El intocable

John Banville

Fragmento

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Índice

 

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Parte I

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Parte II

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Parte III

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Agradecimientos

Notas del traductor

Sobre el autor

Créditos

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A Colm y Douglas

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I

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Primer día de la nueva vida. Muy extraño. Me he sentido inquieto todo el día. Ahora estoy exhausto, pero también febril, como un niño al acabar una fiesta. Como un niño, sí: como si hubiese experimentado alguna forma grotesca de renacimiento. Sin embargo, esta mañana me di cuenta por vez primera de que soy un hombre viejo. Atravesaba Gower Street, mi antiguo territorio. Traté de avivar el paso, pero algo me lo impedía. Fue una sensación rara, como si ráfagas de aire se arremolinaran en mis tobillos, como si el aire se hubiese vuelto... ¿cómo diríamos?, ¿viscoso?, y se me resistiera, y casi di un traspié. Pasó un estruendoso autobús con un sonriente negro al volante. ¿Qué fue lo que vio? Sandalias, impermeable, mi habitual bolsa de redecilla, viejos ojos legañosos extraviados por el miedo. Si me hubiese atropellado, habrían dicho que fue un suicidio, para alivio de todos. Pero no les di esa satisfacción. Este año cumpliré setenta y dos. No puedo creerlo. Por dentro, veintidós para siempre. Supongo que eso mismo les ocurre a todos los viejos. ¡Grrr!

Nunca había llevado un diario antes. Por miedo a ser incriminado. No dejes nada por escrito, decía siempre Boy. ¿Por qué he empezado ahora? Sencillamente, me senté y me puse a escribir, como si fuese la cosa más natural del mundo, lo que, por supuesto, no es cierto. Mi último testamento. Se ha puesto el sol, todo está en calma y es conmovedor. Los árboles de la plaza gotean. Minúsculos gorjeos de pájaros. Abril. No me gusta la primavera, sus travesuras e inquietudes; temo ese hormigueo angustioso en el corazón, lo que podría inducirme a hacer. Lo que podría haberme inducido a hacer: a mi edad hay que ser escrupuloso con los tiempos verbales. Echo de menos a mis niños. ¡Cielos!, ¿de dónde ha salido eso? Ya no son lo que podría llamarse niños. Julian debe de tener... bueno, este año cumplirá cuarenta, por lo que Blanche debe de tener treinta y ocho, ¿no es eso? Comparado con ellos, me parece que apenas he crecido. Auden escribió en algún sitio que, no importa cuál fuese la edad de sus acompañantes, siempre tenía el convencimiento de ser el más joven de la reunión; yo también. Sin embargo, creo que podían haber llamado. Lamento haberme enterado de tu traición, papaíto. No obstante, no estoy completamente seguro de que me agradase oír a Blanche sorberse las lágrimas, ni a Julian manteniendo un hermético silencio al otro extremo del hilo. Digno hijo de su madre. Supongo que todos los padres dicen lo mismo.

No debo divagar.

La deshonra pública es algo curioso. Una sensación palpitante en la zona del diafragma y una especie de agolpamiento por todas partes, como si la sangre se deslizase con dificultad bajo la piel, igual que si fuera mercurio. La excitación mezclada con el miedo produce un brebaje embriagador. Al principio, no podía imaginar lo que ese estado me recordaba, pero en seguida caí: aquellas primeras noches de merodeo después de haber asumido finalmente que eso era lo que andaba buscando. El mismo estremecimiento impaciente, mezcla de expectación y miedo, la misma mueca desesperada tratando de no estallar. Queriendo ser sorprendido. Ser atacado. Ser maltratado. Bueno, todo eso ha pasado ya. Hay un determinado trozo de cielo azul en Et in Arcadia ego, donde las nubes están rotas en forma de pájaro en vuelo veloz, que es para mí el auténtico, clandestino centro del cuadro, su cima. Cuando pienso en la muerte, y últimamente pienso en ella con una sensación de inverosimilitud cada vez menor, me veo envuelto en una mortaja blanca como el zinc, una figura más bien del Greco que de Poussin, y asciendo en un arrebato de angustia erótica, entre aleluyas y alabanzas fingidas, a través de un remolino de nubes del color del té dorado, hasta meterme de cabeza en un trozo exactamente igual de azul celeste translúcido.

Enciendo la lámpara. Mi pequeña luz leal. Cuán nítidamente delimita este estrecho ámbito del escritorio y la página en la que siempre he hallado el más intenso placer, esta tienda de campaña iluminada en la que, puesto en cuclillas, me escondo felizmente del mundo. Pues incluso los cuadros fueron siempre una cuestión más cerebral que visual. Aquí está todo lo que...

Acaba de llamarme Querell. Bien, desde luego tiene valor, debo reconocerlo. El zumbido del teléfono me produjo un sobresalto espantoso. Nunca me he acostumbrado a este aparato, a la forma en que se agazapa tan malévolamente, dispuesto a empezar a llamar la atención cuando menos se lo espera uno, como un bebé enrabietado. Mi pobre corazón todavía se agita pesadamente de la manera más alarmante. ¿Cómo podía saber quién era? Llamaba desde Antibes. Me pareció oír el mar al fondo y sentí envidia y enojo, pero lo más probable es que fuera el ruido del tráfico que pasaba por la calle, ante su piso de la Corniche, ¿no? ¿O se trata de otro lugar? Oyó la noticia por la BBC, según me dijo.

—¡Qué horror, viejo! ¿Qué puedo decir?

Su voz traslucía una impaciencia incontenible. Ansiaba conocer todos los detalles sórdidos.

—¿Te cogieron por asuntos de sexo?

Cuánta doblez... Y, sin embargo, no ha entendido casi nada, después de todo. ¿Debería haberlo cuestionado, decirle que conozco su perfidia? ¿De qué habría servido? Skryne lee sus libros, es un verdadero admirador suyo. «¡Vaya con Querell! —dice haciendo ese peculiar silbido con su dentadura postiza—, nos ha calado a todos». A mí no, amigo mío; a mí no. Por lo menos, espero que no.

Nadie más ha llamado. Y, la verdad, no esperaba que él lo hiciera...

Echaré de menos al viejo Skryne. Ni que decir tiene que ya no volveré a tratar con él; todo eso se acabó, así como tantas otras cosas. Debería sentirme aliviado, pero, curiosamente, no lo estoy. Al final nos habíamos convertido en una especie de dúo, un número de music-hall. ¡Oiga, oiga, oiga, Mr. Skryne! ¡Vaya, válgame Dios, Mr. Bones! No casa con la imagen popular de un interrogador. Un tipo robusto, de cabeza pequeña, rasgos diminutos y una cuidada mata de pelo muy tieso de color hueso. Me recuerda al furioso padre de la novia atolondrada en esas comedias de Hollywood de los años treinta. Los ojos azules, nada penetrantes, incluso un poco velados (¿incipientes cataratas?). Los gruesos zapatos de cuero siempre brillantes, la pipa con la que juguetea sin parar, la chaqueta de lana con parches en los codos. Edad indefinida. Podría estar entre los cincuenta y los setenta y cinco años. Mente ágil, sin embargo: prácticamente, podía oírse el zumbido de los engranajes. Y una memoria asombrosa.

—Espera un segundo —me decía, señalándome con el cañón de su pipa—, echemos un vistazo a ese trozo una vez más.

Y yo tenía que deshacer la sutil sarta de mentiras que había estado contándole, al tiempo que buscaba con frenética tranquilidad el defecto que él había detectado en el tejido. Hasta ahora le había estado mintiendo solamente en broma, para divertirme, podría decirse, como un jugador profesional de tenis retirado que pelotea con un viejo adversario. No me asustaba que pudiera descubrir alguna nueva atrocidad —a estas alturas lo he confesado todo, o casi todo—, pero me parecía indispensable mantener la coherencia, por razones estéticas, supongo, y para ser coherente era necesario inventar. Ironías, lo sé. Tiene la tenacidad del hurón: nunca cede. Es un incondicional de Dickens; me imagino una casita en Stepney o Hackney o dondequiera que viva, con una arpía por esposa y una prole de chavales descarados. Esa es otra de mis debilidades principales: ver siempre a la gente en caricatura. Incluyéndome a mí.

No es que me reconozca en la versión pública que de mí circula ahora. Estaba escuchando la radio cuando nuestra querida primera ministra (la admiro, de verdad: ¡qué firmeza, qué determinación, qué belleza, tan fascinantemente masculina!) se puso de pie en los Comunes e hizo la declaración, y por unos instantes no caí en la cuenta de que se trataba de mi propio nombre. Quiero decir que creí que estaba hablando de algún otro, alguien a quien yo conocía, pero no demasiado bien, y al que no había visto en mucho tiempo. Fue una sensación muy rara. El Departamento ya me había alertado de lo que se avecinaba —hay que ver la gente enormemente maleducada que ahora tienen, nada que ver con los tipos de trato fácil de mi época—, pero, con todo, tuve un sobresalto. Luego los noticiarios televisivos del mediodía dieron unas fotografías mías bastante desenfocadas, no sé cómo o dónde las obtuvieron, y ni siquiera recuerdo cuándo las tomaron; apropiado verbo, aplicado a la fotografía: los salvajes tienen razón, lo que las fotografías toman es una parte del alma. Yo parecía uno de esos cuerpos bien conservados que desentierran en los pantanos escandinavos: mandíbula prominente, cuello musculoso y párpados caídos. Un colega escritor, cuyo nombre he olvidado o me callo —un «historiador contemporáneo», sea lo que sea lo que eso signifique—, estuvo a punto de identificarme, pero el gobierno se le adelantó, en lo que fue, debo decirlo, un torpe intento de salvar las apariencias; sentí vergüenza ajena por la primera ministra, de verdad. Aquí estoy ahora, de nuevo al descubierto, y después de tanto tiempo. ¡Al descubierto! ¡Vaya expresión escalofriante y escueta! ¡Oh, Querell, Querell! Sé que fuiste tú. Es el tipo de cosa que harías para ajustar cuentas. ¿Es que no acabarán nunca las turbulencias de la vida? Salvo la más obvia, claro.

¿Cuál es mi propósito en este momento? Podría decir: Simplemente, me senté a escribir, pero no me engaño. Nunca he hecho nada en toda mi vida que no tuviera un propósito, normalmente oculto, a veces incluso para mí. ¿Estoy decidido, como Querell, a ajustar cuentas? ¿O es tal vez mi intención justificar mis actos, presentar atenuantes? Espero que no. Por otra parte, tampoco quiero ponerme todavía otra máscara bruñida... Después de meditar un rato, me doy cuenta de que la metáfora es obvia: atribución, verificación, restauración. Quitaré una capa tras otra de mugre —el barniz acaramelado y el hollín apelmazado que dejó una vida de fingimientos— hasta llegar al meollo del asunto y dejar todo al descubierto. Mi conciencia. Mi personalidad. (Cuando me río estrepitosamente, como ahora, la habitación parece retroceder, sorprendida y consternada, tapándose la boca con la mano. He llevado una vida decorosa aquí, y ahora no debo ponerme histérico.)

Hoy he mantenido la calma ante ese hatajo de chacales de los periódicos: ¿Murió alguien por su culpa? Sí, en serio, casi me desmayo. Pero, no, no, estuve soberbio, si se me permite decirlo. Sereno, cáustico, equilibrado, un estoico de pies a cabeza: Coriolano enfrentándose a la plebe. Soy un gran actor, ese es el secreto de mi éxito («¿Acaso cualquiera que pretenda conmover a las masas no debe ser un actor que se interprete a sí mismo?», Nietzsche). Representé el papel a la perfección: vieja pero excelente chaqueta de pata de gallo, camisa de Jermyn Street y corbata Charvet —roja, una travesura—, pantalones de pana, calcetines del color y la textura de las gachas de avena, ese par de desgastados zapatos de ante con suela crepé que no había llevado en treinta años. Parecía que acabara de pasar un fin de semana en Cliveden. Acaricié la idea de lucir una pipa como la de Skryne, pero eso habría sido excederse y, además, requiere años de práctica convertirse en un fumador de pipa convincente... nunca asumas lo que no puedas hacer con facilidad, esa era una de las máximas de Boy. Creo que fue una acertada estratagema por mi parte el invitar a la apreciada gente de la prensa a mi encantador hogar. Acudieron en tropel, casi con vergüenza, abriéndose paso a empujones con sus cuadernos y sosteniendo sus cámaras por encima de sus cabezas para protegerlas. Bastante conmovedor, realmente: tan impacientes, tan torpes. Me pareció volver a los tiempos del Instituto, a punto de dar una conferencia. Baje las persianas, Miss Twinset, por favor. Y usted, Stripling, encienda el proyector. Primera ilustración: La traición en el Huerto.

 

 

Siempre he sentido un afecto especial por los jardines descuidados. Es agradable el espectáculo de la naturaleza tomándose su lenta venganza. Yermos no, desde luego, nunca fui partidario del yermo, excepto en su sitio; pero cierto desaliño general indica un adecuado desprecio por la exigente insistencia de los humanistas en relación al orden. No soy papista en lo referente al cultivo de la tierra, y comparto la opinión del segador de Marvell en contra de los jardines. En este crepúsculo abrileño infestado de pájaros recuerdo la primera vez que vi al Castor, dormido en una hamaca en lo más profundo del abigarrado huerto que había detrás de Chrysalis, la casa de su padre en North Oxford. La hierba crecía en estado salvaje y los árboles necesitaban una poda. Aunque era pleno verano, veo las flores de los manzanos atestando las ramas; no puedo quejarme de mi retentiva (me han dicho que tengo una memoria fotográfica; muy útil para el tipo de trabajo que tengo... los tipos de trabajo). También creo recordar a un niño, un muchacho taciturno metido hasta las rodillas en la hierba, que golpeaba con un palo los extremos de las ortigas y me observaba especulativamente con el rabillo del ojo. ¿Quién podía haber sido? La encarnación de la inocencia, tal vez (sí, estoy conteniendo una nueva risotada). Impresionado ya tras otros encuentros con la desconcertante hermana del Castor y su insensata madre, me sentía ridículo, titubeante, los tallos de hierba se me clavaban en las perneras de los pantalones y una agresiva abeja, enamorada de mi cabello engominado, revoloteaba alrededor de mi cabeza. Llevaba bajo el brazo un manuscrito —algo muy serio acerca del cubismo tardío, sin duda, o sobre el trazo vigoroso de los dibujos de Cézanne—, y de pronto, en medio de aquella intensa claridad, la idea de esas arriesgadas distinciones me pareció absurda. Lucía el sol, las nubes pasaban veloces, soplaba la brisa y las ramas se mecían. El Castor seguía durmiendo, con los brazos cruzados y la cabeza caída hacia un lado, mientras un reluciente mechón de pelo negro abanicaba su frente. Evidentemente, no se trataba de su padre, a quien yo había ido a ver, por más que Mrs. Castor me había asegurado que dormía en el jardín.

—Desvaría, ¿sabe? —me había dicho con un gesto majestuoso—, no se concentra.

Lo consideré una señal esperanzadora: la idea de un editor distraído y soñoliento agradaba a mi ya muy desarrollada sensación de ser un infiltrado. Pero estaba equivocado. Max Brevoort —conocido como el Castor Mayor, para distinguirlo de Nick— resultó ser tan astuto y poco escrupuloso como cualquiera de los comerciantes holandeses de los que descendía.

Si cierro los ojos puedo ver la luz entre los manzanos, el muchacho de pie en la alta hierba y aquel bello durmiente hundido en su hamaca, y los cincuenta años que han pasado desde aquel día hasta hoy no son nada. Fue en 1929, y yo tenía —sí— veintidós años.

Nick se despertó y me sonrió, con esa habilidad que tenía de pasar instantáneamente y sin ningún esfuerzo de un mundo a otro.

—¡Hala! —me dijo. Así era como lo decían los chicos en aquellos días: a en vez de o. Se incorporó y se pasó una mano por el pelo. La hamaca se balanceó. El muchacho que destrozaba las ortigas se fue—. ¡Dios mío! —dijo Nick—. He tenido un sueño de lo más extraño.

Me acompañó de vuelta a la casa. Pero no me pareció que caminásemos juntos, sino que me había otorgado su compañía, durante un breve trayecto, con la naturalidad y comedimiento propios de la realeza. Iba vestido de blanco, y, al igual que yo, llevaba algo bajo el brazo, un libro o un periódico (aquel verano todas las noticias eran malas, y empeorarían). Mientras caminábamos giraba continuamente el torso hacia mí asintiendo con la cabeza a lo que yo decía, y sonriendo y frunciendo el ceño alternativamente.

—Es el Irlandés, ¿verdad? —dijo—. He oído hablar de usted. Mi padre cree que escribe muy bien —me miró con seriedad—. De veras lo cree.

Mascullé algo que trataba de sugerir modestia y aparté la mirada. Lo que había visto en mi rostro no era duda, sino una nube pasajera: el Irlandés.

La casa era estilo Reina Ana, no muy grande, pero señorial, y la señora B. la conservaba con descuidada opulencia: mucha seda descolorida y objetos supuestamente de gran valor —el Castor Mayor coleccionaba figurillas de jade—; flotaba por todas partes un aroma intenso y un poco mareante, como si hubieran quemado incienso. La instalación sanitaria estaba anticuada; había un retrete debajo del tejado que cuando tiraban de la cadena hacía un ruido horrible, cavernoso, ahogado, como el estertor de muerte de un gigante, que podía oírse con embarazosa inmediatez por toda la casa. Pero las habitaciones tenían mucha luz y siempre había flores recién cortadas, y reinaba allí una atmósfera de emociones contenidas, como si en cualquier momento pudieran suceder de pronto los acontecimientos más asombrosos. Mrs. Brevoort era una persona imponente: alta y corpulenta, de nariz ganchuda, autoritaria y excitable, que gustaba de los vestidos llamativos y recargados y frecuentaba saraos y sesiones de espiritismo. Cuando tocaba el piano —había estudiado con un famoso profesor— producía un torrente de sonidos chillones que hacían crujir los cristales de las ventanas. Nick la encontraba abrumadoramente ridícula y se avergonzaba un poco de ella. La mujer me cogió afecto de inmediato, según me contó Nick más tarde (mentía, estoy seguro); dijo que le parecía sensible, y creía que yo podría ser un buen médium si lo intentaba. La energía e implacabilidad de aquella mujer me intimidaban, como un esquife al que se le echara encima un transatlántico en pleno océano.

Nos topamos con ella en el vestíbulo. Llevaba una tetera de cobre en la mano y se detuvo al vernos.

—¿Encontró a Max? —me preguntó. Era judía; tenía la tez cetrina y el cabello rizado, y su excesivo escote mostraba un prominente busto blancuzco—. El muy animal debe de haber olvidado que usted venía. Le diré que su desconsideración le ha herido profundamente.

Empecé a protestar, pero Nick me cogió por el codo —después de medio siglo todavía siento una pizca de estremecimiento al recordar aquel apretón, suave pero firme— y me llevó al salón, donde se dejó caer en un sofá bajo y, tras cruzar las piernas e inclinarse, me miró fijamente con una sonrisa a la vez vaga y atenta. El momento se alargó. Ninguno de los dos habló. El tiempo puede detenerse, estoy convencido de ello; de algún modo, tropieza, se detiene y se pone a dar vueltas, como una hoja arrastrada por la corriente. Un rayo de sol se reflejó en un pisapapeles de cristal sobre una mesita de centro. Mrs. Castor estaba en el jardín rociando las malvarrosas con el líquido contenido en su tetera de cobre. Una música metálica de jazz-band bajaba hipando débilmente por las escaleras: la Nena Castor estaba en su dormitorio practicando pasos de baile ante el gramófono (sé que era eso lo que estaba haciendo; era lo que hacía todo el tiempo; más tarde me casé con ella). De pronto, a Nick le entró una especie de estremecimiento, se inclinó con brío, cogió de la mesa una pitillera de plata y me la ofreció manteniendo la tapa levantada con el pulgar. ¡Qué manos!

—Mi madre está completamente loca, ¿sabe? En esta familia lo estamos todos. Ya lo comprobará.

¿De qué hablamos? De mi ensayo, tal vez. O de los méritos relativos de Oxford y Cambridge. O de El 18 brumario de Luis Bonaparte. No me acuerdo. Luego llegó Max Brevoort. No sé lo que me había esperado —supongo que El editor risueño: mejillas sonrosadas, gran bigote, y nívea gorguera—, pero era alto y delgado, cetrino, con una cabeza sorprendentemente larga y estrecha, calva y lustrosa en el extremo. Era gentil pero parecía más judío que su esposa. Llevaba un traje de sarga negra, algo gastado en codos y rodillas. Me miró, o más bien me escudriñó, con sus grandes ojos, negros como los de Nick, e idéntica sonrisa apacible, soñadora, aunque la suya era chispeante. Balbuceé algo, pero él siguió hablándome, sin escucharme, diciendo: «Lo sé, lo sé», mientras se frotaba las manos, grandes y morenas. ¡Cuánto hablaba todo el mundo por aquel entonces! Al recordar aquellos tiempos desde este silencio sepulcral, me doy cuenta de la incesante algarabía de voces ruidosas diciendo cosas que nadie parecía dispuesto a escuchar. Era la Época de las Declaraciones de Principios.

—Sí, sí, muy interesante —dijo el Castor Mayor—. Hoy en día la poesía se vende bien.

Hubo un silencio. Nick se echó a reír.

—No es poeta, Max —dijo.

Nunca había oído antes a un hijo llamar a su padre por su nombre de pila. Max Brevoort me miró con ojos escrutadores.

—¡Claro que no es poeta! —dijo, sin el menor apuro—. Usted es crítico de arte —se frotó las manos con mayor firmeza—. Muy interesante.

Luego tomamos el té, servido por una criada impertinente, y Mrs. Castor volvió del jardín; el Gran Castor le habló de su error al tomarme por un poeta, y ambos rieron de buena gana como si se tratara de un chiste estupendo. Nick enarcó una ceja para mostrarme su conmiseración.

—¿Ha venido en coche? —me preguntó en voz baja.

—En tren —le dije.

Sonreímos, intercambiando una especie de seña, como si fuéramos conspiradores en potencia.

Y cuando me marchaba, fue él quien cogió mi ensayo, quitándomelo con suavidad, como si fuera algo ofensivo, doliente, y dijo que se aseguraría de que su padre lo leyese. Mrs. Castor me estaba hablando de colillas.

—Métalas en un tarro de mermelada —dijo— y guárdemelas.

Debí de parecer desconcertado. Levantó la tetera de cobre y la agitó, lo que produjo un ruido de chapoteo.

—Son para el pulgón —dijo—. Por la nicotina, ¿sabe? No pueden soportarla.

Me marché caminando hacia atrás mientras los tres se quedaban donde estaban, como si esperasen un aplauso, los padres sonrientes y Nick enigmáticamente divertido. La Nena seguía en el piso de arriba, escuchando su jazz y ensayando su salida a escena en el segundo acto.

 

 

Medianoche. Se me ha dormido una pierna. Quisiera que se me durmiese el resto. Sin embargo, no es desagradable estar despierto así, despierto y alerta, como un depredador nocturno, o, mejor aún, el guardián del lugar de descanso de la tribu. Antes temía la noche, sus pavores y pesadillas, pero últimamente he comenzado a disfrutar de ella, o casi. Cuando anochece, un silencio complaciente se abate sobre la tierra. En el umbral de mi segunda infancia, me imagino recordar el cuarto de los niños, con su impreciso calor y sus vigilias con los ojos abiertos como platos. Incluso de niño ya era un solitario. Más que ansiar, a la manera de Proust que mi madre me besara, deseaba que la ceremonia acabara de una vez para quedarme solo con este extraño, débil, jadeante cuerpo en el que mi confusa conciencia quedaba atrapada misteriosamente, como una dinamo metida en un saco. Todavía puedo ver su borrosa figura al marcharse y el abanico amarillo de luz procedente del vestíbulo que se abatía sobre el suelo del cuarto de los niños mientras cerraba la puerta muy despacio y desaparecía en silencio de mi vida. Cuando murió, todavía no tenía yo cinco años. Su muerte no fue motivo de sufrimiento para mí, que yo recuerde. Era lo bastante mayor para notar la pérdida, pero demasiado pequeño para encontrarla poco más que simplemente enigmática. A mi padre, con su habitual buena intención, le dio por dormir en un catre de tijera en el cuarto de los niños para hacernos compañía a mi hermano Freddie y a mí, y durante varias semanas tuve que oírle agitarse toda la noche preso de la congoja, mascullando y murmurando y apelando a su Dios, exhalando largos y estremecedores suspiros que en su exasperación hacían crujir las juntas articuladas del catre de tijera. Yo permanecía inmóvil y atento, tratando de escuchar, más allá de los sonidos que procedían de mi padre, el del viento en los árboles que rodeaban la casa cual centinelas y, más lejos, el pesado batir de las olas en la playa de Carrick y el interminable silbido de las aguas al retroceder entre los guijarros. No me acostaba sobre el costado derecho porque de esa manera podía sentir los latidos de mi corazón, y estaba convencido de que si me fuera a morir, notaría su detención antes de que llegara la espantosa oscuridad final.

Extrañas criaturas, los niños. Ese aire precavido que tienen cuando los adultos están cerca, como si les preocupase si representan de manera convincente el papel que les hemos atribuido. El siglo XIX inventó la infancia, y ahora el mundo está lleno de actores infantiles. Mi pobre Blanche nunca fue buena actriz: no recordaba su diálogo, no sabía dónde ponerse ni qué hacer con las manos. Cómo se me encogía el corazón de pena en la función teatral del colegio, o el día de la entrega de premios, cuando la fila de niñas se agitaba con una especie de pavoroso temblor, y yo recorría con la mirada la hilera de cabezas y, efectivamente, allí estaba ella, a punto de tropezar con su propia torpeza, de sonrojarse y morderse los labios, con los hombros caídos y las rodillas dobladas en un vano intento de quitarse unos cuantos centímetros de estatura. Cuando llegó a la adolescencia, solía mostrarle fotografías de Isadora Duncan, Ottoline Morrell y otras notables e intrépidas mujeres en cuyos ejemplos podía encontrar consuelo y cuya desmesura podía emular, pero ella ni las miraba; permanecía sentada, sumida en un patético silencio, y se mordía los padrastros mientras su hirsuto cabello se erizaba como si lo agitara una corriente de aire y dejaba al descubierto su pálida nuca, lo que la hacía parecer tan indefensa que me causaba verdadera angustia. Julian, por su parte... No; creo que no. Ese asunto seguro que me provoca insomnio.

Entre el montón de periodistas de esta mañana había una reportera —¡qué anticuados resultan esos términos!— que me recordó a Blanche, no sé muy bien por qué. No era grandota, como mi hija, pero había en su comportamiento algo de esa atención constante que esta pone en todo. Y demostró también ser inteligente: mientras los demás seguían dándose codazos unos a otros para preguntar las cuestiones obvias, tales como si queda todavía por desenmascarar alguno de nosotros (!), o si la señora W. estaba al tanto, ella se quedó mirándome fijamente con lo que parecía una especie de ansia y apenas habló, y cuando lo hizo fue solo para preguntar nombres, fechas y lugares, información que, sospecho, ya poseía. Fue como si estuviera poniéndome a prueba de alguna manera, examinando mis respuestas, sopesando mis emociones. Tal vez yo, a mi vez, le recordase a su padre. Las chicas, aunque reconozco que mi experiencia en ese campo es limitada, siempre tienen presente a su padre. Pensé pedirle que se quedara a almorzar —tal era el aturdimiento que me embargaba—, pues, de repente, el pensamiento de quedarme solo cuando todos hubieran desalojado aquel lugar dejó de agradarme. Era extraño; nunca me había pesado la soledad en el pasado. De hecho, como ya dije, siempre me he considerado un solitario completamente resignado a serlo, en especial desde que murió el pobre Patrick. Pero esa chica tenía algo, y no solo su indefinible parecido con Blanche, que atrajo mi atención. ¿Una solitaria? No oí su nombre y ni siquiera sé para qué periódico trabaja. Mañana los leeré todos y veré si puedo identificar su estilo.

Mañana. ¡Dios mío!, ¿cómo puedo enfrentarme a un mañana?

 

 

Bueno, estoy en todas partes. Páginas y más páginas sobre mí. Así es como debe de sentirse el primer actor a la mañana siguiente de un estreno formidablemente desastroso. Fui a varios quioscos, por decoro, aunque cada vez resultaba más embarazoso, pues el montón de periódicos bajo mi brazo no dejaba de aumentar. Algunos quiosqueros me reconocieron y torcieron el gesto con aire despectivo; reaccionarios, tenderos, ya me había pasado antes. Un tipo, sin embargo, me dirigió una especie de maliciosa sonrisa triste. Era un paquistaní. ¡Con qué compañías me codearé de ahora en adelante! Antiguos presidiarios. Abusadores de niños. Proscritos. Los descarriados.

Se ha confirmado: el título de caballero me va a ser revocado. Me importa. Estoy sorprendido por cómo me importa. De nuevo solo doctor; eso espero; puede que, simplemente, mister. Por lo menos, no me han quitado el pase para los autobuses ni la subvención para la lavandería (esto último, imagino, en reconocimiento a que pasados los sesenta y cinco años uno suele babear mucho).

Ese tipo que es escritor me telefoneó, pidiendo una entrevista. ¡Qué desfachatez! Con suma educación, sin embargo, y no menos desparpajo. Tono enérgico, levemente divertido, con una pizca de indulgencia casi: después de todo, podría ser su pasaporte a la fama, o la notoriedad, por lo menos. Le pedí que me dijera quién me traicionó. Eso provocó una risita. Dijo que un periodista iría a la cárcel antes que revelar su fuente de información. Les encanta sacar a relucir esa particular cantinela. Podría haberle dicho: Amigo mío, he estado en la cárcel casi treinta años. En lugar de eso, colgué el teléfono.

El Telegraph envió un fotógrafo a Carrickdrum, escenario de mis orígenes burgueses. La casa ya no es residencia del obispo; su propietario actual, cuenta el periódico, es un comerciante en chatarra. Los árboles que montaban guardia han desaparecido —el comerciante en chatarra debió de necesitar más luz— y las paredes de ladrillo han sido revocadas y pintadas de blanco. Estoy tentado de hacer una metáfora acerca del cambio y el deterioro, pero debo tener cuidado de no convertirme en un estúpido sentimental, si no lo soy ya. La mole de San Nicolás (¡San Nicolás! Hasta ahora no me había dado cuenta de la coincidencia de nombres) era siniestra y deprimente, y un poco de estuco y pintura blanca tiene que ser por fuerza una mejora. Me veo cuando era un muchacho, sentado en la ventana salediza del salón con la cabeza apoyada en la mano, mirando cómo cae la lluvia sobre la pendiente cubierta de césped y las remotas aguas grises del Lough, mientras oigo al pobre Freddie vagar por el piso superior canturreando como una banshee de ensueño. Eso es Carrickdrum. Cuando mi padre volvió a casarse, lo que me pareció, aun con solo seis años, un apresuramiento indecoroso, aguardé la aparición de mi madrastra —se habían casado en Londres— con una mezcla de curiosidad, enojo y recelo, esperando encontrarme con una bruja sacada de una ilustración de Arthur Rackham, de ojos color violeta y uñas como estiletes. Cuando llegó la feliz pareja, en un jaunting car, lo que me pareció curiosamente apropiado, me sorprendió y decepcionó vagamente el descubrir que ella no se parecía en nada a lo que yo había esperado, sino que se trataba de una mujer grandota, jovial, ancha de caderas y de mejillas sonrosadas, con gruesos brazos de lavandera, que tenía una risa estrepitosa y vibrante. Al subir los escalones de la entrada me divisó en el vestíbulo y echó a correr pesadamente, con sus manos rojas levantadas, y se abalanzó sobre mi cuello mientras me llenaba de babas y soltaba unos penosos gruñidos de alegría. Olía a polvos faciales, pipermín y sudor. Me soltó, retrocedió frotándose los ojos con el dorso de una mano, y se volvió hacia mi padre, al que miró con histriónico fervor en tanto que yo trataba de hacer frente a un maremágnum de sensaciones nuevas para mí, entre ellas la leve premonición de que aquella mujer iba a traer una inesperada felicidad a San Nicolás. Mi padre se retorció las manos y sonrió tímidamente, eludiendo mi mirada. Nadie dijo nada, aunque daba la sensación de que había un fuerte y continuo ruido de fondo, como si la inesperada alegría de aquel momento estuviera produciendo un estrépito propio. Entonces apareció mi hermano en la escalera, que bajaba tambaleándose y babeando como Quasimodo —no, no, exagero; realmente, no era para tanto— y la situación recobró su sentido.

—Este... —bramó mi padre, a causa del nerviosismo—. ¡Este es Freddie!

Qué difícil debió de ser aquel día para mi madre —siempre la he considerado así, ya que mi verdadera madre había desaparecido tan pronto—, y qué bien se las arregló para instalarse en casa como una inmensa clueca sobre su puesta. Aquel primer día abrazó con fuerza al pobre Freddie y escuchó los ahogados aullidos que profería a modo de habla, asintiendo con la cabeza como si le entendiera perfectamente, e incluso sacó un pañuelo y le limpió la baba que le caía por la barbilla. Estoy seguro de que mi padre le había contado lo de Freddie, pero dudo de que una mera descripción la hubiese preparado para enfrentarse a él. El muchacho le sonrió mostrando por entero sus dientes separados y con los brazos apretó con fuerza sus enormes caderas mientras apoyaba la cara en su estómago, como si le diera la bienvenida al hogar. Probablemente, pensó que era nuestra verdadera madre, que regresaba transformada del país de los muertos. Detrás de ella, mi padre exhaló una especie de raro y quejumbroso suspiro, como el de alguien que hubiese depositado por fin en el suelo una penosa y poco manejable carga.

Su nombre era Hermione. La llamábamos Hettie. A Dios gracias, no vivió lo suficiente para ver mi deshonra.

 

 

Día tres. La vida continúa. Las anónimas llamadas telefónicas han disminuido. No empezaron hasta ayer a primera hora, después de que apareciera la noticia en los periódicos de la mañana (¡y yo que creía que hoy día todo el mundo seguía las noticias por la tele!). Tuve que dejar el teléfono descolgado: cada vez que lo volvía a colgar, el maldito aparato inmediatamente comenzaba a sonar con estridencia, como si saltara de rabia. Los que llamaban eran casi siempre hombres, tipos que tienen seguras las espaldas por lo visto, pero también hubo algunas mujeres, refinadas viejecitas de voz suave y aflautada con el vocabulario de un peón caminero. Los insultos eran personales, sin excepción. Como si me hubiese apropiado de sus pensiones. Al principio estuve cortés, e incluso mantuve una especie de conversación con los menos furiosos de todos ellos (un tipo quería saber si conocí a Beria; creo que estaba interesado en la vida amorosa del georgiano). Debería haber grabado esas conversaciones; así habría obtenido una reveladora muestra representativa del carácter nacional inglés. Una llamada, sin embargo, me alegró. Era una mujer que dijo su nombre tímidamente, aunque daba la impresión de esperar que la conociera. Y llevaba razón: no reconocí su nombre, pero recordaba su voz. ¿De qué periódico se trataba?, pregunté. Hubo una pausa.

—Trabajo por cuenta propia —dijo.

Eso explicaba por qué no pude encontrar su huella en las noticias sobre mi conferencia de prensa de ayer. (¡Mi conferencia de prensa! ¡Caramba, qué fenomenal suena eso!) Se llama Vandeleur. No me extrañaría que tuviera algún pariente irlandés —hay muchos Vandeleur en Irlanda—, pero ella dice que no, e incluso pareció un poco molesta por la sugerencia. Los irlandeses no son populares en estos tiempos en que las bombas del IRA explotan en la City cada dos semanas. He olvidado su nombre de pila. ¿Sophie? ¿Sibyl? Algo pintorescamente arcaico, en cualquier caso. Le dije que viniera a visitarme después de comer. No sé en qué estaría yo pensando. Luego, mientras la esperaba, tuve una especie de ataque de nerviosismo y me quemé mientras preparaba mi almuerzo (chuletas de cordero a la parrilla, tomate en rodajas, una hoja de lechuga, nada de bebidas alcohólicas; creía que debía mantener la cabeza despejada). La mujer llegó puntualmente, enfundada en un abrigo enorme que parecía haber pertenecido a su padre (de nuevo la figura paterna). Pelo oscuro, muy fino y corto, rostro pequeño en forma de corazón y diminutas manos frías. Me hizo pensar en un animal pequeño, delicado, raro, muy dueño de sí mismo. Josefina la cantora. ¿Qué edad puede tener? Alrededor de los treinta años. Se quedó de pie en medio de la sala de estar, con una de sus manitas apoyada de un modo peculiarmente femenino en el borde de la mesa lacada japonesa, y miró a su alrededor con cautela, como para memorizar lo que veía.

—¡Qué apartamento más bonito! —dijo de manera inexpresiva—. La otra vez no me di cuenta.

—No tan bonito como el piso en el Instituto, donde vivía antes.

—¿Ha tenido que dejarlo?

—Sí, pero no por los motivos que usted cree. Cierta persona murió allí.

Serena, así se llama, acabo de recordarlo. Serena Vandeleur. Suena bien, desde luego.

Le cogí el abrigo, que me entregó de mala gana, pensé.

—¿Tiene frío? —le dije, dándomelas de caballero solícito.

Negó con la cabeza. Tal vez se sienta insegura sin la protección del abrazo paternal de ese abrigo. Aunque debo decir que me parece bastante dueña de sí misma. Es un poco desconcertante la sensación de sosiego que transmite. No, transmite no es la palabra adecuada; parece completamente reservada. Llevaba una bonita y sencilla blusa, una chaqueta de punto y zapatos planos, aunque una ceñida falda corta de cuero confería al conjunto cierto aire provocativo. Le ofrecí té, pero dijo que prefería una copa. ¡Así me gusta! Le dije que prepararía unas ginebras, lo que me proporcionó una excusa para escapar a la cocina, donde el frescor de los cubitos de hielo y la acidez de la lima (siempre pongo lima en la ginebra: es mucho más contundente que el insulso y consabido limón) me ayudaron a serenarme un poco. No sé por qué estaba tan nervioso. Pero ¿cómo no iba a estarlo? En los tres últimos días el estanque tranquilo que era mi vida ha sido removido, y de sus profundidades han surgido toda clase de cosas desagradables. Me asalta constantemente un sentimiento para el cual el único nombre que se me ocurre es nostalgia. Oleadas de recuerdos me inundan y traen a mi mente imágenes y sensaciones que creía haber olvidado por completo o extirpado con éxito, aunque son tan intensas y vívidas que me desconciertan y me hacen jadear interiormente, presa de una especie de exultante pesar. Pensaba describirle este fenómeno a Miss Vandeleur cuando regresé a la sala de estar con nuestras bebidas en una bandeja (eso prueba lo despejada que tenía la cabeza). La encontré de pie como antes, con el rostro un poco inclinado y presionando la mesa con las puntas de los dedos de una mano, tan tranquila y con tal aspecto de no haber cambiado de postura, que me pasó por la mente la sospecha de que había estado registrando la habitación y había corrido a recuperar su posición en cuanto oyó aproximarse el tintineo del hielo en los vasos. Pero estoy seguro de que es mi mente retorcida la que me hizo sospechar que pudiera haber estado fisgando: es el tipo de cosas que yo solía hacer automáticamente en la época en que tenía un interés profesional por descubrir los secretos de otras personas.

—Sí —dije—, no encuentro palabras para decirle lo extraño que resulta ser sometido de pronto a un examen público como este.

Asintió maquinalmente con la cabeza; estaba pensando en otra cosa. Me pareció que se comportaba de una manera extraña, para ser periodista.

Nos sentamos junto al fuego uno enfrente del otro, con nuestras bebidas, en medio de un silencio cortés, inesperadamente cómodo, casi amistoso, como dos viajeros que compartieran un cóctel antes de incorporarse a la mesa del capitán, conscientes de que teníamos mucho tiempo por delante para conocernos. Miss Vandeleur contempló con evidente interés, aunque sin hacer comentarios, las fotografías enmarcadas que había encima de la repisa de la chimenea: mi padre con sus polainas, Hettie con un sombrero, Blanche y Julian de niños, mi casi olvidada madre natural con gorra y chaquetilla de montar y mirada absorta.

—Mi familia —dije—. Varias generaciones de mi familia.

Volvió a asentir con la cabeza. Era uno de esos días volubles de abril en que nubes plateadas y blancas, enormes como icebergs, cruzan despacio el cielo por encima de la ciudad y ocasionan rápidas alternancias de luz deslumbradora y penumbra, y de pronto la luz del sol en la ventana se apagó casi con un clic y por un momento pensé que iba a ponerme a llorar, no sabría decir por qué exactamente, aunque con toda evidencia las fotografías tenían algo que ver. Fue muy alarmante, y una gran sorpresa; nunca he sido llorica, hasta ahora. ¿Cuándo fue la última vez que lloré? Fue cuando murió Patrick, desde luego, pero eso no cuenta; la muerte no cuenta cuando se trata de llorar. No, creo que la última vez que lloré de verdad fue cuando fui a ver a Vivienne aquella mañana, después de la huida de Boy y el Escocés Terco. Conducía como un loco a través de Mayfair con el limpiaparabrisas a toda marcha hasta que me di cuenta de que no era la lluvia lo que dificultaba mi visión, sino las lágrimas. Estaba tenso, desde luego, y sentía un miedo espantoso (parecía que el juego se había acabado y nos iban a detener a todos), pero no estaba acostumbrado a perder el control de aquella manera, y eso me conmocionó. Aquel

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