La tiranía del mérito

Michael J. Sandel

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Cuando la pandemia del coronavirus se desató en 2020, Estados Unidos, como otros muchos países, no estaba preparado. Pese a las advertencias realizadas el año anterior por varios expertos en salud pública sobre el riesgo de un contagio viral a escala mundial, e incluso pese a que China ya estaba enfrentándose al brote en enero, Estados Unidos no disponía de suficiente capacidad para llevar a cabo los test generalizados que podrían haber contenido la enfermedad. A medida que aumentaba el número de contagios, el país más rico del mundo se veía impotente para suministrar siquiera las mascarillas y otros elementos protectores que el personal sanitario y de atención personal necesitaba para tratar el alud de pacientes infectados. Los hospitales y los gobiernos de los estados se encontraron pujando unos contra los otros para conseguir test y respiradores para salvar vidas.

Esta falta de preparación tuvo múltiples causas. El presidente Donald Trump, ignorando los avisos de los asesores de salud pública, minimizó la importancia de la crisis durante varias (y cruciales) semanas. Todavía a finales de febrero, recalcaba que «lo tenemos todo muy bajo control [...]. Hemos hecho una labor increíble [...]. Esto va a desaparecer».[1] Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) distribuyeron en un primer momento unos kits de test defectuosos y tardaron tiempo en encontrar una solución. Además, décadas de deslocalización de la producción industrial de las empresas estadounidenses habían hecho que el país fuese dependiente casi por completo de China y de otros fabricantes extranjeros en cuanto al suministro de mascarillas quirúrgicas y equipos de protección médica.[2]

Sin embargo, más allá de la falta de preparación logística, el país tampoco estaba preparado moralmente para la pandemia. Los años previos a esta crisis habían sido una época de hondas divisiones en los planos económico, cultural y político. Décadas de desigualdad en aumento y de resentimiento culturales habían alimentado una airada reacción populista en 2016 que se había traducido en la elección de Trump como presidente, el cual, además, apenas unas semanas después de que el Congreso le incoara un proceso de impeachment finalmente frustrado, tuvo que vérselas con la crisis más grave a la que se había enfrentado el país desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. La división partidista persistió mientras avanzaba la crisis. Muy pocos republicanos (solo el 7 por ciento) afirmaban fiarse de los medios informativos como proveedores de información fidedigna sobre el coronavirus, y muy pocos demócratas (el 4 por ciento) consideraban de fiar la información proporcionada por Trump.[3]

En este ambiente de rencor y desconfianza partidistas, irrumpió una plaga que requería de una solidaridad que muy pocas sociedades pueden recabar salvo en tiempos de guerra. En todo el mundo se extendieron los ruegos y, en muchos casos, las órdenes de que las personas mantuvieran una distancia social, dejaran de ir a sus trabajos y se quedaran en casa. Quienes no tenían la posibilidad de teletrabajar se vieron abocados a la perspectiva de perder su salario y ver desaparecer su empleo. El virus representaba una amenaza sobre todo para las personas de edad avanzada, pero también podía infectar a los jóvenes, y ni siquiera quienes estaban en mejores condiciones para soportarlo sin complicaciones podían estar tranquilos ante la suerte que podían correr sus padres o abuelos.

Desde un punto de vista moral, la pandemia vino a recordarnos nuestra vulnerabilidad, nuestra dependencia mutua. «Todos estamos juntos en esto.» Muchas autoridades y anunciantes echaron instintivamente mano de ese lema. Pero lo que ello evocaba era una solidaridad del temor, ese temor a contagiarse que exigía que se mantuviera la «distancia social». La salud pública requería que expresáramos nuestra solidaridad, nuestra vulnerabilidad compartida, manteniendo las distancias, cumpliendo con las restricciones del autoaislamiento.

La coincidencia de solidaridad y separación es un contrasentido aparente que deja de serlo en el contexto de una pandemia como esta. Aparte de los heroicos miembros del personal sanitario y de los servicios de emergencia, cuya ayuda a los afectados requería de su presencia física personal, y aparte del personal de los supermercados y de los trabajadores de reparto que arriesgaban la salud llevando alimentos y provisiones a quienes permanecían refugiados en sus domicilios, a la mayoría de nosotros se nos decía que el mejor modo de proteger a los demás era mantenernos a distancia de ellos.

No obstante, la paradoja moral de la solidaridad mediante la separación puso de relieve cierta vacuidad en esa afirmación de que «todos estamos juntos en esto». No describía una conciencia de comunidad encarnada en una práctica continuada de obligación mutua y sacrificio compartido. Todo lo contrario: aparecía en escena en un momento de una desigualdad y un rencor partidista casi sin precedentes. El mismo proyecto de globalización orientada al mercado que había dejado a Estados Unidos sin acceso a mascarillas quirúrgicas y medicamentos de fabricación nacional había privado de empleos bien remunerados y de estima social a un vasto número de trabajadores.

Mientras tanto, quienes habían recogido los frutos de la bonanza económica de los mercados, de las cadenas de suministro y de los flujos de capital globalizados cada vez dependían menos de sus conciudadanos, ya fuera como productores, ya fuera como consumidores. Sus perspectivas y su identidad económicas ya no estaban sujetas a una comunidad local o nacional. Los ganadores de la globalización se fueron apartando así de los perdedores y fueron poniendo en práctica su propia versión del distanciamiento social.

La división política más importante, según explicaban los ganadores, ya no era la de la izquierda contra la derecha, sino la de lo abierto contra lo cerrado. En un mundo abierto, decían, el éxito depende de la educación, de prepararse para competir y vencer en una economía global. Eso significa que los gobiernos nacionales deben procurar que todos tengan las mismas oportunidades de recibir la formación en la que se fundamenta el éxito, pero también supone que quienes acaban en la cúspide de la pirámide social terminan creyéndose que se merecen el éxito que han tenido. Y quiere decir asimismo que, si las oportunidades son en verdad las mismas para todos y todas, quienes quedan rezagados se merecen también la suerte que les ha tocado.

Este modo de concebir el éxito dificulta mucho creer que «todos estamos juntos en esto». Más bien invita a los ganadores a considerar que su éxito es obra suya, e induce a los perdedores a pensar que quienes están arriba los miran por encima del hombro, con desdén. Se entiende mejor así por qué aquellos y aquellas a quienes la globalización fue relegando a un segundo lugar acumularon ira y resentimiento, y por qué se sintieron atraídos por los populistas autoritarios que arremeten contra las élites y prometen una contundente reafirmación de las fronteras nacionales.

Ahora son figuras políticas de ese signo, recelosas de los expertos científicos y de la cooperación global, las que deben hacer frente a la pandemia. No va a ser fácil. Movilizarnos para enfrentarnos a la crisis de salud pública mundial que tenemos ante nosotros requiere no solo del conocimiento experto médico y científico, sino también de una renovación moral y política.

La tóxica mezcla de soberbia y resentimiento que aupó a Trump al poder no parece la fuente más adecuada de la que extraer la solidaridad que ahora precisamos. Toda esperanza de renovar nuestra vida moral y cívica pasa por que sepamos entender cómo, durante las pasadas cuatro décadas, pudieron deshacerse tanto nuestros lazos sociales y nuestro respeto mutuo. Este libro pretende explicar cómo ocurrió y analizar cómo podríamos hallar el camino de vuelta a una política del bien común.

Abril de 2020

Brookline, Massachusetts

Introducción. Conseguir entrar

INTRODUCCIÓN

Conseguir entrar

En marzo de 2019, mientras los estudiantes de último curso de secundaria aguardaban las respuestas a sus solicitudes de ingreso en las universidades, varios fiscales federales hicieron un sorprendente anuncio. Acusaron formalmente a treinta y tres padres y madres adinerados de haber participado en un sofisticado plan para conseguir la admisión de sus hijos en universidades de élite como Yale, Stanford, Georgetown o la del Sur de California (USC).[1]

La figura central de aquel fraude era un desaprensivo asesor llamado William Singer que dirigía un negocio que atendía las necesidades de padres ricos y preocupados por la educación de sus hijos. La empresa de Singer estaba especializada en jugar con el supercompetitivo sistema de acceso de nuevo alumnado a las universidades, un sistema que, en las últimas décadas, se había convertido en la principal puerta de acceso a la prosperidad y el prestigio. Para aquellos estudiantes que carecían de las excelentes credenciales académicas que los principales centros universitarios exigían para su admisión, Singer había diseñado unas irregulares soluciones alternativas, como pagar a supervisores de pruebas estandarizadas de acceso a la universidad (como el SAT y el ACT) para mejorar las puntuaciones de los estudiantes rectificando sus formularios de respuestas, o sobornar a entrenadores para que seleccionaran a ciertos solicitantes como deportistas para sus equipos o los programas de sus universidades (daba igual si el estudiante en cuestión practicaba ese deporte siquiera). Llegaba incluso al extremo de superponer con Photoshop los rostros de los solicitantes en imágenes de deportistas reales en acción para facilitar credenciales deportivas falsas.

Singer no proporcionaba ese servicio de admisiones ilícitas a cambio de nada. El presidente de un prestigioso bufete pagó 75.000 dólares para que su hija hiciera un examen de ingreso en la universidad en un centro supervisado por un examinador pagado por Singer que se aseguró de que la estudiante recibía la puntuación mínima que necesitaba. Una familia abonó a Singer 1,2 millones de dólares para que su hija fuera admitida en Yale como nueva incorporación al equipo de fútbol de la universidad, pese a que ella no jugaba a ese deporte. Singer usó 400.000 dólares de ese pago para sobornar al complaciente entrenador de fútbol de Yale, que también fue imputado por la fiscalía federal. Una actriz televisiva y su marido, un diseñador de moda, pagaron a Singer 500.000 dólares para que consiguiera que sus dos hijas entraran en la USC como falsas nuevas incorporaciones al equipo de remo. Otra famosa, la actriz Felicity Huffman, conocida por su papel en la serie Mujeres desesperadas, se benefició, no se sabe cómo, de una oferta especial; por solo 15.000 dólares, su hija pudo disfrutar de los servicios de Singer para amañar la puntuación del SAT.[2]

En total, Singer ingresó 25 millones de dólares a lo largo de los ocho años que duró su fraude en las admisiones universitarias.

El escándalo suscitó una indignación generalizada. En una época de gran polarización, en la que los estadounidenses apenas si podían ponerse de acuerdo en algo, concentró una enorme cobertura informativa y recibió una condena pública de todo el espectro político, tanto desde Fox News como desde MSNBC y tanto desde The Wall Street Journal como desde The New York Times. Todo el mundo coincidía en señalar que sobornar y hacer trampa para acceder a las universidades de élite era reprobable, pero aquella indignación expresaba algo más profundo que el mero enfado por que unos padres pudientes se valieran de medios ilícitos para ayudar a sus retoños a entrar en centros de prestigio. Por razones que a la gente le costaba concretar, aquel era un escándalo emblemático, un affaire que evocaba cuestiones más amplias referidas a quién tiene derecho a progresar y por qué.

Inevitablemente, aquellas expresiones de indignación tuvieron sus modulaciones particulares diferenciadas. Diversos sosias del presidente Trump se dedicaron a burlarse en Twitter y en Fox News de aquellos «liberales» izquierdosos de Hollywood que habían caído en la trampa de semejante fraude. «Mire quiénes son esas personas —declaró Lara Trump, nuera del presidente, en Fox—. La élite de Hollywood, la élite izquierdosa que siempre está hablando de la igualdad para todos y de que todo el mundo debería tener una oportunidad justa, y ahí la tenemos actuando con la mayor de las hipocresías, extendiendo cheques para hacer trampa y conseguir que sus hijos entren en esas universidades, cuando esas plazas deberían haber sido para chicos y chicas que de verdad se las merecían.»[3]

Por su parte, la izquierda liberal coincidía en opinar que aquel fraude privaba a jóvenes debidamente cualificados de las plazas que les correspondían por sus méritos. Con todo, veía en aquel escándalo un ejemplo manifiesto de una injusticia más extendida, la de la influencia que tienen la riqueza o una posición privilegiada a la hora de decidir quién ingresa y quién no en las universidades, aun cuando no haya ilegalidad alguna de por medio. Al anunciar la imputación, el fiscal federal explicitó el que creía que era el principio que estaba en juego: «No puede haber un sistema aparte de acceso a la universidad para los ricos».[4] Pero los editoriales y artículos de opinión no tardaron en señalar que el dinero desempeña sistemáticamente un papel fundamental en las admisiones de nuevos estudiantes, y que este se aprecia de forma más explícita en la consideración especial que muchas universidades estadounidenses dispensan a los hijos de exalumnos y de donantes generosos de fondos.

En respuesta a los intentos de los partidarios de Trump de culpar a la élite «liberal» de aquel escándalo en las admisiones, los medios de centroizquierda publicaron informaciones según las cuales Jared Kushner, yerno del presidente, había sido admitido en Harvard con un expediente académico mediocre después de que su padre, un rico promotor inmobiliario, hubiera donado 2,5 millones de dólares a dicha universidad. El propio Trump, al parecer, había dado 1,5 millones de dólares a la Escuela de Negocios Wharton, de la Universidad de Pennsylvania, más o menos por la misma época en que sus hijos, Donald Jr. e Ivanka, ingresaron como alumnos en dicho centro.[5]

LA ÉTICA DE LA ADMISIÓN

Singer, cerebro del escándalo de las admisiones, reconoció que una buena donación consigue a veces que solicitantes con expedientes situados en el margen de lo aceptable sean admitidos por la «puerta de atrás», pero él aportó a ese sistema su propia técnica, la de la «puerta lateral», según él la llamaba, que era una alternativa más eficiente. Singer les decía a sus clientes que el método convencional de la «puerta de atrás» les costaría «diez veces más» que su sistema tramposo, y era menos seguro. Efectuar una gran donación a una universidad no garantizaba el acceso de un estudiante, mientras que su «puerta lateral» de sobornos y puntuaciones falsificadas sí que lo hacía. «Mis familias quieren garantías», explicó.[6]

Aunque el dinero compra el acceso tanto por la vía «trasera» de admisiones como por la «lateral», ambas modalidades de ingreso no son idénticas desde el punto de vista moral. Para empezar, la puerta de atrás es legal, mientras que la lateral no lo es. El fiscal federal lo dejó muy claro: «No estamos hablando de donar un edificio para que una facultad esté más inclinada a aceptar a tu hijo o tu hija. Estamos hablando de engaño y fraude, de puntuaciones de test falsas, de acreditaciones deportivas falsas, de fotografías falsas, de personal de las universidades sobornado».[7]

Al encausar a Singer, a sus clientes y a los entrenadores que habían aceptado sobornos, los federales no estaban diciéndoles a las universidades que no podían vender plazas de primer curso en sus centros; simplemente se estaban limitando a castigar un ardid fraudulento. Pero, aun dejando la legalidad a un lado, la puerta de atrás y la lateral difieren en otro aspecto: cuando los padres compran la admisión de su hijo o hija por medio de una gran donación, el dinero va a parar al centro educativo en sí, que puede usarlo para mejorar la formación que ofrece a todos los estudiantes. Con el tramposo sistema de Singer, el dinero iba a parar a unos terceros, por lo que nada (o bien poco) contribuía a mejorar el centro en sí. (Al menos uno de los entrenadores a los que Singer sobornó, el del equipo de vela de Stanford, empleó al parecer el dinero para apoyar el programa de ese deporte en su universidad. Otros simplemente se lo embolsaron.)

Desde el punto de vista de la equidad, no obstante, cuesta bastante distinguir entre la «puerta de atrás» y la «puerta lateral». Ambas dan ventaja a hijos o hijas de padres ricos a los que se admite en los centros en sustitución de otros solicitantes mejor cualificados. Ambos sistemas permiten que el dinero valga más que el mérito.

La admisión basada en el mérito sería el elemento definitorio del ingreso por la «puerta principal». En palabras del propio Singer, la puerta principal «significa que entras por tu cuenta». Ese modo de acceso es el que la mayoría de las personas consideran justo; los solicitantes de plaza deben ser admitidos en función de sus propios méritos, y no del dinero de sus padres.

En la práctica, claro está, el asunto no es tan sencillo. El dinero planea tanto sobre la puerta principal como sobre la trasera. En los indicadores de mérito es muy difícil discernir el efecto de la ventaja socioeconómica. Con los test estandarizados como el SAT se pretende evaluar el mérito por sí mismo, de tal forma que los estudiantes de orígenes humildes puedan demostrar sus prometedoras posibilidades intelectuales. En la práctica, sin embargo, las puntuaciones del SAT se ajustan bastante a la renta familiar. Cuanto más rica sea la familia del estudiante, mayor será la puntuación que probablemente obtendrá.[8]

Hay que tener en cuenta que los padres adinerados no solo pueden permitirse matricular a sus hijos en cursillos de preparación del SAT, sino que también pueden contratarles asesores privados para pulir sus solicitudes de ingreso, pueden matricularlos en clases de danza y de música y pueden entrenarlos en la práctica de deportes de élite como la esgrima, el squash, el golf, el tenis, el remo, el lacrosse y la vela (lo que los ayuda a estar más cualificados de cara a la posibilidad de incorporarse a los equipos universitarios de esas especialidades). Esos son algunos de los medios a través de los que unos padres adinerados y afanosos preparan a su progenie para competir por esas codiciadas plazas.

Y luego está la cuestión del precio de la matrícula. En todas las universidades —a excepción de las pocas que disponen de recursos propios suficientes para admitir estudiantes con independencia de la capacidad de pago de estos—, es más probable que accedan quienes no precisan de ayudas económicas para estudiar allí que aquellos otros estudiantes que sí las necesitan.[9]

Dado todo lo anterior, no es de extrañar que más de dos tercios de los estudiantes de las universidades que conforman el prestigioso club de la Ivy League procedan de hogares situados en el 20 por ciento superior de la escala nacional de renta; en Princeton y en Yale, estudian más alumnos y alumnas procedentes del 1 por ciento de familias económicamente más favorecidas del país que del 60 por ciento más pobre.[10] Esta mareante desigualdad a la hora de acceder a ellas se debe en parte a las admisiones por preferencia de «tradición familiar» heredada o en agradecimiento por donaciones (la «puerta de atrás»), pero también es fruto en gran medida de todas las ventajas que llevan en volandas a los hijos de familias acomodadas hasta la «puerta principal».

Algunas voces críticas señalan esa desigualdad como una prueba de que la educación superior no es la meritocracia que dice ser. Desde ese punto de vista, el escándalo en las admisiones universitarias vendría a ser un ejemplo clamoroso de una inequidad más amplia, más generalizada, que impide que el sistema de la educación superior cumpla las expectativas del principio meritocrático que supuestamente profesa.

A pesar de sus discrepancias, quienes consideran que el escándalo de las trampas es una ofensiva desviación respecto a las prácticas convencionales de admisión de nuevos alumnos en los centros y quienes lo ven como un ejemplo extremo de unas tendencias prevalentes de antemano en el ámbito del acceso a la universidad comparten una premisa común: ambos piensan que los alumnos y las alumnas deberían ser aceptados en las universidades conforme a su capacidad y talento, y no en función de factores ajenos a su control. Coinciden, en definitiva, en que el acceso a la universidad debería basarse en el mérito. También están de acuerdo (implícitamente al menos) en que quienes entran por mérito se han ganado su ingreso y, por consiguiente, se «merecen» las ventajas y beneficios que de ello se deriven.

Si esta perspectiva, muy común, es correcta, entonces el problema de la meritocracia no estribaría en su principio de base, sino en que no estemos siendo capaces de estar a la altura de este. Las porfías políticas entre conservadores y progresistas así lo confirmarían. Nuestros debates públicos no tratan de la meritocracia en sí, sino de cómo materializarla. Los conservadores argumentan, por ejemplo, que las políticas de discriminación positiva que tienen en cuenta la raza y la etnia como factores para la admisión de alumnado equivalen a una traición a la idea del acceso por méritos; los progresistas defienden la discriminación positiva porque entienden que es una forma de corregir una inequidad persistente y sostienen que solo se podrá conseguir una verdadera meritocracia si se iguala el terreno de juego tanto para los privilegiados como para los desfavorecidos.

Ahora bien, ese debate pasa por alto la posibilidad de que el problema de la meritocracia sea más profundo.

Consideremos de nuevo el escándalo de las admisiones de alumnado de primer curso en las universidades. La mayor parte de la indignación que suscitó se centró en las trampas y en la injusticia que representaban, pero no deberían preocuparnos menos las actitudes que sirvieron de motivación para esas trampas. En el trasfondo del escándalo se encontraba el supuesto —tan familiar para todos hoy en día que apenas si nos percatamos de él— de que ingresar en una universidad de élite es un premio muy codiciado. El escándalo captó toda esa atención no solo porque involucraba a famosos y a magnates del capital inversión, sino también porque el acceso que trataban de comprar era algo deseado con afán por mucha gente.

¿Por qué lo es? ¿Por qué ser admitido en universidades de prestigio se ha convertido en algo tan intensamente ambicionado que los padres con posibles incurren en un fraude con tal de conseguir que sus hijos entren allí? O, si no lo hacen, cuando menos gastan decenas de miles de dólares en consultores privados sobre admisiones de alumnado y en cursillos de preparación para los test de acceso a fin de potenciar las posibilidades de sus hijos, hasta el punto de que convierten los años de instituto de estos en un estresante tormento de clases de nivel avanzado, potenciación del currículum y afanosa presión. ¿Por qué el ingreso en las universidades de élite ha llegado a adquirir tal importancia en nuestra sociedad que el FBI no tuvo inconveniente en dedicar una abultada cantidad de recursos policiales y jurídicos para desentrañar y sacar a la luz el fraude, y la noticia del escándalo copó titulares y la atención pública durante meses, desde el momento de la imputación de los sospechosos hasta el de la condena de los culpables?

La obsesión por las admisiones tiene su origen en la creciente desigualdad vivida en las décadas recientes. Pone de relieve que ahora hay más en juego en lo relativo a quiénes entran en esos sitios y en cuáles lo hacen. Al aumentar la distancia entre el 10 por ciento más rico y el resto de la sociedad, se incrementó también el valor de estudiar en una institución universitaria de prestigio. Cincuenta años atrás, solicitar el ingreso en la universidad era un paso menos cargado de tensión. Menos de uno de cada cinco estadounidenses habían estudiado una carrera completa de cuatro cursos como mínimo, y quienes sí la habían cursado lo habían hecho mayoritariamente en centros próximos a su lugar de origen. Los rankings de universidades importaban menos que hoy en día.[11]

Sin embargo, al aumentar la desigualdad y al ensancharse la brecha de renta entre los titulados universitarios y los no titulados, la universidad se volvió más importante, y también se hizo más importante la elección del centro universitario. Actualmente, los estudiantes suelen aspirar a entrar en el más selectivo en el que logren ser admitidos.[12] También ha cambiado la forma de criar a los hijos, sobre todo entre los profesionales con formación universitaria. Y, a medida que crece la brecha de renta, también lo hace el miedo a caer. Empeñados en conjurar ese peligro, los padres se han ido implicando cada vez más a fondo en la vida de sus hijos, gestionándoles el tiempo, supervisando sus notas, dirigiendo sus actividades y vigilando que estén lo más cualificados posible para el acceso a la universidad.[13]

Esta epidemia de padres y madres «helicóptero», como se los conoce, no surgió de la nada. Es una reacción angustiada, aunque comprensible, a la creciente desigualdad, y un deseo de los progenitores con dinero de ahorrarles a sus descendientes la precariedad actual de la vida de la clase media. Un título de una universidad de renombre es algo que hoy se ve como la principal vía de movilidad ascendente para quienes aspiran a subir en la escala social y el bastión defensivo más sólido contra la movilidad descendente para quienes aspiran a mantenerse arrellanados en el nivel de las clases acomodadas. Esa es la mentalidad que llevó a unos asustados padres adinerados a recurrir al fraude del acceso amañado a las universidades.

De todos modos, la preocupación económica no es el único factor en esta historia. Además de seguridad y protección frente a la movilidad descendente, lo que estaban comprando los clientes de Singer era algo más, algo menos tangible pero más valioso. Al asegurarse una plaza para sus hijos en universidades de prestigio, estaban adquiriendo el lustre procurado por el mérito.

PUJAR POR EL MÉRITO

En una sociedad desigual, quienes aterrizan en la cima quieren creer que su éxito tiene una justificación moral. En una sociedad meritocrática, eso significa que los ganadores deben creer que se han «ganado» el éxito gracias a su propio talento y esfuerzo.

Por paradójico que parezca, ese era el regalo con el que los padres tramposos querían obsequiar a sus hijos. Si lo único que les hubiese importado hubiera sido hacer posible que sus retoños vivieran en la abundancia económica, podrían haberles regalado fideicomisos. Pero querían algo más; buscaban ese caché meritocrático que la admisión en una universidad de élite confiere.

Así lo entendía Singer y por eso explicó que la «puerta principal» significa que «entras por tu cuenta». Su sistema de engaño era la segunda mejor opción. Por supuesto, ser admitido en una universidad gracias a un SAT amañado o a un historial deportivo fraudulento no es entrar «por tu cuenta». Por eso, la mayoría de esos padres les ocultaron sus maquinaciones a sus hijos. La admisión por la puerta lateral confiere el mismo honor meritocrático que la admisión por la puerta principal únicamente si se oculta el modo de entrada ilícito. Nadie se enorgullece de ir pregonando a los cuatro vientos que «me han admitido en Stanford porque mis padres “untaron” al entrenador de vela».

El contraste de lo anterior con la admisión basada en el mérito parece evidente. Los solicitantes que son admitidos en una universidad por sus brillantes y legítimas credenciales se sienten orgullosos de su logro y consideran que han entrado en ella por su cuenta. Pero eso también es en cierto sentido engañoso. Si bien es verdad que el hecho de que hayan sido aceptados refleja su dedicación y su trabajo, no puede decirse en puridad que todo ha sido tan solo cosa de ellos. ¿Y los padres y profesores que les han ayudado a llegar ahí? ¿Y las cualidades y dones naturales que no han sido completamente obra suya? ¿Y la buena suerte de vivir en una sociedad que cultiva y premia las aptitudes que han resultado tener?

Quienes, a base de esfuerzo y aptitudes, triunfan en una meritocracia competitiva acumulan deudas de una naturaleza que esa competencia misma se encarga de esconder. A medida que la meritocracia se agudiza, el afán por triunfar nos absorbe hasta tal punto que nuestro endeudamiento se vuelve invisible para nosotros. Así es como incluso una meritocracia imparcial, una no alterada por trampas, sobornos ni privilegios especiales para los ricos, induce a sus ganadores a formarse una impresión equivocada, la de que se lo han ganado por cuenta propia. Los años de extenuante esfuerzo que se les exigen a los candidatos a entrar en universidades de élite casi los fuerzan a creer que su éxito es obra suya y de nadie más, y que, si no consiguen acceder a alguna de ellas, solo pueden culparse a sí mismos.

Esa es una carga muy pesada para las personas jóvenes. Y tiene un efecto corrosivo en las sensibilidades cívicas, puesto que, cuanto más nos concebimos como seres hechos a sí mismos y autosuficientes, más difícil nos resulta aprender gratitud y humildad. Y, sin estos dos sentimientos, cuesta mucho preocuparse por el bien común.

El acceso de nuevas promociones de estudiantes a las universidades no es la única ocasión propicia para las controversias en torno al mérito. Los debates sobre quiénes se merecen algo y qué se merecen abundan en la política contemporánea. En apariencia, son debates sobre la equidad: ¿tienen todas las personas una verdadera igualdad de oportunidades para competir por bienes y posiciones sociales deseables?

Pero los desacuerdos en cuanto a nuestra concepción del mérito no se refieren solamente a la equidad. También conciernen a cómo definimos el éxito y el fracaso, el hecho de ganar y perder, y a las actitudes que los ganadores deberían adoptar hacia aquellos menos afortunados que ellos. Son cuestiones revestidas de una fuerte carga moral y emocional, y tendemos a evitarlas hasta que nos vemos forzados a afrontarlas.

Para hallar el modo de superar la polarización política de nuestro tiempo, será necesario lidiar con la cuestión del mérito. ¿En qué sentido se ha reformulado el significado del mérito en las últimas décadas para que ahora contribuya a erosionar la dignidad del trabajo y deje en muchas personas la sensación de que la élite las mira por encima del hombro? ¿Es justificada la creencia de los vencedores de la globalización de que se han ganado su éxito (y, por lo tanto, se lo merecen) o es simplemente el producto de una particular soberbia meritocrática?

En un momento como el actual, en que la ira contra las élites ha llevado a la democracia hasta el borde del abismo, la del mérito es una cuestión que debe tratarse con particular urgencia. Tenemos que preguntarnos si la solución a nuestro inflamable panorama político es llevar una vida más fiel al principio del mérito o si, por el contrario, debemos encontrarla en la búsqueda de un bien común más allá de tanta clasificación y tanto afán de éxito.

1. Ganadores y perdedores

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Ganadores y perdedores

Corren tiempos peligrosos para la democracia. Puede apreciarse dicha amenaza en el crecimiento de la xenofobia y del apoyo popular a figuras autocráticas que ponen a prueba los límites de las normas democráticas. Estas tendencias son preocupantes ya de por sí, pero igual de alarmante es el hecho de que los partidos y los políticos tradicionales comprendan tan poco y tan mal el descontento que está agitando las aguas de la política en todo el mundo.

Hay quienes denuncian el aumento significativo del nacionalismo populista reduciéndolo a poco más que una reacción racista y xenófoba contra la inmigración y el multiculturalismo. Otros lo conciben básicamente en términos económicos y dicen que es una protesta contra la pérdida de empleos provocada por la globalización comercial y las nuevas tecnologías.

Con todo, es un error no ver más que la faceta de intolerancia y fanatismo que encierra la protesta populista, o no interpretarla más que como una queja económica. Y es que, al igual que ocurrió con el triunfo del Brexit en Reino Unido, la elección de Donald Trump en 2016 fue una airada condena a décadas de desigualdad en aumento y de extensión de una versión de la globalización que beneficia a quienes ya están en la cima pero deja a los ciudadanos corrientes sumidos en una sensación de desamparo. También fue una expresión de reproche a un enfoque tecnocrático de la política que hace oídos sordos al malestar de las personas que se sienten abandonadas por la evolución de la economía y la cultura.

La dura realidad es que Trump resultó elegido porque supo explotar un abundante manantial de ansiedades, frustraciones y agravios legítimos a los que los partidos tradicionales no han sabido dar una respuesta convincente. Parecida dificultad afrontan las democracias europeas. Si alguna esperanza tienen esos partidos de recuperar el apoyo popular, esta pasa necesariamente por que se replanteen su misión y su sentido. Para ello, deberían aprender de toda esa protesta populista que los ha desplazado, pero no reproduciendo su xenofobia y su estridente nacionalismo, sino tomándose en serio los agravios legítimos que aparecen ahora entrelazados con sentimientos tan desagradables.

Esa reflexión debería empezar por el reconocimiento de que esos agravios no son solo económicos, sino también morales y culturales; de que no tienen que ver únicamente con los salarios y los puestos de trabajo, sino que atañen asimismo a la estima social.

Los partidos tradicionales y la élite gobernante, viéndose ahora convertidos en el blanco de la protesta populista tienen dificultades para entender lo que ocurre. Lo normal es que su diagnosis del descontento vaya en alguno de los dos siguientes sentidos: o bien lo interpretan como animadversión hacia los inmigrantes y las minorías raciales y étnicas, o bien lo ven como una reacción de angustia ante la globalización y el cambio tecnológico. Ambos diagnósticos pasan por alto algo importante.

DIAGNOSIS DEL DESCONTENTO POPULISTA

Según el primero de esos diagnósticos, el enfado populista contra la élite es principalmente una reacción adversa contra la creciente diversidad racial, étnica y de género. Acostumbrados a dominar la jerarquía social, los votantes varones blancos de clase trabajadora que apoyaron a Trump se sienten amenazados por la perspectiva de convertirse en una minoría en «su» país, «extranjeros en su propia tierra». Tienen la sensación de que ellos son más víctimas de discriminación que las mujeres o las minorías raciales y se sienten oprimidos por las exigencias del discurso público de lo «políticamente correcto». Este diagnóstico —la idea del estatus social herido— pone de relieve los rasgos más inquietantes del sentimiento populista, como el «nativismo»,[*] la misoginia y el racismo expresados en público tanto por Trump como por otros populistas nacionalistas.

El segundo diagnóstico atribuye el malestar de la clase trabajadora a la perplejidad y el desencajamiento causados por el veloz ritmo de los cambios en una era de globalización y tecnología. En el nuevo orden económico, la noción del trabajo vinculado a una carrera laboral para toda la vida es ya cosa del pasado; lo que ahora importa es la innovación, la flexibilidad, el emprendimiento y la disposición constante a adquirir nuevas aptitudes. El problema, según esta explicación, es que muchos trabajadores se sienten molestos por esa obligación de reinventarse que se deriva del hecho de que los puestos de trabajo que antes ocupaban se deslocalicen ahora hacia países donde los salarios son más bajos o se asignen a robots. Añoran —incluso con gran nostalgia— las comunidades locales y las trayectorias laborales estables del pasado. Sintiéndose desubicados ante las fuerzas inexorables de la globalización y la tecnología, estos trabajadores arremeten contra los inmigrantes, el libre comercio y la élite dirigente. Pero la suya es una furia descaminada, pues no se dan cuenta de que están clamando contra fuerzas imperturbables. El mejor modo de abordar su preocupación es poniendo en marcha programas de formación laboral y otras medidas indicadas para ayudarles a adaptarse a los imperativos del cambio global y tecnológico.

Cada uno de estos diagnósticos contiene una parte de verdad, pero ninguno de ellos hace verdadera justicia al populismo. Interpretar la protesta populista como algo malévolo o desencaminado absuelve a la élite dirigente de toda responsabilidad por haber creado las condiciones que han erosionado la dignidad del trabajo e infundido en muchas personas una sensación de afrenta y de impotencia. La rebaja de la categoría económica y cultural de la población trabajadora en décadas recientes no es el resultado de unas fuerzas inexorables, sino la consecuencia del modo en que han gobernado la élite y los partidos políticos tradicionales.

Esa élite está ahora alarmada, y con razón, ante la amenaza que Trump y otros autócratas con respaldo populista representan para las normas democráticas, pero no admite su papel como causante del resentimiento que desembocó en la reacción populista. No ve que las turbulencias que ahora estamos presenciando son una respuesta política a un fracaso igualmente político de proporciones históricas.

LA TECNOCRACIA Y LA GLOBALIZACIÓN FAVORABLE AL MERCADO

En el centro mismo de ese fracaso encontramos el modo en que los partidos tradicionales han concebido y aplicado el proyecto de la globalización durante las cuatro últimas décadas. Dos son los aspectos de ese proyecto que originaron las condiciones que hoy alimentan la protesta populista. Uno es su forma tecnocrática de concebir el bien público; el otro es su modo meritocrático de definir a los ganadores y a los perdedores.

La concepción tecnocrática de la política está ligada a una fe en los mercados; no necesariamente en un capitalismo sin límites, de laissez faire, pero sí en la idea más general de que los mecanismos de mercado son los instrumentos primordiales para conseguir el bien público. Este modo de concebir la política es tecnocrático por cuanto vacía el discurso público de argumentos morales sustantivos y trata materias susceptibles de discusión ideológica como si fueran simples cuestiones de eficiencia económica y, por lo tanto, un coto reservado a los expertos.

No es difícil ver en qué sentido la fe tecnocrática en los mercados preparó el camino para la llegada del descontento populista. Esta globalización impulsada por el mercado trajo consigo desigualdad, y también devaluó las identidades y las lealtades nacionales. Con la libre circulación de bienes y capitales a través de las fronteras de los estados, quienes sacaban provecho de la economía globalizada ponían en valor las identidades cosmopolitas por considerarlas una alternativa progresista e ilustrada a los modos de hacer estrechos, provincianos, del proteccionismo, el tribalismo y el conflicto. La verdadera división política, sostenían, ya no era la que separaba a la izquierda de la derecha, sino a lo abierto de lo cerrado. Eso implicaba que las críticas a las deslocalizaciones, los acuerdos de libre comercio y los flujos ilimitados de capital fuesen consideradas como propias de una mentalidad cerrada más que abierta, y tribal más que global.[1]

Al mismo tiempo, el enfoque tecnocrático de la gobernanza iba tratando muchas cuestiones públicas como asuntos necesitados de una competencia técnica que no estaba al alcance de los ciudadanos de a pie. Con ello se fue angostando el ámbito del debate democrático, se fueron vaciando de contenido los términos del discurso público y se fue generando una sensación creciente de desempoderamiento.

Esta concepción de la globalización como un fenómeno tecnocrático y favorecedor del mercado fue adoptada por los partidos tradicionales tanto de la izquierda como de la derecha. Pero sería esa aceptación del pensamiento y los valores de mercado por parte de los partidos de centroizquierda la que demostraría ser más trascendental, tanto para el proyecto globalizador mismo como para la protesta populista que seguiría a continuación. Para cuando Trump resultó elegido, el Partido Demócrata ya se había convertido en una formación del «liberalismo»[*] tecnocrático, más afín a la clase de los profesionales con titulación superior que al electorado obrero y de clase media que, en su día, había constituido su base. Lo mismo ocurría en Gran Bretaña con el Partido Laborista en el momento del referéndum del Brexit, y también con los partidos socialdemócratas europeos.

Los orígenes de esta transformación se remontan a la década de 1980.[2] Ronald Reagan y Margaret Thatcher defendían que el Estado era el problema y que los mercados eran la solución. Cuando abandonaron la escena política, los políticos de centroizquierda que los sucedieron —Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Gran Bretaña y Gerhard Schröder en Alemania— moderaron aquella fe en el mercado, pero, al mismo tiempo, la consolidaron. Suavizaron las aristas más hirientes de los mercados incontrolados, pero no cuestionaron la premisa central de la era Reagan-Thatcher, la de que los mecanismos de mercado son los instrumentos primordiales para alcanzar el bien público. En consonancia con aquella fe, adoptaron esa versión de la globalización amiga de los mercados y aceptaron gustosos la creciente financierización de la economía.

En la década de 1990, la Administración Clinton formó un frente común con los republicanos en la promoción de acuerdos comerciales globales y en la desregulación del sector financiero. Las ventajas de esas políticas fueron a parar mayormente a quienes se encontraban en la cima social, pero los demócratas hicieron poco por abordar la desigualdad, cada vez más profunda, y el poder del dinero en la política, cada vez mayor. Tras desviarse de su misión tradicional de domesticación del capitalismo y de sujeción del poder económico a la rendición de cuentas democrática, el progresismo de centroizquierda perdió su capacidad inspiradora.

Todo eso pareció cambiar cuando Barack Obama entró en la escena política. En su campaña para las presidenciales de 2008, supo ofrecer una alternativa emocionante al lenguaje gerencial, tecnocrático, que había terminado caracterizando al discurso público de la izquierda «liberal». Mostró que la política progresista podía hablar también el idioma del sentido moral y espiritual.

Pero la energía moral y el idealismo cívico que inspiró como candidato no se trasladaron a su presidencia. Tras asumir el cargo en plena crisis financiera, nombró a asesores económicos que habían promovido la desregulación de las finanzas durante la era Clinton. Alentado por ellos, rescató a los bancos bajo unas condiciones que los exoneraban de rendir cuentas por su conducta previa —justamente la que había desembocado en la crisis— y que ofrecían escasa ayuda a quienes habían perdido sus viviendas.

Acallada así su voz moral, Obama se dedicó más a aplacar la ira popular contra Wall Street que a articularla. Esa indignación, causada por el rescate y persistente en el ambiente, ensombreció la presidencia de Obama y, en última instancia, alimentó un ánimo de protesta populista que se extendió a un extremo y otro del espectro político: a la izquierda, con fenómenos como el movimiento Occupy y la candidatura de Bernie Sanders, y a la derecha, con el movimiento del Tea Party y la elección de Trump.

La revuelta populista en Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa es una reacción negativa dirigida, en general, contra las élites, pero sus víctimas más visibles han sido los partidos políticos liberal-progresistas y de centroizquierda: el Partido Demócrata en Estados Unidos, el Partido Laborista en Gran Bretaña, el Partido Socialdemócrata (SPD) en Alemania (cuyo porcentaje de votos se hundió hasta un mínimo histórico en las elecciones federales de 2017), el Partido Demócrata en Italia (que obtuvo menos del 20 por ciento de los sufragios) y el Partido Socialista en Francia (cuyo candidato presidencial cosechó únicamente el 6 por ciento de los votos en la primera ronda de las elecciones de 2017).

Si quieren tener alguna esperanza de volver a ganarse el apoyo popular, estos partidos necesitan reconsiderar su actual estilo de gobierno tecnocrático y orientado al mercado. También tienen que replantearse algo más sutil, pero no menos trascendental: las actitudes relativas al éxito y el fracaso que han acompañado a la desigualdad en aumento de las últimas décadas. Deben preguntarse por qué quienes no han prosperado en la nueva economía tienen la impresión de que los ganadores los desprecian.

LA RETÓRICA DEL ASCENSO SOCIAL

Así pues, ¿qué es lo que ha incitado ese resentimiento hacia la élite que albergan muchos votantes de clase obrera y de clase media? La respuesta comienza por la creciente desigualdad de las últimas décadas, pero no termina ahí. En última instancia, tiene que ver con el cambio de los términos del reconocimiento y la estima sociales.

La era de la globalización ha repartido sus premios de un modo desigual, por decirlo con suavidad. En Estados Unidos, la mayor parte de los incrementos de renta experimentados desde finales de la década de los setenta del siglo XX han ido a parar al 10 por ciento más rico de la población, mientras que la mitad más pobre prácticamente no ha visto ninguno. En términos reales, la media de la renta anual individual de los varones en edad de trabajar, unos 36.000 dólares, es menor que la de cuatro décadas atrás. En la actualidad, el 1 por ciento más rico de los estadounidenses gana más que todo el 50 por ciento más pobre.[3]

Pero ni siquiera este estallido de desigualdad es la fuente principal de la ira populista. Los estadounidenses toleran desde hace mucho tiempo grandes desigualdades de renta y riqueza, convencidos de que, sea cual sea el punto de partida de una persona en la vida, esta siempre podrá llegar muy alto desde la nada. Esa fe en la posibilidad de la movilidad ascendente es un elemento central del «sueño americano».

Conforme a esa fe, los partidos tradicionales y sus políticos han respondido a la creciente desigualdad invocando la necesidad de aplicar una mayor igualdad de oportunidades: reciclando formativamente a los trabajadores cuyos empleos han desaparecido debido a la globalización y la tecnología; mejorando el acceso a la educación superior, y eliminando las barreras raciales, étnicas y de género. Esta retórica de las oportunidades la resume el conocido lema según el cual, si alguien trabaja duro y cumple las normas, debe poder ascender «hasta donde sus aptitudes lo lleven».

En época reciente, diversos políticos de ambos partidos han reiterado esa máxima hasta la saciedad. Ronald Reagan, George W. Bush y Marco Rubio, entre los republicanos, y Bill Clinton, Barack Obama y Hillary Clinton, entre los demócratas, la han invocado. Obama se aficionó a una variante de esa misma idea tomada de una canción pop: «You can make it if you try» («Puedes conseguirlo si pones tu empeño en ello»). Durante su presidencia, usó esa frase en discursos y declaraciones públicas en más de 140 ocasiones.[4]

Sin embargo, la retórica del ascenso suena ahora a vacía. En la economía actual no es fácil ascender. Los estadounidenses que nacen en familias pobres tienden a seguir siendo pobres al llegar a adultos. Solo alrededor de una de cada cinco personas que nacen en un hogar del 20 por ciento más pobre según la escala de renta estadounidense logra formar parte del 20 por ciento más rico durante su vida; la mayoría no llegan siquiera a ascender hasta el nivel de la clase media.[5] Resulta más fácil ascender desde orígenes pobres en Canadá, o en Alemania, Dinamarca y otros países europeos, que en Estados Unidos.[6]

Esto casa mal con la histórica creencia de que la movilidad es la respuesta estadounidense a la desigualdad. Estados Unidos, tendemos a decirnos a nosotros mismos, puede permitirse preocuparse menos por la desigualdad que las sociedades europeas, más constreñidas por los orígenes de clase, porque aquí es posible ascender. El 70 por ciento de los estadounidenses creen que el pobre puede salir por sí solo de la pobreza, cuando solo el 35 por ciento de los europeos piensan así. Esta fe en la movilidad tal vez explique por qué Estados Unidos tiene un Estado del bienestar menos generoso que el de la mayoría de los grandes países europeos.[7]

Hoy en día, no obstante, los países con mayor movilidad tienden a ser también aquellos con mayor igualdad. La capacidad de ascender, al p

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