El viejo expreso de la Patagonia

Paul Theroux

Fragmento

1. El Lake Shore Limited

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El Lake Shore Limited

Resultaba evidente que en aquel tren de cercanías uno de nosotros no se dirigía a trabajar. Habría sido posible reconocerlo de inmediato por el tamaño de su equipaje. Y, además, siempre se distingue al fugitivo por su errabunda expresión de petulancia; parece tener un secreto en la boca, como si estuviera a punto de hacer un globo. Pero ¿a qué mostrarme tímido? Me había despertado en mi viejo dormitorio, en la casa donde había pasado la mayor parte de mi vida. Una gruesa capa de nieve rodeaba la casa y en el jardín un sendero de pisadas heladas conducía hasta el cubo de la basura. Acababa de visitarnos una tormenta de nieve y se esperaba otra para las próximas horas. Me había vestido, atado los zapatos con más cuidado del habitual y no me había afeitado la parte superior del labio con el propósito de dejarme bigote. Tras palparme los bolsillos para cerciorarme de que llevaba el bolígrafo y el pasaporte, bajé las escaleras, pasé ante el hipante reloj de cuco de mi madre y me dirigí a Wellington Circle para tomar el tren. El frío paralizaba, la mañana era perfecta para partir rumbo a Suramérica.

Para algunos, aquél era el metro que llevaba a la plaza Sullivan, la calle Milk o, como mucho, a Orient Heights; para mí, era el tren de la Patagonia. Dos hombres hablaban en voz baja en un idioma extranjero; otros llevaban fiambreras, maletines y portafolios; y una mujer mayor con una bolsa arrugada de grandes almacenes dispuesta a devolver o cambiar un artículo no deseado (la bolsa original otorgaba veracidad a la incómoda operación). La crudeza del clima había alterado los rostros del multirracial vagón: las mejillas blancas parecían frotadas con tiza rosa, los chinos estaban exangües, y los negros, cenicientos o de un gris amarillento. Al amanecer la temperatura había sido de doce grados bajo cero, a media mañana de menos trece, y seguía descendiendo. El gélido viento sopló por el vagón cuando las puertas se abrieron en Haymarket y tuvo el efecto de silenciar los murmullos de los extranjeros. Parecían mediterráneos; la corriente de aire les hizo torcer el gesto. La mayoría de la gente permanecía sentada de forma compacta, con los codos pegados a los costados, las manos sobre el regazo, los ojos entrecerrados, conservando el calor.

Tenían asuntos que atender en la ciudad: trabajo, compras, banco, el embarazoso momento ante el mostrador de las devoluciones. Dos sostenían voluminosos libros de texto sobre el regazo, y un lomo que estaba dirigido hacía mí rezaba: Introducción a la sociología general. Un hombre recorría solemnemente los titulares del Globe, otro hojeaba los papeles de su portafolios. Una mujer le decía a su hija pequeña que dejara de dar patadas y de moverse en el asiento. Poco a poco iban saliendo a andenes ventosos; al cabo de cuatro estaciones, el vagón estaba medio vacío. Regresarían esa misma tarde, tras haber pasado el día hablando del tiempo. Sin embargo, iban vestidos para combatirlo, con las ropas de oficina bajo los anoraks, los guantes, los mitones, los gorros de lana; sus caras mostraban resignación y, ya, un indicio de cansancio. Ni un vestigio de entusiasmo; todo lo cual era habitual y corriente; el tren constituía su latazo diario.

Nadie miraba por la ventana. Ya habían visto antes el puerto, Bunker Hill y los carteles. Tampoco se miraban unos a otros. Las miradas se detenían a pocos centímetros de los ojos. Aunque no les prestaran atención, los carteles colocados sobre sus cabezas les hablaban a ellos. Los pasajeros residían en esa zona, eran importantes, los publicitarios sabían a quienes se dirigían. «¿Necesita formularios para el impuesto de la renta?» Debajo, un joven con una chaqueta de color verde guisante leía el periódico con una mueca y tragaba saliva. «Cobre sus cheques en cualquier lugar de Massachusetts.» Una mujer con la tez gris amarillenta de hotentote abrazaba su bolsa de plástico. «Apúntate al voluntariado de las escuelas públicas de Boston.» No era una mala idea para el examinador del portafolios, con su gorro ruso y harto de todo. «¿Un crédito hipotecario? Nosotros le atenderemos.» Nadie levantaba la vista. «Techos y cañerías. Obten un diploma universitario en tus ratos libres.» Un restaurante. Una emisora de radio. Un llamamiento a abandonar el tabaco.

Los carteles no me hablaban a mí. Eran asuntos locales, pero yo me iba esa mañana. Y cuando uno se va, las promesas de los publicistas resultan inútiles. Dinero, escuela, casa, radio: los dejaba atrás, y, en el transcurso del breve trayecto entre Wellington Circle y la calle State, las palabras de los anuncios se habían convertido en implorante parloteo, como el sinsentido de una lengua desconocida. Podía encogerme de hombros; me alejaba de casa. Aparte del frío y de la cegadora luz de la nieve caída, no había nada de gran importancia en mi trayecto, nada trascendental salvo el hecho de que, al entrar en la estación South, me encontraba ya kilómetro y medio más cerca de la Patagonia.

Viajar es desaparecer, una incursión solitaria por una apretada línea geográfica hacia el olvido.

¿Qué habrá pasado con Waring

tras pegarnos esquinazo?

Sin embargo, un libro de viajes es lo opuesto, el solitario que regresa orondo a casa para contar la historia de su experimento con el espacio. Es el tipo más sencillo de narración, una explicación que constituye su propia excusa para hacer las maletas y partir. Es ordenar el movimiento mediante su repetición con palabras. Esa clase de desaparición es elemental, aunque pocos regresan silenciosos. Y, sin embargo, la convención es escribir condensando el viaje, empezar —como hacen tantas novelas— in media res, arrojar al lector a un lugar extraño sin haberlo guiado antes hasta él. «Las hormigas blancas se me habían comido la hamaca», así podría empezar un libro; o «Ahí abajo, el valle patagónico se hundía en la roca gris, partido por las riadas y luciendo sus estratos formados durante eones». O, por elegir al azar las primeras frases de tres libros que tengo al alcance de la mano:

Fue hacia mediodía del 1 de marzo de 1898 cuando me encontré entrando por primera vez en el estrecho y un tanto peligroso puerto de Mombasa, en la costa oriental de África. (Los devoradores de hombres de Tsavo del teniente coronel John Henry Patterson.)

«¡Bienvenidos!», anuncia el gran cartel situado a un lado de la carretera mientras el automóvil completa su ascenso en espiral desde el calor de las llanuras meridionales de la India hasta un frío casi alarmante. (Ooty Preserved de Mollie Panter-Downes.)

Desde el balcón de mi habitación tenía una vista panorámica de Accra, la capital de Ghana. (¿A qué tribu perteneces? de Alberto Moravia.)

Mi pregunta habitual, no respondida por estos libros de viajes —ni por la mayoría—, es: ¿cómo se ha llegado hasta ahí? Incluso sin la insinuación de un motivo, se agradece un prólogo, puesto que con frecuencia el traye

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