El fuego de la libertad

Wolfram Eilenberger

Fragmento

libro-4

 

EL PROYECTO

«¿Para qué empezar si hay que detenerse?»(1) No está mal para un comienzo. El ensayo va a tratar precisamente de la tensión entre la finitud de la propia existencia y la infinitud manifiesta de este mundo. Al fin y al cabo, tras una breve reflexión, este abismo amenaza con reducir al absurdo cada plan, cada proyecto, cada meta propuesta. Y da lo mismo que consista en conquistar la Tierra entera o solo en cuidar del propio jardín.(2) Todo acaba en lo mismo. Si no lo hacen otros, será el tiempo el que un día se encargue de destruir la obra creada y relegarla para siempre al olvido. Como si nunca hubiera existido. Un destino tan seguro como la propia muerte.

Entonces ¿por qué hacer algo en lugar de no hacer nada? O, para decirlo en forma de una clásica tríada de preguntas: «¿Cuál es entonces la medida del hombre? ¿Qué fines puede proponerse? Y ¿qué esperanzas puede abrigar?».(3) Sí, eso era. Eso era ella, ¡la estructura buscada!

Desde su mesa en una esquina del segundo piso del Café de Flore, Simone de Beauvoir veía pasar a los transeúntes. Se apresuraban. Eran los otros. Todos y cada uno tenían una conciencia propia. Caminaban acompañados de sus temores y preocupaciones, sus planes y esperanzas. Como ella misma. Una entre miles de millones. Cada vez que lo pensaba, un escalofrío le recorría la espalda.

A Beauvoir le había resultado difícil cumplir lo convenido. No coincidía del todo con la temática deseada por el editor Jean Grenier. Él quería que escribiera un texto sobre «el existencialismo para una antología de determinadas corrientes de pensamiento actuales».(4) Por aquel entonces, ni Sartre ni Beauvoir habían reclamado para sí este término. Era una invención reciente de los suplementos de prensa, nada más.

La ironía del tema que le había propuesto no podía ser mayor. Porque si había un leitmotiv que había marcado su camino y el de Sartre durante los últimos diez años, era la rotunda negativa a aceptar las etiquetas que otros hubieran rebuscado para ellos. Exactamente ese tipo de rebeldía había sido el núcleo del proyecto de Simone… o lo fue hasta entonces.

LOS MEJORES AÑOS

Ya podrían otros llamarlo tranquilamente «existencialismo». Ella evitaría de forma deliberada ese término. Haría, como autora, solo lo que más resueltamente se propuso hacer desde las primeras anotaciones en sus diarios de juventud, esto es, concentrarse todo lo que pudiera en las preguntas que atormentaban su existencia (y cuyas respuestas aún no conocía). Curiosamente, seguían siendo las mismas. Por encima de todas, la pregunta por el posible sentido de su propia existencia, así como la pregunta por la importancia de otras personas en su vida.

Sin embargo, Beauvoir nunca había sentido tanta seguridad y libertad con estas reflexiones como en la primavera de 1943. En el apogeo de otra guerra mundial. En medio de su ciudad ocupada. A pesar de las cartillas de racionamiento y de los problemas de suministro, a pesar de la continua abstinencia de café y tabaco (Sartre estaba tan desesperado que todas las mañanas gateaba por el suelo del Café de Flore para recoger las colillas de la noche anterior), a pesar de los controles diarios y de los toques de queda, a pesar de la omnipresente censura y de los soldados alemanes que pululaban cada vez con mayor insolencia por los cafés de Montparnasse… Mientras encontrara tiempo y sosiego suficientes para escribir, podría soportar todo lo demás.

Gallimard publicaría en otoño su primera novela.(5) Tenía una segunda terminada en el cajón.(6) También llevaba muy adelantada una obra teatral.(7) Era la hora de escribir su primer ensayo filosófico. La obra de mil páginas de Sartre El ser y la nada estaba en la imprenta. Y en un mes se estrenaría su obra teatral Las moscas en el Théâtre de la Cité. Su única obra política hasta el momento.

Todo ello era la cosecha intelectual de una década, en el curso de la cual ella y Sartre habían creado juntos un estilo de filosofar totalmente nuevo. Además de —siendo ambos inseparables— nuevas formas de vivir su vida: privada, profesional, literaria, erótica.

Cuando Beauvoir todavía estudiaba filosofía en la École Normale Supérieure —Sartre la invitó a su casa para explicarle el pensamiento de Leibniz—, los dos sellaron un pacto de amor muy particular: se prometieron uno al otro fidelidad y sinceridad intelectual sin dejar de estar abiertos a otras atracciones. Serían absolutamente necesarios el uno para el otro, y contingentes para los demás. Una estrecha y dinámica pareja en la que el resto del mundo podría reflejarse según su voluntad. Este proyecto los llevaría desde entonces a nuevos comienzos y aventuras: de París a Berlín y a Atenas; de Husserl a Hegel, pasando por Heidegger; de tratados a novelas y a obras dramáticas. De la nicotina a la mescalina y a la anfetamina. De la «pequeña rusa» al «pequeño Bost» y a la «rusa más pequeña». De Nizan a Merleau-Ponty y a Camus. Él seguiría con ella, y más decidida y firmemente que nunca («Vivir un amor significa proyectarse a través de él hacia nuevas metas»).(8)

Sus horas lectivas semanales (un máximo de dieciséis) como profesores de filosofía les permitían cumplir con su trabajo sin mayores compromisos. En lugar de ceñirse al plan de estudios, dejaban que sus alumnos discutieran libremente entre ellos después de unas breves exposiciones introductorias (siempre fue un acierto). Pagaban las facturas. Al menos parte de ellas. No solo tenían que costear su propio sustento, sino también el de gran parte de su «familia». Cinco años después, en París, Olga todavía seguía con su carrera de actriz en la casilla de salida. El pequeño Bost apenas conseguía, como periodista independiente, llegar a fin de mes, y la hermana menor de Olga, Wanda, todavía andaba buscando desesperada algo que se ajustara completamente a ella. Solo Natalie Sorokin, la incorporación más joven, era del todo independiente; nada más comenzar la guerra se había especializado en la sustracción de bicicletas, y desde entonces había dirigido un bien organizado —y al parecer tolerado por los nazis— mercado negro cada vez mejor surtido.

LA SITUACIÓN

Una vez más, Beauvoir había dejado cicatrizar las experiencias de la guerra y de la ocupación. Justo durante los meses anteriores, su convivencia le había permitido —eso le parecía como la verdadera cabeza de familia que era— encontrarse realmente a sí misma. Cada cual disfrutaba de su papel sin verse reducido a él. Todos conocían sus deberes y derechos sin ser demasiado rígidos con ellos. Cada uno se sentía satisfecho consigo mismo, pero juntos no se aburrían.

Por eso, el inminente anuncio de la sentencia no preocupaba a Beauvoir solo por ella. Desde hacía más de un año, los detectives de las autoridades de Vichy estaban ocupados investigándola. De forma casual, la madre de Sorokin había encontrado en un cajón una correspondencia íntima entre su hija y la profesora de filosofía que entonces tenía. Una vez hecho el descubrimiento, llevó a cabo sus propias pesquisas y finalmente presentó el material a las autoridades. El procedimiento, decía en su denuncia, era siempre el mismo: primero, Beauvoir hacía en privado amistad con las alumnas y exalumnas que la admiraban, luego las seducía sexualmente y, tiempo después, se las transfería al compañero de su vida, el profesor de filosofía y literato Jean-Paul Sartre. El foco de las pesquisas se desplazaba así hacia unos hechos constitutivos de «inducción al comportamiento disoluto»(9) que amenazaban a Beauvoir con las consecuencias de una eventual declaración de culpabilidad; la retirada permanente de la docencia sería la más leve.

Hasta entonces solo se sabía que Sorokin, Bost y Sartre habían decidido no declarar en sus citaciones. Fuera de las referidas cartas a Sorokin, que no incriminaban a Beauvoir de una manera concluyente, no había una prueba clara. En cambio, la cantidad de indicios que los detectives del régimen de Pétain habían recabado daban una idea bastante exacta de la posición docente de Beauvoir en el espectro político, y que casaba con su particular existencia.

En lugar de residir en apartamentos, desde hacía años vivían juntos en hoteles de Montparnasse. Allí bailaban y reían, cocinaban y bebían, discutían y dormían unos con otros. Sin presiones externas. No había reglas fijas. Y, sobre todo —en la medida de lo posible—, no había falsas promesas ni renuncias. ¿No podía ser una simple mirada, un roce ocasional, una noche en blanco colectiva, la posible chispa que encendiese el fuego de una vida renovada? Ellos querían creerlo. Sí, al menos para Beauvoir y Sartre, el ser humano solo era él mismo como principiante.

No se llega a ninguna parte. Solo hay puntos de partida, comienzos. Con cada ser humano, la humanidad empieza de nuevo. Y de ahí que el joven que busca su lugar en el mundo no lo halle al principio y se sienta perdido.(10)

Esta era también una forma de explicar por qué Beauvoir tomó a Olga, a Wanda, al pequeño Bost y a Sorokin, una vez llegados a París desde la provincia, bajo su protección y los acogió, los amparó y los mantuvo. Era para sacar a aquellos jóvenes de su evidente estado de abandono y ofrecerles la libertad. Para animarlos a hacerse su propio lugar en el mundo, en vez de quedarse en el que tenían asignado. Esto pasaba por ser un acto de amor, no de sumisión, del eros vivo, no del ciego desenfreno. Un acto en el que se preservaba la humanidad. Porque «el hombre solo es él mismo cuando se elige a sí mismo; si rehúsa elegirse, se destruye».(11)

PECADOS MORTALES

Si, de conformidad con su nueva filosofía, había algo que, después de la muerte de Dios, ocupase el puesto del «pecado», era el rechazo voluntario de aquella libertad. Era preciso evitar a toda costa esa autoinfligida destrucción. Tanto en uno mismo como en los demás. Tanto en el ámbito privado como en el político. Y hacerlo en el aquí y ahora en nombre de la vida y como celebración de esta. Y no como el presunto «existencialista» Martin Heidegger parecía enseñar desde las provincias germanas, en nombre de un «ser para la muerte». «El ser humano existe en forma de proyectos que no están referidos a la muerte, sino que tienen determinados fines. […] Uno no existe, pues, “para” la muerte.»(12)

El único ser que importaba era el ser de este mundo. Los únicos valores esenciales eran los del más acá. Su único origen en verdad esencial era la voluntad de un sujeto libre para conquistar su libertad. Eso era justo lo que significaba «existir» como ser humano.

Exactamente esta forma de existencia era la que Hitler y los suyos trataban de destruir y de extinguir. Ese había sido precisamente su objetivo cuando, tres años antes, se habían lanzado sobre la tierra de Beauvoir para, tras su victoria final sobre el mundo, dictar e imponer, hasta al último ser humano que quedase sobre la Tierra, cómo tenía que escribir un ensayo e incluso cuidar de su jardín.

No, en realidad tenía mejores cosas que hacer que estar preocupada por el juicio de aquellos provincianos fascistas. ¡Le iban a retirar la autorización para dar clases! ¡Tendría que volver a hacerse un proyecto de vida! Sobre todo en un momento en que parecían abrírsele simultáneamente muchas puertas.

LA MORAL

Simone de Beauvoir se ilusionaba cuando veía la ocasión de participar en discusiones. Por la tarde asistiría al estreno de la última obra teatral de Sartre. Luego, como siempre, se iría de fiesta. Camus también había anunciado su presencia. Hasta entonces Beauvoir había permanecido fiel a sus propias ideas, y ahora estas le ofrecían la posibilidad de una nueva definición del hombre como ser que actúa. Y una definición que no estaba, como en Sartre, últimamente vacía de contenido, ni, como en Camus, abocada al absurdo. En su ensayo expondría otra alternativa. Una tercera vía propia.

Alcanzaba a ver que la medida de la acción auténticamente humana se hallaba, según esa vía, interiormente limitada por dos extremos: uno era el de la imposición totalitaria y el otro, el de la actitud absolutamente asocial. En concreto, se encontraba entre la meta necesariamente solitaria de conquistar el mundo y la aspiración también solitaria de cultivar el propio jardín. Y, en medio de todo —bastaba con mirar por la ventana—, había otros seres humanos distintos a uno. Sobre esta base había que fijar los fines del compromiso moral entre dos extremos: el de la piedad, con el vaciamiento de uno mismo, necesariamente omnidireccional, con «todas» las personas que sufren, y el de la atención exclusiva a los intereses privados. Como una escena de la vida real. «Una joven está molesta porque sus zapatos tienen agujeros por donde entra el agua. Mientras tanto, otra acaso llore por los horrores de la hambruna en China.»(13)

Beauvoir ya había conocido esta situación. La joven con agujeros en sus zapatos era ella (o, mejor dicho, una versión anterior de sí misma). Y la otra joven era la llorona Simone Weil, antigua compañera de estudios. Desde entonces, no había vuelto a encontrar a nadie que rompiera a llorar de forma espontánea debido a una catástrofe en algún lugar lejano que parecía no tener nada que ver con su vida. La vida de esta otra Simone era todavía un misterio para ella.

Beauvoir hizo una pausa y miró su reloj; era ya tarde. Mañana temprano volvería al Café de Flore para reflexionar una vez más sobre ese misterio.

LA MISIÓN

A principios de 1943, Simone Weil estaba, como Simone de Beauvoir, decidida a abrir caminos radicalmente nuevos. La gravedad de la situación no le dejaba otra opción. Aquella francesa de treinta y cuatro años estaba esa primavera más segura que nunca de que debía enfrentarse a un enemigo de un modo que justificaba por sí solo el mayor de los sacrificios. Para una persona de profundas convicciones religiosas como Weil, este sacrificio no consistía en dar su propia vida, sino en quitársela a otro.

«Cuando esté preparada —escribió aquella primavera en el diario donde vertía sus pensamientos— para matar alemanes en caso de necesidad estratégica, no lo haré porque yo haya sufrido por su causa. No porque odien a Dios y a Cristo, sino porque son el enemigo de todas las naciones de la Tierra, incluida la mía, y porque lamentablemente, para mi gran dolor, para mi más profundo pesar, no se les puede impedir que hagan el mal sin matar a cierto número de ellos.»(14)

A finales de octubre de 1942 se embarcó en Nueva York, adonde había acompañado a sus padres en su huida al exilio, en un carguero que se dirigía a Liverpool para unirse en Inglaterra a las fuerzas de la Francia Libre al mando del general Charles de Gaulle.(15) Eran semanas y meses decisivos para la guerra, y nada le resultaba a Weil más doloroso que la propia idea de hallarse lejos de la patria, lejos de su gente. Por eso, nada más llegar a la sede del cuartel general londinense, dio a conocer a quienes allí tomaban las decisiones su fervoroso deseo de que le asignaran una misión sobre suelo francés, para allí, si fuera necesario, morir martirizada por su patria. Con gusto se lanzaría en paracaídas (ya había estudiado con detenimiento los manuales correspondientes). O también podría ser agente de enlace con los camaradas del lugar, a algunos de los cuales conocía personalmente, pues años antes había colaborado activamente en Marsella con el grupo de resistencia católico de los testigos cristianos. Pero prefería estar al frente de una misión especial que ella misma había concebido y de la que estaba plenamente convencida de que podría ser decisiva en el curso de la guerra. El plan de Weil era crear una asociación especial de enfermeras francesas que trabajarían en el frente, y solo en los lugares más peligrosos, para prestar de forma directa los primeros auxilios en la batalla. Había obtenido los conocimientos médicos necesarios para esta misión en unos cursos que la Cruz Roja impartió en Nueva York. Este comando especial podría salvar muchas vidas valiosas en primera línea del frente, explicó Weil, y, para respaldar su propuesta, presentó a los miembros de la plana mayor allí presentes una lista seleccionada de publicaciones especializadas en cirugía.

Sin embargo, el valor real del comando radicaba en su poder simbólico, en su valor «espiritual». Como todas las guerras, continuó alegando muy animada, también aquella era sobre todo una guerra de mentalidades (y, por tanto, de habilidad propagandística). Y era precisamente en este ámbito donde el enemigo se había mostrado hasta el momento muy superior a sus fuerzas, y de la forma más cruel. Bastaba con pensar en las SS de Hitler y en la reputación que les precedía en toda Europa:

Los hombres de las SS expresan perfectamente la mentalidad de Hitler. En el frente pueden contar […] con el heroísmo de la brutalidad […] Pero podemos y debemos demostrar que nosotros tenemos un tipo diferente de valentía. El suyo es brutal y bajo, porque nace de la voluntad de poder y de destrucción. Como nosotros tenemos otros fines, nuestro coraje brota de un espíritu completamente diferente. Ningún símbolo expresaría mejor nuestro espíritu que la aquí propuesta asociación de mujeres. El solo empeño en prestar ciertos servicios humanitarios en medio de la batalla, en el punto culminante de la barbarie, sería para esta barbarie, por la que el enemigo ha optado y a la que también a nosotros nos obliga, todo un desafío. El desafío sería aún más pertinente si esos servicios humanitarios los prestaran mujeres y se revistieran de cuidados maternales. Estas mujeres solo serían un puñado, y el número de soldados que podrían cuidar sería comparativamente pequeño, pero el efecto moral de un símbolo no se mide por su cantidad […]. Sería la representación más oportuna de las dos direcciones entre las cuales la humanidad debe hoy decidirse.(16)

Una vez más en la historia del país, explicaba Weil, era preciso contraponer al espíritu de la idolatría la auténtica forma salvadora de fe. En resumen, lo que Weil imaginaba era una especie de anti-SS femenina en el espíritu de la doncella de Orleans; el plan estaba ya elaborado y puesto por escrito. Cuando Simone Weil se lo presentó personalmente a Maurice Schumann, este prometió a su antigua compañera de estudios que dejaría la decisión en manos de De Gaulle. Y la acompañó a su alojamiento en el cuartel.

Como Schumann esperaba, De Gaulle no tardó ni tres segundos en calificarlo de «comando de enfermeras». «Pero ¡si está loca!»(17) Y es que se había acordado que cualquier otro tipo de despliegue en suelo francés quedaría excluido y, en el caso de Weil, absolutamente. Demasiado peligroso. Bastaba con verla. Demacrada hasta los huesos y, sin las gafas, casi ciega. Ya físicamente no sería capaz de soportar tantas sobrecargas. Y menos aún mentalmente.

A pesar de su rotundidad, Schumann explicó a De Gaulle que Weil era una persona de la máxima integridad y, sobre todo, con un intelecto único; licenciada en filosofía por la elitista École Normale Supérieure de París, hablaba con fluidez varios idiomas, estaba dotada para las matemáticas, tenía muchos años de experiencia en el periodismo y había realizado trabajos sindicales. Había que aprovechar esas cualidades.

Por ello, en lugar de morir en el frente por sus ideales, Weil recibió de sus superiores la propuesta de cumplir una misión especial de un tipo completamente distinto: esbozar para la fase posterior a la victoria sobre Hitler, y la consiguiente toma del poder por parte del Gobierno francés en el exilio, planes y escenarios para la reconstrucción política de Francia.

Profundamente decepcionada, pero sin protestar de forma abierta, aceptó la misión, se atrincheró en la habitación de un hotel en el número 19 de Hill Street, especialmente acondicionado para que pudiera dedicarse a escribir, y se entregó al trabajo intelectual.

INSPIRADA

Pocas personas habrá habido en la historia de la humanidad que en apenas cuatro meses hayan sido más productivas intelectualmente que la filósofa luchadora de la resistencia Simone Weil durante aquel invierno londinense de 1943; escribió tratados de doctrina constitucional y teoría de la revolución, una propuesta de reordenación política de Europa, una investigación sobre las raíces epistemológicas del marxismo y acerca de la función de los partidos en una democracia. Tradujo partes de las Upanis.ad del sánscrito al francés, escribió tratados sobre historia de las religiones de Grecia e India, de teoría de los sacramentos y la santidad de la persona en el cristianismo y, con el título de Echar raíces,(18) expuso en trescientas páginas una nueva visión de la existencia cultural del hombre en la modernidad.

Mientras dejaba languidecer su «plan para una asociación de enfermeras en primera línea», Weil veía la verdadera necesidad del momento en el ámbito de lo ideal e inspirador. Europa, un continente donde habían estallado dos guerras mundiales en solo dos décadas, venía sufriendo desde hacía tiempo, según su análisis, una devastadora erosión de unos valores e ideales que una vez fueron cultural y políticamente fundamentales. En realidad, aquel mes de febrero quería demostrarle a la cúpula militar francesa de la Resistencia, en un documento así titulado, que aquella guerra era «una guerra de religiones».(19)

Europa permanece en el centro del drama. Del fuego que Cristo lanzó a la tierra, y que quizá fuese el de Prometeo, han quedado algunas brasas en Inglaterra. Eso ha impedido lo peor […]. Estamos perdidos si de esas brasas y chispas que brillan en el continente no brota una llama que pueda iluminar Europa. Si solo nos liberasen el dinero y las fábricas de América, caeremos de una manera u otra en alguna forma de servidumbre similar a la de hoy. No olvidemos que Europa no fue subyugada por hordas de otro continente o de Marte y que no sería suficiente ahuyentarlos. Europa padece una enfermedad interna. Necesita que la curen […]. Los países subyugados solo pueden oponer al vencedor una religión […]. Las líneas de comunicación enemigas […] colapsarían cuando el fuego de una fe real se propagase a todo su territorio.(20)

Para poner en marcha este proceso de curación primero militar y después también político y cultural, el continente debía recibir una nueva «inspiración»;(21) según Weil, especialmente de los textos de Platón, así como del Nuevo Testamento. Porque quien quiera la verdadera curación tiene que abrazarse, sobre todo en tiempos oscuros, a fuentes que no son solo de este mundo.

Esto era aplicable ante todo a su patria, Francia, que, habiendo sido el país de origen de la libertad en 1789, era de todas las naciones en guerra la que con mayor profundidad se había hundido. En el verano de 1940, sometida en pocas semanas y casi sin combates a las tropas de Hitler, Francia dependía de la ayuda exterior para su liberación, y como pueblo había perdido todo resto de fe en sí misma. En otras palabras, se hallaba entonces quebrantada en la más profunda de todas las necesidades anímicas humanas, la de «echar raíces».

Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro. Participación natural, esto es, inducida automáticamente por el lugar, el nacimiento, la profesión, el entorno. El ser humano tiene necesidad de echar múltiples raíces, de recibir la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual en los medios de que forma parte naturalmente. […] Hay desarraigo siempre que tiene lugar una conquista militar […] Pero cuando el conquistador sigue siendo extranjero en el territorio que ha pasado a ser suyo, entonces el desarraigo es una enfermedad casi mortal para las poblaciones sometidas. Que alcanza su mayor intensidad cuando se producen deportaciones masivas, como en la Europa ocupada por Alemania.(22)

Hasta aquí la valoración que Simone Weil hizo de la situación en su papel de guía filosófica del gabinete en la sombra del general De Gaulle en la primavera de 1943. Judía de nacimiento, pero desde hacía años profundamente cristiana, este análisis del déficit espiritual como la verdadera causa de unos acontecimientos tan terribles le sirvió de base para una producción intelectual de una magnitud sobrehumana.

EN TRANCE

Como en trance, dejó durante aquellos meses fluir sobre el papel todo el caudal de su espíritu único. Hora tras hora, día tras día. Sin dormir lo suficiente. Y, sobre todo, como ya en años anteriores, sin alimentarse bien. En su diario de Londres anota: «Pero, tal como se presenta la situación general y permanente de la humanidad en este mundo, quizá sea un fraude comer hasta hartarse. (Lo he hecho muchas veces.)».(23)

El 15 de abril de 1943, la embriaguez terminó de manera abrupta. Weil se derrumbó en su cuarto y perdió el conocimiento. Horas después una camarada la descubrió. Al volver en sí, le prohibió tajantemente llamar a un médico. Todavía no había perdido del todo la esperanza de que se produjera una operación militar. Llamó directamente a Schumann, que respondió a sus preguntas asegurándole de forma reiterada que aún no había nada decidido sobre una intervención militar en Francia, por lo que, en principio, todo era posible. Sobre todo, si se recuperaba pronto. Solo entonces podrían recoger a Weil en el hospital.

IMBÉCILES

Si la escritora y pensadora neoyorquina Ayn Rand hubiese querido imaginar mayor encarnación de todos aquellos valores que, según su convicción, habían sido los causantes de los desastres de la Primera Guerra Mundial, no habría encontrado una candidata más idónea que la auténtica Simone Weil que vivió en Londres. Durante aquella primavera de 1943, Rand no hallaba nada políticamente más desastroso que esa disposición a sacrificar la vida en nombre de una nación. Moralmente, nada más fatal que la voluntad de ayudar a los demás ante todo y sobre todo. Filosóficamente, nada más absurdo que la confianza ciega en Dios. Metafísicamente, nada más confuso que pretender cimentar valores que guíen la acción en un reino trascendente. Existencialmente, nada más demencial que el ascetismo personal para salvar al mundo. Justo esta actitud y la ética que la guía eran el verdadero enemigo. Era preciso superarla y combatirla sin condiciones dondequiera que se presentase. Ningún paso que se diera debía transigir con ese irracionalismo. Tampoco, y en absoluto, en cuestiones relacionadas con la propia supervivencia.

Rand había aprendido dolorosamente en diez años de existencia independiente como escritora que, en particular en Estados Unidos, aquellas cuestiones eran en el fondo comerciales. Por eso, en una carta del 6 de mayo de 1943 a su editor Archibald Ogden se pronunciaba como nunca antes lo había hecho en su correspondencia: «“Confianza” […], “confianza”, ni siquiera sé lo que esa palabra significa. Si te refieres a la “confianza” (faith) en el sentido religioso, es decir, en el sentido de una aceptación y sumisión ciega, yo no confío en nada ni en nadie. Nunca lo hice y nunca lo haré. Solo me atengo a mi mente y a los hechos». Así le daba Rand a conocer en qué se basaba su relación con el mundo. Y de inmediato reveló a Ogden sus verdaderos intereses: «¿Qué datos objetivos existen actualmente con respecto a la capacidad de la editorial Bobbs-Merrill de comercializar con éxito mi libro? ¿En quién puedo confiar? ¿Sobre qué base?(24)

Había trabajado en aquella novela durante siete años. Toda su vitalidad y toda su creatividad, y en especial toda su filosofía, estaban puestas en esa obra. Y resultaba que la editorial debía publicitar El manantial, en anuncios muy breves, como una historia de amor que transcurría en el mundo de la arquitectura. Su departamento de prensa ni siquiera era capaz de comunicar el hecho de que el libro lo había escrito una mujer y no un hombre. «Es obvio que la confianza que cabe depositar en estos colaboradores solo puede ser la confianza de un imbécil. […] ¿Es este el tipo de confianza que esperas de mí?»(25)

Una pregunta retórica, resulta obvio. A Rand la habían calificado de casi todo a lo largo de su vida; pero nunca de imbécil. Todos los que hablaban con ella tenían a los pocos minutos la certeza de que estaban ante un intelecto de una claridad única y con una disposición a no ceder ante nada. Para ella, el problema fundamental que había que resolver en este mundo no era, por tanto, su existencia personal, sino la de todos los demás. El verdadero enigma no era para Rand cómo pensaban y actuaban sus semejantes, sino «por qué» lo hacían como lo hacían; por qué no podían simplemente pensar y, sobre todo, actuar con rigor y acierto. ¿Qué impedía a todos los humanos formarse siempre un juicio propio basado solo en los hechos? Ella lo había conseguido.

SIN COMPLEJOS

¿Por qué su editor no se atrevió, por lo menos un día antes de la fecha oficial de publicación del libro, a admitir lo obvio, que los dos o tres anuncios solo mostraban figuras en un paisaje? La editorial sacaría la obra. Y, en todo caso, según la decisión del departamento comercial, El manantial debía hallar por sí sola un sitio en las librerías y hasta en las listas de best sellers. Después de todo, a nadie que hubiera leído una sola página se le podía escapar que esta obra de más de setecientas páginas, con el arquitecto de rasgos sobrehumanos Howard Roark como protagonista, no era en verdad sino un manifiesto filosófico presentado como novela. Un sólido monumento construido con ideas y lleno de monólogos que ocupaban páginas enteras, y además tenía la particularidad, difícil de comercializar, de que desafiaba a todas las concepciones morales sobre las que descansaba la sensibilidad moral del público estadounidense medio.

Justo en eso consistía para Rand el particular compromiso de su obra. Y esta debía ser presentada y publicitada exactamente como una obra literaria «transformadora» que ofrecía a sus lectores una visión del mundo fundamentalmente distinta, que los conduciría de la caverna a la luz, para que por primera vez se vieran con toda claridad a sí mismos y su mundo. Cien mil ejemplares vendidos,(26) confiaba la autora muy convencida a su círculo de amigos íntimos, era lo menos que se podía esperar (además de una futura adaptación cinematográfica de la obra en Hollywood con su actor favorito, Gary Cooper, en el papel de Howard Roark).

¿Qué podía oponerse a ello de un modo «puramente racional»? En verdad, no la calidad de su obra. ¡Y menos aún la actualidad de su mensaje! ¿No era patente cómo estaba el mundo en ese momento, incluso en Estados Unidos? ¿No sentía cada ciudadano del país que algo estaba totalmente desequilibrado? ¿Que era más urgente que nunca preservar toda una cultura de una decadencia culpable? ¿Someterla a una terapia basada en el poder del discurso libre y de la solidez argumental y, no menos, en la fuerza mundialmente transformadora de una narración que hablase de la profunda confusión que, en la primavera de 1943, amenazaba con acabar en una orgía mundial de violencia?

DISPUESTA A LUCHAR

El objetivo de Rand en su novela era ante todo poner de manifiesto «la lucha entre individualismo y colectivismo, pero no en la política, sino en el alma humana».(27) «Este» era, más en concreto, el verdadero asunto de su novela: la lucha entre autonomía y heteronomía, entre pensar y obedecer, entre la valentía y la sumisión, entre crear y copiar, entre integridad y corrupción, entre progreso y decadencia, entre yo y los demás; entre la libertad y la opresión.

En el camino hacia la verdadera liberación individual del yugo de la moral altruista —una moral de esclavos—, las obras de Max Stirner y Friedrich Nietzsche solo fueron unos comienzos épicos. ¡Solo con la suya, con la filosofía de Ayn Rand, adquiriría el egoísmo ilustrado un fundamento objetivamente justificable! Justo en este espíritu defendía la autora a su héroe, Howard Roark, en el decisivo juicio al final de su novela, como redentor de todos los males del presente, como encarnación pionera de una existencia amante de la libertad, de la pura razón creadora. El credo de Roark era el de Rand.

El creador vive para su obra. No necesita de nadie más. Su objetivo principal está dentro de sí mismo. […] El altruismo es la doctrina que exige al hombre vivir para los demás y colocar a los demás por encima de sí mismo. […] En realidad, lo más congruente con su idea —el hombre que vive para servir a los demás— es el esclavo. Si la esclavitud física es repulsiva, aún más repulsivo es el concepto del servilismo espiritual. El esclavo conquistado aún tiene un ápice de honor. Tiene el mérito de haber resistido y de considerar mala su condición. Pero el hombre que se esclaviza voluntariamente en nombre del amor es la más vil de las criaturas. Degrada la dignidad del hombre y degrada el concepto del amor. Pero esta es la esencia del altruismo.(28)

Rand sabía qué advertencias debía lanzar su héroe. Había experimentado en propia carne lo que era vivir en una sociedad de esclavos creados por el Estado. Como tantas familias judías otrora acomodadas, la familia Rosenbaum, que residía en Petrogrado durante la Revolución de Octubre, había sido expropiada. Después del pillaje y la destrucción de la farmacia que regentaba su padre (Lenin: «¡Saquead a los saqueadores!»), Ayn, que entonces se llamaba Alissa, huyó a finales de 1918 a Crimea con sus padres y sus dos hermanas. Fueron miles de kilómetros, recorridos en principio en tren, pero pronto a pie. La familia pudo regresar a Petrogrado en 1921 (Leningrado desde 1924). No permitieron que el padre, entonces en la indigencia, continuara ejerciendo su profesión de farmacéutico por ser un antiguo representante de la «bu

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