Charlie y el gran ascensor de cristal (Colección Alfaguara Clásicos)

Roald Dahl

Fragmento

El señor Wonka va demasiado lejos

El señor Wonka va demasiado lejos

La última vez que vimos a Charlie, éste volaba por encima de su ciudad natal en el gran ascensor de cristal. Apenas un momento antes, el señor Wonka le había dicho que toda la gigantesca y fabulosa fábrica de chocolate era suya, y ahora nuestro pequeño amigo regresaba triunfante con toda su familia para hacerse cargo de ella. Los pasajeros del ascensor –para refrescaros la memoria– eran:

Charlie Bucket, nuestro héroe.

El señor Willy Wonka, fabricante de chocolate extraordinario.

El señor y la señora Bucket, los padres de Charlie.

El abuelo Joe y la abuela Josephine, los padres del señor Bucket.

El abuelo George y la abuela Georgina, los padres de la señora Bucket.

La abuela Josephine, la abuela Georgina y el abuelo George aún seguían en la cama, y ésta había sido empujada a bordo un momento antes de despegar. El abuelo Joe, como recordaréis, se había levantado de la cama para acompañar a Charlie en su visita a la fábrica de chocolate.

El gran ascensor de cristal se hallaba a trescientos metros de altura, deslizándose suavemente. El cielo era de un brillante color azul. Todos los que iban a bordo estaban muy emocionados ante la idea de ir a vivir a la famosa fábrica de chocolate.

El abuelo Joe cantaba.

Charlie daba brincos.

El señor y la señora Bucket sonreían por primera vez en muchos años.

Y los tres ancianos en la cama se miraban sonriendo con sus rosadas encías desdentadas.

–¿Qué es lo que mantiene en el aire a este endemoniado aparato? –graznó la abuela Josephine.

–Señora –dijo el señor Wonka–, esto ya no es un ascensor. Los ascensores suben y bajan sólo dentro de los edificios. Pero ahora que nos ha hecho subir hasta el cielo, se ha convertido en el GRAN ASCENSOR DE CRISTAL.

–¿Y qué es lo que lo mantiene en el aire? –preguntó la abuela Josephine.

–Ganchos celestiales –respondió el señor Wonka.

–Me asombra usted.

–Querida señora –dijo el señor Wonka–, todo esto es nuevo para usted. Cuando lleve un poco de tiempo con nosotros, nada le asombrará.

–Esos ganchos celestiales… –continuó la abuela Josephine–, supongo que dos de sus extremos están enganchados a este aparato, ¿verdad?

–Exacto.

–¿Y dónde están enganchados los otros dos extremos?

–Cada día me vuelvo más sordo. Por favor, recuérdenme que tengo que llamar a mi médico en cuanto volvamos.

–Charlie –dijo la abuela Josephine–, creo que no me fío demasiado de este caballero.

–Ni yo –añadió la abuela Georgina–. Es muy evasivo.

Charlie se inclinó sobre la cama y les susurró algo a las dos ancianas.

–Por favor, no lo arruinéis todo. El señor Wonka es un hombre fantástico. Es mi amigo. Yo le quiero.

–Charlie tiene razón –murmuró el abuelo Joe, uniéndose al grupo–. Cállate, Josie, y no nos crees problemas.

–¡Debemos darnos prisa! –exclamó el señor Wonka–. ¡Tenemos tanto tiempo y tan poco que hacer! ¡No! ¡Esperen! ¡Borren eso! ¡Denle la vuelta! ¡Gracias! Y ahora, ¡volvamos a la fábrica! –gritó, dando una palmada y saltando unos sesenta centímetros en el aire con ambos pies–. ¡Volvamos volando a la fábrica! Pero antes de bajar, debemos subir. ¡Debemos subir cada vez más arriba!

–¿Qué os dije? –les preguntó la abuela Josephine–. ¡Este hombre está loco!

–Cállate, Josie –el abuelo Joe la reprendió–. El señor Wonka sabe exactamente lo que está haciendo.

–¡Está más loco que una cabra! –exclamó la abuela Georgina.

–¡Tenemos que ir más alto! –el señor Wonka no paraba de gritar–. ¡Tenemos que ir mucho más alto! ¡Sujetaos el estómago! –y apretó un botón marrón.

El ascensor se agitó convulsivamente y luego, con un tremendo sonido de succión, se elevó verticalmente como un cohete. Todos se aferraron los unos a los otros y, a medida que el inmenso aparato ganaba velocidad, el rugiente sonido del viento se hizo cada vez más fuerte y cada vez más ensordecedor, hasta que se convirtió en un agudo chillido, y todos se vieron obligados a gritar para hacerse oír.

–¡Deténgalo! –gritó la abuela Josephine–. ¡Joe, oblígale a detenerlo! ¡Quiero bajarme!

–¡Sálvanos! –chilló la abuela Georgina.

–¡Baje! –le ordenó el abuelo George.

–¡No, no! –el señor Wonka se negó–. ¡Tenemos que subir!

–Pero ¿por qué? –preguntaron todos a la vez–. ¿Por qué subir y no bajar?

–¡Porque cuanto más alto estemos cuando empecemos a bajar, más deprisa iremos cuando choquemos! Debemos ir echando chispas de rápidos cuando choquemos.

–¿Cuando choquemos contra qué? –gritaron todos.

–Contra la fábrica, por supuesto.

–¡Usted debe de estar trastornado! –añadió la abuela Josephine–. ¡Nos haremos pedazos!

–¡Nos estrellaremos como huevos! –dijo la abuela Georgina.

–Ése es un riesgo que tenemos que correr.

–Bromea usted –dijo la abuela Josephine–. Díganos que está bromeando.

–Señora, yo nunca bromeo.

–¡Oh, queridos! –gritó la abuela Georgina–. ¡Nos lixivaremos todos y cada uno de nosotros!

–Es lo más seguro –dijo el señor Wonka.

La abuela Josephine dio un grito y desapareció debajo de las sábanas. La abuela Georgina se aferró tan fuertemente al abuelo George que éste cambió de forma. El señor y la señora Bucket se abrazaron, mudos de miedo. Sólo Charlie y el abuelo Joe mantuvieron moderadamente la calma. Conocían mucho mejor al señor Wonka y ya se habían acostumbrado a las sorpresas. Pero a medida que el gran ascensor seguía ascendiendo a toda velocidad, cada vez más lejos de la Tierra, hasta Charlie empezó a ponerse un poco nervioso.

–¡Señor Wonka! –gritó por encima del estruendo–. Lo que no comprendo es por qué tenemos que bajar a una velocidad tan tremenda.

–Mi querido muchacho, si no bajamos a una gran velocidad, jamás conseguiremos atravesar el tejado de la fábrica. No es fácil hacer un agujero en un tejado tan resistente como ése.

–Pero en el tejado ya hay un agujero. Lo hicimos al salir.

–Entonces haremos otro. Dos agujeros son mejor que uno. Cualquiera puede decírtelo.

El gran ascensor de cristal subía cada vez más alto, y no tardaron en ver los países y océanos de la Tierra extendiéndose debajo de ellos como un mapa. Era todo muy hermoso, pero cuando se está de pie en una plataforma de cristal, mirar hacia abajo puede resultar muy desagradable. Hasta Charlie empezaba a estar asustado. Agarró fuerte la mano del abuelo Joe y le miró con ansiedad.

–Tengo miedo, abuelo.

El abuelo Joe abrazó a Charlie y le estrechó contra sí.

–Yo también, Charlie.

–¡Señor Wonka! –gritó Charlie–. ¿No cree que ya hemos subido lo suficiente?

–Casi, casi. Pero no del todo. No me hablen ahora, por favor. No me molesten. Tengo que vigilarlo todo con mucha atención. Coordinación absoluta, muchacho, eso es lo que necesitamos. ¿Ves este botón verde? Debo apretarlo exactamente en el momento preciso. Si lo hago con un segundo de retraso, subiremos demasiado alto.

–¿Qué ocurre si subimos demasiado alto? –preguntó el abuelo Joe.

–¡Por favor, cállense y dejen que me concentre!

En ese momento la abuela Josephine sacó la cabeza de debajo de las sábanas y miró desde el borde de su cama. A través del suelo de cristal vio América muchísimos kilómetros más abajo, no más grande que un caramelo.

–Alguien tiene que detener a este maniaco –chilló, y con su arrugada mano, agarró al señor Wonka por la cola de su frac y le hizo caer sobre la cama.

–¡No, no! –gritó éste, luchando por liberarse–. ¡Suélteme! ¡Tengo cosas que hacer! ¡No moleste al piloto!

–¡Usted está loco! –chilló la abuela Josephine, sacudiendo tanto al señor Wonka que su cabeza se hizo borrosa–. ¡Llévenos a casa inmediatamente!

–¡Suélteme! ¡Tengo que apretar ese botón o subiremos demasiado! ¡Suélteme! ¡Suélteme!

Pero la abuela Josephine no lo soltó.

–¡Charlie! –gritó el señor Wonka–. ¡Aprieta el botón! ¡El verde! ¡Deprisa, deprisa!

Charlie dio un salto y apretó con todas sus fuerzas el botón verde. Pero al hacerlo el ascensor lanzó un poderoso gemido y se tumbó sobre un costado, y al ensordecedor sonido del viento le sucedió un silencio ominoso.

–¡Demasiado tarde! –gritó el señor Wonka–. ¡Oh, Dios mío, estamos listos!

Mientras hablaba, la cama, con los tres viejos dentro y el señor Wonka encima, se elevó suavemente del suelo y se quedó suspendida en el aire. Charlie, el abuelo Joe y el señor y la señora Bucket también empezaron a flotar hacia arriba, de modo que en menos que canta un gallo la familia completa, además de la cama, estaban suspendidos como globos de gas dentro del gran ascensor de cristal.

–¡Y ahora mire lo que ha hecho! –dijo flotando el señor Wonka.

–¿Qué ha pasado? –exclamó la abuela Josephine. Había salido flotando de la cama y se balanceaba en camisón cerca del techo.

–¿Hemos ido demasiado lejos? –preguntó Charlie.

–¿Demasiado lejos? –gritó el señor Wonka–. ¡Ya lo creo que hemos ido demasiado lejos! ¿Saben lo que ha pasado, amigos míos? ¡Hemos entrado en órbita!

Los demás se quedaron mirándole sin aliento. Estaban demasiado asombrados para hablar.

–En este momento estamos girando alrededor de la Tierra a diecisiete mil kilómetros por hora –dijo el señor Wonka–. ¿Qué les parece?

–¡Me ahogo! –gritó la abuela Georgina–. ¡No puedo respirar!

–Claro que no puede. Aquí no hay aire –se acercó, como nadando por debajo del techo, a un botón que decía OXÍGENO. Lo apretó–. Ahora ya no tendrán problemas. Respiren.

–Es una sensación muy extraña –dijo Charlie, nadando en derredor–. Me siento como una burbuja.

–¡Es fantástico! –exclamó el abuelo Joe–. Me siento como si no pesara nada.

–Así es –dijo el señor Wonka–. Ninguno de nosotros pesa nada. Ni siquiera una onza.

–¡Qué tontería! –dijo la abuela Georgina–. Yo peso setenta y dos quilos exactamente.

–Ahora no –le explicó el señor Wonka–. No pesa usted absolutamente nada.

Los tres ancianos, el abuelo George, la abuela Georgina y la abuela Josephine, intentaban desesperadamente volver a la cama, sin conseguirlo, ya que ésta flotaba en el aire. Ellos, por supuesto, también flotaban, y cada vez que lograban ponerse encima de la cama e intentaban acostarse, simplemente se elevaban flotando. Charlie y el abuelo Joe se morían de risa.

–¿Dónde está el chiste? –preguntó enfadada la abuela Josephine.

–Por fin hemos conseguido que salgáis de la cama –se rió el abuelo Joe.

–¡Callaos y ayudadnos a volver! –ordenó la abuela Josephine.

–Olvídenlo –pidió el señor Wonka–. Nunca lo conseguirán. Confórmense con flotar.

–¡Este hombre está loco! –gritó la abuela Georgina–. ¡Tened cuidado, o nos lixivará a todos!

Hotel Espacial USA

Hotel Espacial USA

El gran ascensor de cristal del señor Wonka no era lo único que estaba orbitando la Tierra en ese preciso momento. Dos días antes, los Estados Unidos habían lanzado con éxito su primer hotel espacial, una gigantesca cápsula en forma de salchicha que medía no menos de trescientos metros de largo. Se llamaba Hotel Espacial USA, una maravilla de la era espacial. Dentro tenía una cancha de tenis, una piscina, un gimnasio, una sala de juegos para niños y quinientas habitaciones de lujo, cada una de ellas con su baño privado. El hotel gozaba de aire acondicionado en toda su extensión. También estaba equipado con un aparato que producía gravedad, de modo que allí dentro no se flotaba. Se podía caminar normalmente.

Este extraordinario objeto giraba ahora alrededor de la Tierra a una velocidad de doscientos cuarenta kilómetros. Los huéspedes subían y bajaban de allí por medio de un servicio de pequeñas cápsulas, proyectadas desde Cabo Kennedy cada hora de lunes a viernes. Pero hasta el momento no había nadie a bordo, ni siquiera un astronauta. Esto se debía a que nadie creía realmente que una cosa tan enorme llegara a elevarse del suelo sin estallar.

Pero el lanzamiento había sido un gran éxito, y ahora que el hotel espacial ya estaba en órbita había una gran actividad para enviar allí a los primeros huéspedes. Se rumoreaba que el presidente de Estados Unidos en persona iba a estar entre los primeros que residieran en el hotel, y, por supuesto, mucha gente en todo el mundo se apresuraba a reservar habitaciones. Varios reyes y reinas habían enviado telegramas a la Casa Blanca, en Washington, para efectuar sus reservas, y un millonario de Texas llamado Orson Cart, que estaba a punto de casarse con una estrella de Hollywood llamada Helen Highwater, ofrecía cien mil dólares al día por la suite nupcial.

Pero no se pueden enviar clientes a un hotel a menos que haya allí mucha gente para ocuparse de ellos, y esto explica por qué había otro interesante objeto orbitando la Tierra en aquel momento. Éste era la enorme cápsula conmutadora que contenía al personal completo del Hotel Espacial USA. Allí había directores, ayudantes de directores, conserjes, camareras, botones, criadas, reposteros y porteros. La cápsula en que viajaban estaba dirigida por los tres famosos astronautas Shuckworth, Shanks y Showler, todos ellos guapos, inteligentes y valientes.

–Dentro de una hora exactamente –dijo Shuckworth, hablando a los pasajeros por el altavoz– nos acoplaremos con el Hotel Espacial USA, que será su hogar durante los próximos diez años. Y en cualquier momento a partir de ahora, si miran hacia delante, podrán distinguir esta magnífica nave espacial. ¡Ajá! ¡Ya veo algo! ¡Ésta debe de ser, señores! ¡Sin duda, allí hay algo, justo delante de nosotros!

Shuckworth, Shanks y Showler, junto con los directores, ayudantes de directores, conserjes, camareras, botones, criadas, reposteros y porteros, miraron muy excitados por las ventanas. Shuckworth disparó un par de pequeños cohetes para hacer que la cápsula

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