Orgullo y prejuicio

Jane Austen

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

¿Por qué le gusta tantísimo la señora Austen? Eso me tenía desconcertada… No había leído Orgullo y prejuicio hasta que leí esa frase suya; entonces lo hice. ¿Y qué encontré? El daguerrotipo preciso de un rostro corriente; un jardín bien cercado y bien cuidado, con lindes definidas y flores delicadas; pero ninguna mirada de una fisonomía brillante y viva, ni campo abierto ni aire fresco, ni colina azul ni hermoso arroyo. No me gustaría vivir con sus damas y sus caballeros, en sus casas elegantes pero cerradas.

Charlotte Brontë expresó así su descontento hacia una de las novelas inglesas más populares de todos los tiempos, en una carta de 1848 dirigida a G. H. Lewes. Volveré a su crítica más adelante, así como a sus connotaciones, pero la rotundidad de su respuesta negativa me lleva a reconsiderar el atractivo duradero de la novela y la relevancia que todavía puede tener, si la tiene, para gente que vive en condiciones sociales muy distintas. En esta introducción me gustaría proponer diferentes acercamientos a la novela, los cuales tal vez ayuden a aclarar sus logros en términos de su época, y a encontrar una explicación al porqué la forma de esos logros pudo resultar desagradable para una romántica como Charlotte Brontë. Espero también que, al exponer las distintas maneras de enfocar la novela, nos resulte más fácil comprender su relevancia.

Resulta sencillo captar la trascendencia que tuvo para la sociedad de su época, pues durante la década en la que Napoleón estaba actuando en Europa, y transformándola, Jane Austen compuso una obra en la que los hechos más importantes giran en torno a un hombre que cambia sus modales y una joven su mentalidad. Los soldados sólo desempeñan el papel marginal de entretener a las jóvenes, que en un caso desemboca en la fuga de los amantes. La novela ofrece una visión general de una pequeña parte de la sociedad que vive atrapada en un presente casi eterno, en el que son muy pocos los cambios que pueden producirse. La mayoría de la gente es tan inmóvil y repetitiva como las rutinas y los rituales sociales establecidos que dominan sus vidas. El dinero es un problema potencial (nunca real) y el noviazgo comporta sus propios dramas personales, pero todo lleva a la consecución de enlaces matrimoniales satisfactorios, que es, justamente, el modo en que una sociedad asegura su continuidad y minimiza la posibilidad de que se produzca el más mínimo cambio violento. En un mundo así, un cambio de mentalidad, un acto mediante el cual la conciencia demuestra cierta independencia de las pautas de pensamiento que predeterminan la interpretación de los hechos, puede, sin duda, resultar un acontecimiento bastante trascendental; en esta novela, se trata de una modificación interior que va acompañada de una modificación exterior en el comportamiento de un individuo. Veámoslo del siguiente modo: hasta el capítulo cuarenta y dos, Mr. Darcy y Elizabeth Bennet creen estar participando en una acción que, de convertirse en ficción, debería titularse Dignidad y percepción. Tienen que aprender a darse cuenta de que su novela se titula, con más acierto, Orgullo y prejuicio. La obra de Jane Austen trata, principalmente, de los prejuicios y del establecimiento de nuevos juicios. Es una novela de reconocimiento («re-conocimiento»), entendido como el acto por el cual la mente puede volver sobre un hecho y, de ser necesario, realizar revisiones y correcciones hasta llegar a verlo como es en realidad. Como tal, se relaciona temáticamente con las obras dramáticas de reconocimiento que constituyen la tradición de la tragedia occidental –Edipo rey, El rey Lear, Fedra–, si bien se ha pasado del drama a la comedia para ajustarse a una obra que no trata de la finalidad de la muerte del individuo, sino sobre la continuidad de la vida social.

No me olvido del particular encanto de la figura de Elizabeth Bennet, lo que contribuye en gran medida al atractivo de la novela.

«Debo confesar que creo que [Elizabeth Bennet] es una de las criaturas más encantadoras que haya aparecido impresa, y no sé cómo podré tolerar a aquellos que no la quieran…», escribió Jane Austen en una carta; y, sin duda, con su combinación de vigor e inteligencia, y su alegre resistencia a una sociedad que tiende constantemente a la gris conformidad, podría ser una digna heroína en una novela de Stendhal, lo que no puede decirse de muchas heroínas inglesas. Sin embargo, en este momento me gustaría hacer hincapié en que una parte muy importante del libro es el modo en que aborda, e incluso dramatiza, algunos aspectos del problema del conocimiento. Por supuesto, los filósofos del siglo XVIII habían estudiado lo que John Locke denominó «la facultad de discernimiento del hombre» con un rigor analítico inusual, considerando no sólo la cuestión de qué es lo que sabemos, sino el asunto más reflexivo de cómo sabemos lo que sabemos y de los límites que los propios procesos e instrumentos de cognición establecen sobre el conocimiento. Locke afirmó al inicio de su Ensayo sobre el entendimiento humano:

Merece la pena, pues, descubrir los límites entre la opinión y el conocimiento, y examinar, respecto de las cosas sobre las que no tenemos conocimiento cierto, por qué medios debemos regular nuestro asentimiento y moderar nuestras persuasiones.

Y añadió, a modo de advertencia importante para entender buena parte de la literatura del siglo XVIII: «Nuestro propósito aquí no es conocer todas las cosas, sino aquellas que afectan a nuestra conducta». Locke señaló que «por una costumbre muy arraigada», a menudo «llegamos a considerar como percepción de nuestra sensación algo que es una idea formada por nuestro juicio». Esto sintetiza con bastante precisión las primeras reacciones de Elizabeth con respecto a Darcy. Ella identifica sus percepciones sensoriales como juicios, o trata sus impresiones como conocimiento. En su violenta condena de Darcy, y en el apoyo inmediato que muestra a Wickham, por muy comprensivo que sea el primero y defendible el segundo, Elizabeth es culpable de «falso asentimiento y error», como Locke tituló uno de sus capítulos. En él ofrece algunas de las causas por las que caemos en el error, como por ejemplo «hipótesis recibidas», «pasiones o inclinaciones predominantes» y «autoridad». Éstas son fuerzas e influencias a las que la conciencia de cada individuo debe enfrentarse si quiere llevar a cabo la solitaria lucha hacia una auténtica visión, como hace la conciencia de Elizabeth; y el hecho de que grupos y sociedades al completo puedan vivir atrapados en el «falso asentimiento y el error», a menudo con resultados intolerablemente injustos y crueles, contribuye a perpetuar la relevancia de esta historia feliz sobre una joven que aprende a cambiar su manera de pensar.

El primer título que Jane Austen eligió para la novela que al final se titularía Orgullo y prejuicio fue Primeras impresiones, lo que a mi entender aporta una pista fundamental sobre una cuestión central de la versión definitiva. Sin embargo, no podemos saber la relevancia de esas «primeras impresiones» en la versión previa, puesto que se ha perdido. De más está decir que han sido muchos los estudios eruditos acerca de la supuesta evolución de la novela. Citaré aquí a Brian Southam, autor de Jane Austen’s Literary Manuscripts, ya que sus investigaciones en este aspecto están mucho más avanzadas que las mías. Sugiere la posibilidad de que Jane Austen iniciara la novela como una de sus anteriores obras paródicas, aunque añade que en la versión final hay pocos indicios de ese comienzo.

El propósito burlesco se insinúa en el título, ya que la expresión «primeras impresiones» procede directamente de la terminología de la literatura sentimental y, con toda probabilidad, Jane Austen debió de descubrirla en Sir Charles Grandison, donde se definen brevemente sus connotaciones. Debió de encontrar un uso más reciente en Los misterios de Udolfo (1794), novela en la que a la heroína se le dice que si consigue no rendirse a las primeras impresiones adquirirá «una permanente dignidad en sus maneras, que es lo único que puede equilibrar las pasiones». Aquí, como suele suceder en la ficción popular, las «primeras impresiones» muestran la fuerza y la verdad de la respuesta inmediata e intuitiva del corazón, por lo general el amor a primera vista. Jane Austen ya había abordado la idea de este sentimiento en Amor y amistad, y en Sentido y sensibilidad aparece como un rasgo definitorio del temperamento de Marianne… En Orgullo y prejuicio se produce una sorprendente inversión de este concepto, aunque en circunstancias que nada tienen que ver con lo sentimental.

Se refiere a las «primeras impresiones» de Elizabeth sobre Pemberley, la casa de Darcy, que resultan acertadas y así se manifiesta en la novela. Conviene añadir que también sus primeras impresiones sobre los personajes de Mr. Collins y lady Catherine de Bourgh están bien encaminadas. Sin embargo, se equivoca en las de Wickham; y sus primeras impresiones sobre Darcy, aunque están justificadas en gran medida por el comportamiento y el tono del hombre, constituyen una base inadecuada para el rígido juicio que emite sobre él.1

El señor Southam cree que «es probable que descartara el título original tras la publicación de la obra First Impressions («Primeras impresiones»), de Mrs. Holford, en 1801», y repite la observación de R. W. Chapman de que es casi seguro que el nuevo título proceda de las páginas finales de Cecilia, de Fanny Burney. En esta obra también aparece un joven muy orgulloso, Mortimer Delvile, quien no está dispuesto a renunciar a su apellido, cuando tal renuncia es el retorcido requisito para que Cecilia pueda heredar la fortuna de su tío. La relación entre esta obra y la de Jane Austen ha sido explorada por algunos críticos, pero bastará con citar aquí el discurso del sabio doctor Lyster hacia el final de la novela:

–Todo este desafortunado asunto –dijo el doctor Lyster–, ha sido el resultado del ORGULLO y del PREJUICIO. Tu tío, el deán, lo comenzó, con su arbitraria voluntad, ¡como si una ordenanza propia pudiera detener el curso de la naturaleza…! Tu padre, Mr. Mortimer, lo continuó con la misma seguridad en sí mismo, y prefirió la desgraciada satisfacción de regalarse los oídos con un sonido agradable a la estable felicidad de su hijo con una esposa rica y digna. Sin embargo, a pesar de ello, recuerda: si le debes tus desgracias al ORGULLO y al PREJUICIO, y como el mal y el bien están perfectamente equilibrados, también le deberás al ORGULLO y al PREJUICIO acabar con ellas.

Sin embargo, aunque aceptemos que la expresión «primeras impresiones» puede representar algo más que una crítica velada a las convenciones de la novela sentimental, me gustaría proponer otra posible explicación para el título original de Jane Austen. Sin intención de insinuar que hubiera leído tanta filosofía contemporánea como ficción (aunque tratándose de una mujer tan inteligente, no resulta imposible), creo que conviene señalar que «impresiones» es una de las palabras clave en la filosofía de David Hume, a la que otorga un lugar destacado como fuente de nuestro conocimiento. Así empieza el Tratado de la naturaleza humana:

Todas las percepciones e ideas de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo impresiones e ideas. La diferencia entre ellos consiste en los grados de fuerza y vivacidad con que se presentan a nuestro espíritu y se abren camino en nuestro pensamiento y conciencia. A las percepciones que penetran con más fuerza y violencia las llamamos impresiones, y comprendemos bajo este nombre todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de éstas en el pensamiento y razonamiento. […] Existe otra división de nuestras percepciones que será conveniente observar y que se extiende a la vez sobre impresiones e ideas. Esta división es en simples y complejas. […] Observo que muchas de nuestras ideas complejas no tienen nunca impresiones que les correspondan y que muchas de nuestras impresiones complejas no son exactamente copiadas por ideas. Puedo imaginarme una ciudad como la nueva Jerusalén, cuyo pavimento sea de oro y sus muros de rubíes, aunque jamás he visto una ciudad semejante. Yo he visto París, pero ¿afirmaré que puedo formarme una idea tal de esta ciudad que reproduzca perfectamente todas sus calles y casas en sus proporciones justas y reales?

Elizabeth tiene una mente viva –su viveza es, de hecho, una de las cualidades que seducen a Darcy–, y sus impresiones son igualmente vivas, ya que la calidad de la conciencia que las capta afecta necesariamente a la intensidad de las impresiones que se perciben. De manera similar, es capaz de tener impresiones complejas e ideas complejas, pero trataré este punto más adelante. Su problema, en términos de Hume, es que sus ideas complejas no siempre se basan por entero en sus impresiones complejas, obtenidas de las escenas que presencia. Aquí notamos la desconfianza propia del siglo XVIII hacia la imaginación, que Jane Austen suscribía en parte, ya que tiene la capacidad de hacernos creer en ideas que no se basan en impresiones: confundir la nueva Jerusalén con París. (Al rebelarse contra la filosofía y la psicología del siglo XVIII, Blake declararía la preeminencia de la facultad que permite imaginar la nueva Jerusalén y elevarla por encima de la simple percepción de París.)

Hume afirma que, si queremos entender nuestras ideas, debemos referirnos a nuestras impresiones:

¿Qué técnica podemos utilizar para arrojar un poco de luz sobre esas ideas y darle a nuestra mente una aprehensión más bien clara y determinada de ellas? La respuesta es que podemos producir las impresiones o sentimientos originales de los cuales las ideas han sido copiadas.

Este fragmento pertenece a la Investigación sobre el entendimiento humano. En la Investigación sobre los principios de la moral señala:

No se debe depender implícitamente de los meros sentidos, sino que hemos de corregir su evidencia con la razón y, por consideraciones derivadas, de la naturaleza del medio, la distancia del objeto y la disposición del órgano, para hacer de dichos sentidos, en una esfera, los criterios adecuados de verdad y falsedad.

Y «un gusto equivocado puede corregirse frecuentemente mediante argumentos y reflexiones». Las impresiones provocan inclinaciones, y esas inclinaciones pueden ser entonces consideradas por la razón. Sin embargo,

la razón, al ser fría y desapasionada, no motiva la acción, y dirige únicamente el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de alcanzar la felicidad o de evitar el sufrimiento.

Una cita más:

En cada situación o incidente se producen muchas circunstancias concretas y en apariencia insignificantes que, en un primer momento, incluso el hombre más talentoso tiende a pasar por alto, aunque dependan por completo de ellas la justicia de sus conclusiones y, en consecuencia, la prudencia de su conducta. […] A decir verdad, un razonador inexperto no podría serlo en absoluto, pues no poseería experiencia alguna.

Sin experiencia no hay razón; sin impresiones no hay experiencia. Esto indica la importancia particular de las «primeras impresiones» porque, aunque puedan requerir una corrección posterior, una ampliación o complementación, constituyen el principio de la experiencia. Desde mi punto de vista, todas las citas de Hume pueden aplicarse de manera acertada a Orgullo y prejuicio, y no creo que sea necesario explicar en detalle su idoneidad. Tanto para Jane Austen como para Hume, el hombre y la mujer tenían que ser «experimentadores» y «razonadores»: la primera característica sin la segunda conduce al error, la segunda sin la primera resulta inútil, si no imposible (como ejemplifican los comentarios sentenciosos de Mary Bennet; ella es pura razón «fría y desapasionada», por lo tanto, no tiene nada de razonadora). Tanto la experiencia como la razón dependen de las impresiones, y, así, las primeras impresiones se convierten en los primeros pasos hacia la vida humana plena. El hecho de enfatizar esto de manera excesiva puede convertirlo en un tema apropiado para la parodia, pero como proposición general, no lo es.

En este punto habría que recordar, sólo para advertir que la vida humana es un asunto complejo, que las primeras impresiones –de hecho, todas las impresiones– pueden requerir una revisión; y Jane Austen hace que nos demos cuenta de esa complejidad en sus obras. Empezando por la irónica afirmación con que abre la novela –«Es una verdad reconocida por todo el mundo»–, aparecen recordatorios constantes de lo cambiante que es lo que la gente considera «verdad»; pues aquello que es «reconocido por todo el mundo» puede cambiar no sólo de una sociedad a otra, sino de una persona a otra, o incluso para la misma persona con el paso del tiempo. En el libro aparece todo un campo léxico relacionado con el proceso de decisión, opinión, convicción, énfasis o proposición tan variado e inestable como son los juicios, las ideas, los relatos y las versiones de la gente sobre distintas situaciones y personas. Tras una velada con Darcy, nada «pudo ya librarlo de convertirse en el ser más desagradable y odioso»; Elizabeth pregunta a Wickham sobre lady Catherine y «confesó que se había expresado de manera muy razonable»; también se cree la versión que le ofrece sobre Darcy, y tiene que ser Jane quien sugiera que «Los dos […] han sido engañados de una manera u otra». Jane, sin embargo, en su propia miopía y en su deseo de pensar bien de todo el mundo, considera que Miss Bingley es agradable con ella, mientras que Elizabeth la juzga como altanera. No obstante, esta última se muestra demasiado segura de sí misma, por ejemplo cuando, dirigiéndose a su hermana, de carácter más vacilante, dice: «Yo, en cambio, sí sé qué pensar». Está «decidida» a ir en contra de Darcy, y durante cierto tiempo se siente atraída por Wickham, quien, en ese momento, es «estimado por todos». Le pregunta a Darcy si él no «permite que algún prejuicio lo ciegue», sin darse cuenta de que, en ese instante, ella misma puede estar cegada por prejuicios. Las opiniones son cambiantes, según se presente una visión u otra del comportamiento de la gente. Elizabeth «representa» a una persona o una situación desde un punto de vista, mientras que Jane se aferra a su propia «idea» de las cosas. Cuando todos condenan a Darcy como «el más malvado de los hombres», es esta última quien «abogaba siempre por la indulgencia y exigía la posibilidad de una equivocación». Por supuesto, no tarda en llegar el momento en que las opiniones se vuelven contrarias a Wickham. «Todos afirmaban que era el joven más malvado del mundo», justo en el momento en que cambia la opinión sobre la familia Bennet. «Los Bennet fueron pronto declarados la familia más afortunada del mundo, aunque sólo pocas semanas antes, en ocasión de la fuga de Lydia, se los hubiera tenido por los más desgraciados». (La cursiva es mía.) La falibilidad de nuestras «pruebas» y lo prematuro de muchas de nuestras «declaraciones» quedan ampliamente ejemplificados en la novela. Se examina la interpretación ansiosa propia de los acontecimientos sociales, y se alude al interés que subyace a determinada interpretación de los hechos. Cuando Mrs. Gardiner «confesó haber oído decir que Fitzwilliam Darcy era un muchacho orgulloso y malvado», lo considera, durante un tiempo, como verdad. (La cursiva es mía.)

Por supuesto, es Elizabeth quien, con más intensidad, llega a desear que «sus primeros juicios sobre Darcy hubieran estado más puestos en razón y que sus expresiones hubieran sido más moderadas». En oposición a Jane, a quien llama «modestamente ciega», Elizabeth hace un «juicio sobre las personas más severo». Sin embargo, en el caso de Darcy su juicio resulta excesivo. No puedo ni deseo demostrar que se equivoca en sus «primeras impresiones» sobre Darcy, ya que la actitud de éste es orgullosa, paternalista y, en su famosa proposición de matrimonio, insultante e impropia de un caballero, como Elizabeth le manifiesta, para gran alegría del lector. No obstante, ella se había formado una idea fija de Darcy a partir de datos insuficientes, y al creer la versión de Wickham sobre él –una pura invención–, deposita excesiva confianza en pruebas que no verifica y que resultan ser falsas. (La capacidad del lenguaje para hacer que «lo negro parezca blanco» y viceversa es una verdad fundamental de la que Jane Austen era plenamente consciente. En una sociedad que dependía tanto de las conversaciones, suponía un peligro constante. Con todo, no se trata de un peligro restringido a una cultura de base verbal. Es también, por ejemplo, el error del rey Lear al creer la ampulosa retórica de Goneril y Regan sobre el amor, y al no reconocer ese sentimiento en la mesurada expresión de Cordelia. El error de Elizabeth no es de la misma magnitud, pero sí de la misma clase.)

Sin embargo, es importante señalar que el éclaircissement le llega a través del lenguaje, mediante la carta de Darcy. Los pasajes que describen las fases de su reacción a esa carta figuran entre los más importantes de la novela. Se ve obligada a elegir entre dos versiones opuestas y mutuamente excluyentes: la de Wickham y la de Darcy; «ambas partes se contradecían.» En un primer momento había dado por buena la plausible versión de palabra de Wickham, pero poco a poco va depositando más confianza en la autoritaria expresión escrita de Darcy: en este punto discrimina entre estilos. (Obsérvese que juzga de inmediato que Mr. Collins no es un hombre sensato por el estilo pomposo de su escritura: en este caso, las primeras impresiones son validadas.) Se da cuenta de que «Darcy en aquel caso no merecía censura alguna». «En aquel caso» saca a relucir el choque entre la conciencia humana, que interpreta y que puede hacer que los acontecimientos se vuelvan de un modo u otro según se desarrollen, de manera seria o desenfadada, y las distintas versiones de la realidad que pueden darse: un mundo concreto y muchas imágenes mentales parciales del mismo. Sin embargo, si éste es el problema de la conciencia, también puede ser su salvación, ya que permite que una persona cambie su modo de interpretar las cosas. Justamente la firmeza que puede mantener un hombre en una versión y lo desastrosa que puede resultar esa firmeza cuando la premisa es equivocada, constituye el tema central de El rey Lear. Elizabeth cree durante un tiempo que su versión equivocada le ha costado el compañero perfecto y una preciosa casa, cosas fundamentales para una joven en esa sociedad.

Lizzy empezó a comprender que él era el hombre que por su situación y talento más le habría convenido. […] Habría sido una unión ventajosa para ambos. […] Pero semejante matrimonio no habría de mostrar a la admirada multitud en qué consistía la felicidad conyugal.

Por supuesto, ella no tiene que padecer las tribulaciones de Lear. Tras una lectura inteligente y justa de la carta no sólo cambia su valoración, sino que logra un intenso descubrimiento sobre sí misma. «¡Cuán diferente le parecía ahora todo cuanto se refería a él! […] Lizzy se sentía cada vez más avergonzada de sí misma. No podía pensar en Darcy ni en Wickham sin reconocer que había estado ciega, que había sido parcial, absurda y que se había dejado dominar por los prejuicios. “¡Con qué bajeza he obrado –exclamó–, yo, que me enorgullecía de mi inteligencia! […] Hasta este momento no he logrado conocerme a mí misma.”» Esto puede parecer un poco exagerado: parte de la mejora de Darcy se debe a que ha llegado a reconocer la justicia de mucho de lo que ella ha expresado sobre su comportamiento y su actitud. Lo importante es que al reconocer su propio orgullo y prejuicio (obsérvese que utiliza ambas palabras) Elizabeth puede empezar a librarse de ellos. Puede haber pocos momentos más importantes en la evolución de la conciencia humana que tal acto de reconocimiento. Contamos con multitud de ejemplos en la literatura y en nuestra experiencia para saber que la persona que nunca ha llegado al punto de expresar «hasta este momento no he logrado conocerme a mí misma» permanecerá para siempre privada de ese autoconocimiento. Creo que no es necesario explicar el posible efecto de tal enfoque y comportamiento. Si no nos conocemos a nosotros mismos, no conocemos nuestro mundo.

No sorprende que tras caminar dos horas a solas «sumida en sus pensamientos», durante las cuales «volvió a considerar los hechos, determinando posibilidades», como hace después de recibir la carta de Darcy, sienta «fatiga». Ha atravesado una situación extremadamente difícil y ha hecho un enorme esfuerzo para reorganizar su esquema mental. Como F. Scott Fizgerald escribió: «Me vi obligado a pensar. ¡Dios mío, vaya si era difícil! Había que mover grandes baúles secretos». El hecho de que los actos internos puedan resultar tan agotadores como la acción externa es una realidad que Jane Austen, con su postura restringida en una sociedad bastante inmóvil, percibió con especial habilidad. El padecimiento de Elizabeth es muy antiguo, ya que se ha enfrentado por vez primera a las problemáticas discrepancias entre las apariencias y la realidad, y a los límites insospechados del conocimiento. Se trata de un tema tan antiguo como Edipo rey, y aunque sólo se trate de reconocer a un vividor o a un caballero, en la sociedad de Elizabeth, en igual medida que en la Grecia antigua, tales actos de reconocimiento resultan determinantes para proporcionar felicidad o sufrimiento.

La necesidad constante de estar alerta ante la diferencia entre apariencia y realidad se establece de forma clara desde el principio. Comparado con Bingley y Darcy, Mr. Hurst «semejaba un caballero». Como Mr. Hurst alterna entre jugar a las cartas y dormir, no resulta un personaje problemático. Por supuesto, Wickham lo es más. «Su aspecto era por demás favorable» y poseía «trato ameno». Él es «superior» al resto de oficiales de la guarnición «en aspecto, ademanes y modo de andar». Elizabeth «no dudaba de la veracidad de un joven de tan estimable aspecto» y «Wickham sería siempre un modelo de hombre amable y agradable». Solamente después de haber leído la carta de Darcy tiene que empezar a cambiar esa opinión. Como las frases citadas demuestran (y ninguna de ellas tiene connotaciones éticas), Elizabeth ha respondido a los modales de Wickham, o a esa parte de su «yo» que se hace visible en los acontecimientos sociales. Tras leer la carta, reflexiona.

En cuanto a su verdadero carácter, ella no había tenido ocasión de analizarlo detenidamente. De hecho, nunca había sentido deseos de descubrirlo: su aspecto, acento y modales lo habían colocado de una vez en posesión de todas las virtudes. Trató de recordar alguna prueba de bondad, algún rasgo especial de integridad o benevolencia […] pero nada más sustancial acudía a su memoria fuera de la general estimación por parte de la vecindad.

Aquí ha empezado ya a pensar en lo «esencial», en oposición a las «apariencias», y a partir de este momento crece su estima hacia el personaje de Darcy al mismo tiempo que disminuye la que siente por Wickham, hasta que es capaz de quejarse a Jane de que «Es evidente que hubo algún error en la educación de esos dos hombres. El uno acaparó toda la bondad y el otro toda su apariencia». A la buena de Jane, reacia a creer en la falsedad humana y en las maquinaciones malintencionadas, le gustaría creer en la bondad de ambos hombres, pero Elizabeth, más rigurosa, señala que «entre ambos no sumarían méritos suficientes para hacer un hombre bueno. Por mi parte me inclino a creer que la razón corresponde a Mr. Darcy». Como se puede observar, Elizabeth sigue conservando su sentido del humor, y eso le permite desconcertar a Wickham con su tono irónico. A su regreso de Rosings, Wickham le pregunta: «¿[Darcy] se ha dignado a añadir algo de cortesía a sus modales ordinarios?», y añade: «Porque no me puedo creer […] que haya mejorado en lo esencial». Elizabeth, en ese punto convencida de la bondad de Darcy, es capaz de responder con seguridad: «¡Oh, no! […], en lo esencial pienso que aún es más de lo que siempre fue». Wickham, algo agitado, añade con insolencia: «Comprenderá cuán sinceramente me alegra el que sea al menos capaz de fingir una actitud correcta». La palabra «fingir» aparece en cursiva en el original, como si Jane Austen quisiera enfatizar que Elizabeth ha abierto por fin los ojos a las posibles diferencias entre «apariencia» y lo «esencial».

Precisamente, la definición del «verdadero carácter» de una persona constituye uno de los temas principales de la novela. La expresión aparece más de una vez, por lo general asociada a la idea de que es algo que se puede mostrar (y, por lo tanto, esconder). En concreto, Darcy escribe en su carta que «cualesquiera que sean los sentimientos que Mr. Wickham haya despertado en usted, no me impedirá desenmascarar su verdadero carácter». Más adelante, en el mismo escrito describe el intento por parte de Wickham de seducir a Georgina, «una circunstancia […] que no menor obligación que la actual podría inducirme a revelar a ningún ser humano». Las últimas palabras de Cordelia antes de ser desterrada son:

El tiempo siempre expone la doblez de la astucia;

lo que al principio cubre, de vergüenza lo ensucia.

La revelación o el descubrimiento de una realidad implica, por supuesto, sustituir la apariencia por la sustancia. El hecho de que la realidad pueda quedar oculta –porque nos vemos obligados a basarnos en primeras impresiones, que pueden ser manipuladas cínicamente– significa que es muy importante examinar con cuidado todo aquello que tenemos por pruebas convincentes. El error de Lear y de Otelo es pedir las pruebas equivocadas, lo que les hace vulnerables ante quienes desean fabricar falsas apariencias. Sin embargo, en la tragedia de Shakespeare, como en Orgullo y prejuicio, el «verdadero carácter» de los buenos y los malos –Cordelia y Iago, Darcy y Wickham– queda al descubierto. El coste y el proceso de tal descubrimiento son, por supuesto, muy distintos en cada caso. Sin embargo, el tema perenne es común a ambas obras.

En este punto podríamos preguntarnos si Elizabeth tiene algo más que pruebas por escrito sobre los méritos de Darcy y Wickham. Es evidente que hace falta algo más para aportar «sustancia» a lo que podría ser una simple «afirmación». Está, evidentemente, la actitud magnánima que muestra Darcy ante la crisis precipitada por la fuga de Lydia y Wickham, pero, llegado ese momento, el criterio de Elizabeth ha mejorado y ha «aprendido a descubrir» la aburrida afectación en los modales de Wickham, y a valorar los méritos de Darcy. La educación de su opinión, si podemos llamarla así, empieza con la carta de Darcy, pero no se completa hasta que Elizabeth entra en su casa y observa su retrato. Esto ocurre durante su visita a Derbyshire, cuando los Gardiner la convencen de que los acompañe a Pemberley, la finca compuesta por la distinguida casa de Darcy y sus hermosos terrenos. Esa entrada física en la finca (43), que representa a la vez una analogía y una ayuda para su entrada perceptiva en el carácter interior de su propietario, sucede después del episodio centrado en la carta de proposición que, a mi parecer, constituye la escena más importante de la novela y que me gustaría analizar con detalle.

La palabra «idea» aparece con frecuencia en la obra, a menudo con el sentido de hacerse «ideas» sobre algo: un baile, una pareja casada, una situación deseada. Un ejemplo claro de ello es el siguiente: «Si Lizzy hubiese tenido que fundar sus opiniones sólo en lo que veía en su propia familia, no habría podido albergar muy grata idea de la felicidad conyugal o la comodidad domésticas». Estas ideas son, por consiguiente, imágenes mentales, bien derivadas de impresiones, bien fruto de la imaginación. (Por supuesto, es una característica propia de Elizabeth pensar más allá de la idea de la realidad que le ofrece su propia familia.) Hay también referencias más literales a otra clase de imágenes, como cuando Miss Bingley sugiere a Darcy, a modo de broma maliciosa, que debería colgar retratos de los parientes de Elizabeth socialmente inferiores (a Darcy) en Pemberley, y añade: «En cuanto al retrato de Lizzy, no debe permitir usted que se lo hagan, porque ¿qué pintor podría hacer justicia a sus hermosos ojos?». La relación entre las imágenes físicas y las mentales se sugiere cuando Darcy está bailando con Elizabeth. Ella bromea con una descripción ingeniosa de las características de ambos y él responde: «Estoy seguro de que ésa no es una definición de su carácter. En cuanto a lo que su descripción pueda parecerse al mío, es algo que no confesaré. Usted, sin embargo, lo juzga fiel retrato». Más adelante, durante el mismo baile, él dice: «Desearía, Miss Benet, que no intentase usted estudiar mi carácter, pues tengo razones para pensar que no favorecerá a nadie». Ella responde: «Es que si no lo consigo ahora, es posible que no vuelva a tener ocasión de hacerlo». Todo ello es más que una simple broma, porque, como no podemos interiorizar literalmente a otra persona, la imagen o el retrato que nos hagamos de ella resulta siempre de suma importancia. La metáfora del retrato nos permite aducir que la imagen debe trazarse con cuidado para evitar que nuestra galería mental esté ocupada por retratos distorsionados e injustos.

Sabemos que Jane Austen visitaba galerías de arte cuando tenía ocasión. En una carta a Cassandra fechada en 1811, escribió:

Mary y yo, después de dejar a nuestra madre y a nuestro padre, fuimos al Liverpool Museum y a la British Gallery, y me divertí en los dos, aunque mi preferencia por los hombres y las mujeres siempre me lleva a prestar más atención a la compañía que a las vistas.

Y en 1813 se hace evidente que cuando fue a una galería de retratos ya tenía en mente la imagen de sus personajes. De nuevo, la carta va dirigida a Cassandra:

Henry y yo fuimos a la Exposición de Spring Gardens. No está considerada una buena colección, pero a mí me gustó mucho, en particular (por favor, díselo a Fanny) un pequeño retrato de Mrs. Bingley, extremadamente parecido a ella. Fui con la esperanza de encontrar uno de su hermana, pero no encontré a una Mrs. Darcy; sin embargo, tal vez la encuentre en la Gran Exposición, a la que iremos si tenemos tiempo. No creo que consiga encontrarla en la colección de sir Joshua Reynolds que se exhibe en Pall Mall y que también visitaremos. Mrs. Bingley es exactamente ella, la misma talla, forma de la cara, rasgos y dulzura; no puede haber un parecido mayor. Lleva un vestido blanco, con adornos en verde, lo que me convence de lo que siempre había supuesto, y es que el verde es el color que mejor le sienta. Me atrevería a decir que a Mrs. D. la encontraré de amarillo.

Más adelante, en esa misma carta, añade:

Hemos ido juntos a la Exposición y a ver la colección de sir Joshua Reynolds, y me siento decepcionada porque tampoco allí encontré a nadie parecido a Mrs. D. Sólo puedo imaginar que Mr. D. valore demasiado las imágenes de ella para permitir que se expongan al público. Imagino que él albergaría esa clase de sentimiento: esa mezcla de amor, orgullo y delicadeza. Dejando a un lado esta decepción, me divertí muchísimo entre los cuadros…

Cabe destacar que no espera encontrar un retrato ajustado de Elizabeth en la colección de sir Joshua Reynolds. Para Reynolds, el artista, incluido el pintor de retratos, «adquiere una idea justa de las formas bellas, corrige la naturaleza mediante ella misma, corrige su estado imperfecto mediante su estado más perfecto». En sus Discursos sobre arte, Reynolds puso el característico acento neoclásico en las «formas centrales», y generalizó las figuras que no son «la representación del individuo, sino de toda una clase». Este enfoque neoclásico tendía a minimizar las cualidades individualizadoras de una persona o cosa en favor de atributos más genéricos o en deferencia a los modelos clásicos.2 Sin embargo, para Jane Austen, la novelista y admiradora de Richardson, eran precisamente las cualidades individualizadoras, que diferenciaban de forma clara incluso a dos hermanas, las que le despertaban mayor interés. Elizabeth no es un estereotipo, sino que posee esa energía independiente que suele alterar la disposición a tipificar. Quiere reconocimiento por lo que es y no por lo que pueda representar (el interés de Mr. Collins por ella, como por Charlotte, es, como sabe bien, «meramente imaginario»: la ve tan sólo como una esposa adecuada, y por eso es rechazado). Elizabeth tiene la fortuna de atraer la exigente mirada de Darcy –siempre la está observando, como si intentara interpretarla o retener la más completa imagen de ella en su memoria–, pues es el único personaje masculino de la novela capaz de estar a la altura de todas las cualidades de ella. Así, es justo que también ella descubra todas las cualidades de Darcy, lo que finalmente sucede en Pemberley.

Durante el viaje hacia allí, Elizabeth admira la belleza natural del paisaje sin adornos –«tenía enfrente un considerable arroyo bastante caudaloso y orillas irregulares y descuidadas»– y «¡en aquel instante se dio cuenta de que ser la dueña de Pemberley era algo muy importante!». A continuación les muestran la casa, donde, de nuevo, la elegancia y el buen gusto –«no había nada muy llamativo ni vanamente lujoso»– despiertan su admiración, y vuelve a pensar en la oportunidad que ha dejado escapar. «¡Y de este sitio, pensaba, habría podido ser dueña!». Quien les enseña la casa es Mrs. Reynolds, una suerte de cicerone que puede estar aquejada de «esa especie de prejuicio de familia», pero cuyo testimonio sobre las cualidades de los jóvenes Darcy y Wickham tiene validez para Elizabeth. La mujer es una voz de dentro de la casa, y, por lo tanto, conoce a Darcy desde sus orígenes, y no como Elizabeth, una simple conocida. La mujer le muestra unas miniaturas, entre ellas una de Darcy («Mi señor es el mejor amo»), e invita a Elizabeth a ver un retrato más grande de él, en la galería del piso superior. Elizabeth camina entre los cuadros

buscando el único retrato cuyas facciones había de reconocer. Al llegar a él se detuvo, advirtiendo la sorprendente semejanza con Darcy, en cuyo rostro aparecía cierta sonrisa que ella recordaba muy bien. Permaneció varios minutos ante la pintura, contemplándola atentamente […].

En ese momento, en el ánimo de Lizzy había, en verdad, más inclinación hacia el original de la que había experimentado hasta entonces. […] Todo lo manifestado por el ama de llaves hablaba en favor de su carácter, y al colocarse ante el lienzo en que estaba representado, fijos los ojos en ella, juzgó el interés que le manifestó con más profundo sentimiento de gratitud del que antes le había suscitado. Al recordar su furia, dulcificó las palabras, por otra parte impropias, que había pronunciado.

Casi puede adivinarse el pensamiento no expresado –«y yo podría haber sido la esposa de este hombre»–, que Elizabeth manifestará explícitamente a su debido tiempo.

De pie en el centro de la casa, contemplando las cualidades del rostro de ese retrato (cualidades comunicadas y corroboradas en parte por el ama de llaves), Elizabeth completa el acto de reconocimiento que comenzó con la lectura de la carta de Darcy. Cabe mencionar que el retrato más fiel es el de mayor tamaño, que se encuentra en el piso superior, en una parte más privada de la casa; en el piso de abajo, Darcy sólo aparece en «miniatura». Podemos suponer que cuanto más se aleja un hombre de la casa en que realmente lo conocen más expuesto estará a la tergiversación y a posibles errores de reconocimiento. De pie ante la imagen grande y verdadera de Darcy, Elizabeth ha finalizado su viaje. Cuando a continuación se encuentra con el original en los alrededores de la casa, ya no alberga ninguna duda sobre su auténtico mérito. El resto de la novela trata, en su mayor parte, de hechos indirectos, como el melodrama de la fuga de Wickham con Lydia, que ofrece a Darcy la oportunidad de mostrar sus virtudes. Sin embargo, todo ello es una demora, y no un avance, en términos de la obra. La acción más importante ya se ha completado en el momento en que Elizabeth ha dejado de observar el retrato. En respuesta a la pregunta de Jane sobre cuándo se dio cuenta de que estaba enamorada de Darcy, Elizabeth responde: «Creo que cuando vi sus hermosas posesiones de Pemberley». Tal afirmación no debería tomarse como una broma, como tampoco debería interpretarse que, en el fondo, Elizabeth es un personaje materialista más en una sociedad claramente materialista. En este caso, sus propiedades, la casa y el retrato reflejan al verdadero hombre y son una extensión visible de sus cualidades internas, de su verdadera manera de ser. Y si Pemberley representa la ordenación del espacio natural, social y doméstico del que carece la casa de los Bennet, es natural que Elizabeth se sienta más a gusto allí. Sin embargo, es cierto que un comentario de esa clase sólo podría hacerse en el contexto de una sociedad que compartiera ciertos acuerdos básicos sobre la importancia y el significado de los objetos, domicilios y pertenencias. No resulta difícil imaginar cuál sería la respuesta de Charlotte Brontë a un comentario así. No obstante, volveré a este asunto más adelante.

Una vez analizada la importancia central de la carta de Darcy, que contiene una «relación de mis actos y de los motivos de éstos», y que Elizabeth lee y relee detenidamente en privado, conviene analizar la relevancia de las misivas en general en esta novela. Buena parte de la información fundamental se transmite en forma de carta –ya sea la codicia y la pomposidad insulsa de Mr. Collins, la frialdad competitiva de Miss Bingley o la narración que hace Mr. Gardiner del papel de Darcy para asegurar el matrimonio de Lydia y Wickham–, por lo que se ha especulado mucho sobre la posibilidad de que la obra fuera concebida en forma epistolar. Brian Southam escribe:

En Sentido y sensibilidad se mencionan, citan o reproducen textualmente veintidós cartas, y en Orgullo y prejuicio el número asciende hasta cuarenta y cuatro, incluidas las referencias a una correspondencia «regular y frecuente» entre Elizabeth y Charlotte Lucas, y la comunicación aún más frecuente de Elizabeth y Jane con Mrs. Gardiner, un sistema epistolar mediante el cual se desarrolla buena parte de la historia. Si esta reconstrucción resulta factible, sustentará mi teoría de que, como Sentido y sensibilidad, Orgullo y prejuicio fue, en su origen, una novela construida con una sucesión de cartas.

Por otro lado, ha habido críticos que han señalado la brillantez de muchos de los diálogos y han afirmado que la novela tiene similitudes con las obras teatrales. En un excelente ensayo titulado «Light and Bright and Sparkling»,3 Reuben Brower escribe: «Al analizar la ironía y las suposiciones, descubriremos lo muy teatral que es el diálogo, teatral en el sentido de definir a los personajes a través de la manera en que hablan, y de cómo se habla de ellos», y a continuación muestra lo mucho que se revela en distintos diálogos, y con cuánta sutileza. Walton Litz, en su libro sobre Jane Austen,4 afirma que la estructura tripartita de la novela es similar a la estructura de una obra en tres actos, y añade que muchos pasajes «nos recuerdan las similitudes de la novela con el mejor teatro del siglo XVIII». Sin embargo, también observa que la primera parte de la novela es más teatral que la última.

Howard S. Babb ha expuesto el modo en que Jane Austen utiliza la palabra «interpretación» durante los primeros diálogos, y cómo recoge todos los significados de la palabra en la importante escena en Rosings, donde la interpretación de Elizabeth al piano se convierte en el centro de una confrontación. Sin embargo, después de esta escena, cuando la carta de Darcy empieza a despertar el reconocimiento de Elizabeth, el término «interpretación» desaparece de la novela. La primera mitad de Orgullo y prejuicio ha sido, en efecto, una representación teatral, pero en la segunda mitad, es una mezcla de narrativa, resumen y ambiente la que conduce la trama hacia la conclusión.

Como bien analiza, descubrimos que Jane Austen se sintió capaz de utilizar tanto la representación escénica como la omnisciencia autoral sirviéndose de la narración en tercera persona, pero en mi opinión hay otro aspecto interesante en la combinación de lo teatral y lo epistolar, sobre todo teniendo en cuenta, como apunta Howard S. Babb, que la palabra «interpretación» desaparece tras la carta de Darcy.

Por lo general, las cartas se escriben y se leen en la intimidad, lejos de la escena social; así sucede con la aclaración por escrito de Darcy. Esa carta le permite formular y aportar información de un modo que no sería posible en un acto social, donde las maneras de expresión públicas se ven necesariamente limitadas. Asimismo, las misivas son el medio para transformar la acción en palabras sobre las que se puede reflexionar, algo imposible mientras se está implicado en la acción. La «introspección es siempre una retrospección», dijo Sartre, y lo mismo puede afirmarse de la escritura de cartas, aunque éstas parezcan redactadas en un estado de ansiedad. Mediante la combinación del estilo teatral y el epistolar, Jane Austen nos presenta con destreza una verdad básica: el «yo» que interpreta se combina con el «yo» reflexivo. Es en su comportamiento social donde Elizabeth revela toda su vitalidad, vigorosidad e ingenio, así como su magnetismo físico; en los momentos de reflexión privada («La meditación tenía que reservarla para las horas de soledad») madura su juicio, recapacita sobre las primeras impresiones y es capaz de realizar cambios importantes en la imagen mental que se ha hecho de la realidad. Así, resulta muy apropiado que después de habernos ofrecido algunas de las «interpretaciones» más brillantes de la ficción inglesa, Jane Austen permita que su novela se aleje de la interpretación y avance hacia la reflexión tras la carta de Darcy. Nos ofrece, con sutileza, una analogía del modo en que, en su opinión, deberíamos desarrollarnos como individuos. Porque, si el ser humano quiere alcanzar la plenitud, tendrá que añadir la sabiduría de la reflexión a la energía de su comportamiento.

Buena parte del pensamiento moderno se ha ocupado de la idea del «yo» intérprete, y la mayoría de la gente reconoce que la sociedad se mantiene unida por una serie de rituales aceptados de forma tácita en los que desempeñamos papeles distintos.5 Jane Austen sin duda creyó en el valor de los rituales sociales de su época –aunque sólo fueran bailes, cenas y veladas de diversión–, y debió considerarlos ceremonias y celebraciones de los valores de la comunidad. Indudablemente, también fue consciente de que los defectos de algunos intérpretes –insensibilidad, malicia, arrogancia, insensatez y demás– podían estropear el ritual y convertir una ceremonia que debería disfrutarse en una auténtica pesadilla, como cuando Elizabeth tiene que soportar el angustioso hecho de que su madre incumpla las normas. Sin embargo, aunque todos interpretemos durante la mayor parte del tiempo que pasamos con otras personas, es evidente que siempre habrá una diferencia entre aquellos que lo desconocen –y son absorbidos por su papel–, y quienes son plenamente conscientes de que el rol que desempeñan en una situación en particular no debe identificarse con todo su ser, y de que hay facetas y dimensiones del carácter que no pueden revelarse siempre, en todas las ocasiones. Las personas que conforman el primer grupo en ocasiones pueden aparecer como autómatas, incapaces de reflexionar y de establecer una separación, mientras que las del segundo es probable que deseen mostrar gestos de distanciamiento respecto de los papeles que les toca representar, con la intención de demostrar que no están atrapadas irreflexivamente en ellos. Tales gestos son una expresión de lo que Erving Goffman denomina «distancia del rol».

Al considerar a los personajes de la novela de Jane Austen desde esta perspectiva, observamos que Mr. Bennet se ha vuelto del todo cínico sobre los roles sociales que le corresponde desempeñar. Obtiene un placer un tanto amargo en su intención de distanciamiento de éstos para compensar la insatisfacción familiar que le provoca el haberse casado con una mujer sexualmente atractiva pero poco inteligente (otro ejemplo de los peligros de la acción irreflexiva basada en las primeras impresiones; Lydia es digna hija de su padre, y también de su madre).6 En realidad, el hombre abdica del rol que más le correspondería desempeñar, es decir, del papel de padre. (Jane Austen parece poco interesada en los efectos que puede tener en una familia la figura de un padre ineficiente, ausente o enfermo, lo que por lo general conlleva una peligrosa falta de autoridad central.) El hombre se refugia en la bromas igual que lo hace en su biblioteca; ambos son gestos de desvinculación de los rituales necesarios en la familia y la sociedad. Mrs. Bennet, incapaz de reflexionar, se pierde en su interpretación. Desafortunadamente, ella tiene un conocimiento muy limitado sobre los requisitos de esa interpretación; al carecer de la tendencia a la introspección, no puede apreciar los sentimientos de los otros y tan sólo es consciente de los objetos materiales –sombreros, vestidos, uniformes– y del matrimonio, entendido como el medio para disponer de multitud de hijas, no como el encuentro de personalidades afines. En otro nivel, lady Catherine de Bourgh no tiene ninguna «distinción correspondiente a su rango», tal y como Jane Austen se refiere de modo aprobatorio. Ella ejemplifica el sinsentido del rango. Cree que su posición le permite dar órdenes a la gente e imponerle sus «planes» (una palabra recurrente a lo largo de la novela). Nunca se ha planteado las consecuencias de su conducta, ni ha reflexionado sobre ellas. Incapaz de hacerlo, causa sufrimiento a los demás. En el otro extremo, Mary Bennet se ve a sí misma capaz de reflexionar con sabiduría cuando aún no ha tenido experiencia; pero cuando la reflexión precede a la conducta de este modo, aparece como cómica e inútil. Darcy, por supuesto, sí ha considerado todas las consecuencias del papel que desempeña en la sociedad, por lo menos al final de la novela. Su altivez hace que tome cierta «distancia del rol», como en el primer baile, cuando hace un desaire a Elizabeth para mostrar su desdén e indiferencia hacia el ritual social de ese momento; sin embargo, a diferencia de Wickham, no se muestra cínico sobre el desempeño de roles, y al final, el «yo» que interpreta está en armonía con el «yo» que reflexiona.

Jane Bennet no puede distanciarse de su rol, pero tiene una concepción tan generosa y altruista de los papeles que tiene que desempeñar –hija, hermana, amante, esposa– que nos sorprende constantemente con su sensibilidad y su sinceridad. Lo mismo podría decirse de Bingley, cuya maleabilidad y falta de carácter en manos de la más firme voluntad de Darcy consiguen que, con su buena predisposición, se avenga a desempeñar los roles que se le imponen: sin duda, una fuente potencial de vulnerabilidad. Elizabeth es, como cabía esperar, especial. Puede interpretar todos los papeles que su situación familiar y social requieren de ella. Además, lleva a cabo muchos de ellos con una inteligencia o ironía que revelan, por así decirlo, un potencial desbordamiento de la personalidad, como si hubiera más en ella de lo que puede expresar en cada papel. También es capaz de distanciarse del rol, no con la actitud cínica que adopta su padre, sino con una actitud independiente y decidida. Pone la fidelidad a sí misma por encima de la fidelidad a su papel. Así, en dos de las escenas que más placer nos aportan como lectores, la encontramos rechazando los roles que gente de una posición social superior intenta imponerle. Ante las primeras proposiciones arrogantes de Darcy, se niega a responder asumiendo el papel de la mujer pasiva y agradecida, como, evidentemente, él espera que haga; ante la imperiosa insistencia de lady Catherine para que le prometa que no se casará con Darcy, se niega a actuar como alguien dócil por su condición social inferior, papel al que pretende relegarla lady Catherine. La expresión de la elección libre y de la resistencia a la tiranía de los roles que imponen los poderes socialmente superiores constituye un espectáculo que nos deleita tanto ahora como debió de hacerlo a los contemporáneos de Austen.

Todo lo expuesto demuestra que hay por lo menos dos clases de personajes en la obra: los que se definen completamente por sus papeles e incluso desaparecen en ellos, y los que son capaces de analizarlos sin perder conciencia de lo que están haciendo. D. W. Harding utiliza los términos «personaje» y «caricatura» para señalar esta diferencia, y tras comentar que «sin duda, es poco común reunir la caricatura y el retrato completo en un grupo», demuestra lo que Jane Austen consigue mediante la cuidadosa interrelación de personaje y caricatura, y de lo que insinúa de una sociedad en la que tales interrelaciones son posibles. (Ejemplo de ello son los encuentros de Elizabeth y Mr. Collins, y de Elizabeth y lady Catherine.)7 Hay una importante conversación en la que Elizabeth anuncia que comprende por entero al personaje de Bingley. Él responde que es una desdicha ser tan transparente. «Eso depende. Un carácter complejo no tiene por qué ser más o menos estimable que uno como el suyo.» Bingley contesta entonces que no sabía que fuera «aficionada a estudiar temperamentos».

–Sí; pero los temperamentos complejos son los que más me divierten. Por lo menos, tienen esa ventaja.

–El campo –dijo Darcy– debe de ofrecer poca materia para semejante estudio. Las sociedades rurales son limitadas y poco variables.

–Pero la gente cambia tanto, dondequiera que viva, que siempre hay algo nuevo que observar en ella.

El comentario final de Elizabeth no se ve confirmado por la novela, pues los Collins, las Mrs. Bennet y las lady Catherine de este mundo no cambian. Sin embargo, los personajes «complejos» sí son capaces de hacerlo, como lo hacen ella y Darcy. Marvin Mudrick ha analizado esta división de personajes de Jane Austen en simples y complejos, y ha demostrado que resulta fundamental en Orgullo y prejuicio, por lo que no es necesario repetir aquí sus admirables observaciones. De manera general, se puede concluir que para una persona compleja siempre resultará de algún modo opresivo verse obligada a vivir entre gente simple. Elizabeth tiene una dimensión de complejidad, una conciencia curiosa, un alcance y una profundidad intelectual que la convierten en una figura aislada, atrapada en una pequeña red de personas simples. Al inicio parece que Darcy difícilmente vaya a encajar con ella, pero en realidad se descubrirá más bien honorable y reservado. No es el Benedick de Beatrice. Sin embargo, es capaz de apreciar la complejidad de

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