INTRODUCCIÓN
La eterna actualidad de Maquiavelo
Transcurridos más de cinco siglos desde su publicación, puede afirmarse con certeza que allí donde haya necesidad de la política se leerá con provecho El príncipe de Maquiavelo. Y, como quiera que hay necesidad de la política cuando los seres humanos viven juntos, es fácil concluir que este librito singular jamás perderá actualidad. Es posible que su brillo pueda quedar oscurecido por la sombra apremiante de las novedades editoriales; sin embargo, esas novedades terminan pasando y El príncipe permanece. Su fuerza descriptiva se deja incluso sentir en el habla, ya que seguimos designando como «maquiavélico» a quien da muestras de una conducta taimada e intrigante. Ahora bien, eso no significa que sepamos a ciencia cierta lo que Maquiavelo quería decir con su obra, ni que tengamos claro lo que puede enseñar a una época tan distinta a la suya. Pero tal vez ahí resida, justamente, el secreto de su éxito: las lecciones que imparte son tan ricas como ambiguas y por eso no dejamos de esforzarnos por desentrañarlas. Viene a la memoria una de las definiciones que Italo Calvino dio de los clásicos: un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.
Sucede que Maquiavelo no señala tampoco el modo en que habríamos de interpretar el significado de lo que escribe. Aunque es patente que El príncipe rompe con la concepción moralista de la política que había predominado hasta entonces, inaugurando un realismo descarnado que hace imposible albergar ilusiones acerca de la probidad de los dirigentes o la búsqueda del bien común, es difícil saber si el propio Maquiavelo era partidario de semejante manera de hacer las cosas o si solamente se esforzaba por describir lo que tenía delante. Pero, si solo quería comunicar a sus contemporáneos el fruto de sus observaciones, ¿buscaba con eso dar herramientas a los príncipes para alcanzar el éxito político o más bien advertía a los súbditos acerca de las estrategias de los poderosos? Sus innumerables comentaristas no han logrado ponerse de acuerdo: ignoramos si Maquiavelo era un asesor de tiranos o un defensor de la libertad, si abogaba por reforzar la virtud republicana o quería dar paso al nihilismo moral, si se sentía un patriota italiano o se desempeñaba como técnico del poder. Dicho de otra manera: ¿era maquiavélico Maquiavelo?
Parece un trabalenguas, pero en ello estriba uno de los misterios de este libro breve y peligroso. Recordemos que su autor, como puede comprobarse en las notas elaboradas por el traductor Mauro Armiño para esta edición, jamás encajó en el modelo del pensador solitario que se encierra en su torre de marfil. Por el contrario, el florentino se adentró en el mundanal ruido de su época y recorrió los pasillos del poder como diplomático y funcionario de su república: en la Florencia que despunta como poder independiente entre 1494 y 1512, Maquiavelo fue secretario administrativo, emisario ante los poderes extranjeros y estratega militar durante casi una década. Había nacido en esa misma ciudad en 1469, donde se convirtió en pupilo del reputado latinista Paolo da Ronciglione antes de recibir, o al menos así se supone en ausencia de registros documentales, formación humanista en la universidad local. Nombrado en 1498 vicecanciller de la república bajo el dominio de la familia Medici, Maquiavelo fue el protegido del administrador vitalicio o gonfaloniere Piero Soderini. Sin embargo, caería en desgracia en 1513 tras verse implicado en una conspiración palaciega contra la familia reinante, ser hecho prisionero y acabar condenado al exilio interior. Así que conoció de cerca los amargos frutos de la vida política, y se antoja inconcebible que esa experiencia personal no haya alimentado su pesimista concepción del ser humano. Hay que imaginarse al historiador, también poeta y dramaturgo, en la oscuridad de la mazmorra. Solo así puede entenderse la aparente lucidez del filósofo político al que hoy seguimos estudiando.
Pero, dado que los siglos no pasan en balde, hay aspectos de El príncipe que se han hecho menos transparentes. Entre ellos se cuenta la originalidad formal del libro, que realiza una operación de subversión genérica semejante a las estrategias de representación propias del modernismo o del posmodernismo. Al fin y al cabo, Maquiavelo presenta una obra que se inscribe de manera explícita en un género de literatura política conocido en su época, los Specula principis que hunden sus raíces en el mundo grecolatino y alcanzan gran difusión durante la Edad Media y el Renacimiento. Estos «espejos de príncipes» tienen por objeto aconsejar a los gobernantes a fin de que ejerzan el poder de manera provechosa para sus súbditos y de acuerdo con un bien común definido a menudo por su concordancia con una moral religiosa. Los tratadistas venían a explicar a los príncipes lo que debían hacer para ser buenos en el ejercicio de su cargo, lo que daba como resultado —ya lo señaló Christopher Rowe en relación con el pensamiento político grecorromano— una sorprendente distancia entre la teoría y la práctica: como si la teoría no quisiera saber lo que hace la práctica. Ahí es donde entra en juego un Maquiavelo dispuesto a terminar con cualquier inocencia, ya sea genuina o hipócrita. Y el vehículo que emplea para revelar la turbia verdad de la política real es precisamente el género que había venido utilizándose para ocultarla: su espejo no recomendará al príncipe que sea bueno, sino que sea eficaz a la hora de conquistar y preservar el poder... incluso si para ello se ve obligado a ser malo. Su maldad será buena para él y eso es lo único que cuenta: la inversión de los valores tradicionales que Maquiavelo lleva a la práctica empieza con la inversión del sentido otorgado tradicionalmente al artefacto literario del que se sirve. Es como si se usara un villancico para blasfemar, con el mérito de que nuestro filósofo fue el primero en atreverse a llamar las cosas por su nombre.
Eso es lo que el propio Maquiavelo se encarga de subrayar cuando reviste a su libro de una legitimación adicional del camino que dice haber seguido para llegar a las conclusiones que se atreve a presentar. El realismo del diagnóstico tiene así como presupuesto el realismo del método; si se acepta la validez del segundo, difícilmente podrá rechazarse la verosimilitud del primero. Maquiavelo inaugura así desde un principio una estrategia retórica consistente en presentar las tesis propias como el producto de un ingrato ejercicio de realismo que coloca a quien lo hace en posición de ventaja ante el resto: atreverse a mirar las cosas de frente, sugiere el florentino, evita que nos dejemos embelesar por las dulces mentiras del utopismo. Se encontraba este último al alza por aquel entonces, como prueba la aparición en 1516 —antes de la publicación de El príncipe en 1532, aunque de este último existan versiones manuscritas anteriores— de la célebre Utopía de Tomás Moro. No es así casualidad que Maquiavelo arremeta contra quienes imaginan «repúblicas y principados que nunca se han visto ni se ha sabido que hayan existido en realidad», presentándose a sí mismo como alguien cuyo propósito es escribir cosas útiles; por eso se atiene antes «a la verdad concreta de las cosas que a lo que se imagina de ellas».
En buena medida, lograrlo implicaba romper el silencio hipócrita que rodeaba al ejercicio del poder y, en el marco genérico del espejo de príncipes, dar al gobernante consejos que se adecuasen a una realidad que aparecía velada por la retórica de las virtudes morales y religiosas. Si bien la literatura política tradicional se basaba en aquello que los gobernantes estaban llamados a hacer, conforme a un tipo de razonamiento que las utopías llevaban al paroxismo exigiendo de todos sus habitantes la misma ejemplaridad a tiempo completo, Maquiavelo rechazará ese proceder. Pensar en términos ideales es inútil, advierte, porque al hacerlo estamos perdiendo de vista la realidad y, con ello, poniéndonos en peligro:
Porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir que quien deja de lado lo que se hace por lo que debería hacerse antes aprende más probablemente a fracasar que a preservarse; porque el hombre que pretenda hacer en todos los terrenos profesión de bueno es fuerza que se hunda entre tantos que no lo son.
Nótese que lo que vale para el príncipe vale asimismo para todos, pues la admonición de Maquiavelo posee carácter universal: los seres humanos no son buenos, y tratar de serlo uno mismo constituye una receta para el fracaso. La decepción del florentino con sus semejantes no parece tener límite, ya que los describe como «ingratos, volubles, simuladores y disimuladores, cobardes ante los peligros y ávidos de provecho». No puede sorprendernos que Maquiavelo deduzca de aquí que un príncipe que deba elegir entre ser amado o ser temido haría bien en escoger lo segundo: ¿para qué correr el riesgo de depender de un sentimiento tan voluble como el amor, cuando los hombres solo se relacionan por el interés?
Hoy estamos acostumbrados a esta visión pesimista, que permea muchas de nuestras ficciones literarias o televisivas: la legitimación de los intereses individuales en la sociedad moderna nos hizo interiorizar el principio de competencia, mientras que el brutal balance del siglo XX nos recordó que el ser humano es capaz de las mayores atrocidades. Pero cuando Maquiavelo levantó frente a su época un espejo libre de adornos, su época no estaba preparada para tal escándalo y de ahí que reaccionase denunciando al mensajero como un monstruo inmoral; si hubieran existido entonces redes sociales, el florentino habría sido objeto de una cancelación fulminante. ¿Cómo podía un exfuncionario atreverse a decir la escandalosa verdad sobre el poder? Surge entonces la corriente intelectual del antimaquiavelismo, en la que jugará un papel destacado la España imperial y católica de Felipe II. En el marco de la contrarreforma que sigue al cisma protestante, inteligencias tan destacadas como la del español Saavedra Fajardo se esforzarían por devolver al genio a la botella insistiendo en el vínculo entre moral y política que hace de la monarquía una forma «natural» de gobierno. Todavía en 1740, Federico II de Prusia escribiría un Antimaquiavelo en el que se esforzaba por refutar El príncipe capítulo por capítulo. Pese a los méritos de la obra, disponible todavía hoy en el mercado editorial, resulta evidente que el ganador de esa contienda fue Maquiavelo y no Federico de Prusia.
¿Y cómo llega Maquiavelo a sus lúgubres conclusiones? ¿Tan realista es su realismo? Su método consiste en la destilación de principios a partir de la observación de los hechos políticos, que a su vez le han sido comunicados por la experiencia directa y por los libros de historia. No suele aludir, sin embargo, a su conocimiento personal de la política; su fuente predilecta son los acontecimientos del pasado, pero se refiere también con frecuencia a los hechos destacados de su época. Por eso habla de un saber adquirido «tras una larga experiencia de las cosas modernas y una continuada lectura de las antiguas», tarea esta última para la que solía engalanarse después de trabajar en su jardín: al encuentro con los maestros antiguos había que presentarse debidamente vestido. Maquiavelo da cuenta de una paradoja epistémica: para conocer al pueblo, hay que ser príncipe; para conocer a los príncipes, conviene pertenecer al pueblo. Es fácil deducir que él mismo se presenta como eslabón intermedio, capaz de explicar al príncipe cómo es el pueblo y de revelar al pueblo cómo son los príncipes. Esta función del intelectual público como médium privilegiado dará mucho juego cuando llegue a inventarse el rol del intelectual público.
La validez general de sus enseñanzas, por lo demás, vendría asegurada por el hecho de que los seres humanos son poco originales: «los hombres casi siempre avanzan por caminos abiertos ya por otros y proceden en sus acciones por imitación». Para gobernarlos mejor, bastaría con conocer las regularidades de su comportamiento y los patrones que permiten explicarlo. Si Maquiavelo ha sido presentado con frecuencia como el fundador de la ciencia política moderna, se debe a su defensa avant la lettre del análisis empírico como base para el conocimiento sistemático de la realidad. La guinda del pastel maquiaveliano sería la sobriedad expositiva, que él mismo describe como la renuncia voluntaria a las «amplias cadencias o palabras ampulosas y magníficas [...] con los que muchos suelen describir y adornar sus cosas». Cuanto más desnuda se la presenta, podríamos decir, más «verdadera» parece la verdad. Aunque, bien mirada, esta estrategia no deja de ser retórica: también la mentira puede hacer alarde de sencillez.
Para el lector contemporáneo que carezca de un interés especializado, los episodios históricos que trufan el texto pueden ser tediosos a ratos. Presentan un interés desigual y, sobre todo, presuponen un conocimiento básico de la Antigüedad que ya hemos perdido. Es interesante, con todo, que Maquiavelo rompa también aquí con los estándares de su tiempo: no solo pone como ejemplo a notorios criminales, como César Borgia, sino que demuestra que estadistas respetados como Moisés o Ciro también mancharon sus manos de sangre. Tampoco se priva de elogiar a figuras minusvaloradas como Agatocles y el propio Borgia: siendo exitosos pese a carecer de ventajas hereditarias, demostraron ser políticamente superiores a sus rivales. Recibe una mención especial nuestro Fernando de Aragón, coetáneo de Maquiavelo, a quien considera casi un «príncipe nuevo» —enfrentado con ello a mayores dificultades— en razón de la debilidad inicial de su mandato. En todo caso, hay dos maneras de relacionarse con el anecdotario histórico que el florentino utiliza para reforzar sus tesis: adentrarse en él con la ayuda de las notas o despreocuparse de su exactitud y tomarlas a beneficio de inventario. A ese respecto, la segunda parte del libro resulta superior a la primera —no por ello desdeñable— debido a la mayor preocupación que en el propio autor suscita el problema del poder en el «principado nuevo», mucho más difícil de conservar que el hereditario.
Decíamos que el realismo del método constituye el aval de las llamativas conclusiones a las que llega Maquiavelo en un libro cuyo tamaño no se compadece con su impacto. Es irónico que una de las frases que mejor las haya resumido no esté en su interior: quien dijo aquello de que «el fin justifica los medios» fue nada menos que Napoleón Bonaparte, que dejó escrita la frase en uno de sus ejemplares de El príncipe y con ello quizá tratase de justificar ante sí mismo su peculiar costumbre de invadir otros países con objeto de modernizarlos. Sostener que el fin justifica los medios es lo mismo que liberar la elección de los medios de toda constricción moral: cualquier cosa vale para alcanzar el fin que se persigue, que en el caso del príncipe es obtener y conservar el poder. De ahí se deduce que los medios empleados para ello serán buenos si son eficaces, pero malos si no lo son. Semejante inversión de los valores tradicionales se aprecia mejor con el ejemplo: torturar a un rival político no será malo en sí mismo, igual que acudir a los oficios religiosos no será tampoco necesariamente bueno; torturar será bueno si sirve a los fines del príncipe y mostrarse piadoso resultará desaconsejable si no produce efecto alguno entre los súbditos. No es que lo bueno sea malo y lo malo sea bueno: depende de las circunstancias.
Para colmo, la virtud del príncipe no residirá en la obediencia a los preceptos morales, sino en su mayor o menor capacidad para reconocer sus oportunidades y aprovecharlas. En otras palabras, el príncipe virtuoso es el príncipe exitoso. Este relativismo moral queda a la vista cuando Maquiavelo escribe que el príncipe «se encontrará alguna cosa que parecerá virtud y que, puesta en práctica, lo llevaría a la ruina, y alguna otra que parecerá vicio y que, puesta en práctica, ha de proporcionarle seguridad y bienestar». El florentino es consciente de la transgresión que está llevando a cabo: cuando se refiere a las crueldades «bien empleadas», matiza en passant que lo hace «si es lícito hablar bien del mal». La novedad radica así en describir la política como una esfera dotada de moral propia; una donde la evaluación de las acciones solo se basa en su eficacia. En consecuencia, quien desee tener éxito político debe estar dispuesto a adentrarse en eso que Rafael del Águila llamó «la senda del mal», dejando de ser bueno —en sentido convencional— si así le conviene. Maquiavelo es elocuente cuando habla del príncipe:
... a menudo, para conservar el poder, se ve obligado a obrar contra su palabra, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión. Y por eso ha de tener dispuesto el ánimo para girar según se lo ordenen los vientos de la fortuna y la mudanza de las cosas; y, como ya he dicho, no apartarse del bien mientras pueda, pero saber entrar en el mal cuando lo necesite.
Es fácil comprobar que una de las consecuencias que acarrea este desnudamiento de la política es la ruptura del vínculo que había venido presumiéndose hasta entonces entre la autoridad legítima y la bondad moral. Para Maquiavelo, no existe manera de juzgar la diferencia entre los usos legítimos e ilegítimos del poder: ¿sobre qué base habríamos de hacerlo? A su entender, poder y legitimidad son la misma cosa: manda quien tiene el poder y nada garantiza que lo obtendrá el más bondadoso de los hombres. La clave está en que los súbditos den por bueno al gobernante, ya sea porque disimula sus vicios o porque les proporciona más ganancias que perjuicios. Si hay que mentir, por tanto, se miente: «Un príncipe prudente no puede ni debe mantener su palabra cuando cumplirla se vuelva contra él y cuando han desaparecido las razones que lo llevaron a comprometerla». Nótese que esto no ha cambiado mucho en la democracia, ya que el dirigente mentiroso no es necesariamente repudiado por los votantes y mentirá si cree que hacerlo le sale a cuenta. Se trata, hoy y siempre, de un cálculo político antes que de una decisión moral.
Tampoco ha pasado de moda —no puede hacerlo— el papel central que Maquiavelo atribuye a los acontecimientos imprevistos. Procede a englobarlos dentro de la categoría clásica de la «fortuna», condenada a mudar tarde o temprano debido a su naturaleza caprichosa; las cosas nunca son como las esperamos, y por eso el príncipe debe ser capaz de adaptarse, preparándose para lidiar con los cambios en lugar de confiarlo todo a la fortuna. Maquiavelo es moderno porque no abraza ni el determinismo ni su contrario: «Considero que la fortuna podría ser árbitro de la mitad de nuestros actos, pero que aun así nos deja gobernar la otra mitad, o casi, a nosotros». La fortuna arruinará al gobernante que no se haya preparado psicológica y políticamente para lidiar con ella; castiga a quien da muestras de rigidez o se aísla de una realidad desagradable. El consejo de Maquiavelo para el príncipe es que conozca los ejemplos históricos y los tenga en cuenta a la hora de tomar decisiones, evitando así creer que sus poderes son excepcionales o que su talento es único. Este énfasis en la adaptabilidad del príncipe se orienta hacia el éxito político: «Creo también que es afortunado el que adapta su forma de proceder a la índole de las circunstancias, y que del mismo modo es desgraciado aquel cuya forma de proceder no se adapta las circunstancias». Si las promesas se rompen o los principios son traicionados, es lo de menos; lo que cuenta es la supervivencia política. En una democracia, sin embargo, el gobernante tendrá que apañárselas para no dar la impresión de buscar solamente su propio interés. Ahí reside la principal diferencia entre el mundo de Maquiavelo y el nuestro: en la democracia es el voto de los ciudadanos el que pone y quita príncipes.
Hay pocas dudas sobre la validez del diagnóstico maquiaveliano cuando se aplica al marco liberaldemocrático. Se trata de una validez parcial, naturalmente, ya que el uso de la violencia en sus distintas formas resulta ya inaceptable. No es que el gobernante se haya vuelto bondadoso, sino que ahora se filtran a la prensa secretos inconvenientes o se traiciona al compañero de partido en lugar de practicarse la tortura. Por lo demás, Maquiavelo dedica pasajes de gran mérito a la cuestión decisiva de la democracia de masas: la imagen del gobernante. Su premisa es clara: «Todos ven bien lo que pareces, pocos sienten lo que eres». Y eso es lo importante, ya que
el vulgo se deja ganar por las apariencias y por el resultado de las cosas; y en el mundo no hay más que vulgo, y la minoría carece de espacio mientras que la mayoría tiene dónde apoyarse.
Se realiza aquí una distinción especialmente útil para comprender el funcionamiento de las democracias de masas: al gobernante exitoso le basta con ganarse a las mayorías, que le darán la victoria en las urnas ante la impotencia —numérica— de las minorías. Para ello, ha de cultivarse la imagen adecuada, que no tiene por qué corresponderse con la realidad: «No es preciso que un príncipe tenga de hecho todas las cualidades mencionadas, pero es indispensable que aparente tenerlas». Por cierto, la construcción de la imagen de candidatos y líderes no ha hecho sino ganar relevancia en unas democracias cada vez más condicionadas, para bien y para mal, por sus sistemas mediáticos. Maquiavelo ya era consciente de la conveniencia de que el príncipe fuese popular; gozar de una popularidad suficiente para ganar las elecciones es ahora una necesidad insoslayable.
Hay otras observaciones que han resistido bien el paso del tiempo y que mantienen su vigencia cinco siglos después. El florentino parece estar hablando de nuestros gobiernos municipales cuando recomienda tener «entretenido al pueblo con fiestas y espectáculos», además de dejarse ver en las reuniones de las asociaciones locales. Y se diría que describe eso que los españoles llaman «síndrome de la Moncloa» cuando recomienda al príncipe huir de los aduladores y seleccionar a un número reducido de consejeros encargados de decirle siempre la verdad. Tampoco se ha hecho más fácil desde entonces transformar la sociedad a través de la política, tarea que Maquiavelo considera de la máxima dificultad. La razón es que las leyes nuevas ponen en peligro los intereses creados: cuando aconseja al príncipe que llega al poder hacer todos los ultrajes a la vez, nos recuerda a esos presidentes que toman las medidas más impopulares en el primer año de legislatura y luego rezan para que den buen efecto antes de ir de nuevo a las urnas. Sería mucho pedir que todos los temas que ocupan a nuestro autor conservasen la misma actualidad; hay pasajes del libro que han aguantado peor el paso del tiempo. Si un primer ministro siguiera la recomendación de Maquiavelo y se ganase fama de tacaño en lugar de comportarse liberalmente con el dinero público, por ejemplo, no sería muy aplaudido por unos votantes que se han acostumbrado a las provisiones estatales y al endeudamiento perpetuo. Del mismo modo, no parece que la volubilidad de la opinión popular pueda remediarse obligando a los votantes a «creer por la fuerza». Nuestros príncipes electos están hoy desarmados, salvo que consideremos la propaganda y el clientelismo como modernas armas de combate cuyo rendimiento ha de medirse el día de las elecciones. Poco pueden aprovecharnos las reflexiones sobre la defensa de las ciudades asediadas por el enemigo o la utilidad de las fortalezas; lo mismo cabe decir de las consideraciones sobre los principados eclesiásticos. Más interés tiene la distinción entre los ejércitos formados por ciudadanos amantes de la república y los compuestos por mercenarios sin vínculo emocional con ella, que anticipa algunos de nuestros debates acerca de la desafección cívica en las sociedades pluralistas.
Pero volvamos al principio: ¿fue Maquiavelo el primer maquiavélico? Todavía no lo sabemos; sus eminentes intérpretes divergen. El filósofo Leo Strauss lo tachó de «maestro del mal», viendo inmoralidad allí donde su colega Benedetto Croce solo encontraba un realismo amoral; por su parte, el historiador Quentin Skinner entiende que el recurso a la crueldad o la violencia solo es el último recurso del príncipe. Otra posibilidad, defendida en su momento por Ernst Cassirer, es considerar al florentino como un científico de la política: alguien que explica de qué manera se hace la política sin emitir juicios morales. Y también está, claro, la posibilidad que ya adelantó el mismísimo Jean-Jacques Rousseau: que el verdadero fin de El príncipe sea enseñar a los lectores cuál es la auténtica naturaleza del príncipe, a fin de que los súbditos —que andando el tiempo se convertirán en ciudadanos democráticos— puedan defenderse de sus artimañas. Desde este punto de vista, Maquiavelo desvelaría lo que está oculto; como si derribase la cuarta pared del teatro político. Pero cabe aún mayor sutileza: Garrett Mattingly ha visto en la obra una sátira de los principados de la época, mientras que Mary Dietz ha sugerido que Maquiavelo ofrece maquiavélicamente sus consejos a sabiendas de que quien los siga al pie de la letra fracasará sin remedio. Por último, mientras que autores como John Pocock identifican a Maquiavelo con un continuador del republicanismo de la Antigüedad, Paul Rahe lo ha juzgado fundador de un nuevo republicanismo moderno y los neorromanos como Skinner o Pettit lo elevan a la condición de predecesor de una libertad entendida como ausencia de dominación. No hay un único Maquiavelo, por lo tanto, sino muchos Maquiavelos posibles.
A este respecto, se ha sugerido que la imposibilidad de encontrar un acuerdo acerca del sentido último de El príncipe, respondiendo así a la pregunta de si Maquiavelo es un autor moderno o alguien que todavía pertenece al mundo clásico, obedece al hecho de que su pensamiento se inscribe en un momento de transición histórica. De ahí que su concepto de lo stato sea todavía patrimonial, por ejemplo, como algo que posee el príncipe y no puede identificarse con un Estado moderno que no es propiedad de nadie. Igualmente, su libro está trufado de anécdotas e historias extraídas de la Antigüedad, lo que sugiere un respeto a la tradición; las conclusiones que extrae de ellas, sin embargo, no dejan de ser audaces y potencialmente subversivas. En suma: sabemos quién era Maquiavelo, pero no sabemos qué hacer con él. Y si bien existe una imagen estereotipada de su figura, heredada del viejo antimaquiavelismo que lo denunció como diabólico saboteador del viejo orden políticorreligioso, su pensamiento es demasiado ambiguo para encajar en cualquier molde. Pero debe alegrarnos no saber exactamente lo que el escritor florentino quiso decirnos: recae en cada uno de sus nuevos lectores la tarea de averiguarlo.
MANUEL ARIAS MALDONADO
Referencias
Calvino, Italo, Por qué leer a los clásicos, Barcelona, Tusquets, 1993. Cassirer, Ernst, El mito del Estado, México, Fondo de Cultura Económica, 1968.
Cassirer, Ernst, El mito del Estado, México, Fondo de Cultura Económica, 1968.
Croce, Benedetto, Elementi di politica, Bari, Laterza, 1974.
Dietz, Mary, «Trapping the Prince: Machiavelli and the Politics of Deception», American Political Science Review, LXXX, n.º 3 (1986), pp. 777-799.
Del Águila, Rafael, La senda del mal. Política y razón de Estado, Barcelona, Taurus, 2000.
De Prusia, Federico II, Antimaquiavelo. O refutación del Príncipe de Maquiavelo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995.
Mattingly, Garrett, «Machiavelli’s Prince: Political Science or Political Satire?», The American Scholar, XXVII, n.º 4 (1958), pp. 482-491.
Moro, Tomás, Utopía, Madrid, Alianza, 2012.
Pettit, Philippe, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Barcelona, Paidós, 1999.
Pocock, John, El momento maquiavélico, Madrid, Tecnos, 2008.
Rahe, Paul, Against Throne and Altar: Machiavelli and Political Theory under the English Republic, Cambridge, Cambridge University Press, 2008.
Rousseau, Jean-Jacques, Del Contrato social, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Alianza, 2012.
Rowe, Christopher, «Introduction», en C. Rowe y Malcom Schofield, eds., The Cambridge History of Greek and Roman Political Thought, Cambridge, Cambridge University Press, 2005, pp. 1-10.
Saavedra Fajardo, Diego, Empresas políticas, Madrid, Cátedra, 1999.
Strauss, Leo, Pensamientos sobre Maquiavelo, Buenos Aires, Amorrortu, 2019.
Skinner, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno, I. El Renacimiento, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2014.
Nota sobre esta edición
En 1532, cinco años después de la muerte de Maquiavelo, los tipógrafos Antonio Blado de Roma y Bernardo da Giunta de Florencia publican las dos primeras ediciones de una obra que el 10 de diciembre de 1513 se hallaba, según carta del autor desde su destierro en Sant’Andrea in Percussina a Francesco Vettori —embajador florentino en la corte del papa León X—, en un estado de gestación tan avanzado que ya había sido leída por un amigo común, Filipo Casavecchia. Desde ese inicio, el título De principatibus —en latín, como los títulos capitulares, que siguen el uso, casi la necesidad, del lenguaje curialesco— quedaba sustituido por Il Principe —ya admitido por la tradición—, y el texto era sometido por los impresores a una reelaboración que facilitaba la comprensión de pasajes sintácticamente fracturados u oscuros para una lectura inmediata, o faltos de concordancia, o con cambios de sujeto, o incluso con censura de la espontaneidad expresiva propia del lenguaje hablado (y florentino), etc. El texto manuscrito de Maquiavelo se perdió y sus ediciones fueron condenadas por el Índice de Roma para toda la Europa católica y maldecidas por el naciente protestantismo; solo en el último suspiro del siglo XIX, en 1899, se inicia su edición con criterios científicos a partir de seis códices, sin parentesco con la copia utilizada por esas primeras ediciones.
La gestación de El príncipe parece estar concluida en la primavera de 1514, aunque la dedicatoria definitiva al «magnífico» Lorenzo di Piero de Médicis —en un intento por pa