Las mil y una curiosidades del Cementerio de la Recoleta

Diego M. Zigiotto

Fragmento

Un poco de historia

El Cementerio de la Recoleta es hoy un paseo insoslayable para cualquier turista del mundo que visite Buenos Aires. Entre sus antiguas paredes, descansan centenares de personalidades que lo hacen inigualable y miles de historias que lo convierten en único.

El 1 de julio de 1822 el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez (307), y su ministro de Gobierno, Bernardino Rivadavia, decretaron la expropiación del convento de los monjes recoletos1, además de su huerta y su jardín, para destinar esos terrenos a un cementerio público. Desde ese momento, quedaría prohibido el entierro de restos humanos en las iglesias de la ciudad o en sus camposantos, por razones de higiene pero también de urbanismo. Hasta ese momento, se enterraba dentro de los templos a las personas que habían contribuido económicamente con alguna congregación religiosa, con las autoridades de la ciudad o con el Virreinato. El cadáver era depositado en el camposanto, que era, generalmente, una porción de terreno detrás o al costado de la iglesia.

Una costumbre usual de la época era la exhibición de los cadáveres encontrados en las calles en la arcada del Cabildo. Así, podían ser reconocidos y reclamados por sus familiares. De todas maneras, al costado de cada cuerpo se colocaba un pequeño plato destinado a recolectar limosna para ayudar a sepultarlos. De esta práctica surgiría la frase “¿Quién levanta al muerto?” o “¿Quién se hace cargo del muerto?”. Claro que hoy en día tiene otras connotaciones, como hacerse cargo de una pesada deuda.

El flamante cementerio fue bautizado “del Norte”, porque se encontraba en esa orientación geográfica respecto de lo que en ese momento era la pequeña ciudad de Buenos Aires. El lugar era bastante inhóspito y se extendía casi hasta el borde de la barranca del Río de la Plata. La traza y la urbanización de la necrópolis fueron encargadas al ingeniero francés Prósper Catelin.

El 17 de noviembre de 1822 se celebró la inauguración oficial con una ceremonia encabezada por el deán de la Catedral, Mariano Zavaleta. Los primeros cadáveres en ingresar fueron el del párvulo liberto (hijo de esclavos) Juan Benito, y el de Dolores Maciel, a la que Jorge Luis Borges le atribuiría años después origen uruguayo, aunque esa procedencia no consta en el libro de inhumaciones del cementerio.

Resulta curioso que el primer enterrado en el que sería durante muchos años el cementerio de las clases acomodadas porteñas hubiera sido justamente un hijo de esclavos.

El del Norte fue el único cementerio de Buenos Aires hasta 1866, cuando se inauguró el cementerio del Oeste, llamado “la Chacarita vieja”. Es decir que durante cuarenta y cuatro años todos los porteños recibieron sepultura allí, sin que importara su origen social.2 Claro que tampoco el panorama que presentaba la necrópolis era como el actual. En ese momento el entierro era solo eso: el féretro se depositaba en una fosa, con una modesta cruz de madera sobre ella. El que tenía medios suficientes encargaba una lápida de mármol, esculpida generalmente por artesanos franceses. Muchas de ellas, fechadas entre 1830 y 1850, todavía pueden verse en las secciones más antiguas del Cementerio de la Recoleta.

En enero de 1827 se dispuso el ensanche del cementerio y un año después el gobernador Manuel Dorrego (311) ordenó la supresión del jardín de aclimatación del antiguo convento, con el fin de ampliar el camposanto, debido al aumento de la población de Buenos Aires y a las nuevas necesidades de la ciudad. Desde ese momento se volvería costumbre que las familias adquirieran parcelas a perpetuidad para asegurarse, así, un lugar para ellas y su descendencia. Se reservó, sin embargo, un lugar para el osario, en la parte posterior del cementerio, destinado a las personas cuyos cuerpos se encontraban en las calles.

En los libros de inhumaciones correspondientes a aquellos años es muy común encontrar el registro de una gran cantidad de cadáveres de niños que habían sido arrojados en los alrededores o en los pórticos de las iglesias. Hay que tener en cuenta que las condiciones sanitarias de Buenos Aires eran bastante pobres, la mortalidad infantil era muy alta y no existían los tratamientos ni las medicinas que utilizamos hoy.

La mirada de los otros

El escritor José Antonio Wilde relata brevemente en su libro Buenos Aires desde setenta años atrás cómo eran los velatorios en esas épocas:

“Era muy común colocar el cadáver en el ataúd rodeado de cirios y velas en la sala o pieza a la calle, abriendo las ventanas o, cuando menos, entornándolas, de modo que pudiera verse desde afuera. […] Gran número de personas pasaba la noche en la casa mortuoria y lo más particular es que muchos de los concurrentes ni siquiera conocían a los deudos del finado. Entre ‘la plebe’ y especialmente en la campaña, eso es entendido: se sale ex profeso a convidar a ir a un velorio. Allí se fuma, se bebe y se toma mate; para acortar la noche se juega al truco o al monte, se baila, y ¡gracias cuando la cosa no termina a las puñaladas! A veces son tantos y tan fuertes los empeños, que la madre o los deudos conservan por dos noches al difunto en exhibición, sacando provecho de la limosna con que contribuyen los concurrentes, de los que uno lleva una libra de yerba, otro un paquete de velas, el de más allá, cinco pesos, etc. Las autoridades deben velar para que estos actos inmorales no se repitan.”

El paso del tiempo y la falta de planificación se hicieron sentir en la Recoleta. Tumbas abandonadas y pisoteadas, sepulturas construidas sin orden, amén de los alrededores convertidos en pantanos, y los caminos, en senderos barrosos o polvorientos, según la estación del año. El cerco que separaba el camposanto de la calle se reducía apenas a unos conjuntos de tunas o a pequeñas bardas de espinos.

Cuenta Santiago Calzadilla (209) en Las beldades de mi tiempo:

“No había ningún monumento, ¿qué digo?, ni sepulcro notable había allí. Era aquello una desolación, y terrorífica la impresión que producía su aspecto. Así, era dolorosísima la sensación producida por su aspecto, y desconsolaba profundamente pensar que a tan abandonada mansión tenían que venir a parar los más privilegiados seres de nuestra afección. […] Abrir una zanja, arrojar dentro de ella el cajón mortuorio, cubrirlo a pisón nuevamente con la tierra extraída hasta el nivel de la superficie, dejando al lado el sobrante, colocar a la cabeza una cruz de madera y… ¡mortus est qui non respirat!”.

Francis Bond Head, un viajero inglés que arribó a nuestras playas, dejó constancia escrita de la situación en el cementerio del Norte:

“En los últimos años algunos de los personajes principales han sido sepultados en ataúdes, pero, en general, van a buscar al muerto en un carro fúnebre con un ataúd fijo dentro del cual se pone el cadáver, e inmediatamente el conductor echa

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