la esperanza cuando Chett desenfundó el puñal. Uno de los cuervos graznó.
—Nieve —masculló otro, mirando a través de los barrotes con sus ojos negros.
—Nieve —añadió el primero.
Pasó junto a ellos, colocando cada pie con cuidado. Cubriría con la mano izquierda la boca del gordo para ahogar sus gritos y...
Uuuuuuuuuuuuooooooooo.
Se detuvo con un pie en alto y ahogó una maldición cuando el sonido del cuerno vibró a través del campamento, lejano y débil, pero inconfundible.
«Ahora, no. ¡Malditos sean los dioses, AHORA NO! —El Viejo Oso había apostado observadores a cierta distancia, en un anillo de árboles en torno al Puño, para que dieran la alarma si se acercaba el enemigo—. Jarman Buckwell ya ha vuelto de la Escalera del Gigante —supuso Chett—, o será Qhorin Mediamano, que regresa del Paso Aullante.» Un toque del cuerno significaba el regreso de hermanos. Si se trataba de Mediamano, Jon Nieve estaría con él, vivo.
Sam Tarly se sentó, con los ojos hinchados, y miró confuso la nieve. Los cuervos graznaban muy alto; aun así, Chett alcanzaba a oír los gemidos de sus perros.
«La mitad del puto campamento se ha despertado.» Cerró los dedos, enfundados en el guante, en torno a la empuñadura del puñal mientras esperaba a que el sonido se apagara. Pero apenas se había silenciado, cuando volvió a oírse, más alto y más largo.
Uuuuuuuuuuuuuuuooooooooooooooo.
—Dioses —oyó gimotear a Sam Tarly.
El chico obeso se arrodilló, con los pies enredados en la capa y las frazadas. Las apartó de una patada y extendió la mano en busca de una cota de malla que había colgado de una roca cercana. Cuando metió la cabeza y se retorció hasta ponérsela, notó la presencia de Chett, que estaba allí de pie.
—¿Ha sonado dos veces? —preguntó—. He soñado que oía dos toques.
—No ha sido un sueño —dijo Chett—. Dos toques para convocar la Guardia a las armas. Dos toques que significan enemigo que se aproxima. Allá fuera hay un hacha que lleva escrita la palabra Cerdi, gordo. Dos toques quieren decir salvajes. —El terror de aquella enorme cara de bollo hizo que sintiera ganas de reír—. Que se vayan todos a los siete infiernos. Que le den por culo a Harma. Que le den por culo a Mance Rayder. Que le den por culo a Smallwood; dijo que no llegarían aquí antes de...
Uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuooooooooooooooooooooo.
El sonido siguió y siguió, hasta que pareció que no iba a terminar nunca. Los cuervos aleteaban, graznaban, revoloteaban dentro de sus jaulas y chocaban contra los barrotes, y por todo el campamento se levantaban los hermanos de la Guardia de la Noche, se ponían las armaduras, se ceñían los cinturones de los que colgaban las espadas y echaban mano a los arcos y hachas de batalla. Samwell Tarly estaba de pie, temblando, con el rostro del mismo color de la nieve que se arremolinaba en torno a ellos.
—Tres —chilló, dirigiéndose a Chett—, han sido tres, he oído tres. No han tocado tres nunca. Jamás, en miles y miles de años. Tres significa...
—Los Otros.
Chett emitió un sonido a medio camino entre una risa y un sollozo, y de repente, la ropa interior se le mojó; sintió cómo la orina le corría piernas abajo y vio el vapor que subía de la parte delantera de sus calzones.
Jaime
Un soplo de viento del este, tan suave y fragante como los dedos de Cersei, le revolvió el cabello enmarañado. Oía el canto de los pájaros y veía el río que fluía bajo la nave, mientras el impulso de los remos los llevaba hacia la pálida aurora rosada. Después de tanto tiempo en la oscuridad, el mundo era tan hermoso que Jaime Lannister se sintió mareado.
«Estoy vivo y ebrio de luz del sol.» Una carcajada se le escapó de los labios, súbita como una codorniz espantada de su escondite.
—Silencio —refunfuñó la mujer, con el ceño fruncido.
Aquel gesto era más propio de su rostro ancho y basto que la sonrisa, aunque Jaime no la había visto sonreír nunca. Se entretuvo imaginándosela con una de las túnicas de seda de Cersei, en lugar de su justillo de cuero acolchado. «Sería lo mismo vestir de seda a una vaca que a esta mujer.»
Pero la vaca remaba bien. Bajo sus calzones pardos de tela basta había pantorrillas como troncos, y los largos músculos de los brazos se le flexionaban y tensaban con cada movimiento de los remos. Después de pasar remando la mitad de la noche, la moza no mostraba síntomas de cansancio, cosa que no podía decirse de Ser Cleos, su primo, que llevaba el otro remo. «Tiene el aspecto de una moza campesina, aunque habla como si fuera de noble cuna y lleva espada larga y puñal. Pero... ¿sabrá usarlos?» Jaime tenía la intención de averiguarlo tan pronto como pudiera liberarse de aquellos grilletes.
Llevaba esposas de hierro en las muñecas, y grilletes en los tobillos, unidos por una pesada cadena de un par de palmos de largo.
—Cualquiera diría que no os basta mi palabra de Lannister —bromeó mientras lo encadenaban.
En aquel momento estaba muy borracho gracias a Catelyn Stark. Solo recordaba fragmentos sueltos de su huida de Aguasdulces. Habían tenido algunos problemas con el carcelero, pero la moza se había impuesto. Después, habían subido por una escalera interminable, dando vueltas y más vueltas. Jaime sentía las piernas tan endebles como la hierba, y tropezó dos o tres veces antes de que la moza le ofreciera el brazo como apoyo. En algún momento le pusieron una capa de viaje y lo echaron al fondo de un esquife. Recordó oír como Lady Catelyn le ordenaba a alguien que levantara la rejilla de la Puerta del Agua. Declaró, en tono que no admitía discusiones, que enviaba a Ser Cleos Frey de vuelta a Desembarco del Rey con nuevas condiciones para la Reina.
En aquel momento debió de quedarse dormido. El vino le había dado sueño, y era una delicia estirarse, un lujo que las cadenas del calabozo no le habían permitido. Hacía mucho tiempo que Jaime había aprendido a echar una cabezada sobre la silla de montar durante la marcha; aquello no resultaba más duro.
«Tyrion se va morir de risa cuando le cuente cómo me quedé dormido durante mi propia fuga.» Pero ya estaba despierto, y los grilletes le resultaban un poco molestos.
—Mi señora —dijo en voz alta—, si me quitáis estas cadenas, haré vuestro turno con los remos.
Ella frunció de nuevo aquel rostro, todo dientes de caballo y suspicacia.
—Llevaréis las cadenas, Matarreyes.
—¿Creéis que vais a poder remar todo el trayecto hasta Desembarco del Rey, moza?
—Me llamaréis Brienne. No moza.
—Y yo me llamo Ser Jaime. No Matarreyes.
—¿Negáis que habéis matado a un rey?
—No. ¿Negáis vuestro sexo? Si es así, quitaos los calzones y demostrádmelo. —Le dedicó una sonrisa inocente—. Os pediría que os abrierais la blusa, pero a juzgar por vuestro aspecto, eso no demostraría gran cosa.
—Primo, sé más cortés —lo increpó Ser Cleos, mirándolo molesto.
«Este tiene poca sangre Lannister.» Cleos era hijo de su tía Genna y de aquel idiota de Emmon Frey, que había vivido aterrorizado por Lord Tywin Lannister desde el día en que se casó con su hermana. Cuando Lord Walder Frey llevó a Los Gemelos a la guerra en el bando de Aguasdulces, Ser Emmon había preferido mantenerse fiel a su esposa antes que a su padre. «Roca Casterly se quedó con la peor parte en aquel trato», reflexionó Jaime. Ser Cleos parecía una comadreja, combatía como un ganso y tenía el coraje de una oveja particularmente valiente. Lady Stark había prometido liberarlo si le entregaba aquel mensaje a Tyrion, y Ser Cleos había jurado con toda solemnidad que lo haría.
Todos habían negociado en aquella celda y habían hecho juramentos, Jaime más que nadie. Aquel era el precio que ponía Lady Catelyn para liberarlo. Le puso en el cuello la punta de la espada larga de la moza.
—Jura —exigió— que nunca más empuñarás las armas contra los Stark o los Tully. Jura que obligarás a tu hermano a honrar su juramento de devolverme a mis hijas sanas y salvas. Júralo por tu honor de caballero, por tu honor de Lannister, por tu honor como Hermano Juramentado de la Guardia Real. Júralo por la vida de tu hermana, la de tu padre, la de tu hijo, por los dioses antiguos y los nuevos, y te mandaré de vuelta con tu hermana. Niégate, y veré manar tu sangre.
Recordó el pinchazo del acero a través de los harapos cuando ella hizo girar la punta de la espada.
«Me pregunto qué opinará el Septón Supremo sobre la inviolabilidad de los juramentos hechos cuando uno está totalmente borracho, encadenado a una pared y con una espada en el pecho.» No se trataba de que Jaime se preocupara de veras por aquel fraude flagrante ni por los dioses a los que decía adorar. Recordaba el balde que Lady Catelyn había pateado en su celda. Extraña mujer, que confiaba sus hijas a un hombre cuyo honor era pura mierda. Aunque, en realidad, no depositaba mucha confianza en él. «Pone todas sus esperanzas en Tyrion, no en mí.»
—Quizá no sea tan estúpida al fin y al cabo —dijo en voz alta.
Su celadora lo entendió mal.
—No soy estúpida. Ni sorda.
Fue cortés; burlarse de ella en esas circunstancias era tan fácil que no suponía ninguna diversión.
—Hablaba para mis adentros y no estaba pensando en vos. Es un hábito que se adquiere con facilidad en una celda.
Ella lo miró con el ceño fruncido, mientras llevaba los remos adelante y atrás, y de nuevo adelante, sin decir nada.
«Tiene tanta facilidad de palabra como belleza en el rostro.»
—Por tu forma de hablar, colijo que eres de noble cuna.
—Mi padre es Selwyn de Tarth, señor del Castillo del Atardecer por la gracia de los dioses.
Hasta aquella respuesta le fue dada de mala gana.
—Tarth —dijo Jaime—. Una enorme roca lúgubre en el mar Angosto, si mal no recuerdo. Y ha jurado fidelidad a Bastión de Tormentas. ¿Por qué sirves a Robb de Invernalia?
—A quien sirvo es a Lady Catelyn. Y ella me dio la orden de llevaros sano y salvo a Desembarco del Rey con vuestro hermano Tyrion, no de gastar palabras con vos. Manteneos en silencio.
—He tenido un hartazgo de silencio, mujer.
—Hablad entonces con Ser Cleos. No desperdicio palabras con monstruos.
—¿Hay monstruos por aquí? —Jaime soltó una carcajada estrepitosa—. ¿Se esconden quizá bajo las aguas? ¿O entre esos sauces? ¡Y yo sin mi espada!
—Un hombre que viola a su hermana, asesina a su rey y empuja a la muerte a un niño inocente no se merece otro nombre.
«¿Inocente? El crío del demonio nos estaba espiando.» Todo lo que Jaime había deseado era una hora a solas con Cersei. El viaje de ambos al norte había sido un tormento prolongado; la veía todos los días sin posibilidad de tocarla, y sabía que Robert caía borracho en la cama de ella cada noche, dentro de aquella chirriante casa con ruedas. Tyrion había hecho todo lo posible para mantenerlo de buen humor, pero no había bastado.
—Tendréis que ser más cortés en lo que respecta a Cersei, moza —le advirtió.
—Me llamo Brienne, no moza.
—¿Y qué os importa cómo os llame un monstruo?
—Me llamo Brienne —repitió ella, terca como una mula.
—¿Lady Brienne? —La moza hizo tal mueca de incomodidad que Jaime percibió un punto débil—. ¿O tal vez os gustaría más que os llamara Ser Brienne? —Se echó a reír—. No, me temo que no. Se puede equipar una vaca lechera con ataharre, capizana y testera, y cubrirla con un manto de seda, pero eso no significa que se pueda montar para ir a la batalla.
—Primo Jaime, por favor, no debes hablar con tanta rudeza. —Bajo la capa, Ser Cleos llevaba un chaleco con las torres gemelas de la Casa Frey y el león dorado de los Lannister—. Tenemos un largo viaje por delante; no debemos pelear entre nosotros.
—Cuando yo peleo, lo hago con una espada, primo. Estaba conversando con la dama. Decidme, moza, ¿todas las mujeres de Tarth son tan bastas como vos? Si es así, siento lástima por los hombres. Quizá no sepan cómo es una mujer de verdad, pues viven en una montaña lúgubre en el mar.
—Tarth es hermoso —gruñó la mujer, entre golpes de remo—. La llaman la Isla Zafiro. Callad de una vez, monstruo, a no ser que queráis que os amordace.
—¿A ella no le dices que sea más cortés, primo? —le preguntó Jaime a Ser Cleos—. Aunque la verdad es que tiene mucho valor, de eso no cabe duda. No son muchos los hombres que se atreven a llamarme monstruo a la cara.
«Aunque a mis espaldas hablan con toda libertad, eso no lo dudo.»
Ser Cleos soltó una tosecita nerviosa.
—Lady Brienne ha oído todas esas mentiras de boca de Catelyn Stark, sin duda. Los Stark no pueden derrotarte con la espada, y por eso ahora hacen la guerra con palabras ponzoñosas.
«Ya me han derrotado con la espada, cretino sin carácter. —Jaime le dedicó una sonrisa cómplice. Los hombres leen cualquier cosa en una sonrisa de complicidad, siempre que se les permita—. ¿Se habrá tragado el primo Cleos todo este montón de mierda, o está intentando congraciarse? ¿Qué tenemos aquí? ¿Un cabeza de chorlito sincero o un lameculos?»
—Cualquiera que crea —seguía Ser Cleos, con su cháchara sin sentido— que un Hermano Juramentado de la Guardia Real le haría daño a un niño, no sabe qué es el honor.
«Lameculos.» A decir verdad, Jaime había llegado a lamentar el haber arrojado a Brandon Stark por aquella ventana. Más tarde, cuando el niño se había negado a morir, Cersei no había dejado de reprochárselo.
—Tenía siete años, Jaime —le echaba en cara—. Aunque hubiera entendido lo que vio, lo habríamos podido asustar para que se callara.
—No pensé que quisieras...
—Tú nunca piensas. Si el niño despierta y le dice a su padre lo que vio...
—Si, si, si... —La había hecho sentarse en su regazo—. Si despierta, diremos que estaba soñando o que es un mentiroso, y en el peor de los casos, mataré a Ned Stark.
—¿Y qué crees que haría Robert?
—Que Robert haga lo que quiera. Si es necesario, iré a la guerra contra él. Los bardos la cantarán como «La guerra por el coño de Cersei».
—Suéltame, Jaime. —Enojada, se debatió para ponerse en pie.
En lugar de soltarla, la había besado. Ella se resistió un momento, pero a continuación entreabrió la boca bajo la presión. Él recordaba el sabor de su lengua, a vino y clavo de olor. Ella tembló. La mano de él bajó a la blusa y, de un tirón, rasgó la seda hasta liberarle los pechos, y durante un rato se olvidaron del niño de los Stark.
¿Se habría preocupado Cersei por lo del niño con posterioridad y habría pagado al hombre del que hablara Lady Catelyn para asegurarse de que no despertara nunca?
«Si lo hubiera querido ver muerto, me habría enviado a mí. Y no es propio de ella contratar a un matón que convirtió un asesinato en un desastre de primera.»
Río abajo, el sol naciente hacía brillar la superficie del agua azotada por el viento. La ribera sur era de arcilla roja, lisa como un camino. Pequeños torrentes alimentaban la corriente principal, y los troncos podridos de árboles hundidos parecían aferrarse a las orillas. La ribera norte era más agreste. Altos acantilados de roca se elevaban diez varas por encima de sus cabezas, coronados por hayas, robles y castaños. Jaime distinguió una atalaya en los cerros que tenían por delante y que crecían a cada golpe de remo. Mucho antes de que llegaran a su altura comprendió que estaba abandonada, con las gastadas piedras cubiertas por rosales trepadores.
Cuando el viento cambió de dirección, Ser Cleos ayudó a la moza a izar la vela, un triángulo rígido de lona a rayas rojas y azules. Los colores de Tully; seguro que tendrían contratiempos si se tropezaban en el río con fuerzas de los Lannister, pero era la única vela con la que contaban. Brienne agarró el timón. Jaime echó fuera la orza de deriva mientras sus cadenas tintineaban con cada uno de sus movimientos. Al momento, la velocidad de la nave aumentó, pues el viento y la corriente favorecían su avance.
—Podríamos ahorrarnos buena parte del viaje si me llevarais con mi padre en lugar de con mi hermano —apuntó.
—Las hijas de Lady Catelyn están en Desembarco del Rey. Volveré con las niñas o no volveré.
—Primo, préstame tu cuchillo —dijo Jaime al tiempo que se volvía hacia Ser Cleos.
—No. —La mujer se puso tensa—. No permitiré que tengáis un arma. —Su voz era tan inconmovible como la roca.
«Me teme, aunque lleve grilletes.»
—Cleos, me parece que tendré que pedirte que me afeites. Déjame la barba, pero rápame la cabeza.
—¿Te afeito la cabeza? —preguntó Cleos Frey.
—En el reino se conoce a Jaime Lannister como un caballero sin barba, de melena dorada. Un hombre calvo con barba amarilla sucia no llamará la atención de nadie. Prefiero que no me reconozcan cuando llevo cadenas.
El puñal no estaba tan afilado como habría sido conveniente. Cleos se abrió paso a tajos valientemente por la maraña de pelo. Los rizos dorados que tiraba por la borda flotaban sobre la superficie del agua y se quedaban cada vez más a popa. Cuando los mechones desaparecieron, un piojo comenzó a descenderle por el cuello. Jaime lo atrapó y lo aplastó con las uñas de los pulgares. Ser Cleos le retiró algunos más del cuero cabelludo y los lanzó al agua. Jaime se remojó la cabeza e hizo que Ser Cleos afilara la hoja antes de permitirle afeitar los últimos restos de pelo. Cuando terminó, hizo que le recortara la barba.
El reflejo en el agua era el de un hombre al que no conocía. No solo estaba calvo, sino que además parecía haber envejecido cinco años en aquella mazmorra; tenía el rostro más afilado, con los ojos muy hundidos y arrugas que no recordaba.
«Así no me parezco tanto a Cersei. No le va a hacer ninguna gracia.»
Hacia mediodía, Ser Cleos se quedó dormido. Sus ronquidos sonaban como la llamada de los patos en celo. Jaime se estiró para ver cómo el mundo fluía a su alrededor; después de la oscura celda, cada roca y cada árbol eran una maravilla.
Vio pasar varias chozas pequeñas, erigidas sobre altos troncos que les daban aspecto de grullas. No había ni rastro de la gente que vivía en ellas. Los pájaros volaban por encima de sus cabezas o piaban desde los árboles que crecían a lo largo de la ribera, y Jaime distinguió un pez plateado que cortaba el agua.
«La trucha de los Tully, mal presagio», pensó, hasta que vio algo peor: uno de los troncos flotantes que pasaban a su lado resultó ser un hombre muerto, hinchado y desangrado, con ropas del inconfundible carmesí de los Lannister. Se preguntó si el cadáver sería el de alguien a quien hubiera conocido.
Las forcas del Tridente eran la vía más fácil para transportar mercancías o personas por las tierras ribereñas. En tiempos de paz se habrían tropezado con pescadores en sus esquifes, barcazas de grano impulsadas con pértigas que iban corriente abajo, mercaderes que vendían agujas y retales desde sus tiendas flotantes, quizá incluso una barca de actores, pintada de colores vivos, con velas multicolores, siempre río arriba, de aldea en aldea y de castillo en castillo.
Pero la guerra se había cobrado un alto precio. Dejaron atrás aldeas, pero no vieron aldeanos. Una red vacía, cortada y hecha jirones, colgaba de unos árboles como único indicio de que hubiera habido pescadores. Una chica joven que abrevaba a su caballo desapareció a toda prisa tan pronto como divisó su vela. Más tarde pasaron ante una docena de campesinos que cavaban en un campo al pie de los restos de una torre calcinada. Los hombres los miraron con ojos apagados y retornaron a sus labores cuando llegaron a la conclusión de que el esquife no era una amenaza.
El Forca Roja era ancho y lento, un río sinuoso lleno de curvas y meandros, con isletas cubiertas de vegetación, interrumpido a menudo por bancos de arena y con tocones que asomaban apenas de la superficie del agua. Sin embargo, Brienne parecía tener una vista muy aguda para los obstáculos, y siempre encontraba un paso. Cuando Jaime le dedicó un cumplido por su conocimiento del río, ella lo miró con suspicacia.
—No conozco el río —dijo—. Tarth es una isla, y aprendí a manejar los remos y las velas antes que a montar a caballo.
—Dioses, me duelen los brazos —se quejó Ser Cleos mientras se sentaba y se frotaba los ojos—. Espero que el viento dure bastante. —Olfateó el aire—. Huelo a lluvia.
A Jaime le apetecía un buen chaparrón. Las mazmorras de Aguasdulces no eran el lugar más pulcro de los Siete Reinos. En aquel momento debía de oler a queso podrido.
—Humo —dijo Cleos mirando río abajo con los ojos entrecerrados.
Una delgada columna gris se retorcía en la distancia. Se elevaba al sur, a varias leguas, en la ribera izquierda, girando y oscilando. Conforme se acercaron, Jaime pudo distinguir en su base los restos aún ardientes de una gran edificación y un roble lleno de mujeres muertas.
Los cuervos apenas habían comenzado a picotear los cadáveres. Las cuerdas finas se clavaban profundamente en la carne blanda de los cuellos, y cuando soplaba el viento, los cuerpos giraban y se balanceaban.
—Esto es una villanía —dijo Brienne cuando estuvieron suficientemente cerca para verlo todo con claridad—. Ningún auténtico caballero habría aprobado esa carnicería.
—Los auténticos caballeros ven cosas peores cada vez que van a la guerra, moza —dijo Jaime—. Y hacen cosas peores, ya lo creo.
Brienne hizo girar la embarcación hacia la orilla.
—No dejaré que ningún inocente sea pasto de los cuervos.
—Sois una moza desalmada. Los cuervos también tienen que comer. Regresa al río y deja en paz a los muertos, mujer.
Atracaron un poco más adelante de donde el gran roble se inclinaba sobre las aguas. Mientras Brienne arriaba la vela, Jaime salió del esquife, moviéndose con dificultad a causa de las cadenas. El agua del Forca Roja le llenaba las botas y lo empapaba a través de los calzones harapientos. Entre risas, cayó de rodillas, sumergió la cabeza en el agua y se levantó, empapado y chorreando. Tenía las manos sucísimas, y cuando se las frotó en la corriente hasta dejarlas limpias, las vio más delgadas y pálidas de lo que recordaba. Cuando se incorporó, sintió las piernas rígidas e inestables.
«He pasado demasiado tiempo en la maldita mazmorra de Hoster Tully.»
Brienne y Cleos arrastraron el esquife hasta la orilla. Los cuerpos colgaban por encima de sus cabezas, como fruta podrida que la muerte había madurado en exceso.
—Uno de nosotros tendrá que cortar las cuerdas —dijo la moza.
—Yo subiré. —Jaime salió a la orilla, tintineando—. Quitadme las cadenas.
La moza miraba hacia arriba, a una de las mujeres muertas. Jaime se le acercó, a pasitos cortos, los únicos que permitía aquella cadena de un par de palmos. Cuando vio el tosco letrero que colgaba del cuello del cadáver más alto, sonrió.
«Se acuestan con leones», leyó para sí.
—Es bien cierto, mujer, no ha sido una acción nada caballeresca... Pero la ha protagonizado vuestro bando, no el mío. ¿Quiénes serían estas mujeres?
—Mozas de taberna —dijo Ser Cleos Frey—. Esto era una posada, ahora me acuerdo. Varios hombres de mi escolta pasaron la noche aquí la última vez que fuimos a Aguasdulces.
Del edificio quedaban solo los cimientos de piedra y un caos de vigas caídas, totalmente carbonizadas. De las cenizas todavía salía humo.
Jaime dejaba los burdeles y las putas para su hermano Tyrion. Cersei era la única mujer que había deseado en su vida.
—Al parecer, las chicas complacieron a algunos soldados de mi señor padre. Quizá les dieron de comer y de beber. Así se ganaron su collar de traidoras: con un beso y una jarra de cerveza. —Examinó el río, arriba y abajo, para cerciorarse de que estaban solos—. Estas tierras son de los Bracken. Lord Jonos debe de haber dado la orden de que las mataran. Mi padre quemó su castillo; me temo que no nos tendrá mucho cariño.
—Debe de ser un trabajito de Marq Piper —dijo Ser Cleos—. O de Beric Dondarrion, ese bandido del bosque, aunque he oído que solo mata a soldados. ¿No sería una banda de norteños de Roose Bolton?
—Mi padre derrotó a Bolton en el Forca Verde.
—Pero no lo eliminó —dijo Ser Cleos—. Regresó al sur cuando Lord Tywin marchó contra los vados. En Aguasdulces se contaba que le había arrebatado Harrenhal a Ser Amory Lorch.
A Jaime no terminaba de gustarle el cariz que estaba tomando aquello.
—Brienne —dijo, apelando a la cortesía del nombre con la esperanza de que lo escuchara—, si Lord Bolton domina Harrenhal, lo más probable es que el Tridente y el camino Real estén vigilados.
Creyó ver un atisbo de vacilación en los enormes ojos azules de la moza.
—Estáis bajo mi protección. Tendrán que matarme.
—No creo que eso les suponga un problema de conciencia.
—Peleo tan bien como vos —dijo ella, a la defensiva—. Yo estaba entre los siete elegidos del rey Renly. Me puso personalmente la seda a rayas de la Guardia Arcoiris.
—¿La Guardia Arcoiris? Vos y otras seis chicas, ¿no? Un bardo dijo en cierta ocasión que todas las chicas parecen bellas cuando se visten de seda... pero no os conocía, ¿verdad?
El rostro de la mujer enrojeció.
—Tenemos tumbas que cavar. —Caminó hacia el roble y comenzó a trepar.
Las ramas más bajas del árbol eran lo bastante grandes para que pudiera ponerse de pie sobre ellas mientras se abrazaba al tronco. Caminó entre las hojas con el puñal en la mano mientras liberaba los cadáveres. Los cuerpos cayeron, rodeados por enjambres de moscas; con cada uno que dejaba caer, el hedor aumentaba.
—Es tomarse demasiado trabajo por unas putas —se quejó Ser Cleos—. ¿Con qué se supone que vamos a cavar? No tenemos palas, y no pienso usar mi espada ni...
Brienne lanzó un grito. En lugar de bajar por el tronco, se dejó caer.
—Al bote. Deprisa. He visto una vela.
Se apresuraron todo lo que les fue posible, aunque Jaime apenas podía correr, y su primo tuvo que tirar de él para meterlo en el esquife. Brienne se impulsó con un remo e izó la vela a toda velocidad.
—Ser Cleos, necesito que reméis conmigo.
Hizo lo que le ordenaban. El esquife comenzó a cortar el agua con más celeridad; la corriente, el viento y los remos trabajaban en su favor. Jaime permanecía sentado y encadenado mirando río arriba. Lo único que se divisaba era el extremo superior de la otra vela. Según las curvas del Forca Roja, parecía estar más allá de los campos, moviéndose hacia el norte tras una muralla de árboles, mientras que ellos iban hacia el sur, pero sabía que se trataba de una sensación engañosa. Levantó ambas manos para protegerse los ojos.
—Rojo cieno y azul aguado —anunció.
Brienne abría y cerraba la enorme boca sin emitir sonido alguno, lo que le daba el aspecto de una vaca rumiando el pasto.
—Más deprisa, ser.
La posada desapareció pronto a sus espaldas, y también perdieron de vista la punta de la vela, pero aquello no quería decir nada. Cuando los perseguidores dieran la vuelta al recodo, se harían visibles de nuevo.
—Es de esperar que los caballerosos Tully se detengan a enterrar a las putas muertas.
A Jaime, la perspectiva de volver a su celda no le resultaba atractiva.
«Seguro que a Tyrion se le ocurriría algo genial en este momento, pero a mí lo único que se me ocurre es atacarlos con una espada.»
Durante casi una hora jugaron al escondite con los perseguidores, mientras se deslizaban por los recodos o entre isletas frondosas. Y cuando comenzaban a tener esperanzas de que, de alguna manera, habían logrado eludir la persecución, la vela distante volvió a hacerse visible. Ser Cleos dejó de remar.
—Que los Otros se los lleven —dijo, secándose el sudor de la frente.
—¡Remad! —ordenó Brienne.
—Lo que nos persigue es una galera fluvial —anunció Jaime después de escudriñar un rato. A cada golpe de remo parecía hacerse más grande—. Nueve remos a cada lado, lo que quiere decir dieciocho hombres. Más, si llevan soldados además de remeros. Y su vela es más grande que la nuestra. No podemos escapar.
—¿Has dicho dieciocho? —preguntó Ser Cleos, se había quedado paralizado con el remo en la mano.
—Seis para cada uno de nosotros. Yo me encargaría de ocho, pero estos brazaletes me molestan un poco. —Jaime levantó las muñecas—. A no ser que Lady Brienne tenga la bondad de quitármelos.
Ella no le prestó atención y puso todo su esfuerzo en bogar.
—Teníamos media noche de ventaja sobre ellos —dijo Jaime—. Han estado remando desde el amanecer, dejando descansar dos remos por turno. Deben de estar agotados. En este momento, la vista de nuestra vela les ha dado nuevos ánimos, pero no les durarán. No tendremos problemas para matar a muchos de ellos.
—Pero... —Ser Cleos tragó en seco—. Son dieciocho.
—Por lo menos. Lo más probable es que sean veinte o veinticinco.
—No podemos derrotar a dieciocho —gimió Ser Cleos.
—¿Acaso dije que los derrotaríamos? Lo mejor que nos puede pasar es morir con la espada en la mano.
Era totalmente sincero. Jaime Lannister no había temido nunca a la muerte.
Brienne dejó de remar. El sudor le había pegado en la frente algunos mechones color lino, y con la cara que ponía estaba más fea que nunca.
—Estáis bajo mi protección —dijo, con la voz tan iracunda que era casi un rugido.
Ante tanta ferocidad, Jaime no tuvo más remedio que echarse a reír.
«Es como un mastín con tetas —pensó—. O lo sería, de tener tetas.»
—Entonces protegedme, moza. O liberadme para que pueda protegerme a mí mismo.
La galera, una gran libélula de madera, se deslizaba a toda velocidad río abajo. El agua, a su alrededor, se tornaba blanca ante la furia de los remos. Acortaba distancias de manera visible y, a medida que se aproximaba, los hombres se agrupaban en la cubierta de proa. En las manos se les veían destellos metálicos, y Jaime alcanzó a distinguir los arcos.
«Arqueros.» Detestaba a los arqueros.
En la proa de la galera se hallaba de pie un hombre robusto de cabeza calva, cejas muy pobladas y brazos musculosos. Sobre la cota llevaba un jubón blanco manchado, con un sauce llorón bordado en verde claro, pero se sujetaba la capa con un broche en forma de trucha plateada.
«El capitán de la guardia de Aguasdulces.» En su día, Ser Robin Ryger había sido un luchador de notable tenacidad, pero su tiempo había pasado: tenía la misma edad que Hoster Tully y había envejecido junto a su señor.
Cuando los botes estaban a cincuenta varas de distancia, Jaime ahuecó las manos en torno a la boca para que se le oyera mejor.
—¿Venís a desearme buenos vientos, Ser Robin?
—Vengo a llevarte de vuelta, Matarreyes —vociferó a su vez Ser Robin Ryger—. ¿Cómo has perdido tu cabellera dorada?
—Espero cegar a mis enemigos con el brillo de mi calva. Con vos ha funcionado bastante bien.
Ser Robin no parecía divertido. La distancia entre el esquife y la galera había disminuido a cuarenta varas.
—Soltad los remos y tirad vuestras armas al río, y nadie resultará herido.
—Jaime, dile que nos ha liberado Lady Catelyn... —dijo Ser Cleos volviéndose—. Un intercambio de prisioneros, algo permitido por la ley...
Jaime lo dijo, pero no sirvió de nada.
—Catelyn Stark no manda en Aguasdulces —gritó Ser Robin en respuesta. Cuatro arqueros formaron a cada uno de sus lados, dos de pie y dos de rodillas—. Tirad vuestras espadas al agua.
—No tengo espada —replicó Jaime—, pero si la tuviera, te la clavaría en las tripas y les rebanaría las pelotas a esos cuatro cobardes.
Le respondieron con varios flechazos. Uno se clavó en el mástil, otros dos atravesaron la vela y el cuarto pasó a un palmo de Jaime.
Otro de los anchos recodos del Forca Roja apareció delante de ellos. Brienne ladeó el esquife en la curva. La verga osciló cuando giraron, y la vela chasqueó al llenarse de viento. Había una isla grande en mitad de la corriente; el canal principal iba por su derecha. A la izquierda había un atajo que pasaba entre la isla y los altos acantilados de la ribera norte. Brienne movió el timón, y el esquife viró a la izquierda, con la vela tremolando. Jaime le observó los ojos.
«Ojos bonitos y serenos —pensó. Sabía interpretar la mirada de una persona, y sabía qué aspecto tenía el miedo—. Está llena de decisión, no de desesperación.»
A unas treinta varas por detrás de ellos, la galera entraba en el recodo.
—Ser Cleos, tomad el timón —ordenó la moza—. Matarreyes, coged un remo y mantenednos lejos de las rocas.
—Como ordene mi señora.
Un remo no era una espada, pero la pala podía romperle la cara a un hombre si el golpe llevaba suficiente impulso, y la caña serviría para detener una estocada.
Ser Cleos puso el remo en la mano de Jaime y se trasladó a popa. Cruzaron la punta de la isla y giraron bruscamente hacia el atajo, salpicando la pared del risco cuando el bote se inclinó. La isla estaba cubierta por un denso bosque, una maraña de sauces, robles y altos pinos cuyas sombras oscuras se proyectaban sobre la corriente y escondían los escollos y los troncos podridos de árboles hundidos. A babor, el risco se alzaba abrupto y rocoso, y al pie de este, el río cubría con una espuma blanca los peñones y trozos de roca que habían caído al agua.
Pasaron de la luz solar a la sombra, escondidos de la vista de la galera por el muro de vegetación que formaban los árboles y por el peñón pardo grisáceo.
«Un respiro momentáneo ante las flechas», pensó Jaime, empujando para apartarse de una roca casi sumergida.
El esquife se sacudió. Oyó algo que caía al río, y cuando miró a su alrededor, Brienne no estaba. Un instante después la vio salir del agua en la base del peñasco. Atravesó un charco poco profundo, trepó por unas rocas y comenzó a ascender. Ser Cleos, boquiabierto, la miraba con los ojos como platos.
«Idiota», pensó Jaime.
—Olvídate de la moza —le dijo a su primo—. Ocúpate del timón.
Podían ver la vela que se movía al otro lado de los árboles. La galera fluvial apareció a la entrada del atajo, a unas veinticinco varas por detrás de ellos. Su proa osciló bruscamente cuando la nave giró, y volaron cinco o seis flechas, pero todas cayeron lejos. El movimiento de las dos naves les causaba dificultades a los arqueros, pero Jaime era consciente de que muy pronto aprenderían a compensarlo. Brienne estaba a medio camino en la cara del acantilado, subiendo de asidero en asidero.
«Seguro que Ryger la verá y hará que los arqueros la derriben.»
—Ser Robin, ¡escuchadme un momento! —gritó Jaime; había decidido ver si el orgullo del anciano lo hacía quedar como un imbécil.
Ser Robin levantó una mano, y sus arqueros bajaron los arcos.
—Di lo que quieras, Matarreyes, pero dilo deprisa.
El esquife pasó por encima de varios trozos de piedra en el momento en que Jaime respondía.
—Sé de una forma mejor para resolver esto: un combate singular. Vos contra mí.
—No nací ayer, Lannister.
—No, pero lo más probable es que muráis esta tarde. —Jaime levantó las manos, para que el otro pudiera ver las cadenas—. Pelearé contra vos encadenado. ¿De qué tenéis miedo?
—De ti, no. Si de mí dependiera, eso es lo que más me gustaría, pero he recibido la orden de llevarte de vuelta, vivo si es posible. Arqueros —ordenó—. Colocad. Tensad. Dis...
El blanco estaba a menos de veinte varas. Difícilmente podrían haber errado, pero cuando levantaban los arcos largos, una lluvia de piedras se abatió en torno a ellos. Cayeron piedras pequeñas que rebotaban en cubierta, les golpeaban los yelmos y salpicaban al caer al agua a ambos lados de la proa. Los más listos levantaron la vista en el momento en que una roca del tamaño de una vaca se separó de la cima del peñón. Ser Robin lanzó un grito de desesperación. La piedra se precipitó por el aire, golpeó la cara del peñón, se partió en dos y les cayó encima. El trozo mayor partió el mástil, rajó la vela, echó a dos arqueros al río y destrozó la pierna de un remero cuando se inclinaba sobre su remo. La rapidez con que la galera comenzó a hacer agua hacía pensar que el trozo más pequeño había atravesado el casco directamente. Los gritos de los remeros despertaban ecos en el peñón mientras los arqueros manoteaban como locos en el agua; por la manera en que se movían, era obvio que ninguno de ellos sabía nadar. Jaime se echó a reír.
Cuando salieron del atajo, la galera se iba a pique entre remolinos y escollos, y Jaime Lannister llegó a la conclusión de que los dioses eran bondadosos. A Ser Robin y a sus tres veces malditos arqueros les esperaba una larga caminata, mojados, de regreso a Aguasdulces, y él se había librado de la fea moza.
«Yo mismo no lo habría planeado mejor. Cuando me libre de estos grilletes...»
Ser Cleos soltó un grito. Cuando Jaime levantó la vista, Brienne avanzaba por la cima del acantilado, muy por delante del esquife, tras atajar por un saliente mientras ellos seguían el recodo del río. Saltó desde la roca y casi resultó elegante al zambullirse. Habría sido poco caballeroso esperar que se destrozara la cabeza contra una piedra. Ser Cleos viró el esquife hacia ella. Por suerte, Jaime aún tenía el remo.
«Un buen golpe cuando intente subir a bordo y me libraré de ella.»
Sin embargo, lo que hizo fue tenderle el remo por encima del agua. Brienne lo agarró, y Jaime tiró de ella y la ayudó a subir al esquife. El pelo le chorreaba agua, al igual que la ropa, y formaba un charco en la embarcación.
«Mojada es más fea todavía. ¿Quién lo habría creído posible?»
—Sois una moza de lo más estúpida —le dijo—. Podríamos habernos ido sin vos. Supongo que esperáis que os dé las gracias.
—No necesito tu gratitud, Matarreyes. Juré que te llevaría sano y salvo a Desembarco del Rey.
—¿Y de veras pretendéis cumplir ese juramento? —Jaime le dedicó su más luminosa sonrisa—. Eso sí que es un milagro.
Catelyn
Ser Desmond Grell había servido a la Casa Tully durante toda su vida. Cuando Catelyn nació, era escudero; cuando ella aprendía a caminar, a montar y a nadar, era caballero; y el día en que se casó, era maestro de armas. Había visto a la pequeña Cat de Lord Hoster convertirse en una joven, en la dama de un gran señor, en la madre de un rey...
«Y ahora también me ha visto convertirme en una traidora.»
Cuando se fue a la guerra, su hermano Edmure había nombrado a Ser Desmond castellano de Aguasdulces, por lo que le correspondía a él castigar su crimen. Para aliviar su incomodidad, había llevado consigo al mayordomo de Lord Hoster, el adusto Utherydes Wayn. Los dos hombres, de pie, la miraban; Ser Desmond, fornido, ruborizado y avergonzado; Utherydes, esquelético, adusto y melancólico. Cada uno esperaba que el otro comenzara a hablar.
«Han consagrado sus vidas al servicio de mi padre y se lo he pagado con la deshonra», pensó Catelyn con fatiga.
—Vuestros hijos... —dijo por fin Ser Desmond—. El maestre Vyman nos lo ha contado. Los pobres. Es espantoso, espantoso. Pero...
—Compartimos vuestra pena, mi señora —dijo Utherydes Wayn—. Todo Aguasdulces está de luto con vos, pero...
—La noticia debe de haberos vuelto loca —intervino Ser Desmond—. La locura del dolor, la locura de una madre. Los hombres lo entenderán. Vos no sabíais...
—Lo sabía —dijo Catelyn con firmeza—. Entendía qué estaba haciendo y sabía que era traición. Si no me castigáis, los hombres creerán que hemos estado en connivencia para liberar a Jaime Lannister. Soy la única responsable de este acto, y solo yo debo responder por él. Ponedme los grilletes que ha dejado libres el Matarreyes y los llevaré con orgullo, si así es como debe ser.
—¿Grilletes? —El mero sonido de la palabra bastaba para estremecer al pobre Ser Desmond—. ¿A la madre del Rey? ¿A la hija de mi señor? Imposible.
—Podría ser —intervino el mayordomo Utherydes Wayn— que mi señora consintiera en quedar confinada a sus habitaciones hasta el regreso de Ser Edmure. Un tiempo a solas para rezar por sus hijos asesinados.
—Confinada, sí —dijo Ser Desmond—. Confinada en una celda en la torre, con eso bastará.
—Si he de estar confinada, que sea en los aposentos de mi padre, para que pueda confortarlo en sus últimos días.
—Muy bien —aceptó Ser Desmond tras meditarlo un instante—. No careceréis de comodidades y se os tratará con cortesía, pero se os prohíbe recorrer el castillo. Visitad el septo cuando queráis, pero el resto del tiempo permaneced en los aposentos de Lord Hoster, hasta el regreso de Lord Edmure.
—Como tengáis a bien. —Su hermano no era el señor mientras viviera su padre, pero Catelyn no lo corrigió—. Ponedme un guardia si es vuestra obligación, pero os doy mi palabra de que no intentaré escapar.
Ser Desmond asintió, satisfecho por haber terminado aquella desagradable tarea, pero Utherydes Wayn, con ojos tristes, vaciló un momento después de que el castellano se marchara.
—Habéis hecho algo muy grave, mi señora, pero en vano. Ser Desmond ha mandado a Ser Robin Ryger para que traiga de vuelta al Matarreyes o, en su defecto, su cabeza.
Catelyn no había esperado menos.
«Que el Guerrero le dé fuerzas a tu espada, Brienne», imploró. Había hecho todo lo que había podido; lo único que le quedaba era la esperanza.
Trasladaron sus pertenencias al dormitorio de su padre, dominado por la gran cama con dosel en la que ella había nacido, la que tenía las columnas talladas con la forma de una trucha saltarina. Habían llevado a su padre medio piso más abajo, y habían situado el lecho del moribundo frente al balcón triangular que se abría hacia sus propiedades y desde donde podía ver los ríos que siempre había amado.
Lord Hoster dormía cuando Catelyn entró, así que salió al balcón y se quedó allí de pie, con una mano sobre la balaustrada de piedra áspera. Más allá del castillo, el rápido Piedra Caída confluía con el plácido Forca Roja, y se divisaba un gran tramo río abajo.
«Si viene una vela a rayas desde el este, será Ser Robin que regresa.» Por el momento, la superficie del agua estaba desierta. Les dio gracias a los dioses por ello y volvió adentro para sentarse con su padre.
Catelyn no sabía si Lord Hoster se daba cuenta de que ella estaba allí ni si su presencia lo aliviaba, pero a ella la confortaba estar con él.
«¿Qué dirías si conocieras mi crimen, Padre? —se preguntó—. ¿Habrías hecho lo mismo si Lysa y yo estuviéramos en manos de nuestros enemigos? ¿O también me condenarías y lo llamarías la locura de una madre?»
En aquella habitación olía a muerte; era un olor denso, dulzón, infecto y pegajoso. Le recordaba a los hijos que había perdido, a su dulce Bran y a su pequeño Rickon, asesinados a manos de Theon Greyjoy, que había sido pupilo de Ned. Todavía guardaba luto por Ned, siempre guardaría luto por Ned, pero que le quitaran también a sus pequeños...
—Perder a un hijo es cruel y monstruoso —susurró en voz muy queda, más para sí que para su padre.
Lord Hoster abrió los ojos.
—Atanasia —susurró con voz llena de sufrimiento.
«No me reconoce.» Catelyn se había habituado a que la confundiera con su madre o su hermana Lysa, pero Atanasia era un nombre que le resultaba desconocido.
—Soy Catelyn —dijo—. Soy Cat, Padre.
—Perdóname... La sangre... Por favor... Atanasia...
¿Habría existido otra mujer en la vida de su padre? ¿Quizá alguna doncella aldeana a la que habría perjudicado cuando era joven?
«¿Habrá hallado consuelo entre los brazos de alguna moza de servicio después de morir mi madre?» Era una idea extraña, inquietante. De repente, se sintió como si no conociera en absoluto a su padre.
—¿Quién es Atanasia, mi señor? ¿Quieres que la haga venir, Padre? ¿Dónde puedo encontrarla? ¿Está viva todavía?
—Muerta —dijo Lord Hoster con un gemido. Su mano buscó la de ella—. Tendrás otros... bebés preciosos y legítimos.
«¿Otros? —pensó Catelyn—. ¿Habrá olvidado que Ned ha muerto? ¿Aún habla con Atanasia, o ahora es conmigo, o con Lysa, o con mi madre?»
Cuando el anciano tosió, sus esputos eran sanguinolentos. Se aferró a los dedos de su hija.
—Sé una buena esposa y los dioses te bendecirán... Hijos, hijos legítimos... Aaah.
El súbito espasmo de dolor hizo que la mano de Lord Hoster se cerrara con más fuerza. Sus uñas se clavaron en la mano de Catelyn, que dejó escapar un grito sordo.
El maestre Vyman acudió enseguida para preparar otra dosis de leche de la amapola y ayudar a su señor a beberla. Al poco tiempo, Lord Hoster Tully volvió a sumirse en un sueño profundo.
—Ha preguntado por una mujer —dijo Catelyn—. Atanasia.
—¿Atanasia? —El maestre la miró con ojos ausentes.
—¿No conocéis a nadie con ese nombre? ¿Una chica de la servidumbre? ¿Una mujer de alguna aldea cercana? ¿Quizá alguien de hace años? —Catelyn había estado mucho tiempo fuera de Aguasdulces.
—No, mi señora. Si queréis, puedo indagar. Sin duda, Utherydes Wayn sabrá si una persona con ese nombre ha servido en Aguasdulces. ¿Habéis dicho Atanasia? Con frecuencia la gente del pueblo pone a sus hijas nombres de flores y plantas. —El maestre quedó pensativo un instante—. Había una viuda... Recuerdo que solía venir al castillo en busca de zapatos viejos que necesitaran suelas nuevas. Se llamaba Atanasia, ahora que lo pienso. ¿O sería Anastasia? Era algo así. Pero hace muchos años que no viene...
—Se llamaba Violeta —dijo Catelyn, que recordaba perfectamente a la anciana.
—¿De veras? —El maestre pareció abochornado—. Os pido perdón, Lady Catelyn, pero no puedo quedarme. Ser Desmond ha ordenado que solo hablemos con vos cuando lo exijan nuestros deberes.
—En ese caso, cumplid sus órdenes.
Catelyn no podía desaprobar la actitud de Ser Desmond; le había dado pocas razones para confiar en ella, y sin duda temía que tratara de aprovechar la lealtad que muchas personas en Aguasdulces sentirían aún hacia la hija de su señor para llevar a cabo otra calamidad.
«Al menos, me he librado de la guerra —se dijo para sus adentros—, aunque sea por poco tiempo.»
Tras la marcha del maestre, se puso una capa de lana y volvió a salir al balcón. La luz del sol se reflejaba en los ríos y doraba la superficie de las aguas que corrían más allá del castillo. Catelyn se protegió los ojos del resplandor y buscó una vela distante con miedo a divisarla. Pero no había nada, y aquello significaba que aún podía albergar esperanzas.
Estuvo todo el día vigilando hasta bien entrada la noche cuando las piernas comenzaron a dolerle por permanecer de pie. A últimas horas de la tarde llegó un cuervo al castillo, agitando sus enormes alas negras hasta posarse en la pajarera. «Alas negras, palabras negras», pensó, recordando el último pájaro que había llegado y el horror que había llevado consigo.
El maestre Vyman regresó a la puesta del sol para atender a Lord Tully y llevarle a Catelyn una cena parca: pan, queso y carne cocida con rábano picante.
—He hablado con Utherydes Wayn, mi señora. Está completamente seguro de que ninguna mujer llamada Atanasia ha trabajado en Aguasdulces durante su servicio.
—Hoy ha llegado un cuervo, lo he visto. ¿Han atrapado de nuevo a Jaime?
«¿O lo han matado? No lo quieran los dioses.»
—No, mi señora, no hemos tenido noticia alguna del Matarreyes.
—¿Se trata entonces de otra batalla? ¿Está Edmure en aprietos? ¿O Robb? Por favor, tened misericordia, calmad mis temores.
—Mi señora, no debo... —Vyman miró a su alrededor, como para cerciorarse de que no había nadie más en la recámara—. Lord Tywin ha abandonado las tierras de los ríos. Todo está tranquilo en los vados.
—Entonces, ¿de dónde vino el cuervo?
—Del oeste —respondió, ocupado con la ropa de cama de Lord Hoster y evitando mirarla a los ojos
—¿Eran noticias de Robb?
—Sí, mi señora —dijo, tras una vacilación.
—Algo anda mal. —Catelyn lo sabía por la actitud del hombre; era evidente que le ocultaba algo—. Decídmelo. ¿Se trata de Robb? ¿Está herido?
«Muerto no, sed benévolos, dioses, que no me diga que ha muerto.»
—Hirieron a Su Alteza en el asalto al Risco —dijo el maestre Vyman, aún evasivo—, pero escribe que no es motivo de preocupación y que espera regresar pronto.
—¿Herido? ¿Cómo? ¿Es grave?
—Ha escrito que no es motivo de preocupación.
—Toda herida me preocupa. ¿Lo están cuidando?
—Estoy seguro. El maestre del Risco lo atenderá, no me cabe la menor duda.
—¿Dónde lo hirieron?
—Mi señora, tengo órdenes de no hablar con vos. Lo siento.
Vyman recogió sus pociones y salió presuroso, y una vez más, Catelyn quedó a solas con su padre. La leche de la amapola había surtido efecto, y Lord Hoster dormía profundamente. De la comisura de los labios le manaba un hilillo de saliva que descendía hasta humedecer la almohada. Catelyn tomó un paño de lino y lo secó con delicadeza. Al sentir el roce, Lord Hoster gimió.
—Perdóname —dijo, con voz tan queda que apenas si pudo distinguir las palabras—, Atanasia... sangre... la sangre... que los dioses sean misericordiosos...
Sus palabras la perturbaron más de lo que podía expresar, aunque no entendía nada.
«Sangre —pensó—. ¿Es que al final todo se reduce a la sangre? Padre, ¿quién era esta mujer y qué le hiciste, que tanto necesitas su perdón?»
Aquella noche, Catelyn durmió muy mal, acosada por sueños imprecisos sobre sus hijos, los perdidos y los muertos. Mucho antes de la aurora se despertó con las palabras de su padre resonándole en los oídos. «Bebés preciosos y legítimos...» ¿Por qué iba a decir algo así, a no ser...? ¿Acaso era padre de un bastardo de aquella mujer, de Atanasia? No podía creerlo. De su hermano Edmure, sí; no le habría sorprendido saber que Edmure tenía una docena de hijos naturales. Pero su padre, no; Lord Hoster Tully, no, nunca.
«¿Podría ser que llamara a Lysa con ese nombre, Atanasia, de la misma manera que a mí me llamaba Cat?» En ocasiones anteriores, Lord Hoster la había confundido con su hermana. «Tendrás otros —había dicho—. Bebés preciosos y legítimos.» Lysa había abortado en cinco ocasiones, dos en el Nido de Águilas y tres en Desembarco del Rey... pero ninguna en Aguasdulces, donde Lord Hoster habría estado cerca de ella, para consolarla.
«Ninguna. A no ser... a no ser que aquella primera vez estuviera embarazada...»
Su hermana y ella se habían casado el mismo día, y quedaron al cuidado de su padre cuando sus maridos recién estrenados se marcharon a unirse a la rebelión de Robert. Posteriormente, cuando no tuvieron el periodo en el momento adecuado, Lysa había hablado con alegría de los niños que seguramente llevaban en el vientre.
—Tu hijo será el heredero de Invernalia, y el mío, del Nido de Águilas. Qué maravilla, serán los mejores amigos del mundo, como tu Ned y Lord Robert. De verdad, serán más hermanos que primos, estoy segura.
«Estaba tan contenta...»
Pero la sangre de Lysa había fluido poco tiempo después, y toda su alegría se desvaneció. Catelyn siempre pensó que Lysa solo había tenido un pequeño retraso, pero si hubiera estado embarazada...
Recordó la primera vez que había puesto a Robb en los brazos de su hermana. Pequeño, con la cara roja y llorón, pero fuerte y lleno de vida. Tan pronto como Catelyn dejó al bebé en los brazos de Lysa, el rostro de su hermana se llenó de lágrimas. Súbitamente, le devolvió el bebé a Catelyn y se marchó corriendo.
«Si hubiera perdido un hijo antes, eso podría explicar las palabras de mi padre y muchas otras cosas...» El matrimonio de su hermana con Lord Arryn había sido acordado a toda prisa, y por aquel entonces Jon era ya viejo, mayor que su padre. «Un hombre viejo sin herederos.» Sus dos primeras esposas no le habían dado hijos; su sobrino había sido asesinado junto a Brandon Stark en Desembarco del Rey, y su galante primo había caído en la batalla de las Campanas. Necesitaba una esposa joven si quería que la Casa Arryn perdurara... «Una esposa joven, que se supiera que era fértil.»
Catelyn se levantó, se puso una túnica y bajó los peldaños hasta el balcón a oscuras para detenerse ante su padre. La embargaba una sensación de terror sin paliativos.
—Padre —dijo—, Padre, sé lo que hiciste.
Ya no era una novia inocente con la cabeza llena de sueños. Era viuda, traidora, madre doliente y sabia; había vivido mucho.
—Lo obligaste a casarse con ella —susurró—. Lysa era el precio que Jon Arryn tuvo que pagar por las espadas y lanzas de la Casa Tully.
No era de extrañar que el matrimonio de su hermana hubiera carecido de amor. Los Arryn eran orgullosos, muy celosos de su honor. Lord Jon podía casarse con Lysa para vincular a los Tully a la causa de la rebelión y con la esperanza de tener un hijo, pero para él debió de ser duro amar a una mujer que llegaba a su lecho deshonrada y de mala gana. Habría sido bondadoso, sin duda; cumplidor, sí; pero Lysa necesitaba calor.
Al día siguiente, después de desayunar, Catelyn pidió papel y pluma, y comenzó a redactar una carta para su hermana, que estaba en el Valle de Arryn. Habló a Lysa sobre Bran y Rickon, aunque le costó mucho encontrar las palabras, pero más que nada le habló de su padre.
Piensa constantemente en el mal que te hizo, ahora que se le acaba el tiempo. El maestre Vyman dice que no se atreve a preparar la leche de la amapola más fuerte. Ya es hora de que nuestro padre les dé reposo a su espada y su escudo. Es hora de que descanse. Pero él sigue peleando sin rendirse; no cederá. Creo que es por ti. Necesita tu perdón. La guerra ha hecho que sea peligroso viajar por tierra desde el Nido de Águilas hasta Aguasdulces, lo sé, pero seguramente, un gran destacamento de caballeros podría traerte sana y salva por las Montañas de la Luna, ¿no crees? ¿Cien hombres o tal vez mil? Y si no puedes venir, ¿no podrías escribirle al menos? Unas pocas palabras de amor, para que pueda morir en paz. Escribe lo que quieras, y yo se lo leeré, para hacerle más fácil la partida.
Incluso mientras dejaba la pluma a un lado y pedía lacre para sellar la carta, Catelyn se daba cuenta de que la misiva no era gran cosa y de que, posiblemente, llegaría tarde. El maestre Vyman no creía que Lord Hoster aguantara el tiempo suficiente para que un cuervo volara hasta el Nido de Águilas y regresara. «Aunque ha dicho lo mismo en varias ocasiones.» Los hombres de la Casa Tully no se rendían con facilidad, se enfrentaran a lo que se enfrentasen. Tras entregar el sobre lacrado al cuidado del maestre, Catelyn fue al septo y encendió una vela al Padre Supremo por su propio padre, una segunda a la Vieja, que había llevado el primer cuervo al mundo cuando escudriñó a través de la puerta de la muerte, y una tercera a la Madre, por Lysa y por todos los hijos que ambas habían perdido.
Más tarde, aquel mismo día, mientras estaba sentada con un libro a la vera de Lord Hoster, leyendo el mismo pasaje una y otra vez, oyó el sonido de voces muy altas y el toque de una trompeta.
«Ser Robin», pensó enseguida, asustada. Fue al balcón, pero en los ríos no se veía nada. De todos modos, se oían cada vez con más claridad las voces que llegaban de fuera, el ruido de muchos caballos, el sonido metálico de las armaduras y, de vez en cuando, algunos vítores. Catelyn subió la escalera de caracol hasta la azotea de la torre. «Ser Desmond no me prohibió ir a la azotea», se dijo mientras ascendía.
Los sonidos procedían del punto más alejado del castillo, junto a la puerta principal. Un grupo de hombres estaba detenido al otro lado del rastrillo, que se alzaba a trompicones, y en los campos, más allá del castillo, había varios centenares de jinetes. Cuando el viento soplaba, hacía tremolar los estandartes, y Catelyn tembló de alivio al divisar la trucha saltarina de Aguasdulces.
«Edmure.»
Pasaron dos horas antes de que su hermano considerase oportuno ir a verla. Para entonces, el castillo se estremecía con el sonido de reencuentros ruidosos, mientras los hombres abrazaban a las mujeres y niños que habían dejado atrás. Tres cuervos habían partido de la pajarera, con las alas negras batiendo el aire al emprender el vuelo. Catelyn los contempló desde el balcón de su padre. Se lavó el cabello, se cambió de ropa y se preparó para oír los reproches de su hermano... A pesar de todo, la espera fue dura.
Cuando oyó por fin ruidos al otro lado de su puerta, se sentó y cruzó las manos sobre el regazo. Las botas, las esquinelas y el jubón de Edmure estaban cubiertos de cieno rojo seco. Al verlo, nadie habría dicho que había ganado la batalla. Estaba flaco y desmejorado, con las mejillas pálidas, la barba descuidada y los ojos demasiado brillantes.
—Edmure, tienes mal aspecto —dijo Catelyn, preocupada—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Han cruzado el río los Lannister?
—Los he rechazado. A Lord Tywin, a Gregor Clegane, a Addam Marbrand; los he hecho retroceder. En cambio, Stannis... —Hizo una mueca.
—¿Stannis? ¿Qué le ha pasado a Stannis?
—Perdió la batalla en Desembarco del Rey —dijo Edmure con tristeza—. Su flota ardió y su ejército fue aniquilado.
Una victoria de los Lannister era cosa grave, pero Catelyn no podía compartir la evidente desesperación de su hermano. Todavía tenía pesadillas con la sombra que había visto deslizarse en el pabellón de Renly y la manera en que la sangre había brotado a través del acero del gorjal.
—Stannis no era más amigo nuestro que Lord Tywin.
—No lo entiendes. Altojardín se ha decantado por Joffrey. Dorne, igual. Todo el sur. —Se le tensó la boca—. Y a ti se te ocurre soltar al Matarreyes. No tenías derecho.
—Tenía el derecho de una madre —dijo con voz serena, aunque las noticias sobre Altojardín eran un golpe terrible para las expectativas de Robb. Pero no podía pararse a pensar en aquello.
—No tenías derecho —repitió Edmure—. Era el cautivo de Robb, el prisionero de tu rey, y Robb me encomendó que lo mantuviera a salvo.
—Brienne lo mantendrá a salvo. Lo juró sobre su espada.
—¿Esa mujer?
—Llevará a Jaime a Desembarco del Rey y nos traerá de vuelta a Arya y Sansa, sanas y salvas.
—Cersei no las entregará jamás.
—No se trata de Cersei. Es cosa de Tyrion. Lo juró ante toda la corte. Y el Matarreyes también lo juró.
—La palabra de Jaime no vale nada. Y, con respecto al Gnomo, dicen que durante la batalla recibió un hachazo en la cabeza. Estará muerto antes de que tu Brienne llegue a Desembarco del Rey, si es que llega.
—¿Muerto? —«¿Cómo pueden ser tan implacables los dioses?» Había hecho que Jaime jurara cien veces, pero todas sus esperanzas residían en la promesa de su hermano.
—Jaime estaba a mi cargo, y estoy dispuesto a recuperarlo —dijo Edmure, inconmovible ante la congoja de Catelyn—. He enviado cuervos...
—¿Cuervos? ¿A quién? ¿Cuántos?
—Tres —dijo—, para cerciorarme de que el mensaje le llega a Lord Bolton. Por río o por tierra, el camino desde Aguasdulces hasta Desembarco del Rey pasa necesariamente cerca de Harrenhal.
—Harrenhal. —El mero sonido de la palabra pareció oscurecer la habitación. El horror enturbiaba la voz de Catelyn cuando añadió—: Edmure, ¿sabes qué has hecho?
—No tengas miedo; no he hablado de tu participación. Escribí que Jaime había escapado y ofrecí mil dragones por su captura.
«Peor que peor —pensó Catelyn, desesperada—. Mi hermano es un idiota.» Las lágrimas inoportunas, indeseadas, le llenaron los ojos.
—Si se considera una fuga —dijo con voz queda—, y no un intercambio de rehenes, ¿por qué iban los Lannister a entregar mis hijas a Brienne?
—No se llegará a eso nunca. Nos devolverán al Matarreyes; me he asegurado de ello.
—Lo único de lo que te has asegurado es de que nunca más vuelva a ver a mis hijas. Brienne habría podido llevarlo a salvo a Desembarco del Rey... siempre que nadie les estuviera dando caza. Pero ahora... —Catelyn no podía continuar—. Déjame, Edmure. —No tenía derecho a darle órdenes allí, en el castillo que pronto sería suyo, pero su tono de voz no toleraba discusión—. Déjame con mi padre y con mi pena; no tengo nada más que decirte. Vete, vete.
Lo único que quería era acostarse, cerrar los ojos y dormir, y rezar para no soñar nada.
Arya
El cielo estaba tan negro como las murallas de Harrenhal que habían dejado a sus espaldas, y la lluvia, que caía suave y continua, les corría por la cara y acallaba el ruido de los cascos de los caballos.
Cabalgaron hacia el norte y se alejaron del lago por un camino surcado de huellas, que discurría entre granjas y campos destrozados, hacia el bosque y los torrentes. Arya había tomado la delantera espoleando su caballo robado; lo hizo trotar deprisa hasta que los árboles se cerraron a su espalda. Pastel Caliente y Gendry la seguían como podían. Los lobos aullaban en la distancia, y también alcanzaba a oír la respiración jadeante de Pastel Caliente. Nadie hablaba. De vez en cuando, Arya giraba la cabeza y miraba hacia atrás para cerciorarse de que los dos chicos no se habían retrasado demasiado y ver si alguien los perseguía.
Porque sabía que los perseguirían. Había robado tres caballos de los establos, así como un mapa y un puñal de los aposentos del mismísimo Roose Bolton, y había matado a un guardia en la puerta trasera; le había cortado la garganta cuando se agachó a recoger la gastada moneda de hierro que Jaqen H’ghar le había regalado. Alguien lo encontraría muerto en un charco de sangre, y al momento se armaría un gran escándalo. Despertarían a Lord Bolton y registrarían Harrenhal, desde las almenas hasta los sótanos, y descubrirían que habían desaparecido un mapa y un puñal, además de varias espadas de la armería, pan y queso de la cocina, un chico panadero, un aprendiz de herrero y una copera llamada Nan... o Comadreja, o Arry, según a quién se lo preguntaran.
El señor de Fuerte Terror no iría personalmente en su persecución. Roose Bolton se quedaría en la cama, con su carne pálida salpicada de sanguijuelas, dando órdenes con aquella voz suave y sibilante. Quien encabezaría la partida sería Walton, uno de sus hombres de confianza, al que llamaban Patas de Acero por las canilleras que llevaba siempre en las largas piernas. O quizá serían el baboso Vargo Hoat y sus mercenarios, que se hacían llamar la Compañía Audaz. Otros los llamaban los Titiriteros Sangrientos, aunque nunca a la cara, y a veces, los Quitapiés, por la costumbre de Lord Vargo de amputar los pies y las manos a aquellos que incurrían en su desagrado.
«Si nos atrapan, nos cortarán las manos y los pies —pensó Arya—, y después Roose Bolton nos desollará.» Llevaba aún su ropa de paje y tenía cosido en el pecho, sobre el corazón, el blasón de Lord Bolton, el hombre desollado de Fuerte Terror.
Cada vez que miraba hacia atrás temía ver el destello de las antorchas al salir por las puertas lejanas de Harrenhal o al desplazarse por la parte superior de sus enormes y altas murallas, pero no vio nada. Harrenhal siguió durmiendo hasta que se perdió en la oscuridad, oculta tras los árboles.
Después de atravesar la primera corriente, Arya sacó al caballo del camino y los condujo por el curso sinuoso del agua a lo largo de quinientos pasos, hasta salir por una orilla pedregosa. Si los cazadores llevaban perros, tal vez les hiciera perder el rastro, o aquello esperaba. No podían seguir por el camino.
«Hay muerte en el camino —se dijo—, hay muerte en todos los caminos.»
Gendry y Pastel Caliente no cuestionaron sus decisiones. Al fin y al cabo, llevaba el mapa, y Pastel Caliente parecía tenerle tanto miedo a ella como a los hombres que podían perseguirlos. Había visto al guardia que había matado.
«Es mejor que me tenga miedo —se dijo—. Así hará lo que le diga, en lugar de cualquier tontería.»
Sabía que debería estar más asustada. Tenía solo diez años; no era más que una niña flaca a lomos de un caballo robado, que tenía por delante un bosque tenebroso, y por detrás, a hombres que de buena gana le cortarían los pies. Pero, por extraño que pareciera, se sentía más tranquila de lo que nunca había estado en Harrenhal. La lluvia le había lavado la sangre del guardia de los dedos, llevaba una espada cruzada a la espalda, los lobos avanzaban por la oscuridad como angulosas sombras grises, y Arya Stark no tenía miedo.
«El miedo hiere más que las espadas», susurró para sus adentros; eran las palabras que Syrio Forel le había enseñado. También susurró las palabras de Jaqen, «Valar morghulis».
La lluvia cesó, comenzó de nuevo, luego paró otra vez y después volvió a comenzar, pero llevaban buenas capas, que impedían que se mojaran. Arya los mantenía en movimiento, lento pero continuo. Bajo los árboles estaba demasiado oscuro para cabalgar más deprisa; ninguno de los dos chicos sabía montar, y el terreno blando e irregular era traicionero a causa de las raíces medio enterradas y las piedras ocultas. Cruzaron otro camino, con surcos profundos llenos de agua, pero Arya lo evitó. Los llevó por las suaves colinas, arriba y abajo, entre zarzas, brezo y chamiza, por el fondo de estrechos cauces secos donde las ramas, llenas de hojas mojadas, les golpeaban el rostro al pasar.
En cierto momento, la yegua de Gendry perdió pie en el cieno, cayó sobre los cuartos traseros e hizo que el jinete se resbalara de la silla, pero no se lesionó ni la bestia ni el jinete, y en el rostro del chico apareció una expresión de obstinación cuando volvió a montar. Al poco rato se tropezaron con tres lobos que devoraban un cervatillo muerto. Cuando el caballo de Pastel Caliente percibió el olor, intentó retroceder y comenzó a encabritarse. Dos de los lobos huyeron, pero el tercero levantó la cabeza y enseñó los dientes, dispuesto a defender su presa.
—Retrocede —le indicó Arya a Gendry—. Lentamente, para que no se espante.
Se apartaron con las monturas hasta que perdieron de vista al lobo y su festín. Entonces, Arya dio la vuelta para cabalgar detrás de Pastel Caliente, que se agarraba con desesperación a la silla mientras se abría paso entre los árboles.
Más adelante atravesaron una aldea quemada, recorrieron con cautela las ruinas de cabañas carbonizadas y pasaron junto a los huesos de una docena de hombres, que colgaban de una hilera de manzanos. Cuando Pastel Caliente los vio, se puso a rezar una oración queda, implorando la misericordia de la Madre, y la repitió una y otra vez en un susurro. Arya levantó los ojos hacia los cadáveres descarnados, envueltos en ropas mojadas y podridas, y pronunció su propia oración. «Ser Gregor, Dunsen, Polliver, Raff el Dulce, el Cosquillas y el Perro. Ser Ilyn, Ser Meryn, el rey Joffrey, la reina Cersei», decía el rezo. Lo concluyó con «Valar morghulis», tocó la moneda de Jaqen donde la llevaba escondida, debajo del cinturón, y después, cuando pasó bajo los cadáveres, estiró la mano y arrancó una manzana que crecía entre los muertos. Estaba podrida y mohosa, pero se la comió, con gusanos y todo.
Fue aquel un día sin aurora. Lentamente, el cielo se aclaró en torno a ellos, pero no llegaron a ver el sol. El negro se volvió gris y los colores regresaron al mundo, arrastrándose con timidez. Los pinos soldado vestían tonos sombríos de verde, y los árboles de hoja caduca, que comenzaban a secarse, lucían un marrón rojizo con pinceladas de oro mate. Se detuvieron el tiempo suficiente para abrevar a los caballos y tomar un desayuno rápido y frío: partieron una hogaza de pan que Pastel Caliente había robado de la cocina y se pasaron de mano en mano trozos de queso duro.
—¿Sabes hacia dónde vamos? —le preguntó Gendry a Arya.
—Al norte —respondió la niña.
—¿Hacia dónde está el norte? —Pastel Caliente miraba dubitativo a su alrededor.
—En esa dirección —señaló ella con un trozo de queso.
—Pero no hay sol. ¿Cómo lo sabes?
—Por el musgo. ¿Ves cómo crece, solo en un lado de los árboles? Ese es el sur.
—¿Y qué buscamos en el norte? —quiso saber Gendry.
—El Tridente. —Arya extendió el mapa robado para mostrárselo—. ¿Veis? Una vez encontremos el Tridente, todo lo que tenemos que hacer es seguir su curso corriente arriba hasta que lleguemos a Aguasdulces, aquí. —Marcó el recorrido con un dedo—. Es un camino largo, pero mientras nos mantengamos cerca del río no hay pérdida.
—¿Dónde está Aguasdulces? —preguntó Pastel Caliente, parpadeando ante el mapa.
Aguasdulces aparecía como la torre de un castillo, en la bifurcación entre las líneas azules que señalaban dos ríos, el Piedra Caída y el Forca Roja.
—Aquí. —Arya tocó el punto—. Ahí pone Aguasdulces.
—¿Sabes leer? —le preguntó el chico tan asombrado como si hubiera dicho que sabía caminar sobre las aguas.
Arya asintió.
—Cuando lleguemos a Aguasdulces, estaremos a salvo.
—¿De veras? ¿Por qué?
«Porque Aguasdulces es el castillo de mi abuelo y allí estará mi hermano Robb», quiso decir. Se mordió el labio y volvió a guardar el mapa.
—Estaremos a salvo. Pero tenemos que llegar allí.
Fue la primera en montar de nuevo. No le gustaba ocultarle la verdad a Pastel Caliente, pero tampoco quería confiarle su secreto. Gendry lo sabía, pero aquello era diferente. Gendry también tenía un secreto, aunque ni siquiera él supiera de qué se trataba.
Aquel día, Arya les hizo acelerar el paso y obligó a trotar a los caballos tanto como se atrevió, y a galopar cuando divisaba un espacio llano por delante. Aunque no servía de gran cosa, porque el terreno se hacía cada vez más ondulado a medida que avanzaban. Las colinas no eran muy altas ni tampoco abruptas, pero parecían no tener fin, y pronto se cansaron de subir por una y bajar por otra, y al rato estaban siguiendo los niveles más bajos del terreno, a lo largo de torrenteras, por un laberinto de valles con vegetación de escasa altura, donde los árboles formaban un dosel continuo por encima de sus cabezas.
De cuando en cuando hacía que Pastel Caliente y Gendry se adelantaran, mientras ella retrocedía con la intención de borrar el rastro, con los oídos alerta para detectar la primera señal de que los perseguían.
«Demasiado despacio —pensó para sus adentros al tiempo que se mordía el labio—, estamos avanzando demasiado despacio, nos atraparán con toda seguridad.» Una vez, desde la cresta de una elevación, divisó sombras negras que cruzaban una corriente en un valle que ellos habían dejado atrás, y con un sobresalto en el corazón tuvo miedo de que los jinetes de Roose Bolton los estuvieran siguiendo, pero cuando volvió a mirar se dio cuenta de que se trataba solo de una manada de lobos.
—¡Auuuuuuuuu, auuuuuuuuu! —les aulló con las manos ahuecadas en torno a la boca. Cuando el más corpulento de los lobos levantó la cabeza y respondió al aullido, el sonido hizo que Arya se estremeciera.
A mediodía, Pastel Caliente comenzó a quejarse. Le dolía el trasero, dijo, y la silla le dejaba en carne viva la parte interior de los muslos; además, tenía que dormir un poco.
—Estoy tan cansado que me voy a caer del caballo.
—Si se cae —dijo Arya mirando a Gendry—, ¿quién crees que lo encontrará antes? ¿Los lobos o los Titiriteros?
—Los lobos —dijo Gendry—; tienen mejor olfato.
Pastel Caliente abrió la boca y la volvió a cerrar. No se cayó del caballo. Poco después comenzó a llover. Aún no habían visto el sol ni un instante. Cada vez hacía más frío, y había jirones de una pálida neblina, que se enganchaban en los pinos y flotaban por los campos desnudos y calcinados.
Gendry lo estaba pasando tan mal como Pastel Caliente, aunque era demasiado orgulloso para quejarse. Iba sentado de forma poco elegante en la silla y con una mirada de determinación en el rostro debajo de la tupida mata de cabello negro, pero Arya se daba cuenta de que no era buen jinete.
«Tendría que haberme acordado», pensó. Había cabalgado desde que tenía uso de razón, ponis cuando era pequeña y caballos después, pero Gendry y Pastel Caliente eran chicos de ciudad, y en la ciudad, la gente común iba a pie. Yoren les había dado cabalgaduras cuando se los llevó de Desembarco del Rey, pero montar en un burro y recorrer el camino Real detrás de un carretón era una cosa. Ir a lomos de un caballo de caza por bosques tupidos y campos quemados era otra bien diferente.
Sola habría avanzado mucho más deprisa, lo sabía bien, pero no podía abandonarlos. Eran su manada, sus amigos, los únicos amigos vivos que le quedaban y, de no ser por ella, aún estarían sanos y salvos en Harrenhal; Gendry sudando ante la forja, y Pastel Caliente en las cocinas.
«Si los Titiriteros nos atrapan, les diré que soy la hija de Ned Stark y la hermana del Rey en el Norte. Les ordenaré que me lleven con mi hermano y que no hagan daño a Pastel Caliente ni a Gendry. —Pero tal vez no la creyeran, y aunque así fuera... Lord Bolton era vasallo de su hermano, pero de todos modos le daba miedo—. No dejaré que nos cojan —se prometió en silencio, llevándose la mano a la espalda, por encima del hombro, para tocar el mango de la espada que Gendry había robado para ella—. No lo permitiré.»
Más adelante, aquella misma tarde, salieron de la cobertura de los árboles y se encontraron a orillas de un río. Pastel Caliente soltó un grito de gozo.
—¡El Tridente! Ahora, todo lo que tenemos que hacer es seguir corriente arriba, como dijiste. ¡Casi hemos llegado!
—No creo que se trate del Tridente —dijo Arya, mordiéndose el labio.
El río estaba crecido a causa de la lluvia, pero a pesar de ello no tenía ni siquiera quince varas de anchura. Recordaba que el Tridente era mucho más ancho.
—Es demasiado estrecho para ser el Tridente —les dijo—, y no estamos a suficiente distancia.
—Sí que lo estamos —insistió Pastel Caliente—. Hemos cabalgado todo el día, apenas nos hemos detenido. Debemos de haber recorrido un gran trecho.
—Echemos otro vistazo al mapa —dijo Gendry.
Arya desmontó, sacó el mapa y lo extendió. La lluvia salpicó la piel de oveja, formando pequeños arroyuelos.
—Creo que estamos aquí, en alguna parte —dijo, señalando con el dedo, mientras los chicos miraban por los lados.
—Pero si apenas nos hemos alejado —dijo Pastel Caliente—. Mira, Harrenhal está al lado de tu dedo, casi lo estás tocando. ¡Y hemos estado cabalgando todo el día!
—Faltan muchas leguas para llegar al Tridente —dijo—. Nos llevará días. Este será otro río, uno de estos, mirad. —Les señaló una de las finas líneas azules que el cartógrafo había dibujado, cada una con un nombre escrito debajo en letra pequeña—. El Darry, el Manzanaverde, el Doncella... aquí, este, el Pequeño Sauce, puede que sea este.
Pastel Caliente dejó de mirar el río y se concentró en el mapa.
—A mí no me parece tan pequeño.
—El río que señalas desemboca en este otro —dijo Gendry, que también había fruncido el ceño—, fíjate.
—El Gran Sauce —leyó Arya.
—El Gran Sauce, bien. Y ese Gran Sauce desemboca en el Tridente, pero tendremos que seguir corriente abajo, no arriba. Pero si este río no es el Pequeño Sauce, si se trata de este otro de aquí...
—Arroyo Mataolas —leyó Arya.
—Fíjate, aquí describe una gran curva y fluye hacia el lago, de vuelta a Harrenhal. —Siguió el recorrido con un dedo.
—¡No! —Pastel Caliente tenía los ojos como platos—. Nos matarán, seguro.
—Tenemos que saber qué río es —declaró Gendry con su voz más terca—. Es imprescindible.
—Pues no podemos. —El mapa tenía nombres escritos junto a las líneas azules, pero nadie se había molestado en escribir el nombre en la ribera del río—. No iremos corriente arriba ni corriente abajo —decidió al tiempo que enrollaba el mapa—. Pasaremos al otro lado y seguiremos hacia el norte, como íbamos haciendo.
—¿Los caballos saben nadar? —preguntó Pastel Caliente—. Ese río parece muy hondo, Arry. ¿Y si hay serpientes?
—¿Estás segura de que vamos hacia el norte? —preguntó Gendry—. Mira cuántas colinas... Si nos hacen volvernos atrás...
—El musgo de los árboles...
—Ese árbol tiene musgo en tres caras —dijo el chico señalando un árbol cercano—, y aquel no tiene musgo. Podemos estar perdidos, dando vueltas en círculo.
—Podría ser —dijo Arya—, pero de todos modos voy a cruzar el río. Podéis venir o quedaros, como queráis.
Se acomodó de nuevo sobre la silla de montar sin prestar atención a los chicos. Si no querían seguirla, podían buscar Aguasdulces por su cuenta, aunque lo más probable era que los Titiriteros los encontraran.
Tuvo que cabalgar más de quinientos pasos a lo largo de la ribera antes de encontrar por fin un sitio donde parecía que era posible vadear el río con seguridad, e incluso allí, su yegua se resistía a meterse en el agua. El río, fuera cual fuera su nombre, corría muy rápido y turbio, y en la parte más profunda, al centro, el agua llegaba por encima de la panza de la bestia. El agua le llenó las botas, pero Arya no dejó de clavar los talones hasta salir a la otra orilla. A su espalda oyó el sonido de algo que entraba en el agua y el relincho nervioso de una yegua.
«Me han seguido. Bien.» Se volvió para ver como los chicos se esforzaban por cruzar y salían junto a ella, chorreando.
—No era el Tridente —les dijo—. Seguro.
El siguiente río llevaba menos agua, y vadearlo fue más fácil. Tampoco era el Tridente, y nadie puso objeciones cuando dijo que tenían que cruzarlo.
Caía la noche cuando se detuvieron para dar un nuevo descanso a los caballos y compartir otra ración de pan y queso.
—Estoy empapado y tengo frío —se quejó Pastel Caliente—. Seguro que ahora estamos bien lejos de Harrenhal. Podríamos encender una hoguera...
—¡NO! —gritaron Arya y Gendry al unísono.
Pastel Caliente se asustó un poco. Arya miró a Gendry de reojo.
«Lo hemos dicho a la vez, como me pasaba con Jon en Invernalia.» De todos sus hermanos, al que más extrañaba era a Jon Nieve.
—¿Podríamos dormir, al menos? —rogó Pastel Caliente—. Estoy muy cansado, Arry, y me duele el trasero. Creo que tengo ampollas.
—Si te pescan, tendrás algo más que eso —replicó ella—. Tenemos que seguir avanzando. No hay otro remedio.
—Pero ya es casi de noche y no se ve ni la luna.
—Vuelve a montar a caballo.
Mientras avanzaba al paso a medida que la luz se extinguía en torno a ellos, Arya se dio cuenta de que su agotamiento también le pesaba muchísimo. Necesitaba dormir tanto como Pastel Caliente, pero era mejor no hacerlo. Si se dormían, cuando abrieran los ojos podrían encontrarse delante a Vargo Hoat junto con Shagwell el Tonto, Urswyck el Fiel, Rorge, Mordedor, el septón Utt y todos los demás monstruos.
Pero, al rato, el movimiento de su cabalgadura la acunaba acompasadamente, y Arya notaba los párpados cada vez más pesados. Los cerró un instante, y después los abrió con fuerza de nuevo.
«No puedo dormirme —se gritó en silencio—, no puedo, no puedo.» Se frotó los ojos con los nudillos, con fuerza, para mantenerlos abiertos, se aferró a las riendas y puso su caballo a buen paso. Pero ni el caballo ni ella podían mantener aquel ritmo, y bastaron unos momentos para que recuperaran el paso lento y otros pocos más para que los ojos se le cerraran por segunda vez. En esta ocasión no se le abrieron con la misma celeridad.
Cuando volvió a abrirlos se dio cuenta de que su caballo se había detenido y estaba mordisqueando unos hierbajos, mientras Gendry le sacudía el brazo.
—Te has dormido —le dijo.
—Solo estaba descansando los ojos un momento.
—Pues menudo descanso les has dado. Tu caballo vagaba en círculos, pero no me he dado cuenta de que estabas dormida hasta que se ha parado. Pastel Caliente está igual: ha tropezado con una rama y se ha caído del caballo, tendrías que haber oído cómo chillaba. Pero ni siquiera eso te ha despertado. Tienes que parar y dormir.
—Puedo seguir tanto tiempo como tú —bostezó.
—Mentirosa —replicó el chico—. Si eres tan idiota, puedes seguir cabalgando, pero yo me quedo aquí. Haré la primera guardia, tú duerme.
—¿Y qué pasa con Pastel Caliente?
Gendry lo señaló. Pastel Caliente estaba ya en el suelo, acurrucado bajo la capa sobre un lecho de hojas húmedas, y roncaba quedamente. Tenía una gran cuña de queso en una mano, pero parecía que se había quedado dormido entre bocado y bocado.
Arya se dio cuenta de que no valía la pena discutir; Gendry tenía razón.
«Los Titiriteros también tendrán que dormir», se dijo, con la esperanza de que fuera verdad. Estaba tan agotada que hasta desmontar le costaba trabajo, pero tuvo fuerzas para manear el caballo antes de buscar un sitio bajo un haya. La tierra estaba dura y húmeda. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a dormir en una cama y tuviera comida abundante y un fuego para calentarse. Lo último que hizo antes de cerrar los ojos fue desenvainar la espada y colocarla a su lado.
—Ser Gregor —susurró, mientras bostezaba—, Dunsen, Polliver, Raff el Dulce, el Cosquillas y... el Cosquillas... el Perro...
Tuvo sueños rojos y violentos. Los Titiriteros aparecían en ellos, al menos cuatro: un lyseno pálido, uno de Ib, brutal y cetrino, que llevaba un hacha; el dothraki señor de los caballos llamado Iggo, que tenía el rostro lleno de cicatrices; y un dorniense cuyo nombre no había conocido nunca. Cabalgaban sin cesar bajo la lluvia, llevaban cotas herrumbrosas y cuero mojado, y las espadas y las hachas tintineaban contra las sillas de montar. Creían que le daban caza a ella; lo sabía con aquella extraña certeza propia de los sueños, pero se equivocaban. Era ella quien les daba caza.
En el sueño, Arya no era una niña pequeña; era un lobo enorme y fuerte, y cuando salió de debajo de los árboles al encuentro del grupo y le enseñó los dientes con un gruñido grave y estremecedor, percibió el hedor rancio del miedo, tanto en las bestias como en sus jinetes. La montura del lyseno retrocedió y soltó un relincho de terror, y los demás se dijeron algo en su lengua humana, pero antes de que pudieran actuar, los otros lobos salieron de la oscuridad y la lluvia, una enorme manada, flacos, empapados, silenciosos...
El combate fue corto, pero sangriento. El hombre peludo cayó en cuanto lanzó su hacha; el cetrino murió mientras tensaba el arco, y el hombre pálido de Lys intentó darse a la fuga. Sus hermanos y hermanas lo persiguieron, lo hacían girar una y otra vez, tiraban dentelladas a las patas de su caballo, y desgarraron la garganta del jinete cuando, por fin, cayó a tierra.
Solo el hombre de las campanillas logró resistir. Su caballo coceó a una de sus hermanas en la cabeza, y él cortó a otro lobo casi en dos con su garra curva y plateada, mientras su cabello tintineaba suavemente.
Llena de ira, le saltó a la espalda y lo hizo caer de la silla cabeza abajo. Cerró las fauces alrededor del brazo del hombre mientras caían, y le hundió los dientes a través del cuero, la lana y la carne blanda. Cuando tocaron el suelo, dio un fuerte tirón con la cabeza y le arrancó el miembro del hombro. Exultante, lo sacudió en la boca de un lado a otro, dispersando las gotitas rojas y calientes entre la lluvia fría y negra.
Tyrion
El chirrido de viejas bisagras de hierro lo despertó.
—¿Quién va? —graznó.
Al menos había recuperado la voz, aunque fuera ronca y áspera. Aún tenía fiebre y carecía de la menor noción de la hora. ¿Cuánto había dormido aquella vez? Estaba tan débil, maldición, tan débil...
—¿Quién va? —volvió a decir, esta vez más alto.
La luz de una antorcha se filtró por la puerta abierta; dentro de la habitación, la única luz procedía del cabo de una vela, junto a su cama.
Tyrion se estremeció al ver una silueta que se movía hacia él. Allí, en el Torreón de Maegor, todos los sirvientes estaban en la nómina de la Reina, por lo que cualquier visitante podía ser otro de los asesinos de Cersei, enviado para terminar el trabajo que Ser Mandon había dejado inconcluso.
En aquel momento, el hombre entró en la zona iluminada por la vela, miró atentamente el rostro pálido del enano y dejó escapar una risita.
—Qué, te has cortado al afeitarte, ¿eh?
Tyrion se llevó los dedos hasta la enorme cicatriz que le iba desde uno de los ojos hasta la barbilla, a través de lo que le quedaba de la nariz. La carne todavía estaba hinchada y caliente al tacto.
—Sí, con una navaja muy grande.
El pelo negrísimo de Bronn estaba recién lavado y cepillado hacia atrás, dejándole al descubierto las líneas duras del rostro. Llevaba botas altas de cuero blando y repujado, un cinturón ancho con remaches de plata y una capa de seda color verde claro. En la lana gris oscuro de su jubón habían bordado en diagonal una cadena en llamas, con hilos en tono verde brillante.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Tyrion—. Te mandé buscar... hace por lo menos dos semanas.
—Dirás más bien hace cuatro días —contestó el mercenario—. Y he venido dos veces, pero estabas más muerto que vivo.
—Muerto no. Aunque bien que lo intentó mi querida hermana. —Tal vez no debería haber dicho aquello en voz alta, pero Tyrion estaba por encima de aquellas cosas. La mano de Cersei se encontraba detrás del intento de asesinato de Ser Mandon; lo percibía con todo su ser—. ¿Qué es esa cosa horrible que llevas en el pecho?
—Mi blasón de caballero —dijo Bronn con una sonrisa—. Una cadena en llamas, de sinople sobre gris humo. Por orden de tu padre, ahora soy Ser Bronn del Aguasnegras, Gnomo. Que no se te olvide.
Tyrion puso las manos sobre el colchón de plumas y retrocedió un poco hasta reclinarse en las almohadas.
—Fui yo quien te prometió armarte caballero, ¿recuerdas? —Aquel «por orden de tu padre» no le había hecho ninguna gracia. Lord Tywin no había perdido el tiempo. Retirar a su hijo de la Torre de la Mano y apoderarse de ella era un mensaje que cualquiera podría interpretar, y aquel era otro—. Pierdo la mitad de la nariz y tú ganas un título de caballero. Los dioses tendrán que darme muchas explicaciones —dijo con tono amargo—. ¿Mi padre te armó caballero en persona?
—No. A aquellos de nosotros que sobrevivimos a la batalla de las torres del cabrestante nos ungió el Septón Supremo, y nos armó caballeros la Guardia Real. Mierda de ceremonia, duró la mitad del día, porque solo quedaban tres de los Espadas Blancas para hacernos los honores.
—Supe que Ser Mandon pereció en la batalla. —«Pod lo lanzó al río, justo antes de que el muy hijo de puta estuviera a punto de atravesarme el corazón con su espada»—. ¿A quién más hemos perdido?
—Al Perro —dijo Bronn—. No murió; solo se largó. Los capas doradas dicen que se acobardó y tú encabezaste la incursión en su lugar.
«No fue una de mis mejores ideas.» Tyrion notaba cómo se tensaba el tejido de la cicatriz cuando fruncía el ceño. Le señaló una silla a Bronn para que se sentara.
—Mi hermana me ha confundido con una seta. Me mantiene en la oscuridad y me alimenta con mierda. Pod es un chico estupendo, pero tiene un nudo en la lengua del tamaño de Roca Casterly, y no confío en la mitad de lo que me cuenta. Lo envié a que me trajera a Ser Jacelyn, y cuando regresó me dijo que estaba muerto.
—Él y varios miles más. —Bronn se sentó.
—¿Cómo murió? —exigió saber Tyrion, que cada vez se sentía peor.
—En la batalla. Tu hermana les mandó a los Kettleblack que llevaran al Rey de vuelta a la Fortaleza Roja, según tengo entendido. Cuando los capas doradas lo vieron irse, la mitad de ellos decidió que se iba con él. Mano de Hierro se les atravesó en el camino e intentó ordenarles que regresaran a la muralla. Dicen que Bywater estaba a punto de hacerlos volver cuando alguien le atravesó el cuello con una flecha. Entonces ya no les dio tanto miedo, así que lo tiraron del caballo y lo mataron.
«Otra deuda que anotar en la lista de Cersei.»
—Mi sobrino —dijo—. Joffrey. ¿Estuvo en peligro?
—No más que algunos y menos que la mayoría.
—¿Ha sufrido algún daño? ¿Lo han herido? ¿Se despeinó, se torció un dedo del pie, se rompió una uña?
—Por lo que tengo entendido, no.
—Ya se lo había dicho a Cersei. ¿Quién está al mando ahora de los capas doradas?
—Tu señor padre los ha puesto bajo las órdenes de uno de sus hombres de occidente, un caballero llamado Addam Marbrand.
En cualquier otro caso, los capas doradas habrían protestado por tener como jefe a un desconocido, pero Ser Addam Marbrand era una elección hábil. Al igual que Jaime, era el tipo de hombre al que los demás seguían de buena gana.
«He perdido la Guardia de la Ciudad.»
—Mandé a Pod en busca de Shagga, pero no ha tenido suerte.
—Los Grajos de Piedra están todavía en el bosque Real. Al parecer, Shagga le ha cogido cariño a ese sitio. Timett volvió a casa con sus Hombres Quemados, con todo el botín que recogieron en el campamento de Stannis tras la batalla. Chella regresó una mañana a la Puerta del Río con una docena de Orejas Negras, pero los capas rojas de tu padre los espantaron, y los desembarqueños les tiraron boñigas y se burlaron.
«Ingratos. Los Orejas Negras murieron por ellos.» Mientras Tyrion yacía allí, narcotizado y soñando, sus parientes le habían arrancado las uñas, una por una.
—Quiero que vayas a ver a mi hermana. Su adorado hijito salió de la batalla sin un arañazo, así que Cersei no tiene ya necesidad de rehenes. Juró que liberaría a Alayaya una vez que...
—Lo hizo. Hace ocho o nueve días, tras los azotes.
—¿Los azotes? —Tyrion se incorporó un poco más, sin hacer caso del súbito pinchazo de dolor que le atravesó el hombro.
—La ataron a un poste en el centro del patio y la flagelaron; después la echaron del castillo, desnuda y ensangrentada.
«Estaba aprendiendo a leer», pensó Tyrion, de manera absurda. La cicatriz que le cruzaba la cara se le tensó, y durante un momento sintió como si la cabeza le fuera a estallar de ira. Alayaya era una puta, sí, pero jamás había conocido a una chica más dulce, valiente e inocente. Tyrion no la había tocado nunca; ella no había sido más que una cortina para ocultar a Shae. Había cometido un descuido imperdonable: no se había parado a pensar en cuánto podría costarle a ella desempeñar aquel papel.
—Le prometí a mi hermana que le daría a Tommen el mismo trato que ella le diera a Alayaya —recordó en voz alta; se sintió como si estuviera a punto de vomitar—. ¿Cómo puedo flagelar a un chico de ocho años? —«Pero si no lo hago, Cersei ganará.»
—Ya no tienes a Tommen —dijo Bronn con brusquedad—. En cuanto supo que Mano de Hierro había muerto, la Reina mandó a los Kettleblack en su busca, y en Rosby nadie tuvo huevos para decirles que no.
Otro golpe; pero también era un alivio, tenía que reconocerlo. Estaba muy encariñado con Tommen.
—Se suponía que los Kettleblack eran nuestros —le recordó a Bronn con una nota de irritación en la voz.
—Lo fueron, mientras les pude dar dos monedas tuyas por cada una que les daba la Reina, pero ha subido las tarifas. Osney y Osfrid fueron armados caballeros después de la batalla, lo mismo que yo. Dios sabe por qué; nadie los vio en combate.
«Mis mercenarios me traicionan, a mis amigos los azotan y deshonran, y yo estoy aquí, pudriéndome —pensó Tyrion—. Y yo que creía que había ganado la mierda de la batalla. ¿A esto es a lo que sabe la victoria?»
—¿Es verdad que Stannis huyó porque lo perseguía el fantasma de Renly?
—Desde las torres del cabrestante —dijo Bronn esbozando una sonrisa— lo único que vimos fueron banderas en el fango y hombres que tiraban sus lanzas para huir, pero hay cientos de ellos en fondas y burdeles que te dirán que vieron a Lord Renly matar a este o a aquel. La mayor parte de las fuerzas de Stannis habían sido de Renly, y dieron media vuelta al verlo glorioso en su armadura verde.
Después de toda su planificación, después del ataque y el puente de naves, después de que le rajaran la cara en dos, a Tyrion lo había eclipsado un muerto.
«Si es verdad que Renly está muerto.» Otra cosa que tendría que investigar.
—¿Cómo escapó Stannis?
—Sus lysenos mantuvieron las galeras en la bahía, al otro lado de tu cadena. Cuando la batalla comenzó a volverse en contra, se aproximaron a la costa de la bahía y recogieron a todos los que pudieron. Al final, los hombres se mataban entre sí para subir a bordo.
—¿Y qué hay de Robb Stark? ¿Qué ha estado haciendo?
—Hay varios de sus lobos abriéndose paso a fuego limpio hacia el Valle Oscuro. Tu padre ha enviado a Lord Tarly para someterlos. Estuve a punto de unirme a él. Se dice que es buen soldado, y manirroto con el botín.
La idea de perder a Bronn fue la gota que colmó el vaso.
—No. Tu lugar está aquí. Tú eres el capitán de la guardia de la Mano.
—Tú no eres la Mano —le recordó Bronn con brusquedad—. Es tu padre, y él ya tiene su puta guardia.
—¿Qué pasó con todos los hombres que contrataste para mí?
—Algunos cayeron en las torres del cabrestante. Este tío tuyo, Ser Kevan, nos pagó a los supervivientes y nos despidió.
—¡Qué amable por su parte! —dijo Tyrion, cáustico—. ¿Significa eso que has perdido el gusto por el oro?
—Ni en sueños.
—Bien —dijo Tyrion—, porque da la casualidad de que todavía te necesito. ¿Qué sabes sobre Ser Mandon Moore?
—Sé que se ahogó bien ahogado —dijo Bronn, echándose a reír.
—Tengo una gran deuda con él, pero ¿cómo pagársela? —Se tocó la cara, palpándose la cicatriz—. A decir verdad, no sabía casi nada de ese hombre.
—Tenía ojos de pescado y vestía una capa blanca. ¿Qué más hay que saber?
—Para empezar, todo —dijo Tyrion. Quería pruebas de que Cersei había pagado a Ser Mandon, pero no se atrevía a decirlo en voz alta. En la Fortaleza Roja, lo mejor que se podía hacer era mantener la boca cerrada. Había ratas por los muros, pajarillos que hablaban demasiado y también arañas—. Ayúdame a levantarme —dijo al tiempo que se debatía con la ropa de cama—. Es hora de que visite a mi padre, y hace tiempo que debería haberme dejado ver.
—Una vista preciosa —se burló Bronn.
—¿Qué importa media nariz en una cara como la mía? Por cierto, hablando de belleza, ¿ya está Margaery Tyrell en Desembarco del Rey?
—No. Pero está a punto de llegar, y la ciudad ya ha enloquecido de amor por ella. Los Tyrell han estado trayendo comida de Altojardín y regalándola en su nombre. Cientos de carromatos a diario. Hay miles de hombres de Tyrell por todas partes, con rositas doradas bordadas en los jubones, y ninguno tiene que pagar lo que bebe. Esposas, viudas o putas, las mujeres entregan su virtud a cualquier adolescente lampiño con una rosa dorada en la tetilla.
«A mí me escupen y a los Tyrell les pagan las copas.» Tyrion se dejó caer de la cama al suelo. Cuando intentó ponerse en pie, sintió como si las piernas se le volvieran de algodón; la habitación comenzó a dar vueltas, y tuvo que agarrarse al brazo de Bronn para no caerse.
—¡Pod! —gritó—. ¡Podrick Payne! ¿En cuál de los siete infiernos te has metido? —El dolor lo roía como un perro sin dientes; Tyrion odiaba la debilidad, sobre todo la propia; aquello lo avergonzaba, y la vergüenza lo ponía rabioso—. ¡Pod, ven ahora mismo!
El chico llegó corriendo. Cuando vio a Tyrion de pie, agarrado del brazo de Bronn, los miró con la boca abierta.
—¡Mi señor! Estáis de pie. ¿Eso es que...? ¿Queréis... queréis un poco de vino? ¿De vino del sueño? ¿Llamo al maestre? Dijo que deberíais quedaros aquí. Quiero decir, quedaros en cama.
—Ya he pasado demasiado tiempo en cama. Tráeme ropa limpia.
—¿Ropa?
A Tyrion le resultaba incomprensible que aquel chico pudiera tener la cabeza tan clara y ser tan resuelto en la batalla, mientras que en cualquier otro momento vivía sumido en la confusión.
—Ropa —repitió—. Túnica, jubón, calzones y calzas. Para mí. Para vestirme. Para salir de esta celda de mierda.
Necesitó la ayuda de los dos para vestirse. Aunque el aspecto de su cara era espantoso, la peor de las heridas era la que tenía donde el brazo se unía al hombro, allí donde una flecha había hecho que la cota de malla se le clavara en la axila. De la carne descolorida aún salían pus y sangre cada vez que el maestre Frenken le cambiaba las vendas, y cualquier movimiento le provocaba un dolor insoportable.
Al final, Tyrion se arregló con un par de calzones y una camisa de dormir enorme que le colgaba suelta sobre los hombros. Bronn le puso las botas, mientras Pod iba en busca de un palo que le hiciera las veces de bastón. Bebió una copa de vino del sueño para coger fuerzas; el vino estaba endulzado con miel y tenía la cantidad justa de leche de la amapola para que pudiera resistir un tiempo el dolor de las heridas.
Y pese a todo, cuando hizo girar el picaporte ya estaba mareado, y el descenso por los peldaños de piedra hizo que le temblaran las piernas. Caminaba con el palo en una mano y la otra apoyada sobre el hombro de Pod. Mientras bajaban se tropezaron con una chica del servicio que subía. Los miró con los ojos muy abiertos, como si estuviera viendo un fantasma.
«El enano se ha levantado de entre los muertos —pensó Tyrion—. Y mira, está aún más feo que antes, corre y cuéntaselo a tus amigas.»
El Torreón de Maegor era el lugar más inaccesible de la Fortaleza Roja, un castillo dentro del castillo, rodeado por un profundo foso seco con estacas afiladas en el fondo. Cuando llegaron a la puerta se encontraron con que el puente levadizo estaba alzado como todas las noches. Ser Meryn Trant estaba allí de pie con su armadura de color claro y su capa blanca.
—Bajad el puente —ordenó Tyrion.
—La Reina ha dado órdenes de levantar el puente por la noche.
Ser Meryn siempre había sido el títere de Cersei.
—La Reina duerme, y tengo cosas que tratar con mi padre.
El nombre de Lord Tywin Lannister tenía algo de mágico. Rezongando, Ser Meryn Trant dio la orden y bajaron el puente levadizo. Había un segundo caballero de la Guardia Real custodiando el otro lado del foso. Ser Osmund Kettleblack compuso una expresión sonriente cuando vio que Tyrion avanzaba cojeante hacia él.
—¿Os sentís más fuerte, mi señor?
—Mucho más. ¿Cuándo es la próxima batalla? Estoy impaciente por combatir.
Sin embargo, cuando Pod y él llegaron a los serpenteantes escalones, Tyrion solo pudo contemplarlos con angustia.
«no podré subir por mi cuenta», se confesó a sí mismo. Se tragó el orgullo y le pidió a Bronn que lo cargara, con la vana esperanza de que a aquella hora no hubiera nadie que pudiera verlo y reírse, nadie que contara la historia del enano al que llevaban en brazos escaleras arriba como a un bebé.
El patio exterior estaba repleto de docenas de tiendas de campaña y pabellones.
—Son hombres de Tyrell —explicó Podrick Payne mientras se abrían camino entre un laberinto de sedas y lonas—. También de Lord Rowan y de Lord Redwyne. no había espacio para todos. Quiero decir, en el castillo. Algunos han alquilado habitaciones. En la ciudad. En posadas y lugares así. Han venido para la boda. La boda del Rey, del rey Joffrey. ¿Estaréis lo bastante restablecido para asistir, mi señor?
—Ni una manada de comadrejas carroñeras podría impedirlo.
Era una de las ventajas que tenían las bodas sobre las batallas: las posibilidades de que alguien le cortara a uno la nariz eran inferiores.
La luz ardía aún débilmente tras las ventanas encortinadas de la Torre de la Mano. Los hombres que custodiaban la puerta llevaban las capas carmesí y los yelmos con el león propios de la guardia personal de su padre. Tyrion los conocía a ambos, y le permitieron pasar al verlo... aunque se dio cuenta de que ninguno podía mirarlo fijamente a la cara.
Dentro se encontraron con Ser Addam Marbrand, que bajaba la escalera de caracol; llevaba el peto negro decorado y la capa dorada de los oficiales de la Guardia de la Ciudad.
—Mi señor —dijo—. Cuánto me alegro de volver a veros en pie. Había oído...
—¿Rumores de que estaban cavando una tumba pequeña? Yo también, y dadas las circunstancias, lo mejor era que me levantase. Tengo entendido que sois el comandante de la Guardia de la Ciudad. ¿Debo daros mi enhorabuena o mis condolencias?
—Me temo que ambas cosas. —Ser Addam sonrió—. La muerte y la deserción me han dejado con cuatro mil cuatrocientos hombres. Solo los dioses y Meñique saben cómo vamos a poder pagar la soldada de tanta gente, pero vuestra hermana me prohíbe que licencie a ninguno.
«¿Sigues nerviosa, Cersei? La batalla ha terminado; los capas doradas ya no te van a ayudar.»
—¿Habéis estado con mi padre? —preguntó Tyrion.
—Sí. Siento deciros que no está del mejor de los talantes. Lord Tywin considera que cuatro mil cuatrocientos guardias son más que suficientes para hallar a un escudero desaparecido, pero vuestro primo Tyrek sigue extraviado.
Tyrek era un chico de trece años, hijo de su difunto tío Tygett. Había desaparecido durante los disturbios, poco después de desposarse con Lady Ermesande, una niña de pecho, que además era la única heredera superviviente de la Casa Hayford.
«Y, posiblemente, la primera novia en la historia de los Siete Reinos que se queda viuda antes de que la desteten.»
—Yo tampoco pude dar con él —confesó Tyrion.
—Está dando de comer a los gusanos —dijo Bronn, con su delicadeza habitual—. Mano de Hierro lo estuvo buscando, y el eunuco prometió una bolsa bien llena. No tuvieron más suerte que nosotros. No insistáis, ser.
—En lo que se refiere a los que llevan su sangre, Lord Tywin es muy terco —dijo Ser Addam, mirando con repugnancia al mercenario—. Quiere al chico, vivo o muerto, y tengo la intención de cumplir su voluntad. —Miró de nuevo a Tyrion—. Hallaréis a vuestro padre en sus aposentos.
«Mis aposentos», pensó Tyrion.
—Ya conozco el camino.
El camino implicaba subir muchos peldaños más, pero esta vez lo hizo por sí mismo, con una mano en el hombro de Pod. Bronn le abrió la puerta. Lord Tywin Lannister estaba sentado al pie de la ventana, escribiendo a la luz de una lámpara de aceite. Al oír el sonido del picaporte levantó la vista.
—Tyrion. —Dejó la pluma a un lado con gesto sereno.
—Me complace que os acordéis de mí, mi señor. —Tyrion soltó el hombro de Pod, apoyó el peso en el bastón y avanzó unos pasos. «Algo anda mal», comprendió enseguida.
—Ser Bronn —dijo Lord Tywin—, Podrick, quizá será mejor que esperéis fuera a que terminemos.
La mirada que Bronn le dedicó a la Mano fue punto menos que insolente; sin embargo, se inclinó y salió de la habitación, con Pod pisándole los talones. La pesada puerta se cerró a sus espaldas, y Tyrion Lannister se quedó a solas con su padre. El frío se hacía sentir en la habitación, a pesar de que las ventanas estaban cerradas por la noche.
«¿Qué mentiras le habrá estado contando Cersei?» El señor de Roca Casterly era tan esbelto como un hombre veinte años más joven e incluso, a su modo austero, resultaba apuesto. Tenía las mejillas cubiertas por patillas rubias de pelo hirsuto que enmarcaban un rostro severo, un cráneo calvo y una boca dura. En torno al cuello llevaba una cadena de manos doradas: los dedos de una agarraban la muñeca de la siguiente.
—Hermosa cadena —dijo Tyrion. «Aunque a mí me sentaba mejor.»
—Será mejor que te sientes —dijo Lord Tywin, haciendo caso omiso de la ironía—. ¿Crees razonable haberte levantado de la cama, dada tu enfermedad?
—Mi enfermedad me pone enfermo. —Tyrion sabía cuánto despreciaba su padre la debilidad; se sentó en la silla más cercana—. Tienes unos aposentos maravillosos. ¿Te puedes creer que, mientras me estaba muriendo, alguien me trasladó a una celda pequeña y oscura en el Torreón de Maegor?
—La Fortaleza Roja está repleta de invitados para la boda. Cuando se marchen te buscaremos habitaciones más adecuadas.
—Me gustaban mucho estas habitaciones. ¿Le has puesto fecha a esa gran boda?
—Joffrey y Margaery se casarán el primer día del nuevo año, que resulta ser el primer día del próximo siglo. La ceremonia será el anuncio de la llegada de una nueva era.
«Una nueva era Lannister», pensó Tyrion.
—Vaya, pues ya tenía otros planes para ese día.
—¿Has venido solamente para quejarte de tu dormitorio y soltar tus patéticos chistes? Tengo que terminar unas cartas muy importantes.
—Muy importantes. Seguro que sí.
—Algunas batallas se ganan con espadas y lanzas; otras, con plumas y cuervos. No me vengas con reproches, Tyrion. Acudí a tu lecho tanto como lo permitió el maestre Ballabar cuando parecía que ibas a morir. —Cruzó los dedos bajo la barbilla—. ¿Por qué echaste a Ballabar?
—El maestre Frenken no está tan decidido a mantenerme inconsciente —respondió Tyrion encogiéndose de hombros.
—Ballabar llegó a la ciudad en la comitiva de Lord Redwyne. Se dice que es un sanador de gran talento. Cersei tuvo la bondad de pedirle que te atendiera. Temía por tu vida.
«Querrás decir que temía que me mantuviera con vida.»
—Sin duda, ese es el motivo por el que no se apartó ni un instante de mi lecho.
—No seas impertinente. Cersei tiene que organizar una boda real; yo estoy llevando a cabo una guerra, y tú llevas al menos quince días fuera de peligro. —Lord Tywin estudió el rostro desfigurado de su hijo, sin permitir que sus ojos verdes parpadearan—. La herida es espantosa, eso sí. ¿Qué locura se apoderó de ti?
—El enemigo estaba a las puertas con un ariete. Si Jaime hubiera liderado la incursión, dirías que se trataba de valor.
—Jaime no cometería la idiotez de quitarse el yelmo durante una batalla. Confío en que hayas matado al hombre que te hirió.
—Desde luego, el muy miserable está bien muerto. —Aunque había sido Podrick Payne quien mató a Ser Mandon, echándolo al río para que se ahogara bajo el peso de la armadura—. Un enemigo muerto es una alegría eterna —dijo con despreocupación, aunque Ser Mandon no había sido su verdadero enemigo. Aquel hombre carecía de razones para querer verlo muerto. «Era solo el ejecutor, y creo que sé quién lo envió. Ella le dijo que se cerciorara de que yo no sobreviviera a la batalla.» Pero sin pruebas, Lord Tywin no prestaría oídos a semejante acusación—. ¿Por qué estás en la ciudad, Padre? —preguntó—. ¿No deberías estar peleando contra Lord Stannis, Robb Stark o cualquier otro?
«Y cuanto antes, mejor.»
—Mientras Lord Redwyne no traiga su flota, carecemos de naves para asaltar Rocadragón. No tiene importancia. El sol de Stannis Baratheon se puso en el Aguasnegras. Y en lo que respecta a Stark, el chico aún está al oeste, pero un gran ejército de norteños, liderado por Helman Tallhart y Robett Glover, baja hacia el Valle Oscuro. He enviado a Lord Tarly para que lo intercepte, mientras Ser Gregor sube por el camino Real para cortarle la retirada. Tallhart y Glover quedarán atrapados entre ellos con la tercera parte de los efectivos de Stark.
—¿El Valle Oscuro? —En el Valle Oscuro no había nada digno de aquel riesgo. ¿Se habría equivocado por fin el Joven Lobo?
—No es nada de lo que tengas que ocuparte. Tienes en el rostro una palidez mortal, y la sangre te empapa las vendas. Di lo que desees y regresa a la cama.
—Lo que deseo... —Sintió la garganta cerrada y en carne viva. ¿Qué deseaba? «Más de lo que tú podrías darme, Padre»—. Pod me dice que Meñique ha sido nombrado señor de Harrenhal.
—Un título vacío mientras Roose Bolton domine el castillo en nombre de Robb Stark, pero Lord Baelish anhelaba el título. Nos prestó grandes servicios en lo relativo a la boda de Tyrell. Los Lannister pagan sus deudas.
La unión matrimonial con la Casa Tyrell había sido en realidad idea de Tyrion, pero alegarlo en aquel momento parecería grosero.
—Ese título podría no ser tan vano como crees —previno—. Meñique no hace nada sin un buen motivo. Pero que sea lo que tenga que ser. Has dicho algo sobre pagar deudas, ¿verdad?
—Y tú quieres tu propia recompensa, ¿no? Muy bien. ¿Qué quieres de mí? ¿Tierras, un castillo, algún cargo?
—Un poco de gratitud no estaría mal, para empezar.
—Los titiriteros y los monos necesitan aplausos —dijo Lord Tywin, mirándolo sin pestañear—. Lo mismo que quería Aerys, por cierto. Tú hiciste lo que te ordenaron, y estoy seguro que pusiste en ello todo tu talento. Nadie niega el papel que has desempeñado.
—¿El papel que he desempeñado? —Los restos de nariz del rostro de Tyrion debieron de encenderse—. Te he salvado esta mierda de ciudad.
—Mucha gente considera que fue mi ataque contra el flanco de Lord Stannis lo que hizo cambiar la suerte de la batalla. Los señores Tyrell, Rowan, Redwyne y Tarly combatieron también con valor, y me dicen que fue tu hermana Cersei la que hizo que los piromantes prepararan el fuego valyrio que destruyó la flota Baratheon.
—Mientras que lo único que yo hice fue recortarme los pelos de la nariz, ¿no? —Tyrion no pudo impedir que la amargura le aflorara a la voz.
—Esa cadena tuya fue un golpe muy astuto y resultó crucial para nuestra victoria. ¿Eso es lo que querías oír? Me han dicho que también hay que agradecerte nuestra alianza con los dornienses. Supongo que te alegrará saber que Myrcella ha llegado sana y salva a Lanza del Sol. Ser Arys Oakheart escribe que le ha tomado mucho cariño a la princesa Arianne y que el príncipe Trystane está encantado con ella. No me gusta entregar un rehén a la Casa Martell, pero me imagino que era inevitable.
—Nosotros también tendremos un rehén —dijo Tyrion—. En el trato estaba incluido un asiento en el Consejo. A no ser que el príncipe Doran traiga un ejército cuando venga a reclamar ese asiento, quedará en nuestro poder.
—Ojalá lo único que quieran exigir los Martell sea un asiento en el Consejo —dijo Lord Tywin—. Tú también le prometiste venganza.
—Le prometí justicia.
—Llámalo como quieras. A fin de cuentas, se reduce a sangre.
—No es un artículo que escasee, ¿verdad? Durante la batalla, crucé lagos de sangre. —Tyrion no veía ningún motivo para eludir el centro de la cuestión—. ¿O acaso le has cogido tanto cariño a Gregor Clegane que no podrías soportar separarte de él?
—Ser Gregor tiene sus cosas, igual que las tenía su hermano. Todo señor necesita una bestia de vez en cuando... Una lección que pareces haber aprendido, a juzgar por Ser Bronn y esos hombres de los clanes.
Tyrion pensó en el ojo quemado de Timett, en Shaga con su hacha, en Chella con su collar de orejas secas. Y en Bronn. Sobre todo en Bronn.
—Los bosques están llenos de bestias —le recordó a su padre—. Y los callejones, también.
—Es verdad. Quizá otros perros puedan cazar igual de bien. Lo pensaré. Si no hay nada más...
—Tienes cartas importantes, claro. —Tyrion se incorporó sobre las piernas vacilantes, cerró los ojos un instante, mientras una oleada de mareo lo sacudía, y dio un paso tembloroso hacia la puerta. Más tarde pensó que debería haber dado un segundo paso y un tercero. Sin embargo, se volvió—. ¿Que qué quiero pedirte? Te diré lo que quiero. Quiero lo que me pertenece por derecho. Quiero Roca Casterly.
—¿Lo que es de tu hermano por nacimiento? —preguntó su padre con dureza.
—Los caballeros de la Guardia Real tienen prohibido casarse, tener hijos y poseer tierras; eso lo sabes tan bien como yo. El día en que Jaime vistió esa capa blanca renunció a sus derechos sobre Roca Casterly, pero no lo has reconocido nunca. El tiempo ha pasado. Quiero que, en presencia del reino, proclames que soy tu hijo y tu heredero legítimo.
Los ojos de Lord Tywin eran de un verde claro con puntitos dorados, tan luminosos como implacables.
—Roca Casterly —declaró con una voz llana, fría y apagada. Y añadió—: Nunca.
La palabra quedó colgando entre ambos, enorme, hiriente, emponzoñada...
«Sabía la respuesta antes de pedirlo —pensó Tyrion—. Han pasado dieciocho años desde que Jaime se unió a la Guardia Real, pero no he mencionado nunca el tema. Debí haberlo sabido. Debí haberlo sabido desde siempre.»
—¿Por qué? —se obligó a preguntar, aunque sabía que se arrepentiría.
—¿Aún lo preguntas? ¿Tú, que mataste a tu madre para venir al mundo? Eres una criatura deforme, taimada, desobediente, dañina, llena de envidia, lujuria y malos instintos. Las leyes de los hombres te dan derecho a llevar mi nombre y lucir mis colores, ya que no puedo demostrar que no seas mío. Para darme lecciones de humildad, los dioses me han condenado a ver cómo te contoneas, mientras exhibes ese orgulloso león que fue blasón de mi padre, y de su padre antes que suyo. Pero ni los dioses ni los hombres podrán obligarme a permitir que conviertas Roca Casterly en tu lupanar.
—¿Mi lupanar? —Por fin se hizo la luz; Tyrion comprendió en aquel momento de dónde había salido toda aquella bilis. Apretó los dientes—. ¿Cersei te ha hablado de Alayaya?
—¿Se llama así? Reconozco que soy incapaz de recordar los nombres de todas tus putas. ¿Quién era aquella con la que te casaste de niño?
—Tysha —escupió la respuesta, desafiante.
—¿Y la que iba detrás del campamento, en el Forca Verde?
—¿Y qué te importa? —preguntó, negándose a pronunciar el nombre de Shae en presencia de su padre.
—Nada. Lo mismo que me importa que vivan o mueran.
—Fuiste tú quien hizo azotar a Yaya. —No se trataba de una pregunta.
—Tu hermana me habló de tus amenazas contra mis nietos. —La voz de Lord Tywin era más fría que el hielo—. ¿Mintió acaso?
—Proferí amenazas, sí. —Tyrion no lo iba a negar—. Para mantener a salvo a Alayaya. Para que los Kettleblack no abusaran de ella.
—¿Para salvar la virtud de una ramera amenazaste a tu Casa, a tu sangre? ¿Así se hacen las cosas?
—Fuiste tú quien me enseñó que una buena amenaza, a veces, dice más que un golpe. Y no es porque Joffrey no me haya hecho perder la paciencia cientos de veces. Si tantas ganas tienes de flagelar a alguien, empieza por él. Pero Tommen... ¿por qué iba a hacerle daño a Tommen? Es un buen chico y lleva mi sangre.
—Igual que tu madre. —Lord Tywin se alzó bruscamente como una torre junto a su hijo enano—. Regresa a tu cama, Tyrion, y no vuelvas a hablarme de tus derechos sobre Roca Casterly. Tendrás tu recompensa, pero será la que yo considere apropiada a tus servicios y tu situación. Y no te equivoques: esta será la última vez que soportaré que avergüences a la Casa Lannister. no tendrás más putas. A la próxima que encuentre en tu cama, la colgaré.
Davos
Contempló durante bastante tiempo cómo crecía la vela mientras decidía si prefería la muerte o la vida.
Sabía que sería más fácil morir. Todo lo que tenía que hacer era arrastrarse de nuevo hasta la cueva y dejar que la nave pasara de largo, y la muerte lo encontraría. La fiebre llevaba varios días consumiéndolo, convirtiéndole las tripas en agua marrón y obligándolo a tiritar en un duermevela agotador. Cada mañana estaba más débil.
«Ya no falta mucho», se repetía.
Si la fiebre no lo mataba, sin duda lo mataría la sed. Allí no tenía agua fresca, a no ser por la escasa lluvia que se acumulaba en los agujeros de la roca. Solo tres días antes (¿o serían cuatro?; en la roca era difícil distinguir un día de otro), los agujeros habían estado secos como huesos viejos, y la visión del agua de la bahía verde y gris que lo rodeaba casi había sido más de lo que podía soportar. Una vez comenzara a beber agua de mar, el final llegaría con celeridad, lo sabía, pero de todos modos tenía la garganta tan reseca que había estado a punto de beber aquel primer trago. Un súbito chaparrón lo había salvado. En aquel momento estaba tan débil que lo único que pudo hacer fue tumbarse bajo la lluvia con los ojos cerrados y la boca abierta, y dejar que el agua le cayera sobre los labios agrietados y la lengua hinchada. Pero después se sintió un poco más fuerte, y los charcos, hendiduras y grietas de la isla volvieron ofrecerle la vida una vez más.
Pero aquello había sido hacía ya tres días, quizá cuatro, y no quedaba casi agua. Una parte se había evaporado, y él se había bebido el resto. Por la mañana estaría de nuevo lamiendo el fango y las piedras frías y húmedas, en el fondo de las hondonadas.
Y si no lo mataban la sed o la fiebre, el hambre acabaría con él. Su isla no era más que un peñasco árido que sobresalía en la inmensidad de la bahía del Aguasnegras. Cuando la marea estaba baja, en ocasiones podía encontrar unos cangrejitos minúsculos en la franja rocosa a la que lo había llevado la corriente tras la batalla. Le daban pellizcos dolorosos en los dedos antes de que los aplastara contra las rocas para chupar la carne de las tenazas y las tripas de los carapachos.
Pero la playa desaparecía cuando la marea comenzaba a subir, y Davos tenía que trepar por las rocas para evitar que el agua lo barriera de nuevo a la bahía. La altura del islote con la marea alta era de unas siete varas sobre el nivel del mar, pero cuando las aguas se agitaban, las salpicaduras llegaban mucho más arriba, así que no tenía manera de mantenerse seco ni siquiera en su caverna (que, en realidad, no era más que un hueco en la roca, bajo un saliente). Solo crecían líquenes en aquel peñasco, y hasta las aves marinas eludían el lugar. De vez en cuando, alguna gaviota se posaba en la cima de la roca, y Davos intentaba cazarla, pero las aves eran demasiado rápidas y no le permitían acercarse. Se dedicó a tirarles piedras, pero estaba demasiado débil para lanzarlas con fuerza, así que incluso cuando lograba darle a una gaviota, esta se limitaba a graznar asustada y después salía volando.
Desde su refugio se veían otras rocas, distantes montículos de piedra más altos que el suyo. El más cercano se elevaba unas veinte varas sobre el agua, calculaba, aunque a aquella distancia no era fácil estar muy seguro. Una nube de gaviotas se posaba allí constantemente, y con frecuencia, Davos pensó en ir a robar los nidos. Pero el agua estaba fría; las corrientes eran traicioneras, y sabía que carecía de fuerzas para nadar aquel trecho. Si lo intentaba moriría con tanta seguridad como si bebiera agua salada.
En el mar Angosto, el otoño era húmedo y lluvioso, lo recordaba de años anteriores. Los días no eran malos siempre que brillara el sol, pero las noches se volvían cada vez más frías, y a veces, el viento barría la bahía, arreando por delante una franja de cabrillas, y Davos no tardaba en encontrarse empapado y tembloroso. La fiebre y los escalofríos lo asaltaban por turno, y sufría ataques de una tos ronca y persistente.
La única protección con la que contaba era su caverna, y resultaba demasiado pequeña. Durante la marea baja, a la orilla rocosa llegaban trozos de madera a la deriva o restos carbonizados de naves, pero Davos no tenía manera de conseguir una chispa para hacer fuego. En cierta ocasión, desesperado, había intentado frotar dos trozos de madera, uno contra el otro, pero estaban podridos, y sus esfuerzos solo dieron como fruto abundantes ampollas. También tenía la ropa empapada, y en la bahía había perdido una bota antes de que el agua lo arrastrara al peñasco.
La sed, el hambre y la intemperie: aquellos eran sus compañeros hora tras hora, día tras día, y ya había llegado a considerarlos sus amigos. Muy pronto, alguno de aquellos amigos se compadecería de él y lo liberaría de su sufrimiento interminable. O quizá, sencillamente, un día se echaría al agua y comenzaría a nadar hacia la orilla que, bien lo sabía, se encontraba al norte, en alguna parte, más allá de su campo de visión. Demasiado lejos para nadar, tan débil como estaba, pero aquello no le importaba. Davos siempre había sido marino; estaba destinado a morir en el mar.
«Los dioses que viven bajo el agua me han estado esperando —se dijo—. Hace mucho que debí ir a reunirme con ellos.»
Pero allí estaba, una vela; solo una manchita en el horizonte, aunque se iba haciendo más grande.
«Una nave, donde no debería haber naves.» Sabía dónde se hallaba su roca, más o menos; era uno de los muchos promontorios que se alzaban en la bahía del Aguasnegras. El más alto de todos se erguía unas cincuenta varas por encima de las aguas, y una docena de peñascos menores sobresalía entre quince y treinta varas. Los marineros los denominaban Arpones del Rey Pescadilla, y sabían que por cada uno que asomaba por encima de la superficie, una docena más acechaba debajo. Todo capitán con sentido común mantenía un rumbo bien apartado de ellos.
Davos, con los ojos claros enrojecidos, vio cómo se hinchaba la vela y trató de captar el sonido del viento atrapado en la lona. «Viene en esta dirección.» A no ser que cambiara de rumbo repentinamente, pasaría tan cerca de su miserable refugio que podrían oírlo. Aquello podía significar la vida. En caso de que quisiera seguir viviendo. Y no estaba muy seguro.
«¿Para qué voy a vivir? —pensó mientras las lágrimas le nublaban la vista—. Sed benévolos, dioses. ¿Para qué? Mis hijos están muertos: Dale y Allard, Maric y Matthos, quizá también Devan. ¿Cómo puede sobrevivir un padre a tantos hijos jóvenes y fuertes? ¿Cómo podré seguir adelante? Soy un carapacho vacío, el cangrejo ha muerto y no queda nada dentro. ¿Acaso no lo veis?»
Habían subido por el río Aguasnegras haciendo tremolar el corazón llameante del Señor de la Luz. Davos y la Betha Negra habían permanecido en la segunda línea de batalla, entre la Espectro de Dale y la Lady Marya de Allard. Maric, su tercer hijo, era el capataz de remeros de la Furia, en el centro de la primera línea, mientras que Matthos era el segundo de a bordo de su padre. Bajo las murallas de la Fortaleza Roja, las galeras de Stannis Baratheon habían entrado en batalla con la flota más pequeña de Joffrey, el niño rey, y durante unos breves momentos, el río había vibrado con el sonido de las cuerdas de los arcos y el crujido de los arietes de hierro, destrozando tanto remos como cascos de naves.
Y de repente, una enorme bestia soltó un rugido, y se vieron rodeados por llamaradas verdes: fuego valyrio, orina de piromantes, el demonio de jade... Matthos estaba de pie a su lado sobre la cubierta de la Betha Negra cuando la nave pareció elevarse sobre el agua. Davos fue a parar al río, donde se debatió impotente, arrastrado por una corriente que lo sacudía. Río arriba, las llamas de veinticinco varas de altura se habían alzado hacia el cielo. Había visto arder la Betha Negra, la Furia y una docena más de naves; había visto a hombres en llamas que saltaban al agua para morir ahogados. La Espectro y la Lady Marya desaparecieron, hundidas, destrozadas o tragadas por el velo de fuego valyrio, y no había tiempo para buscarlas, porque la desembocadura del río se aproximaba, y los Lannister habían levantado allí una enorme cadena de hierro. De orilla a orilla no había otra cosa que naves ardiendo y fuego valyrio. Aquella visión le heló el corazón, y aún recordaba los sonidos: el chisporroteo de las llamas, el siseo del vapor, los gritos de los moribundos... y el golpe de aquel calor horrible contra el rostro mientras la corriente lo arrastraba hacia el infierno.
Lo único que tenía que hacer era quedarse quieto. Unos momentos más y estaría con sus hijos, reposando sobre el frío limo negro del fondo de la bahía, mientras los peces le mordisqueaban la cara.
Sin embargo, aspiró todo el aire que pudo y se sumergió en busca del lecho del río. Su única esperanza consistía en pasar por debajo de la cadena, las naves en llamas y el fuego valyrio que flotaba en la superficie del agua, en nadar deprisa hacia la seguridad de la bahía, al otro lado. Davos siempre había sido un buen nadador, y aquel día no llevaba ninguna prenda metálica, salvo el yelmo que había perdido junto con la Betha Negra. Mientras cortaba el agua, verde y turbia, vio a otros hombres que pataleaban bajo la superficie, arrastrados hacia el fondo por el peso de la cota y la armadura. Davos los dejó atrás, impulsándose con toda la fuerza que le quedaba en las piernas y dejándose llevar por la corriente con los ojos llenos de agua. Bajó más, y más, y más todavía. A cada brazada se le hacía más difícil retener el aliento. Recordó haber visto el fondo, blando y oscuro, cuando un chorro de burbujas se le escapó de la boca. Tocó algo con una pierna... un obstáculo, un pez o quizá un hombre que se ahogaba, nunca lo supo.
En aquel momento necesitaba aire, pero tenía miedo. ¿Habría dejado atrás la cadena? ¿Estaría ya en la bahía? Si emergía bajo una nave, se ahogaría, y si llegaba a la superficie entre las manchas ardientes de fuego valyrio, al tomar aire se le calcinarían los pulmones. Se revolvió en el agua para mirar hacia arriba, pero salvo una verdosa oscuridad no había nada más que ver; giró con demasiada velocidad y, de repente, ya no habría sabido decir dónde estaba la superficie y dónde el fondo. Le entró pánico. Revolvió el fondo del río con las manos y levantó una nube de limo que lo cegó. Parecía que el pecho le iba a estallar. Manoteó en el agua, movió las piernas, empujó y giró mientras sus pulmones exigían aire, se impulsó con las piernas perdido en las tinieblas del río, siguió, siguió y siguió hasta que no tuvo más fuerzas. Cuando abrió la boca para gritar, le entró agua con sabor a sal, y Davos Seaworth supo que se estaba ahogando.
Lo siguiente que recordaba era el sol en lo alto y él sobre una playa de piedras, al pie de un montículo rocoso rodeado por la desierta bahía, con un mástil roto, una vela quemada y un cadáver hinchado a su lado. El mástil, la vela y el cadáver desaparecieron con la siguiente marea alta, dejando a Davos solo en su roca entre los Arpones del Rey Pescadilla.
Sus muchos años como contrabandista le habían hecho conocer las aguas en torno a Desembarco del Rey mejor que cualquiera de las casas donde había vivido, y sabía que su refugio no era más que un puntito en las cartas de navegación, en una zona de la que los marinos se apartaban sin aproximarse nunca... Aunque por ser un buen lugar para esconderse, el propio Davos había pasado por allí un par de veces en sus años de contrabandista.
«Cuando me encuentren aquí, muerto, si me encuentran alguna vez, quizá le pongan mi nombre a esta roca —pensó—. La llamarán Roca Cebolla; será mi lápida y mi legado.» No merecía otra cosa.
«El padre protege a sus hijos», enseñaban los septones, pero Davos había llevado a sus hijos al fuego. Dale no le daría nunca a su esposa el hijo por el que habían rezado, y Allard, con su chica en Antigua, su chica en Desembarco del Rey y su chica en Braavos, solo dejaría atrás mujeres sollozantes. Matthos no sería nunca capitán de una nave propia, como había soñado. Maric no sería nunca armado caballero.
«¿Cómo puedo vivir si todos ellos han muerto? Han caído tantos caballeros valientes y señores poderosos, hombres de noble cuna, mejores que yo... Métete dentro de tu cueva, Davos. Métete ahí y hazte un ovillo; deja que la nave se vaya y nadie te molestará nunca más. Duerme sobre tu almohada de piedra y deja que las gaviotas te picoteen los ojos mientras los cangrejos te devoran. Se lo debes a ellos, a los que tantas veces has devorado. Escóndete, contrabandista. Escóndete, calla y muere.»
La vela estaba casi a su altura. Un momento más y la nave pasaría de largo, y él podría morir en paz.
Se llevó la mano a la garganta en busca del saquito de cuero que siempre llevaba al cuello. Dentro conservaba los huesos de los cuatro dedos que su rey le había cortado el día que lo armó caballero. «Mi buena suerte.» Los muñones de los dedos palparon el pecho y buscaron, sin encontrar nada. El saquito había desaparecido y con él, las falanges. Stannis no había comprendido nunca por qué Davos conservaba aquellos huesos.
—Para acordarme de la justicia de mi rey —masculló entre los labios agrietados. Pero los había perdido—. El fuego se llev