Así empieza lo malo

Montserrat Giménez

Fragmento

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatorias

Parte I

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Parte II

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Parte III

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Parte IV

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Parte V

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Parte VI

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Parte VII

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Parte VIII

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Parte IX

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Parte X

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Parte XI

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Notas de la conversión

Sobre el autor

Créditos

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Para Tano Díaz Yanes,

tras cuarenta y cinco años de amistad, por echarme siempre un capote cuando el toro se me viene encima

 

 

Y para Carme López Mercader,

que inverosímilmente no se ha cansado de escucharme. Aún no

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I

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No hace demasiado tiempo que ocurrió aquella historia —menos de lo que suele durar una vida, y qué poco es una vida, una vez terminada y cuando ya se puede contar en unas frases y sólo deja en la memoria cenizas que se desprenden a la menor sacudida y vuelan a la menor ráfaga—, y sin embargo hoy sería imposible. Me refiero sobre todo a lo que les pasó a ellos, a Eduardo Muriel y a su mujer, Beatriz Noguera, cuando eran jóvenes, y no tanto a lo que me pasó a mí con ellos cuando yo era el joven y su matrimonio una larga e indisoluble desdicha. Esto último sí seguiría siendo posible: lo que me pasó a mí, puesto que también ahora me pasa, o quizá es lo mismo que no se acaba. E igualmente podría darse, supongo, lo que sucedió con Van Vechten y otros hechos de aquella época. Debe de haber habido Van Vechtens en todos los tiempos y no cesarán y continuará habiéndolos, la índole de los personajes no cambia nunca o eso parece, los de la realidad y los de la ficción su gemela, se repiten a lo largo de los siglos como si carecieran de imaginación las dos esferas o no tuvieran escapatoria (las dos obra de los vivos, a fin de cuentas, quizá haya más inventiva entre los muertos), a veces da la sensación de que disfrutáramos con un solo espectáculo y un solo relato, como los niños muy pequeños. Con sus infinitas variantes que los disfrazan de anticuados o novedosos, pero siempre en esencia los mismos. También debe de haber habido Eduardos Muriel y Beatrices Noguera por tanto, en todos los tiempos, y no digamos los comparsas; y Juanes de Vere a patadas, así me llamaba y así me llamo, Juan Vere o Juan de Vere, según quién diga o piense mi nombre. Nada tiene de original mi figura.

Entonces no había todavía divorcio, y aún menos podía esperarse que lo volviera a haber algún día cuando Muriel y su mujer se casaron unos veinte años antes de que yo me inmiscuyera en sus vidas, o más bien fueron ellos los que atravesaron la mía, apenas la de un principiante, como quien dice. Pero desde el momento en que está uno en el mundo empiezan a pasarle cosas, su débil rueda lo incorpora con escepticismo y tedio y lo arrastra desganadamente, pues es vieja y ha triturado muchas vidas sin prisa a la luz de su holgazana vigía, la luna fría que dormita y observa con sólo un párpado entreabierto, se conoce las historias, antes de que acontezcan. Y basta con que se fije alguien en uno —o le eche un ojo indolente— y ya no podrá sustraerse, aunque se esconda y permanezca quieto y callado y no tome iniciativas ni haga nada. Aunque uno quiera borrarse ya ha sido avistado, como un lejano bulto en el océano del que no se puede hacer caso omiso, al que ya hay que esquivar o acercarse; cuenta para los demás y los demás cuentan con uno, hasta que desaparece. Tampoco fue esa mi circunstancia, al fin y al cabo. No fui del todo pasivo ni fingí ser un espejismo, no intenté hacerme invisible.

Siempre me he preguntado cómo es que la gente se atrevía a contraer matrimonio —y se ha atrevido durante siglos— cuando eso tenía un carácter definitivo; en especial las mujeres, a las que resultaba más arduo encontrar desahogos, o debían esmerarse el doble o el triple en ocultarlos, el quíntuple si regresaban de esos desahogos con carga y entonces habían de enmascarar a un ser nuevo desde antes de que se le configurara un rostro y pudiera asomarlo a la tierra: desde el instante de su concepción, o de su detección, o de su presentimiento —no digamos desde el de su anuncio—, y convertirlo en impostor durante su existencia entera, a menudo sin que él se enterara nunca de su impostura ni de su procedencia bastarda, ni siquiera cuando era un ser viejo y estaba ya a punto de no ser más detectado por nadie. Incontable es el número de criaturas que han tomado por padre a quien no lo era suyo y por hermanos a quienes lo eran a medias, y se han ido a la tumba con la creencia y el error intactos, o es el engaño a que las sometieron las impávidas madres desde su nacimiento. A diferencia de las enfermedades y de las deudas —las otras dos cosas que en español más se ‘contraen’, las tres comparten el verbo, como si todas fueran de mal pronóstico o de mal agüero, o trabajosas en todo caso—, para el matrimonio era seguro que no había cura ni remedio ni saldo. O sólo los traía la muerte de uno de los cónyuges, a veces largamente ansiada en silencio y menos veces procurada o inducida o buscada, por lo general aún más en silencio o era más bien en indecible secreto. O la muerte de los dos, por supuesto, y entonces ya no había más nada, sólo los ignorantes hijos habidos, si los había habido y sobrevivían, y un breve recuerdo. O una historia acaso, en ocasiones. Una historia tenue y casi nunca contada, como no suelen contarse las de la vida íntima —tantas madres impávidas hasta el último aliento, y también tantas no madres—; o tal vez sí, pero en susurros, para que no sean del todo como si no hubieran sido, ni se queden en la muda almohada contra la que se aplastó la cara en llanto, ni tan sólo a la vista del soñoliento ojo entreabierto de la luna centinela y fría.

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Eduardo Muriel tenía un bigote fino, como si se lo hubiera dejado crecer cuando el actor Errol Flynn era un modelo y luego se le hubiera olvidado enmendarlo o espesarlo, uno de esos hombres de costumbres fijas en lo relativo a su aspecto, de los que no se enteran de que pasa el tiempo y las modas cambian ni de que van envejeciendo —es como si eso no les incumbiera y lo descartaran, y se sintieran a salvo del transcurso—, y hasta cierto punto llevan razón en no preocuparse ni hacer caso: al no acoplarse a su edad la mantienen a raya; al no ceder a ella en lo externo acaban por no asumirla, y así los años, temerosos —se envalentonan con casi todo el mundo—, los rondan y los bordean pero no se atreven a adueñarse de ellos, no se asientan en su espíritu ni tampoco invaden su apariencia, sobre la que tan sólo van arrojando una muy lenta aguanieve o penumbra. Era alto, bastante más que la media de sus compañeros de generación, la siguiente a la de mi padre si es que no aún la misma. Se lo veía fuerte y estilizado por eso, al primer golpe de vista, aunque su figura no resultaba varonil ortodoxa: era algo estrecho de hombros para su estatura, lo cual hacía parecer que el abdomen se le ensanchaba pese a no sufrir gordura alguna en esa zona ni impropias caderas protuberantes, y de allí le surgían unas piernas muy largas que no sabía colocar cuando estaba sentado: si las cruzaba (y era lo que prefería hacer con ellas, dentro de todo), el pie de la que quedaba encima alcanzaba el suelo naturalmente, eso que algunas mujeres ufanas de sus pantorrillas —no desean mostrar una colgando, ni engrosada o deformada por la rodilla que la aguanta— logran con artificialidad y escorzo y la ayuda de sus tacones altos. Por esa estrechez de sus hombros Muriel solía llevar chaqueta con hombreras muy disimuladas, yo creo, o bien el sastre se las confeccionaba con leve forma de trapecio invertido (todavía en los años setenta y ochenta del pasado siglo acudía al sastre o éste lo visitaba en su casa, cuando eso ya era infrecuente). Tenía una nariz muy recta, sin asomo de curvatura pese a su buen tamaño, y en el cabello tupido, peinado a raya con agua como seguramente se lo había peinado desde niño su madre —y él no había visto razón para contravenir aquel remoto dictamen—, le brillaban algunas canas dispersas por el dominante castaño oscuro. El bigote fino atenuaba poco lo espontáneo y luminoso y juvenil de su sonrisa. Se esforzaba por refrenarla o guardarla, no lo conseguía a menudo, había un fondo de jovialidad en su carácter, o un pasado que emergía sin que hubiera que lanzar la sonda a grandes profundidades. Tampoco se lo convocaba, no obstante, en aguas muy superficiales: en ellas flotaba cierta amargura impuesta o indeliberada, de la que no debía de sentirse causante, sino si acaso víctima.

Pero lo más llamativo para quien lo veía por primera vez en persona, o en una foto frontal de prensa, muy escasas, era el parche que lucía sobre el ojo derecho, un parche de tuerto de lo más clásico, teatral o aun peliculero, negro y abultado y bien ceñido por una fina goma elástica de igual color que le cruzaba en diagonal la frente y se ajustaba bajo el lóbulo de la oreja izquierda. Siempre me he preguntado por qué esos parches tienen relieve, los que no se limitan a tapar, de tela, sino los que quedan inamovibles y como encajados y son de no sé qué material rígido y compacto. (Parecía baquelita, y daban ganas de tamborilear sobre él con el rosa de las uñas para saber cómo era al tacto, lo que nunca osé averiguar con el de mi empleador, como es lógico; sí supe en cambio cómo sonaba, pues a veces, cuando estaba nervioso o se irritaba, pero también cuando se detenía a pensar antes de soltar una sentencia o un parlamento, con el pulgar bajo la axila como si fuera la diminuta fusta de un militar o un jinete que pasan revista a sus tropas o a sus cabalgaduras, Muriel hacía eso exactamente, tamborileaba sobre su parche duro con el blanco o filo de las uñas de la mano libre, como si invocara en su auxilio al globo ocular inexistente o que no servía, debía de gustarle el sonido y en efecto era grato, cric cric cric; daba un poco de grima, sin embargo, verlo llamar así al ausente, hasta que se acostumbraba uno a ese gesto.) Quizá ese bulto busca producir la impresión de que debajo hay un ojo, aunque tal vez no lo haya, sino una cuenca vacía, un hueco, una hondura, un hundimiento. Quizá esos parches sean convexos precisamente para desmentir la concavidad horrenda que ocultan, en algunos casos; quién sabe si no irán rellenos de una acabada esfera de cristal blanco o de mármol, con su pupila y su iris pintados con realismo ocioso, perfectos, que jamás ha de verse, envuelta en negro, o que tan sólo verá su dueño, terminado el día, al destapársela cansado ante el espejo, y extraérsela acaso.

Y si eso llamaba la atención inevitablemente, no menos atraía el ojo útil y al descubierto, el izquierdo, de un azul oscuro e intenso, como de mar vespertino o casi ya anochecido, y que, por ser sólo uno, parecía captarlo todo y darse cuenta de todo, como si se hubieran concentrado en él las facultades propias y las del otro invisible y ciego, o la naturaleza hubiera querido compensarlo con un suplemento de penetración por la pérdida de su pareja. Tantas eran la fuerza y la rapidez de ese ojo que yo, gradual y disimuladamente, intentaba situarme a veces fuera de su alcance para que no me hiriera con su mirar agudo, hasta que Muriel me reconvenía: ‘Échate un poco a la derecha, ahí casi te sales de mi campo visual y me obligas a contorsionarme, recuerda que es más limitado que el tuyo’. Y al principio, cuando mi vista no sabía dónde posarse, dividida mi atención entre el ojo vivo y marítimo y el parche muerto y magnético, no tenía inconveniente en llamarme al orden: ‘Juan, te estoy hablando con el ojo que ve, no con el difunto, así que haz el favor de escucharme y no distraerte con el que no suelta palabra’. Muriel hacía así abierta referencia a su visión demediada, a diferencia de quienes extienden un incómodo velo de silencio sobre cualquier defecto o minusvalía propios, por muy conspicuos y aparatosos que sean: hay mancos desde la altura del hombro que jamás reconocen las dificultades impuestas por la manifiesta falta de un miembro y poco menos que pretenden hacer malabares; cojos que emprenden con una muleta la escalada del Annapurna; ciegos que continuamente van al cine y alborotan en los tramos sin diálogos, en los más visuales, quejándose de que está desenfocado; inválidos en sillas de ruedas que fingen desconocer ese vehículo y se empeñan en trepar peldaños desdeñando las numerosas rampas que se les ofrecen hoy en todas partes; calvos morondos que hacen aspavientos de estarse despeinando a lo bestia, la imaginaria cabellera endemoniándoseles, cuando se desata una ventolera. (Allá todos ellos, son muy libres, no se me ocurre criticarlos.)

Pero la primera vez que le pregunté qué le había pasado, cómo le había enmudecido el ojo callado, me contestó tan cortante como lo era en ocasiones con la gente que lo impacientaba y rara vez conmigo, a quien solía tratar con benevolencia y afecto: ‘Vamos a ver si nos entendemos: no te tengo aquí para que me hagas preguntas sobre cuestiones que no te incumben’.

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En ese principio no era mucho lo que me incumbía, aunque eso cambió pronto, basta con tener a alguien disponible, a mano, a la espera, para irle confiando o creando tareas; y ‘aquí’ significaba en su casa, si bien al cabo de cierto tiempo pasó a equivaler vagamente a ‘a mi lado’, cuando hube de acompañarlo en algún que otro viaje, o visitarlo en un rodaje, o decidió incorporarme a cenas y timbas de amigos, más que nada para hacer bulto, yo creo, y contar él con un testigo admirativo añadido. En sus rachas más extravertidas, que por fortuna no escaseaban —o habría que decir menos melancólicas o aun misantrópicas, iba con regularidad de un extremo al otro, como si su ánimo viviera en un balancín más bien pausado que a veces se aceleraba frente a su mujer de golpe, por causas que yo no me explicaba y debían de ser muy lejanas—, le gustaba tener público y ser escuchado, o incluso que se lo jaleara un poco.

En su casa no era infrecuente, cuando nos reuníamos por la mañana para que me diera instrucciones si las había y si no discurseara un rato, encontrármelo tumbado boca arriba en el suelo del salón o del estudio adyacente (las dos piezas separadas por una puerta de hojas correderas que casi siempre estaban abiertas, luego las piezas quedaban unidas de hecho, formando un amplio y único espacio). Quizá optaba por eso en vista de sus dificultades para colocar las piernas sentado y se sentía más cómodo así, cuan largo era sin impedimentos ni topes, tanto sobre la alfombra del salón como sobre la tarima del despacho. Claro que cuando andaba por tierra no vestía sus chaquetas, que se le habrían arrugado en exceso, sino camisa con chaleco o jersey de pico encima y, eso sí, siempre corbata, por edad debía de parecerle imprescindible esa prenda, estando en la ciudad al menos, pese a que en aquellos años las normas indumentarias hubieran saltado ya por los aires. La primera vez que lo vi de este modo —tirado como una cortesana decimonónica o como un accidentado contemporáneo— me pilló de sorpresa y me alarmé, creyendo que habría sufrido un ictus o se habría desmayado, o dado un golpe y caído y que no habría podido levantarse.

—¿Qué le ocurre, Don Eduardo? ¿Se siente mal? ¿Lo ayudo? ¿Ha resbalado? —Me acerqué solícito, las dos manos extendidas para alzarlo. Tras leve forcejeo (él me instaba a tutearlo sin más), habíamos acordado que lo llamaría de usted sin el ‘Don’ delante, pero a mí me costaba mucho no anteponérselo, me salía naturalmente y se me escapaba.

—Qué tontería —me contestó desde el suelo, sin hacer el menor ademán de incorporarse ni avergonzarse por mi presencia; me miró las manos salvadoras como si fueran dos moscas que revoloteaban y lo perturbaban—. ¿No ves que estoy fumando tan tranquilamente? Ea. —Y blandió en alto, ante mi cara, una pipa bien agarrada por la cazoleta. Fumaba sobre todo cigarrillos, y sólo éstos fuera de casa, pero en ella los alternaba con pipa, como si quisiera completar un cuadro que por lo demás pocos veíamos (tampoco la sacaba a relucir en las ocasionales fiestas que daba, la mayoría improvisadas), debía de quererlo completar para sí mismo: parche, pipa, bigote fino, abundante pelo con raya alta, ropa de sastre, chaleco a veces, era como si inconscientemente se hubiera quedado adherido a la imagen de los galanes de cuando él era niño y adolescente, en los años treinta y cuarenta, no sólo a la de Errol Flynn (por antonomasia, y con quien compartía la sonrisa fulgente), sino a la de actores hoy mucho más nebulosos como Ronald Colman, Robert Donat, Basil Rathbone, incluso David Niven y Robert Taylor que duraron más tiempo, tenía un aire a todos ellos pese a que entre sí fueran distintos. Y, puesto que era español, en algún momento recordaba a los más tostados, aún más diferenciados y exóticos Gilbert Roland y César Romero, sobre todo al primero, cuya nariz era grande y sin curva como la suya.

—¿Y qué hace tirado en el suelo, si se lo puedo preguntar? No es más que curiosidad, no que lo repruebe, líbreme Dios. Deseo de entender sus hábitos, eso es todo. Si es que es un hábito.

Hizo un resignado gesto de impaciencia, como si mi extrañeza le resultara consabida y ya hubiera tenido que dar las mismas explicaciones con anterioridad a otros.

—Nada fuera de lo común. Qué hay, lo hago a menudo. No hay nada que entender, y sí, es un hábito mío. ¿Es que no puede uno estar tendido sin que le pase nada, sólo por gusto? Y por conveniencia.

—Claro que sí, Don Eduardo, puede usted hacer equilibrismos si se le antoja, faltaría más. Hasta con platillos chinos. —Deslicé este comentario con alevosía, para dejar constancia de que su postura no era tan normal como él pretendía, no en un hombre maduro, y padre de familia para mayor contraste, pues andar por los suelos es propio de jovenzanos y niños, y él tenía tres en casa. Tampoco estaba seguro de que se llamaran platillos chinos lo que se me vino a la mente, se hacen girar varios a la vez sobre la punta de sendas varas flexibles, largas y finas, cada una apoyada en la yema de un dedo, creo, no tengo ni idea de cómo se consigue ni de con qué propósito. Debió de entenderme, en todo caso—. Pero ahí tiene usted dos sofás —añadí, y señalé hacia atrás, hacia el salón, él estaba tumbado en el despacho—. No me habría alarmado lo más mínimo encontrármelo sobre uno de ellos, incluso dormido o en trance. Pero en el suelo, con todo el polvo... No es lo que uno se espera, perdone.

—¿En trance? ¿Yo, en trance? ¿Cómo en trance? —Eso pareció haberlo ofendido, pero le asomó media sonrisa, como si también le hubiera hecho gracia.

—Sí, bueno, era una forma de hablar. Cavilando. En meditación. O hipnotizado.

—¿Yo, hipnotizado? ¿Por quién? ¿Cómo hipnotizado? —Y ahora ya no pudo reprimir una fugaz sonrisa abierta—. ¿Quieres decir autohipnotizado? ¿Yo a mí mismo? ¿Por la mañana? À quoi bon? —remató en francés, no eran raras las breves incursiones en esa lengua entre los miembros instruidos de su generación y de las precedentes, la segunda que habían aprendido por lo general. Sí, desde muy pronto me di cuenta de que mis pequeñas guasas no eran mal recibidas, casi nunca me las cortaba de raíz sino que tendía a seguírmelas un poco, si no se demoraba más no era por falta de ganas, sólo para que no me le subiera a las barbas demasiado rápido, una cautela innecesaria, lo admiraba y respetaba mucho. Se detuvo tras el francesajo. Levantó la pipa humeante de nuevo para dar énfasis a sus palabras—: El suelo es el lugar más estable, firme y modesto que existe, con mejor perspectiva del cielo o del techo y donde mejor se piensa. Y en este no hay mota de polvo —puntualizó—. Acostúmbrate a verme aquí, porque de aquí no puede uno caerse ni caer más bajo, lo cual es una ventaja a la hora de tomar decisiones, deberíamos tomarlas siempre desde la peor hipótesis, si es que no desde la desesperación y su acompañante habitual la vileza, así no nos ablandaríamos ni nos llamaríamos a engaño. No te preocupes y siéntate, te voy a dictar un par de cosas. Y prescinde de una vez del ‘Don’, mira que te lo tengo dicho. ‘Don Eduardo’ —imitó mi voz, y era un gran imitador—. Me envejece y me suena a Galdós, al que mal soporto con dos excepciones, y eso en obra tan abusiva lo convierte en un déspota. Anda, apunta.

—¿Desde ahí me va a dictar? ¿Desde ahí abajo?

—Sí, desde aquí, ¿qué pasa? ¿Acaso mi voz no te llega? No me digas que hay que llevarte al otorrino, sería un pésimo indicio a tus años. ¿Cuántos presumes de tener? ¿Quince? —También él era dado a la guasa y a la exageración.

—Veintitrés. Sí, claro que su voz me llega. Es potente y varonil, como usted sabe. —No sólo las iniciaba: cada vez que Muriel me hacía una broma, yo se la devolvía, o al menos le contestaba en el mismo tono de chanza. Volvió a sonreír sin querer, más con el ojo que con los labios—. Pero no le veré la cara si me siento en mi sitio. Quedaré de espaldas a usted, una descortesía, ¿no? —Yo solía ocupar una butaca enfrente de la suya cuando despachábamos, con su mesa de trabajo dieciochesca por medio, y él estaba tendido cerca del umbral del salón, más allá de esta butaca mía.

—Pues dale la vuelta a la silla, ponla mirando hacia mí. Vaya gran cosa, qué problema, ni que estuviera atornillada al suelo.

Tenía razón, así lo hice. Ahora él quedaba literalmente a mis pies, en sentido perpendicular a ellos, como composición era excéntrica, el jefe horizontal por los suelos y el secretario —o lo que quisiera que fuera yo— a un palmo de propinarle un puntapié al menor movimiento involuntario y brusco o mal medido de sus piernas, en las costillas o en la cadera. Me dispuse a escribir en mi libreta (pasaba luego las cartas a máquina en una vieja suya que me había prestado, aún funcionaba bien, y se las daba a revisar y firmar).

Pero Muriel no se arrancó de inmediato. Su expresión más bien afable, disimuladamente risueña de hacía un instante había sido sustituida por una de abstracción o dilucidación, o por la de una de esas pesadumbres que uno va aplazando porque no desea hacerles frente ni abismarse en ellas y que por lo tanto siempre retornan, se hacen recurrentes y a cada embestida son más profundas al no haber desaparecido durante el periodo en que se las mantuvo a raya o alejadas del pensamiento, sino que por así decir han crecido en ausencia y no han cesado de acechar el ánimo subrepticia o subterráneamente, como si fueran el preámbulo de un abandono amoroso que uno acabará consumando pero que aún no acierta ni a imaginarse: esas oleadas de frialdad e irritación y hartazgo hacia un ser muy querido que vienen, se entretienen un rato y se van, y cada vez que se van uno quiere creer que su visita ha sido una fantasmagoría —producto del malestar consigo mismo, o de un descontento general, o incluso de las contrariedades o del calor— y que ya no volverán. Sólo para descubrir a la próxima que cada nueva oleada es más pegajosa y arrastra una duración mayor y envenena y abruma el espíritu y lo hace dudar y maldecirse un poco más. Tarda en perfilarse ese sentimiento de desafección, y todavía más en formularse en la mente (‘Creo que ya no la aguanto, he de cerrarle la puerta, eso debe ser’), y cuando la conciencia por fin lo ha asumido, aún le queda mucho trecho por recorrer antes de ser verbalizado y expuesto ante la persona que sufrirá el abandono y que no lo sospecha ni prefigura —porque tampoco nosotros los abandonadores lo hacemos, engañosos, cobardes, dilatorios, morosos, pretendemos imposibles: sortear la culpa, ahorrar el daño—, y a la que le tocará languidecer incrédulamente por él, y acaso morir en su palidez.

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Muriel apoyó las manos en el pecho, una de ellas como puño porque sostenía la pipa que se le había apagado y que no se molestó en reencender. En lugar de empezar a dictarme, como me había anunciado, se mantuvo en silencio un par de minutos mientras yo lo miraba interrogativamente, pluma en ristre, hasta que temí que se me secara la punta y volví a ponerle el capuchón. De un instante a otro parecía haberse olvidado de aquello de lo que se proponía ocuparse, como si se le hubiera cruzado un pensamiento, un asunto, un ya manoseado dilema que hubiera barrido lo demás, aunque no a mí como posible consejero al azar o mero escucha de sus inquietudes: desde el suelo me echaba ojeadas dubitativas o casi furtivas, daba la impresión de tener algo en la punta de la lengua —dos o tres veces abrió la boca y tomó aliento, la volvió a cerrar— que no se decidía a permitir salir, esto es, a dármelo a oír; de estar dirimiendo sobre la conveniencia de hacerme partícipe de una cuestión que lo desasosegaba o turbaba, o incluso lo quemaba en su interior. Se aclaró la garganta una vez, otra. Las palabras pugnaban por abrirse paso, las contenía un acto de prudencia, de voluntad de secretismo o de discreción al menos, como si la materia fuera delicada y no debiera trascender, tal vez ni expresarse, lo expresado se instala en el aire y es difícil hacerlo retroceder. Esperé sin decir nada ni insistir ni instarlo a hablar. Esperé con confianza y paciencia porque ya entonces sabía —eso se aprende pronto, en la infancia— que lo que uno está muy tentado de soltar, o de contar, o de preguntar, o de proponer, acaba brotando casi siempre, acaba surgiendo como si ninguna fuerza —ninguna violencia ejercida sobre uno mismo, ni tampoco razonamiento— fuera nunca capaz de frenarlo, las batallas contra nuestra exaltada lengua las perdemos en casi toda ocasión. (O es furiosa la lengua, dictatorial.)

—Tú que eres de otra generación y te tomarás las cosas de distinta manera —se arrancó por fin Muriel, aún con tiento y precaución—. Tú que eres joven, tú que eres de otra generación —repitió, creyendo así ganar tiempo para todavía poder interrumpirse y callar—, ¿tú qué harías si te llegaran noticias de que un amigo de media vida...? —Hizo una pausa, como si fuera a descartar lo dicho e iniciar otra formulación—. Cómo plantearlo, cómo explicártelo... ¿Que un amigo de muchos años no siempre fue el que ahora es? ¿No como uno lo ha conocido y ahora es, o como siempre ha creído que era?

Era evidente que aún se debatía, por la sucesión de preguntas vacuas y la confusión de éstas. Muriel no solía ser confuso, al contrario, presumía de precisión, aunque a veces, en su búsqueda, tuviera tendencia a divagar. Según lo que yo contestara se podía echar atrás (‘Es lo mismo, dejémoslo’, o ‘Quita quita, olvídalo’, o incluso ‘No, mejor que no te meta en esto, no es de tu incumbencia ni es grato; tampoco me sacarías de dudas ni lo vas a entender’). Así que primero opté por seguir aguardando y poner cara de enorme atención, como si estuviera en vilo, pendiente de su consulta, y no existiera en mi vida ningún interés mayor; y al no añadir él nada más —al quedarse desconcertado por su propio galimatías—, comprendí que me tocaba darle pie verbal, y antes de que se le replegara la lengua me atreví a responder:

—¿A qué se refiere, a una traición? ¿A una traición contra usted?

Vi que no era capaz de consentir el equívoco, aunque todavía fuera un equívoco sobre una bruma o una tiniebla o sobre una nada, e imaginé que no tendría más remedio que continuar, un poco al menos.

Se llevó la pipa a la boca, la mordió y por consiguiente habló entre dientes, como si prefiriera que no se le oyera con demasiada nitidez. Tal vez como si lo que decía fuera sólo un farol.

—No. Esa es la pega. Si se tratara de eso sabría cómo encararlo, cómo abordar la situación. Si me atañera directamente, no tendría reparo en ir a él e intentar poner las cosas en claro. O en ponerle la proa si el asunto fuera imperdonable y se confirmara, un casus belli. Pero no es eso en absoluto. Esas noticias no me conciernen, nada tienen que ver conmigo ni con nuestra amistad. No la afectan, y sin embargo... —No concluyó la frase, volvió a encerrarse, le costaba admitir lo que se figuraba.

Yo no creía lo que contesté a continuación, pero pensé o intuí que serviría para tirarle de la lengua, en cuanto empiezan a contarnos o a insinuarnos algo —algo delicado o escabroso o prohibido, que presumimos grave y no se está seguro de querer contar—, nos dedicamos a tirarle de la lengua al relator. Es casi una reacción refleja, obramos así más que nada por lo que antiguamente se llamaba sport.

—¿Por qué no hace caso omiso, entonces? ¿Por qué no lo deja correr? Pueden ser falsas noticias, o calumnias, o estar equivocadas. Al fin y al cabo, si no le conciernen, pues no sé, no las haga asunto suyo y ya está. Y bueno, también puede preguntarle a él al respecto. Que se las confirme o se las desmienta, ¿no? Si son tan amigos le dirá la verdad. ¿O no?

Muriel se sacó la pipa y la mano libre se la llevó a la mejilla, no sabría decir qué se apoyaba en qué, es difícil saber eso en quien está tumbado en el suelo. Desvió el ojo sagaz hacia mí, hasta ahora había estado perdido por las alturas, el techo, los estantes más elevados de la biblioteca, un cuadro de Francesco Casanova que colgaba arriba en una pared de su estudio, estaba muy satisfecho de poseer un óleo del hermano menor del famoso Giacomo y pintor favorito de Catalina la Grande, según me explicó más de una vez (‘De Rusia’, me recalcaba como si dudara de mis conocimientos históricos, no sin razón). Me miró tratando de averiguar mi buena voluntad o mi grado de ingenuidad, si en verdad quería aportar soluciones o estaba siendo sólo solícito; o quizá cotilla, aún peor. Debió de dar su aprobación provisional a mi actitud, porque al cabo de bastantes segundos inquisitivos que me pusieron nervioso y durante los que yo mismo me sentí tentado de examinarme, me respondió:

—O no. Nadie confiesa algo así de buenas a primeras, todo el mundo se lo negaría a quien fuese, a un amigo, a un enemigo, a un desconocido, a un juez, no digamos a su mujer o a sus hijos. Qué me iba a decir si le preguntara. Que si estaba loco. Que por quién lo tomaba, que si tan mal lo conocía. Que eran infundios, o un sucio ajuste de cuentas de alguien despechado y retorcido que le guardara un rencor inaplacable, de los que no caducan jamás. Que no. Me exigiría saber quién me había venido con semejante historia. Y seguramente me tendría que despedir de su amistad, sólo que a iniciativa suya y no mía. El decepcionado pasaría a ser él. Se haría el agraviado. O se sentiría justamente agraviado si todo fuera una falsedad. —Se detuvo un instante, quizá para imaginarse la absurda escena, la petición de sinceridad—. No seas simple, Juan. Hay muchas ocasiones en las que sólo cabe un ‘No’ y en las que ese ‘No’ está incapacitado para aclarar nada, es inservible. Es lo que se contestaría tanto si se correspondiera con la verdad como si no. Un ‘Sí’ es útil a veces. Casi nunca lo es un ‘No’ cuando se trata de algo feo o vergonzoso, o de conseguir a toda costa un propósito, o de salvar la piel. No vale de nada en sí mismo. Aceptarlo depende de un acto de fe, y la fe es cosa nuestra, no del que responde ‘No’. Y además la fe es voluble y frágil: se tambalea, se recupera, se fortalece, se resquebraja. Y se pierde. Creer nunca es de fiar.

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‘¿Qué diablos le habrán contado que ha dicho o hecho ese amigo oscuro o de pronto oscurecido?’, me pregunté, pensé. ‘Después de media vida de claridad.’ O tal vez no pensé eso y es que ahora lo rememoro así, cuando ya no soy joven y tengo más o menos la edad de Muriel entonces o incluso la he sobrepasado, es imposible recuperar la bisoñez de los años bisoños cuando se ha recorrido mucho más trecho, no es factible no entender lo que en otra época no se entendía una vez que se ha entendido, la ignorancia no regresa ni siquiera para relatar el periodo en que se gozó o se fue víctima de ella, falsea quien cuenta algo haciendo mohín de inocencia, impostando la de sus tiempos de infancia o adolescencia o juventud, quien afirma adoptar la mirada —es hielo, ojo escarchado— del niño que ya no es, como falsea el viejo que evoca desde su madurez y no desde la ancianidad que domina su visión entera del mundo y el conocimiento de las personas y de sí mismo, y como falsearían los muertos —si pudieran hablar o susurrar— situándose en la perspectiva de los vivos necios e inacabados que fueron y fingiendo no haberse asomado aún al tránsito y a la metamorfosis, y no estar al cabo de cuanto han sido capaces de hacer y decir, una vez que lo han hecho y dicho todo y no hay posibilidad de sorpresa ni de enmienda ni improvisación, está cerrada la cuenta y nadie nunca la va a reabrir... ‘Se ha referido a ello llamándolo “algo así, nadie confiesa algo así”, muy turbias deben de ser, mucha mancha han de tener las noticias que le han llegado, de qué índole serán. “Alguien despechado y retorcido”, ha dicho también, y eso lo he asociado inevitablemente a una mujer, aunque los dos términos serían aplicables a un hombre, ya lo creo, por qué no, y sin embargo, al oírselos, se me ha representado al instante una mujer como origen de la información... Está dudando si contarme o no de qué se trata, de qué se ha enterado a su pesar. Teme que si me lo confía todo parecerá más real o más cierto, cuanto más lo airee más carta de existencia le otorgará, más estará condenando a su amigo y lo natural es que prefiera no hacerlo. Pero tampoco puede descartar sin más lo que ha oído y quizá lo acucia y desazona tanto que ya no resiste guardárselo, le ronda el pensamiento todo el día y se le cuela en la noche, pero no sabe con quién hablarlo sin conferirle con ello mayor relieve, sin revestirlo de mayor gravedad. Acaso me vea como el más intrascendente de sus conocidos, precisamente por mi juventud, mi poca experiencia y mi nula capacidad para obrar en su mundo de adultos plenos. Y si se me ocurriera irme de la lengua, mi voz carece de peso y de crédito. Me habrá elegido por eso, por mi insignificancia’, pensé. ‘Contármelo a mí es lo más parecido a no contárselo a nadie. Se sentirá más a salvo que con cualquier otra persona, a mí se me puede despedir y perder de vista, se me puede casi cancelar, seré un hueco antes o después. Luego también puedo indagar, o ahondar, o sonsacar. Yo no tengo resonancia, ni traigo yo consecuencias.’

—No sé darle una opinión, Don Eduardo, Eduardo —me corregí en seguida y a mí mismo me soné irrespetuoso y chirriante—, si no me explica un poco más. Me ha preguntado qué haría yo. Si ignoro cuál es el asunto, mal le puedo responder. Y si me dice que yendo a su amigo no habría forma de averiguar la verdad, que negaría algo así y que además ese ‘No’ le sería inservible... Pues no sé qué podría hacer. ¿Apretar a quien le haya contado la historia, procurar que se desdijera, que la retirara? Eso no parece probable, ¿no?, que alguien se eche atrás una vez dado el paso de destapar algo feo que deja a otro en tan mal lugar. ¿Investigar a través de terceros, comprobar su veracidad? Usted sabrá si eso es factible, muchas veces no lo es. Así que me imagino que todo depende de lo que sea ese algo, de hasta qué punto puede convivir con su amistad y usted aguantar su sombra. Ya le he dicho, también cabe olvidarse, suprimirlo, dejarlo correr. Cuando es del todo imposible saber la verdad, supongo que entonces tenemos la libertad de decidir qué lo es.

El ojo marítimo me miró de otra manera, con curiosidad, quizá con una pizca de suspicacia, como si Muriel no se hubiera esperado de mí una consideración tan pragmática, a la juventud se le presupone vehemencia y cierto grado de intransigencia, aversión a la incertidumbre y a las componendas, un elemento de fanatismo en su búsqueda de cualquier verdad, por pequeña y circunstancial que sea.

—Siempre es imposible, en realidad. Nunca se puede saber —me contestó—. La verdad es una categoría... —Se interrumpió, estaba pensando lo que decía a la vez que lo decía, no era una frase que ya hubiera elaborado con anterioridad; o al revés, la estaba rememorando como si fuera una cita—. La verdad es una categoría que se suspende mientras se vive. —Se quedó ponderándola unos segundos, mirando al techo, como si la viera aparecer en él lo mismo que las palabras y nombres que escribían lentamente en la pizarra los profesores antiguos—. Mientras se vive —repitió—. Sí, es ilusorio ir tras ella, una pérdida de tiempo y una fuente de conflictos, una estupidez. Y sin embargo no podemos no hacerlo. O mejor dicho, no podemos evitar preguntarnos por ella, al tener la seguridad de que existe, de que se halla en un lugar y en un tiempo a los que no podemos acceder. Yo sé que lo más probable es que nunca sepa a ciencia cierta si este amigo hizo o no hizo lo que ahora me han contado que hizo. Pero también sé que una de dos, o más bien de tres: o lo hizo o no lo hizo o la cosa fue a medias, no tan negra como me la han pintado ni tan blanca como me la relataría él. Que yo esté condenado a no averiguarla no significa que no haya una verdad. Lo peor es que a estas alturas hasta el interesado puede desconocerla. Cuando han pasado muchos años, o incluso no tantos, la gente se cuenta los hechos como le conviene y llega a creerse su propia versión, su distorsión. Con frecuencia llega a borrarlos, los ahuyenta, los sopla como a un vilano —hizo el gesto de los dedos como si sostuviera uno, no sopló—, se convence de que no ocurrieron o de que su parte en ellos fue distinta de como fue. Hay casos de sincero olvido, o de honrada tergiversación: en los que quien miente no miente, o no miente a conciencia. Ni siquiera el autor de un hecho es capaz de sacarnos de dudas, en ocasiones; simplemente ya no está facultado para contar la verdad. Ha logrado que se le difumine, no la recuerda, la confunde o directamente la ignora. Y no obstante la hay, eso no quita para que la haya. Algo ocurrió o no ocurrió, y si ocurrió fue de determinada manera, fue así como tuvo lugar. Fíjate en esa expresión, ‘tener lugar’, que utilizamos como sinónimo de suceder, de acontecer. Es curiosamente adecuada y exacta, porque eso es lo que le pasa a la verdad, que tiene un lugar y en él se queda; y tiene un tiempo y en él se queda también. Se queda encerrada en ellos y no hay forma de reabrirlos, ni a uno ni a otro podemos viajar para echarle un vistazo a su contenido. Sólo nos restan tanteos y aproximaciones, nada más que circundarla e intentar discernirla a distancia o a través de velos y nieblas, en vano, es una tontería malgastar la vida en eso. Y aun así, y aun así...

Tosió, me pareció una tos nerviosa, de impotencia y desazón. Se incorporó y se ladeó un poco para buscar las cerillas en el bolsillo de su pantalón y reencender la pipa con el codo apoyado en el suelo. Aprovechó para sacar también un pastillero antiguo de plata con una diminuta brújula incrustada en la tapa, la miraba con fijeza, aprisionada en su cristal, cuando se ponía excesivamente pensativo, cuando no sabía cómo continuar o si continuar, cuando dudaba y volvía a dudar, como si esperara que la aguja lo orientara, abandonara el norte alguna vez. Tuve la sensación de que no sólo dudaba si revelarme el supuesto delito o bajeza o mezquindad de su amigo (de momento sabía que no era una traición), sino si encargarme algo relacionado con ello, tal vez una misión, un espionaje, una averiguación; si hacerme intervenir quién sabía cómo, era difícil que yo pudiera ayudar sin datos, o incluso con ellos. Y sin embargo fue esa la sensación que tuve, de que lo que más le costaba era decidirse a involucrarme en algo sucio, desagradable, ruin, y de que esa posible involucración a la que estaba tentado de arrojarme iba más allá de convertirme en mero oyente o quizá en confidente, de hacerme partícipe de unos hechos o más bien de una sospecha y un rumor. Era como si supiera que, si me ponía al tanto, a continuación también tendría que dirigirme o encaminarme, que darme una orden o pedirme un favor.

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—Y aun así, ¿qué? —No sabía cómo hacer que se arrancara, sólo mostrarle mi interés y mi disponibilidad. En eso, me doy cuenta ahora, sí que era un lastre mi juventud, porque nada hay tan sencillo como soltarle a alguien la lengua, no hay apenas nadie que no se desviva por hablar.

Muriel se levantó por fin del suelo, lo hizo con agilidad y sin esfuerzo, y empezó a pasearse a mi alrededor con sus largas zancadas, caminaba por el salón y por el despacho bordeando la mesa, yo iba girando el cuello para no perderlo de vista, en una mano la pipa y en la otra el pastillero, que ahora no dejaba de pasarse por el mentón, como si no lo llevara afeitado sino con perilla y se la atusara, menos mal que no era así, los individuos con semejante recorte no suelen ser de fiar. También escrutaba de vez en cuando la brújula.

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