El caso Fitzgerald

John Grisham

Fragmento

cap-1

1

El robo

1

El impostor tomó prestado el nombre de Neville Manchin, profesor de Literatura americana en la Universidad de Portland State que no tardaría en hacer el doctorado en Stanford. En su carta, con el membrete de la universidad falsificado a la perfección, el supuesto profesor Manchin aseguraba ser un estudioso en ciernes de F. Scott Fitzgerald y tener un enorme interés en ver «los manuscritos y los papeles» del gran escritor durante su próximo viaje a la Costa Este. La carta iba dirigida al doctor Jeffrey Brown, director de la división de Manuscritos del departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales de la biblioteca Firestone, de la Universidad de Princeton. Llegó junto a unas cuantas más, se clasificó y se repartió debidamente hasta que acabó en la mesa de Ed Folk, un bibliotecario de carrera cuya labor consistía, entre otras tareas monótonas, en verificar las credenciales del remitente.

Cada semana llegaban a manos de Ed varias cartas similares, que decían más o menos lo mismo y que firmaban autoproclamados entusiastas y expertos en Fitzgerald, a veces incluso algún erudito de verdad. El año anterior Ed había autorizado y registrado el acceso a la biblioteca de unos ciento noventa solicitantes. Acudían de todo el mundo asombrados y con los ojos como platos, como peregrinos que pisaran un lugar santo. En los treinta y cuatro años que llevaba sentado a esa misma mesa, Ed había revisado todas aquellas solicitudes. Y nunca se terminaban. F. Scott Fitzgerald seguía despertando fascinación. El volumen de correo que recibían entonces era el mismo que tres décadas atrás. A esas alturas Ed se preguntaba qué podía quedar de la vida del gran escritor que no hubiera sido ya objeto de escrutinio, estudio detallado y análisis profundo. Poco antes un erudito de verdad le había dicho que había al menos cien libros y más de diez mil artículos académicos sobre Fitzgerald, el hombre y el escritor, sobre su obra y sobre la locura de su mujer.

¡Y eso que murió a causa del alcohol a los cuarenta y cuatro años! ¿Y si hubiera llegado a la vejez sin dejar de escribir? Ed habría necesitado un ayudante, tal vez dos, tal vez incluso un equipo entero. Aunque sabía que a menudo una muerte prematura era la clave para la aclamación posterior (por no hablar del incremento de derechos de autor).

Tardó unos días, pero Ed tramitó por fin la solicitud del profesor Manchin. Con una comprobación rápida en el registro de la biblioteca, descubrió que ese profesor nunca antes había estado allí. Se trataba de una petición nueva. Algunos veteranos habían ido a Princeton tantas veces que se limitaban a llamarlo por teléfono para decirle: «Hola, Ed. Me paso el martes que viene», lo cual no suponía ningún problema para él. No era el caso de Manchin. Ed visitó la web de la Universidad de Portland State para echar un vistazo y encontró al señor Manchin: licenciatura en Literatura americana por la Universidad de Oregón; máster en UCLA; tres años como profesor adjunto. La foto mostraba a un hombre joven, de unos treinta y cinco años tal vez, con una apariencia bastante sosa, un principio de barba que probablemente era temporal y unas gafas de cristales estrechos y sin montura.

En su carta, el profesor Manchin pedía que quienquiera que respondiese le escribiera por correo electrónico y daba su dirección privada de Gmail. Decía que no solía mirar el correo de la universidad. Ed pensó: «Eso es porque no eres más que un pobre profesor adjunto que es probable que no tenga ni despacho». Pensaba esas cosas a menudo, aunque, por supuesto, era demasiado profesional para decírselas a nadie. Por precaución, al día siguiente envió su respuesta a través del servidor de la Portland State. Daba las gracias al profesor Manchin por su carta y lo invitaba al campus de Princeton. También pedía que le indicara una fecha aproximada de llegada y le explicaba algunas reglas básicas de la Colección Fitzgerald. Eran muchas, de modo que sugería que el profesor Manchin las leyera atentamente en la página web de la biblioteca.

Al momento recibió una respuesta automática que le informaba de que Manchin no podría atender el correo durante unos días. Uno de los compinches del falso Manchin había hackeado el directorio de la Portland State lo justo para tener monitorizado el servidor de correo del departamento de Literatura, algo fácil para un hacker experimentado. El impostor y él se enteraron al instante de que Ed había respondido.

«Vaya», pensó Ed. Al día siguiente, se vio obligado a enviar el mismo mensaje a la dirección privada de Gmail del profesor Manchin. En menos de una hora Manchin contestó dándole las gracias con gran entusiasmo, diciendo que estaba deseando llegar, etcétera. Continuaba hablando de que se había estudiado bien la página web de la biblioteca, que había pasado muchas horas consultando los archivos digitales de Fitzgerald, que hacía años que poseía todos los volúmenes de la serie que contenía las ediciones facsímil de los primeros borradores manuscritos del gran autor y que tenía un interés especial en los estudios críticos sobre su primera novela, A este lado del paraíso.

«Genial», se dijo Ed. Ya lo había visto todo antes. El tipo estaba intentando impresionarlo antes incluso de pisar la biblioteca, algo que no era nada inusual.

2

F. Scott Fitzgerald se matriculó en Princeton en el otoño de 1913. A los dieciséis años ya soñaba con escribir la gran novela americana y había empezado a trabajar en una primera versión de A este lado del paraíso. Dejó los estudios cuatro años después para alistarse en el ejército e ir a la guerra, pero esta terminó antes de que desplegaran a su unidad. Su clásico, El gran Gatsby, se publicó en 1925, pero no alcanzó la fama hasta después de su muerte. Tuvo problemas económicos durante toda su carrera y en 1940 estaba trabajando en Hollywood, escribiendo guiones malos a destajo, lo que le supuso una merma física y creativa, hasta que el 21 de diciembre murió de un ataque al corazón como consecuencia de años de grave alcoholismo.

En 1950 Scottie, su única hija, donó sus manuscritos, notas y cartas originales (todos sus «papeles») a la biblioteca Firestone de Princeton. Sus cinco novelas estaban escritas en un papel barato que no envejecía bien. La biblioteca se dio cuenta pronto de que no era aconsejable permitir que los investigadores las manipularan. Hicieron copias de alta calidad y guardaron los originales bajo llave en una cámara acorazada situada en un sótano, donde la calidad del aire, la luz y la temperatura estaban perfectamente controladas. A lo largo de los años, se habían sacado de allí en contadas ocasiones.

3

El hombre que se hacía pasar por el profesor Neville Manchin llegó a Princeton un bonito día otoñal de principios de octubre. Lo condujeron al departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales, donde conoció a Ed Folk, quien pronto lo dejó en manos de un auxiliar, que examinó y fotocopió su permiso de conducir, de Oregón. Era una falsificación, por supuesto, pero una perfecta. El falsificador, que era el mismo hacker, se había formado en la CIA y tenía un largo historial en el turbio mundo del espionaje privado. Violar la seguridad del campus no representaba ningún problema.

A continuación le hicieron una foto y le entregaron una acreditación de seguridad que tenía que llevar a la vista en todo momento. El ayudante de biblioteca lo acompañó al segundo piso, a una sala grande con dos mesas largas y las paredes forradas de cajones retráctiles de acero, todos cerrados con llave. Manchin se fijó en que había por lo menos cuatro cámaras de vigilancia a plena vista en los rincones, cerca del techo. Supuso que habría más, bien escondidas. Intentó entablar conversación con el ayudante, pero no consiguió sacarle gran cosa. Preguntó en broma si podía ver el manuscrito original de A este lado del paraíso y el ayudante sonrió con aire de suficiencia y dijo que no era posible.

—¿Ha visto usted alguna vez los originales? —preguntó Manchin.

—Solo una vez.

Manchin no dijo nada, esperando que contara algo más, pero, como no lo hizo, insistió:

—¿Y a qué se debió el honor?

—Un estudioso muy famoso quiso verlos. Lo acompañamos hasta la cámara y echó un vistazo. Aunque no tocó los documentos. Solo puede hacerlo el bibliotecario jefe, y siempre con guantes especiales.

—Claro. Bueno, será mejor que nos pongamos manos a la obra.

El ayudante abrió dos de los grandes cajones, ambos con una etiqueta en la que ponía A ESTE LADO DEL PARAÍSO, y sacó unos cuadernos gruesos y enormes.

—Aquí están las reseñas que se hicieron cuando se publicó el libro por primera vez. Tenemos muchas más posteriores —explicó.

—Perfecto —contestó Manchin con una sonrisa.

Abrió su maletín, sacó una libreta y pareció preparado para ponerse a trabajar con todo lo que había en la mesa. Al cabo de media hora, cuando Manchin ya estaba enfrascado en su trabajo, el ayudante se disculpó y desapareció. Para las cámaras, Manchin no levantó la vista ni una sola vez. Al final, con la excusa de ir al baño, salió de la sala. Giró donde no debía aquí y allá, se perdió y cruzó la zona de colecciones evitando todo contacto visual. Había cámaras de vigilancia por todas partes. Dudaba de que estuvieran visualizando las imágenes en ese momento, pero seguro que podían recuperarlas más adelante si fuera necesario. Encontró un ascensor, pasó de largo y bajó por unas escaleras cercanas. El primer nivel era similar a la planta baja. Una planta más abajo, en el piso S2 (Sótano 2), las escaleras se interrumpían y había una puerta grande y gruesa en la que ponía, en letras grandes: SOLO EMERGENCIAS. Había una consola al lado y un cartel que advertía de que sonaría una alarma si se abría la puerta «sin la autorización adecuada». Dos cámaras de seguridad enfocaban la puerta y la zona que la rodeaba.

Manchin se alejó y volvió sobre sus pasos. Cuando regresó a la sala, encontró al ayudante esperándolo.

—¿Algún problema, profesor Manchin? —preguntó.

—Ah, no. Solo un leve virus estomacal, me temo. Espero que no sea contagioso.

El ayudante huyó en cuanto pudo, y Manchin se quedó allí todo el día, revisando el material procedente de los cajones de acero y leyendo viejas reseñas que no le interesaban lo más mínimo. Varias veces se alejó de la sala y se perdió de manera intencionada para fisgonear, observar, medir y memorizar.

4

Manchin volvió tres semanas después, pero esta vez no fingía ser profesor. Iba bien afeitado, llevaba el pelo teñido de rubio y unas gafas de pega con la montura roja, y tenía un carnet de estudiante falso con foto. Si le preguntaban, algo que no esperaba ni por asomo, se había preparado para decir que era un estudiante de Iowa. Su nombre en la vida real era Mark, y su ocupación, si es que podía llamarse así, era la de ladrón profesional. Hacía trabajos muy lucrativos con planes muy elaborados por todo el mundo, en la línea de entrar-robar-salir. Estaba especializado en arte y objetos raros que pudieran devolverse después a las desesperadas víctimas del robo a cambio de un rescate sustancioso. Había formado una banda de cinco personas, que dirigía Denny, un antiguo soldado de las tropas de asalto que se pasó a la delincuencia cuando lo echaron del ejército. Hasta el momento a Denny no lo habían pillado nunca y no tenía antecedentes; tampoco Mark. Pero otros dos miembros de la banda, sí. Trey llevaba a sus espaldas dos condenas y dos fugas, la última el año anterior, cuando se había escapado de una prisión federal de Ohio. Fue allí donde conoció a Jerry, un ladrón de arte de poca monta en libertad condicional. Lo de los manuscritos de Fitzgerald se lo había mencionado a Jerry otro ladrón de arte, un antiguo compañero de celda que cumplía una condena larga.

El montaje era perfecto. Solo había cinco manuscritos, todos escritos a mano y todos en el mismo sitio. Y para Princeton tenían un valor incalculable.

El quinto miembro del equipo prefería trabajar desde su casa. Ahmed era el hacker, el falsificador y el creador de todas las ilusiones, pero no tenía el valor necesario para llevar armas y cosas similares. Lo hacía todo desde su sótano de Buffalo y nunca lo habían arrestado. No dejaba rastro. El cinco por ciento que le correspondía se deducía de la cantidad total final. El resto se lo dividían los demás a partes iguales.

El martes a las nueve de la noche, Denny, Mark y Jerry ya estaban dentro de la biblioteca Firestone fingiendo ser estudiantes y sin dejar de mirar el reloj. Sus carnets estudiantiles falsos habían funcionado a la perfección; nadie había albergado sospechas ni el más mínimo recelo. Denny encontró su escondite en el baño de mujeres de la tercera planta. Levantó un panel del techo, encima de un retrete, metió su mochila y se acomodó como pudo para pasar unas cuantas horas en ese espacio reducido y asfixiante, a la espera. Mark forzó la cerradura de la sala de calderas principal, en el primer sótano, y esperó un momento por si sonaba alguna alarma. No oyó nada, y tampoco Ahmed, que había hackeado sin dificultad el sistema de seguridad de la universidad, así que Mark se dispuso a desmantelar los inyectores de combustible del generador eléctrico de emergencia de la biblioteca. Jerry encontró un cubículo de estudio oculto entre varias hileras de estanterías atestadas, en las que había libros que nadie había tocado en décadas, y allí se instaló.

Trey estaba dando vueltas por el campus, vestido como un estudiante y con una mochila al hombro, buscando los lugares donde colocar las bombas.

La biblioteca cerraba a medianoche. Los cuatro miembros del equipo de campo, al igual que Ahmed en su sótano de Buffalo, estaban en contacto por radio. Denny, el líder, anunció a las 00.15 que todo iba según lo planeado. A las 00.20 Trey, con su pinta de estudiante y una mochila voluminosa, entró en el colegio mayor McCarren, en el centro del campus. Vio las mismas cámaras de vigilancia que había detectado la semana anterior. Subió por unas escaleras sin vigilancia hasta la segundo planta, se metió en un baño mixto y se encerró en un retrete. A las 00.40 introdujo la mano en la mochila y sacó una lata del tamaño de una botella de refresco de medio litro. Le puso un temporizador y la escondió detrás del váter. Salió del baño, fue al tercer piso y puso otra bomba en una ducha vacía. A las 00.45 encontró un pasillo parcialmente a oscuras en la zona de las habitaciones de la segunda planta y, sin llamar la atención, colocó en el pasillo un cordón con diez petardos gigantes de la marca Black Cat. Las explosiones resonaron en el aire cuando bajaba las escaleras a todo correr. Segundos después estallaron las dos bombas de humo, que llenaron los pasillos de una niebla rancia y espesa. Cuando Trey ya estaba saliendo del edificio, oyó la primera oleada de voces presas de pánico. Se escondió tras unos arbustos al lado de la residencia, sacó un teléfono desechable del bolsillo, llamó al servicio de emergencias de Princeton y les dio la terrorífica noticia.

—Hay un tío con un arma en el segundo piso de McCarren. Está disparando a la gente.

Salía humo por una ventana de la segunda planta. Jerry, en el oscuro cubículo de la biblioteca, hizo una llamada parecida desde su móvil de prepago. Pronto, cuando el pánico se apoderó del campus, se produjo un aluvión de llamadas.

Todos los colegios mayores estadounidenses cuentan con unos planes de seguridad muy elaborados para gestionar situaciones con «un tirador activo» implicado, pero nadie quiere ponerlos en práctica. La agente al mando, estupefacta, tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo y pulsó los botones previstos, empezaron a aullar sirenas por todas partes. Todos los alumnos, profesores, personal de administración y el resto de los empleados de Princeton recibieron un mensaje de texto y una alerta por correo electrónico. Había que cerrar y asegurar todas las puertas. Todos los edificios debían quedar bloqueados.

Jerry hizo otra llamada a emergencias y dijo que habían disparado a dos estudiantes. El humo seguía saliendo del edificio de McCarren. Trey dejó tres bombas de humo más en varias papeleras. Varios estudiantes iban corriendo de un edificio a otro en medio del humo, sin saber a ciencia cierta dónde estaban los lugares seguros. La seguridad del campus y la policía de la ciudad de Princeton llegaron al poco a la escena, seguidas de cerca por media docena de camiones de bomberos. Después aparecieron las ambulancias y finalmente el primero de numerosos coches patrulla de la policía de Nueva Jersey.

Trey abandonó la mochila junto a la puerta de un edificio de oficinas y llamó a emergencias para informar de que la había visto y le parecía que tenía una pinta sospechosa. El temporizador de la última bomba de humo que contenía estaba puesto para que saltara al cabo de diez minutos, justo cuando los expertos en explosivos estuvieran examinando la mochila a cierta distancia.

A la 1.05 Trey contactó por radio con el resto del equipo.

—Aquí fuera ha cundido el pánico. Hay humo por todas partes. Y un ejército de policías. A lo nuestro.

—Fuera luces —respondió Denny.

Ahmed, que esperaba en su sótano de Buffalo tomándose un té cargado, se conectó rápidamente al panel de seguridad de la universidad, accedió al cuadro eléctrico y cortó la corriente no solo de la biblioteca Firestone, sino también de otra media docena de edificios cercanos. Por si acaso, Mark, que acababa de ponerse unas gafas de visión nocturna, bajó además el diferencial de la sala de calderas. Aguardó unos instantes, conteniendo el aliento, y cuando vio que el generador no saltaba, volvió a respirar con normalidad.

El apagón activó varias alarmas en la estación central de vigilancia que había en el interior del complejo de seguridad del campus, pero nadie estaba atento a los monitores en ese momento: tenían un pistolero suelto, no había tiempo para preocuparse por ninguna otra alarma.

La semana anterior Jerry había pasado dos noches en la biblioteca Firestone y tenía la certeza de que no había guardias dentro del edificio cuando estaba cerrado. Por las noches un agente de uniforme pasaba por delante un par de veces, revisaba las puertas con una linterna y después seguía su camino. También había un coche patrulla con todos sus distintivos que recorría el campus, pero básicamente se dedicaba a buscar estudiantes borrachos. Por lo general ese campus era como cualquier otro: un lugar muerto entre la una y las ocho de la mañana.

Esa noche, sin embargo, Princeton se hallaba en medio de una emergencia desesperada, porque estaban disparando a los mejores estudiantes de Estados Unidos. Trey informó al resto de la banda de que aquello era un caos absoluto, con policías por todos lados, SWAT poniéndose el equipo de asalto, aullidos de sirenas, crepitar de radios y el parpadeo de un millón de luces de emergencia azules y rojas. El humo flotaba entre los árboles como si se tratase de niebla. Se oía un helicóptero que volaba cerca. Caos absoluto.

Denny, Jerry y Mark se desplazaron en la oscuridad y bajaron por las escaleras hasta el sótano donde estaban las colecciones especiales. Todos llevaban gafas de visión nocturna y frontales sujetos a la frente. También cargaban cada uno con una mochila pesada, y Jerry llevaba al hombro un petate pequeño del ejército que había escondido en la biblioteca dos noches antes. En el tercer y último sótano, se detuvieron ante una gruesa puerta metálica, inutilizaron las cámaras de vigilancia y esperaron a que Ahmed hiciera su magia. Con mucha calma, él se coló en el sistema de alarma de la biblioteca y desactivó los cuatro sensores de la puerta. Se oyó un fuerte clic. Denny agarró el picaporte y tiró para abrir la puerta. Dentro encontraron un espacio cuadrado y estrecho con otras dos puertas metálicas. Mark examinó el techo con una linterna y encontró una cámara de vigilancia.

—Ahí —informó—. Solo una.

Jerry, el más alto, pues superaba el uno noventa de estatura, cogió un pequeño espray de pintura negra y tapó la lente de la cámara.

Denny se quedó mirando las dos puertas.

—¿Tiramos una moneda al aire?

—¿Qué es lo que veis? —preguntó Ahmed desde Buffalo.

—Dos puertas metálicas idénticas —respondió Denny.

—No tengo nada aquí, tíos —dijo Ahmed—. No hay nada en el sistema más allá de la primera puerta. Tendréis que cortar.

Jerry sacó del petate dos botellas de unos cuarenta y cinco centímetros, una llena de oxígeno y la otra de acetileno. Denny se colocó delante de la puerta de la izquierda, encendió un soplete con un mechero y empezó a calentar una zona de unos quince centímetros justo por encima de la cerradura y el cerrojo. Unos instantes después empezaron a saltar chispas.

Entretanto, Trey se había alejado del caos que rodeaba McCarren y estaba escondido en la oscuridad frente a la biblioteca. Comenzaron a oírse más sirenas cuando llegaron otros vehículos de emergencias. Resonaba por todas partes el ruido de las hélices de los helicópteros que sobrevolaban el campus, pero Trey no alcanzaba a verlos. A su alrededor estaba todo oscuro, incluso las farolas estaban apagadas. No había ni un alma por la zona de la biblioteca. Todo el mundo hacía falta en otra parte.

—Todo tranquilo en el exterior de la biblioteca —informó—. ¿Algún progreso?

—Estamos cortando —fue la tensa contestación de Mark.

Los cinco miembros del equipo sabían que debían hablar entre ellos lo mínimo posible. Denny, hábil con el soplete, fue abriendo lentamente un agujero en el metal con la llama, que alcanzaba unos ochocientos grados de calor oxigenado. Transcurrieron los minutos mientras veían cómo el metal fundido goteaba hasta el suelo y saltaban chispas rojas y amarillas desde la puerta.

—Tiene un centímetro y medio de grosor —señaló Denny en un momento dado.

Terminó el borde superior del cuadrado y empezó a cortar en ángulo recto hacia abajo. El trabajo era lento, los minutos iban pasando y la tensión aumentaba, pero mantuvieron la calma. Jerry y Mark se habían agachado detrás de Denny y observaban todos sus movimientos. Cuando la línea final del corte estuvo terminada, Denny empujó un poco la trampilla que acababa de crear y se soltó, pero se quedó colgando de algo.

—Es un cerrojo —explicó—. Lo voy a cortar.

Cinco minutos más tarde, lograron abrir la puerta de par en par. Ahmed, que no había apartado los ojos de la pantalla del portátil, no vio nada raro en el sistema de seguridad de la biblioteca.

—Nada por aquí —confirmó.

Denny, Mark y Jerry entraron en la sala y la examinaron. Había una mesa estrecha, de unos sesenta centímetros de ancho como mucho, que se extendía de punta a punta de la sala y tendría unos tres metros. En un lado había cuatro grandes cajoneras de madera, y en el otro, otras cuatro. Mark, el experto en cerraduras, se quitó las gafas de visión nocturna, ajustó su frontal e inspeccionó una.

—No me sorprende —dijo negando con la cabeza—. Cerraduras de combinación, probablemente con códigos informatizados que cambian todos los días. No se pueden forzar. Tendremos que perforarlas.

—Hazlo —ordenó Denny—. Empieza con el taladro mientras yo voy a cortar la otra puerta.

Jerry sacó un taladro de tres cuartos con batería y dos asas, una en cada lado. Lo colocó sobre la cerradura y Mark y él empujaron para hacer toda la presión posible. El taladro emitió un chirrido y empezó a atravesar la cerradura que les había parecido impenetrable. Primero salió una viruta y después otra y, con los dos hombres haciendo presión sobre las asas, el taladro fue traspasándola poco a poco. No obstante, cuando acabaron de hacer el agujero de lado a lado, el cajón no se abrió. Mark consiguió introducir una fina palanca por encima de la cerradura y dio un tirón violento. El marco de madera se astilló y el cajón cedió. Dentro había una caja de archivo con bordes de metal negro, de unos cuarenta y cinco centímetros de ancho por cincuenta y cinco de alto y unos ocho de grosor.

—Cuidado —dijo Jerry cuando Mark abrió la caja y sacó un libro de tapa dura muy fino.

Antología de poemas, de Dolph McKenzie —leyó Mark despacio—. Justo lo que siempre había querido.

—¿Quién demonios es ese tío?

—No lo sé, pero no hemos venido a buscar poesía.

Denny entró por la puerta que se encontraba detrás de ellos.

—Vale, seguid con eso. Hay siete cajones más en esta sala. Y ya casi he entrado en la otra.

Volvieron a sus tareas mientras Trey se fumaba un cigarrillo en un banco del parque que había al otro lado de la calle, sin dejar de mirar su reloj. La locura que se había apoderado del campus no parecía estar cediendo, pero tampoco iba a durar para siempre.

En el segundo y tercer cajón de la primera sala, había más libros raros de autores que la banda no conocía. Cuando Denny terminó de abrir la puerta de la segunda sala con su soplete, llamó a Jerry y a Mark para que llevaran el taladro. En esa sala también había ocho cajones grandes, que parecían idénticos a los de la primera. A las 2.15 Trey informó de que el campus seguía cerrado, pero que algunos estudiantes curiosos ya empezaban a reunirse en el césped que había delante de McCarren para contemplar el espectáculo. La policía había sacado los megáfonos para ordenarles que volvieran a sus habitaciones, pero eran demasiados. Y, para complicar las cosas, habían aparecido al menos dos helicópteros de canales de noticias. Estaba viendo la CNN en su teléfono y lo que estaba pasando en Princeton era la historia del momento. Desde «la escena», un reportero exaltado no hacía más que hablar de «varios heridos sin confirmar» e intentaba transmitir la idea de que había estudiantes con heridas de bala producidas por «al menos un tirador».

—¿«Al menos un tirador»? —murmuró Trey. ¿Un tiroteo no requería al menos un tirador?

Denny, Mark y Jerry se plantearon abrir los cajones con un soplete pequeño, pero descartaron la idea, por el momento. El riesgo de provocar un incendio era demasiado alto, y si dañaban los manuscritos no les servirían de nada. En lugar de eso, Denny sacó un taladro más pequeño, de poco más de un centímetro, y comenzó a perforar. Mark y Jerry se pusieron a trabajar con el más grande. Del primer cajón de la segunda sala, salieron montones de papeles delicados con poemas escritos a mano por otro poeta olvidado largo tiempo atrás, uno del que nunca habían oído hablar pero al que de todas formas odiaron inmediatamente.

A las 2.30 la CNN confirmó que había dos estudiantes muertos y al menos otros dos heridos. Se introdujo la palabra «matanza».

5

Cuando el segundo piso de McCarren quedó asegurado por la policía, encontraron los restos de algo que parecían petardos. Aparecieron en el baño y en la ducha los botes vacíos de las bombas de humo. Los artificieros abrieron la mochila abandonada de Trey y sacaron la bomba restante. A las 3.10 el comandante mencionó las palabras «broma pesada» por primera vez, pero la adrenalina aún les corría a todos por las venas, así que a nadie se le ocurrió la palabra «distracción».

Aseguraron rápidamente el resto de McCarren y localizaron a todos los estudiantes. El campus, sin embargo, continuó cerrado, y no lo abrirían hasta pasadas varias horas, cuando acabaran de registrar todos los edificios cercanos.

6

A las 3.30, Trey volvió a informar.

—Parece que las cosas se van calmando por aquí. Ya han pasado tres horas, chicos, ¿cómo vais con el taladro?

—Lentos —fue la respuesta de Denny.

Dentro de la cámara acorazada avanzaban despacio, como había dicho Denny, pero no descansaron ni un minuto. De los primeros cuatro cajones que abrieron, salieron más manuscritos viejos, algunos escritos a mano, y otros, a máquina, todos de escritores importantes pero que no les interesaban. En el quinto cajón por fin encontraron lo que buscaban. Denny sacó una caja de archivo idéntica a las otras y la abrió con cuidado. Dentro había una ficha de la biblioteca que decía: «Manuscrito original escrito a mano de Hermosos y malditos - F. Scott Fitzgerald».

—Premio —exclamó Denny sin perder la calma.

De ese mismo cajón sacó otras dos cajas idénticas y las colocó con delicadeza encima de la mesa estrecha para abrirlas. Contenían los manuscritos originales de Suave es la noche y El último magnate.

Ahmed, que seguía pegado a su portátil, a esas alturas con una bebida energética con mucha cafeína, de repente oyó unas palabras que le sonaron a gloria.

—Vale, chicos, tenemos tres de cinco. Gatsby tiene que estar por aquí en alguna parte, y también A este lado del paraíso.

—¿Cuánto vais a tardar? —quiso saber Trey.

—Veinte minutos —aventuró Denny—. Trae la furgoneta.

Trey cruzó tranquilamente el campus, mezclándose con la multitud de curiosos, y se quedó un momento mirando el pequeño ejército de policías que iba de acá para allá. Ya no andaban agachándose, cubriéndose, corriendo y ocultándose tras los coches con las armas cargadas. Estaba claro que el peligro había pasado, aunque la zona seguía iluminada por las luces parpadeantes. Trey se alejó, caminó unos ochocientos metros, salió del campus y se dirigió a John Street, donde se subió a una furgoneta blanca que tenía las palabras «Imprenta de la Universidad de Princeton» rotuladas en ambas puertas frontales. Le habían puesto el número 12, aunque no sabían qué significaba, y era muy similar a una que había fotografiado Trey unas semanas antes. Fue conduciendo hasta el campus, evitó el alboroto de McCarren y aparcó junto a una rampa de carga y descarga en la parte de atrás de la biblioteca.

—Furgoneta en posición —anunció.

—Estamos abriendo el sexto cajón —contestó Denny.

Jerry y Mark se quitaron las gafas de visión nocturna y acercaron las luces a la mesa. Denny abrió con cuidado la caja. En la ficha ponía: «Manuscrito original escrito a mano de El gran Gatsby - F. Scott Fitzgerald».

—Lo tenemos —dijo con total tranquilidad—. Tenemos al viejo hijo de puta de Gatsby.

—Hurra —exclamó Mark con un entusiasmo muy contenido.

Jerry sacó la caja que quedaba en el cajón. Era el manuscrito de A este lado del paraíso, la primera novela de Fitzgerald, publicada en 1920.

—Tenemos los cinco —confirmó Denny con serenidad—. Larguémonos de aquí.

Jerry guardó los taladros, el soplete, las botellas de oxígeno y acetileno y las palancas. Cuando se agachó para coger el petate, se clavó una astilla de madera del tercer cajón justo encima de la muñeca izquierda. Con la emoción apenas lo notó; solo se frotó la zona un segundo al quitarse la mochila. Con sumo cuidado, Denny y Mark colocaron los cinco manuscritos, de valor incalculable, entre las tres mochilas. Los ladrones abandonaron apresuradamente la cámara cargados con su botín y las herramientas, y subieron por las escaleras hasta la planta principal. Salieron de la biblioteca por una entrada de servicio cercana a la rampa, que quedaba oculta tras un seto alargado y tupido. Montaron en la furgoneta por las puertas de atrás, y Trey se alejó de la rampa. En ese momento se cruzó con un coche patrulla de la seguridad del campus en el que iban dos guardias. Los saludó con la mano como si tal cosa; ellos no respondieron.

Trey miró la hora: las 3.42.

—Todo en orden —informó—. Salimos del campus con Gatsby y sus amigos.

7

El apagón hizo saltar varias alarmas en los edificios afectados. A las 4.00 un ingeniero consiguió acceder al cuadro eléctrico de la universidad, que estaba controlado por ordenador, y encontró el problema. La electricidad volvió a todos los edificios excepto a la biblioteca. El jefe de seguridad envió tres agentes allí. Tardaron diez minutos en encontrar la razón por la que había saltado la alarma.

Para entonces la banda ya había llegado a un motel barato de la interestatal 295, cerca de Filadelfia. Trey estacionó la furgoneta al lado de un camión de dieciocho ruedas y lejos de la única cámara que vigilaba el aparcamiento. Mark sacó un espray de pintura blanca y cubrió «Imprenta de la Universidad de Princeton» en las dos puertas de la furgoneta. En la habitación en la que habían dormido Trey y él la noche anterior, los cuatro hombres se cambiaron para ataviarse con ropa de caza y metieron en una bolsa todo lo que habían llevado puesto durante el trabajo (vaqueros, zapatillas, sudaderas y guantes negros). En el baño, Jerry se fijó en el pequeño corte que tenía en la muñeca izquierda. Durante el viaje lo había estado presionando con el pulgar, pero había más sangre de la que creía. Se limpió la herida con una toalla y pensó en mencionárselo a los demás. Se dijo que tal vez lo haría más tarde.

Sacaron todas sus cosas de la habitación sin hacer ruido, apagaron las luces y se marcharon. Mark y Jerry se subieron a una camioneta (una muy nueva, de cabina extendida, que habían alquilado y que conducía Denny) y salieron del aparcamiento detrás de Trey, que iba en la furgoneta del robo, y los dos vehículos volvieron a incorporarse a la interestatal. Rodearon los barrios residenciales de Filadelfia por el norte y, conduciendo siempre por autopistas estatales, se perdieron en medio de la Pensilvania rural. Cerca de Quakertown encontraron la carretera comarcal que habían elegido y la siguieron durante más o menos kilómetro y medio, hasta que dio paso a un camino de gravilla. No había casas en la zona. Trey aparcó la furgoneta en medio de un barranco poco profundo, le quitó las placas de matrícula robadas, echó unos cuantos litros de gasolina sobre las bolsas en las que estaban las herramientas, los móviles, los equipos de radio y la ropa, y encendió una cerilla. Todo prendió al instante y se convirtió en una bola de fuego. Cuando se alejaron en la camioneta, estaban seguros de que habían destruido todas las pruebas posibles. Los manuscritos se hallaban a salvo en el asiento de atrás de la camioneta, entre Trey y Mark.

La luz del sol empezó a asomar por encima de las colinas mientras avanzaban en silencio, los cuatro mirando por las ventanillas el paisaje que les rodeaba, aunque no era gran cosa. De vez en cuando se cruzaban con algún vehículo, un granjero se dirigía a su granero sin echarle siquiera un vistazo a la autopista o una anciana salía al porche para coger a su gato. Cerca de Bethlehem enfilaron la interestatal 78 y se dirigieron al oeste. Denny no rebasó ni una sola vez el límite de velocidad. No habían visto un coche de policía desde que salieron del campus de Princeton. Pararon en un autoservicio para comprar sándwiches de pollo y café, y después se dirigieron hacia el norte por la interestatal 81, hacia la zona de Scranton.

8

El primer par de agentes del FBI llegó a la biblioteca Firestone justo después de las 7.00. La seguridad del campus y la policía de la ciudad de Princeton les informaron de la situación. Echaron un vistazo a la escena del crimen y recomendaron que la biblioteca permaneciera cerrada hasta nuevo aviso. Investigadores y técnicos de la oficina de Trenton ya iban de camino a la universidad.

El rector de la universidad acababa de llegar a su residencia dentro del campus tras una noche muy larga cuando recibió la noticia de que habían desaparecido algunos documentos valiosos. Fue corriendo hasta la biblioteca, donde se encontró al bibliotecario jefe, al FBI y a la policía local. Entre todos tomaron la decisión de mantener la historia en secreto todo el tiempo que fuera posible. El director de la unidad de Recuperación de Objetos Raros y Valiosos del FBI estaba en camino desde Washington y, según les había dicho, creía que los ladrones contactarían pronto con la universidad para intentar negociar. La publicidad, que seguro que alcanzaría proporciones espectaculares, solo complicaría las cosas.

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Los cuatro cazadores pospusieron la celebración hasta que llegaron a la cabaña, en lo más profundo de las montañas Poconos. Con unos fondos que recuperaría cuando les pagaran por los manuscritos, Denny había alquilado una casita para toda la temporada de caza y llevaba viviendo allí un par de meses. De los cuatro, solo Jerry contaba con una dirección permanente. Tenía alquilado un pequeño apartamento con su novia en Rochester, en el estado de Nueva York. Trey, como fugitivo, se había pasado la mayor parte de su vida adulta viviendo a salto de mata. Mark vivía a temporadas con una exmujer cerca de Baltimore, pero no constaba en ninguna parte.

Los cuatro tenían distintos documentos falsos, entre ellos pasaportes que engañarían a cualquier agente de inmigración.

Había tres botellas de champán barato en la nevera. Denny abrió una, lo sirvió en cuatro tazas de café diferentes hasta vaciar la botella e hizo un alegre brindis:

—Salud, chicos, y felicidades. ¡Lo hemos conseguido!

En media hora ya no quedaba nada de las tres botellas, y los cansados cazadores decidieron dar una larga cabezada. Los manuscritos, todavía en las cajas de archivo, todas idénticas, estaban apilados como lingotes de oro en una caja fuerte especial para armas que había en un trastero, que vigilarían Denny y Trey durante unos días. Jerry y Mark volverían a sus casas al día siguiente, supuestamente agotados tras una larga semana en el bosque cazando ciervos.

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Mientras Jerry dormía, todo el peso y la furia del gobierno federal se movían a gran velocidad en contra. Una técnica del FBI se fijó en una mancha diminuta que había en el primer peldaño de la escalera que llevaba a la cámara acorazada de la biblioteca. Pensó, con acierto, que era una gota de sangre y que no llevaba allí el tiempo suficiente para haberse vuelto granate oscuro, casi negra. La recogió, llamó a su supervisor, y la enviaron con carácter de urgencia al laboratorio del FBI en Filadelfia. De inmediato se hizo un análisis de ADN y los resultados se compararon con la base de datos nacional. En menos de una hora apareció una coincidencia en Massachusetts: un tal Gerald A. Steengarden, un delincuente en libertad condicional que había entrado en la cárcel siete años antes por robar unos cuadros a un marchante de arte de Boston. Un equipo de analistas se puso a trabajar como loco para encontrar algún rastro del señor Steengarden. Había cinco personas con ese nombre en Estados Unidos. Eliminaron rápidamente a cuatro. Después consiguieron una orden de registro para el apartamento y otra orden judicial para examinar los registros telefónicos y los extractos de las tarjetas de crédito del quinto señor Steengarden. Cuando Jerry se despertó de su larga siesta en las Poconos, el FBI ya estaba vigilando su apartamento de Rochester. Habían decidido no entrar todavía con la orden, sino vigilar y esperar.

Tal vez, solo tal vez, el señor Steengarden los llevara hasta los demás.

En Princeton se elaboraron listas de todos los alumnos que habían utilizado la biblioteca durante la semana anterior. Sus tarjetas de identificación registraban todas las visitas a las bibliotecas del campus y cualquier tarjeta falsa llamaba la atención, porque por lo general en la universidad solo los menores utilizaban identificaciones falsas, y era para comprar alcohol, nadie las usaba para acceder a la biblioteca. Determinaron las horas exactas en que se habían usado las tarjetas falsas y comprobaron los vídeos de las cámaras de vigilancia de la biblioteca. Al mediodía el FBI ya tenía imágenes claras de Denny, Jerry y Mark, aunque en ese momento aún no les servían de mucho; todos iban bien disfrazados.

En el departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales, Ed Folk se puso a pleno rendimiento por primera vez en décadas. Rodeado de agentes del FBI revisó a toda velocidad los registros informáticos y las fotos de las visitas recientes. Se verificaron todas y cada una de ellas. Cuando el FBI logró hablar con Neville Manchin, el profesor adjunto de la Universidad de Portland State, este les aseguró que nunca había estado en el campus de Princeton, ni siquiera en los alrededores. El FBI acababa de conseguir una foto clara de Mark, aunque no sabían su nombre real.

Y así, menos de doce horas después de que el robo con

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