Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Epígrafe
Capítulo I
Castrar al gran padrillo
Una familia extinguida
Capítulo II
Lances de honor y bastardía
Los Benalcázar León y Seminario
Capítulo III
El viento y la memoria
El gran secreto
Capítulo IV
El hogar primordial
Los antepasados de Sacramento Chira
Capítulo V
El cactus dorado
Dos vidas paralelas. Las aventuras del señor Bauman de Metz (1)
Capítulo VI
Campanas de Piura
Dos vidas paralelas. Las aventuras del señor Bauman de Metz (2)
Capítulo VII
La huida de Primorosa
Dos vidas paralelas. Conjeturas sobre François Boulanger (1)
Capítulo VIII
Solo en el palacio
Dos vidas paralelas. Conjeturas sobre François Boulanger (2)
Capítulo IX
El agravio
La leyenda de Visitación Cabrera
Capítulo X
El blasón de los Villar
Una perenne agonía (1)
Capítulo XI
Los años de aprendizaje del doctor González
Diario de la peste
Capítulo XII
La Churupaca
Muerte de Benalcázar
Capítulo XIII
El panteón de los Villar
Una perenne agonía (2)
Epílogo
El rojo fuego de los médanos
Notas
Biografía
Créditos
Grupo Santillana
A la memoria de las mujeres del Perú que a través de la historia lucharon por sus ideales de justicia.
Los pilares que vi me están oyendo.
CÉSAR VALLEJO
Capítulo I
CASTRAR AL GRAN PADRILLO
—¿Quién castró al gran padrillo? En lo secreto, en lo oscuro, ¿quién afiló de verdad el cuchillo? ¿Por qué midió fuerzas con el pendenciero animal? ¿Quién tumbó al gran borrego padre, orgullo de nuestra pobreza, para que papá aplicara el tajo que le cercenó sus enormes y pestíferas verijas? ¿Han olvidado el rugido de dolor de la mísera bestia? ¿Que ya no recuerdan el aullido del animalaje de los corrales vecinos como si acompañaran con su lamento la herida padecida por el más valiente de los machos y cabrones del pueblo? ¿Santos alguna vez mostró piedad por nadie? ¡Vamos, díganlo! ¡Desmiéntanme! Tú no, Luis, porque siempre fuiste avariento y, más que avariento, holgazán para las palabras. Tampoco tú, Medina, porque no perteneces a nuestra casta. ¿Pero tú, Silvestre? ¿Tuvo misericordia, ya no con la Primorosa, pero al menos con nuestro pobre Inocencio? ¿No flageló a la Primorosa cuando ella retornó a Congará, y ella en su tormento de rencor escupió sobre la tumba de nuestro padre, don Cruz Villar? ¡Contradíceme, Silvestre! ¿Desde churre acaso Santos no fue distinto a nosotros y después a todos los cristianos de esta tierra? A ver, ¿con qué animales le gustaba hallar esparcimiento? ¿Qué cristiano recto iba a criar culebras, pero él no tenía la manía de criar macanches y colambos solo por la maldad de verlos pelear? ¿No fue él quien, siendo todavía una cagarruta así de chiquita, se trepaba en los árboles al nido de los gavilanes y halcones y les arrebataba las crías para luego cruzarlas con los gallos y gallinas de pelea? ¿Es decente unir lo que Dios creó por separado? ¡Dímelo, Silvestre, que ya no demora en aparecer la vieja rematada de Primorosa a cumplir con su juramento! Haz memoria si alguna vez papá se atrevió a castigarlo como nos castigaba a todos: a tu madre, doña Lucero, y a la mía, doña Trinidad, y a sus hijos que éramos nosotros, y a los animales. Si no hablo decente, ¡sácame del error! ¡Dale luz a mi corazón, no a la memoria, que la tengo fresquecita y transparente como el amanecer! ¿Acaso cuando nuestro señor padre se amarraba el trapo rojo a la cabeza y todos guardábamos silencio, Santos acataba el imperio de su ley? Aparte de los cuidados que por ambición tenía por la Primorosa, ¿no era solo a Santos al que él quería? Por eso recuerdo el día que padre capó al gran padrillo. No debo recordarlo, ¿eh, Silvestre? ¿Que me calle, dices? ¿Que respete porque ya está muerto? Ah, hermano, ¡si por eso hablo! Porque él ya no puede oírme ni podrá ejercer imperio sobre mí. ¿O me estás escuchando, Santos? Eh, Santos, ¿me escuchas? Entonces muestra tus poderes y sal del cajón y mándame callar. ¡Desmiénteme si no me arrancaste del corazón de mi padre! Y no creas que lo olvidé en toda esta ruma de años. ¿Olvidarlo? ¡Pero si antes parece que ahora mismo te estoy viendo luchar con el animal bravío para que padre pudiera manejar con virtud el cuchillo de castrar! Ah, cómo siento tu acecido y cómo siento y oigo el mugido lastimero del animal, ah, ah, y qué dolor en mis propios y viejos compañones. ¿No sientes lo mismo, Luis, y tú también, Silvestre? ¡Y cómo olvidar la mirada de querencia y orgullo que te echó el señor don Cruz Villar, nuestro padre! Y escuchen esto, ustedes que son más muchachos: yo entendí lo que esa mirada quería decir. ¿Que ya me han escuchado quinchonales de veces? Pues ahora que él ha muerto y esta allí sin ningún poder lo diré y lo repetiré y recontragritaré durante esta noche y mañana y tras mañana, hasta que Dios, no el diablo, me recoja. ¿Sabes por qué te enfrentaste al padrillo indomable y de altiva y pendejísima mirada? ¿Lo has olvidado, eh, Santos?... Pero, ¡miren!, por allí viene la tormentosa de la Primorosa. Ah, Santos, Santos, hasta vendería mi alma al diablo para que vieras el traje y la figura que se trae la trastornada y loquísima de la hermanita que tanto te adora. Deténganla, muchachos. Sosiéguenla. Serénenla; a ti, Luis, te hará caso. ¿Lo ves, Santos? Cada uno de nosotros tiene una cuenta que arreglar contigo. Hasta el finado Isidoro, que por el veneno que sembraste en su corazón murió en la forma que murió. Fusilado y luego colgado. Ah, hermano, hermano, ¿por qué oíste la cruel doctrina de Santos? Por eso no seré yo quien juzgue a Práxedes y Tomás por levantar vuelo y huir de nuestra casa. Por lo que a mí corresponde te diré que hiciste que mi padre me despreciara. Lo leí en su mirada cuando chorreaba la pestilente sangre del animal herido. Capado, humillado, derribado de su alto señorío de macho. Sí, Santos, lo conseguiste. ¡Maldito seas! Me robaste la primogenitura, me arrancaste de raíz del corazón de papá.
Por aquel tiempo, por aquellos años, por esos días, en esa noche y al día siguiente, en estos momentos, en este instante, yo empezaba a saber quién era y tal vez quién sería, luego de haber escuchado durante años de labios de mi mamá, Altemira Flórez, cuáles eran mi nombre y mi apellido, mis dos apellidos, pero entonces lo mismo daba llamarse de este u otro modo y tener esta o cualquier otra filiación. Y en efecto yo me imaginaba con otro nombre, como me soñaba con otro rostro y jugaba a tener otros ojos y deseaba otro cuerpo y otra piel. Sí, me imaginaba con otros nombres, que eran palabras, sonidos, viento insustancial, aire, no fuego, pero ahora comenzaba a adivinar que tener un nombre y un apellido no era cuestión de palabras (aún en esos años no había leído las anotaciones de mi desventurado padre acerca de la naturaleza de las palabras) sino una fatalidad imposible de evadir, del mismo modo como yo no podía despojarme de mi propia sombra aunque me enloqueciese corriendo en todas direcciones y a diversas velocidades porque mi sombra siempre estaba allí, a mi lado, y yo terminaba tirándome sobre la tierra con los ojos enceguecidos y el corazón alborotado.
¿Por qué, por ejemplo, el padre de mi abuelo Santos, es decir, mi bisabuelo Cruz, a quien durante muchos años llamé «mi primer abuelo», aunque después supe que el primer abuelo, el esencial, es decir, mi tatarabuelo, se llamó Miguel, Miguel Francisco; primero, digo, porque él nos confirió no solo el apellido Villar, sino la sangre y el linaje y un destino; decía entonces, por qué, por ejemplo, mi bisabuelo, que entonces, repito, consideraba como mi primer abuelo, se ataba aquel trapo rojo en la cabeza?
—En eso que el padre se amarraba un trapo rojo a la cabeza —decía el tío Silvestre—, no miente Catalino. Fue verídico. Caracho, qué silencio tan hondo y macizo se hacía y nadie tenía coraje para hablar y menos meter vicio. Nadie, sobrino. Ni los animales.
—¿Tampoco el abuelo Santos?
—¡Pero si Santos era el que tenía en más alto la ley de don Cruz Villar! Él era su respeto y su mando... Bah, pero son vejeces, sobrino. Te diré lo que aprendí cuando nos deslomábamos construyéndole al gringo el Canal de Panamá: hay que mirar el ahora y luchar por lo que vendrá. Solo así se curará la llaga. ¿Para qué entonces remover las cenizas?
No obstante los consejos de mi tío Silvestre, había muchos porqués. Y ahora que por fin terminó de morirse el abuelo Santos habría más y más porqués y la vida sería indagar tantos enigmas y vergüenzas y padecimientos hasta descubrir la herida inicial, el hueso y la caída, el traspié del alma y sus desolladuras iridiscentes, triunfales y rencorosas.
—¿Y dice usted, maestro Martín, que ninguna campana repicó?
No doblaron (recuérdalo) las campanas de Piura cuando murió Santos Villar.
No doblaron las campanas de la iglesia de San Sebastián. Ni las de La Merced. Ni las del Carmen, ni las de la Cruz del Norte ni las de la Cruz del Sur. Tampoco las de la iglesia parroquial de Castilla y menos las de la iglesia matriz. Y silenciosas permanecieron las antiquísimas campanas de la iglesia San Francisco, la más antigua de Piura, donde mi abuelo Santos era tesorero de la Cofradía del Señor de la Agonía.
Las únicas campanadas fueron las del reloj de la estación del tren a Paita (o viceversa), que continuó dando las horas; el tren hizo como todos los días sus cuatro viajes de Piura a Paita y viceversa. No fluía el Piura por tercer año consecutivo y el cauce estaba reseco y cuarteado, apenas algunos charcos de agua verdosa rodeados de chopos y carrizales tiernos; río avariento, caprichoso, cruel, oh, Heráclito, mejor el viento y los torbellinos de arena y las dunas errantes. Y cuánto deseaba ser yo ahora mayor, por tantas razones como, por ejemplo, poder entrar al cine Variedades que proyectó la película El ocaso de una vida, y morir abaleado como William Holden por Gloria Swanson, cuya belleza en ruinas y locura delirante representadas en la obra no eran del todo diferentes a las de Primorosa Villar, y también me hubiera gustado ver Iván, El Terrible, cinta que pasaron en el Municipal y aburrió al escaso público y la cazuela protestó con sonoros y continuados estallidos de pedos. Empezaba yo a comprender los encalavernados caminos de la vida, pues dejando de lado la chacota y las carcajadas de los espectadores, los pedos, por ejemplo, ¿no constituían las veintitantas salvas sonoras por la muerte de Santos Villar?
—Y la vida proseguía, querida, proseguía.
Los matarifes del camal bebieron la ardiente y ferrosa sangre de las reses sacrificadas, cuyos mugidos no inquietaron a las estrellas. Y aquel día, como cualquier otro, se vocearon por las calles de Piura el Ecos y Noticias, El Tiempo, La Industria y aun el diario socialista El Pueblo, mas ninguno de ellos consignó la noticia de la muerte de Santos Villar, y era jueves, además. Y, como todos los jueves, hubo retreta en la Plaza de Armas por la Banda del BI 31 y la muchachada piurana (como lo haría yo mismo años después), según un oculto pero estricto orden jerárquico, ocupó las bancas de la plaza para contemplar a las hembritas doblemente riquísimas, como que eran hijas de los blancos terratenientes, siempre acompañadas de apuestos cadetes u oficiales de la Marina y la Aviación.
—¿Sería yo algún día grande? ¿Moriría?
El Piura no fluía, no así la vida, pues doña Filomena y doña Pascualita, dos de las comadronas de las mujeres pobres de Castilla y Piura, respectivamente, cortaron el cordón umbilical de dos ñañitos separándolos para siempre de la caverna maternal y arrojándolos al mundo. Y el doctor Navarro hacía lo mismo pero con una dama de la alta sociedad a quien en secreto el doctor Navarro había deseado, oh, quién como él que gozó de esta oquedad por donde ahora entre pujos y caca asoma su cabecita y sus ojitos una repulsiva criatura como todos los seres de la especie humana. En tanto, una estrella cruzó el firmamento y las tres parturientas, cada quien por su lado, pensaron que un destino venturoso esperaba a su hijo engendrado en el amor o la concupiscencia o el dolor o la traición o el hastío. También observaron la estrella errante los jóvenes descendientes de las familias fundadoras que en el Puente Viejo escuchaban de labios del Ciego Orejuela la interminable saga de la tierra piurana. Y la misma estrella la contempló el doctor Jonjolí, quien después de varios meses de encierro voluntario leyendo enciclopedias, salió a recorrer la avenida Grau y las plazas y plazuelas de Piura para relatar las maravillosas y arriesgadas aventuras de su última travesía alrededor del mundo.
¿Y si la estrella errante anunciaba el advenimiento a mi vida de Deyanira Urribarri?
Ya para entonces los parlantes instalados en la Plaza de Armas habían dejado de propalar noticias sobre los avatares de la Segunda Guerra que había concluido dos años atrás y ahora advertían a la humanidad del peligro que significaría para el porvenir que Stalin poseyera la bomba atómica: este peligro fue conjurado con boleros de Leo Marini y la orquesta de don Américo y sus Caribes, y la voz de Toña La Negra, desde la vitrola del Río Bar, en un extremo del Puente Viejo, entrando a Castilla, estremeció corazones más que cualquier estrella peregrina que rasgara la gran noche piurana.
He aquí el amor y la exultante fornicación y el castigo y el sosiego.
El padre Azcárate, con un habano prendido, hizo como siempre su largo paseo nocturno por los lindes de los arenales que ciñen la ciudad. No es improbable que pensara en Santos Villar, a quien ungiera con el sacramento de la Extremaunción; tampoco es improbable que escuchara aquí y allí, por entre los arenales, gemidos de lujuria, pasión desesperada no desconocida por él. El padre Azcárate evitó la cercanía de los prostíbulos cuya algarabía le llegaba a través del ulular del viento; eludió del mismo modo pasar por la Plaza de Armas, donde luego de la retreta se enfrentaban los Chivillos sanchezcerristas de la Mangachería con bandas de apristas comandadas por el búfalo Seminariote, quien años atrás habíase evadido de El Frontón: sonaron tiros de revólver y cachiporrazos y vivas y mueras a Víctor Raúl y a Sánchez Cerro y a Luis A. Flores.
Odría, entre tanto, calentaba motores.
El nuevo obispo de Piura, monseñor Pérez Silva, arrodillado en su reclinatorio de ébano tallado y de terciopelo escarlata el tapiz, y con la esmeralda de su anillo obispal que fulguraba mejor que cualquier estrella, oraba, oraba. Oraba por la memoria del primer obispo de Piura, de prolongada agonía y muerte tan sensible y triste, y mientras elevaba sus plegarias evitó varios eructos que en arcadas llevaban a su paladar el sabor descompuesto y agrio de la cena y el vino.
Siguió orando en combate con el demonio que se le manifestaba a través de su gastritis, dispepsia y aerofagia. El señor lo oyó y dejaron de atormentarlo los gases ventrales y aerófagos, e imploró por la doliente humanidad, por la paz del mundo, por la gloria del Señor y la salud del generalísimo Franco.
Pero Odría seguía calentando motores. Pronto Vishinsky en las Naciones Unidas anunciaría que la Unión Soviética contaba con el tipo de arma que destruyó Hiroshima y Nagasaki.
El señor obispo evitó otro eructo, mas no así el céfiro de una alada ventosidad, perdón, Señor, por esta irreverencia, perdón, Padre Celestial, perdón por el descontrol de mi voluntad, y retomó sus oraciones.
Odría, atacado por el mal de piedra, orinó con dolorosa lentitud, mientras el asesor y secretario le leía la proclama que lanzaría a la nación entera.
Nada que hacer, querida mía, el mundo es como es y nada significa la muerte de un hombre, no fluía el Piura, oh, Heráclito, no fluía, de modo que, como me enseñara el maestro Zuriel Mendoza, el planeta, este planeta nuestro, fluyese o no el Piura, caminase o no por sus páramos y dunas Santos Villar, prosiguió girando alrededor de su eje y no tembló la tierra ni se oscureció el cielo, ni conmoción geológica ni eclipse tenebrante, y por tanto los gallinazos de Piura planearon como de costumbre bajo el limpio y celeste cielo piurano, una chiroca cantó, y algún día yo sería grande para evocar, ¿o imaginar?, esta historia, pero entonces acababa de cumplir ocho años y todavía no conocía a Deyanira Urribarri.
Ni siquiera presentía su existencia.
Y fueron años de orfandad (ahora lo sé) porque no tuve el más ligero, el más remoto pálpito del lugar que Deyanira Urribarri ocuparía en el universo y en mi corazón.
Y habrían de pasar siete años para que, en la cabaña de don Asunción Juares, asistiera a su primera anunciación, fugaz, pero definitiva, perpetua. Y todavía pasarían a partir de aquella medianoche tres, cuatro años y cuántos meses y semanas y días y noches y minutos y segundos para que por fin descubriera su rostro (y sus ojos y su piel) por entre la multitud enardecida, allá en Lima, la ciudad solo conocida de nombre (y al principio odiada, odiada), en los años futuros, inconmensurables e infinitos, Deyanira.
¿Qué sintió el niño cuando le dijeron que su abuelo Santos había muerto? ¿Estaba preparado para recibir la noticia? ¿Tenía ya algún conocimiento de la muerte?
El muchacho (el niño, el churre, el churrito), antes de saber y sentir lo que era la vida, tuvo, si no experiencia de la muerte, lo que, como se sabe, es del todo imposible (¿pero será del todo imposible?), tuvo, decíamos, noticias muy cercanas, muy fuertes y, lo que es más digno de remarcarse, reiterativas (machaconas, obsesivas), hasta casi sentir su olor, la ausencia, el silencio y la podredumbre. Y todo ello lo supo, sin que su memoria pueda discernir desde cuándo, de labios de su madre, Altemira Flórez. Por ella supo que su padre (cuya única herencia material fueron unos cuadernos que años después el muchacho habría de leer, primero con curiosidad y miedo y luego con codicia y veneración y después con ironía y tanta ternura) había muerto cuatro meses después que lo hubiese engendrado. Y antes de que muriera su padre, le contó mamá Altemira, murieron, uno tras otro, los cuatro, ¿o fueron cinco?, hijos que él engendrara en el vientre de Altemira Flórez. Dos de los hijos, más bien los que iban a ser los hijos, murieron antes de haber nacido, perdidos, abortados, y los restantes, a los siete días de su nacimiento, pero no de muerte natural o llevados a su seno por la misericordia de Dios, sino fulminados por el odio del abuelo Santos y la envidia de la ciega Gertrudis, la perversa mujer de Santos Villar, pues los parvulitos habían sacado la piel de Altemira Flórez, que era blanca, muy blanca, pero blanca pobre bajada de las serranías, y en cambio Cruz Villar, el progenitor, era prieto, acholado, casi indio, pero de manos tan finas y la cabeza poblada de ideales y sueños y quimeras. Y antes de que él mismo naciera, cuando yo te llevaba en mi vientre, le decía su madre, el señor obispo agonizaba, con una enfermedad triste y martirizante y fea, por conjura y maldición de los brujos de la región piurana, entre los que se hallaba, si no Santos Villar (¿o acaso también él?), la ciega Gertrudis, a quien apodaban la Verraca por su manía de convertirse en chancha, una chancha furiosa y lasciva y hambrienta de porquería. Por eso uno de los primeros juegos que él recordaba era el de morirse, fingirse muerto e imaginar su propio sepelio, como cuando llevaba flores las muchas veces que moría un parvulito, porque en ese barrio era costumbre que se muriesen los niños como que era uno de los barrios más pobres de Piura, levantado a las afueras, separado de los grandes arenales por un enorme basural.
Que su abuelo iba a morirse le pasó por la mente (fue un aleteo fugaz y viscoso como de ala de murciélago) antes que de verdad empezara a morirse. Fue la tarde en que tres de los socios de la cofradía (eran los hermanos Sebastián, Lisandro y Vicente Cobeñas, a quienes el abuelo apodaba los Palomos) llegaron cargando el ataúd que como socio y tesorero le correspondía a Santos Villar. El ataúd le pareció enorme (como enormes y desmesurados eran el cuerpo, los humores y el imperio de su abuelo) y años después lo recordaría como de madera humilde, de los que fabricaba el maestro Alcántara para la gente pobre de la ciudad. El féretro, o para decirlo de manera más simple, el cajón del muerto, fue dejado en el que se denominaba «cuarto de en medio», pues había tres cuartos, con la parte superior apoyada en la pared oriental, de modo que formaba ángulo, y él recuerda la mirada fría y poderosa del abuelo, como si dudara de que este cajón, o cualquier cajón del mundo, fuese capaz de contener la inmensidad de su cuerpo, de sus huesos y su furia. Después, del mismo modo como el abuelo había comprado dos nichos (uno junto al otro, para él y la ciega Gertrudis, en el cementerio San Teodoro), encargó al maestro Alcántara la hechura de otro cajón, esta vez para la ciega, y una mañana apareció el maestro Alcántara, gordo, hinchado, coloradote, resollando, casi bufando, y el churre vio al maestro carpintero tomarle las medidas a la ciega Gertrudis y, semanas o meses después, el maestro Alcántara, con dos operarios, volvió a la casa del abuelo a dejar el encargo y el cajón también fue colocado en el cuarto de en medio junto al del abuelo Santos. Y yo recuerdo a la Gertrudis, evocaría años después el muchacho, con su eterno fustán de tocuyo blanco y la larga cabellera canosa llegándole por debajo de la cintura, palpar, oler y medir con sus manos el cajón donde sus huesos, decía mamá Altemira, habrían de pudrirse. Desde entonces el cuarto de en medio fue el preferido del churrito, porque allí se podía jugar de lo más pije al escondido o al juego de la vida y la muerte, y él escogía el ataúd del abuelo Santos y la Mika, su vecinita, con mucho miedo, el ataúd de la ciega Gertrudis, pero después descubrieron que mejor era morir los dos juntos en un mismo cajón y entonces en el cajón del abuelo Santos se tendían los dos, y una vez descubrieron que más bonito aun era morir y ser enterrados como fundidos en un abrazo, y desde entonces todos los días jugaban el mismo juego, que los llenaba de pena y de goce y de oscuro pánico, pues aprendieron a hacer las cositas que, decían, practicaban los mayores.
Nunca, la verdad, pensó de cierto que Santos Villar, el abuelo tremendo y a sus ojos más omnipotente que el propio Dios, tendría que morir algún día. Antes, pensaba, las polillas se comerían la madera, pese a que de tanto en tanto el abuelo Santos limpiaba cuidadosamente el cajón con algodones untados de trementina. Pero un día, de la noche a la mañana (que era un decir del que se echaba mano cuando no se podía explicar el cómo ni el cuándo ni menos el porqué de un suceso), brotaron en el cuello del abuelo unas hinchazones como los bultos de los enfermos de paperas, solo que no eran paperas, parecidos a los borujos de los atacados de bocio, pero tampoco era bocio, ni tampoco escrófulas por inflamación de los agallones, como pensó al comienzo la ciega Gertrudis, al comprobar que de nada servía que al alba le untase con su saliva en ayunas, pues las protuberancias fueron tornándose cada vez más duras y nudosas. Entonces ella, pensando que don Santos, su marido, había sido víctima de algún daño, por las noches y entre conjuros, empezó a limpiarlo con sus artes malignas. Y cierto día, un día cualquiera, el abuelo estudió con atención los naipes y, al fin cerrándolos, dijo Ya no hay nada que hacer. Me llegó la hora. Mamá Altemira pensó que se trataba de tumores malignos, no dijo cáncer, pues si este existía como enfermedad todavía no existía como palabra, al menos por esos años y más por estos barrios de pobreza, donde la enfermedad, la muerte y la superstición, para decirlo con palabras del padre del niño, «eran el pan de cada día».
Desde entonces, para el churre los días se tornaron lentos, alargados e interminables, mientras que es de suponer que para el abuelo transcurrieron rápidos, febriles e implacables. No es ocasión ahora de hablar con prolijidad de la agonía (dilatada o rauda, según el punto de vista que se adopte) de Santos Villar. Pero el chico tomó conciencia de que el abuelo se moriría de verdad desde la mañana en que dejó de levantarse de la gran cama que compartía con la Gertrudis. Los tumores cada día, cada minuto, lo estrangulan un poquito más, decía mamá Altemira, y pronto ya no podrá respirar ni pasar alimento alguno. Moriría asfixiado, el pobre mayor. Y hambriento, hambriento. ¿No era terrible la justicia de Dios?
Por esos días jugó como nunca con la Mika en el ataúd del abuelo Santos. Quedaban exhaustos, sudorosos; entonces convinieron en que mejor sería morir y ser enterrados desnudos. Comparaban el color de sus cuerpos y se palpaban y se acariciaban las partes en que eran diferentes; luego fingían llorar por la muerte de ambos, pero las lágrimas de la Mika eran de verdad. Yo no quiero que te mueras, le decía. No te morirás nunca, ¿ya, Martín? Y en una de esas ocasiones —bueno, es tiempo de decir su nombre—, Martín Villar también rompió a llorar. ¿Lloras por mí? Y Martín Villar mintió: Sí, sí, le dijo. Pero no era por ella por quien lloraba; luego recordó cierto juramento que se había hecho meses atrás de nunca más llorar en la vida. Mientras se secaba las lágrimas se preguntó si era por el abuelo Santos que había llorado. No, no era por él. ¿Merecía acaso alguna lágrima Santos Villar, el cruel hermano de su pobre tía Primorosa?
La tía Primorosa. La pobre, la desdichada, la fatal tía Primorosa. Hasta poco tiempo atrás, para el pequeño Martín, la tía Primorosa era la loquita de la ciudad, era la ex artista de circo, experta en maromas y juegos de ilusión y danzarina de la jota aragonesa y cantante de canciones en francés, y era exquisita y delicada, y no la vieja demente y sucia que todo el mundo veía deambular cargando bajo un brazo un bulto inmundo y bajo el otro un gallo viejísimo de espuela descomunal y tras ella, Montubio, el horrible perro viringo que la vieja con artes y mañas de loca había amaestrado, puaf, qué asco, pero el jodido perro había aprendido a ejecutar la mar de cojudeces, entre ellas pasar el sombrero sostenido entre sus colmillos para que el público depositara alguna moneda luego de que concluía la exhibición que la tía Primorosa efectuaba en el mercado, en la Plaza de Armas, en el Puente Viejo o a la entrada de los dos únicos cine-teatros que por entonces había en Piura. Pero desde la pelea y confrontación que ella tuvo con el abuelo Santos (y al que al churrito por fatalidad y desgracia le tocó asistir), el trastorno y los tormentos parecieron bajársele desde la mente al corazón. Algo pomposamente, años después el muchacho recordaría: Fue el día o la tarde que terminó mi infancia. Pero solo Dios tiene facultad de juzgar, decía mamá Altemira, y cualquier cosa que tu tía haya hecho, recuerda que antes aun de ser mujer se fatalizó su destino. Y ahora, apenas llegó a oídos de la tía demente que su hermano Santos estaba muriéndose, cada día, siempre con sus cachivaches y el gallo bajo el brazo y Montubio acompañándola, se paraba frente a la casa del abuelo y empezaba a carcajearse y proferir maldiciones e improperios y burlas. ¿Así que te estás muriendo, Santos?, gritaba. ¡Te estás pudriendo, Santos! Ay, qué risa que me da. ¡Si supieras la alegría que siento! ¿Sabes, Santos, cómo morirás? ¡Igual, pero qué igual, que el hombre degenerado que nos engendró! Los vecinos y la gente de los alrededores se arremolinaban, algunas mujeres se santiguaban y también algunos hombres maduros o viejos hacían gestos de conmiseración; para la mayoría y para los churres era motivo de risa y jolgorio. Lo mejor de la diversión era cuando, con sus ojos de pescado, la ciega Gertrudis se asomaba a la puerta. Cuando la sentía venir apurada y rabiosa desde el fondo del corral guiándose por las paredes, la Mika abrazaba a Martín y Martín acariciaba el cuerpo desnudo de la Mika y la Mika secaba con su lengua las lágrimas antes de que le brotaran. Y le tapaba con sus manos los oídos para que no oyera, pero Martín ya sabía lo que la ciega Gertrudis le diría a la tía Primorosa. Lo peor no era que la llamase «loca», «vieja sucia», «asquerosa», «culo pestífero»; lo peor era cuando la llamaba con las mismas palabras que hombres y mujeres usaban para referirse a la Pegada, que era una mujer de la vida. Los sábados, día que daban de alta a los cachaquitos del cuartel Grau, la Pegada, con el cuello envarado, rígido por las repulsivas quemaduras padecidas en circunstancias misteriosas muchos años atrás, llevando un petate enrollado bajo el brazo se dirigía a los arenales y en una hondonada que había no lejos del cuartel, bajo un faique de copa espinuda, extendía el petate y del seno extraía una cajetilla de cigarrillos Nacional y se ponía a fumar esperando la salida de los soldados. Varias veces, junto con otros churres del barrio, Martín había hecho el peregrinaje hasta las cercanías de la hondonada y había visto la larga fila de cachacos esperando su turno. Se divertían y reían mucho escuchando las ocurrencias de los muchachos mayores, los grandes, que, por ejemplo, decían que si se juntaran todas las vergas que le habían metido a la Pegada formarían kilómetros y kilómetros y kilómetros y kilómetros, hasta dar la vuelta al mundo. Y por eso los hombres y las mujeres del barrio decían que la Pegada era meretriz, ramera, mañosa, puta, chuchumeca, y que como no se lavaba ni cuidaba ni se hacía controlar en el dispensario antivenéreo, como lo hacían cada lunes las putas del bulín, debía tener el coño chancroso, el culo ulceriento y las tetas sifilíticas. Y ahora, por más que la Mika le tapase los oídos y cubriera de besos sus ojos y pegara aun más al suyo su cuerpo desnudo, allí en el cajón donde pronto enterrarían al abuelo Santos, Martín sabía que la ciega Gertrudis estaría insultando a la pobre tía Primorosa con parecidas o peores bascosidades que la gente utilizaba para referirse a la Pegada. Y, con todo, Martín tenía esta certeza: que jamás la Gertrudis se atrevería a estigmatizarla con el calificativo de «vieja chancrosa» o «vieja sifilítica». Y este era un saber que el muchacho (el churre, el churrito) había adquirido el día o la tarde en que la reyerta entre la tía Primorosa y el abuelo Santos puso fin a su infancia.
Quedaría aún si sintió pena, tristeza o dolor el pequeño Martín el día que por fin dejó de existir. ¿Lloró? ¿Rompió su juramento de nunca más volver a llorar en su vida? Desde días antes del fallecimiento habían empezado a llegar los hermanos sobrevivientes del abuelo Santos. Pero el primero en hacerse presente no fue ninguno de los hermanos, es decir, los tíos del niño, sino don Domingo Medina que, decía mamá Altemira, había sido el único amigo verdadero que en toda su vida tuvo Santos Villar. Luego, de Paita como don Domingo, vino el tío Silvestre, el más joven de los Villar sobrevivientes varones y también el más alto y fuerte, pero su tamaño y su fuerza, conjeturaba ya el chiquillo, eran distintos a la grandeza y el poder de Santos Villar. El último en presentarse fue el tío Catalino, el mayor de los Villar, pero no el primogénito; el primogénito no, se repetiría el muchachito sin poder medir el alcance, la magnitud de la palabra. Llegó la víspera de la muerte del abuelo y vino de Talara con un gallo bajo el brazo, pues apenas terminasen los funerales de su hermano quería jugar al animal en el coliseo de gallos de Castilla. Tres días antes había llegado de Tamarindo, caserío donde residía desde hacía muchos años, el tío Luis, el único de los Villar, le contó mamá Altemira, que no fue a trabajar de peón en Guayaquil y Panamá, por quedarse guardando la casa ancestral y para sepultar a sus hermanos Inocencio e Isidoro, el primero, como se enteraría durante el velorio del abuelo, hallado muerto casi devorado por las bestias en medio del monte y el segundo colgado (primero había sido fusilado) de una de las ramas del enorme Zapote de Dos Piernas. El tío Miceno, del linaje materno (y junto con el tío Silvestre, el preferido del chico), solo llegó para el entierro, y de su mano fue que Martín acompañó al cementerio San Teodoro el féretro que llevaba los restos mortales de Santos Villar, es decir, del padre de su padre, aquel padre que murió antes que él naciese y que se llamó Cruz Villar, idéntico al nombre de su bisabuelo, el mismo que en los días de mayor desolación y enojo se amarraba un trapo rojo en la cabeza en señal de que nadie debía dirigirle la palabra.
La vez en que mamá Altemira lo estrechó fuertemente y le dijo que al fin Dios se había compadecido de los horribles padecimientos del abuelo, Martín pensó que ya nunca más podría esconderse con la Mika en el ataúd donde había descubierto una forma amarga, punitiva y desesperada del placer. La noche anterior, o para ser más exactos unos minutos después de que el reloj de la estación hubiera marcado la una y treinta de la madrugada, Martín fue arrebatado de un sueño confuso y desquiciante. Soñaba que continuaba jugando con la Mika, como lo habían hecho por la tarde, el juego de la vida y la muerte en el ataúd del abuelo Santos. Estaban desnudos y él mamaba el botoncito de la Mika, que luego no fue el breve, delicado y tibio broche de la Mika sino el seno opulento de mamá Altemira. Enseguida la Mika le dijo que se pasaran al cajón de la ciega Gertrudis, porque los de la Cofradía del Señor de la Agonía venían a llevarse el ataúd donde estaban ellos para colocar allí el cuerpo del abuelo Santos que acababa de morir; de modo que cambiaron de cajón, pero a la Mika le daba mucho miedo y asco jugar en el cajón de la ciega Gertrudis, que ya no estaba en el cuarto de en medio, que estaba en la sacristía de la iglesia San Francisco, que estaba en el salón de clase del maestro Zuriel Mendoza, que estaba en el cuarto donde venía muriéndose de hambre y de asfixia el abuelo Santos. Después él ya no era él sino Santos Villar con el trapo rojo amarrado a la cabeza y la Mika no era la Mika sino la ciega Gertrudis, que no estaba abrazada al abuelo sino a Martín, y Martín distinguía los ojos de pescado, de culebra, de la ciega, que no estaba desnuda sino en fustán, pero él sabía que la ciega no usaba monillo o corpiño como usaban mamá Altemira y la tía Dioselina y las otras mujeres del barrio y un día, mientras sentada en cuclillas la ciega molía maíz en el batán, Lique, un vecino un poco mayor que él, se arrodilló delante de donde estaba la ciega moliendo en el batán y, agachándose, se puso a mirar y le hizo una seña a él y Martín lo imitó y vio que la ciega Gertrudis tampoco llevaba nada en esa parte debajo del fustán y lo que vio fue una cosa peluda, de pelos blancos, canosos. Despertó sudoroso, sediento, galopándole el corazón, y sintió mucha vergüenza y creyó hallarse desnudo cuando mamá Altemira, con un candil en la mano, le dijo pobrecito, ángel mío, has tenido una pesadilla. Luego de serenarlo, de darle a beber unos sorbos del agua de la tinaja y de consolarlo, le dijo que tenía que levantarse. El abuelito Santos, le dijo, reclamaba por él. Pero tranquilízate, mi amor; hay que resignarse, mi ángel, a todos nos ha de llegar el momento. Y añadió que su abuelo, don Santos Villar, deseaba, y este era el último deseo de su corazón, echarle su postrera bendición al único heredero directo de su sangre que quedaba. ¿Me escuchaste, Martín? Todavía desorientado, el niño le dijo que le parecía escuchar música. Música de baile, de fiesta. Es la orquesta de Mi Juan y Felipillo; están de fiesta en la casa de los Coyuscos, gente ordinaria, le dijo mamá Altemira, sin ningún respeto ni consideración por un ser humano que está viviendo sus últimos momentos.
No entendió las palabras del moribundo, pero le pareció que ahora el abuelo Santos no era el hombre inmenso y excesivo que conoció desde que guardaba memoria. Lo habían arrodillado al pie de la cama y, antes de que le dijeran que debía inclinar la cabeza para recibir la bendición, vio que mamá Altemira tenía que sostener el brazo sin fuerza del abuelo para que trazara en el aire dos, tres veces, la Santísima Cruz del Señor. La voz era grumosa y apagada, y las palabras se estiraban y resbalaban como colgajos pastosos e informes. Por el contrario, la voz de Mi Juan, jocunda y gloriosa, rasgaba los presagios de la noche y estremecía los tumores fibrosos del abuelo que formaban como una argolla alrededor del cuello, una argolla de carne petrificada y febril que estrechaba y comprimía, que estaba por terminar de estrangular la garganta del moribundo. Después, durante semanas y meses, casi no habría día en que mamá Altemira no le recordara la bendición del abuelo. ¿Quién habló por él? ¿De qué fuente le brotaron palabras tan elevadas? Qué curas, ni qué doctores. Ni siquiera el padre Azcárate, que cuando estaba en paz con Dios hablaba con fundamento y corazón. Si antes parecían de los filósofos, los sabios con que el iluso de tu padre andaba llenándose la boca. Como cuando naciste y don Santos me ayudó en el parto con doña Betsabé Alburquerque. Levantó tu destino, hijito de mis dolores. Al bendecirte, te pidió que nunca olvidaras la sangre, el linaje al que perteneces. Que jamás renegaras del imperio de la sangre que corre por tus venas.
Pero ahora él (Martín Villar) no entendía el balbuceo angustioso y conminativo del abuelo. Los ojos de Santos Villar eran pequeños, pero no su mirada, que punzaba y hería y alcanzaba lo oculto y lo innominado. El abuelo se negó siempre a instalar luz eléctrica en la casa, de modo que la poca luz que había en la habitación —una lámpara a querosene, dos velas que ardían en la mesa de los santos (no eran santos benditos, decía mamá Altemira, y el Niño Jesús de Praga había sido pervertido por las artes malditas de la ciega Gertrudis)—, protegió al niño del filo ardiente de aquella mirada. También lo protegieron el recuerdo de la pesadilla que acababa de tener, el deseo de volver a dormirse y la orden que recibió de mantener inclinada la cabeza, ah, y la rotundidad de la voz de Mi Juan y los acordes de la vihuela de Felipillo. Si no entendía el sentido de las palabras, percibió, en cambio, cuál era el olor de la agonía y la muerte. Olió las excrecencias de la vieja carne moribunda. Olor a orines y sudor y babas y esputos sanguinolentos y excrementos y remedios: este era el olor de la muerte. Tuvo ganas de vomitar y de sentarse en el hueco del cajón astillado que servía de excusado al final del corral. Hacer el cuerpo lo llenaba de temor y fascinación. No era un olor nauseabundo el que ascendía del retrete; era un olor fermentado, acre, como de inmundicia lavada; al terminar ponía la cara sobre el hueco del cajón y allí, muy al fondo, veía borbotar sobre el mantillo montones de gusanos blancuzcos y gordos (cuánta mierda acumulada, sobrino, le decía el tío Miceno, si su peso valiera oro ya serías el hombre más rico del mundo; ¡bah!, no te ilusiones, sobrino, los pobres cagamos menos; por el lado de la porquería los blancos nos aventajan: ellos son más mierdosos que nosotros). No queda más remedio que admitir que el pequeño Martín sentía devota fascinación por los excrementos hirvientes de gusanos y por el indecente olor que ascendía del silo. El silo lo había cavado el propio abuelo poco tiempo después de que él viera la luz de este mundo. Supo que hubo, en tiempos más épicos y gloriosos, otro silo mucho más profundo, cavado también por el abuelo con la ayuda del tío Luis, por el cual se hubiera podido descender al infierno o alcanzar la otra parte del mundo, silo y retrete ahora clausurados y cuya huella rastreaba Martín Villar en el corral con la misma codicia con que su infortunado padre buscara el tesoro del triste bandolero Isidoro Villar. Y este fue uno de los juegos preferidos de su primera infancia (cuando no conocía a la Mika), como el correr vesánico para desprenderse de su sombra. Y ahora que el abuelo no había probado yantar sólido desde hacía tantos días tendría las tripas vaciadas, limpias de materias fecales y los extractos alimenticios que le suministraban con lavativas habrían actuado como bálsamos purgativos aniquilando las impurezas y los elementos de corruptibilidad. ¿Por qué, entonces, el persistente olor a caca, a porquería insepulta? «Perplejidad metafísica», así lo llamó risueñamente el muchacho Villar al recordar este momento mientras leía las reflexiones agustinianas sobre las miserias corporales del ser creado a imagen y semejanza de Dios.
La bendición concluyó, pero no la agonía del abuelo ni la fiesta en la casa de los Coyuscos. En la habitación, alrededor de la cama del moribundo, estaban don Domingo Medina, la Gertrudis y mamá Altemira, y el tío Luis, apocado y hermético, se hallaba sentado en una banqueta en uno de los rincones del cuarto. El tío Silvestre caminaba de un extremo a otro de la sala y la directiva en pleno de la Cofradía del Señor de la Agonía esperaba sentada. El tío Catalino dijo que como hermano mayor le correspondía hablar con los Coyuscos para que, por respeto a la agonía de un cristiano, terminasen su fiesta, pero hacía mucho rato que había ido a cumplir la misión y no regresaba aún y la fiesta parecía animarse cada vez más. Luego el enfermo pidió orinar y mamá Altemira con una mano le puso la bacinica, y con la otra cubierta con un trapo, cogió el miembro, y el chico escuchaba el esfuerzo que hacía el abuelo por arrojar la orina.
—Ah, Catalino —dijo tartajosamente—, debes estar valsando en la fiesta celebrando mi muerte. Nunca cambiarás, jodido puñetero.
Martín fue a la sala donde el tío Silvestre discutía con dos de los socios de la cofradía:
—Es que no me gustan los curas; vayan ustedes nomás, don Vilela; los Villar les quedaremos agradecidos.
Luego cogió la mano de Martín y le dijo que lo acompañaría a su cuarto para que terminara de dormir. Cuando volvieron a pasar por la habitación del abuelo, mamá Altemira empezaba a rezarle las oraciones de la buena muerte.
—Cuénteme, tío, cómo murió el tío Isidoro.
—¿Te gusta la historia de Isidoro? Tuvo una muerte gloriosa, sobrino, como mi hermano Román, allá en Panamá.
El tío Silvestre empezó a contarle, una vez más, las aventuras y desventuras del inescrutable bandolero Isidoro Villar, pero al poco rato el chiquillo cayó rendido por el sueño.
Despertó ya muy entrada la mañana y lo primero en que reparó fue en que había cesado la música en la casa de los Coyuscos. Ninguna música, silencio, y el gusanito empezó a roerle las entrañas. Pero lo del silencio era un decir, porque sintió voces y ajetreos en la cocina. Se puso los zapatos, se levantó y asomó la cabeza: eran las hermanas de la ciega Gertrudis atareadas en la cocina y en el corral de las aves. Había gran matanza de pichones y gallinas. Le temblaron las piernas y ya no un gusanito sino muchos le mordían las tripas cuando caminó hasta el cuarto de en medio y descubrió lo que había imaginado: el ataúd del abuelo Santos no estaba en su lugar, nunca más estaría allí y a la Mika le daba miedo y asco jugar con él en el cajón de la ciega. No se atrevió a entrar al cuarto del abuelo y esperaría a que mamá Altemira o el tío Silvestre viniesen por él. Pero escuchó la voz contenida de la ciega Gertrudis:
—¿Qué les pasa so ociosas de mierda? ¿Por qué han dejado de llorar?
Las mujeres replicaron:
—Gua, doña Gertrudis, déjenos más que sea un respiro; mientras, llore usted que para eso fue su mujer.
—Yo ya terminé de llorarlo —dijo la ciega— y para eso el finado las contrató.
Eran las Peladas Sullón, las más famosas lloronas de las afueras de Piura y Martín recordó que el abuelo, antes de caer tumbado en la cama, separó unas pesetas.
—Esto es para las lloronas porque nadie llorará por Santos Villar. Pero si las viejas no lloran como es debido jálenlas de las mechas y muélanlas a palos —dijo y se echó a reír.
Fue la última vez que vio reír al abuelo.
—¿Qué esperan, carajo? —insistió ahora la Gertrudis.
Entre tanto, alcanzó a escuchar la voz airada e imprecatoria del tío Catalino. Pero no pudo escuchar bien porque las Peladas Sullón retomaron la plañidera. Ahora no eran gusanos, parecía una culebra la que hundía sus colmillos por la boca del estómago. ¿Qué hora sería? El abuelo y el tío Luis sabían calcular de lo más exacto la hora mirando el cielo. ¿Y a qué hora habría muerto? Entonces se dio cuenta de que estaba conteniendo las ganas de orinar. Dio los buenos días a las mujeres de la cocina y se dirigió al fondo del gran corral. Orinó largo y su orina rutiló en la mañana límpida y transparente. Se sintió aliviado y quiso entrar al corral de los burros, donde solo había una burra y un pollino de ocho meses. Semanas atrás había descubierto que los hijos de los Coyuscos, muchachos más grandes, casi con barba, se pasaban al corral trepando la pared y se montaban a la burra. La primera vez lo amenazaron, lo adularon para que no dijera nada, y luego vio cómo el mayor de ellos se bajaba el pantalón y el calzoncillo y se ponía detrás de la burra, mientras el otro la cogía del pescuezo. La burra arqueó las ancas traseras, corcoveó un poco, luego abrió los belfos, bufó y los ojos se le exorbitaron, pasmados, sorprendidos, indefensos y gozosos. Mejor sería ocuparse en el excusado, pero no tenía deseos; con todo, miró hacia el fondo y vio los gusanos hartándose de la caca y por primera vez se dijo que el abuelo Santos había muerto. Una bandada de negros se posó en las ramas del algarrobo que daba sombra al excusado. Trinaron unos instantes y volvieron a levantar vuelo. En el corral, el corral mayor, había un sampedro rodeado por un cerco de latas oxidadas, un ciruelo macho, estéril, de los que no dan frutos y que por consejo del tío Luis el abuelo regaba con su primer orín matinal hasta que, en efecto, empezó a dar frutos, pero fueron unas ciruelas esmirriadas, ácidas y amargas; había también un papayo, un laurel, una hilera de matas de sábila, plantas de llantén, hinojos, toronjil, menta y flor de reseda, impávidos ante la muerte de quien sembró el huerto, pues el huerto, como este cielo, el canto de la chiroca, los alacranes de los delirios de la tía Primorosa, los recuerdos de Guayaquil y Panamá y la infancia en Congará y el poder en el bien y en el mal y las inundaciones y pestes que se abatieron sobre el pueblo, y las imprecaciones y las furias, habían muerto para las manos, los ojos, el corazón, la mente y la memoria de Santos Villar, y solo quedaba su cuerpo festinado por la naciente podredumbre y sus excrementos revueltos y confundidos con la caca de Martín Villar y la mierda de la ciega Gertrudis, y nada había perdido el universo, pensaría tiempo después, era nada más que la recuperación de una carne vieja a la implacable sabiduría del humus del ser total. Sería bueno jugar con la Mika, pero ahora ella estaría en la escuela de las señoritas Morante. Cerró los ojos y con la mente empezó a decirse: mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, luego desde adentro la voz le subió sigilosa, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, y después su voz estalló incontenible y elevada, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, mi abuelo muerto, y las palabras fueron despojándose de sentido, mi abuelo, mi abuelo, era la sola emisión de sonidos, viento, aire, muerto, muerto, muerto, y los gusanos dejaron de roerle las entrañas y la culebra escondió sus colmillos, y un sentimiento desconocido, no de dicha, porque muy al fondo había pena, sino de liberación, como si eliminaran ataduras de sus manos y sus piernas, nunca más la mirada implacable, la voz que todo lo ordenaba habíase callado para siempre, mi abuelo muerto, no más servidumbre ni temor ni pánico, muerto Santos Villar, por fin muerto, tía Primorosa, muerto el padre de mi padre; se le escaparon algunas lágrimas, pero nunca supo si fueron por el abuelo Santos o por la muerte del padre que no llegó a conocer o porque ya nunca más podría hacer cositas con la Mika en el ataúd donde ahora yacía Santos Villar.
—¡Tú no tienes potestad para hablar, Medina!
—¿Por qué alzas tanto la habladera, viejo?
—¿Viejo? ¿Tú me llamas «viejo»? ¡Pues si mis ojos conservan algo de su virtud, viejos-viejos somos todos, hasta Silvestre, que es el más muchacho!
—Ah, este Catalino: hermano, tú nunca llegarás a viejo, ¿hablo correcto, Luis?
—Qué Luis ni Luis. ¿Acaso alguna vez dio razón de nada? ¡Si hasta me cuesta recordar la sazón de su voz!
—Lo que yo te preguntaba, Catalino...
—¡Pero qué caracho de hombre es este! ¿Cuántas veces tengo que repetirte, Domingo Medina, que no te reconozco imperio para hablar? Esto concierne a los de nuestra sangre y que yo sepa tú eres un Medina, no un Villar. ¿O acaso el canalla de Santos no te dijo qué gran hombre fue el fundador de la casta de los Villar? En cuanto a lo que dijiste antes, Silvestre, adivino que fue por chacota, no por elogio. Viejo en carnes y años lo soy, pero no en corazón ni en agallas. Y si dudas, ponme una mujer por delante, aunque sea una mechosa clinuda pero, eso sí, muchacha, cuarentona, no una vieja de tetas caídas, flacuchas y exprimidas de tanto recontrarrechupárselas.
—Ah, tú y tus mañas, Catalino, como bien decía el finado Santos.
—Lo que quiero que me respondas...
—Qué respondas ni qué nada. ¡Ningún derecho te asiste!...
—¿Catalino?...
—No por fatales perdimos nuestro orgullo. ¡Los Villar somos los Villar, qué caracho!...
—¿Catalino?...
—Medina, ¿sabes quién fue don Miguel Francisco Villar?
—Vejeces, solo vejeces hemos oído. En Panamá, con el finado Román aprendimos...
—¡No me vengan con el cuento de Panamá ni de Guayaquil! ¿Has olvidado que yo fui el primero que marchó a esos mundos a agachar los lomos y padecer privaciones?
—Lo que yo recuerdo, Catalino, es que fuiste el primero en huir de la peste y no esperaste a enterrar a nuestros padres. ¿Miento, Catalino?
—¡Mientes, mientes! Y no imaginaba, Silvestre, que fueras tan bellaco, igual y conforme que el hermano malvado cuya ánima debe estar desgalgándose a los quintos infiernos. ¡Y no huí! ¡No huí, cojones, y lo juraré ante todos los crucifijos de la tierra! Yo, yo... bueno, lo que hice yo fue marchar por orden paterna tras la emputecida hermana que trajo fatalidad a nuestra casa.
—Vamos, ¡sosiégate!, ¡sosiéguense, hombres! No está en mi temple remover llagas. Lo único que quiero es que me saquen de esta duda...
—¡Y vuelves con la cantaleta! ¡Tú aquí no tienes arbitrio!...
—¿Catalino?...
—Pero, ¿no fue verídico lo que dije? Verdad que terminó de mañosa, pero no fue por su voluntad que se entregó al blanco Benalcázar.
—Catalino, olvidemos esa vejez que tanto agrió nuestras vidas.
—No temas, hermano, que no está en mi corazón condenar a don Cruz Villar, nuestro padre. ¡Condeno al invencionero! Ah, Santos, Santos, ¿por qué encendiste esa ilusión fatal en nuestro padre? ¡Cómo te aprovechaste del imperio que ejercías sobre él! ¡Y por oírte el padre fue castigado y humillado dos veces! Dos veces, ¿me oyes, Medina? Primero con el chileno...
—¡Cállate, Catalino!
—Y la segunda vez...
—¿Nunca podrás mantener cerrado el hocico?
—...con el Benalcázar. Ahora, Medina, debiéndolo.
—Espera, Domingo; con tu perdón, cumpita.
—Basta. Que no se hable más del asunto. La afrenta que padecimos ya está lavada.
—¿Lavada? Las heridas no se cierran, Silvestre. Don Cruz no castró al padrillo, ¡me castró a mí! ¡A mí! No se rían porque, si quieren saberlo, los compañones me cuelgan soberbios y pestíferos. Me refiero al ánima, al corazón, y ustedes también padecieron el tajo abusivo.
—Siempre vuelves a tu rencor contra Santos, ¿no te bastó con bailar anoche mientras él agonizaba?
—Silvestre, por favor, deja eso.
—Bah, Domingo, no estoy acusando, si más bien me da risa, porque de sobra conozco el natural de mi hermano.
—Valsé por cortesía, una o dos veces, porque no soy ningún montubio para despreciar al mujerío.
—¿Cantaste también por decencia?
—Es que el nombrado Mi Juan estaba cantando cojudeces y yo quise enseñarle una buena tonada. ¿Te acuerdas, Silvestre, de los cantos y danzas de los morenos allá en Panamá?
—¡Si antes me acordé de Felipe Morán y de Simón Guerra y los mellizos Canterales!
—¡Ah, qué rica vida pasamos por esos mundos! Mundos de infierno y padecimiento donde murió nuestro hermano Román.
—Ahora eres tú el que viene con vejeces.
—¿Vejeces, dices? ¿Nombras así a la muerte gloriosa de Román?
—¡Eres un convenido, Catalino! ¡Nada más que un convenido!
—¡Y tú te estás olvidando que me debes respeto! ¡No olvides que soy tu mayor! ¡El primogénito! Sí, el primogénito, por más que le arda el culo a Santos. Eh, Santos, ¿me escuchas?
—Ya que vuelves a nombrar a Santos, quiero que respondas...
—¡No quiero oír tus preguntas! ¡Tú no tienes arras en nuestra sangre!...
—¿Catalino?...
—¡Ninguna ley te faculta!...
—¿Catalino? ¿Me oirás alguna vez, Catalino? Lo que quiero decir hace rato es que a don Domingo Medina le sobra majestad para decir su doctrina.
—¿Pero quién habló? Por el ánima bendita de nuestra santa madre, doña Trinidad Dioses, te juro que desconocí tu voz, Silvestre.
—Ah, qué jodido pendejo eres, hermano. Toda la puñetera noche te pasaste amonestando a Luis por su avaricia para abrir la boca y ahora que él te habla...
—¿Fuiste tú, Luis, quien habló? ¡¿No les dije?! Y no me culpes si mi retentiva ya olvidó la calidad de...
—No quiero faltarte porque me crié en la ley del respeto a los mayores y yo te reconozco como mi mayor, pero, Catalino, tú embustes y encalavernas la verdad y la justicia.
—¡Miéchica! ¿Lo oíste, Silvestre? ¡El más animal y montubio de los Villar hablando con verbo elevado!
—Catalino, óyeme bien, Catalino, no permitiré que desprecies a Luis.
—Gracias te doy, mi hermano, pero Catalino tiene razón. Me faltan luces y nunca aprendí a labrar las palabras como con virtud antigua labro la tierra. Mi retentiva es humilde y yo no fui por esos mundos. Mi misión fue guardar la casa y enterrar a mis hermanos.
—¡Pero no la guardaste, Luis! Muerto de vergüenza corriste a esconderte en Tamarindo cuando volvió la loca de Primorosa con mal nombre.
—¡No te propases, Catalino! ¿Has olvidado el pacto?
—Te daré gusto, Silvestre, y martirizaré mi boca para que no hable de ese sucedido.
—Les decía que yo la acogí en el hogar y solo me fui cuando sucedió lo que sucedió. Pero siempre volvía, mis hermanos. Verídico que a escondidas. Esperaba las noches más negras como nuestro destino y volvía a echarle una mirada a la casa y olía el aliento que trascendía y me atorozonaba bebiendo mis lágrimas.
—No me entremeteré en asuntos que no son de mi soberanía... Yo nada más quiero preguntar...
—¡Por la maldita madre con este hombre!
—Cállate, Catalino, y te recuerdo que yo no soy Luis, soy Silvestre. Y ahora di, Domingo, lo que tengas que decir, que de sobra conocemos que fuiste el único amigo verdadero que tuvo el finado; mayor derecho no puede existir.
—Gracias, Silvestre, tus palabras las guardaré en mi pecho en los días que me quedan por vivir.
—Barajo, ¡qué buen par de alcahuetes se han juntado!
—Silencio, Catalino, calma y da tregua a tu rencor. Di, Domingo, aguardamos tu palabra.
—¿Saben ustedes quién ha muerto? Sé que mi pregunta les parecerá peregrina y hasta dirán que...
—Que estás chocho, Medina, carcamán y boludo.
—Domingo, yo te responderé: estamos velando a nuestro hermano Santos.
—Hablaste correcto, Silvestre: ha muerto Santos Villar. Y yo sé quién fue Santos Villar y sin ofender a nadie podría levantar todos los cargos que aquí se le han hecho, desde por qué él, a quien nunca le gustaron los gallos, logró cruzarlos con el gavilán. Pero yo, hermanos, porque por mi amistad con Santos los considero mis hermanos, yo lo que quiero decirles es: ¿saben ustedes quién era Santos Villar? ¿Comprenden quién ha muerto?
—Yo me marcho a estirar las piernas. No aguanto un minuto más escuchando tantas simplonadas.
—Antes de que te vayas, Catalino, oye lo que voy a decir, y tú también, Silvestre.
—Yo se lo diré, don Domingo, con el mismo verbo que usaría nuestro Isidoro de estar con nosotros: ha muerto don Santos Villar. ¡Mi hermano y mi padre! ¡Nuestro padre! ¡El padre de los hombres! ¡Atrévete a negarlo, Catalino!
No tembló la tierra. Ni se oscureció el sol. Lo que tembló fue mi alma. Me tembló desde la raíz de mis cabellos hasta la punta de los pies; me temblaron las manos y el corazón, mis tripas parecieron encabritarse, mi pequeña tripa añoró con desesperación las caricias de la Mika, los gusanos del excusado se refocilaron muchas veces con el maná de mi cuerpo, porque mi temblor, mi estremecimiento, fue al principio del tamaño del cuarto donde estuvo el ataúd del abuelo Santos y enseguida de la casa entera y luego se extendió por la calle, por el barrio, por otros barrios, por todo Piura con su cielo y después abarcó Congará, el pueblo donde nacieron mi padre y el padre de mi padre y mi primer abuelo, y a continuación se propagó por el mar, el mar por el que huyera Primorosa Villar, el mar por el que partieron en su busca, luego de la peste, los hermanos y terminaron por recalar en el infierno de Panamá, el mismo mar, en fin, por el que siglos atrás llegó Miguel Villar y después de la derrota y la deserción galopó por estos parajes de desolación y fue amado y consolado por la india Sacramento Chira, madre de todos nuestros padecimientos.
No se oscureció el sol. Los que se oscurecieron fueron mis ojos para mirar las cosas del mundo. O más bien adquirieron la virtud, la clarividencia e infortunio de descubrir que había dos mundos que giraban en la misma órbita pero de sustancia y tiempos diversos y contradictorios. Y con un ojo (el diestro o el siniestro, según la sazón de mi espíritu) miraba este mundo exterior, inesencial y corruptible, lamido y penetrado por la baba, el sudor, la sangre, los ríos, los vendavales y las virazones y los arenales, con sus cementerios ocultos, con sus plantas rastreras y sus árboles espinudos, con sus animales de la tierra ardiente, inconmovible y tórrida, y el rencor, no el amor, y la humillación y el enojo, que venían del otro mundo, esencial, omnipotente e irredimible; y así, por ejemplo, cuando yo veía este árbol, digamos, uno de los ficus de la Plazuela Merino, miraba, en realidad, el vichayo sembrado por Sacramento Chira durante sus esponsales gentílicos o los centenarios tamarindos que Simón Rodríguez plantó a su paso por el pueblo o el Zapote de Dos Piernas donde fuera colgado el bandolero Isidoro Villar.
En el reino del tiempo primaba la divergencia, no la sincronía, tampoco la simultaneidad ni la alternancia, porque eran dos órdenes distintos en discordia perpetua; pronto sospeché que a este tiempo (que yo decidí mirar con el ojo siniestro) correspondía un orden sucesivo, inexorable, fatal e irreversible; pájaro de vuelo inverso, el otro tiempo transcurría por ondas azarosas, desencadenadas por los avatares de un pensamiento, una carencia, un torbellino de la sangre, o por un fluir de imágenes que violaban las fronteras de la vigilia y el sueño; era un tiempo maleable y reversible que yo podía prolongar y detener para hacer más intensos la exultación o el oprobio; y así, por ejemplo, si en el reloj de la estación eran las cuatro de la tarde de un día de 1948, es decir, un año después de la muerte de Santos Villar, dentro de mí y en un pálpito de mi corazón y con la misma luminosidad con que vemos las estrellas extinguidas miles de años atrás, yo veía a la abuela Isabela, la madre de mi padre, colocar en un piajeno a su pequeño hijo (fue un día tantos y tantos de 1903, según las anotaciones de mi padre) arrojándolo de su casa, y el burro con el niño atravesaron lentamente el pueblo de un extremo a otro, y años antes por la misma calle montada en una fina yegua fue conducida Primorosa, núbil y esbelta, de lejana e irreprochable belleza, a la gran casona del más poderoso hacendado de la región y, remontando un poco más el tiempo, el mozo Santos Villar (el que llegaría a ser mi abuelo) combatía con el gran padrillo mientras mi primer abuelo, con el cuchillo de matanza, esperaba para aplicar el tajo infamante. Me limpié las salpicaduras de fétida sangre del animal mutilado, con la otra mano restregué el sudor que discurría por donde se destilan las lágrimas y luego miré el reloj: había pasado un minuto y cuánto duró la turbulencia suscitada en mi corazón por las estrellas extintas.
Pero por esos años (por esos días) reservaba mis ojos para que mirasen adentro, donde residía el mundo esencial, soporte de la tierra que pisaba y de mi cuerpo con sus huesos y misterios. Ya desde antes tenía conocimiento, o más bien un pre conocimiento de mi yo, cuya hipóstasis era mi propia sombra con la cual jugaba, disentía, batallaba e intercambiaba roles en la pequeña mascarada que era la vida. Pero era un yo solitario capaz de elevarse entre la tierra, el cielo y el vacío. Ahora, con la agonía y la muerte de Santos Villar en que se desataron tantas pasiones, mi yo, pervertido y ultrajado, perdió su ingravidez y su naturaleza dejó de ser elemental y primaria. Era un espacio bullente e ilimitado arrasado por vientos adversos cuya sustancia eran el rencor, la cólera, la memoria, el olvido y los sueños. Ante todo, mi yo estaba formado por una ausencia: mi padre, tranquilo y agraviado, hermético y visionario; por una nostalgia inasible: la valva uterina donde por siglos Martín Villar se alimentó de los jugos de Altemira Flórez; y por la presencia rotunda y la mirada implacable del abuelo Santos y por la misteriosa ceguera de la Gertrudis, cuyos ojos, decía mamá Altemira, veían por poder concedido por el demonio. Y mi yo fue avasallado, fue siendo avasallado, violentado, por densas oscuridades, por súbitas (enceguecedoras) iluminaciones, por voces, por silencios y enigmas, por culpas y por imágenes —espectros, fantasmas—, y por sucesos —pasiones, homicidios, venganzas—, que eran lances de honor y bastardía. De este modo, la pequeña mascarada se fue transformando en una grande y compleja mascarada de la vida y cuya representación fue variando a medida que mi yo iba descubriendo nombres, que eran nuevos rostros, nuevos espectros, como, por ejemplo, la señorita Domitila Diéguez, el pérfido matarife Clemente Palacios, el papá-doctor González, el padre espiritual del hijo unigénito de Santos Villar, descubiertos, o mejor, re-redescubiertos cuando leí tantas veces los cuadernos que me legara mi infortunado padre; y a estos nombres habrían de irse agregando los de hombres de estirpe altanera y gloriosa que yo fui escuchando a lo largo de los años de los labios del Ciego Orejuela, el bardo de la falaz epopeya de la tierra piurana. Y a esta epopeya pertenecía la historia del linaje de los Benalcázar León y Seminario, historia que comprendía sus grandes señoríos que se extendían por los dos grandes valles de la tierra piurana, con sus mujeres (como Grimanesa León, una mezcla, decía el Ciego, de Mesalina y Clitemnestra), sus queridas (como Visitación Cabrera), sus cortesanos (como el francés François Denis Boulanger de Choriè), sus socios (como el alemán Hans Albrecht), y a este linaje perteneció Odar Benalcázar León y Seminario, el blanco a quien Cruz Villar, mi bisabuelo Cruz Villar, vendiera a su única hija, Primorosa, engendrada en el vientre de mi bisabuela Trinidad Dioses.
Pero por esos días (los días que precedieron a la muerte del abuelo, durante los funerales y las nueve noches siguientes destinadas al rezo por el alma de Santos Villar, noches en que a la entrada de la casa, enmarcada en una corona de crespones negros, pendía una linterna a querosene en señal de duelo), mi mundo de adentro se convirtió en un recinto cerrado asediado por interrogaciones, dudas, perplejidades y estupor y espanto y fascinación por las primeras revelaciones, y mi yo era este indagar sin sosiego. ¿Cómo sucedió esto? ¿Y cuándo, cuándo? ¿Por qué esto y aquello y lo otro y lo de más allá?
¿Fue verdad, por ejemplo, que mi bisabuelo daba de beber la pócima del sampedro («el cactus dorado», como lo llamaba mi padre en sus anotaciones) y de otras yerbas alucinantes como la simora, la hoja de múltiples formas que crece salvaje y pertinaz sobre la tierra amarga, a todos sus hijos, incluyendo a los menores, Inocencio y Primorosa, apenas unos churritos de este portecito; y que cuando los muchachitos se sentían aterrorizados por el tumulto de visiones y voces que les suscitaba la bebida, mi primer abuelo los amarraba al viejo vichayo que había en el centro del corral y luego procedía a interrogarlos solemnemente sobre el destino de la familia o por asuntos más modestos, como el gallo que saldría ganador en la peleas de las grandes ferias? ¿Sería verdad que fueron estas prácticas con el sampedro lo que perturbó la conciencia y la mente de los muchachos y que por ello adquirieron ese aire sombrío y cerril que sería el indeleble sello de los hermanos Villar; y más aun, que los más afectados resultaron los menores: mi tía Primorosa y mi tío Inocencio, el hermano amado y preferido por ella? ¿No es verdad que por eso Inocencio terminó por convertirse en un animal solitario, medio sonámbulo, medio iluminado, que vivía en el monte y que de cuando en cuando reaparecía por Congará y, con su crecida melena y barbas de Cristo, se apostaba a contemplar durante horas el sediento camino por el cual huyó su hermana Primorosa?
—Positivo, sobrino —dijo mi tío Catalino—. Y tan genuino como que el sol sale por mandato de Dios. Genuino como que descendemos del gran Miguel Villar. Y también verídico es que al que más le pegaba el remedio era a nuestro Inocencio, criatura fatal, desheredado hermano. Qué de semblantes y figuras no vería, que antes el padre tenía que amarrarlo fuerte al vichayo.
—¿Y mi tía Primorosa? ¿También a ella la amarraba?
—De la Primorosa no te daré relleno. Es ley que los hermanos juramos guardar. Pero Dios Nuestro Señor sabrá perdonarme si te digo que fue una regia hembra. Nunca mis ojos vieron ni verán otra potranca igual. Y fíjate en lo que acabó: con apodo de mujer perdida y loca y vieja. Ah, pero el culpable de nuestra desgracia fue Santos. Él fue el invencionero que llenó la cabeza de don Cruz Villar, nuestro padre, de tantos sueños y ambiciones. Pero si Dios sabe amarrarse los pantalones, a esta hora al viejo de tu abuelo se le deben estar achicharrando las verijas en el infierno.
—¿Fue verdad, don Domingo? Cuénteme, no sea malo. De su boca quiero oírlo, don Domingo. Cuénteme cómo fue que...
—No es por maldad ni avaricia, hijo. Es que me falta ministerio para importunar en sucedidos de vuestra casta. Santos era hombre justo y de doctrina, pero arisco en las fatalidades de la sangre.
—¿Pero nunca, jamás, le contó nada?
—De contarme, me contó. Pero fue parco, muy sucinto. Ahí tienes por qué es que se empeñó en cruzar al gavilán con gallinas de pelea. ¿De dónde le vino esa ciencia? Pero lo logró con calma, con paciencia. Él, como que adivinaba que un día llegarían a nuestra tierra los chilenos. Y de la tercera generación de ese cruce fue que salió el gallo indómito con que tu bisabuelo desafió al jefe chileno. Y no es escarnio sino gloria el que después don Cruz Villar fuera colgado y azotado públicamente por el enemigo.
Sentimientos contradictorios me embargaban. Sed de saber, de conocer, perplejidad e insidia, floración amarga del rencor, juramentos de vindicación y todo ello envuelto por un insano y jubiloso sentimiento de libertad por la muerte del abuelo Santos. Y evité y retardé cuanto pude el acercarme al ataúd donde yacía, mientras iba de grupo en grupo (los socios de la Cofradía del Señor de la Agonía, los vecinos, las mujeres, los indios campesinos de los alrededores de Piura a quienes el abuelo había curado de sus males) y de tío en tío y mi mente y mi espíritu se fueron llenando de figuraciones que habrían de acompañarme durante días y noches interminables.
—Y, en esos años, maestro Martín, ¿qué figuraciones tenía?
Me figuraba a mi primer abuelo Cruz con el trapo rojo atado a la cabeza y tirado en la hamaca. Sentía la pesadez del silencio. Ni un mugido, ni un aleteo de pájaros. Y el buen Inocencio amarrado al vichayo tutelar de los Villar atormentado por las visiones. Me figuraba (trataba de figurarme) a la india Sacramento Chira, todavía púber, siendo ungida por las indias viejas con yerbas de amor y flores del diablo, aquellas flores bermejas incitadoras de las pasiones sin reposo, para ir a apaciguar la intemperancia y la ira del soldado godo Miguel Villar, aquel rubio y lujurioso anticristo que como un viento maligno había aparecido por la región y se había entregado a una estrafalaria guerra particular contra los pacíficos habitantes de todos esos contornos. Fue (recuérdalo) una guerra irrisoria, quimérica, sin paz posible, como sentenciaba en sus anotaciones mi desventurado padre, quien, decía mamá Altemira, hasta el momento de su muerte vivió obsesionado con el fantasma del fundador de la amarga sangre de los Villar. Pero no podía figurarme la estampa, el porte, los ojos de Miguel Villar y solo lograba escuchar el galope de su corcel y veía sus armas vencidas (aunque no el sable que mi abuelo ofreció a don Rufino Estévez a cambio de sus enseñanzas) y también las laceraciones en sus tobillos que Sacramento Chira curaba con yerbas de la tierra.
Tampoco me fue posible imaginar la belleza de Primorosa.
Me fue imposible (en esos años) imaginar su belleza porque de ella (muy de cerca) solo había visto las ruinas, la locura, la decrepitud y el rencor. Pero sobre todo porque todavía no había descubierto la verdadera belleza.
Y después me olvidé de Primorosa, como me olvidé de la fosa común en que fue arrojada junto a los desamparados de la tierra piurana, del mismo modo que olvidé (clausuré en mi memoria) el entero mundo de los Villar. Fue el tiempo en que abjuré de mi sangre y abominé de mi cuerpo. El tiempo en que me dejé fascinar por el mundo de los Benalcázar, quiero decir, por el mundo de los blancos de Piura, cuyas historia y leyenda (crueles y bellas, gloriosas y magníficas) escuchara por boca del Ciego Orejuela. Seguiría luego el tiempo de las dudas y arrepentimientos y la búsqueda de un ilusorio camino de perfección que me llevaría a encerrarme en un seminario al reencuentro de la deidad perdida. Es verdad que no encontré a la divinidad, en cambio recuperé la voz de mi padre al leer y releer con nuevos ojos los cuadernos que me legara. Por eso, más adelante, cuando Deyanira Urribarri terminó de contarme la historia de su linaje y me incitó a narrarle la historia del mío, yo ya estaba en condiciones de empezar a fabular esta historia. Recuerdo que evocando cierta imagen que espectara durante la confrontación entre el abuelo Santos y la tía Primorosa y que reaparecía en mis pesadillas y en las visiones que tuve en la cabaña de don Asunción Juares, le dije Tendré que empezar por hablarte de los destellos purísimos de un espejo hundiéndose entre los excrementos.
Pero, en fin, ¿a qué hora murió el abuelo del pequeño Martín?
Nunca se sabrá con exactitud la hora, los minutos y los segundos en que Santos Villar dio el último suspiro porque hubo discordia entre los diversos relojes (o la ausencia de ellos) de quienes asistieron a su agonía. El ordinario reloj de campanilla del viejo Santos colocado en una pequeña urna de madera basta con puertita corrediza de vidrio se había detenido desde quién sabe cuántos días atrás y marcaba las dos y veintiún minutos, sin que se pudiese determinar si se había detenido a las dos y veintiuno de la madrugada o a las dos y veintiuno de la tarde, lo que no impidió que el tiempo siguiera su marcha, mientras el pulso y las palpitaciones del abuelo fueron perdiendo su ritmo normal, menguando, menguando, hasta el reposo y el apaciguamiento final. El reloj de don Leonidas Vilela (un Omega de quince rubíes y de plata con leontina también de plata), presidente de la Cofradía del Señor de la Agonía, marcaba las cinco y catorce de la madrugada, si bien don Vilela admitía que había consultado su reloj varios minutos después que don Santos Villar expirara. A las cuatro y cincuenta y cinco todavía Santos Villar respiraba, según testimonio de don Domingo Medina, que en ese instante consultó su hermoso reloj Longines con leontina, todo de oro, tres tapas y veintiún rubíes, adquirido en los años en que trabajó en la construcción del Canal de Panamá y que fue el objeto que mayor codicia despertó en la infancia del pequeño y único heredero de la sangre del amigo del alma del señor Medina. Fue don Domingo Medina quien cerró los ojos de Santos Villar, pero no consultó de inmediato la hora. Luego de acomodarlo en posición yaciente en el gran catre se puso de pie y así (con la cabeza gacha) permaneció durante algunos minutos. Ya no estás, Santos, dijo, pero pronto te daré alcance para continuar nuestras pláticas y escuchar tu doctrina. Después abandonó el cuarto y en la sala se acercó a la lámpara que había sobre la mesa y miró la hora: eran las cinco y dieciocho del amanecer del 17 de octubre de 1947. Enseguida, en un acto reflejo, quiso comparar la hora del reloj de Santos con la del suyo y entonces reparó en que aquel se hallaba detenido. En un primer impulso pretendió darle cuerda y sincronizarlo con la hora estricta e irrebatible de su soberbio Longines. Mas, como si su cerebro agobiado y su corazón envejecido dictaran de súbito una orden perentoria, detuvo su brazo a la mitad de su trayectoria. ¿Qué carajo podían importar ahora el tiempo que marcasen todos los relojes del mundo, fuesen o no Longines, de oro, platino, plata o de ordinario metal, con o sin rubíes o diamantes, con o sin labraduras o cualquier otra vaina que el ingenio y la vanidad humana ha creado, para el ánima de Santos Villar? Símbolo de esta vanidad, de esta obsesión humana por controlar el tiempo, como a su manera pensó don Domingo Medina, era el gran reloj de la estación instalado medio siglo atrás, pero nadie pudo escuchar sus campanadas, dijo uno de los Palomos Cobeñas, por el descojonante aullido de los perros que se levantó por todos esos contornos y por el canto de las lechuzas, canto jodido, jodidísimo. El tío Catalino gastaba un moderno reloj de pulsera marca Edox, adquirido entre las mercaderías de contrabando (licores, cigarrillos aromáticos, sedas) que traían los barcos que hacían escala en Talara. Pero el mayor de los Villar no estuvo en condiciones de mirar su reloj: en el momento en que su hermano expiró él dormía su borrachera agraviosa a pierna suelta y roncaba de lo lindo en la perezosa donde Santos Villar solía cada tarde consultar los naipes. Tampoco el tío Silvestre pudo consultar su reloj, adquirido también de contrabando, porque se le había malogrado y lo había dejado arreglando en Paita donde el relojero Benítez. El padre Azcárate, con su viejo sacristán, a quien el abuelo Santos apodaba Macho Cansado, le encargó a don Vilela que le recordase la hora cuando fueran las cuatro y cuarenta, pues a esa hora tendría que marcharse para alcanzar a celebrar la misa de las cinco en la iglesia del Carmen. El padre Jesús Azcárate no usaba reloj, pero todo Piura sabía (y así habría de comprobarlo años después Martín Villar) que poseía un antiguo y valioso reloj de bolsillo de herencia familiar, el cual pendía de una cadena de plata del estante de su biblioteca que daba frente a su abarrotada mesa de trabajo. El reloj marcaba las once y quince, pero era una hora congelada muchísimos años atrás, desde antes de que el padre Azcárate llegara a Piura a perturbar con su vida y sus sermones las conciencias de sus feligreses. Muy puntual, muy comedido, don Leonidas Vilela le recordó la hora al padre Azcárate, quien había venido a imponer los Santos Óleos a su viejo amigo Santos Villar (siempre había sido un misterio y fuente de especulaciones y habladurías la amistad entre este cura distinto y extraño con el viejo Santos Villar, practicante de la curandería y de genio irascible y despótico), de modo que el cura Azcárate prendió su segundo habano a las cuatro y cuarenta y se despidió por última vez del moribundo, y faltando cinco minutos para las cinco de la mañana, por entre el aullido de los perros y el canto de las lechuzas, contó mamá Altemira, se escucharon las campanas de la iglesia del Carmen, dobladas por Macho Cansado, pero todavía en esos momentos latía el corazón del abuelo Santos. Lo que es la vida, dijo también mamá Altemira, mientras don Domingo Medina junto al catre se hallaba de pie con la cabeza inclinada en señal de respeto y dolor y quizá orando por el viejo amigo recién muerto, asomaron sus narices don Telésforo Chuyes, el panadero, y el zapatero Jacinto Moscol, y le preguntaron a don Juan Saavedra, a quien tu abuelo nombraba Juan Grande y que era el secretario de la cofradía, si el viejo Santos todavía vivía y Juan Grande les respondió que don Santos Villar, tesorero de la Cofradía del Señor de la Agonía, acababa de fallecer. Los dos hombres se palmearon el vientre y dijeron a las cinco en punto. Y aseguraron que ellos no necesitaban de reloj para saberlo, pues desde hacía años de años justo a las cinco se levantaban para ir a hacer juntos sus necesidades, allá abajo, en el barranco, mientras miraban el amanecer y escuchaban la reventazón de trinos de los pájaros y conversaban ya de pequeñeces o de cosas de mayor enjundia, pero siempre de la vida, de nuestra vida, o como será el caso ahora, de la muerte, de la tristeza de llegar a viejo y de morirse como había muerto este viejo duro y prepotente. ¿A qué hora murió el abuelo? Esta pregunta se la hizo al tío Silvestre el muchachito Villar al volver después de tanto rato que permaneció en el corral. Entonces el tío Silvestre le dijo que apenas expiró el abuelo, el tío Luis, el campesino, el chacarero y yanacona Luis, se levantó de su rincón, miró al hermano unos instantes y luego se asomó al patio y auscultó el cielo por el lado donde parpadea el lucero del alba y enseguida dijo don Santos Villar Dioses, mi señor hermano, murió a las cinco y tres minutos de este día ingrato y oneroso.
¿Se cumplió el vaticinio de Santos Villar en el sentido de que nadie lloraría por él? ¿Qué sucesos impresionaron más al único descendiente directo que dejó el viejo Santos?
No se cumplió en relación a las lágrimas vertidas, pero la ironía del anciano moribundo fue certera, pues hubo lágrimas y lágrimas y llantos que eran como para morirse o llorar de la risa. La ciega Gertrudis, la viuda del abuelo, apenas le comunicaron el deceso de su marido, rompió a llorar con inconveniente convicción y fluidez, llanto que incluyó dos o tres alaridos y hasta un lamento sostenido. Esta primera vez, decía mamá Altemira, lo lloró entre veinte y veinticinco minutos, e igual y conforme que en vida siguió tratándolo de usted al abuelo Santos, y entre respiro y respiro ordenaba que fueran a apurar a las lloronas, pues tenía mucho trabajo por delante, un velatorio no era cuestión de juego, tendría que buscar los soles contantes y sonantes y arreglar lo de la matanza de aves, de modo que los hambrientos que se colarían al velorio se llenaran la panza de tanto tragar y no fueran luego a revesear de que aquí no hubo cariño y respeto por el finado. La segunda vez la ciega Gertrudis lloró entre diez y quince minutos en momentos en que el tío Silvestre y los socios de la cofradía se disponían a cargar el féretro de Santos Villar, pero ahora su llanto, el de la ciega, se perdió entre el llanto y los alaridos de las lloronas y de las indias de los alrededores, como Coscomba, La Legua, Simbilá, Malingas y Malinguitas, y de otras mujeres viejas del vecindario que por costumbre inmemorial y caridad cristiana despidieron con sus lágrimas el cuerpo del difunto. Mamá Altemira lo lloró numerosas veces. Lo lloré, le explicó a Martín, porque tu madre Altemira Flórez es de otra raza, de otra sangre, y en su corazón no tiene cabida el rencor, y lo lloré, ángel mío, porque recordé a Cruz, tu atormentado padre que no conociste, y lloré porque viendo el cadáver recordé, ¿cómo es que no iba a recordarlos?, a mis padres, que murieron cuando era una niñita y me quedé en la más triste orfandad, y en fin, corazón, lo lloré pensando que a pesar de sus maldades y despotismo don Santos Villar no dejaba de ser una criatura humana, hijo por tanto de Dios Nuestro Señor. Vestidas de negro y cubiertos sus rostros con pañolones también negros, las lloronas empezaron su trabajo poco antes de las seis de la mañana. El propio Martín recibió el encargo de contratarlas tres días antes de que falleciera el abuelo y el mismo abuelo prescribió que fueran cinco las plañideras, cuatro de las cuales eran las hermanas Sullón, apodadas las Peladas Sullón, unas viejas solteronas de pelo abundantísimo, frente estrecha y bigotes, que vivían por las afueras del barrio de las Gallinaceras, por la salida del camino a Coscomba. La quinta era una vecina de las Peladas, rezadora ella del chucaque y el mal de ojo, conocida como doña Julia Potos. Pero a la hora de la hora solo llegaron las Sullón, pues la Julia Potos les devolvió los cinco reales y les dijo que ni por un sol ni dos soles, por más zamba y negra patas al suelo que fuese, pisaría la perversa casa de la ciega Gertrudis ni ensuciaría sus lágrimas por un viejo tan verdugo y desalmado como había sido el abuelo Santos. En silencio lo lloraron la directiva de la Cofradía del Señor de la Agonía: don Leonidas Vilela, maestro ebanista, Juan Grande, zapatero, los Palomos Cobeñas, herreros, don Pedro Morán, joyero, y el sacristán Macho Cansado, quien no solo lo lloró en silencio. También vertieron algunas lágrimas el maestro Purizaga, el clarinetista Temoche, el trombonista Esquén, el contrabajista Rumiche y el Chiclón Zegarra, el moreno tambor, todos ellos integrantes de la banda que acompañaba la procesión del Señor de la Agonía. Los indios asistentes guardaron un silencio grave (distinto, como majestuoso, decía mamá Altemira) y sus ojos, irritados de por sí por el batir del viento y la arena, se tornaron más encarnados por la sal de las lágrimas domadas con esfuerzo. Don Domingo, que contuvo las lágrimas al cerrarle los ojos al abuelo y permaneció de pie cabizbajo junto a la cabecera de la cama, no pudo impedir una torrentada de lágrimas compulsivas cuando pretendió darle cuerda al detenido reloj de Santos Villar y ponerlo a la par con la hora de su refulgente Longines. Después, en silencio y sosegadamente, lloró mientras rasuraba las barbas blanquísimas del amigo de toda la vida. El tío Silvestre no lloró por convicción asumida muchos años atrás, desde el día en que cayera muerto su hermano Román durante los disturbios que se produjeron a raíz de una huelga de los trabajadores del Canal de Panamá. Pero grandes esfuerzos le costó reprimir las lágrimas, le dijo mamá Altemira, cuando cortaba las uñas de los pies y lavaba y untaba con esencias aromáticas el cuerpo de su hermano, cuya carne, en verdad, empezaba a corromperse. Mucho lo lloró el tío Luis, pero sus lágrimas, su llanto, eran hacia adentro, por las profundidades en que seguro él vivía. Quien no lo lloró durante todo el velorio fue el tío Catalino, y antes ebrio de anisado y más ebrio aun de odio, rencor y envidia, cubrió al finado de reproches abrumándolo de cargos y gritándole mil bascosidades y cuántas blasfemias. Y no obstante, se desató en llanto (un llanto impúdico, desmesurado y repulsivo, pensaría años después Martín Villar) al momento en que introdujeron el cajón en el nicho. Ah, Santos, maldito, nunca sabrás cuánto te quise, grandísimo puñetero, te cogí afecto y reverencia desde que eras apenas una cagarrutita de este tamaño, ah, cabrón, ¿por qué me hiciste aborrecible al corazón de papá? Ah, ay, pero tus artes no pudieron con la mamita Trinidad, pues que nadie se atreva a afirmar que no fui yo su preferido, ah, mi hermano, gramputa maldecido, ¿tendrás, Santos, los suficientes compañones para perdonarme? Ah, hermano, perdóname por haberte envidiado, perdóname por huir del pueblo, pero es que yo era joven y la vida, fiesta, fiesta y alegría, y no me gusta nadita la muerte y siempre me jodieron las lágrimas y los trapos negros, ah, ay, pero te prometo llevar un brazal negro por tu memoria. Ah, y si no te has ido al infierno, usa tus poderes ante Dios y pídele me perdone por no haber dado sepultura a nuestra santa madre, doña Trinidad Dioses, y al cruel padre, don Cruz Villar, que me desterró de su corazón.
La tía Primorosa llegó a cumplir con su juramento poco después del mediodía. Vestía, tal como le hubiese prometido al odiado hermano, un estrafalario y apolillado traje de artista, de encendidas flores rojas sobre un fondo azul añil, pintarrajeada, el cabello suelto, toda ella, con un cigarrillo en larga cachimba y con un quitasol floreado, rotoso y vencido, «semejante», escribiría tiempo después el muchacho Villar, en comparación poco feliz, «a la arriada bandera y las armas vencidas del soldado godo Miguel Villar». Las lloronas interrumpieron su llanto, don Leonidas Vilela y los restantes cofrades bajaron abochornados la cabeza, los yertos ojos de la ciega Gertrudis parecieron cobrar vida, las moscas que revoloteaban sobre las narices y orejas del difunto taponadas con algodones empapados en timolina se espantaron por unos instantes, el nieto del viejo Santos deseó estar en el corral jugando con la Mika, las indias viejas se santiguaron, el tío Silvestre y don Domingo Medina apretaron sus rostros, una luz de perversa alegría oscureció la cara del tío Catalino, otros rostros se encendieron con parecida satisfacción, y mamá Altemira y el tío Luis quedaron atentos para apaciguar a la vesánica Primorosa Villar. Había entrado contoneándose sobre sus altos tacones y fumando ostensiblemente. Pero al hallarse frente al cadáver la mente o el espíritu de la tía Primorosa pareció estremecerse por vientos perniciosos y gratificantes que alcanzaron la raíz de la memoria. Apagó el cigarrillo, cerró el quitasol y de la corona de flores más próxima arrancó pétalos que luego esparció por el rostro del difunto. Llamaradas de lucidez, desorden, olvidada concupiscencia, dicha purísima y punición y dolor inabarcables y todas las formas del llanto, y un lamento, atravesaron su largo discurrir. El lamento, dijo mamá Altemira, debió ser por su propia vida. El llanto no fue por Santos, sino por el inolvidable hermano Inocencio, y acaso por el linaje entero de los Villar. Tampoco las maldiciones estuvieron dirigidas al hermano recién muerto. Y de esto no quedó la menor duda, pues cuando escupió sobre el rostro del cadáver se la oyó exclamar ¡Maldición eterna para usted, Odar Benalcázar!
De manera general puede plantearse la hipótesis de que la mayor impresión que recibió el nieto de Santos Villar fue el descubrimiento, o, más bien, el pre descubrimiento, del carácter tragicómico, grotesco, que pueden asumir la agonía y la muerte de una persona. La muerte es, por cierto, un asunto de dolor, llanto, lágrimas, pero también ocasión para la furia y el desencadenamiento de pasiones, de pérdida irreparable en el orden humano y de insignificancia y absurdidad en el vasto orden de las cosas y de la naturaleza; el lucero del alba estaba allí para que el tío Luis calculase la hora exacta del fallecimiento del hermano y allí seguiría cuando muriese el propio tío Luis y sobreviviría a todas las buenas y atroces metáforas que se valieron de la diafanidad de su luz para describir la belleza de unos ojos femeninos (aunque no los de Deyanira Urribarri, pensaría años después Martín Villar con juvenil vehemencia y dogmatismo fuera de tono, para describir cuyos ojos habría que arriesgarse por nuevas y desconocidas regiones de asociaciones más allá del banal encuentro del paraguas, la máquina de coser y la mesa de disecciones, de modo que la imagen asida alcanzara la perennidad de las formas platónicas, el devenir armonioso e inacabable de la música estelar con que soñara Pitágoras y la invulnerable necesidad de una relación matemática), y este hecho insustancial e irrelevante en la economía del universo que era la muerte de Santos Villar, sin embargo, en el modesto tinglado de la experiencia humana, era un acontecimiento definitivo, iniciático y perturbador, fuente de revelaciones punibles y gratificantes, grandeza y abyección, reverencia y comicidad, sacralidad y profanación sacrílega, y libertad y destino. Porque, ¿cómo olvidar la violencia de las pasiones desatadas entre los hermanos Villar? No solo en ellos, en el tío Catalino, en la vieja demente Primorosa, ataviada con vetustos trapos de artista; no solo en ellos: también en ti, en tu incontrolado deseo de que de una vez por todas metieran en el nicho al abuelo para así poder disfrutar a plenitud este nuevo sentimiento de libertad y levantar el vuelo desplegando las alas hasta entonces oprimidas. ¿Cómo olvidar la miseria corporal y fisiológica de la muerte: exudaciones, esputos, sangre y excrementos? Nunca podrá olvidar el sueño y la atención sacrílega que puso a la algarabía de la fiesta en la casa de los Coyuscos, mientras el abuelo le impartía la bendición postrera. Y allí, en medio del jolgorio, el tío Catalino sacándole chispas al suelo y enseñando las calenturientas tonadas de los negros caribeños que volaban en pedazos por los dinamitazos durante la construcción del Canal de Panamá. Jolgorio y ebriedad vitales allí. Y más acá, a dos puertas, un anciano excesivo y ahora seco, extenuado, balbuceante pero lúcido, muriéndose estrangulado por protuberancias germinadas y crecidas de su propia carne. Oraciones de la buena muerte e imposición de los Santos Óleos sobre un festivo fondo musical y el aullido de los perros y el canto lúgubre de las lechuzas. El padre Azcárate, le dijo mamá Altemira, tuvo que interrumpir la ceremonia, y con la casulla y la estola puestas fue a imponer autoridad en la casa de los Coyuscos, pero estos no estaban dispuestos así como así a ser arrebatados de la jarana, que se hallaba en su mejor sazón, y señalando al tío Catalimo se mostraron escépticos, testarudos. No, no creían en el cuento de la agonía de don Villar, primero se morirían ellos antes que ese viejo de fibra y de reconocidos poderes, de modo que había que ver para creer, pero, antes, padrecito, acompáñenos con un salud; mire, doctor, aprenda de don Catalino Villar; bien, caracho, bien, no le exigirían, pero recuerde, padre, que es feo ser despreciativo; entonces Mi Juan y Felipillo, llevando su vihuela bajo el brazo, entraron en la casa señalada por la muerte y vieron la poca cosa en que se había convertido el viejo Villar y escucharon sus estertores, la respiración cavernosa, acezante, de animal herido de muerte y olieron, puaf, fo, aaach, se me vienen las cabras, cumpa; los tamalitos estuvieron de primera, ¿y qué me dices del chabelo y las cachemitas y las cabrillas salpresas?, aaach, pero qué jodido y puto olor, la primera chicha estuvo maluca, pero el claro y el anisado y el enyerbado están cachondísimos; viejo huevón, antojársele morirse ahora, ya nos cagó la fiesta, ¿vio usted, cumpa, cómo me movía el culo la Perica? Por fin el padre Azcárate estuvo en condiciones de retomar la ceremonia y ordenó a todos salir del cuarto del moribundo. Antes de caer tumbado por la enfermedad, el abuelo Santos había dicho que solo aceptaría los auxilios del doctor padre Jesús Azcárate. Muchos años atrás, dijo mamá Altemira, don Santos, con sus artes y sabiduría, confirió sosiego al alma atormentada del cura Azcárate; ahora toca el turno al sacerdote español de devolverle el favor a tu abuelo. Los dos hombres quedaron a solas y nadie escuchó la confesión, pues Macho Cansado, el sacristán, fue requerido al final para que alcanzase el aceite y el agua bendita para ungir al enfermo con el sacramento de la Extremaunción. Lo absolvió, le contó mamá Altemira. El padre Azcárate dijo que no halló en el enfermo pecados de consideración y yo me atreví a preguntarle si el odio, el rencor, la venganza no eran pecados que ofendían la misericordia divina. Mucho y señor, y el padre, sin ningún miramiento por el enfermo, que se asfixiaba, prendió uno de los puros que él sabe fumar y antes me respondió con esta herejía: «Don Santos Villar acaso tenga razón; lo que tú denominas odio, rencor y venganza constituyen las únicas armas que posee el pobre para manifestar el agravio padecido y reclamar su justicia». Al niño le impresionó también el sentimiento de amistad, cuya ley e imperio eran tan poderosos como los de la sangre, pero dudó si se podría volver a dar sobre la tierra una amistad como la que se profesaron don Domingo Medina y el abuelo Santos. La conducta de don Leonidas Vilela y los restantes socios de la cofradía, conjeturó años después el muchacho Villar, más que expresión de amistad era muestra de solidaridad, no tanto por el amigo como por el socio, y reverencia por la majestad de la muerte de un ser humano. Pero le causaron perplejidad y le dejaron marcas y laceraciones sucesos de otra índole. Después del entierro, don Domingo abandonó la casa del abuelo y le pidió posada a un vecino, don López, por esa noche y las restantes nueve noches que duraría el novenario por el alma del finado y por las benditas almas del purgatorio. Martín paró la oreja: Es que pedirme tamaña barbaridad, López. Que ya que fui yo el mejor amigo de su marido, y como ella y yo estábamos viudos, bueno sería que nos juntáramos y que, aunque ella era ciega, sabía hacer de todo, hasta coser, y cuidaría de mí como había cuidado de Santos. Fresco está todavía el cuerpo de Santos y la cama empapada con sus sudores y padecimientos, y la corrompida ciega quiere ya marido. Al día siguiente Martín le contó a la Mika esto que había escuchado, mientras jugaban libre y salvajemente ya no en el cuarto de en medio sino en los corrales. Estaban mordisqueando vainas de algarrobo en el corral de los burros y había un agradable olor a boñiga seca de acémilas. La Mika dijo por eso le dicen la Verraca. Entonces Martín le contó otra historia: de cómo los Coyuscos se montaban a la burra. ¿Quieres que juguemos así?, le preguntó la niña, y él le respondió que sí, que sí, y la Mika se puso en cuatro pies y él empezó a cabalgarla, arre, burra, arre, arre, burrita, y la burrita trotaba corcoveando un poco y rebuznando, bufando, y él le castigaba las ancas, y lo fue sobrecogiendo un frenesí, de cabalgar así, por siempre, lejos de la mirada de Santos Villar. Pero cuando terminaba el juego volvía al cuarto, a la sala, y escuchaba aquí y allá, un día sería grande, ¿pero cuándo? ¿Cuándo? En tanto, se acercaba la noche y luego llegaba cuando prendían el farol en la puerta de entrada en señal de duelo y entonces había que esperar el rezo, las oraciones, los rosarios, guiados por mamá Altemira, que se reveló como una gran rezadora. Después llegaba la hora de dormir, y ahora Martín dormía en un estrecho jergón en el mismo cuarto donde murió el abuelo, pues los otros cuartos estaban ocupados por los hermanos del abuelo y otros huéspedes, no todos de los cuales permanecieron hasta el final del novenario. El tío Catalino se marchó al cuarto día; el tío Luis, al cumplirse la semana; mientras el tío Silvestre se iba a Paita en el primer tren y retornaba en el último, el que llegaba a las siete de la noche. El tío Miceno solo estuvo para los funerales y Martín esperaba con impaciencia la llegada del tío Silvestre, que le contaba de los tiempos en que trabajó en el Canal de Panamá y después navegó por los cinco mares y del tío Isidoro y del luchador social Román Villar y de la gran huelga de la Federación de Estibadores que paralizó todo el litoral del Perú, cuyo secretario a nivel nacional del comité de huelga había sido él. El tío Silvestre asistía al novenario por respeto hacia su hermano Santos, pero no rezaba, permanecía de pie, pues él (como el tío Miceno) se declaraba ateo, y los ateos no creían en Dios ni en curas ni en religiones. Después del rezo conversaba con los vecinos y a las diez y media se iba a acostar en el último de los cuartos, mientras el muchachito tardaba en dormirse y seguía sintiendo el olor de la agonía y de la muerte del abuelo, al mismo tiempo que la respiración de la ciega Gertrudis tendida en la cama que hubiese compartido por cuarenta años con Santos Villar. Pero la madrugada que siguió a la finalización del novenario, el nieto y único heredero directo de la sangre del padre de su padre despertó lleno de temor pánico y pensó que el ánima del abuelo había vuelto, y miró hacia la pequeña ventana pero debía ser una madrugada o noche oscura, muy oscura, y la respiración de la ciega Gertrudis se hizo más intensa, y no solo era la respiración de la ciega, el ánima del abuelo resollaba también pero con un resuello distinto al de la agonía, cerró los ojos y se encomendó a Dios, enseguida volvió a santiguarse y pidió perdón al Señor, porque los acecidos le hicieron recordar a los hermanos Coyuscos cuando se montaban a la burra, mas luego sobrevino un quejido de arrebato y luego se hizo el silencio, un silencio de una textura hasta entonces desconocida por él. Un rato después distinguió la silueta y la sombra corpulenta del tío Silvestre, que sigilosamente bajó de la cama del abuelo y con extremo cuidado abrió la puerta y salió hacia el patio, en dirección al cuarto donde dormía.
¿Quedaron retratos, óleos o dibujos de Santos Villar? O, en todo caso, ¿qué imágenes perduraron en la memoria de su nieto?
De acuerdo con la posición social y con la época en que le tocó vivir, la iconografía de Santos Villar es pobre, escasa, muy escasa y comprende tres fotografías y un apunte en carboncillo. Desde un tiempo sin memoria, acaso desde que el mundo dejó de ser el pecho materno, percibido por el ñaño con sus cinco sentidos —se prendía al pezón, saboreaba la tibia y generosa leche materna, sus manitas acariciaban la opulencia carnal, nacarada y surcada de venas azules que sus ojos descubrían—, el mundo se convirtió en la casa, un territorio poblado de objetos, de animales y de plantas, que tardó años en explorar y catalogar, mientras por un proceso inconsciente se fueron incorporando a la conciencia y trocándose en fetiches e ídolos que habrían de alimentar sus fantasías y reaparecer como sustancia de sus sueños y pesadillas. Entre estos objetos había dos cuadros colgados en la pared de la sala, cuyo techo era de paja trenzada sin revestimiento de barro y cal, y durante otra porción de tiempo no llegó a establecer relación entre aquellos cuadros y la imagen y presencia concreta del abuelo. Después oyó la historia de cada uno de los cuadros (una foto y un dibujo a lápiz) y así supo que eran representaciones del rostro del abuelo Santos. Pero había diferencia entre uno y otro de los cuadros y entre ambos y el rostro y la expresión real de Santos Villar. El cuadro de menor dimensión, con marco y vidrio protector, era un retrato fotográfico tomado en el estudio Montero, el único existente en Piura hasta la década de 1920. Databa del año 1922 y fue sacado, decía mamá Altemira, ante los insistentes ruegos de Cruz, tu padre y el único hijo de don Santos. Era un retrato convencional que poco decía de la personalidad del abuelo y, en él, Santos Villar aparece de medio cuerpo con saco blanco de rayas y corbata y alto el cuello de la camisa, detalles estos que siempre desconcertaron al pequeño Martín. La verdad, en esos años Martín se sentía orgulloso de esta foto porque el abuelo parecía un señor maduro y decente, con poco o nada que envidiar a cualesquiera de los señores futres de la ciudad. Después supo que el maestro Montero le había prestado un saco de lino y que papá le proporcionó la corbata. Sí, era (o es) un convencional rostro de señor, el pelo recién cortado, no a la manera alemana o a cepillo, poblado y algo descuidado el bigote y las cejas espesas. El rostro era del tipo rectangular, pero no estrecho, y podía advertirse cierta desarmonía entre la amplitud de la frente y el mentón poco pronunciado; en cambio, había equilibrio entre la nariz recta y el tamaño de la oreja izquierda, que es la única que aparece en la foto, que es también el lado más iluminado del rostro, pues el otro aparece ligeramente oscurecido, quizá por el efecto de la cortina negra que sirve como fondo. Las dos rayas verticales del ceño confieren tensión a la hermosa frente y los labios aparecen carnosos y bien delineados. Pero la mirada neutra de sus ojos pequeños comunicaba a la fisonomía toda una apariencia relajada y distante, con una levísima e inasible aura de desprecio y burla. Años después, cuando el muchacho Villar obtuvo permiso del señor Montero, hijo del fundador del estudio, para buscar en los archivos el retrato del abuelo (cosa que en realidad él no buscaba), ya había desaparecido de los álbumes del estudio. O acaso no lo halló porque no puso mayor empeño en la tarea, pues lo que el muchacho quería encontrar eran los retratos de Odar Benalcázar León y Seminario y de Grimanesa León, y a Martín se le alborotaba el corazón observando tantos rostros de hombres y mujeres de todas las edades que conformaban el señorío de la tierra piurana. No encontró ninguna foto de Odar Benalcázar. En cambio, de Grimanesa León había varias, pero todas las fotografías correspondían al tiempo en que la Mesalina, la Clitemnestra, según los epítetos del Ciego Orejuela, se había convertido, primero, en una mujer otoñal de ruinosa belleza que empieza a verse asediada por los laberintos del remordimiento, y luego en la anciana dama que, tras la expiación, ha terminado por convertirse en la reverenciada matrona dedicada a promover la caridad y la filantropía para con los pobres y la devoción entre las mujeres de toda condición social por la Santísima Virgen del Perpetuo Socorro. El muchacho Villar observó una y otra vez los retratos de la mujer, de la dama, de la gran señora que muchísimos años atrás había ordenado quemar el enorme óleo que representaba a Primorosa Villar en la plenitud de su belleza. Cuando abandonó el estudio Montero, al adolescente lo acometió el deseo vehemente de volver a mirar (hacía años que procuraba no pensar ni recordar la imagen del abuelo) el segundo de los retratos de Santos Villar, precisamente el de mayor dimensión, que colgaba en un marco ordinario al lado de la fotografía obtenida por el maestro Montero. Después de la muerte de la ciega Gertrudis (ocurrida seis años después del fallecimiento del abuelo Santos), todas las pertenencias de Santos Villar habían ido a parar a las manos del nieto y estaban guardadas en un baúl de madera de alcanfor que el abuelo trajo de Panamá y que era uno de sus orgullos. El baúl se hallaba ahora en su cuarto, tenía chapa de bronce sin candado y, antes de abrirlo, Martín tuvo que vencer el temblor que lo sobrecogió como si fuese a profanar una tumba o a cometer un robo sacrílego. Lo aturdió un reconcentrado olor a alcanfor, y allí estaban las viejas y pobres prendas pertenecientes al abuelo (la casa había pasado a manos de los familiares de la ciega Gertrudis) que ahora se prometió catalogar pacientemente durante las vacaciones de medio año. Los dos cuadros se encontraban encima de los restantes objetos y estaban envueltos con papel azul de forrar y amarrados en cruz con sendas pitas. El muchacho cogió la envoltura de mayor tamaño y luego cerró el baúl, aunque la densa vaharada a alcanfor quedó flotando en el aire de su estrecho dormitorio. El temblor, el corazón: todavía la imagen del abuelo era capaz de perturbarlo, de traerse abajo las selladas esclusas de la memoria. Con unas tijeras cortó las pitas y enseguida quitó la envoltura de papel que dejó entre sus dedos unas levísimas capas de polvo. Entonces lo observó: era un apunte en carboncillo hecho por lo menos diez años después de la foto que se dejó tomar en el estudio Montero. Colocó el cuadro en una repisa y luego lo miró desde diferentes perspectivas. El abuelo Santos aparecía allí de perfil y también lucía saco y corbata, no obstante que el artista, un chileno trashumante que un día apareció por Piura y que se ganaba el plato de comida y algunos reales dibujando a las gentes modestas de los barrios pobres, le hizo el apunte mientras el abuelo Santos, le contó mamá Altemira, como todas las tardes, se hallaba descalzo y con el torso desnudo, sentado en la perezosa donde acostumbraba cada atardecer leer los naipes. Santos Villar había sido el único en la cuadra que accedió a la propuesta del dibujante y, por lo inusual del suceso, el padre del muchacho Villar lo consignó con alguna minuciosidad en sus cuadernos. «Mi padre observó el dibujo», dice en sus anotaciones Cruz Villar, «con la mirada que solo él tiene para encontrar la veta del alma. No hizo ningún comentario, se levantó de la perezosa y se dirigió a su cuarto. Al rato retornó y puso en la mano del artista un sol de nueve décimos de plata y aun lo invitó a compartir la cena. El chileno comió con voracidad y aceptó repetir, y luego bebió un pocillo grande de café, que era una mezcla de café y garbanzos tostados, endulzado con chancaca. Cuando mi padre se dio cuenta de que el chileno había quedado satisfecho comentó el apunte que le había hecho. Le dijo que el dibujo estaba bien, que se le parecía y que se veía idéntico a como era él por fuera. El chileno», continuaba el padre del muchacho Villar, «pareció desconcertarse con la observación de mi papá: “¿Qué quiere decir usted, don Santos?”. Pero mi padre no le respondió de frente, sino que le contó de cierto franchute que conoció en sus años mozos (mi padre no pronunció el nombre, pero yo sabía que se estaba refiriendo a François Boulanger de Choriè, cuyo recuerdo perduraba en el pueblo cuando yo todavía era un niño). Le contó mi padre que también a este artista franchute, que era todo un hombre por lo honrado y valiente, pero al que por sus gestos tan finos y delicados se le tomaba por maricueca, le gustaba dibujar y pintar a gente ordinaria y pobre, fuesen mestizos, cholos, indios o morenos. “Y era cosa de admirar su arte, porque lograba reflejar tanto el parecido del pellejo y la carne, como revelar el temple del ánima y la calidad del corazón de los cristianos”». Y ahora el muchacho Villar, mirando con atención el carboncillo desde diferentes ángulos, entendió lo que había querido decir el abuelo, pues al artista se le habían escapado el temple, el poder, el despotismo, la cólera, el rencor y la enfermedad que habían labrado el rostro tiránico y justiciero de Santos Villar. La segunda fotografía, que él había visto en varias oportunidades años atrás, la conservaba don Leonidas Vilela, y había sido obra del maestro Carmen, un fotógrafo ambulante que trabajaba en la Plaza de Armas. Para el muchacho esta foto tenía un doble interés: había sido tomada en 1945, es decir, dos años antes de la muerte del abuelo, y, además, era la única foto donde Santos Villar aparecía en compañía de otros seres humanos. La foto había sido tomada por el maestro Carmen en el pequeño atrio de la iglesia San Francisco, a cuya puerta de entrada se hallaba el anda del Señor de la Agonía, de modo que la directiva de la cofradía se había distribuido a ambos flancos de la venerada imagen y, en el centro, el padre Azcárate. Es una foto rudimentaria y tampoco sobresale por su nitidez; en cambio, tiene la virtud de reflejar el rostro del abuelo, que en la foto aparece al lado de don Leonidas Vilela y de los Palomos Cobeñas, el que tuvo antes de que la enfermedad lo postrara y su cuerpo y su rostro fuesen trabajados por la agonía y por la muerte. Por desgracia, don Vilela había fallecido dos años atrás y el muchacho tuvo que resistir ahora el deseo compulsivo de volver a ver aquella foto que conservaba el rostro del hombre que mayor temor y respeto le había despertado en la vida. Pero entonces, de súbito, recordó las palabras de don Domingo Medina al despedirse de él luego de que concluyera el novenario por el alma del abuelo. El viejo amigo del abuelo Santos le había dicho que tenía en su poder un recuerdo de Santos Villar que a él como nieto y único descendiente le tocaba guardar y aun custodiar. ¿Cómo había podido olvidarse de las palabras del anciano? ¿Pero acaso al irse a vivir a otro barrio lejos de este mundo elemental y sombrío no había luchado por olvidar todo lo que le hiciese recordar la sangre de los Villar? ¿No había empezado poco después de la muerte de Santos Villar el lento, el viscoso envilecimiento de Martín Villar que lo llevó, por ejemplo, a negar una, dos, tres, muchas veces, que aquella vieja loca, maloliente y llena de colorines que se paseaba por las calles de Piura perteneciese a su misma sangre? Antes de que fuera demasiado tarde decidió viajar al día siguiente en el primer tren a Paita, pues por el tío Silvestre (ya por estos años el muchacho Villar tenía el suficiente conocimiento del mundo como para abstenerse de condenar el ayuntamiento del tío con la viuda ciega sobre la gran cama que contenía los sudores de la agonía de un hombre revestido de mando y poder) se había enterado semanas atrás, en una de sus visitas a Piura, de que Medina, el viejo amigo de Santos, estaba muriéndose. De modo que, al día, sacó un pasaje de segunda para el primer tren, rogando durante todo el monótono trayecto encontrar aún con vida al anciano que poseía aquel Longines de oro que deslumbrara su infancia. Por suerte, la casa de don Domingo estaba a dos cuadras de la estación del tren y respiró con alivio cuando no vio ninguna corona mortuoria en la puerta y por los informes que le dieron los vecinos; en efecto, don Domingo había estado grave y probablemente nunca más se levantaría de la cama, pero estaba mejorcito y más que todo con la mente lúcida. Una de las hijas o nietas lo hizo entrar apenas le dio su nombre, pero, eso sí, le advirtió, había que hablarle fuerte, casi gritarle, porque la enfermedad lo había dejado medio sordo. Y el muchacho lo saludó gritándole y a una seña del enfermo le gritó por el otro oído quién era, cuál era su filiación y el objeto de su visita, de manera brutal y salvaje, sin cumplir las reglas de urbanidad, de la cortesía para preguntarle, primero, por el estado de su salud y por el tiempo que llevaba postrado. No hay duda de que eres nieto de Santos, le dijo sonriendo con los ojos humedecidos. Menos mal que la sangre te empujó, continuó, pues uno de estos días iba a mandar a llamar a Silvestre para entregarle lo que a ti por derecho te corresponde. Tiempo después el muchacho Villar recordó su absoluto egoísmo y su indiferencia por la salud y el destino del entrañable amigo del abuelo Santos que estaba viviendo los últimos meses de su vida. No aceptó el desayuno que le ofreció la hija o nieta ni tomó asunto a las remembranzas a las que se entregó el anciano, de modo que, apenas tuvo entre sus manos la libreta (porque debía ser una libreta), envuelta en periódico deseó estar solo para disfrutar o sufrir o decepcionarse con su contenido. Minutos después, el reloj de la iglesia de La Merced dio diez campanadas y el muchacho se dijo que tenía suficiente tiempo para tomar el tren de las diez y treinta que lo llevaría de regreso a Piura. Sin embargo, prefirió caminar por la playa y encontrar un sitio donde abrir y mirar con atención el contenido de la libreta. ¿Un mensaje? ¿Palabras dictadas por el abuelo para el último heredero de su sangre? Había dos barcos anclados al fondo y el mar estaba en plena resaca. Vio que en el Toril, un muelle abandonado que culminaba en una rotonda, no había gente alguna, de modo que subió y caminó por el piso de vigas húmedas, desniveladas y carcomidas. Cuando llegó a la rotonda se dispuso a examinar lo que con tanta reverencia le hubiera entregado don Domingo Medina. Arrojó al mar la envoltura de periódicos amarillentos y llenos de polvo y se quedó con una vieja libreta con pasta de cartón. Pero nada había escrito en ella, ningún mensaje, ninguna palabra y solo halló lo que parecía ser una cédula de identidad doblada cuidadosamente. En efecto, se trataba de un documento de identidad emitido por la Capitanía de Guayaquil donde se consignaba que Santos Villar, natural del Perú, de veinticuatro años de edad, trabajaba en calidad de peón en los muelles del Guayas y del puerto. Como el susodicho Santos Villar Dioses no sabía leer ni escribir ponía una cruz, más la firma garante de Domingo Medina Farfán, natural también del Perú y paisano suyo. La cédula consignaba la raza del peón: mestizo claro, ojos castaños, un metro ochenta y uno de estatura y ciento cincuenta libras de peso. Pero estos datos Martín Villar habría de leerlos (y releerlos) después, cuando ya en el tren de la una y treinta retornaba a Piura. Lo que ahora en el Toril usurpaba su entera curiosidad era la fotografía del abuelo tomada no mucho después, calculó Martín, de haber engendrado al que sería su único hijo, ordenando expresamente a la abuela Isabela, decía papá en sus anotaciones, se le bautizara con el nombre del progenitor de los hermanos Villar, don Cruz Villar. Se trataba de una simple y vulgar foto tamaño pasaporte. El color era sepia, desvaído por los muchísimos años transcurridos. Sintió que se asfixiaba allí, en medio de la agradable brisa de la tranquila bahía de Paita, los gusanos corroían sus entrañas y el colmillo de la culebra avanzaba hasta el lugar del corazón. Se apoyó en los barandales y quiso recuperar la calma contemplando el panorama. Por las noches, desde el Toril se alcanzaban a ver las luces de Colán y La Esmeralda, donde veraneaban las familias blancas de Piura desde que empezó la decadencia de Paita con el paulatino auge de Talara. Ahora surcaban el cielo patillos y gaviotas que luego se precipitaban al mar para emerger con un pequeño pez en el pico. Las olas morían apaciblemente en la playa. A su derecha había dos grandes lanchones y uno de ellos estaba siendo calafateado; también a su derecha se hallaba el muelle del ferrocarril, y hacia su izquierda, el muelle principal se adentraba en el mar. Más a la izquierda, siguiendo el malecón Hermanos Cárcamo, se llegaba al barrio donde antaño los blancos habían levantado sus casas de veraneo que remataban pequeños andenes que se adentraban en el mar. Luego se llegaba a La Punta, barrio de pescadores con sus lanchas y chalanas y atarrayas y cordeles. Desde uno de los barcos anclados bajaban por una escalinata los estibadores para tomar las lanchas que los transportarían hasta el muelle central. Quizá entre esos trabajadores estuviera el tío Silvestre. Pero no tenía deseos de hablar con él ni con el tío Miceno, que vivía en la zona de los canchones, la parte más pobre de Paita, limitada por una suerte de cerco de cerros amarillentos y gredosos. Miró de nuevo la foto y comparó la imagen con todas las del abuelo Santos que ahora emergían avasallantes desde el fondo de su memoria. La mirada, la voz, el cabestro de cuero de macanche con ocho lenguas terminadas en punta de cobre del abuelo Santos. Con ese cabestro había castigado a la tía Primorosa, a la ciega Gertrudis, y con ese mismo cabestro en Panamá, le contó el tío Silvestre, le vació el ojo a un capataz gringo que abofeteó al tío Catalino por un lío mientras jugaban al póquer. Las imágenes directas del abuelo Santos se superponían a sus propias figuraciones fraguadas a partir de sucedidos que le habían contado o escuchado durante el velorio o las impresiones dejadas por papá en los cuadernos que le dejara como toda herencia. El abuelo Santos acompañado por don Leonidas Vilela en la Plaza de Armas de Piura para escuchar a través de los parlantes el avance de la guerra. El abuelo Santos poniendo orden en la feligresía durante la procesión del Señor de la Agonía. El abuelo con la casa atestada de enfermos venidos del campo para que les devolviera la salud y levantara su destino con sus artes poderosas. El abuelo y la llaga chancrosa que le brotaba de su pantorrilla izquierda y la sífilis contraída en el puerto de San Buenaventura, un árido lugar de negros, verdadero leprosorio natural donde, sin embargo, lo esperaba el gran curandero, artesano de artesanos, don Rufino Estévez, para enseñarle todos los secretos de su ciencia y artes a cambio del sable guerrero dejado por el soldado godo fundador de los Villar, y la expiación por la contaminación venérea como canon por haber tenido tratos con el enemigo para vengar la afrenta sufrida por su padre, Cruz Villar. Y allí estaba, reiterativa, la imagen del mozo Santos luchando con el gran padrillo y los ojos extasiados del bisabuelo Cruz pensando que este era el hijo que merecía la primogenitura. El abuelo Santos, el que llegaría a ser su abuelo, joven aún, maldiciendo el linaje de los Benalcázar León y Seminario y a todo el pueblo de Congará por haber gozado con el castigo y el sufrimiento y la humillación a que fue sometido su padre (de lo cual se enteraría por primera vez el muchacho Villar cuando huyó del seminario y fue a conocer el pueblo de sus antepasados), Cruz Villar, por el blanco que compró la potranca de belleza jamás soñada y de apellido Villar. ¿Fue verdad que maldijo a ese linaje y al pueblo entero de Congará? ¿No fue verdad? ¿Conquistó para Satanás el alma del mozo Villar el pérfido matarife Clemente Palacios? ¿Reconquistó para las fuerzas del bien el alma de Santos Villar don Rufino Estévez? Nunca se podrá comprobar estas habladurías de aldea, pensó Martín Villar, pero, de haberlo hecho, el rostro del abuelo sería semejante al que mostraba la foto que ahora tenía en sus manos. Era un rostro hermoso, varonil, recio y salvaje. La melena crecida (no tenía barba ni bigote) le daba la apariencia de una fiera contenida y segura del poder de sus zarpas y colmillos. Los ojos eran pequeños pero no la mirada, ilimitada y taladrante y capaz de leer en lo más escondido y secreto del corazón de un cristiano. Y así debió de ser su rostro, conjeturó el muchacho Villar, cuando apenas salido de la infancia dormía en su petate en el cobertizo de los animales, al lado de los colambos, que velaban su sueño. Y no muy distinto debió ser el rostro del mozo que bajo las ramas del vichayo repartía la pócima sagrada a sus padres y hermanos para propiciar la revelación del fatal destino de la sangre de los Villar.
—¿Seguimos llorando?
—¿Y por qué preguntas?
—Es que ya me falta el resuello, Benedicta.
—Y a mí, hermana, se me acabaron las alabanzas por el difunto.
—Hablen, pero no dejen de llorar. Tú, Guadalupe, gime e implora como que bien sabes hacerlo.
—Ay, ay, ay, cuánto dolor. Ay, ay, ay, don Santos, ¿quién velará ahora por los suyos? Usted, que cuando sembraba el temporal tenía corazón para repartir entre los vecinos los frutos de la cosecha.
—¿No ven, holgazanas?
—¿Y tú? ¿Por qué no lloras? ¿Es que tienes corona, Benedicta?
—Es que lo que quiero es escuchar los tormentos de la loca de la hermana.
—También nosotras.
—Pues por eso mismo, lloren, lloren como la Guadalupe, pero con llanto bajito para poder oír, y luego luego les voy contando.
—Ay, ay, ay, ¿por qué tuvo que dejarnos, don Santos? ¿Ahora quién curará a los pobres y desvalidos? Usted alivió a don Melchor Pacherres, que por tullido no podía caminar y se arrastraba de rodillas. Ay, ay, ay.
—Así, así, pero más bajito.
—Ay, ay, ay, usted que anduvo por mares y tierras desconocidas, cuánto habrá trajinado su ánima para recoger sus pasos, y por donde los llevó el destino siempre hizo el bien.
—Qué coraje me da, Benedicta. Como si no supiéramos de sobra lo que este viejo verdugo hizo.
—Ay, ay, ay. ¿Has escuchado algo, Benedicta? ¿Y tú, Rosario, que tienes mejores orejas? ¿Qué dice, por Dios? ¿Qué dice doña Tormentos?
—Ay, ay, ay.
—Más quedo, hermana, más quedito.
—Dice trastornos esa Tormentos. ¿Tú, Rosario, entiendes?
—Dice... antes dice que el finado no es don Santos.
—¿Cómo? ¡Pero si oímos que venía a cantarle las verdades!
—Ay, ay, ay, don Santos, usted trabajó como el que más. Cargó sobre sus lomos tantos bultos en Guayaquil y más allá de Guayaquil.
—Pero cuenten, mujeres, cuenten.
—Le está echando pétalos de flores y le dice «Inocencio, mi Inocencio».
—¿Inocencio? ¿Estás segura?
—Ay, ay, ay, cómo lo llorarán don Tume, don Vílchez, don Puescas, a los que usted les hizo botar el daño que les hicieron. Botaron por el curso unas alimañas, y a don Tume se le murieron los gusanos que le martirizaban el padre.
—Ya entiendo, ya estoy entendiendo.
—Cuenta, pues, Rosario. Y tú, Guadalupe, sigue con tus plañidos, que ahorita te doy una mano en el llanto.
—Este Inocencio del que habla parece que fue un hermano orate como ella.
—¿Loco, mal de mate?
—Habla de los juegos que jugaban. Habla de un circo. No, ahora se refiere a un bosque que el malvado hombre mandó quemar.
—¿Malvado hombre? ¿Y quién era ese cristiano?
—Ay, ay, ay, usted que tuvo poderes nunca los usó para el mal, todo fue para servir a Dios en esta tierra.
—Ahora remplázame tú, Rosario, que ya no puedo seguir mintiendo. Tú, Benedicta, pídele al churre, que es el nieto, que nos alcance una copita.
—Ven, ñaño, pobrecito, tu abuelo era tan bueno, igual que su nombre. ¿Puedes traernos unas copitas de anisado o, más que sea, de aguardiente?
—Ay, ay, ay, don Santos, ¿qué será de este pobre churre que quedará sin su apoyo ni consejo? Ay, ay, ay, cuántas llagas sanó, cuántos corazones hallaron querencia, cuántas lágrimas convirtió en alegría.
—Nunca he visto una vieja tan loca como esta. Fíjate en el vestido y cómo entró fumando y moviendo el rabo, más que la misma Pegada o la remañosa de la Figurilla.
—Ay, ay, ay.
—Descansen un rato que aquí viene el churre con la botella. Gracias, criatura, que Dios te lo pague. ¿Dices que te llamas Martín? Martín Villar. Tienes la estampa de tu abuelo. Serás como él.
—¿Terminaron? Ahora pásenme la botella. Aj, aj, aj. Gracias otra vez, niño, anda ahora donde tus mayores. Por estar con la botella y estar conversando con este demonio de nieto de don Santos se me pasó lo mejor. ¿Sigo llorando?
—¿Acaso quieres que venga la Verraca a decirnos sus lisuronones?
—Ay, ay, ay, Señor, recibe en tu seno a don Santos, nada malo sino todo bueno hizo en este valle de aflicción.
—Sigue hablando de Inocencio, que parece que era el hermano menor. ¿Oigo bien? ¿Escuchaste lo que escuché, Benedicta? ¿Eso de que amarraba al hermano en el vichayo?
—Sí, eso mismo.
—¿Lo amarraba? ¿Por quién? ¿Quién?
—Tú sigue llorando.
—Pero es que yo también quiero saber.
—Sí, después te contamos en la casa.
—No es lo mismo, pero no importa. Ay, ay, ay, fue el hermano más querido, el de más respeto, y cuidaba de ellos cuando trabajaban en Guayaquil, en Panamá. Y nadie lo quería más que su hermano que se hizo...
—¡Cállate! ¿Estás loca? De eso no hables, vayan a venir los hermanos y nos boten a patadas.
—¿Qué diré, entonces?
—Habla del Señor de la Agonía.
—Ah, sí, verdad, me olvidé por estar con la curiosidad. A propósito, ¿qué está diciendo?
—¿Entendí bien? ¿No entendí? Ave María Purísima, qué sangre para malvada.
—¿Qué es lo que ha dicho?
—Figúrate que dice que su papá, pero no lo llama así, dice «el malvado hombre que nos engendró». Dice que este señor la vendió.
—¿La vendió?
—Como lo oyes.
—La vendió, vendida. Pero tú sigue con los lamentos, niña.
—Ay, ay, ay, cuánto empeño ponía usted para que saliera de lo más bonito el Señor de la Agonía. ¡Cómo trabajaba! ¡La mejor banda, la del maestro Purizaga! ¡Y los adornos del anda y el castillo de tres cuerpos! Ahora ya no habrá nadie que saque en procesión a este Cristo Nuestro Señor.
—Dice y repite y jura que el degenerado hombre que la engendró la vendió.
—¿Dice por cuánto? Buenos reales habrá sacado el viejo.
—Me vendió como se vende una potranca. Una bella potranca.
—No, no dice por cuánto la vendió. Y ahora anda por otras regiones. Habla del circo, de que fue una gran artista.
—¿Artista? ¿Así les dicen ahora a las mañosas?
—Dice que visitó muchos países del norte, como ninguno de los hermanos que fueron a trabajar fuera del pueblo cuando cayó la maldición a Congará.
—¿Maldición?
—Sí, así dice: «maldición, maldición».
—¿Fue ella la que maldijo al pueblo?
—Pero caracho, mujer, no dejes de llorar.
—Ay, ay, ay, don Santos, el Señor de la Agonía intercederá por usted ante Dios Nuestro Señor.
—Habla ahora de unos gallos de pelea, de los más finos gallos de pelea. Dice que la vendió por unos miserables gallos.
—¿Nada más que por los gallos? ¿Y en contante y sonante?
—Naranjas. De eso se acuerda.
—Ay, ay, ay, don Santos, que desde que era un churrito ayudaba a su padre en la chacra. Ay, ay, ay, pero su padre debe estar contento en el cielo.
—No digas «cielo», mujer, tampoco hay que exagerar.
—¿Entonces en el infierno?
—¿Qué? ¿Te has vuelto síncera, mujer? ¿Quieres que nos agarren de las mechas que Dios nos dio hasta por vicio y nos pongan de patitas en la calle?
—Ay, ay, ay, ahí en el purgatorio se encontrarán y muy pronto, Dios Nuestro Señor los perdonará por nuestras oraciones y las oraciones y misas que le mandarán celebrar sus hermanos y la leal viuda, doña Gertrudis.
—Ja, «viuda leal».
—Oye, Benedicta, ¿estás en tus cabales o te estás volviendo cojudona?
—Nada de lisuras, niña, de sobra sabes que tengo que decir estas mentiras, que para eso nos pagan. Si no, mejor no viniéramos, como la Julia Potos. ¿Qué dice la Tormentos ahora?
—Es lo que estoy tratando de entender. Es que pasa de un asunto a otro. Ahoritita dice que traicionó a su hermano Inocencio.
—Perdóname, hermano. Perdón, perdón, perdón por huir y no llevarte conmigo.
—¿Huyó, dice?
—Eso afirma. Dice que escapó. Dice también que cobró venganza. Dios de los cielos, que en un velorio tengan que oírse tamañas herejías.
—Ay, ay, ay, don Santos, qué tristes quedamos los que lo queríamos, qué abismo de dolor.
—Pero dice que en el fondo de su corazón nunca dejó de amarlo. Y nada pudo hacer para evitar que la entregaran al blanco.
—¿O sea que el viejo del padre la vendió a un blanco lleno de tierras y poder?
—Son delirios, puras figuraciones de su mente. ¿Quién la iba a querer con esa estampa que tiene?
—Pero ten en cuenta que ahora es vieja y pobre.
—Ay, ay, ay, don Santos, también vuestra buena madre, doña Trinidad, debe estar rezando por usted para que su temporada en el purgatorio dure un abrir y cerrar de ojos.
—Pero fíjate que, a pesar de la vejez, de la locura y de todas las porquerías que se ha puesto en la cara, es fina, perfilada, bien labradita. De joven debió provocar mirarla. Y mírale la cintura de muchacha, de mujer no parida.
—Espera, espera... Justo está hablando de eso.
—¿Qué dice?
—Habla de «la semilla maldita».
—Ay, ay, ay.
—¡Cállate, zonzonaza!
—¿«Maldita semilla» dijiste?
—Habla de la mala sangre. Dice que por eso arrancó de raíz la semilla nefanda.
—Milagros, Milagros, llora, grita un poco...
—Ay, ay, ay.
—Y que no se avergüenza ni se arrepiente. Dice que no teme a Dios.
—¿Eso dice? Mejor vámonos de esta casa.
—Espera, no seas apurada, que al fin y al cabo deben ser invenciones de su seso enfermo. Una pobre de espíritu. ¿No dijo Nuestro Señor que el reino de los cielos será para los pobres de espíritu?
—Pero, hija, los pobres de espíritu no blasfeman ni cometen herejías.
—Bueno, pero yo les advertí. Y ahora, santígüense, hermanas. Habla de ese Dios cruel e injusto, como el hombre que la engendró, como el blanco pestífero que la compró.
—Ay, ay, ay, don Santos Villar, nadie olvidará sus obras, como cuando con su ejemplo y mando los vecinos terraplenaron esta cuadra que era un basural. Ay, ay, ay, ¿quién será ahora nuestro respeto? ¿Qué no harán de nosotros los blancos ambiciosos que todo lo quieren para ellos?
—¿Benedicta? ¿Oyes lo que estoy oyendo?
—Sí, sí, sí, pero cómo quisiera ser sorda para no oír.
—No se hagan las cargamelaspuertas que bien que les gusta oír las cosas sucias.
—Cuidadito, Milagros, con decir malas palabras. Yo soy la mayor, niñas. Recuerden lo que dijo nuestra santa madre al morir.
—Ya, ya, ya. Pero entonces digan, si no, yo ya no lloro aunque nos boten.
—Te lo diremos.
—Ay, ay, ay, don Santos, que no tuvo temor a la peste que asoló a su pueblo y se quedó hasta lo último para dar cristiana sepultura a sus santos padres.
—Está diciendo porquerías. Se me sube el rubor a la cara. Mejor dilo tú, Rosario.
—No, tú, Benedicta, que para eso eres la mayor.
—Habla de porquerías. Suciedades. De lo que hacen el hombre y la mujer. ¿Y qué sabemos de eso nosotras que nos mantenemos puras y castas?
—Benedicta, Benedicta, no me hagas hablar. Y tú, Rosario, ¿acaso hemos olvidado, ay, ay, ay, que aguaitabas por las rendijas del postigo a los hombres cuando orinaban?
—Ay, ay, ay, don Santos, todos sus amigos y enfermos lloran inconsolables. Nunca habrá otro como Santos Villar. Eso dicen. Ay, ay, ay.
—¿Cuentas o no cuentas, Benedicta?
—Pero si les repito que son porquerías. De las cosas que hacía con el blanco.
—¿Pero qué hacían, por Dios, dinos lo que hacían?
—Como los animales, oh, perdón, qué vergüenza, solo de oírlo.
—Esta Benedicta, y bien que te gusta ver a los perros, y más todavía a los burros.
—¡Cállense, niñas!
—Ay, ay, ay, don Santos, ay, ay, ay, usted que nunca bajó la mirada ante los poderosos, que supo hablar con ciencia por más que le faltaban las letras y los números. Ay, ay, ay.
—Ahora conversa con el finado, pero que en su quimera no es don Santos sino el tal Inocencio. Dice que lo encontraron muerto en el campo. Que estaba medio comido por los animales del monte. Perdón, le pide, perdón por no haberle dado entierro.
—Ay, ay, ay, don Santos, don Santos, que sufrió tanto y tanto en su agonía. Usted que era hombre de entendimiento.
—Ahora habla de los chilalos.
—¿Los chilalos? Esta sí que está recontra rematada.
—¿Chilalos?
—Eso repite. Repite que los chilalos solo cantan al morir.
—Bueno, yo también he oído eso.
—Tú no hables, sigue llorando.
—Ay, ay, ay, don Santos, que sabía leer el destino, que fue atormentado por sus llagas, como las cinco llagas del Señor.
—Pero, ¿estás mema? ¿Cómo se te ocurre comparar las pústulas de este viejo de mierda, que eran como lepras sucias, de vicios inmundos, con las santísimas llagas de Nuestro Señor Jesucristo?
—Cómo jugaban, dice. Jugaban como los animalitos del Señor. Ella era la colamba, la pacasa, y él, el colambo macho, el pacaso macho, y se amaban y tenían crías. Pero fíjate qué costumbres.
—Puercos desde que eran churres.
—Ay, ay, ay, que siempre daba posada al peregrino, que sabía las oraciones más milagrosas de la tierra, el Credo, el Yo Pecador y la bendita oración del Justo Juez.
—Y ella le daba de mamar.
—¿De mamar? ¿A quién?
—¿A quién va a ser, boba? Al churre de su hermano. «Ven, dulce Inocencio, ven». Así, dice. «Toma de mis pechos la dulce leche de las chivas».
—Dios Todopoderoso, ¿esto existió jamás en el mundo?
—Es que dice que eran juegos inocentes, juegos de niños.
—¿Inocentes?
—Eso dice y dice que desnudos se bañaban en los jagüeyes que hay por su pueblo. Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, perdónanos por escuchar estos vicios y pecados.
—Ay, ay, ay, con usted, don Santos, murió la justicia, el mando. Recíbelo, Señor, en tu seno purísimo. Que no padezca demasiado ni mucho en el purgatorio.
—Caracho, de nuevo vuelve con la cantaleta de los chilalos. Dice que venían bandadas de pericos enormes, de esos de cabezas rojas, y despojaban a los chilalos de sus bellos nidos hechos de barro bien labraditos, y los picoteaban, picotazos y más picotazos, y herían sus corazones, de los padres y de sus hijuelos. «Banda homicida». Así dice: «homicida». Y así ella quedó también con el corazón destrozado.
—Ay, ay, ay, don Santos, que fue un segundo padre para sus hermanos. Que fue...
—¡Espera, espera! Está hablando del blanco.
—¿Dice cómo se llamaba?
—No, no lo nombra al malvado ese, el hijo no parido por mujer. Lo insulta como insulta a su padre. Y dice que el pérfido ese le puso de todo, de todo lo que mujer ordinaria puede desear. La llevó a vivir a su casona, que era como un palacio. Mármoles, estatuas y otros adefesios que no entiendo. Sueños, delirios, pobre alma atormentada.
—Pero sigue oyendo.
—No le entiendo bien esta parte. ¿Entiendes tú, Rosario?
—Habla que el blanco la llevó allí no como concubina sino como mujer principal. Principal, cáiganse de susto.
—¿Principal?
—Dice no sé qué nombres raros. Uno de estos dice que la retrató.
—¿La retrató?
—Sí, pero no con máquina como la del maestro Carmen, que nos dio ganas de llorar y tanta rabia por lo bigotudas que salimos. No, no era esta laya de retrato. Mejor dicho, la pintó. «Era», sentencia, «un gran cuadro». Oigan, ¿y ustedes por qué dejan de llorar?
—Ay, ay, ay, es que quiero saber, ay, ay, ay, tú sigue, Guadalupe, ay, ay, ay, don Santos, se nos fue, se nos murió, ay, ay, ay, ¿qué más delira?, ay, ay, ay, y nos dejó en la orfandad.
—Dice que ese retrato lo quemó por celos la verdadera mujer del blanco. Por celos y venganza, la muy perra, puta blanca. Machaca que el blanco nunca llegó a conquistar su corazón, por más que la llenó de lujos y perfumes y trajes de seda y tules y zapatos finos. Y ahora repite «nunca, nunca, nunca, nunca, Inocencio». Pero se ha callado como quien toma aliento y piensa y dice.
—¿Nunca? ¿Nunca?
—Ah, ah, ah, dulce Inocencio.
—Ay, ay, ay, don Santos, ¿cuántos años tendrán que pasar para que vuelva a aparecer otro hombre con sus virtudes sobre la tierra, con el perdón de ustedes?
—¿Puta? ¿Ramera? ¿A quién se refiere?
—No dirás que se está nombrando a ella sí misma.
—Pero eso parece, si no, ¿a quién?, ¿a quién si acaba de referirse a la blanca?
—Emputecida, dice, por el malvado hombre que la engendró y la hizo bañar con flores y yerbas de amor. «Viejo puerco», dice. «¿Por qué?».
—¿Pregunta por qué?
—Habla enredado, ¿estaré oyendo bien?
—Gua, antes dice que el malvado hombre con un trapo rojo atado a la cabeza la veía bañarse.
—Santo cielo. Divino corazón.
—Él fue el primero en emputecerla y el blanco tirano que la compró y gozó de su cuerpo la emputeció aun más.
—¿Dice eso la muy yegua?
—Pero vean la cara de los hermanos.
—Ay, ay, ay, Santos Villar, descansa. El más viejo de todos antes parece divertido.
—En paz descansa.
—El más indio de todos como que estuviera llorando para adentro.
—Descansa, pero nuestro corazón...
—Y el más joven y grandotote como que lucha con sus manos para no estrangularla.
—...nuestro corazón quedará por siempre afligido.
—Miren, escuchen: se ha acercado más al cajón y mira con altivos y fieros ojos el rostro del finado.
—¿Y la ciega Gertrudis?
—Calladitita; nunca antes la vi así, como con miedo, como con espanto.
—Ay, ay, ay, don Santos, justo entre los justos.
—Está emitiendo sentencia.
—Tú eres el malvado hombre que me engendró. Tú eres el que nos amarrabas en el vichayo. Tú eres el que nos daba esa bebida que trastornaba el sentido.
—Ay, ay, ay, don Santos...
—¡Cállate, bolsuda, que está en lo mejor! Dice, ¿entiendes tú, Benedicta?
—No muy bien, creo que ahora confunde el cadáver del hermano no ya con el padre, sino con el hombre que la compró. Dice que ella se vengó. Dice que en su corazón se le quedaron grabadas las palabras de una Domitila Diéguez, que le enseñó las letras y las maneras y la ciencia del corazón humano.
—¿Domitila Diéguez? Uy, de qué tiempos estará hablando.
—Ay, ay, ay, don Villar, ay, ay, ay.
—«Por eso me corté el cabello que tanto me alababa»; esto dice. Parece que al tal blanco se le encendía la sangre viendo su cabellera. Y se lo cortó. Esto afirma: se lo cortó como castigo, como cuando la señorita Diéguez con otras mujeres le cortaron las mechas a una Visitación Cabrera en tiempos del chileno.
—Ay, ay, ay, don Santos, que no gustaba de la bebida ni de los juegos ni de las peleas de gallos, ejemplo fue usted para todos los cristianos. Ay, ay, ay, qué hombre tan austero hemos perdido.
—Y por eso lo traicionó; eso dice.
—¿Lo traicionó? ¿A quién traicionó?
—¿A quién va a ser, zonza? Al blanco, al blanco que la compró y la llevó a vivir en la misma mansión donde vivía su hija, la hija del blanco.
—«¿Señorita Domitila? ¿Señorita Diéguez, maestra mía? ¿Me escucha?». Así la está llamando, con el corazón sangrando como los chilalos. Y ella cantó también antes de morir. Por eso huyó con el circo. Por eso se entregó a ese hombre ordinario y sin patria, para no seguirse entregando.
—Ay, ay, ay, don Santos, cómo lo recordamos en la misa del Señor de la Agonía. Cómo olvidar su devoción y su piedad. ¿Tengo que seguir mintiendo sobre la sustancia de este viejo verdugo?
—Llora nomás, niña, este es nuestro oficio: llorar, lamentar, gritar, derramar lágrimas, si no, ¿de qué viviríamos, solas, sin marido, sin hijos, solo nuestro llanto para dolores ajenos?
—Ay, ay, ay, don Santos, ya no camina por el mundo, ay, ay, ay.
—Pero oigan, oigan esto: volvió, dice, para honrar la tumba de su dulce Inocencio. Volvió y entonces supo que el hermano Isidoro había vengado a los de su sangre y el blanco estaba paralítico, en silla de ruedas.
—¿Qué sangre es esta la de los Villar, hermanas?
—Y ahora qué silencio se ha hecho. Toditos han parado las orejas. Y todavía dice que eso no bastaba para su odio y su rencor y por eso hizo lo que hizo.
—Ay, ay, ay, don Santos, usted...
—Espera, espera, espera. Está llamando al hermano muerto con el nombre del blanco.
—¿Y cómo se llamaba?
—Un Benalcázar León y Seminario. Gente de altura, de casta elevada. Y ahora al cadáver que toma por el del blanco lo está insultando, diciéndole las peores barbaridades. Ah, perdónala, Señor, por su trastorno. Santígüense, hermanas, está escupiendo el rostro de su hermano. Lo escupe una y otra vez por más que los hermanos quieren detenerla.
—Ay, ay, ay, usted, don Santos...
—Qué Santos ni qué niño muerto, deja escuchar. Don Luis y don Silvestre casi la están arrastrando, pero la vieja Primorosa se suelta y, pese a los ruegos de la Altemira, vuelve a escupir el cadáver diciendo «¡Maldición eterna para usted, don Odar Benalcázar León y Seminario!».
El canto mortal de los chilalos. La bandada homicida de los grandes pericos de cabeza roja expulsando a los chilalos de sus bellísimos nidos de barro. Y los implacables picotazos destrozando el corazón de los chilalos padres y de sus hijuelos. Así y sin fin sangra mi corazón, había dicho la tía Primorosa. Y yo durante semanas y meses, mientras me llegaba el sueño, allí en el cuarto y la cama del abuelo, rememoraba y repetía para mí el enrevesado soliloquio de la tía demente ante el cadáver del hermano odiado. Porque mamá Altemira —después de guardarle luto durante cinco años a mi desventurado padre había contraído un nuevo compromiso con otro hombre—, cediendo a los ruegos de la ciega Gertrudis, admitió que yo la acompañase durante los primeros meses de la muerte del abuelo Santos. Fueron (ahora puedo afirmarlo) meses, semanas, días y noches irredimibles y funestos que afianzaron el sentimiento de orfandad que me acompañaba (es lícito suponer) desde que doña Betsabé Alburquerque, criadora de cabras y puercos, con ayuda y protección de mi propio abuelo Santos, me extrajo del vientre de mamá, antes que por una nada el cordón umbilical enredado en mi cuello me asfixiara como los tumores que ahorcaron a Santos Villar o (en comparación más pertinente) como sucedió con quien debió ser el verdadero primogénito de Cruz Villar, que nació ahorcado con el cordón umbilical materno y a quien así y todo mi bisabuelo puso por nombre Miguel, Miguel Francisco, en homenaje al fundador de nuestra sangre.
Ella, la ciega, dormía en el gran catre que compartiera con el abuelo y donde el abuelo agoni