A cien millas de Manhattan

Guillermo Fesser

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Prólogo

1. Agosto

2. Septiembre

3. Octubre

4. Noviembre

5. Diciembre

6. Enero

7. Febrero

8. Marzo

9. Abril

10. Mayo

11. Junio

12. Julio

13. Agosto

14. Septiembre

Epílogo

Notas

Créditos

dedicatoria

A los Hill-Howe,

mi familia americana.

prologo cap1

1
Agosto

John Raucci vio la luz en Brooklyn, año del Señor de 1950, en el seno de una familia católica, apostólica y francamente italiana. De su infancia y juventud conserva gratos recuerdos; algunos de ellos, por no decir los mejores, relacionados con su época de corredor de fondo en el instituto. Se le daban bien los deportes y enseguida entendió, como el resto de los adolescentes que crecen en Norteamérica, que no encontraría mejor trampolín para subir posiciones en la escala social que el de intentar practicarlos con gracia[1]. Eran los tiempos de gloria del béisbol y lo más parecido a Dios que se había visto en la ciudad de los rascacielos se llamaba Joe DiMaggio; luego vendría el encuentro de este ídolo con su particular María Magdalena, encarnada en Marilyn Monroe, y se armaría la marimorena. El resto es historia y se puede buscar en Wikipedia. En aquel tiempo, mientras Paul Simon le preparaba ya en su guitarra las líneas de homenaje que plasmaría en una canción memorable, Mrs. Robinson, los muchachos como Raucci se planteaban como único objetivo en la vida el emular sus hazañas.

Raucci sabía que el deporte rey se jugaba con una gorra calada, una pastilla de chicle en la boca y un palo en las manos. Los estadios se abarrotaban hasta la bandera y no por la simple satisfacción de disfrutar con la victoria del equipo. El éxito clamoroso del béisbol, un juego demasiado largo y tedioso para observarlo desde la banda, se debía a que las complicadas reglas que marcaban su práctica abrían infinitas posibilidades de apostar dinero. Dos dólares a que falla la bola. Cinco a que consigue batearla. Diez dólares a que llega a la segunda base. Veinte a que le pillan. Y a la clase trabajadora de América, deprimida tras el descalabro económico que trajo el final de la segunda gran guerra y atemorizada por la constante amenaza de una inminente invasión soviética que nunca llegó a producirse, se le brindaba la oportunidad de regresar a casa con un fajo de billetes para afrontar su triste panorama.

Raucci sabía dónde se hallaba la gloria. De sobra. Y, a pesar de la evidencia, se decidió por la proeza más discreta de intentar arañarle unos segundos al cronómetro tras recorrer 1.500 metros sobre una pista ovalada.

Durante los largos entrenamientos al aire libre a John lo inundaba la sensación de estar encontrando su sitio en la naturaleza; de formar parte de la cadena de armonía del cosmos. Corrió contra los elementos y contra sí mismo. Consiguió buenas marcas y jamás tuvo una lesión de importancia que lo obligase a apartarse de aquella satisfacción que le producía el correr; de aquella ritmicidad que se ajustaba perfectamente a su tranquilidad

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