1
El Sueco… Durante los años de la guerra, cuando yo todavía iba a la escuela primaria, ése era un nombre mágico en nuestro vecindario de Newark, incluso para los adultos a los que sólo una generación separaba del viejo gueto de la calle Prince y que aún no estaban tan impecablemente americanizados como para quedarse como si les hubieran dado un balonazo en la cara ante la destreza de un atleta de escuela media. Su nombre era tan mágico como su rostro anómalo. Entre los pocos alumnos judíos de tez blanca en nuestra escuela, donde preponderaban los judíos, ninguno poseía nada que se pareciera ni remotamente a la máscara vikinga inexpresiva y de mandíbula escarpada de aquel rubio con ojos azules nacido en nuestra tribu con el nombre de Seymour Irving Levov.
El Sueco era una estrella como receptor en fútbol americano, centro en baloncesto y primera base en béisbol. Sólo el equipo de baloncesto tuvo algún valor (ganó dos veces el campeonato municipal cuando él era su principal marcador), pero mientras el Sueco destacara, el destino de nuestros equipos deportivos no les importaba gran cosa a unos alumnos cuyos mayores, en general poco instruidos y con demasiadas preocupaciones, veneraban por encima de todo los logros académicos. La agresión física, incluso camuflada por uniformes atléticos, reglamentos oficiales y sin la intención de dañar a los judíos, no era una fuente de placer tradicional en nuestra comunidad, mientras que los títulos superiores sí que lo eran. No obstante, gracias al Sueco el vecindario vivía una fantasía acerca de sí mismo y el mundo, la fantasía de los hinchas deportivos en todas partes: casi como gentiles (tal como ellos imaginaban a los gentiles), nuestras familias podían olvidar cómo funcionaban realmente las cosas y convertir un encuentro deportivo en el recipiente de todas sus esperanzas. Ante todo podían olvidar la guerra.
Creo que la mejor explicación del ascenso de Levov el Sueco, su conversión en el Apolo doméstico de los judíos de Weequahic, estriba en la guerra contra alemanes y japoneses y los temores que suscitaba. Cuando el Sueco se mostraba indómito en el terreno de juego, la superficie sin sentido de la vida aportaba una clase de sostén excéntrico e ilusorio, la feliz liberación en el seno de una inocencia sueca para quienes vivían con el temor de que no volverían a ver jamás a sus hijos, hermanos o maridos.
¿Y cómo afectaba esto al interesado, la glorificación, la santificación de cada lanzamiento curvo de la pelota, cada pase del balón que agarraba de un salto, cada vez que birlaba una veloz pelota bateada en el aire y que apenas describía un arco para marcar un doble a lo largo de la zona izquierda del campo? ¿Era eso lo que hacía de él un chico tan formal, de semblante impasible? ¿O era su seriedad de apariencia madura la manifestación exterior de una ardua lucha interna para mantener a raya el narcisismo que toda una comunidad le ofrecía, con amor, a manos llenas? En la escuela las animadoras tenían una aclamación para el Sueco. Al contrario que las demás aclamaciones, cuyo propósito era el de inspirar a todo el equipo o galvanizar a los espectadores, aquél era un tributo rítmico, con acompañamiento de zapateo, destinado en exclusiva al Sueco, y reflejaba el entusiasmo por su perfección, concentrado y desenfadado. La aclamación sacudía el gimnasio durante los partidos de baloncesto, cada vez que el Sueco recuperaba un rebote o marcaba un punto, el griterío se extendía por el lado que nosotros ocupábamos en el City Stadium cuando, en los partidos de fútbol, ganaba una yarda o interceptaba un pase. Incluso en los partidos de béisbol locales que, con escasa asistencia de público, tenían lugar en el parque Irvington, donde no había un grupo de vivaces animadoras arrodilladas en las líneas laterales, la aclamación se oía débilmente, entonada por el puñado de resueltos partidarios de Weequahic en el graderío de madera, no sólo cuando el Sueco se disponía a batear, sino también cuando se limitaba a realizar un fuera de juego rutinario en la primera base. Era una aclamación que constaba de diez sílabas, cuatro de ellas las de su nombre, y sonaba ¡Ta-ta-ta-ta! ¡Ta-ta-ta… ta-ta-ta! y el ritmo, sobre todo en los partidos de fútbol, se aceleraba con cada repetición hasta que, en la cima de la adoración frenética, se producía un exaltado estallido de volteretas laterales que hacían ondular las faldillas y los pantalones de gimnasia anaranjados de diez pequeñas y robustas animadoras y parpadeaban como fuegos artificiales ante nuestros ojos maravillados… y no porque sintieran amor por ti o por mí, sino por el magnífico Sueco. «¡Sueco Levov! ¡Rima con… «el amor»!… ¡Sueco Levov! ¡Rima con… «el amor»!… ¡Sueco Levov! ¡Rima con… «el amor»!»[1]
Sí, mirase donde mirase, la gente estaba enamorada de él. Los dueños de la confitería a quienes importunábamos nos llamaban a los demás «¡Eh-tú-no!» o «¡Basta-ya-chico!», pero a él le llamaban, respetuosamente, «Sueco». Los padres sonreían y se dirigían a él con afabilidad, llamándole «Seymour». Las chicas que iban charlando por la calle y con las que él se cruzaba simulaban desvanecerse de una manera aparatosa, y las más valerosas le gritaban a sus espaldas: «¡Vuelve, vuelve, Levov de mi vida!». Y él las dejaba hacer, andaba por el barrio en posesión de todo ese amor y dando la impresión de que no sentía nada. Contrariamente a las ensoñaciones que los demás pudiéramos haber tenido sobre el efecto estimulante de la adulación total, acrítica e idólatra, el amor volcado sobre el Sueco en realidad parecía privarle del sentimiento. En aquel muchacho a quien tantos adoptaban como un símbolo de esperanza (como la encarnación de la fuerza, la resolución, el valor audaz que se impondrían para que los soldados de nuestra escuela regresaran a casa indemnes desde Midway, Salerno, Cherbourg, las islas Salomón, las Aleutianas, Tarawa) no parecía existir una sola gota de ingenio o ironía que obstaculizara su precioso don de ser responsable.
Pero el ingenio o la ironía para un chico como el Sueco es como si le sujetaran su columpio, pues la ironía es un consuelo humano y está fuera de lugar cuando uno se desenvuelve como un dios. O bien había todo un lado de su personalidad que reprimía o que estaba todavía dormido o, lo que era más probable, ese lado no existía. Su indiferencia, su aparente pasividad como objeto deseado de todo ese amor asexual, hacían que pareciera, si no divino, por lo menos perteneciente a una distinguida categoría por encima de la humanidad más elemental o tan sólo por encima de todos los demás alumnos de la escuela. Estaba encadenado a la historia, era un instrumento de la historia, estimado con una pasión que quizá no habría existido si hubiera superado el récord del equipo de baloncesto de Weequahic (al marcar veintisiete puntos contra Barringer) en cualquier otra ocasión, excepto aquel tristísimo día de 1943 en que los cazas de la Luftwaffe derribaron a cincuenta y ocho fortalezas volantes, dos fueron víctimas de la artillería antiaérea y otras cinco se estrellaron tras cruzar la costa inglesa cuando regresaban de bombardear Alemania.
Jerry Levov, el hermano menor del Sueco, era mi compañero de clase, un chico flacucho, de cabeza pequeña, un físico que recordaba a un palito de regaliz y dotado de un curioso exceso de flexibilidad. Tenía algo de mago matemático, y fue el encargado de pronunciar el discurso de despedida en enero de 1950. Aunque Jerry, que era imperioso e irascible, nunca tenía una amistad auténtica con nadie, en el transcurso de los años se interesó por mí, y así, a partir de los diez años, me derrotaba con regularidad al ping-pong en el sótano acondicionado de la casa unifamiliar de los Levov, que se alzaba en la esquina de Wyndmoor y Keer… la palabra «acondicionado» indica que las paredes estaban forradas de nudosa madera de pino, que el sótano estaba domesticado y no era, como Jerry parecía pensar, el lugar perfecto para acabar con otro chico.
La violencia de la agresión de Jerry en una mesa de ping-pong excedía a la de su hermano en cualquier deporte. Afortunadamente la pelota de ping-pong tiene un tamaño y una forma tales que no te puede sacar un ojo. De lo contrario yo no habría jugado en el sótano de Jerry Levov. De no haber sido por la oportunidad de decirle a la gente que conocía la casa del Sueco Levov como la palma de mi mano, nadie podría haberme hecho bajar a aquel sótano, sin más defensa que una pequeña pala de madera. Nada que pesa tan poco como una pelota de ping-pong puede ser letal, y no obstante, cuando Jerry golpeaba aquel objeto el asesinato no podía estar lejos de su intención. Nunca se me ocurrió pensar que semejante exhibición violenta podría relacionarse de alguna manera con lo que representaba para él ser el hermano menor del Sueco Levov. Como no podía imaginar nada mejor que ser el hermano del Sueco, aparte de ser el mismo Sueco, no comprendía que para Jerry pudiera ser difícil imaginar algo peor.
La habitación del Sueco, en la que nunca me atreví a entrar, aunque me detenía para echar un vistazo a su interior cuando iba al lavabo situado al lado de la habitación de Jerry, estaba encajada bajo los aleros, al fondo de la casa. Con el techo inclinado, las ventanas de gablete y los banderines de Weequahic en las paredes, parecía lo que yo consideraba una auténtica habitación de muchacho. Desde las dos ventanas que daban al jardín posterior se veía el tejado del garaje de los Levov, donde, en los inviernos de su época de primaria, el Sueco practicaba con una pelota de béisbol fijada con cinta adhesiva a un cordel que colgaba de una viga, una idea que tal vez sacó de una novela de John R. Tunis que trataba del béisbol y se titulaba El chico de Tomkinsville. Descubrí este libro y otros de la serie de béisbol escritos por el mismo autor (El Duque de Hierro, El Duque decide, Elección de campeón, Los chicos de Keystone, El novato del año) al verlos en el estante empotrado junto a la cama del Sueco, todos alineados por orden alfabético entre dos pesados sujetalibros que habían sido un regalo por la bar mitzvah (fiesta judía cuando los niños cumplen trece años), réplicas en miniatura de El pensador de Rodin. En seguida fui a la biblioteca para pedir prestados todos los libros de Tunis que pude encontrar y empecé por El chico de Tomkinsville, un libro sombrío y capaz de absorber la atención de un muchacho, escrito con sencillez, con un estilo duro de vez en cuando, pero directo y digno, acerca del chico, Roy Tucker, un joven lanzador de aspecto agradable, natural de la región montañosa de Connecticut, cuyo padre muere cuando él tiene cuatro años y la madre cuando tiene dieciséis, y él ayuda a su abuela para poder llegar a fin de mes, trabajando en la granja familiar de día y por la noche en el pueblo, en «el drugstore MacKenzie, situado en la esquina de la calle South Main».
El libro, publicado en 1940, tenía dibujos en blanco y negro que, sólo con un poco de distorsión expresionista y suficiente habilidad anatómica, representaban astutamente la dureza de la vida del chico, antes de que el juego del béisbol estuviera iluminado por un millón de estadísticas, en los tiempos en que trataba de los misterios del destino terreno, cuando los miembros de las ligas principales parecían menos chicos corpulentos y sanos y más trabajadores magros y hambrientos. Los dibujos parecían haber sido concebidos en la oscura austeridad de la Depresión. Cada diez páginas, más o menos, para representar de manera sucinta un dramático episodio físico del relato («Pudo actuar con un poco de ímpetu», «Pasó por encima de la valla», «Razzle fue renqueando al cobertizo de espera»), había una imagen negruzca, cargada de tinta, de un jugador flaco y de rostro oscuro, escuetamente silueteado en una página en blanco, aislado, como el ser más solitario del mundo, de la naturaleza y de los hombres, o colocado en una simulación punteada de hierba de estadio, arrastrando a sus pies la delgada estatuilla de una sombra parecida a una lombriz. No es atractivo ni siquiera en uniforme de béisbol. Si es el lanzador, su mano enguantada parece una garra, y lo que una imagen tras otra evidencia gráficamente es que jugar en las ligas principales, por heroico que parezca, no es más que otra forma de trabajo agobiante y no remunerado.
El chico de Tomkinsville podría haberse titulado igualmente El cordero de Tomkinsville, incluso El cordero de Tomkinsville conducido al matadero. En la carrera del chico como recién llegado, emprendedor y activo, al club Dodger de Brooklyn, situado en último lugar, cada triunfo recibe la recompensa de una dura decepción o de un accidente aplastante. El fuerte vínculo que se forma entre el solitario y nostálgico Chico y el veterano receptor de los Dodgers, Dave Leonard, quien le enseña con éxito las peculiaridades de las grandes ligas y quien «con la firme mirada de sus ojos castaños detrás de la base del bateador», le orienta a lo largo de un partido en el que un lanzador no permite ni tantos ni golpes al cuadro contrario, se deshace brutalmente cuando ha transcurrido mes y medio desde el comienzo de la temporada y, de la noche a la mañana, el nombre del veterano deja de figurar en la plantilla del club. «He aquí una clase de velocidad que no mencionaban a menudo en el béisbol: la velocidad con que un jugador asciende… y cae.» Entonces, después de que el Chico ha ganado su decimoquinto partido consecutivo (un récord de bisoño que ningún lanzador en ninguna de las ligas ha superado jamás), unos bulliciosos compañeros de equipo que se dedican a hacer el animal después de la gran victoria lo derriban sin querer en la ducha, y la lesión que sufre en el codo al caer le incapacita para volver a lanzar. Se sienta en el banquillo durante el resto del año, haciendo sustituciones de emergencia debido a su fuerza en la base, y a lo largo del invierno con sus nevadas (de regreso en Connecticut, donde pasa los días en la granja y las noches en la tienda, ya famoso en el lugar pero, en realidad, una vez más el nene de su abuela) practica con diligencia, siguiendo las instrucciones de Dave Leonard para mantener el vaivén nivelado («La tendencia a mantener el hombro derecho bajo y blandir el bate hacia arriba era su peor defecto»): cuelga una pelota de un cordel en el establo y, en las mañanas de frío invierno, la golpea con «su querido bate» hasta que está empapado en sudor. «Crac… El limpio y grato sonido de un bate que golpea de lleno una pelota.» A la siguiente temporada ya está preparado para regresar a los Dodgers en calidad de veloz lateral derecho, batea en la proporción 325 en el segundo turno y lleva a su equipo a la meta como competidor. El último día de la temporada, en un partido contra los Giants, que están en primer lugar con la escasa diferencia de medio partido con respecto al segundo lugar, el Chico anima al equipo para que consiga hits, y en el segundo turno del decimocuarto ciclo, con dos downs, dos jugadores en base y los Dodgers adelantados una base gracias al juego audaz del Chico, que ha llegado a la siguiente base con su enérgica carrera, realiza la última jugada que salva el partido, corriendo para capturar la pelota, y choca contra la pared centro derecha del campo. Esta atrevidísima hazaña conduce a los Dodgers a la Serie Mundial y deja al Chico «retorciéndose de dolor sobre el césped al fondo del centro derecha del campo». Tunis concluye así: «La oscuridad descendió sobre la masa de jugadores, sobre la enorme multitud que saltaba al campo, sobre un par de hombres que transportaban un cuerpo inerte entre la muchedumbre en una camilla… Se oyó un trueno y empezó a llover sobre el Campo de Polo». Descendió, descendió, un trueno, y así finaliza el Libro de Job de los muchachos.
Yo tenía diez años y nunca había leído nada igual. La crueldad, la injusticia de la vida. No podía creerlo. El miembro de los Dodgers censurable es Razzle Nugent, un gran lanzador pero borracho, exaltado, pendenciero y violento, quien tiene unos celos enormes del Chico. Y, sin embargo, no es a Razzle a quien se llevan «inerte» en camilla, sino al mejor de todos ellos, al huérfano campesino llamado el Chico, modesto, serio, sencillo, leal, ingenuo, inasequible al desaliento, industrioso, afable, valiente, un atleta brillante, un muchacho hermoso y austero. Ni que decir tiene, el Sueco y el Chico eran para mí la misma persona, y me preguntaba cómo podía soportar el Sueco la lectura de aquel libro que me había dejado al borde de las lágrimas e insomne. De haber tenido el valor de dirigirme a él, le habría preguntado si creía que el final significaba que el Chico estaba acabado o si señalaba la posibilidad de otro retorno. La palabra «inerte» me aterraba. ¿Le habría matado al Chico la última recepción de pelota del año? ¿Lo sabía el Sueco? ¿Le importaba? ¿Pensaba acaso que si el desastre podía acabar con el Chico de Tomkinsville también podía acabar con el gran Sueco? ¿O se trataba de un libro acerca de un astro bienamado, salvaje e injustamente castigado, un libro sobre un inocente muy bien dotado cuyo peor defecto era mantener el hombro derecho bajo y blandir el bate hacia arriba, pero al que de todos modos destruyen los cielos tronantes, sencillamente un libro más entre aquellos sujetalibros en forma de «Pensador» que estaban en el estante?
*
La avenida Keer era donde vivían los judíos ricos, o por lo menos les parecían ricos a quienes habitaban en las viviendas para dos, tres y cuatro familias, con aquellos pórticos de ladrillo que eran esenciales para nuestra vida deportiva despues de la escuela: los dados, las veintiuna y el stoopball [2], interminable hasta que se rompía la barata pelota de goma lanzada sin piedad contra los escalones. Allí, en aquella cuadrícula de calles bordeadas de acacias en la que había sido parcelada la finca de los Lyon durante los años de prosperidad, a comienzos de la década de 1920, la primera generación de judíos no inmigrantes de Newark se había reagrupado en una comunidad que se inspiraba más en la línea central de la vida norteamericana que en la shtetl polaca que sus padres, hablantes de yiddish, habían recreado alrededor de la calle Prince en el empobrecido Distrito Tercero. Los judíos de la avenida Keer, con sus sótanos bien acabados, sus porches protegidos por tela metálica, sus escalones de baldosas en la entrada, parecían estar en primer plano, reivindicando como audaces pioneros las ventajas americanas normalizadoras. Y en la vanguardia de la vanguardia estaban los Levov, quienes nos habían legado a nuestro propio Sueco, un muchacho que se aproximaba tanto a un gentil como era posible.
Los mismos Levov, Lou y Sylvia, no eran unos padres menos reconociblemente americanos que mis propios padres judíos nacidos en Jersey, ni más ni menos refinados, bien hablados o cultivados, algo que me causaba una gran sorpresa. Aparte de la casa unifamiliar en la avenida Keer, no existía ninguna división entre nosotros, como la que había entre los campesinos y la aristocracia, un tema que estaba estudiando en la escuela. Al igual que mi madre, la señora Levov era un ama de casa metódica, de modales impecables, bien plantada, con una consideración extraordinaria hacia los sentimientos de todo el mundo y la habilidad de lograr que sus hijos se sintieran importantes, una de las muchas mujeres de aquella época que jamás soñó con librarse de la gran empresa doméstica centrada en sus hijos. Los hermanos Levov habían heredado de su madre los huesos largos y el cabello rubio, aunque como ella tenía el cabello más rojizo y rizado y la piel todavía con unas pecas juveniles, su aspecto no tan asombrosamente ario como el de los chicos, era una curiosidad genética menos vivida entre los rostros que se veían en nuestras calles.
El padre sólo medía metro setenta o poco más, y era un hombre delgado e incluso más agitado que el padre cuyos afanes estaban conformando los míos. El señor Levov era uno de aquellos padres judíos criados en los barrios bajos cuya perspectiva tosca y sin una educación suficiente aguijoneó a toda una generación de esforzados hijos judíos universitarios, un padre para quien todo es un deber ineludible, para quien hay un camino recto y otro equivocado y nada entre los dos, un padre cuyo conjunto de ambiciones, prejuicios y creencias es tan impermeable al pensamiento cauteloso que esquivarle no resulta tan fácil como parece. Hombres limitados con una energía ilimitada, hombres que en seguida se muestran amistosos y con la misma rapidez evidencian que están hartos, hombres para quienes lo más importante en la vida es seguir adelante a pesar de todo. Y nosotros éramos sus hijos. Nuestra tarea consistía en quererlos.
Pues bien, mi padre era un pedicuro cuyo consultorio estuvo durante años en la sala de estar de la familia y que ganaba el dinero suficiente para ir tirando pero nada más, mientras que el señor Levov se enriqueció con la fabricación de guantes para señora. Su padre, el abuelo del Sueco Levov, llegó a Newark, procedente del viejo país, en la década de 1890, y encontró trabajo como descarnador de pieles recién extraídas de la cuba de cal, el único judío al lado de los inmigrantes más rudos de Newark, eslavos, irlandeses e italianos, empleados en la curtiduría del magnate del charol, T. P. Howell, que estaba en la calle Nuttman y que entonces era el nombre de la industria más antigua y grande de la ciudad, el curtido y manufactura de artículos de cuero. Lo más importante en la preparación del cuero es el agua: las pieles giran en grandes recipientes de agua, unos recipientes que arrojan el agua sucia, tuberías por las que circula agua fría y caliente, cientos de millares de litros de agua. Si hay agua blanda, de calidad, se puede hacer cerveza y cuero, y Newark hacía ambas cosas: grandes fábricas de cerveza, grandes curtidurías y, para los inmigrantes, mucho trabajo húmedo, hediondo, agobiante.
El hijo, Lou (el padre del Sueco Levov), ingresó en la curtiduría cuando salió de la escuela, a los catorce años, a fin de ayudar al sostenimiento de los nueve miembros de la familia, y llegó a ser un experto no sólo en teñir el cuero flexible extendiendo el tinte de arcilla con un cepillo plano y rígido, sino también en la selección y clasificación de pieles. La curtiduría, que hedía tanto al matadero como a la planta química debido al remojo y cocción de la carne, a la extracción del pelo, el baño químico y el desengrase de los pellejos, funcionaba las veinticuatro horas del día en verano. Los fuelles que secaban los millares de pieles colgadas aumentaban la temperatura en la sala de secado hasta cuarenta y nueve grados centígrados, una sala baja de techo con enormes cubas oscuras como cuevas y llenas de inmundicia, donde unos operarios bastante brutos, protegidos por pesados delantales y armados con ganchos y palos, empujaban las carretillas sobrecargadas, escurrían y colgaban las pieles empapadas, obligados a avanzar como animales entre el ímprobo frenesí que era el turno de doce horas, un lugar sucio, hediondo, inundado de agua teñida de rojo, negro, azul y verde, con pedazos de piel en el suelo, depósitos de grasa, montículos de sal y barriles de disolvente por doquier… tales fueron la escuela media y la universidad de Lou Levov. Lo que sorprendía no era lo duro que se volvió, sino lo cortés que en ocasiones era capaz de mostrarse todavía.
En Howell &Co. adquirió toda la experiencia que necesitaba y a los veintipocos años fundó, con dos de sus hermanos, un pequeño negocio de bolsos de mano, especializado en pieles de caimán que adquirían a R. G. Salomon, el rey del cuero fino en Newark y líder en el curtido de la piel de caimán. Durante algún tiempo pareció que el negocio podría florecer, pero después del derrumbe de la bolsa la compañía se hundió y los tres enérgicos y audaces Levov quedaron en bancarrota. Una nueva empresa de géneros de piel, Newark Maid, surgió unos años después. Ahora Lou Levov compraba artículos de cuero de segunda calidad, bolsos, guantes y cinturones imperfectos, y los fines de semana cargaba una carretilla e iba a venderlos a un mercado al aire libre, mientras que por las noches lo hacía de puerta en puerta. En la parte inferior del Cuello (la protuberancia semipeninsular que es la parte más oriental de Newark, donde se asentaba primero cada nueva oleada de inmigrantes, las tierras bajas limitadas al norte y al este por el río Passaic y al sur por las salinas) vivían italianos que se dedicaron a la confección de guantes en el viejo país, y empezaron a trabajar a destajo para él en sus casas. Él les proporcionaba las pieles y ellos cortaban y cosían guantes de señora que Lou vendía por las calles de todo el estado. Cuando estalló la guerra, tenía un colectivo de familias italianas que cortaban y cosían guantes de cabritilla en un pequeño desván de la calle West Market. Fue un negocio marginal, con el que no ganaba dinero, hasta que, en 1942, se volvió lucrativo, gracias a un guante de gala, de piel de oveja, negro y forrado, que encargó el Cuerpo Femenino del ejército. Lou alquiló con opción a compra la antigua fábrica de paraguas, un montón de ladrillos ennegrecidos por el humo, con una altura de cuatro pisos, levantada cincuenta años atrás en la confluencia de la avenida Central y la calle Segunda, y muy pronto la compró y alquiló la planta superior a una empresa de cremalleras. Newark Maid empezó a fabricar guantes y cada dos o tres días el camión retrocedía hasta el muelle de carga y se los llevaba.
Un motivo de júbilo todavía mayor que el contrato del gobierno fue la relación comercial con Bamberger. Newark Maid consiguió que Bamberger fuese su cliente, y entonces se convirtió en el principal fabricante de guantes de calidad para señora, debido a un encuentro inverosímil entre Lou Levov y Louis Bamberger. Durante una cena de homenaje a Meyer Ellenstein, miembro de la junta municipal desde 1933 y único judío que sería alcalde de Newark, un pez gordo de Bam’s, al enterarse de que el padre del Sueco Levov estaba presente, se le acercó para felicitarle por la selección de su hijo, efectuada por el Newark News, como el mejor jugador de centro entre los equipos de béisbol de todos los condados. Lou Levov se dio cuenta de que aquélla era la oportunidad de su vida, la ocasión de abrirse paso a través de todas las obstrucciones y llegar a la cumbre, y con todo descaro logró que le presentaran, allí mismo, en la cena en honor de Ellenstein, al legendario L. Bamberger en persona, fundador de los grandes almacenes más prestigiosos de Newark y el filántropo que había dotado a la ciudad de su museo, un personaje poderoso, tan importante para los judíos locales como Bernard Baruch lo era para los judíos de todo el país por su estrecha asociación con Franklin Delano Roosevelt. Según los chismorreos que abundaban en la vecindad, aunque Bamberger apenas hizo más que estrechar la mano de Lou Levov e interrogarle (sobre el Sueco) durante un par de minutos como máximo, Lou Levov se atrevió a decirle a la cara: «Señor Bamberger, nosotros ofrecemos calidad y buen precio… ¿por qué no podemos venderles a ustedes nuestros guantes?». Y antes de que hubiera terminado el mes, Bam’s había efectuado un pedido a Newark Maid, el primero, por quinientas docenas de pares de guantes.
Hacia el final de la guerra la empresa se había establecido, y en no pequeña medida gracias a las hazañas deportivas del Sueco, como uno de los nombres más respetados en la manufactura de guantes de señora al sur de Gloversville, Nueva York, el centro del negocio de los guantes, adonde Lou Levov enviaba sus pellejos por ferrocarril, a través de Fultonville, para que los curtiera la mejor curtiduría de guantes del ramo. Poco más de una década después, con la inauguración de una fábrica en Puerto Rico, en 1958, el mismo Sueco se convertiría en el joven presidente de la empresa y cada mañana se trasladaría a la avenida Central desde su casa, a unos cincuenta kilómetros al oeste de Newark, más allá de los barrios residenciales… como un pionero de corto radio de acción, habitante de una finca de cuarenta hectáreas a la que se llegaba por una carretera secundaria en las colinas escasamente pobladas más allá de Morristown, en el rico y rural Old Rimrock de Nueva Jersey, muy lejos de la curtiduría donde el abuelo Levov tuvo sus comienzos en América, cuando quitaba de la piel verdadera la carne de consistencia gomosa que se había hinchado repulsivamente hasta doblar su grosor en las grandes cubas de cal.
Al día siguiente de su graduación en Weequahic, en junio de 1945, el Sueco se alistó en el Cuerpo de Marines, deseoso de intervenir en la lucha que pondría fin a la guerra. Se rumoreaba que sus padres estaban fuera de sí y habían hecho todo lo posible para convencerle de que renunciara a los marines y se enrolara en la Armada. Aun cuando superase el notorio antisemitismo del Cuerpo de Marines, ¿imaginaba que sobreviviría a la invasión de Japón? Pero no fue posible disuadir al Sueco de que aceptara el desafío viril y patriótico, que se había puesto a sí mismo en secreto, de ir a luchar como uno de los más aguerridos si el país seguía en guerra cuando él se graduara en la escuela media. Estaba a punto de terminar su instrucción de recluta en la isla de Parris, Carolina del Sur (donde corría el rumor de que los marines desembarcarían en las playas japonesas el 1 de marzo de 1946), cuando dejaron caer la bomba atómica sobre Hiroshima. El resultado fue que el Sueco pasó el resto del servicio militar como «especialista en diversiones», allí mismo, en la isla de Parris. Cada mañana, antes del desayuno, dirigía los ejercicios de calistenia, un par de noches a la semana organizaba las tertulias sobre boxeo para entretener a los reclutas y la mayor parte del tiempo se dedicaba a jugar con el equipo de la base contra los equipos de las fuerzas armadas estacionadas en el sur; al baloncesto en invierno y al béisbol en verano. Llevaba más o menos un año estacionado en Carolina del Sur cuando empezó a tener relaciones formales con una muchacha irlandesa católica cuyo padre, comandante de marines y en otro tiempo entrenador del equipo de fútbol Purdue, le había procurado el agradable trabajo de instructor a fin de que se quedara en la isla de Parris para jugar en los equipos de baloncesto y béisbol. Varios meses antes de que el Sueco se licenciara, su padre viajó a la isla de Parris, pasó allí una semana entera, alojado en el hotel Beaufort, cerca de la base, y sólo se marchó después de que se hubiera roto el compromiso con la señorita Dunleavy. El Sueco regresó a casa en 1947 y se matriculó en la Universidad Upsala de East Orange, a los veinte años, sin la carga de una esposa gentil y con su aureola de héroe más brillante todavía por haberse distinguido como un marine judío, nada menos que instructor, y en un campamento de instrucción militar del que se podía decir que era el más cruel del mundo. Los marines se curten en el campamento de instrucción, y Seymour Irving Levov había ayudado a curtirlos.
Sabíamos todo esto porque la mística del Sueco seguía viva en los corredores y las aulas de la escuela media, donde yo estudiaba por entonces. Recuerdo dos o tres ocasiones, en sábado y durante la primavera, cuando fui con unos amigos al campo de los Viking, en East Orange, para ver jugar al equipo de béisbol de Upsala un partido en casa. Su estrella bateadora y primera base era el Sueco. Un día hizo tres home runs contra Muhlenberg. Cada vez que veíamos a un hombre en las tribunas, con traje gris y sombrero, nos susurrábamos unos a otros: «¡Un explorador! ¡Un explorador!». Así llamábamos a aquellos buscadores de talentos deportivos. Yo estaba en la universidad cuando me enteré, a través de un compañero de escuela que aún vivía en el barrio, de que habían ofrecido al Sueco un contrato en un club subsidiario del Double A Giant, pero que él lo había rechazado para trabajar en la empresa de su padre. Más adelante me enteré por mis padres del matrimonio del Sueco con Miss Nueva Jersey. Antes de competir en Atlantic City por el título de Miss América 1949, la joven había sido Miss Condado de Union, y anteriormente Reina de la Primavera en Upsala. Era de Elizabeth, era gentil y se llamaba Dawn Dwyer. El Sueco lo había conseguido.
Una noche veraniega de 1985, estando de visita en Nueva York, fui a ver un partido entre los Mets y los Astros, y mientras recorría el estadio con mis amigos, en busca de la puerta que nos daría acceso a nuestros asientos, vi al Sueco, treinta y seis años mayor que cuando le vi jugar en el equipo de Upsala. Vestía camisa blanca, corbata a rayas y un traje de verano gris carbón, y aún tenía una apostura impresionante. El cabello dorado era un poco más oscuro, pero en absoluto ralo. Tampoco lo llevaba corto, sino que le caía bastante espeso sobre las orejas y el cuello de la camisa. Con aquel traje que le sentaba tan bien parecía incluso más alto y delgado de lo que le recordaba con el uniforme de un deporte u otro. La mujer que nos acompañaba reparó primero en él.
—¿Quién es ese hombre? Es… es… ¿Es John Lindsay?
—No —respondí—. Dios mío. ¿Sabéis quién es? Es el Sueco Levov—dije a mis amigos—. ¡Es el Sueco!
Le acompañaba un chiquillo delgado y rubio de siete u ocho años, con una gorra de los Mets en la cabeza, el cual golpeaba un guante de primera base que le colgaba, como al Sueco, de la mano izquierda. Eran claramente padre e hijo, y los dos se reían de algo cuando me acerqué a ellos y me presenté.
—Conocí a tu hermano en Weequahic.
—¿Ah, eres Zuckerman? —replicó él, y me estrechó vigorosamente la mano—. ¿El escritor?
—El mismo, Zuckerman.
—Claro, eras un gran amigo de Jerry.
—No creo que Jerry tuviera grandes amigos. Era demasiado brillante para eso. Me daba quince y raya cuando jugábamos a ping-pong en el sótano de su casa. Ganarme en el ping-pong era muy importante para Jerry.
—Así que eres tú. Mi madre dice: «Era un chico tan simpático y tranquilo cuando venía a casa». ¿Sabes quién es este señor? —le preguntó al pequeño—. El autor de esos libros, Nathan Zuckerman.
Desconcertado, el chiquillo se encogió de hombros y susurró:
—Hola.
—Éste es mi hijo Chris.
—He venido con unos amigos —le dije, moviendo un brazo para abarcar a las tres personas que me acompañaban, a quienes informé—: Es el atleta más grande que ha habido en toda la historia de la escuela media de Weequahic, un verdadero artista en tres deportes. Jugaba de primera base como Hernández… usaba la cabeza. Era un doble bateador de primera. ¿Sabías eso? —le pregunté a su hijo—. Tu papá era nuestro Hernández.
—Hernández es zurdo —replicó él.
—Cierto, pero ésa es la única diferencia —le dije al pequeño que mostraba una exactitud tan escrupulosa, y tendí la mano a su padre—. Bueno, Sueco, me alegro de verte.
—Yo también. Que te vaya bien, Skip.
—Dale recuerdos a tu hermano de mi parte.
Él se rió, nos separamos y uno de los que me acompañaban comentó:
—Vaya, vaya, el atleta más grande en toda la historia del instituto de Weequahic te ha llamado «Skip».
—Lo sé, no puedo creerlo.
Y casi experimenté la misma sensación deliciosa de haber sido seleccionado que tuve en la ocasión anterior, a los diez años de edad, cuando la relación con el Sueco llegó a ser tan personal que me reconocía por el sobrenombre que me daban en el patio de la escuela y que había adquirido a causa de los cursos que me salté en la escuela primaria.[3]
Mediado el primer turno del partido, la mujer que estaba con nosotros se volvió hacia mí y me dijo:
—Deberías haberte visto la cara. Lo mismo podrías habernos dicho que se trataba de Zeus. He visto el aspecto que tenías de niño.
Un par de semanas antes del Día del Recuerdo de 1995, me llegó la carta siguiente a través de mi editor.
Querido Skip Zuckerman:
Te pido disculpas por las molestias que pueda causarte esta carta. Quizá no recuerdes nuestro encuentro en el estadio Shea. Estaba allí con mi hijo mayor, que ahora estudia primer curso en la universidad, y tú con unos amigos para ver a los Mets. Eso fue hace diez años, en la era de Carter, Gooden y Hernández, cuando uno aún podía contemplar a los Mets, algo que ya no es posible. Te escribo para preguntarte si podríamos reunirnos en alguna ocasión y hablar. Si me lo permitieras, me encantaría comer contigo en Nueva York.
Me tomo la libertad de proponerte un encuentro debido a un asunto en el que he estado pensando desde el fallecimiento de mi padre el año pasado. Tenía noventa y seis años. Conservó su carácter animado y combativo hasta el final, y eso me hizo sentir todavía más su muerte, a pesar de lo avanzado de su edad.
Me gustaría hablarte de él y de su vida. He intentado escribir un elogio con el propósito de publicarlo particularmente y distribuirlo entre los amigos, familiares y socios comerciales. Casi todo el mundo consideraba a mi padre indestructible, un hombre de piel dura y genio vivo, que se irritaba fácilmente. Nada más lejos de la verdad. No todo el mundo sabía lo mucho que sufrió debido a los golpes que dio la vida a sus seres queridos. Créeme, te lo ruego, que si no tienes tiempo para responderme lo comprenderé perfectamente. Cordialmente.
Seymour «Sueco» Levov, Esc. Ens. Med. de Weequahic, 1945.
Si cualquier otra persona me hubiera preguntado si podía hablarme acerca de un elogio a su padre que estaba escribiendo, le habría deseado suerte y no me habría mezclado para nada en el asunto. Pero había poderosas razones para que, antes de que hubiera transcurrido una hora, enviara una nota al Sueco diciéndole que estaba a su disposición. El Sueco Levov quiere verme era la primera razón. Tal vez era ridículo, cuando estaba en el umbral de la vejez, pero bastó con que viera su firma al pie de la carta para que me inundaran unos recuerdos de aquel hombre, tanto en el campo deportivo como fuera de él, que se remontaban a cincuenta años atrás y todavía me cautivaban. Recordé que cada día iba al campo de deportes para mirar las prácticas de fútbol, el año en que el Sueco accedió a jugar en el equipo. Era ya un artista de los ganchos y las altas puntuaciones en la pista de baloncesto, pero nadie sabía que era capaz de desplegar la misma magia en el campo de fútbol hasta que el entrenador le obligó a jugar como extremo y nuestro equipo perdedor, aunque seguía en la cola de la liga municipal, empezó a conseguir uno, dos, hasta tres tantos en un partido, todos ellos marcados gracias a pases del Sueco. Cincuenta o sesenta muchachos se reunían en las líneas laterales para contemplar las prácticas, en las que el Sueco, con un viejo casco de cuero y el jersey marrón con el número 11 de color naranja, se ejercitaba con el equipo titular de la universidad contra el JV. El defensa del equipo universitario, el Zurdo Leventhal hacía un pase tras otro («¡Le-ven-thal para Le-vov!» era un anapesto que siempre nos estimulaba en la mejor época del Sueco), y la tarea de los defensas del JV consistía en evitar que el Sueco marcara cada vez. Tengo más de sesenta años, no soy exactamente un hombre con la actitud ante la vida que tenía en la infancia, y sin embargo la ilusión infantil nunca se ha evaporado del todo, pues hasta el día de hoy no he olvidado la imagen del Sueco cuando, tras haber sido sofocado por los atajadores, se levantaba despacio, sacudiéndose el polvo, dirigía una mirada de protesta al oscuro cielo otoñal, suspiraba con tristeza y, totalmente ileso, emprendía el trote de regreso al grupo. Cuando marcaba un tanto, ésa era una clase de gloria, y cuando le atajaban, los contrarios se amontonaban encima de él y se limitaba a levantarse y sacudirse el polvo, era una clase de gloria distinta, incluso cuando tenía lugar el enfrentamiento entre las líneas cerradas de los delanteros de ambos equipos.
Y llegó el día en que participé en esa gloria. Tenía diez años, nunca hasta entonces había entrado en contacto con la grandeza, y el Sueco me habría prestado tan poca atención como a cualquier otro espectador en las líneas laterales de no haber sido por Jerry Levov, el cual recientemente me había aceptado como amigo y, por mucho que me costara creerlo, el Sueco debía de haberse fijado en mí cuando estaba en su casa. Y así, un atardecer a fines del otoño de 1943, cuando lo derribó al suelo todo el equipo JV tras haberse hecho con el proyectil disparado desde cerca por Leventhal, y el entrenador hizo sonar bruscamente el silbato y puso fin al partido, el Sueco, flexionando un codo de un modo vacilante mientras salía del campo corriendo y cojeando a partes iguales, me vio entre los otros chicos y se dirigió a mí:
—El baloncesto nunca ha sido así, Skip —me dijo.
El dios, que por entonces tenía dieciséis años, me había llevado al cielo de los atletas. El adorado había reconocido al adorador. Por supuesto, con los atletas sucede lo mismo que con los ídolos de la pantalla, que cada admirador imagina que tiene un vínculo secreto y personal con ellos, pero aquél había sido forjado por el más modesto de los astros y ante una congregación enmudecida de chicos competitivos… Era una experiencia asombrosa y estaba emocionado. Me ruboricé, turbado de emoción, y probablemente no pensé en nada más durante el resto de la semana. La fingida lástima de sí mismo como deportista, la generosidad viril, la noble gentileza, la satisfacción de sí mismo del deportista, tan abundante que podía dar gratuitamente una parte a la multitud… Esta esplendidez no sólo me abrumó y se expandió por mi interior porque estaba envuelta en mi sobrenombre, sino que también se fijó en mi mente como la encarnación de algo incluso más grandioso que su talento para los deportes, el talento para ser «él mismo», la capacidad de ser aquella extraña fuerza absorbente y, no obstante, tener voz y una sonrisa a la que no estropeaba el menor atisbo de superioridad, la modestia natural de una persona para quien no existían los obstáculos, que daba la impresión de que nunca tenía que luchar para hacerse con un lugar propio. No creo que sea el único adulto que fue un niño judío con la aspiración de ser totalmente norteamericano en los patrióticos años de la guerra, cuando las esperanzas de toda nuestra vecindad en aquel período bélico parecían converger en el cuerpo maravilloso del Sueco, que ha conservado durante toda su vida los recuerdos del estilo insuperable de aquel muchacho bien dotado.
Era uno de los atletas triunfadores, altos y rubios, y su condición de judío prácticamente pasaba desapercibida. Eso también debía de afectarnos. Supongo que, al idealizar al Sueco y su equiparación inconsciente con Estados Unidos, había en nuestro impulso cierta vergüenza y rechazo de nosotros mismos. Cuando le veíamos despertaban unos deseos judíos conflictivos que él apaciguaba al mismo tiempo; la contradicción de los judíos que quieren encajar y destacar, que insisten en que son diferentes y en que no lo son, se resolvía en el espectáculo triunfante de aquel Sueco que en realidad no era más que otro de los Seymours de nuestro barrio, cuyos antepasados habían sido Salomones y Saúles y que engendrarían Stephens que a su vez engendrarían Shawns. ¿Dónde estaba el judío en él? No podías localizarlo y, no obstante, sabías que estaba allí. ¿Dónde estaba la irracionalidad? ¿Dónde la tendencia a lloriquear? ¿Dónde las tentaciones descarriadas? En él no había astucia ni artificio ni malicia. Había eliminado todo eso para lograr su perfección. No había esfuerzo ni ambivalencia ni doblez, sino sólo el estilo, el refinamiento natural, físico de un astro.
Pero… ¿qué hacía en cuanto a la subjetividad? ¿Cuál era la subjetividad del Sueco? Tenía que haber un sustrato, pero su composición era inimaginable.
Ése fue el segundo motivo por el que respondí a su carta: el sustrato. ¿Qué clase de existencia mental había sido la suya? ¿Había algo que hubiera amenazado jamás con desestabilizar la trayectoria del Sueco? Nadie pasa por la vida sin recibir las marcas de la cavilación, el pesar, la confusión y la pérdida. Incluso quienes lo han tenido todo en su infancia, antes o después participan del término medio de desdicha, y a veces incluso más. En su vida tenía que haber habido conciencia e infortunio. Sin embargo, no podía imaginar la forma que habría adoptado la una y el otro, no podía dejar de simplificarle incluso ahora, pues en el residuo de mi imaginación adolescente seguía estando convencido de que el Sueco tenía que haberse visto siempre libre de sufrimiento.
¿Pero a qué había aludido en su carta esmerada y cortés cuando, al hablar del padre difunto, un hombre que no tenía la piel tan dura como la gente creía, escribió: «No todo el mundo sabía lo mucho que sufrió debido a los golpes que dio la vida a sus seres queridos»? No, el Sueco había sufrido un golpe, y de eso era de lo que deseaba hablarme. No era la vida de su padre la que quería revelar, sino la suya propia.
Estaba equivocado.
Nos encontramos en un restaurante italiano situado en una de las calles 40 Oeste, donde durante años el Sueco había llevado a su familia cada vez que iban a Nueva York para ver un espectáculo en Broadway o contemplar a los Nicks en el Garden, y en seguida comprendí que no iba a acercarme lo más mínimo al sustrato. En el restaurante de Vincent le conocía todo el mundo y le llamaban por su nombre… el mismo Vincent, la mujer de éste, Louie, el maître, Carlo, el barman, Billy, nuestro camarero, todos conocían al señor Levov y todos le preguntaban por su esposa e hijos. Resultaba ser que cuando sus padres vivían solía llevarlos a Vincent’s para celebrar un aniversario o un cumpleaños. Pensé que me había invitado allí sólo para revelar que le admiraban tanto en la calle 49 Oeste como en la avenida Chancellor.
Vincent’s es uno de esos restaurantes italianos un tanto viejos encajado en las calles centrales del West Side, entre Madison Square Garden y el Plaza, pequeños restaurantes de tres mesas de anchura y cuatro arañas de luces de profundidad, con una decoración y unos menus que apenas han cambiado desde que se puso de moda la ensalada de rúcula, esa clase de lechuga hoy tan popular en los restaurantes de Estados Unidos y de la que nadie había oido hablar veinte años atrás. El televisor colocado junto al pequeño bar emitía un partido, y de vez en cuando un cliente se levantaba, contemplaba el juego durante un rato, preguntaba al barman por los tantos y qué tal lo hacía Mattingly, y regresaba a su mesa. Las sillas estaban tapizadas con un plástico de color turquesa eléctrico, las baldosas del suelo tenían una tonalidad salmón moteada, una de las paredes estaba cubierta por un gran espejo, las lámparas eran de falso latón y como nota decorativa se alzaba en un rincón un pimentero rojo brillante, de metro y medio de altura, que parecía una estatua de Giacometti (el Sueco me dijo que era un regalo enviado a Vincent desde su ciudad natal italiana). En el otro rincón, a modo de contrapeso y sobre un pedestal que también daba al objeto un aire estatuesco, había una robusta garrafa de Barolo. Frente a la caja registradora, manejada por la señora Vincent y flanqueada por un cuenco de caramelos de menta para que se sirvieran gratuitamente los clientes después de comer, había una mesa llena de tarros de la salsa marinara de Vincent. El carrito de los postres exhibía el napoleón, el tiramisú, las milhojas, la tarta de manzana y las fresas azucaradas, y detrás de nuestra mesa, en la pared, estaban las fotografías dedicadas («Mis mejores deseos para Vincent y Anne») de Sammy Davis, Jr., Joe Namath, Liza Minelli, Kaye Ballard, Gene Kelly, Jack Carter, Phil Rizzuto y Johnny y Joanna Carson. Debería haber habido una del Sueco, desde luego, y la habría habido si todavía estuviéramos luchando contra los alemanes y los japoneses y al otro lado de la calle se alzara la escuela media de Weequahic.
Nuestro camarero, Billy, un hombre de baja estatura, fornido y calvo, con la nariz aplastada de un boxeador, no tuvo que preguntarle al Sueco lo que deseaba comer. Durante más de treinta años el Sueco le había pedido a Billy la especialidad de la casa, ziti a la Vincent, precedidos de almejas posillipo. «Los ziti mejor preparados de Nueva York», me dijo el Sueco, pero pedí mi anticuado plato preferido, el pollo a la cazadora, «deshuesado» a sugerencia de Billy. Mientras anotaba el pedido, Billy le dijo al Sueco que Tonny Bennett había estado allí la noche anterior. Para ser un hombre tan fornido, un hombre al que uno imaginaría acarreando durante toda su vida una carga más pesada que un plato de ziti, su voz, aguda e intensa, a causa de alguna aflicción soportada durante demasiado tiempo, resultaba inesperada y era un auténtico placer.
—¿Ve usted dónde está sentado su amigo? ¿Ve su silla, señor Levov? Pues Tony Bennett se sentó en esa silla —entonces se dirigió a mí—: ¿Sabe lo que dice Tony Bennett cuando la gente se acerca a su mesa y se presenta? Les dice: «Me alegro de verle». Y usted está sentado en su silla.
Eso puso fin a la diversión. A partir de ahí nos dedicamos a trabajar.
Había traído fotografías de sus tres hijos para enseñármelas, y desde el aperitivo hasta el postre prácticamente toda la conversación giró en torno a Chris, de dieciocho años, Steve, de dieciséis y Kent, de catorce. Qué chico era más diestro en lacrosse que en béisbol… cuál de ellos era tan bueno en fútbol asociación como en fútbol americano, pero no podía decidirse… cuál de ellos era el campeón en saltos de trampolín que también había batido récords en los estilos mariposa y espalda. Los tres eran buenos estudiantes y obtenían sobresalientes y notables; a uno le interesaban las ciencias, el otro se inclinaba más por los problemas sociales, mientras que el tercero… etcétera. Había una sola fotografía de los chicos con su madre, una rubia cuarentona y guapa, directora de publicidad de un semanario del condado de Morris, pero el Sueco se apresuró a añadir que no había comenzado su carrera hasta que el menor de los hijos inició la enseñanza secundaria. Los chicos eran afortunados al tener una madre que aún ponía el quedarse en casa y criar a sus hijos por encima de…
A medida que avanzaba la comida, me impresionaba lo seguro que parecía estar de todas las trivialidades que me estaba diciendo, la manera en que sus buenos sentimientos impregnaban cada una de sus palabras. Esperaba que pusiera al descubierto algo más que aquella irreprochabilidad evidente, pero lo único que salía a la superficie era más superficie. En lugar de un ser complejo, lo que hay en él es blandura, irradia insipidez. Se ha inventado un incógnito, y éste se ha convertido en él. En varias ocasiones, durante la comida, pensé que no lo lograría, que no llegaría al postre si él seguía alabando a su familia de aquella manera… hasta que empecé a preguntarme si, en vez de tratarse de un incógnito, no sería más bien que se había vuelto loco.
Algo se había apoderado de él, ordenándole que se detuviera. Algo le había convertido en un lugar común humano. Algo le había advertido: no debes ir a contrapelo de nada.
El Sueco, seis o siete años mayor que yo, tenía cerca de setenta y, no obstante, su aspecto era espléndido a pesar de las patas de gallo y, bajo el promontorio de los pómulos, un ahuecamiento algo más pronunciado de lo que requería nuestro criterio clásico de la robustez. Atribuí esa delgadez a un régimen de jogging o tenis intenso, hasta que cerca del final de la comida descubrí que le habían operado de la próstata durante el invierno y que estaba empezando a recuperar el peso que había perdido. No sé si fue enterarme de que había sufrido un achaque o su confesión del mismo lo que más me sorprendió. Incluso me pregunté si no podría ser su reciente experiencia quirúrgica y los efectos secundarios de la operación lo que alimentaba mi sensación de que aquel hombre no estaba mentalmente sano.
En un momento dado le interrumpí y, procurando no darle en absoluto la impresión de que estaba desesperado, le pregunté por el negocio, qué tal era eso de dirigir hoy en día una fábrica en Newark. Así descubrí que Newark Maid no estaba radicada en Newark desde los primeros años setenta. Prácticamente toda la industria se había trasladado a corta distancia de la costa, debido a que los sindicatos habían dificultado cada vez más que un fabricante ganara dinero, apenas se encontraban ya personas dispuestas a trabajar a destajo, o que hicieran las cosas como uno quería que las hicieran, y en otros lugares había trabajadores disponibles a los que se podía adiestrar para que llegaran casi al nivel de calidad que predominaba en la industria guantera cuarenta o cincuenta años atrás. La familia del Sueco había mantenido su actividad industrial en Newark durante mucho tiempo, y sintiéndose obligado hacia los empleados veteranos, en su mayoría de raza negra, el Sueco había aguantado durante seis años tras los tumultos de 1967, había resistido todo lo posible a pesar de las realidades económicas de la industria en general y las imprecaciones de su padre, pero cuando se vio impotente para detener la erosión de la destreza laboral, que se había deteriorado sin cesar desde los disturbios, arrojó la toalla y consiguió salir relativamente indemne del derrumbe industrial de la ciudad. Los daños que sufrieron las instalaciones de Newark Maid en los cuatro días de disturbios se limitaron a la rotura de algunas ventanas, aunque a cincuenta metros desde la entrada del muelle de carga, en la calle West Market, otros dos edificios fueron pasto de las llamas y abandonados.
—Los impuestos, la corrupción y el problema racial: la letanía de mi padre. Se explayaba con cualquiera, gente de todo el país a la que no podía importarle menos el destino de Newark, pero a él le daba lo mismo… tanto si era en el piso de Miami Beach como en un crucero por el Caribe, se cansaban de oírle hablar de su viejo y querido Newark, moribundo bajo los golpes de los impuestos, la corrupción y el problema racial. Mi padre era uno de aquellos hombres de la calle Prince que amó a esa ciudad durante toda su vida. La suerte que corrió Newark le rompió el corazón.
»Es la peor ciudad del mundo, Skip —siguió diciéndome el Sueco—. En el pasado fue la ciudad donde se fabricaba de todo. Ahora es la capital mundial de los robos de coches. ¿Lo sabías? No es el más atroz de los destinos atroces, pero tremendo de todos modos. Los ladrones viven principalmente en nuestro viejo barrio. Chicos negros. Cuarenta coches robados en Newark cada veinticuatro horas. Esa es la estadística. Impresionante, ¿no es cierto? Y son armas asesinas, una vez robados se convierten en proyectiles. El blanco es cualquiera que pase por la calle, ancianos, niños pequeños, no importa. La calzada delante de nuestra fábrica era para ellos el velódromo de Indianápolis. Ése es otro de los motivos por los que nos marchamos. Cuatro, cinco crios con medio cuerpo fuera de las ventanillas, a ciento veinte por hora, en medio de la avenida Central. Cuando mi padre compró la fábrica, por la avenida Central pasaban tranvías. Más abajo estaban las salas de exposición de automóviles: Central Cadillac, LaSalle. En cada calle secundaria había una factoría donde alguien fabricaba algo. Ahora hay una licorería en cada calle…, una licorería, una pizzeria y una iglesia destartalada con vitrales en la fachada. Todo lo demás está en ruinas o entablado. Pero cuando mi padre compró la fábrica, a tiro de piedra Kiler fabricaba refrigeradores por agua, Fortgang alarmas contra incendios, Lasky corsés, Robbins almohadas, Honig plumillas… Dios mío, hablo como mi padre. Pero él tenía razón… “Esto vibra de actividad”, solía decir. Ahora la industria principal es el robo de coches. Cuando te paras en un semáforo de Newark, en cualquier parte de la ciudad, no haces más que mirar a tu alrededor. A mí me atacaron en Bergen, cerca de Lyons, ¿te acuerdas de Henry’s, “la bombonería”, junto al Cine del Parque? Pues allí mismo, donde antes estaba Henry’s. Allí llevé a mi primer ligue en la escuela media, a tomar un refresco. Estuvimos en un reservado. Se llamaba Arlena Danziger. La llevé a tomar uno de aquellos refrescos que llamaban “blanco y negro” al salir del cine. Pero en la calle Bergen blanco y negro ya no se refiere a un refresco. Significa la peor clase de odio en el mundo. Un coche viene por la dirección contraria en una calle de una sola dirección, y me ataca. Cuatro chicos que cuelgan de las ventanillas. Dos de ellos bajan, riendo y bromeando y me apuntan a la cabeza con una pistola. Les doy las llaves y uno de ellos se larga en mi coche. Allí mismo, delante de lo que fue el establecimiento de Henry’s. Es horrible. Embisten a los coches patrulla a plena luz del día. Colisiones por delante y detrás, para que estallen sus airbags. A eso lo llaman rosquillear. ¿Habías oído la palabreja? ¿Hacer rosquillas? ¿No te habías enterado? Para eso roban los coches. Van a toda velocidad, frenan en seco, tiran del freno de mano, giran el volante y el coche empieza a dar vueltas. Trazan círculos con el coche a velocidades tremendas. Matar a un peatón no significa nada para ellos. Matar a los automovilistas tampoco, ni siquiera matarse ellos mismos. Las marcas de las ruedas te ponen los pelos de punta. Mataron a una mujer delante de nuestra casa, la misma semana que me robaron el coche… haciendo una de esas rosquillas. Lo vi con mis propios ojos. Fue por la mañana, al salir de casa. Iban a toda velocidad, el motor rugía y los frenos produjeron un chirrido de mil demonios. Algo espantoso, hizo que se me helara la sangre. Se la pegaron contra un coche que salía de la calle Segunda, y mataron a la conductora, una mujer joven, negra, madre de tres hijos. Al cabo de dos días atropellaron a uno de mis empleados. Era negro, pero les daba igual, blanco, negro, es lo mismo para ellos. Matarán a cualquiera. Un hombre llamado Clark Tyler, mi encargado de envíos… lo único que hacía era salir de nuestro parking para irse a casa. Una operación que duró doce horas, cuatro meses en el hospital, incapacidad permanente. Lesiones en la cabeza, lesiones internas, la pelvis rota, un hombro roto, la columna fracturada. Una persecución a alta velocidad, un chico enloquecido en un coche robado, perseguido por la policía, y le embiste, se empotra en la portezuela del conductor y Clark está listo. A ciento veinte por hora, en plena avenida Central. El ladrón de coches tiene doce años. Para ver por encima del volante ha de enrollar las alfombrillas y sentarse encima. Seis meses en Jamesburg y ahora está al volante de otro coche robado. No, eso también remachó el clavo. Mi coche robado a punta de pistola, Clark convertido en un inválido, la mujer que murió atropellada… aquella semana tomé la decisión. Ya estaba bien.»
Ahora Newark Maid manufacturaba exclusivamente en Puerto Rico. Durante algún tiempo, tras marcharse de Newark, Levov había firmado un contrato con el gobierno comunista de Checoslovaquia y dividido el trabajo entre su fábrica de Ponce, en Puerto Rico, y una fábrica de guantes checa radicada en Brno. Sin embargo, cuando unas instalaciones que le convenían se pusieron a la venta en la población puertorriqueña de Aguadilla, cerca de Mayagüez, prescindió de los checos, cuya burocracia había sido irritante desde el principio, y unificó la producción al adquirir una segunda fábrica de considerable tamaño en Puerto Rico, trasladó allí la maquinaria, inició un programa de adiestramiento y contrató a otros trescientos empleados. Pero en los años ochenta incluso Puerto Rico empezó a resultar caro y todo el mundo, excepto Newark Maid, huyó a cualquier parte del Lejano Oriente donde la mano de obra fuese abundante y barata, primero a las Filipinas, luego a Corea y Taiwan y, finalmente, a China. Incluso los guantes de béisbol, el más americano de los guantes, que fabricaron durante largo tiempo unos amigos de su padre, los Denkert de Johnstown, Nueva York, y que desde hacía ya largo tiempo se fabricaban en Corea. Cuando el primer fabricante se marchó de Gloversville, la zona productora de guantes en Nueva York, en 1952 o 1953, y se trasladó a las Filipinas para confeccionar guantes se rieron de él, como si fuese a la luna. Pero cuando murió, alrededor de 1978, tenía allí una fábrica con cuatro mil trabajadores y el grueso de la industria se había trasladado desde Gloversville a las Filipinas. A comienzos de la Segunda Guerra Mundial, en Gloversville habría unas noventa manufacturas de guantes, grandes y pequeñas. Hoy no sobrevive ninguna…, todas han cerrado o han sido sustituidas por importadores del extranjero, «gente que no distingue una horquilla de un pulgar», comentó el Sueco.
—Son hombres de negocios, saben si necesitan cien mil pares de esto y doscientos mil de aquello, en tantos colores y tallas, pero ignoran los detalles y cómo se hace el producto.
—¿Qué es una horquilla? —le pregunté.
—La parte del guante entre los dedos. Esas piececillas oblongas entre los dedos, cortadas con troquel junto con los pulgares… ésas son las horquillas. Actualmente hay mucha gente no cualificada que probablemente no sabe la mitad de lo que yo sabía a los cinco años, y toman gran parte de las grandes decisiones. Un tipo que compra piel de ciervo, que llega a costar quizá diez dólares con cincuenta el metro para una prenda de vestir, compra esa piel de calidad para cortar un pequeño parche destinado a unos guantes de esquí. Hablé con él hace unos días. Por esa chuchería, que mide unos doce centímetros por dos y medio, paga diez dólares y medio el metro cuando habría podido pagar cuatro y medio y haber sacado un buen provecho del material. Si multiplicas esto en un gran pedido, estamos hablando de un error de cien mil dólares, y él ni se enteraba. Podría haberse metido cien de los grandes en el bolsillo.
El Sueco explicó que había resistido en Puerto Rico de la misma manera que lo hizo en Newark, debido en gran parte a que había adiestrado a muchos operarios en la complicada tarea de confeccionar un guante con el mayor esmero, un personal que podía darle la calidad que Newark Maid había exigido desde la época de su padre, pero también debía admitir que se había quedado porque su familia disfrutaba tanto de la casa de veraneo que él había levantado unos quince años atrás en la costa del Caribe, no muy lejos de la fábrica de Ponce. A los chicos les encantaba la vida que llevaban allí… y al mencionar a los chicos volvió a lanzarse: Kent, Chris, Steve, el esquí acuático, la vela, el submarinismo,